"La dificultad no debe ser un motivo para desistir sino un estímulo para continuar"

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El Jilguero - Donna Tartt

Donna Tartt El jilguero Para mi madre, para Claude Primera parte Lo absurdo no libera; ata. ALBERT CAMUS 1 Niño con calavera I Me encontraba aún en Amsterdam cuando soñé con mi madre por primera vez en mucho tiempo. Llevaba más de una semana encerrado en el hotel, temeroso de telefonear a alguien o de salir de la habitación, y el corazón se me desbocaba al oír hasta el ruido más inocente: el timbre del ascensor, el traqueteo del carrito del minibar, incluso las campanas de las iglesias dando las horas, de Westertoren, Krijtberg, una nota sombría en el tañido, una sensación de fatalidad propia de un cuento de hadas. De día, sentado a los pies de la cama, me esforzaba por descifrar las noticias de la televisión holandesa (algo inútil, ya que no sabía una palabra de neerlandés), y cuando desistía, me quedaba junto a la ventana mirando el canal envuelto en mi abrigo de pelo de camello, pues me había marchado de Nueva York de manera precipitada y la ropa que me había traído no abrigaba lo suficiente, ni siquiera dentro de la habitación. Fuera todo era bullicio y alegría. Estábamos en Navidad y sobre los puentes del canal titilaban las luces por la noche; damen en heren de mejillas coloradas, con bufandas que ondeaban al viento gélido, pasaban estrepitosamente por los adoquines con árboles de Navidad atados a la parte trasera de sus bicicletas. Por las tardes una banda de músicos aficionados tocaba villancicos que flotaban, estridentes y frágiles, en el aire invernal. Un caos de bandejas del servicio de habitaciones; demasiados cigarrillos; vodka tibio del duty-free. Durante esos agitados días de encierro llegué a conocer hasta el último rincón de la habitación como un preso conoce su celda. Era la primera vez que estaba en Amsterdam; apenas había visitado la ciudad, y, sin embargo, la habitación en sí, con su belleza sobria, llena de corrientes y blanqueada por el sol, era como una vívida recreación del norte de Europa, una maqueta a pequeña escala de los Países Bajos: la rectitud protestante del encalado combinada con un lujo extremo traído en buques mercantes de Oriente. Pasé una irrazonable cantidad de tiempo examinando un par de minúsculos óleos con marco dorado que colgaban sobre el escritorio, uno de varios campesinos patinando sobre un estanque helado junto a una iglesia, y el otro, un velero zarandeado en un picado mar invernal; eran copias decorativas que no tenían nada de particular, aunque las inspeccioné como si guardaran una clave cifrada que me permitiera penetrar en el secreto corazón de los grandes maestros flamencos. Fuera el aguanieve repiqueteaba contra los cristales de las ventanas y lloviznaba sobre el canal; y a pesar de que los brocados eran exquisitos y la alfombra mullida, la luz invernal evocaba el adverso ambiente de 1943: austeridad y privaciones, té aguado sin azúcar y a la cama con hambre. Todas las mañanas muy temprano, cuando todavía estaba oscuro fuera, antes de que entrara de servicio el personal diurno y el vestíbulo empezara a llenarse, yo bajaba a buscar los periódicos. Los empleados del hotel pululaban con voces apagadas y pasos sigilosos, mirándome fugazmente con frialdad, como si no me vieran del todo, el estadounidense de la 27 que nunca aparecía durante el día; yo intentaba tranquilizarme diciéndome que el gerente de noche (traje oscuro, pelo cortado al rape, gafas de montura de pasta) tal vez haría lo posible para rehuir los conflictos o evitar los escándalos. El Herald Tribune no informaba de mi aprieto, pero todos los periódicos holandeses publicaban la noticia en densos bloques de letra extranjera que flotaban de forma torturante más allá de mi comprensión. Onopgeloste moord. Onbekende. Subí y me acosté de nuevo (vestido, porque hacía mucho frío en la habitación), y abrí los periódicos sobre la colcha: fotografías de coches patrulla, cintas acordonando el lugar del crimen, hasta los titulares eran indescifrables, y aunque no parecían mencionar mi nombre, no había forma de saber si ofrecían una descripción de mí u ocultaban la información a los lectores. La habitación. El radiador. Een Amerikaan met een strafblad. El agua verde oliva del canal. Como estaba aterido de frío y enfermo, y la mayor parte del tiempo no sabía qué hacer (además de la ropa de abrigo, había olvidado traer un libro), me pasaba casi todo el día en la cama. Daba la impresión de que anochecía a media tarde. A menudo, con el crujir de los periódicos desplegados, me sumía en un duermevela; la mayoría de mis sueños estaban teñidos de la misma ansiedad indefinida que impregnaba las horas que pasaba despierto: juicios, maletas reventadas sobre el asfalto con mi ropa desparramada por doquier e interminables pasillos de aeropuerto por los que corría para coger aviones sabiendo que nunca llegaría a tiempo. A causa de la fiebre tuve muchos sueños raros y sumamente vívidos, así como oleadas de sudor en las que me revolvía inquieto en la cama sin apenas distinguir el día de la noche; pero en la última y peor de esas noches soñé con mi madre: un breve y misterioso sueño que viví más bien como una aparición. Yo estaba en la tienda de Hobie —mejor dicho, en algún espacio encantado del sueño que era como una versión bosquejada de la tienda— cuando ella surgía de pronto a mis espaldas y la veía reflejada detrás de mí en un espejo. Al verla me quedaba paralizado de felicidad; era ella hasta en el más mínimo detalle, incluso el dibujo que formaban sus pecas, y me sonreía, más hermosa y sin embargo no más avejentada, con el pelo negro y la graciosa curva ascendente de su boca; no era tanto un sueño como una presencia que llenaba toda la habitación, una fuerza completamente propia, una otredad viviente. Aunque ese fue mi primer impulso, supe que no podía volverme, que mirarla significaba violar las leyes de su mundo y del mío; había acudido a mí del único modo a su alcance, y nuestras miradas se encontraron en el espejo durante un largo minuto silencioso; pero justo cuando daba la impresión de estar a punto de hablar —con lo que parecía una mezcla de regocijo, afecto y exasperación—, entre nosotros se elevó una neblina y me desperté. II Me habrían ido mejor las cosas si ella hubiera vivido. Pero murió cuando yo todavía era un niño; y aunque todo lo que me ha sucedido desde entonces es mi culpa, al perder a mi madre perdí de vista cualquier punto de referencia que podría haberme conducido a un lugar más feliz, una vida más plena o agradable. Su muerte marcó la línea divisoria: el antes y el después. Y si bien es triste admitirlo al cabo de tantos años, aún no he conocido a nadie que haga que me sienta tan querido como lo hizo ella. En su compañía todo cobraba vida; irradiaba una luz tan mágica que todo cobraba más vida y color al verlo a través de su mirada; recuerdo que unas semanas antes de su muerte, mientras cenaba con ella en un restaurante italiano del Village ya entrada la noche, me asió de la manga ante la inesperada y casi dolorosa belleza de lo que veía: de la cocina traían en procesión un pastel de cumpleaños; la luz de las velas formaba un débil círculo tembloroso en el techo oscuro, y lo dejaron en la mesa para que brillara en medio de la familia, embelleciendo el rostro de una anciana; todo eran sonrisas alrededor, mientras los camareros se hacían a un lado con las manos cogidas a la espalda; solo se trataba de una de esas celebraciones de cumpleaños que se podían ver en cualquier restaurante modesto del centro, y estoy seguro de que no recordaría ese episodio si mi madre no hubiera fallecido al poco tiempo, pero pensé en eso una y otra vez después de su muerte, y probablemente lo recordaré toda mi vida: el círculo iluminado con velas, un retablo de la felicidad compartida que se desvaneció cuando la perdí. Mi madre era guapa, además. Eso es casi secundario, pero lo era. Cuando llegó a Nueva York desde Kansas trabajó esporádicamente como modelo, aunque nunca se sintió lo bastante cómoda frente al objetivo para ser muy buena; de hecho, ese toque tan distintivo no se plasmaba en el negativo. Y, sin embargo, era plenamente ella misma, una rareza. No recuerdo haber visto nunca a otra persona que se le pareciera. Tenía el pelo oscuro, la tez pálida y pecosa en verano, y unos luminosos ojos azul porcelana; en la curva de sus pómulos había una mezcla tan insólita de lo tribal y el crepúsculo celta que a veces la gente la tomaba por islandesa. En realidad era medio irlandesa y medio cherokee, de una ciudad de Kansas cercana a la frontera de Oklahoma; le gustaba hacerme reír llamándose a sí misma okie, como se conocía a los habitantes empobrecidos de ese estado que habían emigrado durante la Depresión, aunque ella era tan elegante, briosa y brillante como un caballo de carreras. Por desgracia, ese carácter exótico aparece demasiado crudo e implacable en las fotografías —las pecas disimuladas con maquillaje, el pelo recogido en una coleta a la altura de la nuca como algún noble de La historia de Genji—, y no hay ni rastro de su calidez, de su naturaleza alegre e impredecible, que era lo que más me gustaba de ella. Por la inmovilidad que emana en las fotos, es evidente que la cámara le inspiraba desconfianza: tiene un aire vigilante y feroz, como si se preparara contra un ataque. Pero en vida no era así. Se movía trepidantemente rápido, con gestos repentinos y ligeros, y siempre se sentaba en el borde de la silla como una elegante ave de pantano a punto de alzar el vuelo espantada. Me encantaba su perfume de sándalo, tosco e inesperado, y el frufrú que hacía su camisa almidonada cuando se inclinaba para besarme la frente. Su risa bastaba para que apartaras de una patada lo que estuvieses haciendo y la siguieras. Allá adonde iba, los hombres la observaban con el rabillo del ojo, y a veces la miraban de un modo que me inquietaba un poco. Yo tuve la culpa de que muriera. Los demás siempre se han apresurado a negarlo: «eras un crío», «quién podía imaginarlo», «un accidente espantoso», «mala suerte», «podría haberle pasado a cualquiera»… Cierto, pero no me creo una palabra. Sucedió en Nueva York, un 10 de abril, hace catorce años. (Aún ahora mi mano se muestra reacia a escribir la fecha; he tenido que empujarla, para que el bolígrafo siga desplazándose sobre el papel. Antes era un día normal y corriente, pero ahora sobresale del calendario como un clavo oxidado). Si aquel día todo hubiera ido según lo previsto, se habría fundido en el cielo inadvertidamente, desvanecido sin dejar rastro junto con el resto de mi octavo curso. ¿Qué recordaría ahora de él? Poco o nada. Sin embargo, la textura de aquella mañana, la sensación húmeda y saturada del aire, es más nítida ahora que el presente. Tras llover toda la noche en medio de una terrible tormenta, había tiendas inundadas y un par de estaciones de metro cerradas; los dos estábamos de pie en la moqueta empapada que se extendía fuera del vestíbulo del edificio de pisos donde vivíamos mientras el conserje favorito de mi madre, Goldie, que la adoraba, caminaba hacia atrás por la calle Cincuenta y siete con el brazo levantado y silbando para detener un taxi. Los coches pasaban zumbando bajo cortinas de agua sucia; sobre los rascacielos rodaban nubes cargadas de lluvia que de vez en cuando se abrían dejando claros de cielo azul nítido, y en la calle, bajo el humo de los tubos de escape, soplaba un viento suave y húmedo como de primavera. —Ah, está ocupado, señora —gritó Goldie por encima del estruendo de la calle, esquivando un taxi que dobló la esquina salpicándolo y apagó la luz verde. Era el más menudo de los conserjes: un puertorriqueño de tez clara, flaco, pálido y enérgico que había sido boxeador de peso pluma. Aunque tenía las mejillas flácidas de tanto darle a la botella (a veces se presentaba en el turno de noche oliendo a J&B), era enjuto, musculoso y rápido; siempre estaba bromeando y continuamente se tomaba un descanso para fumarse un cigarrillo en la esquina, desplazando el peso de un pie al otro mientras se echaba vaho en las blancas manos enguantadas cuando hacía frío, contando chistes en español y haciendo desternillarse de la risa a los demás conserjes. —¿Tienen mucha prisa esta mañana? —le preguntó a mi madre. En su chapa se leía «Burt D.», pero todo el mundo lo llamaba Goldie, derivado de gold, por su diente de oro y porque se apellidaba De Oro. —No, vamos con tiempo de sobra. No se preocupe. Pero parecía agotada y le temblaron las manos mientras se anudaba de nuevo el pañuelo, que se levantaba y agitaba con el viento. Goldie debió de percatarse, porque se volvió hacia mí (que estaba apoyado con actitud evasiva contra el macetero de hormigón que había frente al edificio, mirando a todas partes menos a ella) con cierta desaprobación. —¿No vas a coger el tren? —me preguntó. —No, tenemos unos recados que hacer —respondió mi madre sin mucha convicción, al darse cuenta de que yo no sabía qué decir. Yo no solía fijarme mucho en cómo iba vestida, pero el atuendo que llevaba esa mañana (gabardina blanca, un diáfano pañuelo rosa y zapatos bicolor negro y blanco) se me quedó tan firmemente grabado en la memoria que ahora me cuesta recordarla de otro modo. Yo tenía trece años. No soporto recordar lo incómodos que nos sentíamos los dos aquella última mañana, lo bastante agarrotados para que el conserje lo notara; en cualquier otro momento habríamos estado hablando de manera amigable, pero aquella mañana no teníamos gran cosa que decirnos porque me habían expulsado del colegio. Habían llamado a mi madre a su oficina el día anterior, y ella había vuelto a casa callada y furiosa; lo terrible era que yo ni siquiera sabía por qué me habían expulsado, aunque estaba casi seguro de que el señor Beeman (en el trayecto de su despacho a la sala de profesores) había mirado por la ventana del segundo piso en el momento menos oportuno y me había visto fumar en el recinto del colegio. (Mejor dicho, me había visto en compañía de Tom Cable mientras él fumaba, lo que en mi colegio venía a ser lo mismo). Mi madre aborrecía el tabaco. Sus padres —sobre quienes me encantaba oír hablar, y que habían muerto injustamente antes de que yo tuviera oportunidad de conocerlos— habían sido unos afables entrenadores de caballos que viajaban por el Oeste y criaban caballos morgan para ganarse la vida; eran unos alegres jugadores de canasta y buenos bebedores de cócteles, iban al derbi de Kentucky todos los años y guardaban cigarrillos por toda la casa en cajas de plata. Un día, cuando volvía de los establos, mi abuela se dobló en dos y empezó a toser sangre; a partir de entonces, durante el resto de la adolescencia de mi madre siempre hubo bombonas de oxígeno en el porche delantero y las persianas del dormitorio permanecieron bajadas. Pero, como me temía, y no sin razón, el cigarrillo de Tom solo había sido la punta del iceberg. Hacía tiempo que yo tenía problemas en el colegio. Todo había comenzado, o, más bien, se había agravado, unos meses atrás, cuando mi padre se había largado, dejándonos a mi madre y a mí; nunca nos habíamos llevado muy bien y, en general, mi madre y yo estábamos mejor sin él, pero otras personas parecieron escandalizarse y alarmarse ante la brusca forma en que nos había dejado (sin dinero ni pensión alimenticia, ni una dirección de contacto); los profesores de mi colegio del Upper West Side me compadecían tanto, y estaban tan impacientes por demostrarme su comprensión y su apoyo, que fueron extraordinariamente indulgentes conmigo —pese a ser un alumno becado—, posponiendo fechas de entrega de ejercicios y dándome segundas y terceras oportunidades; en otras palabras, aflojando la cuerda, hasta que, en cuestión de unos meses, me las arreglé para caer en un hoyo muy profundo. De modo que nos habían citado a los dos —a mi madre y mí— en el colegio. La reunión no era hasta las once y media, pero mi madre se había visto obligada a tomarse el día libre, y nos dirigíamos al West Side temprano para desayunar (y tener una charla seria, me imaginé); una vez allí, ella aprovecharía para comprar un regalo de cumpleaños para una colega de su oficina. La noche anterior se había quedado levantada hasta las dos y media, con su tensa cara iluminada por el resplandor del ordenador, escribiendo correos electrónicos e intentando despejar el terreno para tomarse la mañana libre. —No sé qué pensará usted —le decía Goldie irritado a mi madre—, pero yo ya estoy harto de la primavera y la humedad. No veo más que lluvia, lluvia… —Tiritó y, subiéndose el cuello del abrigo de forma teatral, alzó la vista hacia el cielo. —Creo que han dicho que esta tarde escampará. —Sí, lo sé, pero yo ya estoy listo para el verano. —Se frotó las manos—. Todos se van de la ciudad, la odian, se quejan del calor, pero yo…, yo soy un pájaro tropical. Cuanto más calor haga mejor. ¡No le temo! —Batiendo palmas, se dio la vuelta y se alejó de espaldas por la calle—. Qué quiere que le diga, lo que más me gusta es la paz que hay aquí. Cuando llega julio el edificio se queda desierto y tranquilo, todo el mundo se va, ¿sabe? —Chasqueó los dedos a un taxi que pasó a toda velocidad—. Son mis vacaciones. —Pero ¿no se achicharra aquí fuera? —Mi distante padre no soportaba esa tendencia de ella a entablar conversación con las camareras, los conserjes y los sibilantes ancianos de la tintorería—. Quiero decir que en invierno al menos uno puede abrigarse… —Usted no sabe lo que es este trabajo en invierno. Le aseguro que, por muchos abrigos y gorros que uno se ponga, se pasa frío. ¿Se imagina estar aquí fuera, en enero o en febrero, con el viento que sopla del río? Brrrr. Agitado y mordiéndome la uña del pulgar, me quedé mirando los taxis que pasaban a toda velocidad por delante del brazo levantado de Goldie. Sabía que sería una espera agotadora hasta la cita de las once y media; lo único que podía hacer era estarme quieto y no balbucear ninguna pregunta que pudiera incriminarme. No tenía ni idea de qué nos soltarían a mi madre y a mí una vez que estuviéramos en el despacho; la misma palabra «cita» hacía pensar en una asamblea de autoridades, acusaciones e intimidaciones, una posible expulsión. Sería un desastre que yo perdiera mi beca; desde que mi padre se había ido estábamos sin blanca, y a duras penas nos alcanzaba para pagar el alquiler. Ante todo, yo estaba muerto de preocupación por si el señor Beeman había averiguado de algún modo que Tom Cable y yo habíamos allanado casas de veraneo vacías cuando me quedé en su casa de los Hamptons. Digo «allanar» pero no habíamos forzado ninguna cerradura ni causado desperfecto alguno (la madre de Tom era agente inmobiliaria, y abríamos la puerta con el juego de llaves que ella guardaba en su oficina). Más que nada fisgoneábamos en los armarios y husmeábamos en los cajones de las cómodas, pero también nos habíamos llevado algunas cosas: cervezas de la nevera, un juego de Xbox, un DVD (Danny el perro, de Jet Li) y dinero, unos noventa y dos dólares en total, en billetes de cinco y diez arrugados de un tarro de la cocina, y muchas monedas sueltas de los lavaderos. Cuando lo recordaba tenía náuseas. Hacía meses que no iba por casa de Tom y aunque traté de convencerme de que el señor Beeman no podía haberse enterado de nuestras andanzas —¿cómo iba a enterarse?—, mi imaginación galopaba de aquí para allá en aterrados zigzags. Estaba resuelto a no delatar a Tom (aunque no tenía la seguridad de que él no lo hiciera), pero eso me dejaba en una situación muy vulnerable. ¿Cómo podía haber sido tan estúpido? Allanar una vivienda era un delito; la gente iba a la cárcel por eso. La noche anterior había dado vueltas en la cama durante horas torturándome mientras contemplaba cómo la lluvia golpeaba en ráfagas irregulares el cristal de la ventana, preguntándome qué podía decirles si me interrogaban. Sin embargo, ¿cómo iba a defenderme cuando no tenía la certeza de que lo supieran? Goldie soltó un gran suspiro, bajó el brazo y caminó hacia atrás sobre los talones hasta donde estaba mi madre. —Increíble —le dijo, sin apartar los ojos hastiados de la calle—. Las inundaciones han llegado al SoHo, como ya debe de saber, y Carlos nos estaba diciendo que han cerrado algunas calles junto al edificio de la ONU. Sombrío, observé la multitud de obreros que bajaban del autobús urbano con tan poca alegría como un enjambre de avispones. Quizá habríamos tenido más suerte si hubiéramos caminado un par de manzanas hacia el oeste, pero mi madre y yo conocíamos lo suficientemente bien a Goldie para saber que se ofendería si nos íbamos por nuestra cuenta. Y justo en ese momento —tan de repente que todos dimos un respingo— un taxi con la luz verde encendida derrapó hacia nosotros, levantando un abanico de agua con olor a cloaca. —¡Cuidado! —exclamó Goldie, saltando de lado mientras el taxi avanzaba con dificultad hasta detenerse. Luego, advirtiendo que mi madre no tenía paraguas, añadió—: Espere. —Entró en el vestíbulo y se encaminó hacia la colección de paraguas perdidos y olvidados que guardaba en un paragüero de latón junto a la chimenea y que redistribuía los días lluviosos. —No se preocupe, Goldie —dijo mi madre, sacando del bolso su pequeño modelo plegable de rayas—, voy preparada… Goldie regresó de una zancada a la cuneta y cerró la puerta del taxi detrás de ella. Luego se agachó y dio unos golpecitos en la ventanilla. —Vaya usted con Dios. III Me gusta creer que soy una persona intuitiva (como hacemos todos, supongo) y al escribir sobre ese día resulta tentador decir que una sombra flotaba sobre mi cabeza. Pero yo era sordo y ciego al futuro; mi única y agobiante preocupación era la reunión del colegio. Cuando llamé a Tom para decirle que me habían expulsado (susurrando por el teléfono fijo, pues mi madre me había confiscado el móvil), él no pareció sorprenderse mucho. «Mira —dijo, interrumpiéndome—, no seas estúpido, Theo. Nadie sabe nada. Ni se te ocurra abrir la puta boca. —Y antes de que yo pudiera decir algo más, añadió—: Lo siento, tengo que irme», y colgó. En el taxi, intenté abrir unos dedos la ventanilla para que entrara un poco de aire; no tuve suerte. Apestaba como si alguien hubiera cambiado pañales sucios en el asiento trasero, o incluso hubiera cagado en él y luego hubiese intentado tapar el hedor echando un montón de ambientador de coco con olor a protector solar. Los asientos, parcheados con cinta adhesiva, estaban grasientos, y los amortiguadores eran casi inexistentes. Cuando pasábamos por un bache me vibraban los dientes a la vez que las baratijas religiosas que colgaban del retrovisor: medallones, una diminuta espada curvada que danzaba suspendida de una cadena de plástico y un gurú barbudo con turbante que miraba hacia el asiento trasero con ojos penetrantes, con la palma de la mano levantada en el acto de bendecir. A lo largo de Park Avenue, las hileras de tulipanes rojos se ponían en posición de firmes a medida que pasábamos a toda velocidad. Pop de Bollywood, reducido a un débil y casi subliminal gemido, se elevaba hipnóticamente en destellantes espirales justo en el umbral de mi oído. Empezaban a caer las hojas de los árboles. Los repartidores de D’Agostino y Gristede empujaban carros cargados de comestibles; ejecutivas de aspecto agobiado pasaban con gran repiqueteo de tacones por la acera arrastrando a renuentes párvulos; un empleado uniformado barría la cuneta con una escoba y un recogedor de palo largo; abogados y corredores de bolsa arrugaban la frente al alzar la vista hacia el cielo, con una mano levantada con la palma hacia arriba. Mientras el taxi daba tumbos por la avenida (mi madre, con aire desgraciado, se aferraba al apoyabrazos para armarse de valor), observé a través de la ventanilla los rostros dispépticos de todos los días (personas con gabardina y expresión preocupada apiñándose en sombrías multitudes en los cruces, bebiendo café de tazas desechables, hablando por móviles y mirando furtivamente de un lado a otro) e intenté no pensar en los desagradables destinos que podían aguardarme, algunos de ellos relacionados con el tribunal de menores o la cárcel. El taxi se balanceó al tomar una curva cerrada en la calle Ochenta y seis. Mi madre cayó sobre mí y me agarró el brazo; vi que estaba fría y pálida. —¿Estás mareada? —le pregunté, olvidando por un momento mis problemas. Tenía una expresión fija y afligida que enseguida reconocí: los labios apretados, la frente húmeda y los ojos vidriosos y muy abiertos. Empezó a decir algo, pero se llevó una mano a la boca cuando el taxi se detuvo con una sacudida en un semáforo, arrojándonos hacia delante y luego hacia atrás contra el asiento. —Espera —le dije, y me incliné para golpear el grasiento plexiglás. El conductor (un sij con turbante) dio un respingo. —Oiga —dije a través de la rejilla—, nos bajamos aquí. El sij, reflejado en el espejo del retrovisor adornado con guirnaldas, me miró con atención. —Quieren parar aquí. —Sí, por favor. —Pero esta no es la dirección que me han dado ustedes. —Lo sé. Pero ya nos va bien —respondí, mirando de nuevo a mi madre, que revolvía en el bolso, con el rímel corrido y una expresión desfallecida, buscando el billetero. —¿Se encuentra bien? —le preguntó el taxista, poco convencido. —Sí, sí. Solo necesitamos bajar, gracias. Con manos temblorosas, mi madre sacó un puñado de dólares de aspecto húmedo que deslizó por debajo de la rejilla. Mientras el sij los cogía (con resignación, desviando la mirada), yo me apeé y sostuve la puerta abierta. Mi madre dio un traspié al bajar en la cuneta y me agarró el brazo. —¿Estás bien? —le pregunté con timidez mientras el taxi se alejaba a gran velocidad. Nos encontrábamos en el norte de la Quinta Avenida, junto a las mansiones que daban al parque. Ella respiró hondo, luego se secó la frente y me dio un apretón en el brazo. —Uf —dijo, abanicándose con una mano. Le brillaba la frente y todavía tenía la mirada un poco perdida; su aspecto ligeramente desaliñado hacía pensar en un ave marina a la que el viento ha desviado de rumbo. —Lo siento, pero aún me noto las piernas un poco flojas. Menos mal que nos hemos bajado de ese taxi. Enseguida estaré bien. Solo necesitaba tomar un poco de aire. La gente pasaba a nuestro alrededor en la esquina llena de corrientes: colegialas con uniforme corriendo y riéndose mientras nos esquivaban; niñeras empujando sofisticados cochecitos con dos o tres bebés. Un agobiado padre con aspecto de abogado nos rozó al pasar por nuestro lado asiendo a su hijo por la muñeca. —No, Braden —oí que le decía al niño, que trotaba para ponerse a su altura—, no deberías pensar de ese modo. Es importante trabajar en algo que te gusta… Nos apartamos para esquivar el cubo lleno de agua jabonosa que un conserje vació en la acera frente a su edificio. —Dime —dijo mi madre, frotándose las sienes con las puntas de los dedos—, ¿era yo o ese taxi olía increíblemente…? —¿Repugnante? ¿Una mezcla de trópico hawaiano y pañales cagados? Ella se abanicó la cara con una mano. —La verdad…, no habría importado tanto si no hubiera sido por todos esos arranques y frenazos bruscos. Me encontraba perfectamente y de pronto me he puesto fatal. —¿Por qué no preguntas si puedes sentarte en el asiento delantero? —Hablas como tu padre. Desvié la mirada avergonzado, porque yo también había percibido un dejo de su irritante tono pedante. —Iremos andando hasta Madison y buscaremos un lugar para sentarnos —dije, pues estaba muerto de hambre y allí había un local que me gustaba. Pero —casi con un escalofrío, seguido de una visible oleada de náuseas— ella hizo un gesto de negación. —Aire. —Tenía cercos de rímel debajo de los ojos—. El aire me sentará bien. —Lo que tú digas —respondí, quizá demasiado rápidamente, impaciente por complacerla. Me esforzaba por ser agradable, pero mi madre, aun mareada e inestable como se sentía, no había pasado por alto el tono de mi voz; me miró con atención, intentando averiguar en qué estaba pensando. (Esa era otra mala costumbre que habíamos adquirido después de vivir durante años con mi padre: intentar leer el pensamiento del otro). —¿Hay algún sitio al que quieras ir? —Hum, en realidad no —respondí, retrocediendo un paso y mirando alrededor consternado; aunque tenía hambre, no estaba en posición de insistir. —Enseguida estaré bien. Dame un minuto. —Quizá… —sugerí parpadeando agitado, ¿qué quería ella?, ¿qué le gustaría?— podríamos sentarnos en el parque. Aliviado, vi que ella asentía. —Muy bien —dijo con lo que yo llamaba su voz de Mary Poppins—, pero solo hasta que recupere el aliento. Y nos encaminamos hacia el cruce peatonal de la calle Setenta y nueve, pasando por delante de arbustos recortados con formas animales en maceteros barrocos y de pesadas puertas de hierro forjado. La luz había ido apagándose hasta quedar en un tono gris industrial, y la brisa era tan densa como el vapor que se eleva de un hervidor de agua. Al otro lado de la calle, junto al parque, unos artistas montaban sus tenderetes, desenrollando lienzos y colgando sus acuarelas de la catedral Saint Patrick y del puente de Brooklyn. Caminamos en silencio. Yo pensaba en mi situación (¿habían recibido alguna llamada los padres de Tom?, ¿por qué no se me había ocurrido preguntárselo a él?), así como en lo que pediría para desayunar en cuanto consiguiera llevar a mi madre a la cafetería (tortilla de patatas con beicon al estilo occidental; ella tomaría lo de siempre, una tostada de centeno con huevos escalfados y un café solo), y apenas prestaba atención a dónde nos dirigíamos cuando me di cuenta de que ella acababa de decir algo. No me miraba a mí sino al parque; su expresión me hizo pensar en una famosa película francesa cuyo título no recordaba, en la que unos individuos distraídos caminaban por calles azotadas por el viento y hablaban mucho pero en realidad no parecían hablar unos con otros. —¿Qué has dicho? —le pregunté tras unos minutos de confusión, apretando el paso para alcanzarla—. ¿La vuelta de qué…? Ella pareció sorprenderse, como si se hubiera olvidado de que yo estaba allí. La gabardina blanca, que ondeaba al viento, aumentaba su aspecto de ibis con patas largas, como si estuviera a punto de desplegar las alas y alzar el vuelo por encima del parque. —¿Qué es lo que da vueltas? Mi madre me miró sin comprender, luego negó con la cabeza y se rió de aquel modo brusco e infantil que tenía. —Nada. He dicho «vueltas del tiempo». Aunque era extraño decirlo, yo sabía a qué se refería, o al menos creí saberlo: ese estremecimiento al sentirse de repente desconectada, los segundos de ausencia en la acera, como un paréntesis de tiempo perdido o unos fotogramas cortados de una película. —No, no, cachorrito, solo me refería al barrio —añadió alborotándome el pelo y haciéndome sonreír casi avergonzado; así era como me llamaba de pequeño, «cachorrito», y a mí me gustaba tan poco como que me alborotara el pelo, pero aun cohibido como me sentía me alegré al ver que ella estaba de mejor humor—. Siempre me pasa lo mismo. Cuando estoy aquí es como si volviera a tener dieciocho años y acabara de bajar del autobús. —¿Aquí? —le pregunté sin convicción, permitiendo que me cogiera la mano, algo que normalmente no habría hecho—. Es extraño. Yo lo sabía todo sobre los primeros días que mi madre había pasado en Manhattan, muy lejos de la Quinta Avenida, en la Avenida B, en un estudio situado encima de un bar donde los vagabundos dormían en el portal, las peleas del bar se extendían a la calle y una anciana trastornada llamada Mo tenía diez o doce gatos que había recogido de la calle debajo de la escalera del piso superior. Ella se encogió de hombros. —Sí, pero esta calle sigue exactamente igual que el primer día que la vi. Es como entrar en un túnel del tiempo. En el Lower East Side…, bueno, ya sabes cómo son las cosas allí, siempre hay algo nuevo, aunque yo me sentía como Rip van Winkle, cada vez más alejada de todo. Algunos días me despertaba y era como si hubieran venido y cambiado los escaparates durante la noche. Los viejos restaurantes cerraban, y donde estaba la tintorería aparecía un bar moderno… Guardé un silencio respetuoso. Últimamente mi madre tenía muy presente el paso del tiempo, quizá porque se acercaba su cumpleaños. «Soy demasiado mayor para esto», había dicho días atrás mientras se paseaba por el piso hurgando debajo de los cojines del sofá, en los bolsillos de los abrigos y las chaquetas en busca de monedas sueltas para pagar al chico de los repartos de la charcutería. Metió las manos en los bolsillos de su abrigo. —Por aquí no hay tantos cambios —dijo. Aunque hablaba con tono desenfadado, vi que había confusión en sus ojos; era evidente que no había dormido bien por mi culpa—. Upper Park es de los pocos lugares donde todavía puedes ver cómo era la ciudad en la década de mil ochocientos noventa. También en Gramercy Park y en una parte del Village. Aun así, cuando llegué por primera vez a Nueva York pensaba que este era el barrio de Edith Wharton, Franny y Zooey y Desayuno en Tiffany’s, todo en uno. —Franny y Zooey transcurre en el West Side. —Sí, pero entonces yo era demasiado palurda para saberlo. Solo puedo decir que era bastante diferente al Lower East, donde los vagabundos prendían fuego a los cubos de basura. Aquí los fines de semana eran mágicos, dando vueltas por el museo…, deambulando yo sola por Central Park… —¿Deambulando? —Gran parte del vocabulario de mi madre sonaba exótico a mis oídos, y «deambular» me pareció algún término de equitación de su niñez, una cabalgada lenta quizá, un paso equino entre galope y trote. —Bueno, ya sabes, yendo de aquí para allá. Sin blanca, con agujeros en los calcetines y alimentándome a base de gachas de avena. Lo creas o no, yo venía aquí algunos fines de semana. Ahorraba para el tren de regreso. Eso era cuando todavía había billetes en lugar de tarjetas. Aun así se suponía que tenías que pagar para entrar en el museo. La «donación sugerida». Bueno, imagino que yo era mucho más caradura entonces, o quizá solo se compadecían de mí… Oh, no —añadió con otro tono, deteniéndose en seco, de modo que yo di unos pasos más a su lado sin darme cuenta. —¿Qué pasa? —pregunté volviéndome. —He notado algo. —Alargó una mano y miró hacia el cielo—. ¿Tú no? Y mientras lo decía pareció que se iba la luz. El cielo oscureció rápidamente, se puso más negro en segundos; el viento agitó los árboles del parque y las hojas nuevas de las ramas destacaron amarillas y tiernas contra los nubarrones. —Vaya, qué suerte —exclamó mi madre—. Va a caer una buena. —Se inclinó hacia la calle, mirando al norte: no había taxis. Le cogí la mano de nuevo. —Vamos, tendremos más suerte en el otro lado. Esperamos con impaciencia a que cambiara el semáforo. Volaban y se arremolinaban papeles por la calle. —Mira, allí hay un taxi —dije mirando hacia la Quinta Avenida, pero aún no había acabado la frase cuando un hombre de negocios bajó corriendo de la acera con el brazo levantado y la luz verde se apagó. En la acera de enfrente los artistas se apresuraban a cubrir sus cuadros con plásticos. El vendedor ambulante de café bajó las persianas de su carrito. Cruzamos a toda prisa la calle y antes de que llegáramos al otro lado me cayó en la mejilla una gruesa gota de lluvia. Sobre la acera empezaron a aparecer círculos marrones, muy espaciados y del tamaño de una moneda de veinticinco centavos. —¡Maldita sea! —gritó mi madre. Revolvió en su bolso buscando el paraguas, que apenas era lo bastante grande para una persona. Y por fin descargó, en sesgadas cortinas de lluvia fría acompañadas de amplias ráfagas de viento que abatían las copas de los árboles y agitaban los toldos de la acera de enfrente. Mi madre se esforzaba por sostener en alto el pequeño paraguas sin gran éxito. Los transeúntes que pasaban por la calle y el parque con maletines y periódicos sobre la cabeza se apresuraban a subir los escalones del museo, que era el único lugar donde era posible guarecerse de la lluvia. Hubo algo festivo y alegre en los dos subiendo los escalones, rápido, rápido, bajo el endeble paraguas de rayas, ni más ni menos como si escapáramos de alguna desgracia en lugar de ir derechos a su encuentro. IV A mi madre le sucedieron tres cosas importantes tras su llegada a Nueva York en autobús desde Kansas, sin amigos y prácticamente sin blanca. La primera fue que un cazatalentos llamado Davy Jo Pickering la vio sirviendo mesas en una cafetería del Village; era una adolescente famélica con unas Doc Martens, ropa de segunda mano de alguna tienda benéfica y una trenza tan larga colgándole a la espalda que podía sentarse sobre ella. Cuando le llevó un café, él le ofreció setecientos dólares que enseguida subió a mil por sustituir a una joven que no se había presentado al otro lado de la calle para una sesión de fotos de catálogo. A continuación señaló la caravana y al equipo, instalados en el parque de Sheridan Square; contó los billetes y los dejó encima del mostrador. —Deme diez minutos —respondió ella; sirvió el resto de los desayunos que le habían pedido, luego colgó el delantal y salió. «Solo era modelo de catálogos de venta por correo», se tomaba la molestia de decirle a la gente, para aclarar que nunca había trabajado en revistas de moda o firmas de alta costura, sino solo para circulares de alguna cadena, con ropa de sport barata destinada a jovencitas de Missouri y Montana. A veces resultaba divertido, pero la mayoría de las ocasiones no lo era: trajes de baño en enero, tiritando con gripe; tweeds y lana en pleno verano, sofocada durante horas en medio de hojas de otoño de mentira mientras el ventilador del estudio agitaba aire caliente y un tipo del departamento de maquillaje corría entre tomas para secarle con polvos el sudor de la cara. Sin embargo, durante esos años en los que había fingido ser una universitaria —posando en campus ficticios en rígidas parejas o tríos, con los libros contra el pecho—, había logrado ahorrar suficiente dinero para ir a la universidad de verdad y estudiar historia del arte en la Universidad de Nueva York. Nunca había visto un gran cuadro en persona hasta que cumplió dieciocho años y se fue a vivir a Nueva York; deseaba recuperar el tiempo perdido; «auténtica felicidad, el paraíso terrenal», había exclamado, rodeada de libros de arte y examinando durante horas y horas las mismas viejas diapositivas (Manet, Vuillard) hasta que veía borroso. («Es una locura —había dicho—, pero sería feliz mirando los mismos seis cuadros el resto de mi vida. No se me ocurre una forma mejor de enloquecer»). La universidad fue la segunda cosa que le ocurrió en Nueva York; quizá para ella la más importante. De no haber sido por la tercera (conocer y casarse con mi padre, lo que no resultó tan afortunado como las dos primeras), seguramente habría terminado la licenciatura y obtenido el doctorado. Siempre que tenía unas horas libres iba corriendo al Frick, el MoMA o el Met; de ahí que, mientras estábamos bajo el goteante pórtico del museo, mirando hacia la Quinta Avenida envuelta en bruma y observando cómo la lluvia rebotaba de la calzada, no me sorprendiera cuando ella sacudió el paraguas y dijo: —Podríamos entrar a echar un vistazo hasta que pare. —Hummm… —Lo que yo quería era desayunar—. Sí, claro. Miró su reloj. —Tenemos tiempo. Será imposible coger un taxi con este aguacero. Ella tenía razón. Aun así, yo estaba muerto de hambre. ¿Cuándo comeríamos algo?, me pregunté malhumorado mientras subía las escaleras detrás de ella. Por lo que yo sabía, después de la reunión ella estaría tan furiosa que no me llevaría a ninguna cafetería, y tendría que irme a casa y conformarme con una barrita de cereales. Sin embargo, el museo siempre era algo festivo; y una vez que entramos y nos vimos envueltos en el alegre clamor de los turistas que nos rodeaban, me sentí extrañamente distanciado de lo que pudiera depararme el día. En el vestíbulo principal el ruido era ensordecedor y hedía a abrigo mojado. Una multitud de jubilados asiáticos empapados pasó por nuestro lado detrás de una pulcra guía con aire de azafata; un grupo de girl scouts desaliñadas cuchicheaba cerca del guardarropa, y junto al mostrador de información había una hilera de cadetes de la escuela militar enfundados en el uniforme de gala gris y sin gorra, con las manos a la espalda. Para mí —un chico de ciudad, siempre confinado entre las cuatro paredes de nuestro piso—, los museos eran interesantes sobre todo por su amplitud, un palacio donde las salas no se acababan nunca y a medida que te adentrabas en él estaban cada vez más desiertas. Algunas de las alcobas abandonadas y de los salones sin acordonar de las profundidades de la sección de decoración europea parecían sumidas en un hechizo, como si nadie los hubiera pisado durante cientos de años. Desde que había empezado a moverme yo solo en tren, me encantaba ir allí y deambular hasta que me perdía, internándome cada vez más en el laberinto de galerías; a veces descubría olvidados salones de armaduras y porcelanas que no había visto nunca (y que, a menudo, no era capaz de encontrar de nuevo). Mientras hacía cola detrás de mi madre para entrar, incliné la cabeza hacia atrás y miré el profundo y oscuro techo abovedado de dos plantas de altura; si lo miraba con suficiente atención a veces tenía la sensación de que me elevaba flotando como una pluma, un truco de mi niñez que perdía intensidad a medida que me hacía mayor. Entretanto mi madre, con la nariz colorada y sin aliento tras la carrera bajo la lluvia, buscaba a tientas el billetero. —Cuando terminemos quizá me pase por la tienda de regalos —me decía—. Estoy segura de que lo último que quiere Mathilde es un libro de arte, pero no podrá refunfuñar mucho sin parecer una palurda. —Ostras —dije—. ¿El regalo es para Mathilde? Mathilde era la directora de arte de la agencia de publicidad donde trabajaba mi madre; hija de un magnate que importaba telas de Francia, era más joven que mi madre y tenía fama de quisquillosa y proclive a las rabietas si el servicio de coches de alquiler o el catering no estaban a su altura. —Sí. —Sin decir una palabra me ofreció un chicle, que acepté, y arrojó el paquete de nuevo al bolso—. Me refiero a que ese es el problema con Mathilde. Para ella un regalo bien escogido no debe costar mucho; podría ser un pisapapeles barato del mercadillo. Lo que supongo que sería fantástico si alguno de nosotros tuviera tiempo para ir al centro y patearse el mercadillo. El año pasado le tocó a Pru. Le entró el pánico y a la hora de comer fue corriendo a Saks, donde acabó gastándose cincuenta dólares de su bolsillo, más lo que habíamos juntado entre todos, por unas gafas de sol, creo que de Tom Ford. Aun así Mathilde tuvo que soltar su perorata sobre los estadounidenses y su cultura consumista. Pru ni siquiera es estadounidense sino australiana. —¿Lo has hablado con Sergio? —le pregunté. Sergio, que casi nunca estaba en la oficina, aunque salía a menudo en las crónicas de sociedad con gente como Donatella Versace, era el multimillonario propietario de la agencia; «hablar con Sergio de algo» era lo mismo que decir: ¿qué haría Jesucristo? —Lo que Sergio entiende por un libro de arte es un recopilatorio de Helmut Newton o quizá ese tomo ilustrado de gran formato que hizo Madonna hace tiempo. Estaba a punto de preguntar quién era Helmut Newton cuanto tuve una ocurrencia mejor. —¿Por qué no le compras una tarjeta de metro? Mi madre puso los ojos en blanco. —Créeme, ganas no me faltan. —Hacía poco se había desatado una crisis en la oficina cuando el coche de Mathilde quedó atrapado en un embotellamiento, dejándola varada en Williamsburg en el estudio de un joyero. —Algo así como anónimamente. Deja en su mesa una tarjeta vieja, solo para ver su reacción. —Te diré cómo reaccionaría —dijo mi madre, deslizando su carnet de socio a través de la ventanilla de venta de entradas—. Despediría a su secretaria y quizá a la mitad de los de producción. La agencia de publicidad donde trabajaba mi madre estaba especializada en accesorios de mujer. Durante todo el día, bajo la mirada agitada y ligeramente maliciosa de Mathilde, supervisaba fotos de pendientes de cristal que resplandecían sobre montones de nieve artificial, y de bolsos de piel de cocodrilo —olvidados en el asiento trasero de limusinas vacías— que brillaban formando aureolas de luz celestial. Se le daba bien; prefería ese trabajo a estar detrás de la cámara, y yo sabía que disfrutaba viendo su obra en los anuncios del metro o en las vallas publicitarias de Times Square. Pero pese al brillo y el glamour de su empleo (desayunos con champán, bolsos de Bergdorf de regalo), las jornadas eran larguísimas y en lo más profundo de todo ello había una vacuidad —yo lo sabía— que la entristecía. Lo que realmente quería era volver a la universidad, aunque, por supuesto, ambos sabíamos que tenía pocas posibilidades de conseguirlo ahora que se había ido mi padre. —Bien —dijo, volviendo la espalda a la ventanilla y entregándome un pase—, ayúdame a controlar el tiempo, ¿vale? Es una exposición enorme… —Señaló el póster: RETRATOS Y NATURALEZAS MUERTAS: OBRAS MAESTRAS DEL SIGLO DE ORO—. No podemos verla toda de una vez, pero hay varios cuadros que… Su voz se perdió mientras yo subía detrás de ella por la escalera principal, debatiéndome entre la prudente necesidad de seguirla de cerca y las ganas de quedarme unos pasos atrás y fingir que no iba con ella. —No soporto ir con tantas prisas —estaba diciendo ella cuando la alcancé en lo alto de la escalera—, pero esta es la clase de exposición que tienes que visitar dos o tres veces. Está La lección de anatomía, que no podemos dejar de ver, pero lo que más me interesa es una obra pequeña y poco común de un pintor que fue maestro de Vermeer. El maestro más grande de la pintura del que se tiene noticia. Los cuadros de Frans Hals también son de gran interés. Conoces a Hals, ¿verdad? ¿El alegre bebedor? ¿Y Las regentes del asilo de ancianos? —Sí —respondí con vacilación. De los cuadros que ella había mencionado, el único que conocía era La lección de anatomía. En el cartel de la exposición aparecía un detalle: carne lívida, múltiples tonos de negro y mirones de aspecto ebrio con los ojos inyectados en sangre y la nariz colorada. —Materia Arte 101 —dijo mi madre—. Aquí, a la izquierda. En la planta superior, con el pelo todavía mojado por la lluvia, hacía un frío gélido. —No, no, por aquí —me dijo mi madre, asiéndome de la manga. No era fácil encontrar la exposición, y mientras vagábamos por las concurridas galerías (zigzagueando entre la multitud, girando a derecha e izquierda, y volviendo sobre nuestros pasos a través de laberintos de letreros y planos confusos), aparecían en los lugares más inesperados e impredecibles unas enormes y lúgubres reproducciones de La lección de anatomía, carteles siniestros con el mismo viejo cadáver con el brazo desollado y unas flechas rojas debajo: «quirófano, por aquí». Yo no estaba muy emocionado ante la perspectiva de ver un montón de cuadros de holandeses con ropajes oscuros, y cuando cruzamos las puertas de cristal —abandonando los resonantes pasillos para adentrarnos en un silencio enmoquetado—, lo primero que pensé fue que nos habíamos equivocado de sala. Las paredes brillaban con una cálida y apagada pátina de opulencia, el sosiego de la antigüedad; pero de pronto todo se disolvía en claridad, color y luz pura de los países nórdicos, retratos, interiores y bodegones, unos diminutos, otros majestuosos: señoras con maridos, señoras con perros falderos, solitarias bellezas con ropajes de exquisitos bordados y espléndidos comerciantes envueltos en joyas y pieles. Mesas de banquetes tras el festín cubiertas de mondas de manzana y cáscaras de nueces; tapices colgantes y cubertería de plata; trampantojos con insectos pululantes y flores deshojadas. Cuanto más nos adentrábamos en la exposición, más extraños y hermosos se volvían los cuadros. Limones pelados, con la cáscara un poco endurecida junto a la punta del cuchillo; la verdosa sombra de un poco de moho. El reflejo de la luz en el borde de una copa de vino medio vacía. —A mí también me gusta este —susurró mi madre, deteniéndose a mi lado frente a una naturaleza muerta más bien pequeña y particularmente evocadora: una mariposa blanca contra un suelo oscuro, flotando sobre alguna fruta roja. El fondo, de un intenso negro achocolatado, emanaba una compleja calidez que hacía pensar en almacenes abarrotados e historia, el paso del tiempo—. Los pintores holandeses sabían cómo representar ese límite de lo maduro dando paso a la podredumbre. La fruta tiene un aspecto perfecto pero no durará, está a punto de pasarse. Y fíjate en este fragmento en particular… —añadió, alargando un brazo por encima de mi hombro para señalar con un dedo. La parte inferior del ala de la mariposa tenía un aspecto tan delicado y pulverulento que parecía que el color se correría al tocarlo—. Con qué perfección lo plasma. Inmovilidad en un movimiento trémulo. —¿Cuánto tiempo tardó en pintarlo? Mi madre, que se había acercado demasiado al cuadro, retrocedió para contemplarlo, ajena al guardia de seguridad con un chicle en la boca cuya atención había atraído y que le miraba fijamente la espalda. —Bueno, los holandeses inventaron el microscopio —respondió ella—. Eran joyeros, talladores de lentes. Pintaban todo lo más detallado posible porque incluso las cosas más pequeñas significaban algo. Cuando ves moscas o insectos en una naturaleza muerta…, un pétalo marchito o una mancha negra en una manzana, el pintor te está transmitiendo un mensaje secreto. Te está diciendo que lo vivo no dura, que todo es efímero. Muerte en vida. Por eso las llaman natures mortes, naturalezas muertas. Puede que, con toda la belleza y el esplendor, no veas de entrada la pequeña mota de podredumbre. Pero si miras con más detenimiento, ahí está. Me incliné para leer la nota biográfica impresa en discretas letras en la pared, que me informó de que el pintor —Adriaen Coorte, de fechas de nacimiento y defunción inciertas— fue desconocido mientras vivió y su obra no obtuvo reconocimiento hasta la década de 1950. —Eh, mamá, ¿has visto esto? Pero ella ya se había ido. En las frías y silenciosas salas de techos bajos no había ni rastro del eco y clamor palaciegos del vestíbulo principal. Aunque había bastante gente viendo la exposición, se respiraba el aire tranquilo de un remanso sinuoso, una calma envasada al vacío; largos suspiros y desmesuradas exhalaciones, como una habitación llena de alumnos haciendo un examen. Yo seguía a mi madre, que zigzagueaba de un retrato a otro: una flor, una mesa de cartas, un cuenco de frutas; se movía por la exposición a un paso más rápido que el habitual, pasando por alto muchos de los cuadros (nuestro cuarto jarrón de plata o faisán muerto) y dirigiéndose hacia otros sin titubear. («Aquí está Hals. A veces es tan sensiblero, con todos esos borrachos y fulanas. Pero cuando está inspirado es único. Aquí no encontrarás nada de toda esa exactitud y precisión, él pinta con la técnica de húmedo sobre húmedo, zas, zas, y todo es muy rápido. Las caras y las manos están plasmadas con tanta exquisitez… Sabe qué atrae al ojo, pero fíjate en las telas, tan etéreas, apenas esbozadas. ¡Mira lo abierta y moderna que es la pincelada!»). Pasamos bastante rato frente a un retrato de Hals de un niño con una calavera en las manos («No te enfades, Theo, pero ¿sabes a quién se parece? A alguien a quien no le vendría mal un corte de pelo», dijo estirándome el pelo por detrás) y dos grandes retratos también de Hals de unos oficiales dándose un banquete, que al parecer eran muy famosos y habían influenciado muchísimo a Rembrandt. («A Van Gogh también le encantaba Hals. En alguna parte escribe sobre él: “¡Frans Hals emplea nada menos que veintinueve tonos de negro!”. ¿O eran veintisiete?»). Yo la seguía con una aturdida sensación de estar perdiendo el tiempo, disfrutando de su ensimismamiento, de lo ajena que parecía a los minutos que pasaban volando. La media hora casi había terminado; pero yo aún deseaba entretenerla y distraerla, con la pueril esperanza de que el tiempo se escabullera y no llegáramos a la reunión. —Ahora Rembrandt —continuó mi madre—. Siempre se dice que este cuadro trata de la razón y la ilustración, los albores de la investigación científica y demás, pero a mí me parece escalofriante lo educados y formales que se les ve, pululando alrededor de la mesa de autopsias como si fuera el bufet de una fiesta. Aunque…, ¿ves a esos dos tipos desconcertados del fondo? No están mirando el cadáver sino a nosotros. A ti y a mí. Como si nos vieran aquí delante de ellos, dos personas del futuro, y nos preguntaran sorprendidos: «¿Qué estáis haciendo aquí?». Muy naturalista. Sin embargo… —recorrió el cadáver con un dedo en el aire—, si lo observas con detenimiento, el cuerpo está pintando de una forma muy poco natural. Emana un extraño resplandor, ¿lo ves? Es como si le practicaran una autopsia a un extraterrestre. ¿Ves cómo ilumina las caras de los hombres que lo están mirando, como si brillara con luz propia? Lo pinta con una cualidad radiactiva porque quiere atraer nuestra mirada, llamar nuestra atención. Y mira esto… —señaló la mano desollada—. ¿Ves cómo le da relieve pintándola grande y desproporcionada con respecto al resto del cuerpo? Hasta le ha dado la vuelta de modo que el pulgar esté del revés, ¿te fijas? Bueno, pues no fue una equivocación. La piel ha sido arrancada de la mano, lo vemos inmediatamente, aquí está pasando algo muy grave…, si bien al darle la vuelta al pulgar logra que parezca aún más grave, se detecta de manera subliminal pero no podemos señalar de qué se trata, hay algo que no funciona, que no está bien. Un truco muy hábil. —Estábamos detrás de una multitud de turistas asiáticos y había tantas cabezas que yo apenas alcanzaba a ver el cuadro, aunque no me importó mucho porque había visto a la chica. Ella también me había visto. Nos habíamos mirado mientras recorríamos las galerías. Yo ni siquiera sabía qué tenía ella de especial, ya que no era de mi edad y su aspecto resultaba un poco chocante; no se parecía a las chicas de las que solía enamorarme, bellezas serias y frías que te miraban con desdén por el pasillo y salían con tipos corpulentos. Esa chica era pelirroja; se movía con ligereza, y tenía una cara angulosa, pícara y original, y los ojos de un curioso castaño dorado. Aunque era demasiado flaca, con codos huesudos, y en cierto modo no muy agraciada, algo en ella me removió por dentro. Llevaba en bandolera una maltrecha funda de flauta a la que daba golpecitos…, ¿una chica de ciudad? ¿Iba a sus clases de música? Quizá no, pensé rodeándola por detrás mientras seguía a mi madre hacia la siguiente galería; su indumentaria parecía demasiado anodina y aburguesada; seguramente era turista. Pero se movía con más aplomo que la mayoría de las muchachas que yo conocía; la mirada serena y penetrante que posó en mí al pasar casi rozándome me trastornó. Yo seguía a mi madre algo rezagado, escuchándola solo a medias, cuando se detuvo con tanta brusquedad frente a un cuadro que casi choqué contra la chica. —¡Oh, lo siento…! —exclamó sin mirarme, retrocediendo un paso para hacerme sitio. Era como si alguien hubiera encendido una luz en el interior de su rostro. —Este es el cuadro del que te he hablado. ¿No es asombroso? Incliné la cabeza hacia ella como si la escuchara con atención mientras mi mirada se dirigía de nuevo a la chica. La acompañaba un extraño anciano de pelo blanco que por la angulosidad de su cara supuse que estaba emparentado con ella, quizá su abuelo; vestía chaqueta de pata de gallo, zapatos estrechos y con cordones largos, lustrosos como un espejo. Tenía los ojos muy juntos, y una nariz aguileña, como de pájaro; cojeaba un poco; de hecho, su cuerpo se inclinaba hacia un lado, pues tenía un hombro más alto que el otro; si su postura hubiera sido más pronunciada habría dicho que era jorobado. A pesar de todo, emanaba cierta elegancia. Y adoraba a todas luces a la joven, a juzgar por la expresión divertida y agradable con que cojeaba a su lado, prestando atención a dónde ponía el pie, con la cabeza inclinada hacia ella. —Este es el primer cuadro del que me enamoré —decía mi madre—. No lo creerás, pero estaba en un libro que solía sacar de la biblioteca cuando era pequeña. Me sentaba en el suelo junto a mi cama y lo miraba durante horas, totalmente fascinada…, ¡esa pequeña criatura! Es increíble cuánto puedes aprender de un cuadro si pasas mucho rato observando una reproducción de él, aunque no sea muy buena. Empecé a querer a ese pájaro como quieres a un animal de compañía y acabé adorando el modo en que estaba pintado. —Se rió—. La lección de anatomía se encontraba en el mismo libro, pero me daba pavor. Cerraba el libro de golpe cuando lo abría por esa página por equivocación. La chica y el anciano se habían detenido a nuestro lado. Cohibido, me incliné hacia delante y miré el cuadro. Era pequeño, el más pequeño de la exposición, así como el más sencillo: un jilguero amarillo sobre un fondo pálido y liso, encadenado por una pata a la percha sobre la que estaba posado. —Fue alumno de Rembrandt y maestro de Vermeer —continuó mi madre—. Y este pequeño cuadro es en realidad el eslabón perdido entre los dos; en esa pura y clara luz del día ves de dónde sacó Vermeer la cualidad de la luz. Por supuesto, cuando era una niña ni sabía ni me importaba ese significado histórico. Pero ahí está. Retrocedí para mirarlo mejor. Era una criatura pequeña, franca y pragmática, no había nada sentimental en ella; y algo en la prolija y compacta disposición de las alas sobre el cuerpo, la luminosidad, la expresión alerta y vigilante, me recordó las fotos que había visto de mi madre cuando era niña: un jilguero con la cabeza oscura y la mirada fija. —Fue una tragedia famosa en la historia de Holanda —decía mi madre—. Gran parte de la ciudad quedó destruida. —¿Qué? —El desastre de Delft. Allí murió Fabritius. ¿No has oído cómo se lo explicaba esa profesora a los niños? En efecto, lo había oído. Existían tres paisajes horribles de un tal Egbert van der Poel, distintas versiones de las mismas tierras yermas humeantes: casas calcinadas en ruinas, un molino con las aspas destrozadas, cuervos volando en círculos en cielos ennegrecidos por el humo. Una señora de aspecto oficioso había explicado en voz alta a un grupo de colegiales que hacia 1600 estalló una fábrica de pólvora en Delft, y que el pintor se había quedado tan traumatizado y obsesionado por la destrucción de su ciudad que se dedicó a pintarla una y otra vez. —Bueno, Egbert era vecino de Fabritius y tras la explosión del polvorín perdió el juicio, o al menos esa es la impresión que tengo. Pero Fabritius murió y su estudio quedó destruido junto con casi todos sus cuadros excepto este. —Mi madre parecía esperar que yo dijera algo, y al ver que no lo hacía, continuó—: Fue uno de los grandes pintores de su tiempo, en una de las épocas más importantes de la pintura, y gozó de muchísima fama ya en vida. Es una lástima que de toda su obra solo sobrevivieran unos cinco o seis cuadros. Lo demás se ha perdido…, todo lo que hizo. La chica y el abuelo merodeaban en silencio a nuestro lado escuchando a mi madre, lo que me dio un poco de vergüenza. Desvié la mirada, pero fui incapaz de resistirme y miré de nuevo. Estaban tan cerca que si hubiera alargado una mano los habría tocado. Ella tiraba de la manga del anciano, para susurrarle algo al oído. —En fin, si quieres saber mi opinión —decía mi madre—, este es el cuadro más extraordinario de toda la exposición. Fabritius transmite algo que descubrió por sí solo y que ningún pintor que lo precedió supo plasmar, ni siquiera Rembrandt. Muy bajito, tanto que a duras penas la oí, la chica susurró: —¿Tuvo que vivir así toda su vida? Yo me había preguntado lo mismo; la pata con grillete, la terrible cadena; su abuelo murmuró una respuesta, pero mi madre (que parecía ajena a ellos por completo, aunque estaban a nuestro lado) retrocedió y dijo: —Es un cuadro tan misterioso, tan sencillo… Realmente tierno… Te invita a mirarlo más de cerca, ¿verdad? Después de todos esos faisanes muertos que hemos dejado atrás, aparece esta pequeña criatura viva. Me permití lanzar otra mirada furtiva a la chica. Estaba apoyada sobre una pierna, con una cadera hacia un lado. Entonces de manera inesperada se volvió y me miró a los ojos; en un instante de confusión, aparté la vista. ¿Cómo se llamaba? ¿Por qué no estaba en el colegio? Había intentado leer el nombre garabateado en la funda de su flauta, pero ni siquiera cuando me incliné todo lo posible sin que se notara logré descifrar los osados trazos puntiagudos de rotulador que tenían más de dibujo que de caligrafía, como una pintada con spray en un vagón de metro. El apellido era corto, solo tenía cuatro o cinco letras; la primera parecía una R, ¿o era una P? —La gente muere, eso está claro —decía en ese momento mi madre—. Pero la pérdida de ciertos objetos es tan trágica e innecesaria… Por puro descuido. En incendios y en guerras. Como el Partenón, que utilizaron como almacén de pólvora. Supongo que todo lo que logramos rescatar de la historia es un milagro. El abuelo se había adelantado y se encontraba a unos cuantos cuadros de distancia; pero la chica se rezagó unos pasos, y continuó lanzándonos miradas a mi madre y a mí. Tenía una bonita tez, blanca lechosa, y brazos como cincelados en mármol. Su aspecto era a todas luces atlético, aunque estaba demasiado pálida para ser jugadora de tenis; quizá era bailarina o gimnasta, o incluso saltadora de trampolín, practicando a última hora de la tarde en piscinas de azulejos oscuros envueltas en sombras, ecos y refracciones. Tirándose al agua con el pecho arqueado y los pies en punta, una silenciosa zambullida, el bañador negro brillando entre las burbujas que se formaban y caían de su pequeño y tenso cuerpo. ¿Por qué me obsesionaba con la gente de ese modo? ¿Era normal fijarse en desconocidos de una forma tan intensa y febril? Seguramente no. Me costaba imaginar a un transeúnte que pasaba por la calle mostrando tanto interés en mí. Y, sin embargo, esa era la principal razón por la que había entrado con Tom en aquellas casas: me fascinaban los desconocidos. Quería saber qué comían y en qué platos, qué películas veían y qué música escuchaban, quería mirar debajo de sus camas, en sus cajones secretos, en sus mesillas de noche y en los bolsillos de sus abrigos. A menudo veía por la calle a personas de aspecto interesante y pensaba en ellas incansablemente durante días, imaginándome la vida que llevaban, inventándome historias sobre ellas en el metro o en el autobús urbano. A pesar de los años transcurridos, todavía pensaba en los niños de pelo negro y uniforme de colegio católico —hermano y hermana— que había visto en la estación Grand Central, intentando sacar de manera literal a su padre por las mangas de la americana de un sórdido bar. Tampoco había olvidado a la chica frágil de aspecto agitanado que había visto en una silla de ruedas frente al hotel Carlyle, hablando entrecortadamente en italiano con el perro suave y mullido que tenía en el regazo, mientras un elegante individuo con gafas de sol (¿su padre?, ¿un guardaespaldas?), de pie detrás de ella, hacía algún negocio por teléfono. Durante años había pensado en ellos, preguntándome quiénes eran esos desconocidos y cómo eran sus vidas, y en ese momento supe que me iría a casa y me haría las mismas preguntas acerca de esa chica y de su abuelo. El anciano tenía dinero; se notaba en su forma de vestir. ¿Qué hacían los dos solos? ¿De dónde eran? Quizá formaban parte de una familia grande y complicada de Nueva York; gente del mundo académico o de la música, una de esas familias pseudoartísticas del West Side que veías por Columbia o en los conciertos matinales del Lincoln Center. O tal vez, a juzgar por lo agradable y civilizado que parecía el anciano, no era su abuelo sino un profesor de música, y ella era la flautista prodigio que él había descubierto y llevado al Carnegie Hall para que tocara… —Theo, ¿me has oído? —me preguntó mi madre de pronto, y su voz hizo que volviera a tomar conciencia de mí mismo. Estábamos en la última sala de la exposición. Más allá se encontraba la tienda —postales, la caja registradora y montones de libros de papel satinado— y mi madre, por desgracia, no había perdido la noción del tiempo. —Tendríamos que salir a ver si sigue lloviendo. Todavía disponemos de un poco de tiempo… —Miró el reloj y luego por encima de mí hacia el letrero de salida—, pero creo que es mejor que baje ya si quiero comprar algo para Mathilde. Me di cuenta de que la chica observaba a mi madre mientras hablaba —paseando su intrigada mirada por la brillante coleta negra, la gabardina entallada de raso blanco—, y me emocioné al verla por un instante a través de sus ojos, como un desconocido. ¿Se había fijado en el pequeño bulto que tenía mi madre en la parte superior de la nariz, por donde se la había roto al caer de un árbol cuando era pequeña? ¿O en los círculos negros que rodeaban los iris azul pálido de sus ojos, que le daban el aspecto salvaje de una solitaria criatura de caza con la mirada fija en una llanura? —¿Sabes…? —Mi madre miró por encima del hombro—. Si no te importa, me gustaría entrar de nuevo antes de irnos y echar otro vistazo a La lección de anatomía. No he logrado verlo de cerca y temo que no pueda volver antes de que lo descuelguen. —Se alejó corriendo, con los zapatos repiqueteando en el suelo, y miró atrás, como diciendo «¿vienes?». Fue tan inesperado que por un instante no supe qué decir. —Hum, te espero en la tienda —respondí recobrándome. —De acuerdo. Cómprame un par de postales, ¿quieres? Enseguida vuelvo. —Y se alejó a toda prisa antes de que yo pudiera decir algo. Con el corazón palpitándome con fuerza, sin poder creer en mi suerte, la observé mientras se marchaba deprisa con su gabardina de raso blanco. Esa era mi oportunidad para hablar con la chica. Pero ¿qué puedo decirle?, pensé furioso. ¿De qué puedo hablar con ella? Hundí las manos en los bolsillos y tomé aire un par de veces para serenarme; con el estómago revuelto por la emoción, me volví hacia ella. Pero, para mi desgracia, la chica se había ido. Mejor dicho, alcancé a ver su cabeza cruzando a regañadientes (o eso me pareció) la sala. Su abuelo había entrelazado el brazo con el suyo, susurrándole algo al oído con gran entusiasmo, y se la llevaba de allí para mirar algún cuadro de la pared de enfrente. Lo habría matado. Nervioso, miré hacia la puerta vacía. Hundí las manos aún más en los bolsillos y —con la cara ardiendo— empecé a cruzar la sala en toda su longitud de forma llamativa. Transcurrían los minutos; mi madre volvería en cualquier momento; y aunque sabía bien que no tenía el valor de abrirme paso hasta la chica y decirle algo, al menos podría echarle un último vistazo. Hacía poco me había quedado levantado hasta tarde viendo Ciudadano Kane con mi madre, y estaba obsesionado con la idea de que una persona pudiera fijarse en una fascinante desconocida que pasaba y recordarla el resto de su vida. Algún día yo también sería como el anciano de la película y me recostaría con la mirada perdida en la silla, diciendo: «¿Saben? Eso fue hace sesenta años, y nunca volví a ver a esa pelirroja. Pero les aseguro que desde entonces no ha pasado ni un mes en que no haya pensado en ella». Ya había cruzado más de la mitad de la galería cuando sucedió algo extraño. Un guardia de seguridad salió corriendo por la puerta abierta de la tienda que se encontraba al fondo de la exposición. Llevaba algo en los brazos. La chica también lo vio. Sus ojos castaño dorado se encontraron con los míos; una mirada interrogante y sobresaltada. De pronto otro guardia salió corriendo de la tienda. Tenía los brazos levantados y gritaba algo. Las cabezas se alzaron. Detrás de mí alguien con una extraña voz apagada exclamó un «¡Oh!». Al cabo de un momento una explosión terrible y ensordecedora sacudió la sala. El anciano, perplejo, se tambaleó hacia un lado, con un brazo alargado y los nudosos dedos extendidos; era lo último que yo recordaba haber visto. Casi justo al mismo tiempo hubo un resplandor negro que hizo volar escombros por los aires y los arremolinó a mi alrededor, y en medio de un rugido de viento abrasador me vi arrojado a través de la sala. Y eso fue lo último de lo que fui consciente. V No sé cuánto tiempo estuve inconsciente. Cuando recobré el conocimiento creí estar boca abajo en el cajón de arena de un parque infantil que no conocía, en algún barrio desierto. Me rodeaba un grupo de chicos achaparrados de aspecto duro que me daban patadas en las costillas y en la parte posterior de la cabeza. Tenía el cuello torcido hacia un lado y me faltaba el aliento, pero eso no era lo peor: había arena en mi boca y respiraba a través de ella. Los chicos murmuraban con voz audible: «Levántate, capullo». «Míralo, míralo». «No sabe un pijo». Me di la vuelta y arrojé los brazos por encima de la cabeza y —con una sacudida irreal, ilusoria— vi que no había nadie allí. Por un momento me quedé tumbado, demasiado aturdido para moverme. Las alarmas sonaban amortiguadas a causa de la distancia. Por extraño que parezca, tenía la impresión de estar en el jardín tapiado de alguna urbanización dejada de la mano de Dios. Alguien me había dado una buena paliza. Me dolía todo el cuerpo, tenía las costillas molidas y me martilleaba la cabeza como si me la hubiera golpeado con una tubería de plomo. Mientras abría y cerraba la mandíbula, me llevé las manos a los bolsillos buscando el billete de tren para regresar a casa; entonces caí en la cuenta de que no sabía dónde me encontraba. Me quedé tumbado con rigidez, tomando conciencia de que había algo fuera de lugar. La luz no era la apropiada, como tampoco el aire, acre y denso, una bruma química que me provocaba escozor de garganta. La textura del chicle que tenía en la boca era granulosa, y cuando, con la cabeza a punto de estallarme, volví la cara para escupirlo, me encontré parpadeando a través de capas de humo en un lugar tan extraño que tardé un rato en reaccionar. Me hallaba en una cueva blanca y escabrosa de cuyo techo colgaban harapos y guirnaldas. El suelo estaba derruido y cubierto de montones de algo semejante a la roca lunar, y por todas partes había cristales rotos y grava, así como una estela de cascotes, ladrillos, escoria y papel desperdigados al azar, revestido de una fina capa de ceniza que recordaba una primera helada. Sobre mi cabeza brillaban un par de lámparas a través el polvo, como los faros torcidos de un coche en la niebla, uno vuelto hacia arriba y el otro hacia un lado, proyectando sombras sesgadas. Me retumbaban los oídos, así como todo el cuerpo, con una sensación intensamente perturbadora; huesos, cerebro, corazón, me vibraban como una campana. De algún lugar lejano, muy débil, llegaba el gemido mecánico de una alarma, firme e impersonal. No podía saber si el ruido sonaba dentro o fuera de mí. Tenía una fuerte sensación de estar solo en un aletargamiento invernal. Todo era incoherente a mi alrededor. En medio de una cascada de escombros, con una mano apoyada en una superficie que no era del todo vertical, se me crispó el rostro de dolor por la fuerte jaqueca. En la inclinación del lugar donde me encontraba había algo profunda e inherentemente equivocado. En un extremo flotaba una capa inmóvil y densa de humo y polvo. En el otro, una maraña de materiales triturados descendía en pendiente donde debería haber estado el techo. Me dolía la mandíbula; tenía la cara y las rodillas llenas de cortes, y me notaba la boca como papel de lija. Parpadeando ante el caos distinguí una zapatilla de tenis; montones de materiales quebradizos de un color sucio; un bastón de aluminio retorcido. Empezaba a tambalearme, asfixiado y mareado, sin saber adónde ir o qué hacer, cuando de pronto me pareció oír el sonido de un teléfono. Por un instante no estuve seguro; escuché con atención y al poco rato volvió a sonar: débil y persistente, un poco extraño. Busqué con torpeza entre los escombros, derribando bolsos y mochilas polvorientas, apartando la mano de objetos ardiendo y pedazos de cristal, cada vez más preocupado por el modo en que los escombros cedían bajo mis pies en ciertos lugares, y por los bultos blandos e inertes que había en los límites de mi campo visual. Aun después de convencerme de que no había oído un teléfono y de que el pitido de mis oídos me había jugado una mala pasada, seguí buscando, registrando con la irreflexiva intensidad de un robot. Entre bolígrafos, bolsos, billeteras, gafas rotas, llaves electrónicas de hotel, polveras, perfumes con atomizador y medicamentos recetados (Roitman, Andrea, alprazolam de 0,25 mg), desenterré un llavero linterna y un móvil que no funcionaba (medio cargado y sin barras de cobertura), y los arrojé en una bolsa plegable de nailon para la compra que encontré en el bolso de una señora. Boqueaba como un pez, medio asfixiado a causa del polvo de yeso, y me dolía tanto la cabeza que apenas veía. Quería sentarme pero no tenía dónde hacerlo. De pronto vi una botella de agua. Mi mirada se volvió hacia atrás y se paseó por el caos hasta que la vi de nuevo, a unos quince pies de distancia, medio enterrada bajo un montón de cascotes; solo el atisbo de una etiqueta, de un tono azul que me resultó familiar. Con una entumecida sensación de pesadez, como si me moviera por la nieve, empecé a abrirme paso con gran esfuerzo a través de los escombros, oyendo cómo los cascotes se partían bajo mis pies con crujidos semejantes al ruido del hielo. Pero no me había alejado mucho cuando, con el rabillo del ojo, percibí un movimiento en el suelo que me llamó la atención en medio de la quietud, un destello blanco sobre blanco. Me detuve. Luego me acerqué unos pasos más. Era un hombre, tumbado de espaldas y blanco de polvo de la cabeza a los pies. Estaba tan bien camuflado entre las ruinas cubiertas de ceniza que tardé un momento en distinguir con claridad su silueta; tiza sobre tiza, esforzándose por incorporarse como una estatua derribada de un pedestal. Mientras me acercaba, vi que era viejo y muy frágil, con una especie de joroba deforme; el pelo —o lo que le quedaba de él— se le había quedado tieso; a un lado de la cara tenía unas feas quemaduras, y la cabeza, por encima de una oreja, era un viscoso horror negro. Me había acercado a donde él estaba cuando —inesperadamente rápido— su brazo cubierto de polvo blanco salió disparado y me agarró la mano. Presa del pánico, retrocedí, aunque él me agarró con más fuerza, tosiendo sin cesar con una mucosidad enfermiza. «¿Dónde…? —parecía preguntar—. ¿Dónde…?». Trató de mirarme, pero la cabeza le colgaba pesada del cuello y tenía la barbilla apoyada en el pecho, por lo que se vio obligado a mirarme por debajo de las cejas como un buitre. Pero en ese rostro destrozado sus ojos eran inteligentes y estaban llenos de desesperación. —Dios mío —dije agachándome para ayudarlo—, espere, espere… —Luego me detuve sin saber qué hacer. El hombre tenía la mitad inferior del cuerpo torcido en el suelo como un montón de ropa sucia. Se apoyó en los brazos de un modo que me pareció brioso, moviendo los labios e intentando alzarse aún con gran esfuerzo. Desprendía hedor a pelo quemado, a lana quemada. Pero la parte inferior de su cuerpo parecía separada de la superior, y tosió y cayó desplomado hacia atrás. Miré alrededor tratando de orientarme, perturbado por el golpe que había recibido en la cabeza, sin noción del tiempo o de si era de día o de noche. La grandeza y la desolación del espacio me desconcertaron; la elevada y singular altura, con distintas gradaciones de humo a modo de capas e hinchándose con el enmarañado efecto de una tienda de campaña donde debería estar el techo (o el cielo). Pero aunque no tenía ni idea de dónde me encontraba ni por qué, allí todavía seguía flotando el vago recuerdo del accidente, una carga cinemática en la deslumbrante luz de las lámparas de emergencia. En internet había visto tomas de un hotel volando por los aires en el desierto, donde el laberinto de las habitaciones en el momento del derrumbamiento se había quedado congelado en un estallido de luz semejante. De pronto recordé el agua. Retrocedí, mirando alrededor, y me dio un vuelco el corazón al ver el polvoriento destello azul. —Mire —dije, alejándome de él—. Solo voy a… El anciano me observaba con una mirada a la vez esperanzada y desesperada, como un perro hambriento demasiado débil para andar. —No…, espere. Enseguida vuelvo. Di tumbos como un borracho a través de los cascotes, caminando con dificultad por encima de objetos que me llegaban hasta las rodillas, abriéndome paso entre ladrillos, cemento, zapatos, bolsos y toda clase de restos carbonizados que no quería ver demasiado de cerca. La botella, llena en tres cuartas partes, estaba caliente. Pero al primer trago mi garganta se apoderó de mi voluntad y cuando quise darme cuenta ya me había bebido más de la mitad —con sabor a plástico y tibia como el agua para lavar los platos—; me obligué a taparla y a guardarla en la bolsa para llevársela al anciano. Me arrodillé a su lado. Noté cómo se me clavaban las piedras en las rodillas. Él tiritaba, y su respiración era áspera e irregular; su mirada no buscó la mía sino que vagó por encima de ella hasta que se clavó preocupada en algo que yo no veía. Yo forcejeaba para abrir la botella cuando él alargó una mano hacia mi cara. Con sus viejos dedos huesudos y las almohadillas de las yemas de los dedos planas me apartó delicadamente el pelo de los ojos y me arrancó un pedazo de cristal de la ceja; luego me dio unas palmaditas en la cabeza. —Vamos, vamos. —Su voz sonó muy débil, ronca y cordial, con un horrible silbido que salía de los pulmones. Nos miramos durante un largo y extraño momento que nunca he olvidado, como dos animales que se encuentran al atardecer, y de sus ojos pareció brotar una clara chispa de simpatía; vi la criatura que era en realidad y creo que él también me vio. Por un instante estuvimos conectados como dos motores del mismo circuito. Después él cayó hacia atrás, tan inerte que pensé que se había muerto. —Tome —dije con torpeza, poniéndole una mano por debajo del hombro—. Está buena. —Le sostuve la cabeza lo mejor que pude y le ayudé a beber de la botella. Solo tomó un sorbo y casi todo se le deslizó por la barbilla. De nuevo cayó hacia atrás. El esfuerzo había sido excesivo. —Pippa —dijo con voz gruesa. Bajé la vista hacia su cara colorada y quemada, conmovido por algo que me resultaba familiar en sus claros ojos rojizo oscuro. Lo había visto antes. Y también había visto a la chica, la más breve instantánea, con la brillante luminosidad de una hoja de otoño: cejas color rojizo oscuro, ojos castaño dorado. El rostro de ella se reflejaba en el de él. ¿Dónde estaba la muchacha? Él trataba de decir algo. Los labios cuarteados se movían. Quería saber dónde estaba Pippa. Resollando y luchando por respirar. —Procure estarse quieto —dije, agitado. —Ella debería coger el tren, es mucho más rápido. A menos que la lleve alguien en coche. —No se preocupe —dije, acercándome. Yo no estaba preocupado. Pronto vendría alguien a ayudarnos, estaba seguro—. Esperaré hasta que vengan. —Eres muy amable. —La mano (fría y seca como el polvo) se cerró sobre la mía—. No había vuelto a verte desde que eras un niño. Eras todo un adulto la última vez que hablamos. —Pero yo soy Theo —dije, tras un momento de confusión. —Por supuesto. —Su mirada, como el apretón de su mano, era firme y afable—. Y estoy seguro de que habéis hecho una gran elección. Mozart es mucho más hermoso que Gluck, ¿no te parece? Yo no sabía qué decir. —Será más fácil para los dos. Son muy duros con vosotros en las audiciones… —Tosió. Con los labios brillantes de sangre, espesa y roja—. No os dan una segunda oportunidad. —Escuche… —No me parecía bien dejar que me confundiera con otro. —Pero los dos juntos lo tocáis maravillosamente bien. El sol mayor. No paro de oírlo en mi cabeza. Tan ligero, apenas un toque… —Murmuró unas pocas notas imprecisas. Una canción. Era una canción—. No sé si ya te lo habré contado, pero cuando tomaba lecciones de piano en la casa de la anciana armenia había una lagartija verde viviendo en la palmera, verde como una lechuga. Me encantaba vigilarla…, cómo aparecía en el alféizar…, las luces de colores en el jardín… du pays saint…, tardabas veinte minutos en recorrerlo a pie pero parecían millas… Se apagó por un instante; yo notaba cómo su mente se alejaba de mí, arremolinándose como una hoja en un arroyo hasta perderse de vista. Luego varó en la orilla y volvió a estar allí. —¿Y tú? ¿Cuántos años tienes ahora? —Trece. —¿Y vas al Liceo Francés? —No, mi colegio está en el West Side. —Mejor que mejor. ¡Todas esas clases en francés! Es demasiado vocabulario para un niño. Nom et pronom, especie y filum. Solo es una forma de coleccionar insectos. —¿Cómo dice? —Siempre hablaban francés en el Groppi. ¿Te acuerdas del Groppi? ¿Con la sombrilla de rayas y los helados de pistacho? «Sombrilla de rayas». Me costaba pensar con el dolor de cabeza. Dejé vagar la mirada hasta detenerla en el largo corte que él tenía en el cuero cabelludo, oscuro y coagulado, semejante a una herida de hacha. Cada vez era más consciente de las espantosas formas semejantes a cuerpos que había tiradas en medio de los escombros, los cráneos oscuros que no se veían con claridad y que nos rodeaban en silencio, oscuridad por todas partes, los cuerpos como muñecos de trapo, y sin embargo era una oscuridad en la que podías flotar, tenía una cualidad aletargada, una estela espumosa que se arremolinaba y desaparecía en un frío océano negro. De pronto algo andaba mal. Él estaba despierto y me sacudía. Agitaba las manos. Quería algo. Trató de incorporarse con una inhalación sibilante. —¿Qué pasa? —le pregunté, realizando un gran esfuerzo para mantenerme alerta. Él jadeaba agitado, tirándome del brazo. Asustado, me erguí y miré alrededor esperando ver algún peligro acercarse: cables sueltos, llamas o el techo a punto de desplomarse. Cogiéndome la mano. Apretándomela con fuerza. —Allí no —logró decir. —¿Cómo dice? —No lo dejes. No. —Miraba más allá de mí, intentando señalar algo—. Llévatelo de allí. —Échese, por favor. —¡No! No deben verlo. —Me agarraba del brazo frenético, tratando de incorporarse—. Han robado las alfombras, lo llevarán al almacén de la aduana… Vi que señalaba un polvoriento rectángulo de madera que apenas se veía entre las vigas destrozadas y los escombros, más pequeño que el ordenador portátil que yo tenía en casa. —¿Eso? —le pregunté, mirándolo más de cerca. Estaba cubierto de gotas de cera y tenía pegado un mosaico irregular de etiquetas que se desintegraban—. ¿Se refiere a eso? —Te lo ruego. —Cerró los ojos con fuerza. Se notaba alterado, y tosía tanto que apenas podía hablar. Alargué una mano y recogí la madera del suelo agarrándola por los bordes. Era sorprendentemente pesada para su tamaño. En una esquina sobresalía una larga astilla del marco roto. Pasé la manga por la superficie polvorienta. Un diminuto pájaro amarillo, apenas visible bajo una capa de polvo blanco. «La lección de anatomía estaba en el mismo libro, pero me daba pavor». «Bien», respondí lánguidamente. Me volví con el cuadro en la mano para enseñárselo a ella y entonces caí en la cuenta de que no estaba allí. O… estaba y no estaba. Parte de ella estaba allí, pero era invisible. La parte invisible era la importante. Eso era algo que nunca había comprendido. Pero cuando traté de decirlo en voz alta las palabras me salieron embrolladas, y como si recibiera una bofetada comprendí que me había equivocado. Ambas partes tenían que estar unidas. No podías tener una sin la otra. Me pasé el brazo por la frente y traté de parpadear para quitarme el polvo de los ojos; con denodado esfuerzo, como si levantara algo demasiado pesado para mí, intenté concentrar mi mente en lo que sabía que tenía que pensar. ¿Dónde se encontraba mi madre? Por un instante habíamos sido tres y uno de ellos, estaba bastante seguro, había sido ella. Pero ahora solo estábamos los dos. A mi espalda, el anciano había empezado a toser y a tiritar de nuevo con una urgencia incontrolable, intentando hablar. Traté de tenderle el cuadro. —Tome —dije. Y volviéndome hacia mi madre, o hacia el lugar donde ella parecía haber estado, añadí—: Enseguida vuelvo. Pero no era el cuadro lo que él quería. Ansioso, me lo devolvió balbuceando algo. De la sien del lado derecho de la cabeza le colgaba un amasijo tan viscoso de sangre que apenas se le veía la oreja. —¿Disculpe? —respondí, pensando todavía en mi madre…, ¿dónde estaba?—. ¿Cómo dice? —Llévatelo. —Mire, enseguida vuelvo. Tengo que… —No podía confesarlo, no del todo, pero mi madre quería que me fuera a casa inmediatamente. Se suponía que tenía que encontrarme allí con ella, eso era lo único que ella había dejado claro. —¡Llévatelo contigo! —gritó él, empujándolo contra mí—. ¡Vete! —Trataba de incorporarse. Tenía los ojos brillantes y desorbitados; su agitación me asustó—. Se han llevado todas las bombillas, han derruido la mitad de las casas de la calle… Le corría una gota de sangre por la barbilla. —Por favor —dije con las manos temblorosas, temeroso de tocarlo—. Por favor, échese… Él meneó la cabeza e intentó decir algo, pero el esfuerzo le hizo toser de un modo deprimente. Cuando se secó la boca, vi una raya roja de sangre en el dorso de su mano. —Viene alguien. —No muy seguro de si yo le creía y sin saber qué más decir, me miró a la cara buscando algún atisbo de comprensión, y cuando no lo encontró, trató de incorporarse de nuevo—. Fuego —añadió, con voz gutural—. La villa de Maadi. On a tout perdu. Tuvo otro ataque de tos. De las fosas nasales le salió espuma teñida de rojo. En medio de aquella irrealidad de monolitos destrozados y piedras amontonadas yo tenía la sensación de haberle fallado, como si hubiera fracasado por torpeza e ignorancia en alguna misión crucial. Aunque no había ningún fuego en aquel escenario de escombros, me arrastré hasta el cuadro y lo guardé en la bolsa de nailon solo para apartarlo de su vista, ya que tanto le perturbaba. —No se preocupe —dije—. La… Se había calmado. Me puso una mano en la muñeca con los ojos fijos y brillantes, y un gélido viento de irracionalidad sopló sobre mí. Yo había hecho lo que tenía que hacer. Todo saldría bien. Mientras me reconfortaba con esa idea me apretó la mano alentador, como si yo hubiera hablado en voz alta. —Nos sacarán de aquí —dijo. —Lo sé. —Envuélvelo en papel de periódico, chico, y ponlo en el fondo del baúl, con los demás objetos. Aliviado al ver que se había tranquilizado y acusando el cansancio a causa de la jaqueca, todo recuerdo de mi madre se reducía ahora al aleteo de una polilla, de modo que me tendí a su lado y cerré los ojos, sintiéndome extrañamente cómodo y seguro. Ensimismado, ausente. Él divagó un poco en voz baja. Nombres extranjeros, sumas y cifras, unas cuantas palabras en francés pero la mayoría en inglés. Iba a venir un hombre para mirar los muebles. Abdou estaba en un aprieto por tirar piedras. Y sin embargo todo tenía sentido de algún modo; vi el jardín de palmeras, el piano y la lagartija verde sobre el tronco del árbol como si se trataran de las páginas de un álbum de fotos. «¿Sabrás volver solo a casa?», recuerdo que me preguntó en algún momento. —Por supuesto. —Yo estaba tumbado a su lado en el suelo, con la cabeza al mismo nivel que su viejo y resollante esternón, de modo que oía cada silbido de su respiración—. Todos los días cojo el tren yo solo. —¿Y dónde has dicho que vivías ahora? —Me había puesto una mano en la cabeza con mucha delicadeza, como acariciarías a un perro al que quieres. —En la calle Cincuenta y siete Este. —¡Ah, sí! ¿Cerca de Le Veau d’Or? —A pocas manzanas. Le Veau d’Or era un restaurante al que a mi madre le gustaba ir cuando teníamos dinero. Allí había comido mi primer escargot y tomado mi primer sorbo de Marc de Bourgogne de su copa. —¿Hacia Park? —No, más cerca del río. —Está suficientemente cerca. Merengues y caviar. ¡Cómo me gustó esta ciudad la primera vez que la vi! Pero ya no es la misma. La echo muchísimo de menos. ¿Tú no? El balcón, y el… —Jardín. Me volví hacia él. Perfumes y melodías. En la ciénaga de mi confusión había llegado a creer que era un amigo íntimo o un miembro de la familia que no recordaba, un pariente de mi madre perdido hacía mucho tiempo… —¡Oh, tu madre! ¡Qué encanto! Nunca olvidaré la primera vez que vino a tocar. Era la joven más bonita que había visto jamás. ¿Cómo sabía él que yo estaba pensando en ella? Le pregunté si sabía dónde se encontraba ella en ese momento, pero se había dormido. Tenía los ojos cerrados aunque respiraba rápida y entrecortadamente, como si huyera de algo. Yo mismo me estaba durmiendo —con un estúpido pitido en los oídos y un gusto metálico en la boca, como si estuviera en el dentista—, y puede que hubiera acabado sumiéndome en la inconsciencia y permanecido en ella si él no me hubiera sacudido en algún momento con tanta fuerza que me desperté con una oleada de pánico. Murmuraba algo, tirando de su índice. Se quitó el anillo, un pesado aro de oro con una piedra tallada, e intentó dármelo. —Escuche, no lo quiero —dije, asustado—. ¿Para qué me lo da? Pero me lo puso en la palma de la mano. Su respiración jadeante resultaba desagradable. —Hobart y Blackwell —añadió con una voz que parecía ahogarse por dentro—. Toca el timbre verde. —El timbre verde —repetí, indeciso. Él balanceó la cabeza de un lado para otro atontado, con labios temblorosos. Tenía la mirada perdida. Cuando la posó sobre mí sin verme sentí un escalofrío. —Dile a Hobie que salga de allí —dijo con voz gruesa. Incrédulo, observé cómo le brotaba un hilillo de sangre brillante de la comisura de la boca. Se había aflojado la corbata tirando de ella. —Espere —dije, inclinándome para ayudarlo. Pero él me apartó las manos. —¡Que cierre la caja y se largue! —resolló—. Su padre ha enviado a unos tipos para que le den una paliza… Puso los ojos en blanco y parpadeó. Luego se desplomó sobre sí mismo como si se hubiera vaciado completamente de aire; durante unos treinta o cuarenta segundos yació como un montón de ropa vieja, hasta que, con tanta brusquedad que me estremecí, el pecho se le hinchó con un chirrido semejante al de un fuelle, y tosió expulsando un coágulo de sangre que me cayó encima con un sonido percusivo. Se apoyó lo mejor que pudo sobre los codos, y durante otros treinta segundos más o menos jadeó como un perro, con el pecho agitándose frenético y los ojos clavados en algo que yo no podía ver, sin dejar de agarrarme la mano ni un momento, como si creyera que cogiéndomela con suficiente fuerza se curaría. —¿Está bien? —le pregunté, desesperado, al borde de las lágrimas—. ¿Puede oírme? Mientras forcejeaba y se sacudía —cual pez fuera del agua—, le sostuve en alto la cabeza, o lo intenté, sin saber cómo hacerlo y temeroso de hacerle daño, mientras él me aferraba la mano en todo momento como si colgara de un edificio y estuviera a punto de caer. Cada respiración era un jadeo aislado y gorgoteante, una pesada piedra levantada con terrible esfuerzo y tirada una y otra vez al suelo. En cierto momento me miró a los ojos, con la boca llena de sangre, y pareció que me decía algo, pero las palabras solo borbotearon por la barbilla. Vi con gran alivio que estaba cada vez más tranquilo, más silencioso; la fuerza con que me agarraba la mano disminuía, se desvanecía, daba la impresión de que se hundía, casi como si se alejara dando vueltas sobre el agua. —¿Está mejor? —le pregunté, y luego… Con cuidado, dejé caer un poco de agua en su boca y sus labios reaccionaron, los vi moverse; después, de rodillas como el criado de un cuento, le limpié la sangre de la cara con el pañuelo de cachemir que saqué de su bolsillo. Mientras él se dejaba ir —cruelmente, en distintos grados y latitudes— hacia la inmovilidad, me eché hacia atrás sobre los talones y examiné con atención su expresión desencajada. —¿Oiga? Un párpado como de pergamino, medio cerrado, tembló en un tic de venas azuladas. —Si me oye apriéteme la mano. Pero la mano que sostenía entre las mías estaba inerte. Me quedé sentado mirándolo, sin saber qué hacer. Era el momento de irme, hacía mucho rato que debería haberlo hecho —mi madre lo había dejado muy claro—, y sin embargo no veía ninguna salida en el espacio donde me encontraba; de hecho, en algún sentido me costaba imaginarme en otra parte del mundo, en otro mundo fuera de ese. Era como si nunca hubiera tenido otra vida. —¿Me oye? —le pregunté, inclinándome más cerca de él y acercando el oído a su boca ensangrentada. Pero no hubo respuesta. VI No quería molestarlo por si solo estaba descansando, así que procuré hacer el menor ruido posible al levantarme. Me quedé un momento mirándolo mientras me limpiaba las manos en el chaquetón del colegio; yo estaba cubierto de su sangre y tenía las manos pegajosas; luego contemplé el paisaje lunar de cascotes intentado orientarme y decidir por dónde ir. Cuando, con gran dificultad, me abrí camino hacia el centro del espacio —o lo que me pareció que era el centro—, vi que había una puerta oculta tras una cortina de escombros; me volví y eché a andar en dirección contraria. Por allí el dintel se había desprendido, dejando una montaña de ladrillos casi tan alta como yo y un espacio lleno de humo en la parte superior, lo bastante grande para que pasara un coche. Empecé a trepar, abriéndome paso penosamente por encima y alrededor de los cascotes de cemento, pero no me había alejado mucho cuando me percaté de que tenía que ir en la otra dirección. En las paredes de lo que había sido la tienda del museo había pequeñas llamas chisporroteando y echando chispas en la oscuridad, algunas de ellas ardían muy por debajo del nivel donde debería haber estado el suelo. No me gustaba el aspecto de la otra puerta (gomaespuma manchada de rojo; la punta de un zapato de hombre sobresaliendo de una montaña de cemento), pero por lo menos la mayor parte del material que la obstruía no era muy sólido. Dando tumbos de nuevo, esquivando cables que echaban chispas desde el techo, me colgué la bolsa al hombro y respiré hondo antes de lanzarme derecho hacia los escombros. Noté enseguida que me ahogaba con el polvo y el intenso olor a sustancias químicas. Tosiendo y rezando para que no hubiera más cables con corriente colgando, avancé a tientas en la oscuridad mientras llovían sobre mis ojos toda clase de escombros: grava, pedazos de yeso, esquirlas y fragmentos de algo desconocido. Algunos de los materiales de construcción eran ligeros, otros no. Cuanto más me adentraba en la oscuridad, mayor era el calor. De vez en cuando el camino se encogía o se bloqueaba inesperadamente, y en mis oídos resonaba el bullicio de una multitud que no podía situar. Tuve que colarme entre objetos, y tan pronto andaba como gateaba, percibiendo más que viendo los cuerpos entre las ruinas, una perturbadora presión blanda que cedía bajo mi peso; pero lo peor de todo era el hedor: a tela quemada, a pelo y carne carbonizados, y el sabor de la sangre fresca, mezcla de cobre, latón y sal. Me hice cortes en las manos y las rodillas. Me deslizaba por debajo y alrededor de objetos abriéndome paso a tientas, bordeando con la cadera una especie de torno alargado o viga, hasta que una masa sólida que parecía una pared me impidió continuar. Con dificultad, pues el espacio era estrecho, la rodeé e introduje una mano en la bolsa buscando algo con que alumbrarme. Quería el llavero-linterna —que estaba en el fondo, debajo del cuadro—, pero cerré los dedos alrededor del móvil. Lo encendí y casi al instante se me cayó de las manos, porque a la luz de la pantalla vi la mano de un hombre asomando entre dos pedazos de cemento. Incluso aterrado como estaba, recuerdo que agradecí que solo fuera una mano, a pesar de que los dedos tenían un aspecto hinchado, oscuro y carnoso que nunca he logrado olvidar; todavía hoy doy un respingo cuando un mendigo de la calle alarga una mano igual de abotargada y con un cerco negro alrededor de las uñas. Aún tenía el llavero linterna en la bolsa, aunque ahora quería el móvil. Proyectaba una luz trémula en la cavidad donde me encontraba, pero cuando me recobré lo justo para agacharme y recogerlo del suelo, la pantalla se apagó, lo que produjo un efecto de poscombustión verde limón en la negrura que tenía ante mí. Me puse a cuatro patas y gateé en la oscuridad, agarrándome con las manos a cascotes y cristal, resuelto a encontrarlo. Creía saber más o menos dónde estaba, así que continué buscándolo, quizá más tiempo del debido, pues cuando finalmente me rendí e intenté levantarme de nuevo, me di cuenta de que me había introducido en una zona hundida donde era imposible ponerse en pie, con una superficie sólida a unas tres pulgadas sobre mi cabeza. Era inútil dar la vuelta o retroceder; de modo que decidí seguir avanzando a gatas, confiando en que tarde o temprano acabaría abriéndose, y enseguida me encontré arrastrándome muy despacio con la cabeza ladeada, y una sensación de impotencia y desesperación. Cuando tenía unos cuatro años me quedé parcialmente atrapado dentro de una cama abatible en nuestro piso de la Séptima Avenida, pero lo que podría haber sido un aprieto divertido no lo fue en realidad; creo que habría muerto asfixiado si Alameda, nuestra empleada en aquel entonces, no hubiera oído mis gritos ahogados y me hubiese sacado de allí. Intentar maniobrar en ese espacio sin aire, rodeado de cristales rotos, metal ardiendo, el hedor a ropa quemada y de vez en cuando algo blando que hacía presión sobre mí y en lo que no quería pensar, era algo parecido o peor. Los escombros caían pesadamente desde lo alto; tenía la garganta llena de polvo y tosía sin parar, y me entró el pánico cuando me pareció distinguir la áspera textura de los ladrillos partidos que me rodeaban. Un rayo de luz —el más débil imaginable— entraba sutilmente por mi izquierda, a unas seis pulgadas del nivel del suelo. Me agaché aún más y me encontré mirando las oscuras baldosas de terrazo de la galería que había más allá. Amontonado en el suelo vi lo que parecía ser un equipo de rescate (cuerdas, hachas, palancas, una bombona de oxígeno en la que se leía las iniciales del Cuerpo de Bomberos de Nueva York). —¿Hola? —grité sin esperar respuesta, retorciéndome para deslizarme lo más deprisa posible a través del agujero. El espacio era estrecho; si hubiera tenido unos años o pesado unas libras más quizá no habría cabido. A mitad de camino se me enganchó la bolsa con algo y por un momento pensé que tendría que soltarla, con o sin cuadro, como una lagartija que se desprende de su cola. Pero di un último tirón y se soltó con una lluvia de yeso desmenuzado. Por encima de mí había una especie de viga que parecía sostener un montón de pesado material de construcción, y mientras me escurría por debajo de ella, me sentí aterrorizado por si se resbalaba y me cortaba en dos, hasta que me fijé en que alguien la había apuntalado con un gato de coche. Una vez fuera, me levanté con dificultad, lloroso y aturdido de alivio. —¿Hola? —volví a gritar, preguntándome por qué había tanto equipo desperdigado por todas partes si no había ningún bombero a la vista. La galería estaba poco iluminada pero seguía en su mayor parte intacta, con vaporosas capas de humo que se hacía más denso al elevarse. Sin embargo, solo por las luces y las cámaras de seguridad, que estaban torcidas y vueltas hacia el techo, se notaba que alguna fuerza terrible la había atravesado. Yo estaba tan eufórico de encontrarme de nuevo en un espacio abierto que tardé un par de minutos en percatarme extrañado de que era la única persona en pie en una habitación llena de gente. Excepto yo, todos estaban tumbados. En el suelo había por lo menos una docena de personas, no todas ilesas. Daba la impresión de que habían caído desde una gran altura. Tres o cuatro de los cuerpos se encontraban parcialmente cubiertos con chaquetas de bombero, con los pies asomando por debajo. Otros estaban espatarrados a plena vista en medio de marcas de explosivos. Las salpicaduras y los chorros transmitían violencia, como gigantescos estornudos de sangre, una histérica sensación de movimiento en medio de la inmovilidad. Se me quedó grabada en particular una señora de mediana edad que vestía una blusa con un estampado de huevos Fabergé que podría haber comprado en la misma tienda del museo, salpicada de sangre. Sus ojos —perfilados con una gruesa raya— miraban al techo inexpresivos, y sin duda su bronceado era de bote, ya que tenía la piel de un saludable color melocotón, a pesar de que le faltaba la parte superior de la cabeza. Óleos oscuros, dorados opacos. Tambaleándome un tanto desconcertado, me dirigí con pequeños pasos al centro de la sala. Oía el desapacible ruido de mi propia respiración, extrañamente superficial, con una nota ligera propia de una pesadilla. No quería mirar pero tuve que hacerlo. Había un hombrecillo asiático, patético con su cazadora marrón, acurrucado en medio de un charco de sangre, y un guardia de seguridad (cuyo uniforme era lo más reconocible en él, pues tenía graves quemaduras en la cara) con un brazo torcido detrás de la espalda y algo desagradable pulverizado donde debería haber estado su pierna. Pero lo principal, lo más importante, era que ninguna de las personas allí tumbadas era ella. Me obligué a mirarlas a todas, una por una —aun cuando no me veía con fuerzas de examinar sus caras, conocía los pies de mi madre, la ropa que llevaba, los zapatos bicolor blanco y negro—, y mucho después de haberme cerciorado, me obligué a quedarme de pie en medio de los cuerpos, doblado sobre mí mismo como una paloma enferma con los ojos cerrados. En la galería contigua, más muertos: tres. Un hombre grueso con un chaleco de rombos; una anciana llena de úlceras; una niña de tez lechosa con un rasguño en la sien pero por lo demás ilesa. Y de pronto ya no había más. Recorrí varias galerías llenas de equipo desperdigado (y con manchas de sangre en el suelo), pero no vi más cadáveres. Cuando entré en la galería en apariencia tan lejana donde ella había estado, a la que había ido, la sala de La lección de anatomía, y cerré los ojos con fuerza pidiendo un deseo, solo encontré las mismas camillas y el equipo. Mientras la cruzaba, en el silencio extrañamente ensordecedor, los únicos ojos que se clavaron en mí fueron los de los dos holandeses desconcertados que nos habían mirado a mí madre y a mí fijamente desde la pared: ¿qué estáis haciendo aquí? De pronto algo cambió. Ni siquiera recuerdo cómo sucedió; yo estaba en un lugar diferente y corría, corría a través de salas donde no había más que una nube de humo que volvía insustancial e irreal la grandeza. Poco antes me había parecido que las galerías seguían un curso bastante recto, una secuencia serpenteante pero lógica donde todos los afluentes desembocaban en la tienda de objetos de regalos. Pero al recorrerlas de nuevo a paso rápido, en sentido contrario, caí en la cuenta de que el camino distaba de ser recto; y una y otra vez me topaba con paredes vacías y me metía en salas sin salida. Las puertas y las entradas no estaban donde esperaba encontrarlas; los pedestales surgían de la nada. Al doblar una esquina quizá con demasiada brusquedad casi choqué con un grupo de guardias de Frans Hals: tipos corpulentos y burdos de mejillas coloradas, adormilados a causa de la cerveza, como policías de Nueva York en una fiesta de disfraces. Me miraron fríamente, con ojos penetrantes y burlones, mientras me recobraba, retrocedía y echaba a correr de nuevo. Incluso cuando todo iba bien, a veces me ponía nervioso en el museo (deambulando sin rumbo por las galerías de arte de Oceanía, entre tótems y piraguas), y tenía que acercarme a un guardia para pedirle que me indicara la salida. Las galerías de pintura eran particularmente confusas, pues las reorganizaban con frecuencia; mientras correteaba por los pasillos vacíos en esa penumbra fantasmagórica me sentí cada vez más asustado. Pensé que sabía ir hasta la escalera principal, pero al poco rato de salir a las galerías de exposiciones especiales todo empezó a resultarme muy poco familiar; después de correr mareado durante un par de minutos doblando esquinas que desconocía, comprendí que me había perdido. De algún modo me había abierto paso a través de las obras maestras italianas (Cristos crucificados y santos asombrados, serpientes y ángeles enzarzados en luchas) hasta terminar en la Inglaterra de siglo XVIII, una parte del museo que rara vez visitaba y apenas conocía. Ante mí se extendían largas líneas visuales, elegantes pasillos laberínticos que creaban la ilusión de estar en una mansión encantada: lords con peluca, frías bellezas de Gainsborough observando con desdén mi agitación. Las perspectivas señoriales eran exasperantes, pues no parecían conducir a la escalera o a ninguno de los pasillos principales sino a otras galerías majestuosamente señoriales todas iguales; me hallaba al borde de las lágrimas cuando de pronto vi una discreta puerta en una pared de la galería. Había que mirar dos veces para verla, ya que era del mismo color que las paredes; la clase de puerta que en circunstancias normales mantendrían bajo llave. La única razón por la que me llamó la atención fue porque no estaba bien cerrada: el lado izquierdo sobresalía de la pared; no sabía si se debía a un descuido o a que la cerradura no funcionaba a causa de un corte de luz. Aun así no me resultó fácil abrirla; al ser de acero pesaba mucho, y tuve que empujar con todas mis fuerzas. De pronto, con un resuello neumático, la puerta cedió, tan inesperadamente, que me tambaleé. La crucé y salí a un oscuro pasillo de oficinas con un techo mucho más bajo. Allí las luces de emergencia eran más tenues que en la galería principal, y mis ojos tardaron un rato en adaptarse. El pasillo parecía prolongarse a lo largo de millas. Asustado, avancé poco a poco, atisbando en el interior de las oficinas cuando las puertas estaban entreabiertas. Cameron Geisler, secretario. Miyako Fujita, subsecretario. Cajones abiertos y sillas apartadas de los escritorios. En un umbral vi un zapato de tacón tirado de lado. El aire de abandono era indescriptiblemente escalofriante. A lo lejos me pareció oír sirenas de policía, quizá incluso walkie talkies y perros, pero me pitaban tanto los oídos a causa de la explosión que pensé que tal vez me lo imaginaba. Mi desconcierto era cada vez mayor por no haber visto ningún bombero, policía ni guardia de seguridad; de hecho, ni una sola alma viviente. La zona de solo personal autorizado no estaba lo bastante oscura para encender el llavero linterna, pero tampoco había suficiente luz para ver bien. Me encontraba en una especie de almacén o archivo. Las paredes de las oficinas estaban cubiertas del suelo al techo de archivadores y estantes metálicos con cajas de plástico y cartón para la correspondencia. La estrechez del pasillo me puso nervioso, como si me cercara, y mis pasos resonaban de un modo tan demencial que en un par de ocasiones me detuve y me volví para ver si me seguía alguien. —¿Hola? —grité sin gran convicción, atisbando por alguna de las puertas al pasar. Varias de las oficinas eran modernas y espartanas; otras estaban abarrotadas y tenían un aspecto sucio, con desordenados montones de papeles y libros. Florens Klauner, Departamento de Instrumentos Musicales; Maurice Orabi-Roussel, Arte Islámico; Vittoria Gabetti, Textiles. Pasé por delante de una habitación enorme y oscura con una larga mesa de trabajo donde había pedazos de tela desiguales esparcidos como las piezas de un rompecabezas. Al fondo destacaba una confusión de percheros con ruedas como los que se ven junto a los ascensores de servicio de Bendel o Bergdorf, de los que colgaban muchas bolsas de plástico para prendas de vestir. En la intersección miré a uno y otro lado sin saber qué dirección tomar. Olía a cera de suelo, aguarrás y sustancias químicas, y también a humo. Las oficinas y los talleres se extendían en todas direcciones hasta el infinito; una red geométrica contenida, fija y anodina. A mi izquierda parpadeaba la luz de una lámpara en el techo. Zumbaba y fluctuaba en una explosión de estática, y en el trémulo resplandor vi al fondo del pasillo una fuente de agua potable. Corrí hacia ella —tan deprisa que los pies casi se me escabulleron por debajo de mí— y, cerrando los labios alrededor del pitorro, bebí tanta agua helada tan deprisa que sentí una punzada de dolor en la sien. Entre hipos, me lavé la sangre de las manos, me eché agua en los ojos doloridos y puse la cabeza debajo del chorro. Pequeños cristales —casi invisibles— repiqueteaban en la base de la fuente, brillando sobre el acero como agujas de hielo. Me apoyé en la pared. Los fluorescentes del techo —que vibraban, se encendían y se apagaban con un chisporroteo— me llenaron de inquietud. Con gran esfuerzo me erguí de nuevo; eché a andar otra vez, bamboleándome bajo la luz vacilante. Todo era resueltamente más industrial por ese lado: palets de madera, una carretilla de base plana, objetos dentro de cajones de embalaje que daban la impresión de estar siendo trasladados y almacenados. Pasé por otra intersección de la que arrancaba un pasadizo envuelto en sombras que se perdía en la oscuridad, y me disponía a pasar de largo cuando vi al final un resplandor rojo en el que se leía SALIDA. Tropecé y caí; me levanté de nuevo, todavía con hipo, y eché a correr por el interminable pasillo. Al fondo de este había una puerta con una barra de metal, como las puertas de seguridad del colegio. La empujé con un alarido. Bajé corriendo por una escalera oscura; doce escalones, un giro en el rellano y otros tantos escalones hasta el final, rozando con la yema de los dedos la barandilla metálica, los zapatos repiqueteando y resonando de un modo tan demencial que era como si media docena de personas corrieran conmigo. Al pie de las escaleras había un pasillo gris institucional con otra puerta con barra. Me arrojé contra ella y la abrí con las manos; sentí la fría bofetada de la lluvia en la cara y el ensordecedor aullido de las sirenas. Me alegré tanto de estar fuera que es posible que gritara, aunque nadie me habría oído en medio de ese estruendo; podría haber gritado por encima de unos motores a reacción en la pista de La Guardia en plena tormenta. Era como si todos los coches patrulla, camiones de bomberos, ambulancias y vehículos de emergencia de cinco distritos aparte de Jersey aullaran al unísono en la Quinta Avenida, un sonido tan delirantemente alegre como los fuegos artificiales de Año Nuevo, Navidad y el Cuatro de Julio, todos en uno. Había salido a Central Park a través de una puerta lateral desierta situada entre los muelles de carga y descarga y el aparcamiento. Las aceras se veían vacías en la distancia verde grisácea, y las copas de los árboles, cubiertas de nieve, se zarandeaban y rabiaban al viento. Más allá, en la calle barrida por la lluvia, la Quinta Avenida estaba obstruida. Desde donde estaba alcancé a ver a través del aguacero el gran bombardeo de actividad: grúas y equipo pesado, policías haciendo retroceder a la multitud, luces rojas, luces amarillas y azules, destellos que vibraban, se arremolinaban y palpitaban en la volátil confusión. Levanté el codo para protegerme la cara de la lluvia y eché a correr a través del aparcamiento vacío. La lluvia me caía por la frente y se me metía en los ojos, fundiendo las luces de la avenida en una mancha borrosa que titilaba a lo lejos. Había furgonetas aparcadas de los cuerpos de policía y de bomberos de la ciudad de Nueva York, con los limpiaparabrisas en marcha: las unidades K-9, el Batallón de Operaciones de Rescate, el equipo de Hazmat. Los impermeables negros se agitaban e hinchaban al viento. Una cinta amarilla se extendía de un extremo a otro de la salida del aparcamiento, en la Miner’s Gate, para acordonar la escena del crimen. Sin titubear, la levanté, pasé corriendo por debajo, y me encontré en medio de la multitud. Entre tanta confusión nadie reparó en mí. Por unos instantes corrí inútilmente de aquí para allá, con la lluvia azotándome la cara. Allá donde miraba pasaban a toda velocidad imágenes de mi propio pánico. La gente desfilaba a ciegas a mi alrededor: policías, bomberos, tipos con cascos, un anciano sosteniéndose el codo roto y una mujer con la nariz ensangrentada a quienes un agente trastornado ahuyentaba hacia la calle Setenta y nueve. Nunca había visto tantos coches de bomberos juntos: Brigada 18, Lucha 44, Escalera 7 de Nueva York, Rescate Uno, Camión 4: el Orgullo del Centro. Abriéndome paso entre el mar de vehículos aparcados y gabardinas negras oficiales, vi una ambulancia de Hatzolah, con letras hebreas en la parte trasera y una pequeña habitación de hospital iluminada que se veía a través de las puertas abiertas. Los enfermeros atendían a una mujer, intentando que se echara cuando ella luchaba por incorporarse. Una mano arrugada con las uñas rojas arañaba el aire. Llamé a la puerta golpeándola con el puño. —Tienen que volver ahí dentro —grité—. Todavía hay gente… —Hay otra bomba —gritó uno de los enfermeros, sin mirarme—. Hemos tenido que evacuar. Antes de que tuviera tiempo de asimilarlo, un enorme policía cayó sobre mí como un trueno; un zoquete con cara de bulldog, con los brazos tan hinchados como un levantador de pesas. Me cogió bruscamente por el antebrazo y empezó a hostigarme a empujones hacia el otro lado de la calle. —¿Qué coño estás haciendo aquí? —bramó, ahogando mis protestas mientras yo trataba de zafarme. —Oiga… —Una mujer con la cara ensangrentada se acercó e intentaba atraer su atención—. Oiga, creo que tengo la mano rota… —¡Aléjese del edificio! —le gritó el policía apartándole el brazo con celeridad, y, dirigiéndose a mí, añadió—: ¡Vete! —Pero… Con ambas manos me empujó tan fuerte que me tambaleé y casi me caí. —¡APÁRTENSE DEL EDIFICIO! —gritó, arrojando los brazos en alto con una sacudida del chubasquero—. ¡AHORA MISMO! Ni siquiera me miraba a mí; sus pequeños ojos estaban clavados en algo que sucedía sobre mi cabeza, calle arriba, y la expresión de su cara me aterrorizó. Con prisas esquivé la multitud de empleados de los servicios de emergencias hasta llegar a la acera de enfrente, justo encima de la calle Setenta y nueve, siempre atento por si veía a mi madre, pero no la vi. Había un sinfín de ambulancias y otros vehículos sanitarios de urgencias del Beth Israel, el Lenox Hill, el Presbiteriano de Nueva York, el SME Paramédico del Cabrini. En el diminuto jardín vallado de una mansión de la Quinta Avenida, detrás de un seto de tejo ornamental, yacía de espaldas un hombre ensangrentado con traje de ejecutivo. Una cinta amarilla extendida de un lado a otro se agitaba y restallaba al viento, pero los empapados policías, bomberos y otros tipos con casco la levantaban y pasaban por debajo como si no estuviera allí. Todas las miradas se dirigían hacia el centro de la ciudad, y solo después averigüé la razón. En la calle Ochenta y cuatro (demasiado lejos para que se viera algo), las unidades de Hazmat se disponían en ese preciso momento a desactivar una bomba que no había detonado disparando un cañón de agua. Resuelto a hablar con alguien para enterarme de qué había pasado, intenté abrirme paso hasta los coches de bomberos, pero los policías arremetían a través de la multitud, agitando los brazos y dando palmadas para hacer retroceder a la gente. Agarré de la gabardina a un bombero, un tipo joven de aspecto afable que mascaba chicle. —¡Todavía hay gente allí dentro! —grité. —Sí, sí, lo sabemos —dijo a voces el bombero, sin mirarme—. Pero nos han dado órdenes de salir. Dicen que dentro de cinco minutos nos dejarán entrar de nuevo. Sentí un rápido empujón en la espalda. —¡Moveos, moveos! —oí gritar a alguien. Una voz áspera, con un acento fuerte. —¡Quíteme las manos de encima! —¡Vamos, circulen! Alguien más me empujó por la espalda. Los bomberos, inclinándose hacia atrás en las escaleras de los camiones, levantaban la vista hacia el templo de Dendur; los policías esperaban tensos, hombro con hombro, impasibles bajo la lluvia. Al pasar tambaleándome por delante de ellos, llevado por la corriente, vi ojos vidriosos, cabezas asintiendo y pies marcando de manera inconsciente la cuenta atrás. Cuando oí el chasquido de la bomba al ser desactivada, seguido del ronco clamor de un estadio de fútbol que se elevaba de la Quinta Avenida, yo ya había sido arrastrado hasta Madison. Los policías —guardias de tráfico— agitaban los brazos como las aspas de un molino para hacer retroceder el torrente de personas aturdidas. —Vamos, circulen, circulen. —Se abrían paso entre la multitud, dando palmadas—. Todos al este. Al este. Un policía —un tipo con perilla y un pendiente de aro, como un luchador profesional— empujó a un repartidor con capucha que intentaba hacer una foto con su móvil, y este se tambaleó hacia mí y casi me derribó. —¡Cuidado! —gritó el repartidor, con una voz muy aguda y desagradable; pero el policía volvió a empujarlo, esta vez con tanta fuerza que lo derribó de espaldas sobre la cuneta. —¿Estás sordo o qué, colega? —gritó—. Circula. —¡No me toque! —¿Qué te parece si te rompo la cara? Entre la Quinta y Madison era una jaula de grillos. Rotores de helicóptero rugiendo por encima de nuestras cabezas; algarabía a través de un megáfono. Aunque habían cerrado la calle Setenta y nueve al tráfico, estaba congestionada de coches patrulla, camiones de bomberos, barricadas de cemento y torrentes de personas empapadas gritando de pánico. Algunas llegaban corriendo desde la Quinta Avenida; otras trataban de abrirse paso por la fuerza hasta el museo; muchas sostenían en alto el móvil intentando hacer fotos; otras permanecían inmóviles con la boca abierta mientras la multitud pasaba alrededor de ellas, mirando fijamente el humo negro en los lluviosos cielos de la Quinta Avenida como si estuvieran aterrizando los marcianos. Sirenas; humo blanco elevándose de las rejillas de ventilación del metro. Un vagabundo envuelto en una manta mugrienta deambulaba con aire ansioso y confuso. Yo buscaba desesperado a mi madre entre la multitud, esperando verla, y durante un rato traté de ir a contracorriente del torrente encauzado por la policía (de puntillas, estirando el cuello para ver), hasta que comprendí que era inútil retroceder e intentar encontrarla bajo esa lluvia torrencial y entre ese gentío. La veré en casa, pensé. Se suponía que debíamos encontrarnos en casa; ese era el acuerdo en caso de emergencia; ella debía de haber comprendido que no serviría de nada buscarme en medio de tal aglomeración de gente. Aun así me llevé un pequeño e irracional chasco, y mientras me dirigía a casa (con un dolor de cabeza tan espantoso que veía prácticamente doble) no paré de buscarla, escudriñando las caras anónimas y preocupadas que me rodeaban con la esperanza de verla. Mi madre había salido del edificio; eso era lo importante. Se encontraba a varias salas de distancia del epicentro de la explosión. Ninguno de los cadáveres que yo había visto allí dentro era ella. Sin embargo, por más que lo hubiéramos acordado de antemano, o por mucho sentido que tuviera, por alguna razón me costaba creer que mi madre se hubiera ido del museo sin mí. 2 «La lección de anatomía» I Cuando tenía unos cuatro o cinco años, mi mayor temor era que un día mi madre no volviera del trabajo. Sumar y restar me resultaba útil en la medida en que me ayudaba a seguir sus movimientos (¿cuántos minutos faltaban para que saliera de la oficina?, ¿cuántos minutos se tardaba en ir de la oficina al metro andando?), y antes incluso de que me enseñaran a contar estaba obsesionado con aprender a leer la esfera de un reloj, estudiando desesperado el círculo oculto dibujado sobre el disco de papel que, una vez que lo dominara, me desvelaría las pautas de las idas y venidas de mi madre. Normalmente ella estaba en casa a la hora que decía que llegaría, de modo que si se retrasaba diez minutos empezaba a preocuparme; y cuando llegaba más tarde, me sentaba en el suelo frente a la puerta del piso como un cachorro al que han dejado solo demasiado tiempo, atento a oír el ruido del ascensor al subir hasta nuestra planta. En la época en que iba a primaria, oía casi todos los días cosas que me preocupaban en las noticias del Canal 7. ¿Y si un vagabundo con una mugrienta chaqueta militar empujaba a mi madre a las vías mientras esperaba el tren de la línea 6, o la metía en un oscuro portal y la apuñalaba para robarle unas monedas? ¿Y si a ella se le caía el secador en la bañera, o una bicicleta la arrollaba frente a un coche, o el dentista se equivocaba de medicamento y ella moría como la madre de un compañero de clase? La sola idea de que le pasara algo a mi madre era especialmente aterradora, porque mi padre no era un hombre muy formal. Supongo que esa es una forma diplomática de expresarlo. Incluso cuando estaba de buenas, mi padre hacía cosas como perder el cheque del sueldo o dormirse dejando la puerta de la calle abierta porque estaba borracho. Cuando estaba de malas, que era la mayor parte del tiempo, tenía los ojos inyectados en sangre y un aspecto sudoroso, con el traje tan arrugado que parecía haber rodado por el suelo con él, y toda su persona emanaba una inmovilidad antinatural propia de una olla a presión a punto de explotar. Aunque yo no entendía por qué era tan desgraciado, era evidente que mi madre y yo teníamos la culpa de su infelicidad. Le poníamos nervioso. Por nosotros tenía un empleo que no soportaba. Todo lo que hacíamos le irritaba. Le desagradaba en particular tenerme cerca, si bien eso no sucedía muy a menudo; por las mañanas, mientras me preparaba para ir al colegio, se tomaba el café en silencio con los ojos hinchados, The Wall Street Journal abierto delante de él, el albornoz abierto y el pelo de punta, y a veces le temblaban tanto las manos que derramaba café al llevarse la taza a los labios. Me observaba cuando yo entraba, y se le ensanchaban las fosas de la nariz si hacía demasiado ruido con la cuchara o con el bol de cereales. Aparte de ese violento trance diario no lo veía a menudo. No comía con nosotros ni asistía a las funciones del colegio; no jugaba ni hablaba mucho conmigo cuando estaba en casa; de hecho, rara vez volvía a casa antes de que yo me hubiera acostado, y algunos días, los días de paga sobre todo, que era cada dos viernes, llegaba a las tres o las cuatro de la madrugada con gran estruendo; aporreaba la puerta, dejaba caer el maletín y daba tumbos tan erráticos por la casa que a veces me despertaba de golpe, presa de terror, y me quedaba mirando las estrellas del planetario del techo que brillaban en la oscuridad, preguntándome si había entrado un asesino en el piso. Por suerte, cuando estaba borracho adaptaba sus pasos a una cadencia irregular e inconfundible —pasos de Frankenstein, los llamaba yo, deliberados y fuertes, con pausas absurdamente largas entre pisadas—, y en cuanto me daba cuenta de que era él quien caminaba ahí fuera en la oscuridad, y no un asesino en serie o un psicópata, me sumía de nuevo en un sueño inquieto. Al día siguiente, que era sábado, mi madre y yo nos las arreglábamos para estar fuera del piso cuando él se despertara de su sudoroso y confuso sueño en el sofá. O nos pasábamos todo el día andando de puntillas, temerosos de cerrar la puerta con demasiada fuerza o de molestarlo de algún modo, mientras él permanecía imperturbable frente el televisor con una mirada vidriosa, bebiendo una cerveza china del restaurante de comida para llevar mientras veía las noticias o los deportes con el volumen apagado. Por esa razón, ni mi madre ni yo nos sentimos muy afectados cuando un buen sábado nos despertamos y descubrimos que mi padre no había vuelto a casa. Hasta el domingo no empezamos a inquietarnos, e incluso entonces no nos alarmarnos del modo en que normalmente lo hace la gente; era el comienzo de la temporada de fútbol universitario y tal vez hubiera apostado dinero en algún deporte, por lo que nos figuramos que se había ido en autobús a Atlantic City sin decírnoslo. Solo al día siguiente, cuando la secretaria de mi padre, Loretta, telefoneó porque no había aparecido por la oficina, empezó a parecer que pasaba algo grave. Mi madre, temiendo que lo hubieran asaltado o matado al salir borracho de algún bar, llamó a la policía; pasamos varios días tensos, esperando que telefoneara o apareciera por la puerta. Pero hacia el final de la semana llegó una vaga nota de mi padre (con matasellos de Newark, New Jersey) informándonos con unos garabatos impacientes que se disponía a «empezar una nueva vida» en algún lugar que no revelaba. Recuerdo que reflexioné sobre la expresión «una nueva vida» como si pudiera darnos alguna pista acerca de adónde había ido; porque después de pasarme casi una semana pataleando, gritando y presionando a mi madre, al final ella me permitió leer la carta («Está bien —dijo con resignación mientras abría el cajón de su escritorio—. No sé qué esperas que yo te diga, así que es mejor que te enteres por él»). Estaba escrita en papel de carta de un hostal cercano al aeropuerto, el Doubletree Inn. Yo había imaginado que contendría valiosas pistas sobre su paradero, pero me chocó su exagerada brevedad (cuatro o cinco líneas) y los trazos rápidos y descuidados, como algo que apuntarías antes de salir corriendo a la tienda de comestibles. En muchos sentidos fue un alivio que mi padre desapareciera del mapa. Yo desde luego no lo echaba mucho de menos, y mi madre tampoco parecía hacerlo, aunque fue triste cuando nuestra empleada Cinzia nos dejó porque no podíamos permitirnos pagarle. (Cinzia había llorado, y se había ofrecido a quedarse y trabajar gratis; pero mi madre le había encontrado un empleo a tiempo parcial en el edificio con una pareja que tenía un niño; una vez a la semana más o menos pasaba por casa para ver a mi madre y tomar una taza de café, todavía con la bata con que limpiaba). La foto de mi padre más joven y bronceado en lo alto de una pista de esquí desapareció de manera discreta de la pared, y fue sustituida por una de mi madre conmigo en la pista de patinaje de Central Park. De noche mi madre se quedaba levantada hasta tarde, revisando las facturas con una calculadora. Aunque el piso era de alquiler fijo, salir adelante sin el sueldo de mi padre era una aventura que vivíamos mes a mes, ya que fuera cual fuese la nueva vida que se había buscado él en otra parte, en ella no entraba enviar dinero para mantener a su hijo. En general estábamos bastante contentos; bajábamos al sótano a hacer la colada, íbamos a las primeras sesiones para no pagar el precio completo de la entrada del cine, comíamos pan y otros productos del día anterior de la panadería y comida para llevar del chino (fideos, huevo fu yung), y contábamos la calderilla para el billete de autobús. Pero mientras yo regresaba penosamente del museo aquel día —con frío, empapado y con una jaqueca que me hacía apretar los dientes—, se me ocurrió pensar que ahora que mi padre se había ido, nadie en el mundo mostraría especial preocupación por mi madre o por mí; nadie nos esperaría preguntándose dónde habíamos estado toda la mañana o por qué no habíamos dado señales de vida. Estuviera donde estuviese mi padre en su nueva vida (los trópicos o una pradera, una pequeña estación de esquí o la principal ciudad de Estados Unidos), seguramente tendría los ojos fijos en el televisor, y quizá hasta se pondría un poco nervioso o frenético, como a menudo le sucedía con las grandes noticias que no tenían nada que ver en absoluto con él, como los huracanes o los derrumbamientos de puentes en estados lejanos. Pero ¿se preocuparía lo suficiente para llamar y averiguar cómo estábamos? Probablemente no, o no más de lo que se preocuparía en llamar a su vieja oficina del centro para ver qué pasaba, aunque sin duda se acordaría de sus antiguos compañeros de trabajo y se preguntaría cómo habrían salido de ese trance todos los comenúmeros y los chupatintas (como se refería a ellos) del número 101 de Park. ¿Se habían asustado mucho las secretarias mientras cogían sus fotos de los escritorios y se cambiaban de calzado para volver a casa andando? ¿O la gente estaba pidiendo sándwiches y reuniéndose alrededor del televisor de la sala de conferencias, convirtiéndolo en una especie de fiesta contenida? A pesar de que el trayecto de regreso fue interminable, no recuerdo mucho de él aparte de cierto ambiente gris y frío envuelto en lluvia por Madison Avenue; el vaivén de los paraguas, los transeúntes dirigiéndose en silencio hacia el centro, el anonimato de las masas, como en las viejas fotografías en blanco y negro que había visto de quiebras de bancos y de colas para el pan en la década de 1930. Mi jaqueca y la lluvia redujeron el mundo a un círculo tan constreñido y enfermo que vi poco más que las espaldas encorvadas que tenía delante en la acera. De hecho, me dolía tanto la cabeza que apenas veía por dónde iba; y en un par de ocasiones casi me arrolló un coche cuando bajé de la acera para cruzar sin prestar atención al semáforo. Nadie parecía saber exactamente qué había ocurrido, aunque oí bramar «Corea del Norte» a través de la radio de un coche aparcado, y murmurar «Irán» y «al-Qaeda» a varios transeúntes. Un negro escuálido con peinado rasta y calado hasta los huesos se paseaba frente al museo Whitney; agitaba los puños al aire y gritaba a nadie en particular: —¡Prepárate, Manhattan! ¡Osama bin Laden vuelve a la carga! Aunque me sentía débil y quería sentarme, por alguna razón seguí renqueando con un impedimento en el andar como un juguete medio roto. Los policías gesticulaban; tocaban el silbato y hacían señas. Me goteaba agua de la punta de la nariz. Una y otra vez, parpadeando para ver a través de la lluvia, en mi mente se abría paso el pensamiento de que tenía que llegar a casa para reunirme con mi madre lo antes posible. Estaría esperándome frenética en el piso; estaría mesándose los cabellos de la preocupación, maldiciéndose por haberme quitado el móvil. Había problemas para realizar llamadas y los transeúntes hacían cola de hasta diez y veinte personas en las pocas cabinas de la calle. Mamá, pensé, tratando de enviarle telepáticamente a mi madre el mensaje de que estaba vivo. Quería que supiera que estaba bien y al mismo tiempo recuerdo que me repetía a mí mismo que todo iba bien; caminaba en lugar de correr, pues no quería desmayarme por el camino. ¡Qué suerte había tenido ella saliendo solos unos minutos antes! Me había mandado derecho al epicentro de la explosión; seguro que se creía que estaba muerto. Y al pensar en la joven que me había salvado la vida me entraron ganas de llorar. ¡Pippa! Un nombre extraño e incisivo para una pelirroja tan menuda; era perfecto para ella. Cada vez que recordaba sus ojos clavados en los míos me daba un vahído, al pensar que ella, una perfecta desconocida, había evitado que yo saliera de la exposición y me adentrara en el negro resplandor de la tienda de postales, la nada, el final de todo. ¿Algún día tendría oportunidad de decirle que me había salvado la vida? En cuanto al anciano, los bomberos y el personal de rescate habían entrado rápidamente en el edificio a los pocos minutos de que yo saliera, y todavía tenía esperanzas de que alguien hubiera logrado rescatarlo; la puerta estaba entreabierta, sabían que él estaba allí dentro. ¿Estaría bien? ¿Volvería a encontrarme con alguno de los dos? Cuando por fin llegué a casa, estaba helado, atontado y tambaleante. La ropa me chorreaba y fui dejando un reguero desigual de agua por el suelo del vestíbulo. Después de las multitudes de la calle, el aire de abandono resultaba desconcertante. Aunque el televisor portátil de la oficina de paquetería estaba encendido y unos walkie talkies crepitaban en alguna parte del edificio, no había ni rastro de Goldie, Carlos, José o cualquiera de los empleados fijos. Al fondo, la cabina iluminada del ascensor esperaba vacía, como un armario de un número de magia. El engranaje encajó y vibró; uno por uno, los viejos números art déco de nácar parpadearon a medida que subía chirriando hasta la séptima planta. Al salir al lúgubre pasillo de mi planta me sentí abrumado de alivio; la pintura marrón ratón, el denso olor del spray para limpiar la moqueta. La llave giró ruidosamente en la cerradura. —¿Hola? —grité, adentrándome en la oscuridad del piso; las persianas seguían bajadas, todo estaba silencioso. En medio del silencio se oía el zumbido de la nevera. Por Dios, pensé con un desagradable respingo, ¿aún no ha llegado a casa? —¿Mamá? —grité de nuevo. Con el corazón encogido, crucé deprisa el vestíbulo y me quedé confuso en mitad de la sala de estar. Sus llaves no colgaban del clavo que había junto a la puerta; su bolso no estaba encima de la mesa. Con las zapatillas de deporte mojadas y chirriando en el silencio me dirigí a la cocina, que era poco más que un hueco con un fogón de dos quemadores vuelto hacia una rejilla de ventilación. Allí estaban su taza de café y el vaso verde del mercadillo, con la marca de pintalabios en el borde. Me quedé mirando la cafetera usada con un dedo de café frío en el fondo sin saber muy bien qué hacer. Me pitaban los oídos y la cabeza me martilleaba de tal modo que apenas podía pensar; en mi campo visual había olas de negrura. Había estado tan concentrado pensando en lo preocupada que estaría mi madre por mí y en lograr llegar a casa para decirle que me encontraba bien que no me había planteado la posibilidad de que ella no estuviera esperando. Estremeciéndome de dolor con cada paso, recorrí el pasillo hasta el dormitorio de mis padres; en esencia no había cambiado desde que mi padre se había marchado, pero estaba más atestado y tenía un aire más femenino desde que solo lo ocupaba ella. La lucecita del contestador, encima de la mesilla de noche junto a la cama deshecha y revuelta, estaba apagada; no había mensajes. De pie en el umbral, casi desmayado a causa del dolor, intenté concentrarme. Me recorrió el cuerpo una desagradable sensación de que el día avanzaba, como si hubiera viajado demasiado tiempo en coche. Primero lo más importante: encontrar mi móvil y comprobar si tenía algún mensaje. Solo que no sabía dónde estaba. Mi madre me lo había quitado cuando me expulsaron; la noche anterior, mientras ella se duchaba, yo había intentado localizarlo llamándome a mí mismo, pero al parecer ella lo había desconectado. Recuerdo que introduje las manos en el primer cajón de la cómoda y revolví entre una maraña de pañuelos: seda, terciopelo y bordados indios. Luego, con un esfuerzo descomunal (aunque no pesaba tanto), arrastré la banqueta que había a los pies de la cama y me subí a ella para mirar en el estante superior del armario. Después me senté en la alfombra y me quedé en un estado rayano en el estupor, con la mejilla apoyada en la banqueta y oyendo un desagradable pitido en mis oídos. Algo pasaba. Recuerdo que levanté la cabeza de repente, convencido de que salía gas de la cocina y que moriría envenenado por un escape. Solo que no olía a gas. Es posible que entrara en el pequeño cuarto de baño que había junto a su habitación y mirara en el botiquín buscando una aspirina o algo para el dolor de cabeza. Lo único que sé con seguridad es que en un momento determinado me encontré en mi habitación, sin saber cómo había llegado a ella, apoyándome con una mano en la pared que había junto a la cama, como si estuviera a punto de vomitar. Luego todo fue tan confuso que no puedo describir con claridad qué ocurrió hasta que me erguí desorientado en el sofá de la sala de estar al oír el ruido de una puerta que se abría. Pero no era la de nuestro piso, sino la de algún vecino. Las luces de la habitación estaban apagadas y se oía el tráfico de la tarde en la hora punta. Me quedé un rato inmóvil en la penumbra mientras los ruidos se diferenciaban entre sí, y los cables de la lámpara de la mesa y el respaldo en forma de lira de la silla se hacían cada vez más nítidos contra el fondo de la ventana al atardecer. —¿Mamá? —dije, y el miedo se traslució claramente en mi voz. Me había quedado dormido con la ropa mojada y sucia; el sofá también estaba mojado, y había un hoyo húmedo con la forma de mi cuerpo donde me había echado. Una brisa fría sacudía los estores a través de la ventana que mi madre había dejado entreabierta por la mañana. El reloj marcaba las 18.47. Cada vez más asustado, me paseé rígido por el piso encendiendo todas las luces, incluso las del techo del salón, que no solíamos utilizar porque eran demasiado intensas y deslumbrantes. De pie en el umbral del dormitorio de mi madre vi parpadear una luz roja en la oscuridad. Me recorrió una agradable oleada de alivio; rodeé corriendo la cama y pulsé con torpeza el botón del contestador; tardé varios segundos en darme cuenta de que no era la voz de mi madre sino la de una mujer que trabajaba con ella, que sonaba injustificadamente alegre. «Hola, Audrey, soy Pru. Solo quería saber si estabas en casa. Qué locura de día, ¿no? Escucha, están al caer las galeradas para Pareja y necesitamos hablar, pero han pospuesto la fecha de entrega, así que, al menos por el momento, no te preocupes. Espero que aguantes, cariño. Llámame cuando puedas». Me quedé inmóvil mirando el contestador mucho después de que el mensaje se acabara con un pitido. Luego levanté el borde de los estores y me asomé para mirar los coches. Era la hora en que la gente volvía a casa. Se oían débilmente las bocinas de la calle. Todavía tenía un fuerte dolor de cabeza y la sensación (nueva para mí entonces, pero por desgracia muy familiar ahora) de que acababa de despertarme con una desagradable resaca y había olvidado y dejado cosas importantes por hacer. Regresé al dormitorio de mi madre, y con las manos temblorosas marqué el número de su móvil, tan deprisa que me equivoqué y tuve que volver a empezar. Pero ella no respondió; saltó el contestador. Le dejé un mensaje («Mamá, soy yo. Estoy preocupado. ¿Dónde estás?») y me senté en la cama, con la cabeza entre las manos. De las plantas inferiores subían olores a comida. Se oían voces indefinidas, golpes abstractos, alguien que abría y cerraba armarios en el piso de al lado. Era tarde; la gente regresaba del trabajo, dejaba el maletín junto a la puerta, saludaba a sus gatos, a sus perros y a sus hijos, y escuchaba las noticias o se preparaba para salir a cenar. ¿Dónde estaba ella? Traté de pensar en todas las razones por las que podía haberse entretenido y no se me ocurrió ninguna, aunque, quién sabía, quizá habían cerrado al tráfico la calle por la que circulaba y no podía regresar a casa. Pero ¿no habría llamado entonces? Quizá se le había caído el móvil al suelo, pensé. O se le había estropeado. O se lo había dado a alguien que lo necesitaba más que ella. La quietud del piso me puso nervioso. El agua gorgoteaba en las cañerías y la brisa hacía repiquetear los estores peligrosamente. Como estaba sentado en su cama sin hacer nada, con la sensación de que tenía que hacer algo, volví a telefonearla y le dejé otro mensaje, y esta vez no logré evitar que me temblara la voz. «Mamá, he olvidado decirte que estoy en casa. Por favor, llámame en cuanto puedas». Luego llamé a su oficina y le dejé un mensaje en el buzón de voz, por si acaso. Sentí cómo una frialdad mortal se extendía por el centro de mi pecho, y regresé al salón. Tras unos minutos allí de pie, me acerqué al tablón de avisos para ver si mi madre me había dejado una nota, aunque sabía muy bien que no era así. De nuevo en el salón, me asomé por la ventana y miré la calle concurrida. ¿Tal vez mi madre había bajado a la tienda de comestibles o a la charcutería, sin querer despertarme? Una parte de mí quería salir a la calle y buscarla, pero era una locura pensar que la vería entre la gente a la hora punta; además, temía que ella llamara y no me encontrara si me iba del piso. Era el momento del cambio de turno de los conserjes. Telefoneé a la planta baja esperando que contestara Carlos (el más anciano y digno de los conserjes) o incluso José, un corpulento y risueño dominicano que era mi favorito. Pero no respondió nadie durante mucho rato, y cuando por fin se oyó una voz, era débil, entrecortada y con acento extranjero. —¿Diga? —¿Está José? —No, no —respondió la voz—. Vuelva a llamar. Caí en la cuenta de que era el asiático de aspecto asustado, con gafas y guantes de goma que se encargaba de encerar los suelos y sacar la basura, y hacía diversos trabajos en el edificio. Los conserjes (que, como yo, no parecían saber cuál era su nombre) lo llamaban «el nuevo», y se quejaban de que la gerencia contratara a un empleado que no hablaba ni inglés ni español. Todo lo que iba mal en el edificio lo atribuían a él: el nuevo no rastrillaba bien los caminos, el nuevo no ponía la correspondencia donde debía ni mantenía el patio tan limpio. —Llame luego —dijo el nuevo, esperanzado. —¡No, espere! —exclamé, cuando el tipo estaba a punto de colgar—. Necesito hablar con alguien. Una pausa de confusión. —Por favor, ¿no hay nadie más? Es una emergencia. —Está bien —dijo la voz con cautela, con un tono que invitaba a seguir hablando que me infundió esperanzas. Lo oía respirar ruidosamente en el silencio. —Soy Theo Decker, del séptimo C. Le he visto muchas veces en la portería. Mi madre no ha vuelto a casa y no sé qué hacer. Se hizo un silencio largo, desconcertado. —Séptimo C —repitió, como si fuera la única parte de la frase que había entendido. —Mi madre —repetí—. ¿Dónde está Carlos? ¿Hay alguien con usted? —Lo siento. Gracias —respondió en un tono asustado, y colgó. Yo también colgué en un estado de gran agitación y, tras quedarme unos minutos parado en mitad del salón, me acerqué al televisor y lo encendí. La ciudad era un auténtico caos; habían cerrado los puentes que llevaban a los distritos de la periferia, lo que explicaba por qué Carlos y José no habían acudido a trabajar, pero no vi nada que explicara qué podía retener a mi madre. En la pantalla salió un número de teléfono, para preguntar sobre los desaparecidos. Lo copié en un pedazo de periódico y decidí que si en media hora mi madre no había vuelto a casa, llamaría. Después de apuntar el número me sentí mejor. Por alguna razón estaba seguro de que, solo por el hecho de apuntarlo, ella entraría como por arte de magia por la puerta. No obstante, transcurrieron cuarenta y cinco minutos, una hora, y ella seguía sin aparecer. Al final me vine abajo y marqué el número (paseándome por la habitación, sin apartar la vista del televisor mientras esperaba que alguien contestara; todo el tiempo que me tuvieron esperando pusieron anuncios de colchones y equipos estéreos, con envío rápido y gratuito a domicilio y sin necesidad de tarjeta de crédito). Al final respondió una mujer que era todo profesionalidad. Apuntó el nombre de mi madre y mi teléfono, y dijo que mi madre no estaba «en su lista», pero que me llamarían si aparecía su nombre. Hasta que colgué no se me ocurrió preguntar a qué clase de lista se refería; y después de un tiempo indefinido de desazón recorriendo las cuatro habitaciones en un torturante círculo, abriendo cajones, cogiendo libros de los estantes y poniéndolos de nuevo en su sitio, encendiendo el ordenador de mi madre y viendo todo lo que encontré en una búsqueda de Google (o sea, nada), llamé de nuevo para preguntar. —No figura entre los muertos —respondió la segunda mujer con la que hablé, con un tono extrañamente normal—. Ni entre los heridos. Sentí alivio. —¿Entonces está bien? —Lo que estoy diciendo es que no tenemos información. ¿Ya nos ha facilitado su número de teléfono para que podamos llamarlo? —Sí, me han dicho que me llamarían. «Entrega e instalación gratuitas —decían en la televisión—. Asegúrese y consulte nuestra financiación de seis meses gratis». —Buena suerte entonces —dijo la mujer, y colgó. La quietud que reinaba en el piso era antinatural; ni siquiera el alto volumen del televisor logró romperla. Había veintiún muertos y «muchos más» heridos. En vano traté de tranquilizarme con esa cifra. Veintiuna personas no eran tantas, ¿no? Eran pocas en una sala de cine o en un autobús; y en mi clase de inglés éramos tres menos. Pero pronto empezaron a asaltarme nuevas dudas y temores, e hice todo lo posible por quedarme en casa y no salir gritando su nombre. Por mucho que quisiera salir a la calle a buscarla, sabía que no debía moverme de allí. Se suponía que teníamos que reunirnos en el piso, ese era el trato, el inflexible acuerdo al que habíamos llegado desde que en primaria me habían mandado a casa con un cuaderno de actividades titulado «Cómo prepararse para una catástrofe», en el que aparecían unos dibujos de hormigas con mascarillas antipolvo reuniendo suministros y preparándose para una emergencia no especificada. Yo había hecho los crucigramas y contestado los necios cuestionarios («¿Cuál es la ropa más adecuada para el paquete de suministros en caso de catástrofe? A. Un bañador. B. Varias capas de ropa. C. Falda de rafia. D. Papel de plata») y con mi madre había diseñado un plan familiar en caso de catástrofe. Era sencillo: nos encontraríamos en casa, y si uno de los dos no podía llegar, telefonearía. Pero transcurría el tiempo y el teléfono no sonaba; en las noticias la cifra de muertos se elevó a veintidós y luego a veinticinco, así que marqué de nuevo el número de emergencias de nuestro municipio. —Sí —dijo la mujer que atendió la llamada con un tono irritantemente sereno—. Veo que ya ha telefoneado antes, porque lo tenemos en nuestra lista. —Pero… ¿no podría estar en el hospital o algo así? —Sí, pero me temo que no puedo confirmárselo. ¿Cómo ha dicho que se llama? ¿Quiere hablar con uno de nuestros asesores psicológicos? —¿A qué hospital están llevando a los heridos? —Lo siento, no puedo… —¿Al Beth Israel? ¿Al Lenox Hill? —Mire, depende del tipo de heridas. Estamos viendo traumas oculares, quemaduras y toda clase de heridas. Están operando a gente por toda la ciudad… —¿Qué hay de las personas que han declarado muertas hace solo unos minutos? —Escuche, le entiendo y me gustaría ayudarle, pero me temo que no hay ninguna Audrey Decker en mi lista. Paseé la mirada por el salón hasta detenerla en el libro que estaba leyendo mi madre (Jane y Prudence, de Barbara Pym), boca abajo en el respaldo del sofá. Una de sus rebecas finas colgaba del brazo del sillón. Las tenía en todos los colores; esa era azul pálido. —Debería venir al Armory. Han montado un punto de reunión para las familias, y hay comida y café en abundancia, y personas con las que hablar. —Lo que le pregunto es si hay muertos que aún no han identificado. O heridos. —Escuche, entiendo su preocupación. Créame, quisiera ayudarle, pero no puedo. Le llamaremos en cuanto tengamos alguna información concreta. —¡Necesito encontrar a mi madre! ¡Por favor! Lo más probable es que esté en algún hospital. ¿No puede indicarme dónde puedo buscarla? —¿Cuántos años tiene usted? —me preguntó la mujer con recelo. Después de un desconcertado silencio, colgué. Por unos instantes me quedé mirando el teléfono; me sentía aliviado pero también culpable, como si hubiera volcado algún objeto y se hubiera hecho añicos. Cuando bajé la vista hacia mis manos y vi que temblaban, me chocó de un modo impersonal, como si advirtiera que se me había agotado la batería del iPod o que hacía mucho rato que no comía. Nunca había pasado tanto tiempo sin ingerir nada, salvo cuando tenía gripe intestinal. De modo que fui a la nevera y encontré restos de lo mein de la noche anterior; los engullí de pie, vulnerable y expuesto al resplandor de la bombilla del techo. También había huevo fu yung con arroz, pero se lo dejé a mi madre por si tenía hambre cuando llegara. Era casi medianoche; pronto sería demasiado tarde para que ella telefoneara e hiciera un pedido. Cuando terminé, lavé el tenedor y las tazas de café de esa mañana, y pasé la bayeta por la encimera, para que mi madre no tuviera que hacer nada cuando llegara a casa; se sentiría satisfecha cuando viera que había recogido la cocina, me dije con firmeza. También se sentiría satisfecha (o al menos eso pensé) cuando se enterara de que había rescatado su cuadro. Quizá se enfadara. Pero se lo explicaría. Según la televisión, ya se sabía quiénes eran los responsables de la explosión: grupos que en las noticias tan pronto llamaban «extremistas de ultraderecha» como «una banda de terroristas autóctonos». Habían trabajado para una compañía de mudanzas y almacenaje; con la ayuda de empleados cómplices del museo habían ocultado los explosivos dentro de los huecos de las plataformas que sostenían los expositores de la tienda del museo, donde se exhibían los libros de arte y las postales. Varios de los perpetradores estaban muertos; otros habían sido detenidos y el resto había huido. Estaban repasando los detalles con bastante minuciosidad, si bien ya era demasiado para que yo lo asimilara. Empecé a pelearme con el cajón de la cocina que se había quedado atascado mucho antes de que mi padre se marchara; en él no había nada aparte de moldes de galletas, viejos pinchos de fondue y ralladores de limón que nunca utilizábamos. Ella llevaba más de un año buscando a alguien que se lo arreglara (junto con un pomo roto, un grifo que goteaba y media docena de otros incordios). Cogí el cuchillo de la mantequilla y, deslizándolo por los bordes del cajón, hice palanca con cuidado de no desportillar aún más la pintura. La fuerza de la explosión seguía resonándome en los huesos, como un eco interior del pitido en los oídos; pero lo peor era que todavía olía a sangre, notaba en la boca su sabor a sal y metal. (La olería durante días, aunque entonces no lo sabía). Mientras forcejeaba con el cajón, me pregunté si debía telefonear a alguien, y, en tal caso, a quién. Mi madre era hija única. Y aunque tenía unos abuelos todavía vivos —mi abuelo paterno y la madrastra de mi padre, en Maryland—, no sabía cómo ponerme en contacto con ellos. La relación entre mi padre y su madrastra, Dorothy, una inmigrante de Alemania Oriental que había limpiado oficinas para ganarse la vida hasta que se casó con mi abuelo, no eran muy corteses. (Mi padre, que siempre había sido un gran mimo, hacía una divertida y cruel imitación de Dorothy: una especie de hausfrau que funcionaba a pilas, todo labios apretados y movimientos bruscos, con un acento como el de Curd Jürgens en La batalla de Inglaterra). Pero aunque a mi padre no le gustaba demasiado Dorothy, su principal enemigo era el abuelo Decker: un hombre alto y grueso de aspecto aterrador con las mejillas coloradas y el pelo negro (creo que teñido) que llevaba trajes a cuadros llamativos y chalecos, y creía en los azotes con cinturón a los niños para disciplinarlos. «No fue nada fácil», esa era la primera frase que yo relacionaba con el abuelo Decker, así como haberle oído decir a mi padre: «Vivir con ese cabrón no fue nada fácil» y «Créeme, la hora de la cena no era nada fácil en casa». Yo solo había coincidido con ellos un par de veces en mi vida, en situaciones cargadas de tensión durante las cuales mi madre, con el abrigo puesto y el bolso en el regazo, se echaba hacia delante en el sofá, y todos sus valientes esfuerzos por entablar conversación tropezaban y se hundían en arenas movedizas. Lo que mejor recordaba eran las sonrisas forzadas, el intenso olor a tabaco de pipa con aroma a cereza y la advertencia no muy amistosa del abuelo Decker de que apartara mis sucias zarpas de su tren en miniatura (un pueblo alpino que ocupaba toda una habitación de su casa y que, según él, valía decenas de miles de dólares). Yo había logrado doblar la hoja del cuchillo —uno de los pocos cuchillos buenos de mi madre, el de plata que había pertenecido a su madre— al clavarlo con demasiada fuerza por el lado del cajón atascado. Traté de doblarlo en sentido contrario, volcándome en cuerpo y alma en la tarea, y mordiéndome el labio, ya que no paraba de tener desagradables visiones del día. Apartarlo de mi mente era como intentar no pensar en un elefante blanco. No podías pensar en otra cosa. Inesperadamente el cajón se abrió. Contemplé el batiburrillo que había en él: pilas oxidadas, un rallador de queso roto, moldes de galletas que mi madre no había utilizado desde que yo era pequeño, junto con viejos menús de Viand and Shun Lee Palace y Delmonico. Dejé el cajón abierto de par en par para que fuera lo primero que ella viera cuando entrara, luego me acerqué al sofá y, envuelto en una manta, me recosté en él de tal modo que pudiera ver bien la puerta de entrada. La mente me daba vueltas describiendo círculos. Durante largo rato estuve tiritando con los ojos rojos ante el resplandor del televisor, mientras las sombras azules se encendían y se apagaban de forma inquietante. En realidad no había novedades; continuamente pasaban las mismas tomas nocturnas del museo (donde a esas alturas parecía reinar la normalidad si no fuera por la cinta amarilla policial que seguía extendida sobre la acera, los guardias armados apostados frente a la puerta y los jirones de humo elevándose del tejado hacia el cielo iluminado por reflectores). ¿Dónde estaba ella? ¿Por qué no había vuelto aún a casa? Tendría una buena razón; le quitaría importancia, y luego todo lo que me había preocupado me parecería una tontería. Para apartar a mi madre de la mente me concentré en la entrevista que habían realizado a un conservador del museo hacía unas horas y que volvían a transmitir. El hombre, que iba con chaqueta de tweed y pajarita, y llevaba gafas, hablaba visiblemente afectado de lo vergonzoso que era que no permitieran entrar a los especialistas del museo para ocuparse de las obras de arte. «Sí, entiendo que es la escena del crimen —decía—, pero esos cuadros son muy sensibles a los cambios en la temperatura o a la calidad del aire. Podrían haber sufrido desperfectos con el agua, las sustancias químicas o el humo. Quizá estén deteriorándose mientras hablamos. Es de vital importancia que autoricen la entrada de los conservadores y los comisarios de las exposiciones en las áreas más cruciales para evaluar lo antes posible los daños». De pronto sonó el teléfono con unos timbrazos demasiado fuertes, como un despertador sacándome del peor sueño de mi vida. La oleada de alivio fue indescriptible. Tropecé y casi caí de bruces al suelo cuando me precipité a contestarlo. Estaba seguro de que era mi madre, pero al ver quién llamaba me quedé helado: era del Departamento de Servicios Sociales para la Infancia y la Familia del estado de Nueva York. El Departamento de… ¿qué? Tras un instante de confusión, descolgué el auricular. —¿Diga? —Hola —dijo una voz apagada y de una gentileza casi espeluznante—. ¿Con quién hablo? —Con Theodore Decker —respondí sorprendido—. ¿Quién es usted? —Hola, Theodore. Me llamo Marjorie Beth Weinberg y soy asistenta social del Departamento de Servicios Sociales para la Infancia y la Familia. —¿Qué pasa? ¿Llama por mi madre? —¿Eres el hijo de Audrey Decker? —¡Mi madre! ¿Dónde está mi madre? ¿Está bien? Se hizo un largo silencio…, espantoso. —¿Qué ocurre? —grité—. ¿Dónde está mi madre? —¿Estás con tu padre? ¿Puedo hablar con él? —No puede ponerse al teléfono. ¿Qué sucede? —Lo siento, pero es un asunto urgente. Es muy importante que hable con tu padre ahora mismo. —¿Qué le ha pasado a mi madre? —pregunté levantándome—. ¡Por favor! ¡Solo dígame dónde está! ¿Qué ha pasado? —No estás solo, ¿verdad, Theodore? ¿Hay algún adulto contigo? —No, han salido a tomar un café —dije recorriendo la habitación con una mirada frenética. Unas zapatillas de ballet torcidas debajo de una silla. Jacintos morados en una maceta envuelta en papel de plata. —¿Tu padre también? —No, está dormido. ¿Dónde está mi madre? ¿Está herida? ¿Qué ha ocurrido? —Lo siento pero tengo que pedirte que despiertes a tu padre, Theodore. —¡No! ¡No puedo! —Me temo que es muy importante. —¡No puede ponerse al teléfono! ¿Por qué no puede decirme simplemente qué pasa? —Está bien. Si tu padre no puede ponerse, quizá sea mejor que te deje mi número. —La voz, si bien suave y compasiva, me recordó la del ordenador Hal en 2001: Odisea en el espacio—. Por favor, dile que se ponga en contacto conmigo lo antes posible. Es realmente importante que me devuelva la llamada. Cuando colgué, me quedé muy quieto durante largo rato. Según el reloj de la cocina, que podía ver desde donde estaba, eran las tres menos cuarto de la madrugada. Nunca había estado solo y despierto a esa hora. La sala de estar —en general espaciosa y acogedora, rebosante de la presencia de mi madre— se había convertido en un lugar hostil, frío y anodino como un apartamento de playa en invierno: telas precarias, alfombra de sisal áspera, pantallas de papel de Chinatown y sillas demasiado pequeñas y ligeras. Todo el mobiliario parecía frágil, colocado de puntillas con nerviosismo. Notaba cómo me palpitaba el corazón, oía los chasquidos, crujidos y zumbidos del enorme y anciano edificio que dormía profundamente a mi alrededor. Todos dormían. Incluso las distantes bocinas y el traqueteo de los camiones que de vez en cuando pasaban por la calle Cincuenta y siete parecían débiles e inciertos, y tan solitarios como si llegaran de otro planeta. El cielo nocturno no tardaría en volverse azul oscuro; el primer destello frío y delicado de la luz de una mañana de abril entraría con sigilo en la habitación. Los camiones de la basura pasarían con estruendo por la calle; los pájaros cantores de la primavera empezarían a trinar en el parque; en los dormitorios de todas las casas sonarían los despertadores. Colgados de la parte trasera de furgonetas unos tipos gruesos lanzarían paquetes de The Times y The Daily News frente a los quioscos. Madres y padres de toda la ciudad, en ropa interior y albornoz, y con el pelo alborotado, se pasearían por sus casas arrastrando los pies mientras preparaban el café, tostaban el pan y despertaban a sus hijos para ir al colegio. ¿Y qué haría yo? Una parte de mí estaba inmóvil, paralizada de la desesperación, como esas ratas de los experimentos de laboratorio que pierden la esperanza y se tumban en el laberinto para morir de inanición. Traté de poner en orden mis pensamientos. Durante un rato casi me pareció que si me quedaba quieto el tiempo suficiente y esperaba, todo se arreglaría. Estaba tan agotado que los objetos del piso se tambaleaban; alrededor de la lámpara de mesa brillaban halos y la cenefa de la pared parecía vibrar. Cogí el listín de teléfonos; lo dejé. Me aterraba la idea de llamar a la policía. Además, ¿qué podrían hacer ellos? Sabía por la televisión que había que esperar veinticuatro horas para dar por desaparecida a una persona. Acababa de convencerme de que debía ir al centro de la ciudad para buscarla, aunque fuera en mitad de la noche, y que se fuera al infierno nuestro plan familiar en caso de catástrofe, cuando un timbrazo ensordecedor (la puerta) hizo añicos el silencio y el corazón me dio un vuelco de alegría. Me precipité hacia la puerta, derrapando atolondrado, y traté torpemente de abrirla. —¿Mamá? —grité, corriendo el cerrojo superior y abriéndola con gran estrépito de par en par…, y acto seguido se me cayó el alma a los pies desde una altura de seis pisos. En el umbral había dos personas que no había visto en mi vida: una mujer coreana rolliza, con el pelo corto y de punta, y un tipo hispano con camisa y corbata que se parecía mucho a Luis de Barrio Sésamo. No había nada amenazador en ninguno de ellos, al contrario: eran tranquilizadoramente achaparrados y de mediana edad, e iban vestidos como una pareja de maestros sustitutos. Pero aunque ambos tenían una expresión amable, en cuanto los vi comprendí que mi vida, tal como la conocía, había terminado. 3 Park Avenue I Los asistentes sociales me indicaron que me sentara en la parte trasera de su utilitario y me llevaron a un restaurante del centro que había cerca de su oficina, un lugar de falsa opulencia lleno de espejos biselados y arañas de luces baratas de Chinatown. En cuanto nos acomodamos en el reservado (ellos dos a un lado, yo enfrente), sacaron de los maletines sus tablillas con sujetapapeles y sus bolígrafos, e intentaron persuadirme para que desayunara algo mientras ellos se bebían un café a sorbos y me hacían preguntas. Fuera todavía estaba oscuro; la ciudad despertaba. No recuerdo que me echara a llorar o que comiera, aunque después de tantos años todavía huelo los huevos revueltos que pidieron para mí; el recuerdo de ese plato abundante del que se elevaba humo aún me provoca nudos en el estómago. El comedor estaba casi vacío. Detrás del mostrador, los camareros amodorrados vaciaban cajas de panecillos y bollos. En un reservado cercano se apiñaba un lánguido grupo de chicos recién salidos de una discoteca, con el lápiz de ojos corrido. Recuerdo que los miré fijamente en un intento desesperado de atraer su atención; un chico sudoroso con una chaqueta estilo mandarín, una chica desaliñada con mechones rosas. También había una anciana muy maquillada y con un abrigo de pieles demasiado grueso para esa época del año, sentada sola en la barra y comiéndose un pedazo de tarta de manzana. Los asistentes sociales —que hicieron todo menos zarandearme y chasquear los dedos en mi cara para que los mirara— parecían comprender mi reticencia a asimilar lo que intentaban decirme. Se turnaron para inclinarse sobre la mesa y repetir lo que yo no quería oír. Mi madre había muerto. Unos cascotes que volaban por los aires le habían golpeado la cabeza. Había muerto en el acto. Lamentaban ser ellos los que me dieran la noticia, eso era lo peor de su trabajo, pero necesitaban que yo entendiera lo ocurrido. Mi madre estaba muerta y su cuerpo se encontraba en el hospital de Nueva York. ¿Lo entendía? —Sí —respondí en el largo silencio que siguió cuando me di cuenta de que esperaban que dijera algo. Su torpe e insistente uso de las palabras «muerta» y «cuerpo» no casaba con su tono razonable, su formal atuendo de poliéster, el pop latino que sonaba por la radio y los llamativos letreros que había detrás del mostrador («Batido de frutas frescas», «Diet Delite», «¡Pruebe nuestra hamburguesa de pavo!»). —¿Fritas? —nos preguntó el camarero cuando apareció junto a la mesa sosteniendo en alto una gran fuente de patatas fritas. Los asistentes sociales se sobresaltaron; el hombre (solo me dieron sus nombres de pila; él se llamaba Enrique) dijo algo en español y señaló unas mesas más allá, donde los chicos discotequeros le hacían gestos. Sentado en estado de shock y con los ojos enrojecidos frente al plato de huevos revueltos que se enfriaba rápidamente, apenas podía comprender los aspectos más prácticos de mi situación. A la luz de lo ocurrido, las preguntas sobre mi padre parecían tan fuera de lugar que me costó comprender por qué no paraban de preguntar por él de un modo tan insistente. —Entonces, ¿cuándo fue la última vez que lo viste? —preguntó la mujer coreana, que me había pedido varias veces que la llamara por su nombre de pila. (Por más que lo intento no consigo recordarlo ahora, aunque todavía veo sus rechonchas manos entrelazadas sobre la mesa y el inquietante color de su esmalte de uñas, de un plateado ceniza entre lavanda y azul). —¿Cuánto calculas, más o menos? —insistió el tal Enrique. —Nos basta con una fecha aproximada —terció la señora coreana—. ¿Cuándo dirías que lo viste por última vez? —Humm… —respondí, pues pensar suponía un esfuerzo—, ¿el pasado otoño? La muerte de mi madre todavía me parecía un error que podía rectificarse de algún modo si me recobraba y cooperaba con esas personas. —¿Octubre? ¿Septiembre? —insistió ella con suavidad cuando no respondí. Me dolía tanto la cabeza que cada vez que la volvía me entraban ganas de llorar, aunque ese era el último de mis problemas. —No lo sé. Después de que comenzara el colegio. —¿Dirías entonces que en septiembre? —preguntó Enrique alzando la vista mientras anotaba algo en su tablilla con sujetapapeles. Era un tipo de aspecto duro que parecía incómodo con traje y corbata, como un entrenador de deporte que se ha engordado, pero su voz transmitía la sensación de control del mundo de los negocios: sistemas de archivo, moqueta industrial y atención permanente al público en el barrio de Manhattan. —¿No has hablado ni tenido contacto con él desde entonces? —¿Sabes de algún amigo íntimo o colega que pueda decirnos cómo localizarlo? —preguntó la mujer coreana, echándose hacia delante con aire maternal. La pregunta me sorprendió. No conocía a semejante persona. La sola insinuación de que mi padre tuviera amigos íntimos (y no digamos «colegas») reflejaba una incomprensión tan profunda de su personalidad que no supe qué responder. Solo una vez que retiraron los platos, en la tensa tregua de después de comer durante la cual nadie se levantó para irse, caí en la cuenta de adónde querían llegar con todas esas preguntas en apariencia irrelevantes acerca de mi padre, mis abuelos Decker (en Maryland, no recordaba la ciudad, en alguna urbanización semirrural situada detrás de un Home Depot) y mis tíos inexistentes. Yo era un menor de edad sin tutor. Tenía que abandonar de inmediato mi casa (o «entorno», como lo llamaban ellos sin cesar). Hasta que se pusieran en contacto con mis abuelos paternos, el municipio tomaría cartas en el asunto. —Pero ¿qué van a hacer conmigo? —pregunté por segunda vez, echándome hacia atrás en mi silla con una nota de pánico en la voz. Todo había parecido muy informal cuando yo había apagado el televisor y había salido con ellos del piso, supuestamente para tomar algo. Nadie había dicho una palabra de sacarme de mi casa. Enrique miró su tablilla. —Bueno, Theo… —Los dos pronunciaban mal mi nombre, como si fuera Teo—, eres un menor que necesita de asistencia inmediata. Tendremos que ponerte bajo alguna clase de tutela de urgencia. —¿Tutela? —La palabra me revolvió el estómago; iba asociada a salas de tribunal, dormitorios cerrados con llave y pistas de baloncesto cercadas con alambre de púas. —Bueno, digamos que al cuidado de alguien. Y solo hasta que tu abuelo y tu abuela… —Espere —lo interrumpí, abrumado ante la rapidez con que las cosas escapaban a mi control, al percibir en su forma de pronunciar «abuelo» y «abuela» una presunción errónea de afecto y confianza. —Solo serán medidas temporales hasta que hablemos con ellos —repuso la mujer coreana, inclinándose hacia mí. El aliento le olía a caramelo de menta con un toque de ajo. —Somos conscientes de lo triste que debes de estar, pero no tienes por qué preocuparte. Nuestro trabajo es protegerte hasta que nos pongamos en contacto con personas que te quieren y se preocupan por ti, ¿de acuerdo? Era demasiado terrible para ser cierto. Me quedé mirando las dos caras desconocidas que tenía frente a mí, cetrinas a la luz artificial. La sola idea de que el abuelo Decker y Dorothy eran personas que se preocupaban por mí era absurda. —Pero ¿qué va a ser de mí? —La cuestión principal es que estás en situación de ser acogido; por alguien que trabajará codo con codo con los Servicios Sociales en un plan de atención para ti. Sus esfuerzos conjuntos para tranquilizarme —su voz serena y su expresión compasiva y razonable— no hacían sino aumentar mi desesperación. —¡Basta! —grité, apartándome con brusquedad de la mujer coreana cuando trató de cogerme la mano en un gesto cariñoso. —Mira, Teo. Deja que te lo explique. Nadie está hablando de llevarte a un centro de detención de menores o un reformatorio… —Entonces, ¿qué? —Tutela temporal. Solo significa que te llevaremos a un lugar seguro, con personas que actuarán como tus tutores en nombre del Estado… —¿Y si no quiero ir? —repliqué, tan fuerte que la gente se volvió para mirarme. —Escucha —dijo Enrique, recostándose en el asiento y pidiendo más café por señas—. El municipio dispone de hogares de acogida certificados para los jóvenes en situación de crisis que los necesiten. Son lugares excelentes. Y en estos momentos es una de las opciones que estamos contemplando, porque en casos como el tuyo… —¡Yo no quiero ir a un hogar de acogida! —Claro que no quieres —terció la chica de pelo rosa en voz muy alta desde la mesa de al lado. Últimamente el New York Post no publicaba más que noticias sobre Johntay y Keshawn Divens, los gemelos de once años que habían sido violados por su padre de acogida y casi muerto de hambre en los alrededores de Morningside Heights. Enrique fingió no oírlo. —Mira, estamos aquí para ayudarte —continuó, entrelazando de nuevo las manos encima de la mesa—. También consideraremos otras alternativas, siempre que sean lugares seguros para ti y satisfagan tus necesidades. —¡No me han dicho que no podría volver al piso! —Bueno, las oficinas municipales están desbordadas… Sí, gracias —dijo volviéndose hacia la camarera que se había acercado para llenarle la taza—. Pero a veces es posible tomar otras medidas si obtenemos aprobación provisional, sobre todo en un caso como el tuyo. —Lo que mi compañero quiere decir —terció la mujer coreana, tamborileando con la uña en la formica para atraer mi atención— es que tu ingreso en el sistema no es inamovible si tienes a alguien con quien quedarte un tiempo. O viceversa. —¿Un tiempo? —repetí. Era la única parte de la frase que había asimilado. —Quiero decir que quizá podríamos llamar a alguien con quien puedas pasar tranquilamente un par de días. ¿Un profesor quizá? ¿O algún amigo de la familia? De forma espontánea les di el número de teléfono de mi viejo amigo Andy Barbour, el primero que acudió a mi mente, quizá porque era el primero aparte del mío que me había aprendido de memoria. Aunque Andy y yo habíamos sido buenos amigos en primaria (salidas al cine, invitaciones mutuas a dormir, curso de verano en Central Park para aprender a utilizar un mapa y una brújula), todavía no sé por qué fue el primer nombre que me salió de la boca. Nos habíamos distanciado al comenzar el instituto y casi no lo había visto en los últimos meses. —¿Barbour con u? —preguntó Enrique mientras escribía su nombre—. ¿Quiénes son? ¿Amigos? Sí, respondí. Los conocía prácticamente de toda la vida. Los Barbour vivían en Park Avenue, y Andy era mi mejor amigo desde tercero. —Su padre tiene un cargo importante en Wall Street —dije, y luego me callé. Acababa de recordar que el padre de Andy había pasado un período incierto en un hospital psiquiátrico de Connecticut a raíz de una «postración nerviosa». —¿Qué hay de la madre? —Mamá y ella son buenas amigas. —(No era del todo cierto; aunque se llevaban muy bien, mi madre distaba de ser lo bastante rica o de tener suficientes contactos para una asidua de las crónicas de sociedad como la señora Barbour). —No, me refiero a qué se dedica. —Obras benéficas —respondí tras un silencio desorientado—. Como la feria de antigüedades del Armory. —Entonces es ama de casa. Asentí, alegrándome de que me proporcionara con tanta facilidad un término que, si bien era cierto desde un punto de vista técnico, no era precisamente el que emplearía alguien que conociera a la señora Barbour para describirla. Enrique firmó con una floritura. —Miraremos de arreglarlo. No te prometemos nada —añadió, cerrando el bolígrafo con un clic y prendiéndoselo de nuevo en el bolsillo—, pero quizá podamos dejarte en su casa las próximas horas, si es con ellos con quienes quieres estar. Se levantó del reservado y salió. A través de la cristalera lo vi pasear por la acera mientras hablaba por el móvil, tapándose el otro oído con un dedo. Luego marcó otro número e hizo una llamada mucho más corta. Pasamos por mi piso un momento —menos de cinco minutos, lo justo para que yo recogiera la cartera del colegio y algo de ropa de forma impulsiva y poco meditada—, y, sentado de nuevo en el asiento trasero del coche («¿Te has puesto el cinturón?»), apoyé la mejilla en el frío cristal de la ventanilla y observé cómo cambiaban los semáforos por el desierto cañón de Park Avenue al amanecer. Andy vivía entre las calles Sesenta y seis y Sesenta y nueve, en uno de los grandes edificios blancos de Park con un vestíbulo sacado de una película de Dick Powell y conserjes que eran en su mayoría irlandeses. Todos llevaban allí desde siempre, y dio la casualidad de que yo recordaba al tipo que nos recibió en la puerta: Kenneth, el vigilante de medianoche. Más joven que la mayoría de los demás conserjes, de una palidez mortal y mal afeitado, a veces tenía la mente un poco espesa por trabajar de noche. Aunque era agradable —en ocasiones nos había arreglado una pelota de fútbol a Andy y a mí, y nos daba consejos amigables sobre cómo lidiar con los bravucones del colegio—, en el edificio era conocido por tener un pequeño problema con la bebida; cuando se hizo a un lado para dejarnos cruzar las grandes puertas y me lanzó la primera de las numerosas miradas de compasión que recibiría en los meses siguientes, reconocí el olor amargo de la cerveza y el sueño que destilaba su ser. —Les están esperando —dijo a los asistentes sociales—. Suban. II Fue el señor Barbour quien abrió la puerta; primero un resquicio y acto seguido de par en par. —Buenos días, buenos días —dijo retrocediendo. El señor Barbour tenía un aspecto un poco peculiar, cierta palidez plateada, como si los tratamientos en la «clínica para abollados» (como él la llamaba) de Connecticut lo hubieran dejado incandescente; sus ojos eran de un extraño gris cambiante, y su pelo, completamente blanco, le hacía más mayor, hasta que advertías que su cara era joven y tersa, incluso infantil. Sus mejillas rosadas y su larga nariz anticuada, en combinación con el pelo prematuramente blanco, le conferían el afable aspecto de un padre fundador menor, un miembro secundario del Congreso Continental teletransportado al siglo XXI. Daba la impresión de llevar la misma ropa del día anterior en la oficina: una camisa de vestir arrugada y unos pantalones de aspecto caro que parecía haber recogido con prisas del suelo del dormitorio. —Pasen —dijo con rapidez, frotándose los ojos con el puño—. Hola, querido —añadió, dirigiéndose a mí, y viniendo de él el «querido», me chocó aun en mi estado desorientado. Descalzo, nos precedió sin hacer ruido por el vestíbulo de mármol. Más allá, en el salón lujosamente decorado (todo chintz satinado y jarrones chinos), no parecía ser por la mañana sino medianoche: lámparas con pantallas de seda que daban una luz muy tenue, cuadros grandes y oscuros de batallas navales, y cortinas corridas para impedir que entrara el sol. Allí, junto al pequeño piano de cola y un ramo de flores del tamaño de un cajón de embalaje, estaba la señora Barbour con una bata que arrastraba por el suelo, sirviendo café en tazas sobre una bandeja de plata. Al volverse para saludarnos, advertí cómo los asistentes sociales abarcaban con la mirada la estancia y a continuación a ella. La señora Barbour provenía de una familia de la alta sociedad con un apellido holandés de solera, y era tan fría, rubia y monótona al hablar que a veces daba la impresión de haber perdido parte de la sangre. Era el súmmum de la compostura; nada la alteraba o la contrariaba jamás, y si bien no era guapa, su serenidad poseía la magnética atracción de la belleza, una inmovilidad tan poderosa que las moléculas se recolocaban alrededor de ella cuando entraba en una habitación. Como un diseño de moda que cobra vida, las cabezas se volvían cuando ella pasaba distraída, sin parecer advertir la turbulencia que creaba a su paso; tenía los ojos separados, las orejas pequeñas y altas, muy pegadas a la cabeza, y la silueta delgada y de cintura baja de una elegante comadreja. (Andy también tenía esos rasgos pero en proporciones poco armoniosas, sin el sensual garbo de su madre). En el pasado, su reserva (o frialdad, según como se mirara) a veces me había incomodado, pero esa mañana agradecí su sangre fría. —Hola. Te pondremos en el mismo dormitorio que Andy —me dijo, sin andarse con rodeos—. Pero me temo que él aún no se ha levantado. Si quieres echarte un rato puedes hacerlo en la habitación de Platt. —Platt era el hermano mayor de Andy, que estudiaba fuera—. Sabes dónde está, ¿verdad? Respondí que sí. —¿Tienes hambre? —No. —Bien. Si hay algo que podamos hacer por ti, dínoslo. Yo era consciente de que todos me miraban. Me iba a estallar la cabeza. En el ojo de buey con espejo que había encima de la cabeza de la señora Barbour veía toda la escena reproducida a una extraña escala en miniatura: los jarrones chinos, la bandeja de café, los asistentes sociales con aire incómodo… Al final el señor Barbour rompió el encanto. —Ven, vamos a instalarte —dijo poniéndome una mano en el hombro y conduciéndome con firmeza hacia la puerta—. No, vuelve…, a popa, a popa. Por aquí. La única vez que había estado con Andy en la habitación de Platt varios años atrás, él —que era campeón de lacrosse y un poco psicópata— nos había amenazado con darnos una paliza. Cuando vivía en su casa, se pasaba el día encerrado allí (Andy me dijo que fumaba porros). Ahora que estaba en Groton, todos sus pósters habían desaparecido y la habitación estaba muy limpia y vacía. Había pesas sueltas, montones de viejos números de National Geographic y una pecera vacía. El señor Barbour parloteaba mientras abría y cerraba cajones. —Veamos qué tenemos aquí. Sábanas… y más sábanas. Me temo que nunca había entrado aquí, espero que me disculpes… Ah. ¡Bañadores! No los necesitaremos esta mañana, ¿verdad? Revolviendo en un tercer cajón, por fin sacó un pijama de franela con la etiqueta todavía colgando. Era tan feo, con un estampado de renos sobre azul eléctrico, que no me extrañaba que Platt nunca lo hubiera estrenado. —Bueno, te dejo —añadió, pasándome una mano por el pelo y mirando hacia la puerta, ansioso—. Por Dios, qué horrible es todo lo que ha ocurrido. Debes de sentirte fatal. No hay nada en el mundo como un buen sueño reparador. —Y, escudriñándome, añadió—: ¿Estás cansado? ¿Lo estaba? Me notaba totalmente desvelado, y sin embargo me sentía tan atontado y aislado que era casi como si estuviera en coma. —¿O prefieres estar acompañado? ¿Quieres que encienda la chimenea en la otra habitación? Dime qué quieres. Al oír esa pregunta sentí una brusca oleada de desesperación, porque pese a lo mal que me encontraba, él no podía hacer nada por mí, y a juzgar por su cara, él también lo sabía. —Estaremos en la habitación de al lado si nos necesitas. Bueno, yo me iré a trabajar dentro de un rato, pero habrá alguien… —Su pálida mirada se paseó por la habitación antes de volver a posarse en mí—. Puede que no sea lo más correcto, pero, dadas las circunstancias, no veo nada malo en servirte lo que mi padre llamaba un traguito. Si quisieras uno. —Y al advertir mi confusión se apresuró a añadir—: Que, por supuesto, no es el caso. No es lo apropiado. No importa. Se acercó más a mí y durante un incómodo momento pensé que iba a tocarme o abrazarme. Pero solo juntó las manos y se las frotó. —En fin, estamos encantados de tenerte con nosotros y espero que te sientas como en casa. Si necesitas algo nos lo dirás, ¿verdad? Acababa de salir cuando oí unos susurros al otro lado de la puerta. Luego llamaron con unos golpecitos. —Alguien quiere verte —dijo la señora Barbour, y se retiró. Andy entró muy despacio, parpadeando y manoseando sus gafas. Era evidente que lo habían despertado y sacado de la cama. Con un chirrido de muelles, se sentó a mi lado en el borde de la cama de Platt y no me miró a mí sino a la pared de enfrente. Se aclaró la voz y se deslizó las gafas por el puente de la nariz. Siguió un gran silencio. El radiador vibraba y zumbaba con apremio. Sus padres habían salido corriendo de la habitación como si se hubiera disparado una alarma. —Uf —me dijo por fin con su extraña voz apagada—. Perturbador. —Sí. Nos quedamos sentados en silencio, codo con codo, mirando las paredes verde oscuro de la habitación de Platt, llenas de cuadrados con celo donde antes había pósters. ¿Qué más se podía decir? III Aún hoy, recordar ese momento me llena de una asfixiante sensación de impotencia. Todo fue horrible. Me ofrecieron refrescos, más jerséis y comida que era incapaz de comer: plátanos, bizcochos, sándwiches, helado. Yo decía sí o no cuando se dirigían a mí, y pasé mucho rato con los ojos fijos en la moqueta para que no vieran que había estado llorando. El piso de los Barbour era enorme para estar en Nueva York, pero se encontraba en una planta baja y entraba muy poca luz, incluso por el lado que daba a Park Avenue. Aunque allí nunca era del todo de noche, o exactamente de día, el resplandor de las lámparas contra el roble pulido creaba el ambiente de seguridad y cordialidad de un club privado. Los amigos de Platt lo llamaban «el estrafalatorio», y mi padre, que había ido a recogerme en un par de ocasiones, se había referido a él como «la Frank E. Campbell», por la funeraria. Sin embargo, yo encontré consuelo en esa sólida y opulenta penumbra de preguerra en la que era fácil refugiarse si no tenías ganas de hablar o de que te miraran. Pasaron a verme varias personas: los asistentes sociales, por supuesto, y un psiquiatra de oficio que me mandaron los del municipio, pero también compañeros de trabajo de mi madre (a algunos de los cuales, como Mathilde, yo había imitado a la perfección para hacerla reír) y muchos amigos de cuando estudiaba en la Universidad de Nueva York y de su época de modelo. Un actor con cierta fama llamado Jed, que a veces pasaba con nosotros el día de Acción de Gracias («Por lo que sé, tu madre era la reina del universo»), y una mujer con un abrigo naranja con un aire punk llamada Kika, que me contó que mi madre y ella, sin blanca en el East Village, habían ofrecido una cena de gran éxito para doce personas (que, entre otras cosas, consistió en nata y azúcar robados de una cafetería, y hierbas arrancadas de la jardinera de un vecino por menos de veinte dólares). Annette —la viuda septuagenaria de un bombero que había sido vecina de mi madre en el Lower East Side— apareció con una caja de galletas de la panadería italiana del barrio, las mismas galletas de mantequilla con piñones que siempre nos llevaba cuando iba a vernos a Sutton Place. Luego estaba Cinzia, nuestra antigua asistenta, que al verme se echó a llorar y me pidió una foto de mi madre para guardarla en la billetera. Si esas visitas se alargaban demasiado, la señora Barbour las interrumpía con el pretexto de que yo me cansaba enseguida, pero sospecho que también porque no podía soportar que personas como Cinzia y Kika monopolizaran su salón durante tanto tiempo. Al cabo de unos cuarenta y cinco minutos, entraba en el salón y se quedaba de pie junto a la puerta sin decir una palabra. Y si la visita no pillaba la indirecta, les daba las gracias por venir en voz muy alta, sin faltar a la educación pero de un modo que la gente se daba por aludida y se levantaba. (Su voz, como la de Andy, sonaba apagada e infinitamente lejana; incluso cuando estaba de pie a tu lado, parecía transmitir desde la estrella Alfa Centauri). A mi alrededor la vida familiar continuaba. Todos los días sonaba varias veces el timbre de la puerta: criados, canguros, servicios de comida a domicilio, tutores, el profesor de piano, amigos del colegio de los hermanos pequeños de Andy, señoras de las crónicas de sociedad e individuos con mocasines de borla vinculados a las obras benéficas de la señora Barbour. Por las tardes a menudo pasaban mujeres perfumadas con bolsas de la compra para tomar un café o un té; por las noches, parejas vestidas de etiqueta se reunían antes de cenar con una copa de vino y agua con gas en el salón, donde todas las semanas llegaban ramos de una elegante floristería de Madison Avenue, y en cuya mesa de centro se encontraban expuestos en abanico los últimos números de Architectural Digest y The New Yorker. Si para el señor y la señora Barbour supuso una gran incomodidad que les endilgaran un hijo más, avisándolos con solo unos minutos de antelación, tuvieron la elegancia suficiente de no demostrarlo. La madre de Andy, con sus sobrias joyas y su sonrisa distante —la clase de mujer que no dudaría en llamar al alcalde para pedirle un favor—, parecía funcionar por encima de las restricciones de la burocracia municipal de Nueva York. Aun en medio de mi confusión y dolor, me dio la impresión de que ella lo controlaba todo entre bastidores, poniéndome las cosas más fáciles y protegiéndome de los aspectos más duros de la maquinaria de los servicios sociales y —ahora estoy casi seguro— de la prensa. Las llamadas del teléfono fijo, que no paraba de sonar, eran desviadas a su móvil. Hubo conversaciones susurradas e instrucciones a conserjes. Después de interrumpir uno de los interminables interrogatorios de Enrique sobre el paradero de mi padre —interrogatorios que a menudo me dejaban al borde de las lágrimas; podría haberme bombardeado a preguntas sobre la ubicación de las bases de misiles en Pakistán—, me hizo salir de la habitación y a continuación, en un tono controlado, dio por zanjado el asunto («Bueno, está claro que el chico no sabe dónde está; la madre tampoco lo sabía… Sí, ya sé que a ustedes les gustaría localizarlo, pero salta a la vista que el tipo no quiere que lo encuentren y ha tomado medidas para evitarlo…, no contribuía en la manutención del chico y dejó un montón de deudas, prácticamente huyó de la ciudad sin decir palabra, así que, con franqueza, no estoy segura de qué pretenden conseguir poniéndose en contacto con ese progenitor estelar y ciudadano ejemplar y, sí, sí, todo eso está muy bien, pero si ni los acreedores ni su agencia son capaces de dar con él, no estoy segura de qué se gana con este continuo acoso al chico. ¿Podemos acordar que se ponga fin a esto?»). Ciertos elementos de la ley marcial impuesta a raíz de mi llegada habían caído mal entre los residentes en la casa; por ejemplo, a las criadas ya no se les permitía trabajar escuchando Ten Ten WINS, la emisora de noticias («No, no», decía Etta, la cocinera, lanzando una mirada de advertencia en mi dirección cuando una de las asistentas encendía la radio), y por las mañanas llevaban el Times al gabinete del señor Barbour en lugar de dejarlo a la vista para que el resto de la familia lo leyera. Resultaba evidente que esa no era la costumbre («Alguien ha vuelto a llevarse el periódico», gemía la hermana pequeña de Andy, Kitsey, y se sumía en un silencio culpable tras recibir una mirada de su madre), y no tardé en deducir que el periódico había empezado a desaparecer porque publicaban noticias que creían que era preferible que yo no viera. Por suerte Andy, que ya había sido mi compañero ante la adversidad en el pasado, comprendió enseguida que lo último que yo quería era hablar. Esos primeros días le dejaron quedarse en casa conmigo en lugar de ir al colegio. Nos sentábamos a jugar al ajedrez en su anticuada habitación de tela escocesa y literas, donde yo había pasado muchos sábados por la noche en primaria; aunque en realidad Andy jugaba por los dos, pues en mi aturdimiento yo apenas me acordaba de cómo se movían las piezas. —De acuerdo —decía, colocándose bien las gafas sobre el puente de la nariz—. ¿Estás completamente seguro de que eso es lo que quieres hacer? —¿Hacer qué? —Ya veo —respondía Andy, con la débil e irritante voz que había incitado a tantos bravucones a empujarlo hacia la acera frente a nuestro colegio a lo largo de los años—. Tu torre está en peligro. Es totalmente lícito, pero yo te sugeriría que estuvieras más pendiente de tu reina…, no, no, tu reina. En la casilla d5. Tenía que llamarme por mi nombre para atraer mi atención. Una y otra vez yo revivía el momento en que había subido corriendo los escalones del museo con mi madre. Su paraguas de rayas. La lluvia acribillándonos y azotándonos la cara. Yo sabía que lo ocurrido era irrevocable, y al mismo tiempo me parecía que tenía que haber algún modo de regresar a la calle lluviosa y cambiar el curso de los acontecimientos. —El otro día el tal Malcolm como se llame —dijo Andy—, o algún otro escritor supuestamente reconocido, señaló en el programa Science Times que hay más partidas de ajedrez posibles que granos de arena en el desierto. Es ridículo que un escritor científico de un gran periódico se sienta obligado a afirmar algo tan obvio. —Ya —respondí, regresando con esfuerzo de mi ensimismamiento. —Porque ¿quién no sabe que, por muchos granos de arena que haya, son finitos? Es absurdo que alguien señale algo tan irrebatible como si se tratara de una primicia. Lanzándolo allí, ya sabes, como un hecho supuestamente arcano. Andy y yo nos habíamos hecho amigos en primaria en unas circunstancias más o menos traumáticas: después de que nos obligaran a saltarnos un curso por sacar buenas notas. Todo el mundo parecía pensar ahora que había sido una equivocación para los dos, aunque por motivos diferentes. Aquel año (nuestra cautividad babilónica, como la llamaba Andy con su voz débil y apagada), tambaleándonos entre chicos mayores y más corpulentos que nosotros, chicos que nos empujaban y nos ponían la zancadilla, nos pillaban la mano cerrando de golpe las puertas de nuestras taquillas, nos rompían los deberes, escupían en nuestro vaso de leche y nos llamaban «gusano», «marica» y «mamón», habíamos luchado codo con codo como una pareja de hormigas enclenques bajo una lupa: recibiendo patadas en las espinillas y golpes a traición, siendo condenados al ostracismo, comiendo apretujados en el rincón más apartado para impedir que nos arrojaran botes de ketchup y pedazos de pollo rebozado. Durante casi dos años él había sido mi único amigo, y viceversa. Me deprimía y avergonzaba recordar esa época; nuestras guerras entre Autobots y las naves espaciales Lego, las identidades secretas de Star Trek que habíamos adoptado (yo era Kirk y él, Spock) en un esfuerzo por convertir en un juego nuestros tormentos. «Capitán, parece que estos alienígenas nos tienen prisioneros en una especie de simulacro de los colegios para niños humanos que tienen ustedes en la Tierra». Antes de que me soltaran en medio de un grupo hermético y competitivo de chicos mayores con la etiqueta de «superdotado» colgada del cuello, nunca había sido vilipendiado ni humillado en el colegio. Pero el pobre Andy, aun antes de que nos pasaran de curso, había sido un chico crónicamente discriminado; escuálido y nervioso, intolerante a la lactosa, con la piel tan pálida que rayaba en la transparencia y una tendencia a pronunciar palabras como «nocivo» y «ctónico» en una conversación informal. Pese a su inteligencia era torpe; y su voz monótona y su costumbre de respirar por la boca por tener la nariz siempre tapada hacían que pareciera algo estúpido en lugar de demasiado listo. En medio de sus hermanos atléticos y juguetones que corrían de aquí para allá con sus amigos, su equipo de deporte y sus actividades extraescolares de pago, Andy destacaba como un despistado que se ha metido sin casco en un campo de lacrosse. Si bien yo había logrado recuperarme de algún modo de la catástrofe de quinto, Andy no. Se quedaba en casa los viernes y los sábados por la noche; nunca le invitaban a las fiestas o a pasar el rato en el parque. Sabía que yo aún era su único amigo. Gracias a su madre, él tenía toda la ropa adecuada y vestía como los chicos populares, y durante un tiempo hasta llevó lentillas. Pero no consiguió engañar a nadie; los típicos chicos deportistas y hostiles que lo recordaban de los malos tiempos seguían empujándolo y llamándolo Trespio, tras cometer hacía mucho tiempo el error de llevar al colegio una camiseta de La guerra de las galaxias. Andy nunca había sido muy hablador, ni siquiera de niño, exceptuando algún que otro estallido bajo presión (gran parte de nuestra amistad había consistido en pasarnos libros de cómics sin hablar). Esos años de acoso en el colegio lo habían vuelto aún más hermético y poco comunicativo, menos apto para emplear palabras del vocabulario lovecraftiano, y más proclive a sepultarse en las matemáticas y las ciencias de nivel avanzado. A mí nunca me habían interesado mucho las matemáticas; más bien tenía lo que llamaban una gran capacidad verbal. Pero mientras que yo no había estado a la altura de lo que se esperaba académicamente de mí y no me interesaba sacar buenas notas si eso suponía matarme a estudiar, Andy estaba en el nivel avanzado de todas las asignaturas y era el primero de la clase. (Seguro que lo habrían enviado a Groton, como a Platt —una perspectiva que le aterraba cuando íbamos a tercero—, si a sus padres no les hubiera preocupado, y con razón, perder de vista a un hijo tan perseguido por sus compañeros de clase que en una ocasión casi lo habían ahogado poniéndole una bolsa de plástico en la cabeza durante el recreo. Además había otra preocupación; si yo sabía que el señor Barbour había ingresado en la «clínica para abollados» era porque Andy me había dicho con toda naturalidad que sus padres temían que él hubiera heredado parte de la misma vulnerabilidad, como lo expresó él). Durante el tiempo que se quedó en casa conmigo Andy se disculpó por tener que estudiar; «pero por desgracia es necesario», dijo sorbiendo y limpiándose la nariz con la manga. Su plan de estudios era increíblemente exigente («el infierno sobre ruedas del nivel avanzado») y no podía permitirse retrasarse un solo día. Mientras él acometía una interminable cantidad de tareas escolares (química y cálculo, historia, literatura, astronomía, japonés), yo me sentaba en el suelo, con la espalda apoyada en la cómoda, y contaba en silencio: hace tres días a esta hora ella estaba viva, hace cuatro días, una semana, a esta hora… Repasaba mentalmente todas las comidas de los días anteriores a su muerte: la última vez que fuimos al restaurante griego o al Shun Lee Palace, la última cena que ella cocinó para mí (espaguetis a la carbonara), y la anterior a esa (un plato llamado pollo Indienne, que había aprendido de su madre cuando vivía en Kansas). A veces, para parecer ocupado, hojeaba viejos volúmenes de El alquimista de acero o un ejemplar ilustrado de H. G. Wells que Andy tenía en su habitación, pero hasta eso era más de lo que yo podía asimilar. Casi siempre me quedaba mirando las palomas que se posaban sobre el alféizar de la ventana batiendo las alas mientras Andy rellenaba innumerables cuadrículas en su cuaderno de hiragana, con la rodilla dando botes debajo del escritorio. La habitación de Andy, inicialmente un dormitorio amplio que los Barbour habían dividido en dos, daba a Park Avenue. Llegaban bocinazos del cruce en la hora punta, y las ventanas del otro lado de la calle brillaban con una luz dorada que agonizaba más o menos al mismo tiempo que empezaba a disminuir el tráfico. A medida que avanzaba la noche (fosforescencia de las farolas, cielos nocturnos violetas que nunca acababan de volverse negros en la ciudad) yo daba vueltas en la litera superior; el techo bajo me oprimía tanto que a veces me despertaba convencido de que estaba debajo de ella. ¿Cómo era posible añorar a alguien tanto como yo añoraba a mi madre? La echaba tanto de menos que quería morirme; una intensa nostalgia física, como la necesidad de aire bajo el agua. Desvelado en la cama, intentaba recordar los mejores momentos que había compartido con ella y fijarlos en mi mente para no olvidarla, pero en lugar de los cumpleaños y las ocasiones felices, no paraban de acudir a mi memoria detalles absurdos, como que, pocos días antes de su muerte, ella me había parado en la puerta para quitarme un hilo del chaquetón. Por alguna razón era uno de los recuerdos más vívidos que tenía de ella; las cejas entrelazadas, el gesto preciso de alargar una mano hacia mí, todo. A veces, sumido en un inquieto duermevela, me incorporaba de golpe al oír nítidamente en mi mente su voz, comentarios que podría haber hecho ella en algún momento pero que en realidad yo no recordaba, como: «Pásame una manzana», «Me gustaría saber si se abotona por delante o por detrás» o «Este sofá está en un estado lamentable». La luz de la calle se deslizaba entre gruesas franjas negras por el suelo. Desesperado, pensé en mi habitación vacía a pocas manzanas de allí; mi estrecha cama con la colcha roja gastada. Las estrellas del planetario luminiscente que brillaban en la oscuridad, una postal de Frankenstein de James Whale. Los pájaros habían regresado al parque y ya habían brotado los narcisos; en esa época del año en que mejoraba el tiempo, a veces nos despertábamos más temprano de lo habitual y en lugar de coger el autobús para ir al West Side cruzábamos juntos el parque. Ojalá pudiera dar marcha atrás y cambiar lo ocurrido, impedir de algún modo que ocurriera. ¿Por qué no había insistido en ir a desayunar en lugar de entrar en el museo? ¿Por qué el señor Beeman no nos había pedido que fuéramos el martes o el jueves? La segunda o la tercera noche tras la muerte mi madre —en cualquier caso, después de que la señora Barbour me llevara al médico para preguntarle por mi dolor de cabeza—, los Barbour iban a dar una gran fiesta en su casa que ya no estaban a tiempo de anular, y hubo susurros y bullicio de actividad que yo apenas advertí. —Creo que Theo y tú os lo pasaréis mejor si os quedáis aquí —dijo la señora Barbour cuando entró de nuevo en la habitación de Andy y, pese al tono despreocupado, resultaba evidente que no era una sugerencia sino una orden. Andy y yo, sentados uno al lado del otro en la litera baja, comimos canapés de alcachofas y gambas en platos de papel, mejor dicho, él comió mientras yo lo observaba con el plato sobre las rodillas, sin probar bocado. Él estaba viendo en el DVD una película de acción de robots que volaban por los aires, y lluvias de metales y llamas. Del salón llegaban el tintineo de copas, el olor a cera de vela y perfume, y de vez en cuando una voz que se alzaba en una alegre carcajada. Una efervescente adaptación a piano de «It’s All Over Now, Baby Blue» parecía flotar en un universo alternativo. Todo estaba perdido; me habían borrado del mapa, y la sensación de desorientación que me producía encontrarme en un piso que no era el mío, con una familia que no era la mía, era tan abrumadora que me sentía grogui y borracho, casi al borde de las lágrimas, como un prisionero al que no se le permite dormir durante días. Una y otra vez pensaba: «Tengo que irme a casa», y luego, por enésima vez: «No puedo». IV Al cabo de unos cuatro o cinco días, Andy metió los libros en una mochila y volvió al colegio. Todo aquel día y el siguiente los pasé sentado en su habitación con el televisor encendido en el canal de Turner Classic Movies, que era el que veía mi madre cuando llegaba del trabajo. Pasaron las adaptaciones al cine de las novelas de Graham Greene: El ministerio del miedo, El factor humano, El ídolo caído, El cuervo. Esa segunda noche, mientras esperaba a que empezara El tercer hombre, la señora Barbour (que estaba a punto de salir, toda vestida de Valentino, para asistir a un acto en el Frick) se detuvo en la habitación de Andy y anunció que yo también debía reanudar las clases al día siguiente. —Cualquiera se sentiría mal aquí solo. No es bueno para ti. Yo no sabía qué decir. Ver películas solo era lo único que había hecho desde que había muerto mi madre y me parecía bastante normal. —Es hora de que vuelvas a adoptar alguna rutina. Empezarás mañana. —Y al ver que yo no contestaba, añadió—: Sé que no lo creerás, Theo, pero estar ocupado es lo único que hará que te sientas mejor. Me quedé mirando el televisor con determinación. No había vuelto al colegio desde el día antes de que muriera mi madre, y por alguna razón tenía la impresión de que mientras me mantuviera lejos de él su muerte no sería oficial. Pero en cuanto regresara se convertiría en un hecho público. Peor aún: la idea de volver a adoptar una rutina me parecía una deslealtad, un error. Cada vez que me acordaba de que ella ya no estaba era como un shock, como si me dieran una bofetada. Cada acontecimiento nuevo —todo lo que hiciera en adelante— no haría más que separarnos; serían días de los que ella ya no formaría parte, por lo que la distancia entre nosotros sería cada vez mayor. Cada día de mi vida ella no haría sino alejarse aún más. —Theo. Sorprendido, levanté la mirada hacia ella. —Paso a paso. No hay otra forma de superarlo. Al día siguiente daban en la televisión un ciclo sobre el espionaje durante la Segunda Guerra Mundial (Cairo, Enemigo oculto, Código Esmeralda) que yo tenía mucho interés en ver. Pero cuando el señor Barbour asomó la cabeza por la puerta para despertarnos («¡Arriba y pa’lante, tunantes!»), me obligué a levantarme de la cama y caminé hasta la parada de autobús con Andy. Era un día lluvioso y hacía suficiente frío para que la señora Barbour me hiciera llevar la embarazosa trenca de Platt. La hermana pequeña de Andy, Kitsey, bailoteaba delante de nosotros con su gabardina rosa, saltando por encima de los charcos y haciendo ver que no nos conocía. Yo sabía que me esperaba un día horrible y, en efecto, lo fue, desde el instante en que entré en el intensamente iluminado vestíbulo y reconocí el habitual olor del colegio: una mezcla de desinfectante cítrico y calcetín sucio. En el pasillo colgaban letreros escritos a mano: listas de inscripción para torneos de tenis y clases de cocina, pruebas para la obra de teatro La extraña pareja, un viaje de estudio a Ellis Island y entradas todavía a disposición del interesado para el concierto de Swing en primavera; costaba creer que se hubiera acabado el mundo cuando todas esas ridículas actividades continuaban llevándose a cabo. Lo extraño era que el último día que yo había estado en ese edificio ella seguía con vida. No paraba de darle vueltas a ese pensamiento y en cada ocasión se me ocurría algo nuevo: la última vez que abrí esta taquilla, la última vez que toqué este estúpido libro de Aproximación a la biología, la última vez que vi a Lindy Maisel pintarse los labios con esa barra de plástico. Apenas resultaba creíble que, siguiendo esos momentos, no pudiera retroceder a un mundo donde ella no estaba muerta. «Lo siento», me decían tanto personas que conocía como otras que nunca en mi vida me habían dirigido la palabra. Algunas que se reían y hablaban en el pasillo se callaban cuando yo pasaba, lanzándome miradas serias o interrogantes. Otras ni me hicieron caso como harían unos perros juguetones con un perro enfermo o herido: negándose a mirarme, y correteando y jugando alegremente por los pasillos cuando yo no estaba. Tom Cable, en particular, no paró de rehuirme como a una chica a la que hubiera plantado. A la hora de comer se esfumó. En la clase de español (entró tan campante cuando ya había empezado, evitando así la incómoda escena en la que todos se apiñaron alrededor de mi mesa para decirme con cara de circunstancias que lo sentían) no se sentó como siempre a mi lado sino delante de todo, repantigado y con las piernas estiradas hacia un lado. La lluvia repiqueteaba en las ventanas mientras desentrañábamos el significado de una serie de frases extrañas, frases que habrían hecho que Salvador Dalí se sintiera orgulloso: sobre langostas y sombrillas de playa, y una Marisol de largas pestañas parando el taxi verde lima para ir al colegio. Al salir de clase me molesté en ir a la parte delantera mientras él recogía los libros para saludarlo. —Ah, hola. ¿Qué tal te va? —replicó distante, echándose hacia atrás y arqueando las cejas con arrogancia—. Ya me he enterado. —Sí. —Ese era nuestro estilo; demasiado frío para los demás, siempre con la misma nota de humor. —Mala pata. Realmente jode. —Gracias. —Eh, deberías haberte hecho el enfermo. ¡Te lo dije! Mi madre también estalló con toda esa mierda. ¡Se subía por las putas paredes! —Y casi encogiéndose de hombros durante el momento de perplejidad que siguió, miró hacia arriba, hacia abajo y alrededor como si disimulara después de haber lanzado una bola de nieve con una piedra dentro. Luego, con el tono de querer pasar página, añadió—: En fin. ¿Qué haces con ese disfraz? —¿Cómo? —Bueno…, has ganado definitivamente el primer puesto en el concurso de parecerse a Platt Barbour. —Y dio un paso hacia atrás, mirando la trenca a cuadros con expresión irónica. No pude evitarlo, después de días de horror y atontamiento me eché a reír, y la risa fue un shock, como el espasmo eruptivo de un enfermo de Tourette. —Excelente, Cable —dije, imitando el odioso hablar arrastrando las palabras de Platt. Los dos éramos grandes imitadores, y a menudo manteníamos conversaciones enteras con la voz de otros: presentadores necios, niñas lloronas, profesores fatuos y aduladores—. Mañana vendré vestido como tú. Tom no me pagó con la misma moneda ni me siguió la corriente. Había perdido el interés. —Hum, luego —dijo con una sonrisa burlona, encogiéndose ligeramente de hombros. —Está bien, luego. Pero me enfadé; ¿qué problema tenía? Sin embargo, formaba parte de ese acto de comedia negra habitual entre nosotros que solo nos divertía a nosotros dos, y que consistía en insultarnos y vituperarnos mutuamente; estaba seguro de que él vendría a buscarme después de la clase de literatura o me alcanzaría al volver a casa, corriendo detrás de mí y dándome un cogotazo con el cuaderno de álgebra. Pero no lo hizo. A la mañana siguiente, antes de la primera clase, no me miró siquiera cuando lo saludé, y su cara inexpresiva al pasar por mi lado me dejó helado. Lindy Maise y Mandy Quaife, de pie frente a sus taquillas, se miraron sorprendidas y rieron con disimulo. A mi lado, mi compañero de laboratorio, Sam Weingarten, meneó la cabeza. —Qué gilipollas —dijo tan alto en el pasillo que todas las cabezas se volvieron—. Cable, eres un auténtico gilipollas, ¿lo sabías? Pero no me importó, o al menos no me sentí dolido ni deprimido. Más bien me enfurecí. Mi amistad con Tom siempre había tenido un componente feroz y maníaco, algo frenético y trastornado que encerraba cierto peligro, y aunque la alta energía seguía allí, la corriente se había invertido y el voltaje zumbaba en dirección contraria. Así, en lugar de armar jaleo con él en la sala de estudio ahora solo quería hundirle la cabeza en el urinario, o arrancarle el brazo de cuajo y aplastarle la cara contra la acera; hacerle comer excremento de perro y basura de la cuneta. Cuanto más pensaba en ello más me sulfuraba, y a veces estaba tan rabioso que me paseaba por el cuarto de baño murmurando para mí. Si Cable no me hubiera delatado al señor Beeman («Theo, ahora ya sé que esos cigarrillos no eran tuyos»)…, si no me hubieran expulsado por su culpa…, si mi madre no se hubiera tomado aquel día libre…, si no hubiéramos visitado el museo en el momento menos oportuno… Bueno, hasta el señor Beeman se había disculpado por ello. Porque era cierto que yo tenía problemas con las notas (y con otros muchos temas de los que el señor Beeman no estaba al corriente), pero el motivo por el que me habían llamado, todo el asunto de fumar en el patio, ¿de quién era culpa? De Cable. No es que yo esperara que él se disculpara. De hecho, nunca le habría dicho nada al respecto. Pero… ¿de pronto yo era un paria? ¿Una persona no grata? ¿No iba a dirigirme la palabra siquiera? Yo era menos corpulento que Cable aunque solo un poco, y cuando él se hacía el gracioso en clase, algo que no podía evitar, o pasaba corriendo por mi lado con sus nuevos amigos, Billy Wagner y Thad Randolph (del mismo modo que habíamos corrido él y yo en el pasado, siempre en superdirecta, con ese impulso hacia el peligro y la locura), en lo único que podía pensar yo era en las ganas que tenía de hacerle picadillo y ver a las chicas reír mientras él se encogía de miedo ante mí llorando: «¡Ooooh, Tom! ¡Bua, bua, bua!». «¿Estás llorando?». (Haciendo todo lo posible para provocar una pelea, lo golpeé a propósito pero accidentalmente en la nariz al cerrarle la puerta del cuarto de baño en la cara, y lo empujé hacia la máquina expendedora de bebidas, logrando que se le cayeran al suelo sus repugnantes patatas fritas con queso, si bien en lugar de abalanzarse sobre mí —como yo esperaba que hiciera—, él se limitó a sonreír burlón y se marchó sin decir palabra). No todo el mundo me rehuyó, por supuesto. Muchos compañeros de clase me dejaron notas y regalos en la taquilla (entre ellas Isabella Cushing y Martina Lichtblau, las chicas más populares de mi curso), y mi viejo enemigo Win Temple de quinto me sorprendió acercándose y dándome un fuerte abrazo. Pero la mayoría reaccionaba con cautela y cortesía medio aterrorizada al verme. No es que fuera por ahí llorando o me hiciera el afectado, pero todavía se callaban a mitad de conversación cuando yo me sentaba con ellos a comer. Por otra parte, los adultos me prestaban tanta atención que me incomodaba. Me aconsejaban que llevara un diario, hablara con mis amigos o hiciera un «collage de recuerdos» (consejos descabellados, en lo que a mí respectaba, pues los otros chicos ya se sentían bastante violentos en mi compañía, por mucha naturalidad con que yo actuara, y lo último que quería era llamar la atención contando cómo me sentía o haciendo laborterapia en la clase de arte). Me daba la impresión de que pasaba una inusitada cantidad de tiempo de pie en aulas y oficinas vacías (mirando al suelo y haciendo gestos de asentimiento sin sentido) con profesores preocupados que me pedían que me quedara al finalizar la clase o hacían un aparte para hablar conmigo. Mi profesor de literatura, el señor Neuspeil, después de sentarse ante su escritorio y soltarme un relato lleno de tensión sobre la terrible muerte de su madre a manos de un cirujano incompetente, me había dado unas palmaditas en la espalda y entregado un cuaderno vacío para que escribiera en él; la señora Swanson, la psicóloga del colegio, me enseñó un par de ejercicios de respiración y sugirió que tal vez me resultara útil salir y lanzar cubitos de hielo contra un árbol para desahogar mi dolor; hasta el señor Borowsky (que me daba clases de matemáticas y tenía los ojos considerablemente menos vivarachos que la mayoría de los demás profesores) me llevó a un lado del pasillo y, en voz muy baja, con la cara muy cerca de la mía, me contó lo culpable que se había sentido tras la muerte de su hermano en un accidente de coche. (La culpabilidad salía mucho en esas conversaciones. ¿Acaso mis profesores creían, como yo, que la muerte de mi madre era culpa mía? Eso parecía). El señor Borowsky se había sentido tan culpable por haber dejado que su hermano volviera a casa de la fiesta conduciendo borracho que por un momento incluso había considerado suicidarse. Tal vez yo también lo había considerado. Pero el suicidio no era la solución. Acepté educadamente todos esos consejos, con una sonrisa helada en los labios y una gran sensación de irrealidad. Muchos adultos parecían interpretar ese aturdimiento como una señal positiva; recuerdo en particular que el señor Beeman (un británico de pocas palabras con una ridícula gorra de automovilista de tweed, a quien a pesar de su solicitud yo había llegado a odiar de un modo irracional como el agente de la muerte de mi madre) elogió mi madurez y me comentó que parecía «llevarlo de maravilla». Quizá fuera cierto, no lo sé. Tal vez no gritaba, ni golpeaba las ventanas con los puños ni hacía lo que creían que solía hacer la gente que se sentía como yo. Pero a veces, cuando menos me lo esperaba, el dolor me sobrevenía en oleadas que me dejaban sin aliento; y cuando estas retrocedían me encontraba contemplando los restos del naufragio iluminados a una luz tan cruda, enfermiza y vacía que me costaba recordar que el mundo había estado de todo menos muerto. V Con franqueza, en lo último en que pensaba era en mis abuelos Decker, lo que fue una suerte porque los Servicios Sociales no lograron localizarlos a partir de la escasa información que les facilité. Pero un día la señora Barbour llamó a la puerta de la habitación de Andy y dijo: —Theo, ¿podemos hablar un momento, por favor? Algo en su actitud me dijo que sin duda se trataba de malas noticias, aunque dada mi situación me costaba imaginar qué podría ser aún peor. Una vez sentados en el salón, junto a un arreglo de ramas de sauce ceniciento y manzano en flor de tres pies de altura recién llegado de la floristería, ella cruzó las piernas y dijo: —He recibido una llamada de los Servicios Sociales. Ya se han puesto en contacto con tus abuelos. Por desgracia, parece ser que tu abuela no se encuentra bien. Por un momento me quedé confuso. —¿Dorothy? —Si así es como la llamas, sí. —No es mi abuela en realidad. —Entiendo —dijo la señora Barbour, como si no lo entendiera ni quisiera entenderlo—. De todos modos, parece ser que no se encuentra bien, creo que tiene dolor de espalda, y tu abuelo está cuidando de ella. Verás, estoy segura de que lo sienten mucho, pero dicen que no ven factible que vayas a vivir con ellos por el momento. Se han ofrecido a pagar tu alojamiento en un Holiday Inn que hay cerca de su casa, aunque parece poco práctico, ¿no crees? Me zumbaban los oídos de un modo desagradable. Allí sentado bajo su mirada desapasionada y gris hielo, por alguna razón me sentí muy avergonzado de mí mismo. Me había aterrado tanto la perspectiva de ir a vivir con mi abuelo Decker y Dorothy que la había borrado casi por completo de mi mente. Pero otra cosa era saber que ellos me rechazaban. Un atisbo de compasión se traslució en su cara. —No debes sentirte mal por ello —dijo—. Y, en cualquier caso, no debes preocuparte. Se ha resuelto que te quedarás con nosotros las próximas semanas y terminarás al menos este curso escolar. Todos estamos de acuerdo en que es lo mejor. Por cierto —añadió, inclinándose más hacia mí—, ese anillo es precioso. ¿Es de tu familia? —Hum, sí. Por razones que me habría costado explicar había empezado a ir a casi a todas partes con el anillo del anciano. La mayor parte del tiempo lo tenía en el bolsillo del chaquetón y jugueteaba con él, pero de vez en cuando me lo deslizaba en el índice y lo llevaba, aunque era demasiado grande y me bailaba un poco. —Qué interesante. ¿La familia de tu padre o la de tu madre? —La de mi madre —respondí al cabo de una pausa, sin gustarme el cariz que estaba tomando la conversación. —¿Me dejas verlo? Me lo quité y lo puse en la palma de su mano. Ella lo acercó a la lámpara. —Es precioso. De cornalina. Y esa gema grabada, ¿es grecorromana, o un emblema de familia? —Un emblema, creo. Ella examinó la bestia mitológica con garras. —Parece un grifo. O quizá un león alado. —Lo volvió de lado bajo la luz y miró en el interior del anillo—. ¿Y la inscripción que hay grabada dentro? Mi expresión de desconcierto le hizo fruncir el entrecejo. —No me digas que nunca te has fijado. Espera. —Se levantó y se acercó al escritorio, en el que había numerosos e intrincados cajones y escondrijos, y volvió con una lupa. Mirando a través de ella, dijo—: Es mejor que mis gafas de lectura. Aunque cuesta ver este viejo grabado en cobre. —Acercó la lupa y luego la apartó—. Blackwell. ¿Te suena? —Ah… —Lo cierto era que me sonaba, más allá de las palabras, el pensamiento se había desvanecido antes de que acabara de concretarse del todo. —También veo unas letras en griego. Muy interesante. —Dejó caer de nuevo el anillo en mi mano—. Es un anillo antiguo. Se nota en la pátina de la piedra y por el modo en que se ha desgastado…, ¿lo ves? En tiempos de Henry James, los estadounidenses solían escoger esas clásicas gemas grabadas de Europa y encargar que se las engastaran en anillos. Como recuerdos del Grand Tour. —Si ellos no me quieren, ¿adónde iré? Por un instante la señora Barbour pareció sorprendida. Casi de inmediato se recobró y dijo: —Yo no me preocuparía por ello. Es mejor que te quedes aquí un tiempo y termines el curso, ¿no crees? Bueno, ten cuidado con ese anillo y procura no perderlo. Me he fijado que te va muy grande. Puede que quieras guardarlo en un lugar seguro en vez de llevarlo a todas partes. VI Pero yo lo llevaba. O, mejor dicho, desoí el consejo de ponerlo en un lugar seguro y seguí llevándolo en el bolsillo. Cuando lo sostenía en la palma de la mano, era muy pesado; si cerraba los dedos alrededor de él el oro se calentaba con el calor de mi mano, pero la piedra tallada conservaba el frío. Su cualidad anticuada y pesada y la mezcla de sobriedad y brillantez eran curiosamente un consuelo; si lo miraba con suficiente atención, tenía un extraño poder que me anclaba en mi estado a la deriva y me aislaba del mundo que me rodeaba; pese a todo ello yo no quería pensar de dónde había salido. Tampoco quería pensar en mi futuro, pues a pesar de lo poco que me ilusionaba la idea de emprender una nueva vida en la Maryland rural, a la fría merced de mis abuelos Decker, empezó a preocuparme en serio qué sería de mí. Todos parecieron sorprenderse mucho ante la propuesta del Holiday Inn, como si mi abuelo Decker y Dorothy hubieran sugerido que me trasladara a un cobertizo en su jardín trasero, pero a mí no me pareció tan mal. Siempre había querido vivir en un hotel, y aunque el Holiday Inn no respondía a la imagen que tenía de uno, estaba seguro de que me las arreglaría: hamburguesas del servicio de habitaciones, televisión a la carta y una piscina en verano, ¿qué tenía de malo? Todos (los asistentes sociales, Dave el psiquiatra, la señora Barbour) me dijeron una y otra vez que no podía vivir solo en un Holiday Inn de las afueras de Maryland, que pasara lo que pasase nunca llegaría a eso…, sin darse cuenta de que sus palabras supuestamente tranquilizadoras solo lograban aumentar mi ansiedad. —Lo que hay que recordar —dijo Dave, el psiquiatra que me había asignado el municipio— es que, pase lo que pase, alguien se hará cargo de ti. —Era un tipo de unos treinta años que vestía ropa oscura, llevaba gafas modernas y siempre tenía el aspecto de llegar de un recital de poesía en el sótano de alguna iglesia—. Porque hay muchas personas que velan por ti y solo quieren lo mejor para ti. Yo había empezado a recelar de los desconocidos que me hablaban de lo que era mejor para mí, ya que eso era justo lo que me habían dicho los asistentes sociales antes de sacar el tema de mi tutela. —Pero… yo no creo que mis abuelos anden tan desencaminados. —¿Desencaminados sobre qué? —Sobre el Holiday Inn. Podría ser el lugar adecuado para mí. —¿Quieres decir que no estarías bien en casa de tus abuelos? —preguntó Dave conteniendo el aliento. —¡No! —No soportaba que siempre me atribuyera palabras que yo no había dicho. —De acuerdo. Quizá podamos expresarlo de otro modo. —Juntó las manos y reflexionó—. ¿Por qué preferirías vivir en un hotel en lugar de en la casa de tus abuelos? —No he dicho eso. Él ladeó la cabeza. —No, pero tu insistencia en tocar el tema del Holiday Inn, como si fuera una elección viable, me hace creer que preferirías hacerlo. —Me parece mucho mejor que ir a una casa de acogida. —Sí… —Se echó hacia delante—. Pero escúchame, por favor. Solo tienes trece años. Y has perdido a la persona a cuyo cuidado estabas. Vivir tú solo en estos momentos no es realmente una opción para ti. Lo que intento decirte es que es una lástima que tus abuelos tengan problemas de salud, pero estoy seguro de que saldremos con algo mucho mejor en cuanto tu abuela se recupere. Guardé silencio. Era evidente que él no conocía al abuelo Decker ni a Dorothy. Aunque yo tampoco había pasado mucho tiempo con ellos, recordaba bien la completa ausencia de vínculo familiar entre nosotros, la mirada opaca con que me observaban, como si fuera un chico cualquiera que llegaba del centro comercial. La perspectiva de ir a vivir con ellos era casi literalmente inimaginable; me había devanado los sesos esforzándome por recordar todo lo posible sobre mi última visita a su casa, lo que no era mucho, ya que entonces tenía siete u ocho años. De las paredes colgaban refranes bordados en punto de cruz enmarcados, y había un aparato de plástico en la encimera de la cocina con el que Dorothy solía deshidratar los alimentos. En cierto momento —después de que el abuelo me gritara que apartara mis sucias zarpas de su tren— mi padre salió a fumar un cigarrillo (era invierno) y no volvió a entrar en la casa. «Cielo santo», dijo mi madre ya en el coche (había sido idea de ella presentarme a la familia de mi padre); después de eso nunca regresamos. Varios días después de la propuesta del Holiday Inn llegó a casa de los Barbour una tarjeta para mí. (Una acotación: ¿es un error por mi parte pensar que Bob y Dorothy, como firmaban, deberían haber llamado por teléfono en lugar de escribirme, o haberse subido al coche y conducido hasta la ciudad para ocuparse en persona de mí? Pero no hicieron ni una cosa ni la otra; no es que yo esperara que corrieran a mi lado llorando de compasión, pero aun así me habría gustado que me sorprendieran con algún pequeño gesto cariñoso e insólito). En realidad la tarjeta era de Dorothy (resultaba evidente que ella había escrito «Bob», incorporándolo a su propia firma como un pensamiento tardío). El sobre tenía curiosamente el aspecto de haber sido abierto al vapor y cerrado de nuevo (¿por la señora Barbour?, ¿los Servicios Sociales?), aunque la tarjeta estaba escrita en la tiesa caligrafía europea de Dorothy que veíamos una vez al año en la felicitación de Navidad, caligrafía que —como mi padre había señalado en una ocasión— esperabas encontrar en el pizarrín de La Goulue enumerando los platos especiales de pescado del día. En la tarjeta había un tulipán marchito y debajo una frase impresa: «NO HAY DESENLACES». Por lo poco que yo recordaba, Dorothy no era amiga de malgastar palabras y esa tarjeta no era una excepción. Después de un comienzo cordial (lamentaban mucho mi trágica pérdida, me tenían muy presente en estos momentos de tristeza), se ofrecía a enviarme un billete de autobús con destino a Woodbriar, Maryland, al mismo tiempo que aludía de un modo vago a las circunstancias médicas que hacían difícil que mi abuelo Decker y ella «respondieran a la exigencia» de cuidar de mí. —¿Exigencia? —dijo Andy—. Logra que suene como si le estuvieras pidiendo diez millones en billetes nuevos. Yo guardé silencio. Curiosamente, lo que me había perturbado era la ilustración de la tarjeta. Era como las que veías en el expositor de postales de un drugstore, pero, por muy artística que pareciera, no era apropiado enviar una foto de una flor marchita a alguien cuya madre acababa de morir. —Creía que era ella la que estaba enferma. ¿Por qué te escribe ella? —A mí que me registren. —Yo me había preguntado lo mismo; resultaba extraño que mi verdadero abuelo no hubiera añadido un mensaje o firmado al menos con su nombre. —Quizá tu abuelo tiene Alzheimer y ella lo está reteniendo en casa, para quedarse con su dinero —dijo Andy, sombrío—. Ocurre a menudo en los casos en que la mujer es más joven, ¿sabes? —No creo que él tenga mucho dinero. —Quizá, pero nunca hay que descartar la sed de poder —replicó Andy, aclarándose ruidosamente la voz—. La naturaleza es cruel y despiadada. Quizá quiere impedir que acabes heredando tú. —Mira, colega, no creo que esta clase de conversación sea muy productiva —dijo el padre de Andy, levantando la vista del Financial Times de forma bastante repentina. —Con franqueza, no veo por qué Theo no puede seguir viviendo con nosotros —dijo Andy, expresando en voz alta mis pensamientos—. A mí me gusta estar acompañado y en mi habitación hay espacio de sobras. —Bueno, a todos nos gustaría que se quedara con nosotros, eso es evidente —dijo el señor Barbour, sin tanta efusión ni convicción como me habría gustado—. Pero ¿qué pensará su familia? Que yo sepa, el secuestro sigue siendo ilegal. —Vamos, papá, no creo que este sea el caso —replicó Andy con un tono distante e irritante. El señor Barbour se levantó con brusquedad, con su vaso de agua de seltz en la mano. Tenía prohibido beber bebidas alcohólicas debido a la medicación que tomaba. —Theo, se me olvidaba. ¿Sabes navegar? Tardé un rato en entender qué me preguntaba. —No. —Qué lástima. Andy se lo pasó en grande el año pasado en un campamento de vela en Maine, ¿verdad? Andy guardó silencio. Me había dicho muchas veces que habían sido las dos peores semanas de su vida. —¿Conoces el lenguaje de las banderas náuticas? —me preguntó el señor Barbour. —¿Cómo dice? —En mi gabinete tengo un cuadro excelente que me encantaría enseñarte. No pongas esa cara, Andy. Es algo útil que cualquier chico puede aprender. —Desde luego, si necesita hacer señas a un remolque. —Esos comentarios jocosos son agotadores —replicó el señor Barbour, aunque parecía más ensimismado que enfadado—. Además —se volvió hacia mí—, creo que te sorprenderías de las veces que ondean banderas náuticas en los desfiles y en las películas, e incluso sobre las tablas. Andy hizo una mueca. —Las tablas —repitió burlón. El señor Barbour se volvió para mirarlo. —Sí, las tablas. ¿Te parece gracioso el término? —Más bien pomposo. —Bueno, pues yo no veo qué hay de pomposo en él. Sin duda es la palabra que habría utilizado tu bisabuela. —(El abuelo del señor Barbour había sido expulsado del llamado Registro Social, el directorio de la élite, por casarse con Olga Osgood, una actriz de películas de serie B.) —A eso me refería. —¿Cómo quieres que lo llame entonces? —Papá, lo que en realidad me gustaría saber es cuál es la última vez que viste banderas náuticas en alguna producción teatral. —Al sur del Pacífico —respondió el señor Barbour rápidamente. —Aparte de Al sur del Pacífico. —Doy por concluido mi argumento. —No creo que mamá y tú hayáis visto siquiera Al sur del Pacífico. —Por el amor de Dios, Andy. —Aunque la hayáis visto, un ejemplo no es suficiente para fundamentar un argumento. —Me niego a continuar esta absurda conversación. ¿Vienes, Theo? VII A partir de ese momento me esforcé en ser un buen huésped, haciéndome la cama cada mañana, diciendo siempre «gracias» y «por favor», y haciendo todo lo que sabía que mi madre querría que hiciera. Por desgracia no era exactamente la clase de casa donde puedes demostrar tu agradecimiento ofreciéndote a cuidar a los hermanos pequeños o echando una mano con los platos. Entre la mujer que venía a cuidar las plantas —un trabajo deprimente, pues había tan poca luz en el piso que la mayoría se morían— y la asistenta de la señora Barbour, cuya principal tarea parecía ser poner orden en los armarios y en la colección de porcelana, había unas ocho personas trabajando para ellos. (Cuando le pregunté a la señora Barbour dónde estaba el lavaplatos, me miró como si le hubiera pedido sosa y manteca para elaborar jabón). Pero aunque no se me exigía nada, el esfuerzo de integrarme en su pulida y complicada vida hogareña me provocaba una tensión inmensa. Yo estaba desesperado por fundirme en el fondo, por deslizarme invisible entre los estampados de inspiración china como un pez en un arrecife de coral, y sin embargo un centenar de veces al día parecía atraer una atención no deseada, al tener que pedir cada cosa, ya fuera una prenda ropa, una tirita o el sacapuntas, o al verme obligado a tocar el timbre cada vez que entraba y salía por no tener llave de la casa; incluso con mis bienintencionadas tentativas de hacerme la cama por las mañanas (era mejor dejar que la hiciera Irenka o Esperenza, me comentó la señora Barbour, ya que estaban acostumbradas a esa tarea y metían mejor las esquinas de las sábanas). Rompí un remate de un perchero antiguo al abrir con brusquedad una puerta; logré que se disparara dos veces la alarma sin querer, y una noche que buscaba el cuarto de baño me metí por equivocación en el dormitorio del señor y la señora Barbour. Por fortuna, los padres de Andy apenas paraban en casa y mi presencia no parecía importunarlos demasiado. A menos que la señora Barbour tuviera invitados, se ausentaba a partir de las once de la mañana, solo pasaba un par de horas antes de cenar para tomar una ginebra con lima y no volvía a casa hasta que ya estábamos acostados. Al señor Barbour lo veíamos todavía menos, solo los fines de semana y cuando se sentaba en el salón después de trabajar con un vaso de agua de seltz envuelto en una servilleta, esperando a que la señora Barbour se vistiera para salir por la noche. El problema más grande lo tuve con los hermanos de Andy. Aunque Platt, por suerte, estaba en Groton aterrorizando a niños más pequeños, era evidente que a Kitsey y a su hermano menor, Toddy, que solo tenía siete años, les molestaba tenerme allí usurpando la escasa atención que recibían de sus padres. Presencié un sinfín de rabietas y malas caras, muchos ojos en blanco y risitas hostiles por parte de Kitsey, así como un desconcertante (para mí) contratiempo —que nunca fue resuelto del todo— cuando se quejó a sus amigas, al personal de servicio y a todo el que la escuchara de que yo había entrado en su habitación y le había toqueteado su colección de huchas cerdito que tenía en un estante encima de su escritorio. En cuanto a Toddy, parecía cada vez más angustiado al ver que transcurrían las semanas y yo todavía estaba allí; mientras desayunábamos me miraba boquiabierto y a menudo me hacía preguntas descaradas que obligaban a su madre a pellizcarle el brazo. ¿Dónde vivía? ¿Cuánto tiempo más pensaba quedarme con ellos? ¿Tenía padre? ¿Dónde estaba entonces? —Buena pregunta —respondí, provocando una risotada horrorizada de Kitsey, que era muy popular en el colegio y a los nueve años era tan guapa a su estilo rubio albino como poco agraciado Andy. VIII En algún momento los empleados de una compañía de mudanzas acudirían a recoger las cosas de mi madre y las llevarían a un guardamuebles. Antes de que llegaran, yo tenía que ir al piso y coger lo que quería o necesitara. Era consciente del cuadro de un modo vago pero insistente que no guardaba ninguna proporción con la importancia que tenía en realidad, como si fuera un proyecto del colegio que había dejado sin terminar. Tarde o temprano tendría que devolverlo al museo, aunque todavía no había decidido cómo lo haría sin causar un gran alboroto. Ya había dejado pasar una oportunidad cuando la señora Barbour había despedido a unos investigadores que se habían presentado en el piso preguntando por mí. Mejor dicho, deduje que eran inspectores o incluso policías por lo que me dijo Kellyn, la chica galesa que hacía de canguro. Había llegado de la guardería con Teddy cuando aparecieron los desconocidos buscándome. —Trajeados, ¿sabes? —dijo arqueando una ceja de forma elocuente. Era una chica robusta que hablaba muy deprisa y tenía las mejillas tan coloradas que siempre parecía haber estado junto a un fuego—. Tenían ese aspecto. Yo me sentía demasiado asustado para preguntar qué quería decir con «ese aspecto»; y cuando entré con cautela en el salón para ver qué tenía que decir al respecto la señora Barbour, ella estaba ocupada. —Lo siento —dijo sin mirarme—, pero ¿podemos hablar de esto luego? Esperaba invitados en media hora, entre ellos un arquitecto muy conocido y una famosa bailarina del New York City Ballet; se peleaba con el cierre de un collar, contrariada porque el aire acondicionado no funcionaba como era debido. —¿Estoy en algún aprieto? —Me salió antes de que pudiera contenerme. La señora Barbour se detuvo. —Theo, no seas ridículo. Han sido muy educados y considerados, pero no podía recibirlos ahora. ¿A quién se le ocurre aparecer sin telefonear antes? De todos modos solo les he dicho que no era el mejor momento, lo que han podido ver con sus propios ojos. —Señaló a los empleados del servicio de catering, que corrían de un lado para otro, y al técnico del edificio, subido a una escalera de mano, examinando el interior del conducto del aire acondicionado con una linterna—. Ahora largo. ¿Dónde está Andy? —Llegará dentro de una hora. Ha ido al planetario para su clase de astronomía. —Bueno, hay comida en la cocina. No hay muchas tartaletas, pero podéis comer todos los sándwiches que queráis. Y cuando cortemos la tarta también podréis probarla. Había hablado con tanta despreocupación que me había olvidado de las visitas hasta que aparecieron en el colegio tres días después en mi clase de geometría, uno joven y otro de más edad, ambos vestidos de forma anodina, llamando educadamente a la puerta abierta. —¿Está aquí Theodore Decker? —le preguntó al señor Borowsky el más joven, un tipo de aspecto italiano, mientras su compañero de más edad atisbaba de manera cordial en el interior del aula. —Solo queremos hablar contigo, si es posible —dijo el de más edad mientras recorríamos el pasillo hacia la temida sala de conferencias, donde debería haber tenido lugar la reunión con el señor Beeman y mi madre el día que ella murió—. No te asustes. —Era un negro de tez oscura con una perilla gris; tenía aspecto duro pero parecía agradable, como un policía enrollado de la tele—. Solo intentamos atar todos los cabos de lo que ocurrió aquel día y esperamos que puedas ayudarnos. De entrada me asusté, pero cuando me dijo «no te asustes», le creí. Hasta que abrió de un empujón la puerta de la sala de conferencias y vi allí sentado a mi némesis con gorra de tweed, el señor Beeman, tan pomposo como siempre con su chaleco y su reloj con cadena; a su alrededor estaban Enrique, mi asistente social; la señora Swanson, la psicóloga del colegio (la que me había sugerido arrojar cubitos de hielo a un árbol para sentirme mejor); Dave el psiquiatra, con sus Levi’s negros y su jersey de cuello alto de rigor, y nada menos que a la señora Barbour, con tacones y un traje gris perla que parecía costar más de lo que ganaban en un mes todos los presentes en la sala. Yo debía de llevar el pánico escrito en la frente. Quizá no me habría alarmado tanto si hubiera entendido un poco mejor lo que aún no tenía claro entonces: que yo era un menor de edad, y que mi progenitor o tutor tenía que estar presente en una entrevista oficial, que era la razón por la que habían llamado a todas las personas que se consideraban, aunque fuera vagamente, mis defensores. Pero lo único que pensé cuando vi todas esas caras y una grabadora en medio de la mesa fue que las partes oficiales habían sido convocadas para decidir mi destino y disponer de mí como creyeran conveniente. Permanecí sentado con rigidez y soporté sus preguntas preparatorias (¿tenía pasatiempos?, ¿practicaba algún deporte?) hasta que se hizo evidente para todos que la cháchara preliminar no estaba logrando que me relajara. Sonó el timbre de final de clase. Portazos en las taquillas, murmullo de voces en el pasillo. —Eres hombre muerto, Thalheim —gritó un chico alegremente. El tipo italiano —Ray, dijo que se llamaba— sacó una silla frente a mí y se sentó rodilla con rodilla. Era joven pero robusto, con el aire de un conductor de limusina de buen carácter, y sus ojos caídos tenían un aspecto soñoliento y lloroso como si hubiera bebido. —Solo queremos saber qué recuerdas —dijo—. Hurgar en tu memoria, para hacernos una idea general de lo que pasó aquella mañana. Porque al recordar algunos detalles quizá te venga a la mente algo que nos ayude. Estaba sentado tan cerca de mí que me llegaba el olor de su desodorante. —¿Como qué? —Como qué desayunaste aquella mañana. Es un buen comienzo, ¿no? —Hummm… —Miré fijamente el brazalete de oro que tenía en la muñeca. No era la clase de pregunta que esperaba. Lo cierto era que aquella mañana no había desayunado nada porque tenía problemas en el colegio y mi madre estaba enfadada conmigo, pero me daba vergüenza decirlo. —¿No te acuerdas? —Crepes —solté, desesperado. —Ya. —Ray me miró con suspicacia—. ¿Las hizo tu madre? —Sí. —¿Con qué las rellenó? ¿Arándanos, pedacitos de chocolate? Asentí. —¿Las dos cosas? Noté que todos me miraban. Luego intervino el señor Beeman, con tanta gravedad como si estuviera de pie en su clase de moralidad en la sociedad actual. —No tienes por qué inventarte una respuesta si no te acuerdas. El tipo negro, que estaba sentado en la esquina con un cuaderno, lanzó al señor Beeman una penetrante mirada de advertencia. —De hecho, parece haber un problema de memoria —se inmiscuyó la señora Swanson en voz baja, jugueteando con las gafas que le colgaban de una cadena alrededor del cuello. Era una abuela que llevaba camisas blancas holgadas y una larga trenza gris que le caía por la espalda. Los chicos que acudían a su consulta la llamaban la Swami. En las sesiones del colegio, además de darme el consejo de los cubitos de hielo, me había enseñado una forma de respirar en tres fases que me ayudaría a liberar mis emociones y me había hecho dibujar un mandala que representara mi corazón herido. —Se dio un golpe en la cabeza. ¿Verdad, Theo? —¿Es cierto eso? —preguntó Ray, mirándome con franqueza. —Sí. —¿Te vio algún médico? —No inmediatamente —respondió la señora Swanson. La señora Barbour cruzó los tobillos. —Lo llevé a urgencias del Presbyterian —dijo con frialdad—. Cuando llegó a mi casa se quejaba de dolor de cabeza. Tardamos un par de días en que se lo vieran. Al parecer, a nadie se le ocurrió preguntarle si resultó herido o no. Enrique, el asistente social, empezó a hablar al oír eso, pero guardó silencio cuando el policía negro de más edad (cuyo nombre acabo de recordar: Morris) le lanzó una mirada. —Mira, Theo —dijo el tal Ray, dándome unas palmaditas en la rodilla—. Sé que quieres ayudarnos. ¿Verdad que quieres ayudarnos? Hice un gesto de asentimiento. —Estupendo. Pero si te preguntamos algo y no sabes la respuesta, puedes decir que no lo sabes y no pasa nada. —Solo queremos hacerte muchas preguntas para ver si podemos ayudarte a refrescar la memoria —dijo Morris—. ¿Te parece bien? —¿Necesitas algo? —preguntó Ray, mirándome con atención—. ¿Un vaso de agua quizá? ¿Un refresco? Negué con la cabeza —no estaban permitidos los refrescos dentro del recinto escolar— mientras el señor Beeman decía: —Lo siento, pero están prohibidos los refrescos en el recinto escolar. Ray puso una cara de «dame un respiro» que no sé si el señor Beeman la vio o no. —Lo siento, chico —dijo volviéndose hacia mí—. Iré corriendo a la tienda si te apetece luego uno, ¿qué te parece? —Juntó las manos—. Veamos, ¿cuánto tiempo crees que estuvisteis tú y tu madre en el edificio antes de la primera explosión? —Cerca de una hora, supongo. —¿Lo supones o lo sabes? —Lo supongo. —¿Crees que fue más de una hora o menos de una hora? —No creo que fuera más de una hora —respondí tras una larga pausa. —Descríbenos lo que recuerdas del incidente. —No vi qué pasó. Todo estaba bien y de pronto hubo un fuerte destello y un estrépito… —¿Un fuerte destello? —Quería decir que el estrépito fue muy fuerte. —Has dicho estrépito —dijo el tal Morris, dando un paso hacia mí—. ¿Crees que podrías describirnos con un poco más de detalle ese estrépito? —No lo sé. Solo… fuerte —añadí al ver que seguían mirándome como si esperaran algo más. En el silencio que siguió oí unos pitidos débiles: la señora Barbour, con la cabeza gacha, comprobaba con disimulo si tenía algún mensaje en su BlackBerry. Morris se aclaró la voz. —¿Qué hay del olor? —¿Cómo dice? —¿Notaste algún olor en particular unos momentos antes? —Creo que no. —¿Nada en absoluto? ¿Estás seguro? A medida que avanzaba el interrogatorio —las mismas preguntas una y otra vez, cambiadas de orden para confundirme e intercaladas de vez en cuando con una nueva—, me armé de valor y esperé desesperado a que llegaran al cuadro. Sencillamente tendría que admitirlo y afrontar las consecuencias, fueran cuales fuesen (que quizá serían bastante graves, ya que estaba a punto de pasar a la tutela del Estado). En un par de ocasiones estuve a punto de soltarlo de puro terror. Pero cuantas más preguntas me hacían (¿dónde estaba cuando me golpeé la cabeza?, ¿a quién había visto o con quién había hablado al bajar las escaleras?), más claro veía que no sabían qué me había ocurrido, en qué sala me encontraba cuando se produjo la explosión o por dónde había salido del edificio. Tenían un plano del museo; las salas estaban numeradas en lugar de tener nombres, galería 19A y galería 19B, números y letras dispuestos de un modo laberíntico hasta el 27. —¿Estabas aquí cuando se produjo la primera explosión? —preguntó Ray, señalando una—. ¿O aquí? —No lo sé. —No tengas prisa en contestar. —No lo sé —repetí, un poco frenético. El plano de las salas tenía la cualidad confusa de algo generado por un ordenador, como algo sacado de un videojuego o una reconstrucción del búnker de Hitler que había visto en la televisión, que en realidad no tenían ningún sentido ni parecía representar el espacio que yo recordaba. Señaló otro lugar. —¿Ves este cuadrado? —preguntó—. Es un expositor. Ya sé que todas esas salas parecen iguales, pero quizá te acuerdes de dónde te encontrabas con respecto a ese expositor. Me quedé mirando el plano, desesperado, y no respondí. (En parte me resultaba tan poco familiar porque se trataba de la zona donde habían encontrado a mi madre, salas que quedaban lejos de donde yo estaba al estallar la bomba, aunque no lo comprendí hasta más tarde). —¿No viste salir o entrar a nadie? —preguntó Morris alentador, repitiendo lo que yo ya les había dicho. Hice un gesto de negación. —¿No recuerdas nada? —Bueno…, cuerpos cubiertos. Equipo desperdigado. —No viste a nadie entrar o salir de la zona de la explosión. —No, no vi a nadie —repetí, obstinado. Ya habíamos tocado ese punto. —¿No viste bomberos ni otros miembros del personal de rescate? —No. —Entonces supongo que podemos establecer que cuando recuperaste el conocimiento ya les habían ordenado salir. De modo que estamos hablando de un intervalo de entre cuarenta minutos y una hora y media después de la explosión inicial. ¿Es mucho presumir? Me encogí de hombros lánguidamente. —¿Eso es un sí o un no? —No lo sé. —¿Qué es lo que no sabes? —No lo sé —repetí, y esta vez el silencio que siguió fue tan largo y violento que pensé que me echaría a llorar. —¿Recuerdas la segunda explosión? —Disculpe —interrumpió el señor Beeman—, pero ¿es realmente necesario? Ray, mi interrogador, se volvió hacia él. —¿Cómo dice? —No estoy seguro de comprender el propósito de hacer pasar por esto al chico. —Estamos investigando el lugar de un crimen. Nuestra tarea es averiguar qué ocurrió allí dentro —respondió Morris con cuidadosa neutralidad. —Sí, pero seguramente tendrán otros medios para un asunto tan rutinario. Imagino que había toda clase de cámaras de seguridad dentro del edificio. —Desde luego —respondió Ray bastante cortante—. Solo que las cámaras no pueden ver a través del polvo y el humo, o si enfocan el techo a causa del estallido. —Y recostándose en su silla con un suspiro, continuó—: Veamos. Has mencionado el humo. ¿Lo oliste o lo viste? Asentí. —¿Lo viste o lo oliste? —Ambas cosas. —¿De dónde dirías que venía? Estaba a punto de decir de nuevo que no lo sabía, pero el señor Beeman no había terminado su argumentación. —Perdone, pero no consigo ver la finalidad de unas cámaras de seguridad si no funcionan en un caso de emergencia —replicó, dirigiéndose a todos los presentes en general—. Con la tecnología actual y todas esas obras de arte… Ray volvió la cabeza como si se dispusiera a decir algo desagradable, pero Morris, que se encontraba de pie en la esquina, levantó una mano y habló en voz alta. —El chico es un testigo importante. El sistema de vigilancia no está diseñado para soportar un incidente como este. Lo lamento, señor, pero si no puede contener sus comentarios tendremos que pedirle que salga. —Estoy aquí para velar por los intereses del muchacho. Tengo derecho a hacer preguntas. —No a menos que estas estén directamente relacionadas con el bienestar del chico. —Por extraño que parezca, yo tenía la impresión de que lo estaban. Llegado a este punto, Ray, que estaba sentado frente a mí, se volvió. —Señor, si continua obstruyendo el procedimiento, tendrá que salir de la sala. —No tengo ninguna intención de obstruir nada —replicó el señor Beeman en el tenso silencio que siguió—. Nada podría estar más lejos de mi intención, se lo aseguro. Continúe, por favor —añadió, con un irritada sacudida de la mano—. Lo último que deseo es interrumpirlo. El interrogatorio se alargaba de manera interminable. ¿De dónde había llegado el humo? ¿De qué color fue el destello? ¿Quién entró y salió de la zona un momento antes de la explosión? ¿Había advertido algo raro, lo que fuera, antes o después? Miré las fotos que me enseñaron, caras inocentes de personas de vacaciones, nadie que yo reconociera. Fotos de pasaporte de turistas asiáticos y jubilados, madres y adolescentes con acné contra el fondo azul de un estudio…, caras corrientes y poco memorables, pero todas ellas despidiendo un aire a tragedia. Luego volvimos al plano. ¿Podía intentar una vez más señalar mi situación en ese mapa? ¿Aquí o aquí? ¿Y aquí? —No me acuerdo —decía yo sin cesar, porque no estaba seguro en realidad y me sentía asustado y ansioso porque terminara el interrogatorio, pero también porque se respiraba un ambiente de inquietud y clara impaciencia en la habitación; los demás adultos parecían haber acordado en silencio entre ellos que yo no sabía nada y debían dejarme en paz. Antes de que me diera cuenta, se acabó. —Theo —dijo Ray, levantándose y poniéndome su rechoncha mano en el hombro—, quiero darte las gracias por haber hecho todo lo que has podido por nosotros. —No se preocupe —dije, nervioso por la brusquedad con que había terminado todo. —Sé muy bien lo duro que ha sido para ti. Nadie en absoluto quiere revivir esa clase de experiencia. Es como… —describió con las manos el marco de un cuadro— si estuviéramos juntando las piezas de un rompecabezas, intentando desentrañar qué pasó allí dentro, y tú podrías tener unas piezas que nadie más tiene. Has sido de gran ayuda al prestarte a hablar con nosotros. —Si recuerdas algo más —terció Morris, inclinándose hacia delante para darme su tarjeta (que la señora Barbour enseguida interceptó y guardó en el bolso)—, llámanos. Usted se lo recordará, ¿verdad señora? —añadió volviéndose hacia la señora Barbour—. Dígale que nos telefonee si tiene algo más que decirnos. El número de la oficina está en esa tarjeta, pero… —Sacó un bolígrafo del bolsillo—. ¿Me permite recuperarla un momento, por favor? Sin decir una palabra la señora Barbour abrió el bolso y le devolvió la tarjeta. Él abrió el bolígrafo y garabateó un número. —Este es mi móvil. Puede dejar un mensaje en mi oficina, pero si no me encuentra, llámeme al móvil. Mientras todos se apiñaban alrededor de la entrada, la señora Swanson se acercó flotando a mí y me deslizó un brazo alrededor de los hombros de esa forma tan afectuosa que tenía. —Eh, ¿cómo va eso? —me preguntó con tono confidencial, como si fuera mi mejor amiga. Yo desvié la mirada y puse una cara como diciendo «supongo que bien». Ella me acarició el brazo como si fuera su gato favorito. —Me alegro. Sé que ha sido duro. ¿Quieres venir unos minutos a mi consulta? Advertí horrorizado que Dave el psiquiatra revoloteaba en segundo plano, y detrás de él Enrique, con las manos en las caderas y una medio sonrisa expectante. —Por favor —dije, y mi desesperación debió de traslucirse en mi voz—. Quiero volver a clase. Ella me dio un apretón en el brazo y me fijé en que lanzaba una mirada a Dave y a Enrique. —De acuerdo. ¿Dónde está? Te acompañaré. IX Pero tocaba lengua y literatura, la última clase del día. Ese trimestre estábamos estudiando la poesía de Walt Whitman: Júpiter saldrá, ten paciencia, sal otra noche a observar, las Pléyades saldrán, son inmortales, todos esos astros de plata y oro de nuevo han de brillar… Caras inexpresivas. En el aula hacía calor y había amodorramiento a media tarde, las ventanas estaban abiertas y el ruido del tráfico llegaba flotando de la West End Avenue. Los chicos, apoyados sobre los codos, dibujaban en los márgenes de sus cuadernos de espiral. Miré por la ventana el sucio depósito de agua que había en el tejado de enfrente. El interrogatorio (como lo había vivido yo) me había perturbado mucho, sacudiendo un muro de sensaciones inconexas que caían sobre mí en los momentos más inesperados: una asfixiante quemadura de sustancias químicas y humo, destellos y cables, el frío blanqueado de las luces de emergencia, lo bastante abrumadoras para dejarme la mente en blanco. Ocurría a veces, en el colegio o en la calle, me quedaba paralizado a mitad de zancada mientras volvía a revivirlo: los ojos de la chica clavados en los míos en el extraño y sesgado momento anterior a que el mundo volara en pedazos. A veces volvía en mí, sin saber muy bien qué me habían dicho, y me encontraba a mi compañero de laboratorio mirándome, o al tipo al que le estaba cortando el paso frente al puesto de refrescos del mercado coreano diciéndome «Mira chico, no tengo todo el día». ¿Solo tú lloras por Júpiter, niña amada? ¿Solo tú piensas en el entierro de las estrellas? No me habían enseñado ninguna foto de la chica ni del anciano. Sin hacer ruido introduje la mano izquierda en el bolsillo del chaquetón y palpé el anillo. Unos días atrás, en la lista de vocabulario había salido la palabra «consanguinidad»: unidos por la sangre. La cara del anciano estaba tan desgarrada y destrozada que ni siquiera sabía decir con exactitud qué aspecto tenía, y sin embargo recordaba bien su sangre caliente en mis manos, sobre todo desde que, en cierto modo, la sangre seguía estando allí. Todavía podía olerla y paladearla en la boca, y me ayudaba a comprender por qué la gente hablaba de hermanos de sangre y de cómo la sangre unía a las personas. En otoño habíamos leído Macbeth en la clase de lengua y literatura, pero solo ahora empezaba a entender por qué lady Macbeth no había logrado limpiarse la sangre de las manos, por qué seguía allí después de que se las hubiera lavado. X En vista de que a veces despertaba a Andy revolviéndome y llorando en sueños, la señora Barbour había empezado a darme una pequeña pastilla verde llamada Elavil que, según me comentó, impediría que tuviera miedo por la noche. Eso era vergonzoso, sobre todo porque mis sueños nunca llegaban a ser pesadillas en toda regla sino solo interludios perturbados en los que mi madre se quedaba trabajando hasta tarde y no encontraba ningún medio de transporte para volver a casa, a veces en las afueras, en alguna área reducida a cenizas llena de coches abandonados y perros encadenados que ladraban en los patios. Intranquilo, la buscaba en ascensores de servicio y en edificios abandonados, la esperaba en la penumbra de extrañas paradas de autobús, vislumbraba a mujeres que se parecían a ella en las ventanillas de los trenes que pasaban y no llegaba a coger el teléfono cuando ella me llamaba a la casa de los Barbour; decepciones e incidentes cogidos por los pelos que me zarandeaban y me despertaban con la respiración sibilante, inquieto y sudoroso a la luz de la mañana. Lo malo no era intentar encontrarla, sino despertar y recordar que estaba muerta. Con las pastillas verdes, hasta esos sueños se desvanecieron en una negrura sin aire. (Me choca ahora, aunque entonces no lo pensé, que la señora Barbour se saltara las reglas dándome una medicación sin receta, además de las cápsulas amarillas y las bolitas naranjas que me había dado Dave el psiquiatra). Cuando por fin conciliaba el sueño era como caer a un foso, y a menudo me costaba despertarme por las mañanas. —Té negro, ese es el secreto —dijo el señor Barbour una mañana que me sorprendió dormitando durante el desayuno, sirviéndome una taza de su tetera bien reposada—. Assam Supreme. Tan fuerte como lo hace mi madre. Eliminará la medicación de tu organismo. ¿Has oído hablar de Judy Garland? Bueno, pues mi abuela me contó que Sid Luft solía llamar al restaurante chino para pedir una gran tetera de té negro que limpiara su organismo antes de las actuaciones. Eso era en Londres, creo, en el Palladium, y el té fuerte era lo único que servía. A veces les costaba despertarla, ¿sabes? Levantarla de la cama y vestirla… —No puede beber eso, es demasiado amargo —dijo la señora Barbour, echando dos terrones de azúcar y sirviendo un gran chorro de crema de leche antes de ofrecerme la taza—. Theo, siento estar siempre dándote la murga, pero tienes que comer algo. —De acuerdo —dije con timidez, pero sin dar ningún bocado a mi magdalena de arándanos. La comida me sabía a cartón; hacía meses que no tenía apetito. —¿Prefieres una tostada de canela? ¿O gachas de avena? —Es ridículo que no nos dejes tomar café —dijo Andy, que tenía la costumbre de comprarse un café grande en el Starbucks todas las tardes al volver del colegio sin que sus padres lo supieran—. En eso estáis muy anticuados. —Es posible —replicó la señora Barbour con frialdad. —Aunque solo fuera media taza. No es razonable que esperes que vaya a clase de química de nivel avanzado a las nueve menos cuarto de la mañana sin cafeína. —Snif, snif —dijo el señor Barbour, sin levantar la mirada del periódico. —Vuestra actitud no ayuda. Todos los demás tienen autorización para beber café. —Eso no es cierto —replicó la señora Barbour—. Betsy Ingersoll me dijo… —Puede que la señora Ingersoll no deje beber café a Sabine, pero haría falta mucho más que una taza de café para que Sabine Ingersoll estudie cualquier asignatura de nivel avanzado. —Eso es innecesario, Andy, además de poco amable. —Pero es la verdad —repuso Andy con frialdad—. Sabine es corta como la manga de un chaleco. Supongo que hace bien en cuidar su salud, ya que no tiene mucho más que eso. —El cerebro no lo es todo. ¿Te comerías un huevo escalfado si Etta te lo prepara? —preguntó la señora Barbour, volviéndose hacia mí—. ¿O frito? ¿O revuelto? ¿Cómo lo quieres? —¡A mí me gustan los huevos revueltos! —exclamó Toddy—. ¡Puedo comer cuatro! —No, no puedes, amigo —dijo el señor Barbour. —Sí que puedo. ¡Puedo comer seis! ¡Puedo comerme toda la caja! —No os pido Dexedrina —dijo Andy—. Aunque podría conseguirla en el colegio, si quisiera. —¿Theo? —dijo la señora Barbour. Me fijé en que Etta, la cocinera, estaba de pie junto a la puerta—. ¿Qué me dices de ese huevo? —A nosotros nadie nos pregunta qué queremos para desayunar —dijo Kitsey; y aunque lo dijo en voz muy alta, todos fingieron que no la habían oído. XI El domingo por la mañana trepé hacia la luz desde un sueño pesado y complejo del que no quedó más que un pitido en mis oídos y el dolor de algo que se me escurría de las manos y caía por una grieta donde no volvía a verlo. Sin embargo, en medio de ese profundo hundimiento entre hilos rotos y fragmentos perdidos e imposibles de rastrear, destacaba una frase, cruzando la oscuridad como un teletipo al pie de una pantalla de televisor: «Hobart y Blackwell. Toca el timbre verde». Yo estaba tumbado mirando el techo, sin querer moverme. Veía las palabras tan nítidas y precisas como si alguien me las hubiera entregado mecanografiadas en una hoja de papel. Y, sin embargo, de la forma más asombrosa, se había abierto una extensión de la memoria olvidada y flotaba hacia la superficie con ellas, como una de esas bolitas de papel de Chinatown que se abrían en flores cuando las dejabas caer en un vaso de agua. Perdido en un aire cargado de significado, me asaltó una duda: ¿era un recuerdo real?, ¿de verdad me había dicho el anciano esas palabras o estaba soñando? Poco antes de que muriera mi madre, me había despertado convencido de que una maestra (inexistente) llamada señorita Malt me había echado cristales triturados en la comida en castigo por mi falta de disciplina —en el mundo de mi sueño, era una secuencia de acontecimientos totalmente lógica— y había permanecido dos o tres minutos sumido en una angustiosa confusión antes de despertarme del todo. —¿Andy? —dije. Luego me incliné y miré hacia la cama de abajo, que estaba vacía. Después de quedarme varios minutos con los ojos muy abiertos, mirando el techo, bajé de la litera y saqué el anillo del bolsillo del chaquetón del colegio; lo sostuve a la luz para leer la inscripción. Luego lo guardé con celeridad y me vestí. Andy ya estaba desayunando con el resto de los Barbour; el desayuno de los domingos era un gran festín para ellos y los oí a todos en el comedor, el señor Barbour divagando de forma ininteligible como hacía a veces, perorando sobre algo. Me detuve en el pasillo y eché a andar en sentido contrario, hacia el salón, donde cogí del armario que había debajo del teléfono las Páginas Blancas, con su funda de punto de cruz. Allí estaba: «Hobart y Blackwell»; era, sin lugar a dudas, un negocio, aunque la guía no especificaba de qué clase. Me sentí un poco mareado. Ver el nombre en blanco y negro me produjo una extraña emoción, como si unas piezas invisibles encajaran en su sitio. El negocio se encontraba en una dirección del Village, la calle Diez Oeste. Tras cierto titubeo y en un estado de gran agitación, marqué el número. Mientras esperaba, jugueteé con un reloj de mesa de latón y, mordiéndome el labio inferior, miré las litografías enmarcadas de aves tropicales que había sobre la mesa del teléfono: colibríes, loros, aves del paraíso. No estaba muy seguro de cómo explicaría quién era o preguntaría lo que necesitaba saber. —¿Theo? Di un respingo, sintiéndome culpable. La señora Barbour —vestida de cachemir gris y gasa— había entrado con una taza de café en la mano. —¿Qué estás haciendo? El teléfono seguía sonando en el otro extremo de la línea. —Nada. —Entonces date prisa, que se te está enfriando el desayuno. Etta te ha preparado una tostada francesa. —Gracias. Enseguida voy —dije justo cuando se oyó una voz de la compañía telefónica diciendo que lo intentara de nuevo. Me reuní con los Barbour, absorto en mis pensamientos (había contado con que me saliera al menos un contestador automático) y me sorprendió ver nada menos que a Platt Barbour, mucho más gordo y con la cara más colorada que la última vez que lo había visto, sentado en el sitio que normalmente ocupaba yo. —¡Ah, aquí estás, aquí estás! —exclamó el señor Barbour, interrumpiéndose a mitad de frase. Se limpió los labios con la servilleta y, levantándose deprisa, añadió—: Buenos días. Te acuerdas de Platt, ¿verdad? Platt, este es Theodore Decker…, el amigo de Andy, ¿recuerdas? —Sin dejar de hablar, había ido a buscar otra silla que colocó torpemente en la esquina de la mesa. Mientras yo me sentaba en un extremo del grupo —tres o cuatro pulgadas por debajo del resto de los comensales, en una esbelta silla de bambú que era distinta de las demás—, Platt me miró sin gran interés y desvió la vista. Había vuelto a casa la noche anterior para ir a una fiesta y parecía resacoso. El señor Barbour se sentó de nuevo y reanudó su tema favorito: la vela. —Como iba diciendo, todo se reduce a una falta de confianza. Se te ve poco seguro de ti mismo en la quilla, Andy. Y no hay ninguna razón para ello, aparte de que no tienes mucha experiencia navegando solo. —No —replicó Andy con su voz distante—. El problema esencial es que desprecio los barcos. —¡Bobadas! —exclamó el señor Barbour guiñándome un ojo como si yo participara de la broma, que no era el caso—. ¡No me trago esa actitud escéptica! Mírate en las fotos de esa pared navegando por Sanibel hace dos primaveras. A ese chico no le aburría el mar ni el cielo ni las estrellas, no señor. Andy se quedó contemplando la escena nevada del tarro de sirope de arce mientras su padre se explayaba a su ritmo vertiginoso y difícil de seguir sobre cómo la vela inculcaba en los jóvenes disciplina y una actitud alerta, así como la firmeza de carácter de los marineros de antaño. Andy me había contado que al principio no le había importado tanto navegar porque podía escaquearse y quedarse en el camarote leyendo o jugando a cartas con sus hermanos pequeños. Pero ahora era lo bastante mayor para echar una mano a la tripulación, lo que significaba días largos y estresantes, cegado por el sol, trabajando sin descanso en la cubierta junto a un intimidador Platt, agachándose para esquivar la botavara totalmente desorientado y haciendo lo que podía por no enredarse con los cabos y caer por la borda mientras su padre gritaba órdenes y disfrutaba de la espuma salada. —Cielos, ¿os acordáis de la luz de esa travesía por Sanibel? —El padre de Andy echó hacia atrás la silla y miró al techo con los ojos en blanco—. ¿No fue maravillosa? Esos atardeceres rojos y naranjas. Fuego y rescoldos. Casi atómicos. Llama pura rasgando y cayendo del cielo. Y recuerdo esa gorda y glotona luna con la bruma azul alrededor, a poca distancia de Hatteras… ¿Es en Maxfield Parrish en quien estoy pensando, Samantha? —¿Cómo dices? —Maxfield Parrish. El artista que tanto me gusta. Pinta esos cielos inmensos —alargó los brazos— con las nubes altísimas. Disculpa, Theo, no era mi intención golpearte en el morro. —Constable pinta nubes. —No, no me refiero a él. El pintor que yo digo es mucho mejor. De todos modos, qué cielos contemplamos aquella noche sobre el agua. Mágicos. Arcádicos. —¿De qué noche hablas? —¡No me digas que no te acuerdas! Fue lo mejor de todo el viaje. —Lo mejor del viaje para Andy fue la parada que hicimos en la cafetería para comer —dijo Platt con malicia repantigado en la silla. —A mamá tampoco le gusta navegar —replicó Andy con voz aflautada. —No me apasiona, es cierto —dijo la señora Barbour, cogiendo otra fresa—. Theo, me gustaría que desayunaras algo. No puedes seguir pasando hambre de este modo. Empiezas a estar muy paliducho. Pese a las improvisadas lecciones que me había dado el señor Barbour frente al cuadro de las banderas náuticas de su gabinete, yo tampoco había logrado entusiasmarme con el tema de la vela. —Porque el mejor regalo que me hizo mi padre —decía el señor Barbour con vehemencia— fue el mar. El amor por él…, la sensación. Papá me regaló el océano. Y es trágico que eso se haya perdido en ti, Andy…, mírame, te estoy hablando…, es terrible que hayas tomado la decisión de dar la espalda a lo único que a mí me ha dado la libertad, la… —Me he esforzado en que me gustara. Pero siento una aversión natural hacia él. —¿Aversión? —Asombro, estupefacción—. ¿Aversión a qué? ¿A las estrellas y al viento? ¿Al cielo y al sol? ¿A la libertad? —En la medida en que todo ello está relacionado con la navegación, sí. —Bueno… —El señor Barbour miró alrededor de la mesa, incluyéndome a mí en el llamamiento—, solo está siendo cabezotas. Niégalo si quieres, pero el mar —volviéndose hacia Andy— forma parte de tu patrimonio, lo llevas en la sangre, se remonta a los fenicios, los griegos antiguos… Pero mientras continuaba hablando sobre Magallanes, la navegación celestial y Billy Budd («Recuerdo a Taff el galés cuando se hundió en el mar / y su mejilla era rosa como la rosa al brotar»), volví a concentrar mis pensamientos en Hobart y Blackwell, preguntándome quiénes eran y a qué se dedicaban en concreto. Los apellidos hacían pensar en un par de viejos abogados anticuados, o incluso unos magos profesionales, socios de un negocio, arrastrando los pies por la penumbra iluminada con velas. Parecía prometedor que el teléfono siguiera dado de alta. El de mi piso había sido desconectado. En cuanto logré escabullirme educadamente del comedor y de mi plato intacto, regresé al teléfono del salón, donde me apabulló la presencia de Irenka pasando la aspiradora y sacando el polvo a mi alrededor, y la de Kitsey, sentada frente al ordenador en el otro extremo de la habitación, resuelta a no mirarme siquiera. —¿A quién llamas? —me preguntó Andy, que se había acercado a mí a la manera silenciosa de toda su familia y no lo había oído. Podría no haberle dicho nada, pero sabía que podía confiar en que mantuviera la boca cerrada. Andy nunca hablaba con nadie, y menos con sus padres. —A esta gente —respondí en voz baja, retrocediendo un poco para que no se me viera desde la puerta—. Sé que te parecerá extraño, pero ¿sabes ese anillo que tengo? Le hablé del anciano, y estaba pensando en cómo hablarle también de la chica, de lo conectado que me había sentido con ella y las ganas que tenía de volver a verla, pero Andy —como era de esperar— ya había dado un salto hacia delante, alejándose de los aspectos personales y yendo a la logística de la situación. Miró las Páginas Blancas, abiertas en la mesa del teléfono. —¿Están en la ciudad? —En la Diez Oeste. Andy estornudó y se sonó; esa primavera las alergias le habían afectado mucho. —Si no logras hablar con ellos por teléfono —dijo doblando su pañuelo y guardándoselo en el bolsillo—, ¿por qué no vas allí? —¿Hablas en serio? —Parecía terrible no llamar antes y aparecer sin más. —Eso es lo que yo haría. —No lo sé. Puede que no se acuerden de mí. —Es más probable que se acuerden de ti si te ven —dijo Andy, razonable—. O podrías ser un lunático que telefonea haciéndose pasar por alguien. No te preocupes —añadió, mirando por encima del hombro—, no se lo diré a nadie si no quieres. —¿Un lunático? ¿Haciéndose pasar por quién? —Bueno, quiero decir que todos recibimos llamadas raras —dijo Andy, inexpresivo. Me quedé callado, sin saber cómo asimilarlo. —Además, no contestan. ¿Qué otra opción te queda? No podrás ir allí hasta el próximo fin de semana. ¿Y es aquí donde quieres tener una conversación…? —Recorrió con la vista el pasillo, donde Toddy saltaba arriba y abajo con una especie de zapatos con muelles, y la señora Barbour interrogaba a Platt sobre la fiesta en casa de Molly Walterbeek. Tenía algo de razón. —De acuerdo. Andy se colocó bien las gafas sobre el puente de la nariz; todavía las llevaba por casa, pero no en el colegio. —Si quieres, puedo acompañarte. —No, no te preocupes. Sabía que esa tarde Andy se había apuntado a experiencia japonesa, un grupo de estudio que se reunía en la cafetería Toraya, para subir nota, y luego tenía previsto ir a ver la última de Miyazake en el Lincoln Center; no es que necesitara mejorar las notas, pero las salidas escolares eran toda su vida social. —Toma, llévatelo —me dijo, metiendo la mano en el bolsillo y sacando el móvil—. Por si acaso. —Pulsó algo en la pantalla—. Te he quitado el código de bloqueo. Ya está. —No lo necesito —dije, mirando el pequeño y brillante móvil con una imagen animada de Virtual Girl Aki (desnuda, con botas altas sexys) de salvapantalla. —Pero podrías necesitarlo. Nunca se sabe. Vamos, tómalo —insistió cuando titubeé. XII Y así, en torno a las once y media de la mañana, me encontré sentado en un autobús yendo al Village por la Quinta Avenida, con la dirección de Hobart y Blackwell en el bolsillo, escrita en una hoja de uno de los blocs de notas con monograma que la señora Barbour tenía junto al teléfono. Me bajé del autobús en Washington Square y deambulé durante unos cuarenta y cinco minutos buscando la calle. Era fácil perderse en el Village, con su distribución errática (manzanas triangulares, callejones sin salida que torcían en una y otra dirección), y tuve que detenerme tres veces para pedir indicaciones: en un quiosco lleno de bongs y revistas pornográficas gays, en una panadería abarrotada donde sonaba ópera a todo volumen, y a una chica vestida con una camiseta blanca y un peto que limpiaba los cristales de una librería con una escobilla de goma y un cubo. Cuando por fin localicé la Diez Oeste, que estaba desierta, la recorrí contando los números. Estaba en una parte un poco descuidada de la calle que era principalmente residencial. Delante de mí, en la acera mojada, se pavoneaban unas palomas colocadas en fila de tres como pequeños transeúntes oficiosos. Muchos de los números de los edificios no estaban muy a la vista, y me preguntaba si me lo había saltado y debía retroceder cuando me encontré contemplando las palabras «Hobart y Blackwell» pintadas en un pulcro y anticuado arco encima del escaparate de una tienda. A través de los cristales sucios vi perros staffordshire y gatos de mayólica, cristalería polvorienta, cubertería de plata opaca, sillas antiguas y sofá camas tapizados con un viejo brocado amarillento, una elaborada jaula de cerámica, minúsculos obeliscos de mármol sobre un pedestal también de mármol y un par de cacatúas de alabastro. Era la clase de tienda que le habría encantado a mi madre: abarrotada y un poco desvencijada, con montones de libros viejos en el suelo. Pero la puerta estaba cerrada. La mayoría de las tiendas no abrían hasta las doce del mediodía o la una. Para matar el tiempo eché a andar por Greenwich Street hasta el Elephant and Castle, un restaurante donde a veces comíamos mi madre y yo cuando íbamos al centro. Pero en cuanto entré me di cuenta de mi error. Los elefantes desiguales, hasta la camarera con coleta y camiseta negra que se acercó a mí sonriendo…, todo fue demasiado abrumador. Vi la mesa de la esquina donde mi madre y yo nos habíamos sentado la última vez que estuvimos allí, y tuve que murmurar una excusa y salir. Me quedé en la acera con el corazón palpitándome con fuerza. Las palomas volaban bajo en el cielo negro hollín. La avenida Greenwich estaba casi vacía; un par de hombres adormilados que parecían haberse peleado durante toda la noche; una mujer con el pelo alborotado y vestida con un jersey de cuello alto demasiado grande que paseaba un perro salchicha hacia la Sexta Avenida. Resultaba un poco extraño estar solo en el Village, ya que no era un lugar donde se vieran muchos chicos por la calle en una mañana de fin de semana; reinaba un ambiente adulto, sofisticado y un poco ebrio. Toda la gente parecía recién levantada de la cama y resacosa. Como no había muchos establecimientos abiertos, y me sentía un poco perdido y sin saber qué hacer, volví a dirigir mis pasos hacia Hobert y Blackwell. Para alguien que llegaba del norte de la ciudad como yo, todo el Village parecía pequeño y viejo, con hiedras y parras trepando por los edificios, y tomateras y hierbas aromáticas plantadas en barriles por las aceras. Hasta en los bares colgaban letreros pintados a mano como en las tabernas rurales: caballos y gatos callejeros, gallos, gansos y cerdos. Pero la intimidad que evocaba toda esa pequeñez también hacía que me sintiera excluido, y me encontré pasando por delante de las pequeñas puertas invitadoras con la cabeza gacha, muy consciente de las alegres vidas que se desplegaban en privado a mi alrededor un domingo por la mañana. La puerta de Hobart y Blackwell seguía cerrada. Me dio la impresión de que hacía tiempo que no abrían la tienda; parecía demasiado fría y oscura; no había un signo de la vida interior o la vitalidad que se percibía en los demás locales de la calle. Miraba por el escaparate, intentando decidir qué hacer a continuación, cuando de pronto advertí movimiento, una gran forma deslizándose en el fondo de la tienda. Me detuve petrificado. Se movía con ligereza, como decían que se movían los fantasmas, sin mirar a un lado y a otro, pasando rápidamente por delante de un umbral hacia la oscuridad. Luego desapareció. Hice visera con una mano, y atisbé en las turbias y atestadas profundidades de la tienda; di un golpecito en el cristal. «Hobart y Blackwell. Toca el timbre verde». ¿Un timbre? No había ninguno; la entrada de la tienda estaba cercada por una verja de hierro. Me acerqué a la siguiente puerta, el número doce de un modesto edificio de pisos, luego retrocedí hasta el número ocho, una casa de piedra rojiza. Una pequeña escalinata conducía al primer piso, pero esta vez vi algo que antes había pasado por alto: una estrecha entrada entre el número ocho y el diez, medio oculta por una hilera de anticuados cubos de basura de latón. Cuatro o cinco escalones descendían hasta una puerta de aspecto anodino situada unos tres pies por debajo del nivel de la acera. No había ninguna señal o letrero, pero me llamó la atención un destello verde: una especie de banderita de cinta aislante verde pegada debajo de un botón en la pared. Bajé los escalones y toqué el timbre un par de veces, e hice una mueca al oír el pitido ensordecedor (que me impulsó a echar a correr), respirando hondo para armarme de valor. Luego, de un modo tan repentino que di un brinco hacia atrás, la puerta se abrió y ante mí encontré una persona inesperada y corpulenta. Medía seis pies con cuatro pulgadas, por lo menos; ojeroso, de mentón aristocrático y de constitución robusta, había algo en él que recordaba las fotos antiguas de los pugilistas y poetas irlandeses que frecuentaban el pub del centro donde a mi padre le gustaba beber. Su pelo, prácticamente gris, necesitaba con urgencia un corte, y tenía una tez pálida poco saludable, con profundas ojeras moradas, como si se hubieran roto la nariz. Encima de la ropa llevaba una bata a cuadros de vivos colores con las solapas de raso que casi le llegaba a los tobillos; flotaba alrededor de él como una prenda sacada de una película de los años treinta, gastada pero aun así imponente. Me quedé tan sorprendido al verlo que no supe qué decir. En su actitud no había nada impaciente sino todo lo contrario. Me miró sin comprender con sus ojos de párpados oscuros, esperando a que dijera algo. —Disculpe… —Tragué saliva; tenía la garganta seca—. No quería importunarle… Él parpadeó un poco en el silencio que siguió, como si lo entendiera bien y jamás se le hubiera ocurrido insinuar tal cosa. Busqué con torpeza en el bolsillo y le tendí el anillo en la palma abierta de la mano. La enorme y pálida cara del hombre se volvió flácida. Miró el anillo y luego a mí. —¿De dónde lo has sacado? —Me lo dieron —respondí—. Me pidieron que lo trajera aquí. Él se quedó donde estaba, observándome con atención. Por un momento pensé que respondería que no sabía de qué le hablaba. Luego, sin decir una palabra, retrocedió y abrió la puerta del todo. —Soy Hobie —dijo al ver que yo titubeaba—. Pasa. 4 Piruleta de morfina I Un laberinto de dorados que lanzaban destellos a la luz oblicua procedente de las ventanas opacas por el polvo: cupidos dorados, cómodas y lámparas estilo antorcha doradas, y, atenuando el olor a madera vieja, el hedor a aguarrás, óleo y barniz. Lo seguí por el taller a través de un sendero abierto en el serrín con una escoba, pasando por delante de un tablero con herramientas colgadas de clavos, sillas despedazadas y mesas del revés con las patas en forma de garra al aire. Pese a su corpulencia era un hombre grácil; mi madre lo habría descrito como «flotante», por el modo en que se deslizaba sin esfuerzo por el suelo. Con los ojos clavados en los talones de sus pies enfundados en zapatillas, subí detrás de él por unas estrechas escaleras hasta una habitación en penumbra suntuosamente alfombrada, llena de vasijas expuestas sobre pedestales y cortinajes con borlas corridos para impedir que entrara el sol. El silencio me heló el corazón. En los enormes jarrones chinos se pudrían flores muertas y una grávida sensación de espacio cerrado flotaba en la habitación, donde el aire estaba demasiado viciado para respirar, igual de asfixiante que el de nuestro piso cuando la señora Barbour me había llevado a Sutton Place para recoger lo que necesitaba. Era una quietud que yo conocía bien: así se encerraba en sí misma una casa cuando alguien moría. De pronto lamenté haber ido. Pero el hombre —Hobie— pareció percibir mis recelos, porque se volvió de forma bastante inesperada. Aunque no era joven aún tenía cara de niño; los ojos, claros y sorprendidos, eran de un azul infantil. —¿Qué ocurre? —Y añadió—: ¿Estás bien? Su preocupación hizo que me avergonzara. Incómodo, me quedé de pie en la penumbra estancada y abarrotada de antigüedades, sin saber qué decir. Él tampoco parecía saber cómo romper el silencio, porque abrió la boca, la cerró y meneó la cabeza como si quisiera despejarse. Aparentaba entre cincuenta y sesenta años, iba mal afeitado, y tenía una tímida y agradable cara de facciones grandes que no resultaba atractiva pero tampoco lo contrario; un hombre que siempre sería más corpulento que la mayoría de los que hubiera a su alrededor, y al mismo tiempo con un aspecto poco saludable en un sentido impreciso y húmedo, con profundas ojeras y una palidez que me recordó a los mártires jesuitas que había visto representados en los murales de una iglesia en nuestro viaje escolar a Montreal: europeos corpulentos, capaces y mortalmente pálidos, atados a estacas en los campamentos de los hurones. —Lo siento, esto está hecho una pocilga… —Miraba alrededor con un apremio desenfocado, como mi madre cuando no sabía dónde había puesto algo. Tenía una voz áspera pero educada, como la del señor O’Shea, mi profesor de historia, que había crecido en un duro barrio de Boston y acabó yendo a Harvard. —Puedo volver otro día, si lo prefiere. Al oír esas palabras me miró un poco alarmado. —No, no —dijo; no llevaba gemelos en los puños de la camisa y estos caían sueltos y mugrientos sobre sus muñecas—, solo dame unos momentos para recobrarme, perdona… —Y, apartándose de la cara la maraña de pelo gris, añadió distraído—: Allá vamos. Me conducía hacia un sofá estrecho de aspecto duro, con los brazos en forma de voluta y el respaldo tallado. Pero en él había una almohada y mantas, y ambos advertimos al mismo tiempo que era incómodo sentarse con tal revoltijo de ropa. —Ay, lo siento —murmuró, retrocediendo tan deprisa que casi chocamos—. He acampado aquí, como puedes ver. No es el mejor lugar del mundo, pero he tenido que conformarme ya que no oigo bien con todo el ir y venir… Dándome la espalda (de tal modo que me perdí el resto de la frase), esquivó un libro colocado boca abajo sobre la alfombra y una taza de té con un cerco marrón en el interior, y me señaló una ornamentada butaca tapizada, toda ella remetida y fruncida, con flecos y un elaborado asiento tachonado de botones, que según averiguaría más tarde era una silla turca; Hobie era una de las pocas personas de Nueva York que todavía sabía tapizarlas. Bronces alados, objetos de plata. Plumas de avestruz grises cubiertas de polvo en un jarrón de plata. Vacilante, me senté en el borde de la butaca y miré alrededor. Habría preferido permanecer de pie, preparado para irme. Él se inclinó hacia delante, con las manos entre las rodillas. Pero en lugar de hablar me miró y esperó. —Me llamo Theo —dije atropelladamente, después de un silencio demasiado largo. Me ardía tanto la cara que me dio la impresión de que estallaría en llamas—. Theodore Decker. Pero todos me llaman Theo. Vivo en el norte de la ciudad —añadí con poca convicción. —Yo soy James Hobart, pero todos me llaman Hobie. —Tenía una mirada triste que desarmaba—. Vivo en el centro. Sin saber muy bien si se burlaba de mí, desvié la mirada. —Perdona. —Cerró los ojos un momento y luego los abrió—. No me hagas caso. Welty… —Miró el anillo que tenía en la palma de la mano—. Welty era mi socio. ¿Era? El reloj de pie con la esfera redonda —chirriante y dentado, con cadena y peso, un artilugio digno del capitán Nemo— zumbó ruidosamente en la quietud antes de señalar el cuarto de hora con un gong. —Oh. Yo solo… Creía que… —No. Lo siento. ¿No lo sabías? —añadió, mirándome con atención. Aparté la vista. No me había dado cuenta de hasta qué punto contaba con volver a ver al anciano. A pesar de lo que había visto —de lo que sabía—, por alguna razón había albergado la pueril esperanza de que él hubiera logrado salir milagrosamente del edificio, como una víctima de asesinato de una película televisiva que después de los anuncios resulta que sigue con vida y se está recuperando con tranquilidad en el hospital. —¿Y cómo es que lo tienes tú? —¿Cómo dice? —repliqué, asustado. Me fijé en que el reloj no iba bien: marcaba las diez, ya fuera de la mañana o de la noche no se acercaba siquiera a la hora correcta. —¿Has dicho que él te lo dio? Cambié de postura, incómodo. —Sí. Yo… —El shock de la muerte del anciano me sobrevino de nuevo, como si le hubiera fallado por segunda vez y toda la escena se repitiera desde un ángulo totalmente distinto. —¿Estaba consciente? ¿Habló contigo? —Sí —empecé a decir, y luego me callé. Me sentía fatal. Estar en el mundo del anciano, entre sus posesiones, me había devuelto su presencia de un modo muy vívido: el ambiente irreal de la habitación, como si estuviera debajo del agua, sus terciopelos de color herrumbre, su intensidad y su silencio. —Me alegro de que no estuviera solo —dijo Hobie—. No le habría gustado. —Tenía el anillo en la mano y, llevándose el puño a la boca, me miró—. Cielos, si eres un crío. Sonreí incómodo, no muy seguro de qué tenía que responder. —Lo siento —dijo con un tono formal que pretendía tranquilizarme—. Es solo que…, sé lo horrible que fue. Lo vi. Su cuerpo… —Parecía esforzarse por encontrar las palabras—. Antes de llamarte, lo limpian como pueden y te advierten que no será agradable, lo que ya sabes, por supuesto, pero… En fin, nada puede prepararte para algo así. Hace unos años tuvimos aquí una serie de fotografías de Mathew Brady…, de la guerra de Secesión, tan truculentas que tardamos mucho tiempo en venderlas. No dije una palabra. No tenía costumbre de intervenir en las conversaciones de los adultos, aparte de con un «sí o un no» cuando me apremiaban a responder, pero de todos modos estaba traspuesto. Había ido el amigo de mi madre, Mark, que era médico, para identificar su cuerpo y nadie me dijo gran cosa al respecto. —Recuerdo un relato que leí una vez sobre un soldado. ¿Era en Shiloh…? —Hobie hablaba conmigo, pero no me prestaba toda su atención—. ¿O en Gettysburg? Se quedó tan trastornado que empezó a enterrar pájaros y ardillas en el campo de batalla. En el fuego cruzado también mueren muchas criaturas pequeñas. Hizo muchas tumbas diminutas. —Murieron veinticuatro mil hombres en Shiloh en apenas dos días —balbuceé. Volvió a fijar su mirada en mí, alarmado. —Y cincuenta mil en Gettysburg. Fueron las nuevas armas de fuego. Los proyectiles minié y los fusiles de repetición. Esa es la razón del elevado recuento de víctimas. En Estados Unidos ya se conocía la guerra de trincheras antes de la Primera Guerra Mundial. Casi nadie lo sabe. Me di cuenta de que Hobie no sabía qué hacer con esa información. —¿Te interesa la guerra de Secesión? —me preguntó tras una pausa prudente. —Hum, sí —respondí con brusquedad—. Algo así. Sabía mucho sobre la artillería en el campo de batalla de la Unión porque había hecho un trabajo en clase, tan técnico y plagado de datos que el profesor me pidió que lo repitiera. También estaba al corriente de las fotografías que había tomado Brady a los muertos de Antietam porque las había visto por internet: chicos con ojos como alfileres, y la nariz y la boca ensangrentadas. —En nuestra clase de historia le dedicamos seis semanas a Lincoln… —Brady tenía su estudio de fotografía no muy lejos de aquí. ¿Has estado alguna vez? —No. —Había un pensamiento atrapado a punto de salir, algo fundamental e impronunciable que se había liberado al mencionar a esos soldados de rostro vacío. De pronto todo se había desvanecido menos la imagen: chicos muertos con las extremidades torcidas, mirando al cielo. Siguió un silencio insoportable. Ninguno de los dos parecía saber cómo continuar. Al final Hobie cruzó de nuevo las piernas. —Hum…, perdóname. Por presionarte —dijo sin gran convicción. Me retorcí en la butaca. Había acudido tan movido por la curiosidad que no conté con que yo mismo tendría que responder preguntas. —Sé que es difícil hablar de ello. Solo que… nunca pensé… Mis zapatos. Era interesante comprobar que nunca los había visto realmente. Las puntas gastadas. Los cordones deshilachados. «El sábado iremos a Bloomingdale y compraremos un par». Pero eso nunca ocurrió. —No quiero incomodarte. Pero… ¿estaba consciente? —Sí. Más o menos. Quiero decir… —La expresión alerta y ansiosa del hombre hizo que una remota parte de mí deseara proporcionarle toda clase de información que él no necesitaba saber y que no era apropiado contarle: las entrañas desparramadas, las desagradables y recurrentes imágenes que interrumpían mis pensamientos incluso cuando estaba despierto. Retratos lúgubres, spaniels de porcelana sobre la repisa de la chimenea, un péndulo dorado oscilando, tic toc, tic toc. —Lo oí llamar a alguien cuando me desperté —dije, frotándome el ojo. Era como intentar explicar un sueño. Resultaba imposible—. Me acerqué y estuve con él, y… no era tan grave. O no como cualquiera habría imaginado —añadí, ya que eso último había sonado como la mentira que era. —¿Habló contigo? Tragando saliva, asentí. Caoba oscura; palmeras en tiestos. —¿Estaba consciente? Asentí de nuevo. Un regusto amargo en la boca. No era algo que se pudiera resumir, solo pensamientos incoherentes sin un hilo conductor; el polvo, las sirenas, cómo me había cogido la mano, una vida entera los dos solos, frases mezcladas y nombres de ciudades y personas de los que nunca había oído hablar. Cables rotos soltando chispas. Sus ojos seguían clavados en mí. Tenía la garganta seca y me sentía un poco mareado. El tiempo no transcurría como se suponía que debía hacerlo, y yo aún esperaba que él me preguntara algo, lo que fuera, pero no lo hizo. Por fin meneó la cabeza para reaccionar. —Esto es… —Parecía tan confuso como yo: la bata, el pelo gris suelto le daban el aspecto de un rey sin corona en una obra de teatro para niños—. Lo siento, todo esto me viene de nuevas. —¿Cómo dice? —Verás, es que… —Se echó hacia delante y parpadeó rápidamente—. No concuerda con lo que me dijeron. Me aseguraron que había muerto en el acto. Hicieron mucho hincapié en ello. —Pero… —Me quedé mirándolo, atónito. ¿Se creía que me lo estaba inventando? —No, no —se apresuró a decir él, levantando una mano para tranquilizarme—. Solo que… Estoy seguro de que es lo que nos dicen de todas las víctimas, que murieron en el acto —dijo sombrío, cuando seguí mirándolo fijamente—. «No sufrió en absoluto». «No se sabe qué lo golpeó». De pronto comprendí con un escalofrío las implicaciones que tenía para mí esa afirmación. Mi madre también había «muerto en el acto». No había sufrido «nada en absoluto». Los asistentes sociales habían insistido tanto en ello que no se me ocurrió preguntarles cómo podían estar tan seguros. —Aunque, la verdad, me costaba imaginarlo muriéndose de ese modo —continuó Hobie rompiendo el brusco silencio que se había producido—. El fuerte resplandor, cogiéndolo desprevenido. Yo tenía el presentimiento…, a veces pasa, de que no había sido como decían. —¿Cómo? —repliqué, alzando la vista desorientado ante la nueva y perversa posibilidad con que me topaba. —Un adiós en la puerta —dijo Hobie, en parte como si hablara consigo mismo—. Eso es lo que a él le habría gustado. La última mirada de despedida, el haiku de la muerte… No le habría gustado marcharse sin pararse a hablar con alguien por el camino. «Un salón de té en medio de flores de cerezo, camino de la muerte». Me dejó confundido. En la habitación en penumbra, un solo haz de sol entraba a través de las cortinas y se reflejaba en una bandeja de licoreras de vidrio tallado, proyectando prismas que destellaban y cambiaban de sentido, y temblaban en las paredes como paracemios bajo un microscopio. Pese al intenso olor a humo de leña, la chimenea estaba ennegrecida y apagada, con la rejilla sepultada bajo cenizas, como si no se hubiera utilizado desde hacía tiempo. —La chica —dije con timidez. Su mirada volvió a posarse en mí. —También había una chica. Por un momento él pareció no comprender. Luego se echó hacia atrás en la silla y parpadeó rápidamente como si le hubieran arrojado agua a la cara. —¿Cómo? —pregunté asustado—. ¿Dónde está ella? ¿Está bien? —No —respondió frotándose el puente de la nariz—, no está bien. —Pero ¿sigue viva? —Casi no podía dar crédito. Hobie arqueó las cejas de un modo que comprendí que quería decir que sí. —Ella tuvo suerte. —Pero el tono de su voz y su actitud parecían decir lo contrario. —¿Está aquí? —Bueno… —¿Dónde está? ¿Puedo verla? Él suspiró con algo parecido a la exasperación. —Tiene que hacer reposo y no recibe visitas —replicó, hurgando en sus bolsillos—. No es la misma…, no se sabe cómo reaccionará. —Pero ¿se pondrá bien? —Bueno, eso esperamos. Aunque sigue con la soga al cuello, para utilizar la expresión que insisten en emplear los médicos. Había sacado un paquete de cigarrillos del bolsillo de la bata. Con manos temblorosas encendió uno y arrojó con un ademán el paquete sobre la mesa japonesa pintada que había entre los dos. —¿Cómo? —dijo, apartando el humo de la cara cuando me sorprendió mirando el paquete arrugado, tabaco francés, como el que fumaban los actores en las películas antiguas—. No me digas que tú también quieres uno. —No, gracias —dije tras un silencio incómodo. Estaba bastante seguro de que bromeaba, pero no lo sabía con absoluta certeza. Él me miró a su vez parpadeando a través de la nube de humo con expresión preocupada, como si acabara de descubrir un dato de vital importancia sobre mi persona. —Eres tú, ¿no? —dijo inesperadamente. —¿Cómo dice? —Tú eres el chico cuya madre murió allí dentro, ¿verdad? Por un instante me quedé demasiado estupefacto para hablar. —¿Cómo? —dije. En realidad quería decir «¿Cómo lo sabe?», pero no logré que me saliera de los labios. Incómodo, Hobie se frotó un ojo y se recostó de nuevo con el nerviosismo de un hombre que ha derramado algo en la mesa. —Lo siento. No…, quiero decir que no me ha salido como quería. Por Dios, yo… —Hizo un gesto vago, dando a entender que estaba agotado y que no pensaba con claridad. Aparté la vista de un modo un poco grosero al verme traicionado por una inquietante y desagradable oleada de emoción. Desde la muerte de mi madre casi no había llorado, y menos delante de alguien, ni siquiera en su funeral, donde personas que apenas la conocían (y un par de ellas que le habían hecho la vida imposible, como Mathilde) sollozaron y se sonaron a mi alrededor. Al ver lo perturbado que estaba Hobie empezó a decir algo, pero se lo pensó mejor. —¿Has comido? —me preguntó de repente. Yo estaba demasiado sorprendido para responder. La comida era lo último que tenía en la mente. —Ah, imagino que no —dijo, levantándose sobre sus grandes pies con un crujido de huesos—. Improvisaremos algo. —No tengo hambre —dije, de un modo tan brusco que enseguida me arrepentí. Desde la muerte de mi madre en lo único en que todos parecían pensar era en hacerme engullir. —No, no, por supuesto. —Con la mano libre apartó una nube de humo—. Pero sígueme, por favor. Para hacerme compañía. No eres vegetariano, ¿verdad? —¡No! —repliqué, ofendido—. ¿Cómo se le ocurre? Él soltó una risita aguda. —Eso es fácil. Porque muchos de los amigos de ella lo son y ella también lo es. —Oh —repuse consternado, y él bajó la vista hacia mí sin prisas, con una expresión divertida. —Bueno, para tu información yo tampoco lo soy —continuó alegremente—. Como toda clase de alimentos absurdos, así que imagino que nos las apañaremos. Abrió una puerta y lo seguí por un pasillo abarrotado y con las paredes llenas de espejos desazogados y viejas fotografías. Aunque me precedía a buen paso, yo estaba deseando rezagarme para mirarlas: grupos familiares, columnas blancas, terrazas y palmeras. Una pista de tenis; una alfombra persa extendida sobre una explanada de césped. Criados con pijama blanco solemnemente colocados en hilera. Mi mirada se detuvo en el señor Blackwell: narigudo y atractivo, vestido de blanco inmaculado, jorobado incluso en su juventud. Estaba apoyado en un muro de un paseo marítimo lleno de palmeras; a su lado había una Pippa muy niña. Aun pequeña como era, el parecido saltaba a la vista: el color de la tez, los ojos, la cabeza ladeada en el mismo ángulo y el pelo igual de pelirrojo. —Es ella, ¿verdad? —dije, y en ese mismo instante caí en la cuenta de que no podía serlo. Esa foto, con sus colores desvaídos y la ropa anticuada, había sido tomada mucho antes de que yo naciera. Hobie se volvió y retrocedió hasta mí para mirarla. —No —respondió en voz baja, con las manos a la espalda—. Es Juliet, la madre de Pippa. —¿Dónde está? —¿Juliet? Murió de cáncer. El pasado mes de mayo hizo seis años. —Luego pareció darse cuenta de que había hablado demasiado sucintamente—. Welty era el hermano mayor de Juliet. Mejor dicho, el hermanastro. Del mismo padre pero de distinta madre, se llevaban treinta años. De todos modos él la crió como si fuera su hija. Me incliné para mirar la foto más de cerca. Ella se apoyaba contra él, con la mejilla dulcemente posada en la manga de su chaqueta. Hobie carraspeó. —Su padre tenía unos sesenta años cuando ella nació —continuó en voz baja—. Era demasiado viejo para interesarse por una hija tan pequeña, sobre todo porque no le entusiasmaban los niños. En el otro lado del pasillo había una puerta entreabierta; la abrió del todo y se quedó mirando hacia la oscuridad. Me puse de puntillas y estiré el cuello detrás de él, pero Hobie se apartó casi inmediatamente y cerró la puerta. —¿Es ella? —Aunque estaba demasiado oscuro para distinguir gran cosa, había creído ver el brillo poco amistoso de los ojos de un animal en el otro extremo de la habitación. —Ahora no. —Habló en voz tan baja que apenas lo oí. —¿Qué hay a su lado? —susurré deteniéndome junto a la puerta, reacio a seguir andando—. ¿Un gato? —Un perro. La enfermera no lo aprueba, pero ella insiste en tenerlo en su cama y, con franqueza, no consigo impedir que entre… Rasca la puerta y gime. Por aquí. Moviéndose despacio con un crujir de huesos, con el cuerpo inclinado hacia delante como un anciano, abrió una puerta que daba a una cocina abarrotada con un tragaluz en el techo y un viejo fogón curvilíneo: rojo tomate y de líneas esbeltas como una nave espacial de los años cincuenta. En el suelo había montañas de libros: libros de cocina, diccionarios, novelas viejas, enciclopedias; los estantes estaban atestados de porcelana antigua de media docena de diseños distintos. Cerca de la ventana, al lado de la escalera de incendios, destacaba un santo de madera gastada con la mano levantada en el gesto de bendecir; sobre el aparador, junto a un juego de té de plata, unos animales pintados entrando de dos en dos en un Arca de Noé. Pero el fregadero estaba lleno de platos amontonados, y en las encimeras y los alféizares de las ventanas había frascos de medicinas, tazas sucias, alarmantes montones de cartas sin abrir, y plantas de la floristería secas y mustias en sus macetas. Me hizo sentar a la mesa, apartando facturas de luz y gas de la compañía Con Ed y números atrasados de la revista Antiques. —Té —se dijo a sí mismo, como si se recordara un artículo de una lista de la compra. Mientras trajinaba frente al fogón, observé los cercos de café que había en el mantel. Luego me recosté en la silla y miré alrededor. —Hummm… —¿Sí? —¿Podré verla más tarde? —Quizá —respondió él de espaldas a mí, golpeando un cuenco de porcelana azul al batir: tap, tap, tap—. Solo si está despierta. Se siente muy dolorida y la medicación le da sueño. —¿Qué le ocurrió? —Bueno… —Su tono era a la vez brusco y apagado, y enseguida lo reconocí, ya que era muy parecido al que yo empleaba cuando la gente me preguntaba por mi madre—. Sufrió un fuerte golpe en la cabeza, una fractura en el cráneo…, a decir verdad estuvo en coma un tiempo. Y se rompió la pierna por tantas partes que estuvo a punto de perderla. «Como canicas dentro de un calcetín». —Rió con una risa sin alegría—. Así lo describió el médico cuando miró la radiografía. Doce fracturas, cinco operaciones. La semana pasada —añadió, volviéndose a medias— le quitaron las grapas, y ella les suplicó tanto que la dejaran volver a casa que accedieron, con la condición de que tengamos una enfermera parte del día. —¿Ya puede caminar? —Cielos, no —respondió Hobie, llevándose el cigarrillo a la boca para dar una calada; cocinaba con una mano y fumaba con la otra, como un capitán de remolcador o un cocinero de campamento en una película antigua—. No aguanta más de media hora sentada. —Pero se pondrá bien. —Bueno, eso esperamos —dijo él, en un tono no muy esperanzado. Y, volviéndose hacia mí, añadió—: ¿Sabes?, es asombroso que estés bien si también estuviste allí dentro. —Bueno. —Nunca sabía qué responder cuando la gente me señalaba, como ocurría a menudo, que yo estaba «bien». Hobie tosió y apagó el cigarrillo. Vi en su expresión que sabía que me había contrariado y que lo lamentaba. —Bueno, supongo que ellos también hablaron contigo. Me refiero a los investigadores. Miré el mantel. —Sí. Me pareció que cuanto menos hablara yo sobre ello, mejor sería. —Bueno, no sé qué pensarás tú pero a mí me parecieron muy correctos…, muy informados. El tipo irlandés había visto muchos casos parecidos, y me estuvo hablando de maletas-bombas en Inglaterra y en el aeropuerto de París, y de un café en Tánger en el que hubo docenas de muertos aunque la persona que estaba al lado de la bomba salió ilesa. Dijo que suelen producirse efectos bastante extraños, sobre todo en los edificios más antiguos. Espacios cerrados, superficies desiguales, materiales reflectantes…, todo es muy impredecible. Como la acústica, dijo. Las ondas de la explosión son como las de sonido, rebotan y se desvían. A veces se hacen añicos escaparates a millas de distancia. Otras veces… —Se apartó el pelo de los ojos con la muñeca— se da lo que él llamó el efecto escudo. Los objetos más cercanos a la detonación permanecen intactos…, como la taza de té que no se rompió en la casa del IRA que voló por los aires. Son los cristales y los escombros que vuelan por los aires lo que mata a la mayoría de la gente, ¿sabes? A menudo a una gran distancia. Un guijarro o una esquirla de vidrio que se desplaza a esa velocidad es como una bala. Deslicé el pulgar a lo largo de una flor del estampado del mantel. —Yo… —Lo siento. Quizá no sea el tema de conversación más apropiado. —No, no. —En realidad era un gran alivio oír a alguien hablar sin rodeos, y de un modo informado, sobre lo que la mayoría de la gente se esforzaba en eludir—. No es eso. Solo que… —¿Sí? —Me preguntaba cómo logró salir ella. —Bueno, fue un golpe de suerte. Quedó atrapada bajo un montón de escombros. Los bomberos no la habrían encontrado si uno de los perros no los hubiera alertado. Abrieron un trecho, levantaron una viga con un gato… Lo asombroso fue que se despertó y estuvo hablando con ellos todo el tiempo, pero ella no se acuerda. Milagrosamente la sacaron antes de que llegara el aviso de evacuar… ¿Cuánto tiempo has dicho que estuviste inconsciente tú? —No me acuerdo. —Bien, pues tuviste suerte. Si hubieran tenido que irse dejándola allí todavía inmovilizada, que es lo que tengo entendido que le ocurrió a mucha gente… Ah, ya está —dijo al silbar el hervidor de agua. Cuando dejó delante de mí el plato de comida, no era muy apetitoso a la vista: un pegote amarillo e hinchado sobre una tostada. Pero olía bien. Lo probé con cautela. Era queso derretido con tomate troceado y pimienta de cayena, y varios ingredientes más que no reconocí; estaba riquísimo. —Perdone, pero ¿qué es esto? —le pregunté dando otro cuidadoso mordisco. Él pareció un poco avergonzado. —No tiene nombre en realidad. —Pues está muy bueno —dije, un poco sorprendido del hambre que tenía. Mi madre preparaba una tostada con queso muy parecida que a veces comíamos los sábados por la noche en invierno. —¿Te gusta el queso? Debería habértelo preguntado antes. Hice un gesto de afirmación con la boca todavía llena. Aunque la señora Barbour siempre insistía en cebarme a helados y dulces, yo tenía la impresión de que apenas había ingerido una comida normal desde que mi madre había muerto; o al menos no la clase de comidas que eran normales para nosotros, como huevos revueltos o fritos en poco aceite, o macarrones con queso servidos directamente del envase de cartón, mientras yo le contaba lo que había hecho durante el día encaramado en la escalera de mano de la cocina. Mientras yo comía, él me observó sentado al otro lado de la mesa, con la barbilla apoyada en sus grandes manos blancas. —¿Qué se te da bien? —preguntó de un modo bastante inesperado—. ¿Los deportes? —¿Cómo? —¿Qué te interesa? ¿Los campeonatos y todo eso? —Bueno…, los videojuegos. Como la Age of Conquest o Yakuza Freakout. Pareció desconcertado. —Y en el colegio, ¿cuál es tu asignatura preferida? —Supongo que historia. También lengua y literatura —añadí cuando él no respondió—. Pero será muy aburrido las próximas seis semanas… Hemos dejado la literatura y retomado el libro de gramática, y ahora estamos analizando frases. —¿La literatura? ¿Británica o estadounidense? —Estadounidense. Al menos hasta ahora. Este año también estamos estudiando la historia de Estados Unidos. Aunque últimamente ha sido muy aburrido. Casi hemos acabado la Gran Depresión, pero todo mejorará de nuevo cuando lleguemos a la Segunda Guerra Mundial. Era la conversación más agradable que había mantenido en bastante tiempo. Hobie me hizo toda clase de preguntas interesantes, como qué libros había leído en la clase de literatura y en qué se diferenciaba el colegio de primaria del de secundaria, cuál era la asignatura qué más me costaba (el español) y qué período histórico me atraía más (no estaba seguro, cualquiera menos el de Eugene Debs y el movimiento obrero, al que habíamos dedicado demasiado tiempo), y qué quería ser de mayor (ni idea), pero sobre todo era una novedad charlar con un adulto que parecía interesarse en mí al margen de mi infortunio, sin sonsacarme información ni agotar la lista de cosas que decir a niños problemáticos. Nos entusiasmamos con el tema de los escritores, desde T. H. White y Tolkien a Edgar Allen Poe, otro autor favorito. —Mi padre dice que Poe es un escritor mediocre —comenté—. Que es el Vincent Price de la literatura estadounidense. Pero creo que no es justo. —No, no lo es —respondió Hobie muy serio, sirviéndose una taza de té—. Aunque no te guste, Poe inventó las historias de detectives y de ciencia ficción. En el fondo inventó una parte enorme del siglo veinte. Si te soy sincero no me interesa tanto como cuando era niño, pero no puedes descartarlo por cascarrabias por mucho que no te guste. —Mi padre lo hacía. Le gustaba ir por ahí recitando «Annabel Lee» con una voz ridícula para irritarme. Porque sabía que me gustaba. —Entonces tu padre es escritor. —No. —No sabía de dónde se sacaba eso—. Es actor. O lo era. —Antes de que yo naciera había interpretado papeles secundarios en varias series de televisión, nunca de protagonista sino de novio playboy malcriado o socio corrupto que muere asesinado. —¿Es posible que haya oído hablar de él? —No, ahora trabaja en una oficina. O trabajaba. —¿Y a qué se dedica? —me preguntó. Se había deslizado el anillo en el meñique y de vez en cuando le daba vueltas entre el pulgar y el índice de la otra mano, como para asegurarse de que seguía allí. —¿Quién sabe? Nos dejó tirados. Vi con sorpresa que él se reía. —¿Si te he visto no me acuerdo? —Bueno… —Me encogí de hombros—. No lo sé. A veces no estaba mal. Veíamos partidos y películas policíacas juntos, y me contaba cómo hacían los efectos especiales de la sangre y demás. Pero otras…, no lo sé. Como cuando iba a recogerme al colegio borracho. —No había hablado realmente de ello con Dave el psiquiatra ni con la señora Swanson ni con nadie—. Me daba miedo decírselo a mi madre, pero luego ella se enteraba por una de las otras madres. Un día… —era una larga historia y estaba avergonzado, no quería extenderme demasiado— se rompió una mano en un bar a raíz de una pelea. Siempre iba al mismo bar, solo que nosotros no lo sabíamos porque nos decía que trabajaba hasta tarde, y tenía una pandilla de amigos que nosotros no conocíamos y que le enviaban postales a la dirección de casa cuando se iban de vacaciones a lugares como las islas Vírgenes, así fue como nos enteramos, y mi madre trató de convencerlo para que fuera a Alcohólicos Anónimos pero él no quiso ni oír hablar de ello. A veces los conserjes subían y se quedaban frente a la puerta de nuestro piso, haciendo mucho ruido con el fin de que él lo oyera y supiera que estaban fuera. Para que no se desmadrara demasiado, ya sabes. —¿Desmadrara? —Había muchos gritos y demás. Era sobre todo él. Pero… —era consciente de que había hablado más de la cuenta y me sentía incómodo— era sobre todo él quien metía tanto escándalo. Como…, no sé, como cuando tenía que quedarse conmigo mientras mi madre iba a trabajar. Siempre estaba de muy mal humor. Yo no podía hablarle mientras veía las noticias o los deportes, esa era la norma. Quiero decir… —Guardé silencio unos minutos con aire desdichado, con la sensación de haber hablado demasiado—. De todos modos, eso fue hace mucho tiempo. Hobie se recostó en su silla y me miró; era un hombre corpulento, cauto, reservado, aunque tenía los ojos del inquieto azul de la juventud. —¿Y ahora? —preguntó—. ¿Te gusta la gente con la que estás viviendo? —Hummm… —Guardé silencio unos minutos con la boca llena, sin saber cómo describir a los Barbour—. Supongo que son agradables. —Me alegro. No puedo decir que conozca a Samantha Barbour, pero trabajé para su familia en el pasado. Tiene buen ojo. Al oír eso dejé de comer. —¿Conoce a los Barbour? —A él no, a ella. La madre de él era una gran coleccionista… Pero tengo entendido que todo fue a parar al hermano, a raíz de una pelea familiar. Welty te habría contado más cosas. No es que le gustara cotillear —se apresuró a añadir—. Destacaba por ser muy discreto y reservado, pero la gente le hacía confidencias. Era esa clase de hombre, ¿sabes? Los desconocidos se confiaban a él, ya fueran clientes o personas que apenas conocía; era la clase de hombre a quien la gente le cuenta sus miserias. »Pero sí, todos los marchantes y anticuarios de Nueva York conocen a Samantha Barbour. —Juntó las manos—. Era una Van der Pleyn antes de casarse. No es una gran compradora, pero Welty a veces coincidía con ella en las subastas, y desde luego tiene piezas hermosas. —¿Quién le ha dicho que estoy viviendo con los Barbour? Él parpadeó rápidamente. —Salió en el periódico. ¿No lo viste? —¿El periódico? —En el Times. ¿No lo leíste? —¿Hablaron sobre mí en el periódico? —No, no —se apresuró a responder Hobie—. No era sobre ti, sino sobre los niños que habían perdido a algún miembro de su familia en el museo. La mayoría eran turistas. Había una niña pequeña, un bebé en realidad, la hija de un diplomático sudamericano… —¿Qué decían en el periódico sobre mí? Hobie hizo una mueca. —La difícil situación de un huérfano…, y gente de la buena sociedad que hacía obras de caridad y había intervenido, esa clase de cosas. Ya puedes imaginártelo. Me quedé mirando mi plato avergonzado. ¿Huérfano? ¿Caridad? —Era un artículo muy bonito. Por lo visto, hace tiempo protegiste a uno de sus hijos de unos matones en el colegio —dijo, bajando su gran cabeza gris para mirarme a los ojos—. Me refiero al otro chico superdotado al que pasaron de curso. Meneé la cabeza. —¿Cómo? —¿No era el hijo de Samantha el que defendiste de un grupo de chicos mayores en el colegio? Tú recibiste la paliza por él o algo así. De nuevo meneé la cabeza, totalmente estupefacto. Él se rió. —¡Qué humildad! No deberías avergonzarte. —Pero… no es verdad —repliqué confuso—. A los dos nos provocaban y pegaban. Todos los días. —Eso ponía en el artículo. Lo que hacía aún más extraordinario que hubieras salido en su defensa. ¿Recuerdas el incidente de la botella rota? —añadió al ver que yo no respondía—. Alguien intentó herir al hijo de Samantha Barbour con una botella rota y tú… —Ah, eso —lo interrumpí avergonzado—. No fue nada. —Te cortaste. Cuando intentabas ayudarlo. —¡No fue así! Cavanaugh se abalanzó sobre los dos y dio la casualidad de que había un pedazo de cristal en la acera. Hobie se rió de nuevo con la risa de un hombre corpulento, fuerte y áspera, en discordancia con su voz refinada. —Bueno, no importa, lo cierto es que has acabado en una familia interesante. —Se levantó y se acercó a un armario del que cogió una botella de whisky, y se sirvió dos dedos en un vaso no muy limpio—. Samantha Barbour no parece tener el más afectuoso y acogedor de los corazones…, al menos no da esa impresión. Pero por lo visto hace una gran labor en el mundo de las fundaciones benéficas. Guardé silencio mientras él volvía a guardar la botella en el armario. La luz que entraba a través del tragaluz del techo era gris y opalescente; una lluvia fina repiqueteaba en el cristal. —¿Va a abrir de nuevo la tienda? —le pregunté. —Bueno… —Suspiró—. Welty era el que se ocupaba de esa parte del negocio: los clientes, las ventas. Yo no soy empresario sino ebanista. Anticuario y manitas. Apenas piso la tienda. Siempre estoy abajo, serrando y puliendo. Ahora que él ya no está…, todo es muy nuevo para mí. Los clientes preguntan por muebles que él les vendió, llegan mercancías que yo no sabía que él había comprado, no sé dónde están los papeles, no tengo ni idea de para quién son…, hay millones de cosas que necesito preguntarle, daría todo lo que tengo por hablar cinco minutos con él. Sobre todo…, bueno, sobre todo acerca de Pippa. Los cuidados médicos y…, en fin. —Entiendo —respondí, consciente de lo poco convincente que sonaba. Nos adentrábamos en el incómodo territorio del funeral de mi madre, los silencios prolongados, las sonrisas inapropiadas, el aire lleno de palabras inútiles. —Welty era un hombre maravilloso. No hay muchos como él. Cortés, encantador. La gente siempre lo compadecía por su joroba, aunque nunca he conocido a nadie con un don tan innato para la felicidad, y, por supuesto, los clientes lo querían…, era un tipo muy sociable y extrovertido…, «el mundo no acudirá a mí», solía decir, «yo tengo que salir a su encuentro». De forma bastante repentina el iPhone de Andy emitió un pitido; había entrado un mensaje de texto. Hobie, que se estaba llevando el vaso a la boca, dio un respingo. —¿Qué es eso? —Espere —dije, buscando en el bolsillo. El texto era de Phil Lefkow, uno de los compañeros de Andy de la clase de japonés: Hola, Theo, soy Andy, ¿estás bien? Desconecté con prisas el móvil y lo guardé de nuevo en el bolsillo. —Disculpe. ¿Qué decía? —Lo he olvidado. —Hobie se quedó unos minutos mirando al vacío, luego meneó la cabeza—. Nunca pensé que volvería a verlo —añadió, bajando la vista hacia el anillo—. Es tan típico de él que te pidiera que lo trajeras aquí…, que me lo pusieras en la mano. Yo…, bueno, no dije nada pero estaba seguro de que se lo había quedado alguien del depósito de cadáveres… Volvió a sonar el móvil con una nota aguda e irritante. —Dios mío. Perdone —dije, buscándolo. Otro mensaje de Andy: ¡¡¡¡Solo quería asegurarme de que no te están matando!!!! —Disculpe, esta vez lo he apagado del todo —dije, apretando el botón unos segundos para asegurarme. Pero él se limitó a sonreír y miró el interior de su copa. Las gotas de lluvia repiqueteaban en el tragaluz, arrojando sombras aguadas que bajaban por la pared. Demasiado tímido para decir nada, esperé a que Hobie retomara el hilo de la conversación, y como no lo hizo, nos quedamos sentados en silencio mientras yo bebía a sorbos té frío (Lapsang Souchong, ahumado y peculiar) y pensaba en lo extraña que era mi vida y el lugar donde me encontraba. Aparté el plato. —Gracias —dije formalmente, hablando así para mi madre, por si escuchaba (se había convertido en una costumbre), mientras paseaba la mirada por la habitación—, estaba muy bueno. —¡Oh, qué educado eres! —respondió él riéndose de mí, pero no de una manera descortés sino muy amigable—. ¿Te gusta? —¿Qué? —Mi Arca de Noé. —Señaló el estante con la cabeza—. Me ha parecido que la mirabas. Los animales de madera gastada (elefantes, tigres, bueyes, cebras, hasta un par de ratoncitos) hacían pacientemente cola para subir a bordo. —¿Es de ella? —pregunté, tras un silencio impregnado de fascinación; porque los animales habían sido colocados con tanto cuidado (los grandes felinos se ignoraban mutuamente; el gallo le daba la espalda a la gallina para admirar su reflejo en el tostador) que me la imaginé a ella ocupada durante horas en ponerlos en el sitio adecuado. —No… —Hobie juntó las manos sobre la mesa—. Fue una de las primeras antigüedades que compré, hace treinta años. En un mercado de arte popular norteamericano. No soy muy aficionado a lo popular, nunca lo he sido, y esta pieza, que no es de primera calidad, rompe con todo lo que tengo; pero ¿acaso no es lo inapropiado, lo que no encaja, lo que curiosamente más queremos? Eché la silla hacia atrás, incapaz de permanecer más tiempo sentado. —¿Puedo verla ahora? —Si está despierta… —Hobie se mordió los labios—. Bueno, no veo qué hay de malo en ello. Pero solo un minuto. —Cuando se levantó, su corpulenta y encorvada figura me sorprendió de nuevo—. Pero te lo advierto…, está un poco confusa. —Al llegar a la puerta, se volvió—. Ah, y es mejor que no hables de Welty, si puedes evitarlo. —¿No lo sabe? —Oh, sí —respondió con tono brusco—. Lo sabe, pero a veces se queda muy afectada cuando oye hablar de ello, y pregunta cuándo pasó y por qué no le dijimos nada. II Cuando abrí la puerta, las persianas estaban bajadas y mis ojos tardaron unos momentos en acostumbrarse a la oscuridad; el ambiente olía a enfermedad y medicamentos. Encima de la cama colgaba un póster enmarcado de la película El mago de Oz. Una vela aromática se derretía en un vaso rojo, entre otros cachivaches y rosarios, partituras de música, flores de papel de seda y viejas tarjetas de San Valentín, junto con cientos de postales deseándole una pronta recuperación ensartadas con cintas, y un montón de globos plateados que flotaban de forma siniestra en el techo, con las cuerdas metálicas colgando como tentáculos de medusa. —Ha venido alguien a verte, Pip —dijo Hobie con un tono alto y alegre. Vi movimiento en la colcha. Un codo se levantó. —Hummm… —dijo una voz soñolienta. —Está tan oscuro, cariño. ¿No me dejarías descorrer las cortinas? —No, por favor, la luz me hiere la vista. Era más menuda de lo que recordaba, y su cara —un borrón en la penumbra— era muy blanca. Tenía la cabeza afeitada con un solo rizo delantero. Al acercarme a ella, un poco asustado, vi un destello metálico en su sien, un pasador para el pelo o una horquilla, pensé, hasta que distinguí las grapas médicas describiendo una fea espiral por encima de una oreja. —Os he oído en el pasillo —dijo con una voz débil y áspera, mientras su mirada iba de Hobie a mí. —¿Qué has oído? —preguntó él. —Os he oído hablar. Cosmo también. Al principio no vi al perro, un terrier gris acurrucado a su lado en medio de cojines y muñecos de peluche. Cuando levantó la cabeza vi por la cara entrecana y los ojos nublados de cataratas que era muy viejo. —Creía que estabas dormida, palomita —dijo Hobie, acariciando la barbilla del perro. —Siempre dices eso, pero siempre estoy despierta —dijo ella y, mirándome, añadió—: Hola. —Hola. —¿Quién eres? —Me llamo Theo. —¿Cuál es tu pieza musical favorita? —No lo sé —respondí, y luego, para no parecer estúpido—: Beethoven. —Eso está muy bien. Tienes pinta de que te guste Beethoven. —¿En serio? —dije, sintiéndome abrumado. —Lo he dicho en un sentido positivo. Yo no puedo escuchar música. Por mi cabeza. Es horrible. No, deja que se siente aquí —le dijo a Hobie, que estaba apartando libros, gasas y paquetes de kleenex de la silla que había junto a la cama—. Puedes sentarte aquí —me dijo, moviéndose un poco para hacerme sitio sobre la cama. Después de mirar a Hobie para asegurarme de que lo aprobaba, me senté con cautela sobre una cadera, con cuidado de no molestar al perro, que levantó la cabeza y me miró furibundo. —No te preocupes, no muerde. Bueno, solo a veces. —Ella me miró con ojos soñolientos—. Te conozco. —¿Te acuerdas de mí? —Hummm… ¿Somos amigos? —Sí —dije sin pensar, luego me volví hacia Hobie, avergonzado de haber mentido. —He olvidado cómo te llamas, lo siento. Pero recuerdo tu cara. —Luego, acariciando la cabeza del perro, añadió—: No me acordaba de mi habitación cuando volví a casa. Me acordaba de la cama y de mis cosas, pero la habitación era distinta. Ahora que los ojos se me habían acostumbrado a la oscuridad, vi la silla de ruedas en una esquina, los frascos de medicinas en la mesilla de noche. —¿Qué te gusta de Beethoven? —Uf… —Le miraba fijamente el brazo, que había apoyado en la colcha, la tierna piel del interior del codo con una tirita. Ella se estaba sentando en la cama y miraba más allá de mí, hacia Hobie, cuya silueta se recortaba en el umbral iluminado. —No puedo hablar demasiado, ¿verdad? —No, palomita. —Creo que no estoy muy cansada, pero nunca lo sé. ¿Tú te cansas durante el día? —A veces. —Tras la muerte de mi madre me había dado por dormirme en clase y por quedarme frito en la habitación de Andy después del colegio—. Antes no lo hacía. —Yo también. Tengo sueño a todas horas. Me gustaría saber por qué. Creo que es muy aburrido. Hobie —me di cuenta al volverme hacia el umbral iluminado— se había ido un momento. Aunque era poco propio de mí, por alguna razón sentí el impulso de cogerle la mano y ahora que estábamos solos lo hice. —¿Te importa? Todo parecía suceder a cámara lenta, como si me moviera a través de agua profunda. Era muy extraño sostener la mano de alguien —la mano de una chica— y, al mismo tiempo, resultaba curiosamente normal. Nunca había hecho algo parecido. —En absoluto. Creo que es bonito. —Luego, después de un breve silencio durante el cual oí los ronquidos del pequeño terrier, ella añadió—: ¿No te importa que cierre los ojos un momento? —No —dije, deslizando un pulgar por sus nudillos, a lo largo de los huesos. —Sé que es una grosería, pero tengo que hacerlo. Bajé la vista hacia sus párpados cerrados: los labios cuarteados, la palidez y los morados, la fea hilera metálica sobre una oreja. La extraña combinación de lo que había de emocionante en ella y lo que se suponía que no lo era, hizo que me sintiera mareado y confuso. Me volví con culpabilidad y vi a Hobie en el umbral. Salí de puntillas al pasillo y cerré la puerta sin hacer ruido detrás de mí, agradeciendo lo oscuro que estaba. Recorrimos juntos el pasillo hasta el salón. —¿Cómo la has visto? —me preguntó, en voz tan baja que apenas podía oírlo. ¿Qué podía decir? —Supongo que bien. —No es la misma. —Hizo una pausa con aire desdichado, con las manos hundidas en los bolsillos de la bata—. Bueno, lo es y no lo es. No reconoce a muchas personas muy allegadas a ella, les habla con mucha formalidad, y a veces se muestra muy abierta, parlanchina y franca con los desconocidos, y trata a gente que nunca ha visto como si fueran viejos amigos. Me han dicho que es muy común. —¿Por qué no puede escuchar música? Él arqueó las cejas. —A veces lo hace. Pero de vez en cuando, sobre todo últimamente, la altera mucho. Cree que tiene que ensayar, que debe practicar una pieza para el colegio, y se agita mucho. Es muy difícil. Algún día es posible que vuelva a tocar, o eso me dicen, pero como aficionada… De pronto sonó el timbre de la puerta, sobresaltándonos a los dos. —Ah, debe de ser su enfermera —dijo Hobie, nervioso, mirando un viejo reloj de pulsera extraordinariamente bonito en el que aún no me había fijado. Nos miramos. No habíamos acabado de hablar; había mucho más que decir. Volvió a sonar el timbre. En el otro extremo del pasillo el perro ladraba. —Llega pronto —dijo Hobie, cruzándolo deprisa con un aire un poco desesperado. —¿Puedo volver para verla? Él se detuvo. Parecía horrorizado de que se lo preguntara siquiera. —Por supuesto que puedes volver. Vuelve, por favor. De nuevo el timbre de la puerta. —Cuando quieras. Por favor. Siempre nos alegraremos de verte. III —¿Qué ha pasado? —me preguntó Andy mientras nos vestíamos para cenar—. ¿Ha sido extraño? Platt ya se había marchado para coger el tren de regreso al colegio; la señora Barbour tenía una cena con la junta directiva de alguna sociedad benéfica, y el señor Barbour iba a llevarnos a cenar al resto de nosotros al club náutico (adonde solo íbamos las noches que la señora Barbour tenía otros planes). —El tipo conocía a tu madre. Andy hizo una mueca mientras se anudaba la corbata; todo el mundo conocía a su madre. —Ha sido un poco extraño. Pero me alegro de haber ido. —Y, metiendo una mano en el bolsillo del chaquetón, añadí—: Gracias por dejármelo. Andy comprobó si tenía mensajes, lo desconectó y se lo guardó en el bolsillo. Luego se detuvo, con la mano todavía en el bolsillo, y levantó la vista sin mirarme directamente a la cara. —Sé que las cosas van mal —dijo inesperadamente—. Siento que todo se haya jodido para ti. Su voz —monótona como la voz robótica de un contestador automático— me impidió por un momento comprender lo que había dicho. —Ella era encantadora —continuó, todavía sin mirarme—. Quiero decir… —Sí, bueno —murmuré, no muy impaciente por prolongar la conversación. —Quiero decir que la echo de menos. —Me miró a los ojos con una expresión medio aterrada—. Nunca he conocido a nadie que haya muerto. Bueno, a mi abuelo Van der Pleyn. Nunca a alguien que me gustara. No dije una palabra. Mi madre siempre había tenido debilidad por Andy; le sonsacaba con paciencia información sobre su estación meteorológica casera y le tomaba el pelo por su puntuación en campos de batalla galácticos hasta que él se ponía rojo de placer. Joven, juguetona, divertida y cariñosa, ella había sido todo lo que su madre no era: una madre que lanzaba frisbees con nosotros en el parque, hablaba de películas de zombis con ambos y nos dejaba quedarnos en la cama hasta tarde los domingos por la mañana, comiendo Lucky Charms y viendo dibujos animados; a veces me irritaba un poco lo atontado y eufórico que se veía a Andy en presencia de ella, trotando detrás sin dejar de parlotear sobre el nivel 4 del juego al que estaba jugando, incapaz de apartar los ojos de su trasero cuando ella se inclinaba para coger algo del fregadero. —Era la más enrollada —dijo Andy, con su voz distante—. ¿Te acuerdas de cuando nos llevó en autobús a aquella convención de fans del cine de terror en las afueras de New Jersey? ¿Y de ese tipo espeluznante llamado Rip que nos seguía a todas partes intentando persuadir a tu madre para que actuara en su película de vampiros? Yo sabía que su intención era buena. Pero me resultaba casi insoportable hablar de algo relacionado con mi madre o de antes, y volví la cabeza. —No creo que hiciera cine de terror siquiera —continuó Andy, con su voz débil e irritante—. Creo que era una especie de obseso. Todas esas mazmorras con chicas atadas a mesas de laboratorios parecía algo más bien sacado de una película porno. ¿Te acuerdas de cómo le suplicó a tu madre que se probara la dentadura de vampiro? —Sí. Después de eso ella se acercó al segurata. —Con pantalones de cuero y todos esos piercings. Quién sabe, quizá fuera verdad que estaba haciendo una película de vampiros, pero seguro que era un gran pervertido. ¿No lo notaste? Con esa sonrisa astuta y el modo en que no paraba de mirarle el escote. —Vámonos ya. Tengo hambre. —¿Sí? Desde que mi madre había muerto yo había perdido unas nueve o diez libras, las suficientes para que la señora Swanson hubiera empezado a pesarme (de manera vergonzosa) en su consulta, en la misma báscula que utilizaba para pesar a las chicas con trastornos alimentarios. —¿Tú no? —Sí, pero pensaba que estabas vigilando el peso para que te cupiera el vestido del baile de fin de curso. —Vete a la mierda —dije de buen humor mientras abría la puerta… y me topé con el señor Barbour, que se encontraba al otro lado, no sabría decir si escuchando o a punto de llamar. Avergonzado, empecé a tartamudear… En casa de los Barbour estaba terminantemente prohibido decir palabrotas, pero el señor Barbour no parecía muy perturbado. —Vaya, Theo, me alegra ver que estás mejor —dijo secamente, mirando por encima de mi cabeza—. Vamos a coger mesa. IV La semana siguiente todos, incluido Toddy, se dieron cuenta de que mi apetito había aumentado. —¿Has acabado tu huelga de hambre? —me preguntó con curiosidad una mañana. —Toddy, acaba de desayunar. —Pero creía que se llamaba así cuando la gente no come. —No, una huelga de hambre es para la gente que está en la cárcel —dijo Kitsey fríamente. —Gatita —dijo el señor Barbour con tono de advertencia. —Sí, pero él se comió tres gofres ayer —dijo Toddy, ansioso, mirando a sus distraídos padres en un intento de llamar su atención—. Y yo solo me comí dos. Además, esta mañana se ha zampado dos boles de cereales y seis lonchas de beicon, pero a mí me habéis dicho que cinco son demasiadas. ¿Por qué no puedo tomar cinco como él? V —Hola, hola. Bienvenido —me dijo Dave el psiquiatra mientras cerraba la puerta y se sentaba frente a mí en su consulta: alfombras de kilim, estantes llenos de viejos libros de texto (Drogas y sociedad; Psicología infantil: un nuevo enfoque) y cortinas beige que se abrían con un zumbido al pulsar un botón. Sonreí incómodo, paseando la vista por la habitación —la palmera en una maceta, la estatua de Buda de bronce—, mirando a todas partes menos a él. —Bien. —El débil murmullo del tráfico que llegaba de la Primera Avenida hacía que el silencio entre nosotros fuera enorme, intergaláctico—. ¿Qué tal va todo? —Bueno… —Yo tenía pavor a las sesiones con Dave, un suplicio que se producía dos veces a la semana y que solo era comparable con las visitas al dentista; me sentía culpable por no tenerle simpatía pese al gran esfuerzo que hacía él, siempre preguntándome qué películas o libros me gustaban, grabándome música o recortando artículos de Game Pro que pensaba que podían interesarme. A veces incluso me llevaba a EJ’s Luncheonette para tomar una hamburguesa. Pero en cuanto empezaba con las preguntas me ponía rígido, como si me hubieran obligado a salir a escena en una obra de teatro en la que no me sabía el papel. —Se te ve un poco distraído hoy. —Hummm… —No se me había escapado que varios de los libros que había en los estantes de Dave tenían la palabra sexo en el título: Sexualidad adolescente, Sexo y capacidades mentales, Patrones de desviación sexual, y mi favorito: Saliendo de las sombras: Cómo comprender la adicción sexual—. Supongo que estoy bien. —¿Solo lo supones? —No, estoy bien. Las cosas me van bien. —¿Ah, sí? —Dave se recostó en su silla, moviendo la cabeza—. Eso es estupendo. —Luego añadió—: ¿Por qué no me pones un poco al día de lo que ha pasado? —Oh… —Me rasqué la ceja, desvié la mirada—. El español se me sigue resistiendo… Tengo otro examen de recuperación que probablemente haré este lunes. Pero he sacado un sobresaliente en el trabajo sobre Stalingrado, de modo que pasaré de bien menos a bien en historia. Él guardó silencio tanto tiempo que me sentí acorralado y empecé a devanarme los sesos buscando qué más decir. —¿Algo más? —Bueno… —Me miré los pulgares. —¿Qué tal tu ansiedad? —Mejor —dije, pensando en lo mucho que me incomodaba no saber nada sobre él. Era uno de esos tipos que llevaba un anillo de casado que en realidad no parecía un anillo de casado, o quizá no lo era y solo estaba muy orgulloso de sus antepasados celtas. Si hubiera tenido que adivinar habría dicho que se había casado hacía poco y tenía un hijo recién nacido, pues emanaba una vidriosa aura de paternidad joven y exhausta, como si tuviera que levantarse y cambiar pañales en mitad de la noche, pero ¿quién sabía? —¿Y la medicación? ¿Qué hay de los efectos secundarios? —Ah… —Me rasqué la nariz—, supongo que mejor. —No había tomado las pastillas; hacían que me sintiera tan cansado y me daban tanto dolor de cabeza que últimamente las escupía por el desagüe del lavabo del cuarto de baño. —Entonces podríamos decir que, en general, te encuentras mejor —dijo él después de unos momentos. —Supongo que sí —respondí tras un silencio, mirando el cuadro que colgaba detrás de su cabeza. Era como un ábaco torcido hecho de cuentas de barro y cuerda con nudos, y me pareció que había pasado gran parte de mi vida reciente mirándolo. Dave sonrió. —Lo dices como si fuera algo de lo que avergonzarse. Pero sentirse mejor no significa que hayas olvidado a tu madre. O que la quieras menos. Molesto ante semejante suposición, que jamás se me había pasado por la cabeza, desvié la mirada y contemplé la deprimente vista de edificios de ladrillo blanco de la acera de enfrente a través de la ventana. —¿Tienes alguna idea de por qué te estás sintiendo mejor? —No, la verdad —respondí cortante. Mejor ni siquiera se ajustaba a lo que sentía. No había una palabra para describirlo. Eran cosas demasiado insignificantes para mencionarlas —risas en el pasillo del colegio, un geco vivo escabulléndose de un terrario en el laboratorio de ciencias— y que tan pronto hacían que me sintiera contento como me daban ganas de llorar. A veces por las tardes soplaba un viento húmedo y arenoso a través de las ventanas de Park Avenue, justo cuando el tráfico de la hora punta disminuía y la ciudad se vaciaba; era la lluvia, los árboles echando hojas, la primavera dando paso al verano; y el grito desesperado de las bocinas, el olor a humedad de la acera mojada tenían algo eléctrico, una sensación de aglomeración y estática en la atmósfera, secretarias solitarias y tipos gordos con comida para llevar, la omnipresente y poco atractiva tristeza de las criaturas que luchaban por vivir. Durante semanas había estado paralizado, aislado; ahora, en la ducha, ponía el chorro a la máxima potencia y gritaba calladamente. Todo era crudo, doloroso, confuso y erróneo, y sin embargo era como si me hubieran sacado a rastras del agua helada a través de una grieta en el hielo y hubiera salido a la luz y a un frío abrasador. —¿Adónde has ido ahora mismo? —preguntó Dave, intentando atraer mi mirada. —¿Perdón? —¿En qué estabas pensando? —En nada. —¿De verdad? Es bastante difícil no pensar en nada. Me encogí de hombros. Aparte de Andy, no había hablado con nadie de mi visita a la casa de Pippa en autobús, y el secreto lo coloreaba todo, como la luminiscencia de un sueño: los cachorros de papel de seda, la luz tenue de una vela goteante, el calor pringoso de la mano de ella en la mía. Pero aunque en apariencia era lo más resonante y real que me había sucedido en mucho tiempo, no quería estropearlo hablando de ello, y menos con Dave. Permanecimos sentados otro largo momento. Luego Dave se echó hacia delante con expresión preocupada. —Verás, Theo, cuando te pregunto adónde vas durante esos silencios, no quiero parecer estúpido ni ponerte en un aprieto ni nada parecido. —¡Ya lo sé! —me apresuré a decir, agarrándome a los brazos del sofá tapizados de tweed. —Estoy aquí para hablar de lo que tú quieras. O… —un crujido de la madera al cambiar de postura en la silla— para no hablar. Solo quería saber si tenías algo en la mente. —Bueno —dije después de otra pausa interminable, resistiendo la tentación de mirar de reojo el reloj—. Yo solo… —¿Cuántos minutos quedaban? ¿Cuarenta? —Porque me he enterado por alguno de los otros adultos que hay en tu vida de que en los últimos días has hecho una notable mejora. Has participado más en clase —continuó cuando yo no respondí—. Has hecho más vida social. Has vuelto a comer con normalidad. —En el silencio se oyó débilmente la sirena de una ambulancia—. Y quería saber si podías ayudarme a entender qué ha cambiado. Me encogí de hombros, me rasqué una mejilla. ¿Cómo se podía explicar algo así? Parecía una estupidez intentarlo. Hasta el recuerdo empezaba a parecer tan desvaído y lleno de irrealidad como un sueño en el que los detalles se desdibujan cuanto más te esfuerzas por retenerlos. Lo importante era la sensación, una dulce e intensa corriente subterránea tan poderosa que en clase, en el autocar escolar o acostado en la cama tratando de pensar en algo seguro o agradable, algún entorno o configuración donde mi pecho no estuviera tan oprimido a causa de la ansiedad, lo único que tenía que hacer era sumergirme en esa corriente caliente como la sangre y dejarme llevar hasta el lugar secreto donde todo parecía ir bien. Paredes de color canela, gotas de lluvia en los cristales de las ventanas, un vasto silencio y una sensación de profundidad y distancia, como el barniz sobre el fondo de un cuadro del siglo XIX. Alfombras deshilachadas por el uso, abanicos japoneses pintados y tarjetas de San Valentín antiguas a la luz de una vela, pierrots, palomas y guirnaldas de flores en forma de corazón. La cara de Pippa pálida en la oscuridad. VI —Escucha —le dije a Andy al cabo de varios días, cuando salíamos de Starbucks después de clase—, ¿podrías cubrirme esta tarde? —Claro —respondió Andy, tomando un ansioso trago de café—. ¿Cuánto tiempo? —No lo sé. —Dependía de lo que tardara en cambiar de tren en la calle Catorce, podían ser cuarenta y cinco minutos hasta el centro; entre semana, el autobús tardaría aún más—. ¿Tres horas? Andy hizo una mueca; si su madre estaba en casa le haría preguntas. —¿Qué le digo? —Dile que he tenido que quedarme hasta tarde en el colegio o algo así. —Creerá que estás en apuros. —¿Qué importa? —No quiero que telefonee al colegio para averiguarlo. —Pues dile que me he ido al cine. —Entonces me preguntará por qué no he ido contigo. ¿Por qué no le digo que estás en la biblioteca? —Es poco creíble. —Tienes razón ¿Por qué no le digo que tenías una cita urgente con el encargado de controlar tu libertad condicional? ¿O que te has parado a tomarte un par de Old Fashioneds en el Four Seasons? —Imitaba a su padre; la imitación era tan buena que me reí. —Fabelhaft —respondí, con la voz del señor Barbour—. Muy gracioso. Él se encogió de hombros. —La biblioteca principal está abierta hasta las siete de la tarde —dijo con su voz débil—. Pero no tengo por qué saber a cuál has ido si te olvidas de decírmelo. VII La puerta se abrió antes de lo que esperaba, mientras miraba ensimismado hacia el final de la calle. Esta vez Hobie iba bien afeitado y olía a jabón; llevaba el pelo largo y gris pulcramente peinado detrás de las orejas; vestido con tanta elegancia como el señor Blackwell el día de la explosión. Arqueó las cejas; era evidente que se sorprendía de verme. —¡Hola! —¿He venido en mal momento? —le pregunté al ver los puños blancos como la nieve de su camisa, bordada con una diminuta inscripción cifrada en caracteres chinos rojos tan pequeños y estilizados que apenas se veían. —En absoluto. La verdad es que esperaba que vinieras. —Llevaba una corbata roja con un dibujo amarillo pálido; mocasines negros y un traje azul marino de bonito corte—. Pasa, por favor. —¿Va a alguna parte? —le pregunté mirándolo con timidez. El traje le hacía parecer otra persona, menos melancólica y pensativa, más capaz, a diferencia del Hobie de mi primera visita, con el aspecto de un oso polar elegante pero maltratado. —Bueno…, sí. Pero ahora no. La verdad es que estamos en un pequeño aprieto. Pero no importa. ¿Qué significaba eso? Lo seguí por el interior de la casa, a través del bosque de patas de mesa y sillas desmembradas que había en el taller y a lo largo del salón lúgubre hasta la cocina, donde Cosmo, el terrier, corría de un lado para otro repiqueteando con las garras en el suelo de pizarra y gimoteando. Cuando entramos retrocedió unos pasos y nos miró con agresividad. —¿Qué hace aquí? —le pregunté, arrodillándome para acariciarle la cabeza y apartando enseguida la mano cuando él se asustó. —Hummm… —dijo Hobie. Parecía ensimismado. —Cosmo. ¿No prefiere estar con ella? —Oh, eso es cosa de su tía. No quiere que esté allí dentro. —Hobie llenaba el hervidor de agua en el fregadero y advertí cómo temblaba en sus manos. —¿Su tía? —Sí —dijo él poniendo el agua a hervir. Luego se agachó para rascar la barbilla del perro—. Pobrecito, no entiendes nada, ¿verdad? Margaret tiene opiniones muy firmes sobre la presencia de un perro en la habitación de un enfermo. Seguramente tiene razón. Y aquí llegas tú —añadió, mirándome por encima del hombro con una extraña mirada luminosa—, traído por la corriente. Pippa no ha parado de hablar de ti desde que viniste. —¿De verdad? —dije, encantado. —«¡¿Dónde está ese chico?!». «Aquí estuvo un chico». Ayer me dijo que ibas a volver y presto —dijo con una risa cálida y juvenil—, aquí estás. —Se levantó con un crujido de rodillas, y se secó la frente blanca y nudosa con el dorso de la muñeca—. Si esperas un momento, podrás entrar a verla. —¿Cómo está? —Mucho mejor —respondió él resueltamente, sin mirarme—. Hay muchas novedades. Su tía va a llevársela a Texas. —¿Texas? —repetí tras unos minutos de atónito silencio. —Eso me temo. —¿Cuándo? —Pasado mañana. —¡No! Hobie torció el gesto…, una mueca de dolor que desapareció en cuanto la vi. —Sí, he hecho su equipaje —dijo en un tono alegre que no se correspondía con la infelicidad que había dejado traslucir—. Ha pasado mucha gente por aquí. Amigos del colegio… De hecho, este es el primero momento de tranquilidad que tenemos desde hace un tiempo. Ha sido una semana bastante ajetreada. —¿Cuándo volverá? —Bueno, tardará un tiempo en hacerlo. Margaret se la lleva a vivir con ella. —¿Para siempre? —¡Oh, no! Para siempre no —respondió él, con una voz que me dio a entender que eso era exactamente lo que quería decir—. No es que vaya a irse a otro planeta —añadió al ver mi cara—. Iré a verla, por supuesto. Y ella vendrá de visita. —Pero… —Tuve la sensación de que el techo se derrumbaba sobre mi cabeza—. Creía que vivía aquí contigo. —Y así era hasta hace nada. Pero estoy seguro de que se encontrará mucho mejor allí —añadió sin convicción—. Significará un gran cambio para todos, pero a la larga estoy seguro de que será lo mejor. Me di cuenta de que no creía una palabra de lo que decía. —Pero ¿por qué no puede quedarse aquí? Hobie suspiró. —Margaret es la hermanastra de Welty —respondió—. Es su otra hermanastra. El pariente más cercano de Pippa. Cree que Pippa estará mejor en Texas ahora que vuelve a tener movilidad. —Yo no querría vivir en Texas —dije, sorprendido—. Hace demasiado calor. —No creo que allí tengan tan buenos médicos —dijo Hobie, limpiándose el polvo de las manos—. Aunque Margaret y yo no coincidimos en este punto. Se sentó y me miró. —Tus gafas —dijo—. Me gustan. —Gracias. Yo no quería hablar de mis gafas nuevas, una novedad mal recibida por mi parte, aunque sin duda veía mejor con ellas. La señora Barbour había escogido la montura por mí en E. B. Meyrowitz, cuando no pasé el examen de visión del colegio. Eran de concha y redondas, quizá demasiado serias y de aspecto caro, y los adultos habían hecho lo indecible por asegurarme que me sentaban bien. —¿Qué tal van las cosas por el norte? —preguntó—. No sabes el revuelo que causó tu visita. De hecho, pensaba ir a verte yo mismo. Si no lo he hecho ha sido por no dejar a Pippa, ya que se irá tan pronto. Verás, todo este asunto de Margaret ha sucedido muy deprisa. Es como su padre, el viejo señor Blackwell…, cuando se le mete algo en la cabeza no para hasta conseguirlo. —¿Él también va a ir a Texas? Me refiero a Cosmo. —Oh, no, aquí estará bien. Ha vivido en esta casa desde que tenía doce semanas. —¿No se pondrá triste? —Espero que no. Bueno…, la verdad es que la echará de menos. Cosmo y yo nos llevamos bastante bien, aunque ha estado algo deprimido desde que Welty murió. En realidad era el perro de Welty, su afecto por Pippa es reciente. A estos terriers pequeños, como siempre decía Welty, no siempre les enloquecen los niños… La madre de Cosmo, Chessie, era el terror. —Pero ¿por qué Pippa tiene que irse tan lejos? —Bueno —respondió Hobie frotándose un ojo—, en realidad es lo único que tiene sentido. Margaret es pariente de Pippa y yo no. Aunque Margaret y Welty apenas se hablaban cuando él vivía…, al menos no en los últimos años. —¿Por qué no? —Bueno… —Noté que no quería contármelo—. Todo era muy complicado. Verás, Margaret estaba en contra de la madre de Pippa. En cuanto pronunció estas palabras entró en la habitación una mujer alta de facciones afiladas y aire eficiente. Tenía la edad de una abuela joven, con una cara delgada y patricia, y el pelo de color óxido tirando a gris. Tanto el traje como el calzado que llevaba recordaban a la señora Barbour, pero eran de un tono verde lima que esta nunca habría llevado. Me miró; yo miré a Hobie. —¿Qué pasa? —preguntó ella con frialdad. Hobie exhaló audiblemente; parecía exasperado. —Nada, Margaret. Este es el chico que estuvo con Welty cuando murió. Ella miró por encima de sus gafas de media montura, luego se rió fuerte, con una risa aguda y cohibida. —Hola —dijo, convertida de pronto en el encanto personificado, tendiéndome unas manos delgadas y rojas repletas de diamantes—. Me llamo Margaret Blackwell Pierce y soy la hermana de Welty. Medio hermana —se corrigió, lanzando una mirada a Hobie por encima de mi hombro al ver que yo arqueaba las cejas—. Welty y yo teníamos el mismo padre. Mi madre era Susie Delafield. Pronunció el nombre como si esperara que me sonara. Miré a Hobie para ver lo que pensaba de todo ello. Margaret me vio hacerlo y le lanzó una mirada brusca antes de volver a concentrarse —toda efervescencia— en mí. —Qué encanto de chico —me dijo. Su larga nariz estaba ligeramente rosada por la punta—. Me alegro mucho de conocerte. James y Pippa me lo han contando todo de tu anterior visita…, algo de lo más extraordinario. Ha sido el tema de conversación. Asimismo quiero darte las gracias —me cogió la mano— de todo corazón por devolverme el anillo de mi abuelo. Significa mucho para mí. ¿Su anillo? De nuevo miré a Hobie, confuso. —También habría significado mucho para mi padre. —Había algo deliberado y ensayado en su afabilidad («todo encanto», como habría dicho el señor Barbour); y sin embargo el parecido físico de esa mujer con el señor Blackwell, así como con Pippa, me atraía a pesar de mí mismo—. Ya sabes que se perdió otra vez, ¿verdad? El hervidor de agua silbó. —¿Quieres una taza de té, Margaret? —preguntó Hobie. —Sí, por favor —respondió ella enseguida—. Con limón y miel. Y una pizca de whisky. —Volviéndose hacia mí, con voz más afable, añadió—: Lo siento mucho, pero tenemos un asunto de adultos que atender. Dentro de nada tenemos que salir para ir a ver al abogado. En cuanto llegue la enfermera de Pippa. Hobie carraspeó. —No veo nada malo en que… —¿Puedo entrar a verla? —lo interrumpí, demasiado impaciente para dejarle acabar la frase. —Por supuesto —se apresuró a decir Hobie antes de que la tía Margaret pudiera intervenir, dándole hábilmente la espalda para eludir su mirada de disgusto—. Te acuerdas del camino, ¿verdad? Por allí. VIII —¿Puedes apagar la luz? —fue lo primero que me dijo Pippa. Estaba recostada en la cama con los auriculares del iPod puestos, y parecía cegada y desorientada bajo la luz de la bombilla del techo. La apagué. La habitación estaba más vacía y había cajas de cartón amontonadas contra las paredes. Una fina lluvia de primavera repiqueteaba en los cristales de las ventanas; fuera, en el patio oscuro, vi las flores blancas como la espuma de un peral, pálidas contra el ladrillo mojado. —Hola —dijo, juntando las manos sobre la colcha. —Hola —respondí, deseando no parecer tan cohibido. —¡Sabía que eras tú! Os he oído hablar en la cocina. —¿Ah, sí? ¿Cómo has sabido que era yo? —¡Soy músico! Tengo un gran oído. Una vez que los ojos se acostumbraron a la penumbra, vi que Pippa parecía menos frágil que en mi anterior visita. El pelo le había crecido un poco, y ya no tenía las grapas, aunque todavía se veía la fruncida línea de la cicatriz. —¿Cómo te encuentras? Ella sonrió. —Soñolienta. —El sueño se percibía en su voz, áspera y dulce por los bordes—. ¿Te importa compartir? —¿Compartir qué? Ella volvió la cabeza hacia el lado, se quitó un auricular y me lo dio. —Escucha esto. Me senté a su lado en la cama y me lo puse en la oreja: armonías etéreas, impersonales, penetrantes, como una señal de radio procedente del Paraíso. Nos miramos. —¿Qué es? —Hummm… —Miró el iPod—. Palestrina. —Ah. Pero me traía sin cuidado qué era. Las únicas razones por las que lo escuchaba siquiera eran la luz lluviosa, el árbol blanco en la ventana, el trueno, ella. Se hizo un silencio alegre y extraño, conectado por el cable y las voces heladas que resonaban débilmente. —No tienes que hablar —me dijo—. Si no tienes ganas. —Le pesaban los párpados, y su voz sonaba soñolienta y enigmática—. La gente siempre quiere hablar pero yo prefiero estar callada. —¿Has estado llorando? —le pregunté, mirándola un poco más de cerca. —No. Bueno…, un poco. Nos quedamos allí sentados sin decir una palabra, y no resultó incómodo ni raro. —Me tengo que marchar —dijo al final—. ¿Lo sabías? —Lo sé. Hobie me lo ha dicho. —Es horrible. No quiero irme. —Pippa olía a sal, a medicamentos y a algo más, como la infusión de manzanilla, grasienta y dulce que mi madre compraba en Grace’s. —Ella parece agradable —dije cortésmente—, supongo. —Supongo —repitió ella con tristeza, deslizando la punta del dedo por el borde de la colcha—. Dijo algo de una piscina. Y caballos. —Eso será divertido. Pippa parpadeó confundida. —Es posible. —¿Montas a caballo? —No. —Yo tampoco. Pero mi madre montaba. Le encantaban los caballos. Siempre se paraba a hablar con los caballos de los carruajes de Central Park South. —Yo no sabía cómo explicarlo—. Era casi como si ellos le hablaran. Intentaban volver la cabeza, incluso con las orejeras, hacia donde estaba ella. —¿Tu madre también ha muerto? —preguntó ella con timidez. —Sí. —La mía lleva muerta desde… —Se interrumpió y reflexionó—, no me acuerdo. Murió después de una Semana Santa, de modo que me tomé la semana siguiente de vacaciones. Se suponía que íbamos a hacer una excursión a los jardines botánicos pero no llegué a ir. La echo de menos. —¿De qué murió? —Se puso enferma. ¿Tu madre también? —No. Fue un accidente. —Y luego, sin querer aventurarme más sobre el tema, añadí—: Como digo, le encantaban los caballos. De niña tenía uno que a veces se sentía solo, y le gustaba acercarse a la casa y meter la cabeza por la ventana para ver qué pasaba. —¿Cómo se llamaba? —Paintbox. Me encantaba oír hablar a mi madre de los establos de Kansas; las lechuzas y los murciélagos en las vigas del techo, y los caballos relinchando y resoplando. Me sabía los nombres de todos los caballos y perros de su niñez. —¡Paintbox! ¿Era de colores diferentes? —Era más bien moteado. He visto fotos de él. A veces, en verano, iba a buscarla mientras ella dormía la siesta. Mi madre lo oía respirar entre las cortinas. —Qué bonito. Me gustan los caballos. Solo que… —¿Qué? —¡Preferiría quedarme aquí! —De pronto pareció a punto de llorar—. No sé por qué tengo que irme. —Deberías decirles que quieres quedarte. —¿Cuándo empezamos a cogernos las manos? ¿Por qué la mano de ella estaba tan caliente? —¡Ya se lo he dicho! Aunque todos parecen creer que es mejor que yo viva allí. —¿Por qué? —No lo sé —dijo preocupada—. Dicen que es más tranquilo. Pero a mí no me gusta la tranquilidad, me gusta que haya mucho que oír. —También quieren que yo me vaya. Pippa se apoyó sobre el codo. —¡No! ¿Cuándo? —exclamó, alarmada. —No lo sé. Supongo que pronto. Tengo que ir a vivir con mis abuelos. —Oh —dijo ella con anhelo, recostándose en la almohada—. Yo no tengo abuelos. Entrelacé los dedos con los suyos. —Los míos no son muy simpáticos. —Lo siento. —No importa —dije de la forma más natural que fui capaz, aunque el corazón me latía con tanta fuerza que notaba las palpitaciones en las yemas de los dedos. Su mano aterciopelada ardía febril y un poco húmeda en la mía. —¿No tienes más familia? —Tenía los ojos tan oscuros que a la tenue luz de la ventana se veían negros. —No. Bueno… —¿Contaba mi padre?—. No. Siguió un largo silencio. Todavía estábamos conectados a través de los auriculares, uno en la oreja de ella y el otro en la mía. Conchas marinas cantando. Coros de ángeles y perlas. De pronto todo transcurría demasiado despacio; era como si me hubiera olvidado de respirar con normalidad; me encontré conteniendo el aliento una y otra vez, exhalándolo de forma entrecortada y demasiado ruidosa. —¿De quién has dicho que era esta música? —pregunté, solo por decir algo. Ella sonrió somnolienta, y alargó la mano para coger una piruleta alargada de aspecto poco apetitoso que había encima de un envoltorio plateado en la mesilla de noche. —Palestrina —respondió, dando vueltas a la piruleta en la boca—. Misa mayor o algo así. Todas son muy parecidas. —¿Te gusta ella? Me refiero a tu tía. Ella me miró durante largo rato. Luego dejó la piruleta sobre el envoltorio y dijo: —Parece agradable. Pero no la conozco en realidad. Es extraño. —¿Por qué tienes que irte? —Es un asunto de dinero. Hobie no puede hacer nada…, no es mi tío en realidad. Es mi tío de mentirijillas, como dice él. —Ojalá fuera tu verdadero tío. Quiero que te quedes. Ella se incorporó de golpe, me rodeó con los brazos y me besó; y toda la sangre me bajó de golpe a los pies, como si me tirara desde un precipicio. —Yo… —Me entró el pánico. Aturdido, me sequé el beso en un acto reflejo, pero no fue baboso ni asqueroso, y me pareció ver su rastro brillando en el dorso de mi mano—. No quiero que te vayas. —Yo tampoco quiero irme. —¿Recuerdas haberme visto? —¿Cuándo? —Antes. —No. —Yo sí. —De algún modo mi mano se acercó hasta su mejilla; luego, cerrando el puño, la aparté con torpeza y me obligué a ponerla a mi lado, sentándome prácticamente encima de ella—. Yo estaba allí. Fue entonces cuando me di cuenta de que Hobie estaba en la puerta. —Hola, amorcito. —Y aunque el afecto que traslucía su voz iba dirigido sobre todo a ella, noté que un poco era para mí—. Te dije que volvería. —Es cierto —dijo, incorporándose—. Está aquí. —¿Me harás caso la próxima vez? —Te hice caso, pero no te creí. El dobladillo de una cortina muy fina rozaba el alféizar. Se oía débilmente el ruido del tráfico de la calle. Sentado en el borde de la cama, era como si me hallara en ese momento de transición entre el sueño y la vigilia en el cual todo se fundía y mezclaba como si estuviera a punto de cambiar, deslizándose en un mismo fluido y eufórico movimiento: la luz lluviosa, Pippa incorporándose mientras Hobie permanecía en el umbral, y el beso (con el peculiar sabor de lo que creo que era una piruleta de morfina) todavía adherido a mis labios. Pero no estoy seguro de que la morfina justificara lo mareado que me sentía en ese momento, tan risueñamente arropado en belleza y felicidad. Medio aturdidos, nos despedimos (no hubo promesas de cartearnos; ella parecía demasiado enferma para eso) y me encontré de nuevo en el pasillo con la enfermera, la tía Margaret hablando en voz muy alta y desconcertante, y la mano tranquilizadora de Hobie en mi hombro, una presión fuerte y reconfortante que me transmitía que todo iba bien. Nadie me había tocado así desde que mi madre había muerto —de forma tan afectuosa, sosteniéndome en medio de los acontecimientos confusos—, y, como un perro perdido y ávido de atención, experimenté una transferencia de lealtades, a un nivel muy profundo, una repentina, humillante y lacrimógena convicción de que estaba fuera de peligro y esa persona era de fiar, podía confiar en ella, nadie me haría daño allí. —Ah, estás llorando —gritó la tía Margaret—. ¿Lo has visto? —Se volvió hacia la joven enfermera (quien asintió sonriendo, deseosa de complacer y claramente bajo su hechizo)—. ¡Qué encanto! La echarás de menos, ¿verdad? —Era una sonrisa de oreja a oreja, segura de sí misma y de su propia justificación—. Tendrás que venir a vernos. Me encanta tener huéspedes. Mis padres… tenían una de las casas Tudor más grandes de Texas… Y siguió parloteando afable como un loro. Pero mi lealtad estaba en otra parte. Y el sabor del beso de Pippa —agridulce y extraño— me acompañó durante todo el tambaleante y soñoliento trayecto en autobús de regreso al norte de la ciudad, fundiéndose con el pesar y la belleza, un dolor estrellado que hizo que me elevara por encima de la ciudad barrida por el viento como una cometa; la cabeza en las nubes cargadas de lluvia, el corazón en el cielo. IX Yo no soportaba pensar que ella se iba. No podía pensar en ello. El día de su partida me desperté acongojado. Miré el cielo sobre Park Avenue, negro azulado y amenazador, un cielo turbulento que parecía sacado de un cuadro del Calvario, y me la imaginé mirando el mismo cielo por la ventanilla del avión; mientras Andy y yo caminábamos hacia la parada del autobús, con las campanas de la iglesia repicando por todo Park Avenue, los ojos alicaídos y el ambiente lúgubre de la calle parecieron reflejar y aumentar mi tristeza ante su partida. —Bueno, Texas es aburrido —dijo Andy entre estornudos; con los ojos enrojecidos y llorosos por el polen, su aspecto de rata de laboratorio era más evidente que nunca. —¿Has estado allí? —Sí…, en Dallas. El tío Harry y la tía Tess vivieron un tiempo allí. No hay nada que hacer aparte de ir al cine, y no puedes ir andando a ningún sitio, te tienen que llevar en coche a todas partes. Además, hay serpientes de cascabel y aplican la pena de muerte, lo que a mi modo de ver no es civilizado y resulta poco ético en el noventa y ocho por ciento de los casos. Pero probablemente será lo mejor para ella. —¿Por qué? —Por el clima, para empezar —respondió Andy, secándose la nariz con uno de los pañuelos de algodón planchados que cada mañana cogía del montón que guardaba en su cajón—. Los convalecientes hacen grandes progresos en los climas cálidos. Por eso mi abuelo Van der Pleyn se fue a vivir a Palm Beach. Guardé silencio. Sabía que Andy era leal; confiaba en él y apreciaba su opinión; sin embargo, cuando conversábamos a veces tenía la sensación de estar hablando con uno de esos programas informáticos que reproducen la respuesta humana. —Si va a Dallas tiene que ir al Museo de Ciencias Naturales. Aunque creo que le parecerá pequeño y anticuado. El IMAX que vi allí ni siquiera era de tres dimensiones. Además, me hicieron pagar para entrar en el planetario, lo que resulta ridículo teniendo en cuenta lo inferior que es al de Hayden. —Ya. A veces me preguntaba qué se necesitaba para sacar a Andy de su torreón de genio matemático: ¿un maremoto? ¿Una invasión de decepticones? ¿Godzilla marchando a grandes zancadas por la Quinta Avenida? Era como un planeta sin atmósfera. X ¿Alguna vez se había sentido alguien tan solo? De nuevo en casa de los Barbour, en medio del estruendo y la plenitud de una familia que no era la mía, ahora me sentía aún más solo que de costumbre…, sobre todo porque, a medida que se acercaba el fin de curso, no tenía claro (y Andy tampoco en realidad) si iría con ellos a su casa de veraneo de Maine. Con su característica delicadeza la señora Barbour, logró eludir el tema incluso en medio de las cajas y las maletas abiertas que iban apareciendo por toda la casa; el señor Barbour y los hermanos pequeños parecían muy emocionados, pero Andy contemplaba la perspectiva con visible horror. —Sol y diversión —dijo con desdén, colocándose las gafas (que eran como las mías pero más gruesas) sobre el puente de la nariz—. Al menos con tus abuelos estarás en secano. Con agua caliente y conexión de internet. —No te compadezco. —Bueno, si al final te vienes con nosotros verás cuánto te gusta. Es como Secuestrado. La parte en que lo venden como esclavo en ese barco. —¿Qué hay de la parte en que tiene que ir a vivir con un pariente espantoso a quien apenas conoce y que vive en medio de la nada? —En eso estaba pensando —dijo Andy, serio, volviéndose desde su escritorio para mirarme—. Pero al menos no conspiran para matarte…, no hay en juego ninguna herencia. —No, eso está claro. —¿Quieres un consejo? —¿Cuál? —Cuando llegues a tu nuevo colegio de Maryland, mátate a estudiar —dijo él, rascándose la nariz con la goma de su lápiz—. Tienes ventaja porque vas un curso adelantado. Eso significa que te graduarás a los diecisiete. Si te empleas a fondo estarás fuera en cuatro años, tal vez incluso tres, con una beca para estudiar donde quieras. —Mis notas ya no son tan buenas. —No —dijo Andy muy serio—, pero es solo porque no estudias. Además, no creo equivocarme al decir que tu nuevo colegio, esté donde esté, no será muy exigente. —Rezo para que no lo sea. —Quiero decir que será un colegio público en Maryland. No quiero ser irreverente con Maryland, que tiene el Laboratorio de Física Aplicada y el Instituto de Ciencias del Telescopio Espacial de la Johns Hopkins, por no hablar del Centro Goddard de Vuelos Espaciales en Greenbelt. Definitivamente, es un estado con un compromiso serio con la NASA. ¿Qué sacaste de media el año pasado? —No me acuerdo. —Bueno, no pasa nada si no deseas decírmelo. Lo que quiero decir es que si te esfuerzas puedes terminar con buenas notas a los diecisiete años, o incluso a los dieciséis, y entonces podrás ir a la universidad que quieras. —Tres años son muchos. —Lo es para nosotros, pero para el orden del universo no es nada en absoluto. Vamos —dijo Andy con tono razonable—, mira a la tonta de remate de Sabine Ingersoll o al idiota de James Villiers. O al cabrón de Forrest Longstreet. —Esa gente no es pobre. Vi en la portada de The Economist al padre de Villiers. —No, pero son muy cortos. Sabine apenas sabe poner un pie detrás del otro. Si su familia no tuviera dinero y se viera obligada a arreglárselas por su cuenta, tendría que ser…, no lo sé, prostituta. Y Longstreet probablemente se arrastraría hasta la esquina y moriría de hambre, como un hámster al que te olvidas de dar de comer. —Me estás deprimiendo. —Solo te estoy diciendo que eres listo. Y que caes bien a los adultos. —¿Cómo? —dije con recelo. —Ya lo creo —respondió Andy, con su voz débil e irritante—. Te acuerdas de cómo se llaman, los miras a los ojos y les estrechas la mano cuando toca. En el colegio los tienes a todos en el bote. —Sí, pero… —No quería decir que era porque mi madre había muerto. —No seas estúpido. Te dejan hacer lo que te da la gana. Eres lo bastante listo para discurrir algo tú solo. —¿Entonces por qué no has discurrido tú algún plan para librarte de los barcos? —Ya lo he hecho —respondió Andy, resuelto, volviendo a concentrarse en su cuaderno de hiragana—. Tengo por delante cuatro veranos infernales, en el peor de los casos. Tres si papá me deja ir a la universidad con dieciséis años, y dos si en tercero hago de tripas corazón y me apunto a ese programa de verano de la Mountain School para aprender agricultura ecológica. Después de eso no volveré a subirme a un barco. XI —Por desgracia, es difícil hablar con ella por teléfono —dijo Hobie—. No contaba con eso, pero a ella no se le da bien. —¿No se le da bien qué? —le pregunté. Apenas había pasado una semana y, aunque no había previsto ir a ver a Hobie, volvía a estar allí, sentado a la mesa de la cocina, comiendo mi segundo plato de lo que, a primera vista, parecía un pegote de barro negro pero que en realidad era una deliciosa mezcla de jengibre e higos cubierta de nata batida y pequeñas rodajas amargas de piel de naranja. Hobie se frotó el ojo. Había estado restaurando una silla en el sótano. —Todo es muy frustrante. —Tenía el pelo recogido hacia atrás; las gafas le colgaban de una cadena. Debajo de la bata negra, que se había quitado y colgado de un gancho, llevaba unos viejos pantalones de pana manchados de disolvente y cera para muebles, y una camisa de algodón fina de tanto lavarla con las mangas enrolladas por encima de los codos. —Margaret me dijo que Pippa lloró tres horas después de hablar conmigo por teléfono el domingo por la noche. —¿Por qué no puede regresar? —Con franqueza, ojalá supiera cómo arreglar las cosas —dijo Hobie. Con aire eficiente y taciturno, y una mano blanca y nudosa apoyada sobre la mesa, algo en sus hombros recordaba a un caballo de carga de natural manso, o quizá a un obrero en el pub después de una larga jornada laboral. —Se me ocurrió coger un avión e ir a verla, pero Margaret no quiere. Dice que no se adaptará como es debido si siempre estoy revoloteando alrededor. —Creo que debería ir usted de todos modos. Hobie arqueó las cejas. —Margaret ha contratado a un terapeuta supuestamente famoso que utiliza los caballos para tratar a niños con lesiones. A Pippa le encantan los animales, pero aunque estuviera restablecida por completo no querría estar todo el tiempo a la intemperie montando a caballo. Ha pasado la mayor parte de su vida en clases de música y salas de ensayo. Margaret está muy entusiasmada con el programa de música de su iglesia, pero un coro de niños aficionados no puede tener mucho interés para ella. Dejé a un lado el plato de cristal, bien rebañado. —¿Por qué Pippa no la conoció antes? —le pregunté con timidez. Y como él no respondió, añadí—: ¿Fue un asunto de dinero? —No exactamente. Aunque…, sí. Tienes razón. El dinero siempre tiene algo que ver. Verás —dijo, echándose hacia delante y apoyando sus grandes y expresivas manos en la mesa—, el padre de Welty tenía tres hijos: Welty, Margaret y la madre de Pippa, Juliet. Todos de distintas madres. —Oh. —Welty era el mayor. El hijo primogénito, ya sabes. Pero contrajo tuberculosis de la espina dorsal a los seis años, cuando sus padres estaban en Asuán. La niñera no se dio cuenta de lo grave que estaba y lo llevaron al hospital demasiado tarde. Tengo entendido que era un niño muy listo, además de simpático, aunque el viejo Blackwell no era muy tolerante que digamos con la debilidad o la enfermedad. Lo mandó a vivir a Estados Unidos con unos parientes y apenas volvió a pensar en él. —Eso es horrible —dije, escandalizado ante lo injusto del trato. —Bueno, te llevarías una impresión totalmente distinta de él si oyeras a Margaret, por supuesto, pero el padre de Welty era un hombre duro. De cualquier modo, después de que los Blackwell fueran expulsados de El Cairo…, aunque «expulsados» quizá no sea el término que mejor lo describa. Con la llegada al poder de Nasser todos los extranjeros tuvieron que abandonar Egipto. Por suerte, el padre de Welty estaba en el negocio del petróleo, y tenía dinero y propiedades en otra parte, ya que a los extranjeros se les prohibió sacar dinero o cualquier cosa de valor del país. »En fin, me he desviado un poco del tema. —Sacó otro cigarrillo—. El caso es que Welty apenas conoció a Margaret, que tenía unos doce años menos que él. La madre de Margaret era de Texas, una heredera con una gran fortuna. Fue el último y más largo de los matrimonios del viejo señor Blackwell, y su gran amor, según Margaret. La pareja más prominente de Houston…, muchas copas y vuelos, safaris africanos… Al padre de Welty le encantaba África y nunca pudo permanecer muy lejos de ella, aun después de tener que marcharse de El Cairo. »En fin… —Encendió una cerilla y tosió mientras exhalaba una nube de humo—. Margaret era para su padre la princesa, la niña de sus ojos, ya sabes. Aun así, a lo largo del matrimonio él continuó liándose con camareras, encargadas de guardarropa, hijas de amigos…, y ya en la sesentena dejó embarazada a una chica que le cortaba el pelo. Ese bebé sería con el paso de los años la madre de Pippa. Guardé silencio. Cuando yo estudiaba segundo curso se había desatado un gran escándalo (documentado a diario en las crónicas de sociedad del Post de Nueva York) porque el padre de uno de mis compañeros de clase, Eli, tuvo un hijo con una mujer que no era su madre, lo que había llevado a muchas madres a tomar partido y a dejar de saludarse frente al colegio mientras esperaban para recogernos por las tardes. —Margaret estaba estudiando en el Vassar College —continuó Hobie de forma entrecortada. Aunque hablaba conmigo como si yo fuera adulto (lo que me gustaba), el tema parecía incomodarlo—. Creo que estuvo un par de años sin dirigirle la palabra a su padre. El viejo señor Blackwell quiso pagar a la peluquera para desembarazarse de ella, pero su tacañería siempre pudo más que él, su tacañería con los que dependían de él. Así que Margaret…, Margaret y la madre de Pippa, Juliet, no se conocieron hasta que coincidieron en la sala del tribunal, cuando Juliet era prácticamente una niña de pecho. El padre de Welty había llegado a odiar tanto a la peluquera que dejó claro en el testamento que ni ella ni Juliet recibirían un centavo más de la mísera pensión que estableciera la ley. Pero Welty… —Apagó el cigarrillo—. El viejo señor Blackwell se lo pensó mejor por lo que se refería a Welty y lo incluyó en el testamento. A lo largo de todo ese proceso legal, que duró años, la indignación de Welty por el modo en que se había apartado y desatendido a la criatura no hizo sino aumentar. Ni la madre de Juliet ni ninguno de sus parientes quería a la niña; el viejo Blackwell sin duda nunca la había querido, y Margaret y su madre se habrían alegrado de verla en la calle. Entretanto la peluquera dejaba sola a Juliet en el piso cuando se iba a trabajar…, una situación terrible para todos los involucrados. »Welty no tenía obligación de intervenir, pero era un hombre afectuoso sin familia al que le gustaban los niños. Invitó a Juliet, o a JuleeAnn, como se llamaba ella entonces, a pasar unas vacaciones aquí cuando tenía seis años… —¿Aquí? ¿A esta casa? —Sí, aquí. Al finalizar el verano llegó el momento de mandarla de vuelta; entonces ella se echó a llorar porque no quería irse; la madre de Juliet no respondía al teléfono, y Welty anuló los billetes de avión e hizo llamadas para matricularla en un colegio. Nunca fue algo oficial, pues él temía el escándalo, por así decirlo, pero casi todo el mundo dio por hecho que la niña era suya sin hacer demasiadas preguntas. Tenía unos treinta y cinco años, era lo bastante mayor para ser padre. Y, en lo fundamental, lo era. »En fin, no importa —concluyó levantando la vista con un tono alterado—. Has dicho que querías echar un vistazo al taller. ¿Quieres que bajemos ahora? —Me encantaría —respondí. Al llegar lo había encontrado allí, restaurando una silla colocada del revés; él se había erguido y estirado diciendo que no le vendría mal un descanso, pero yo no había querido subir; el taller era un lugar opulento y mágico, una cueva llena de tesoros, más grande por dentro de lo que parecía por fuera, con la luz filtrándose por las altas ventanas, calados y filigranas, herramientas misteriosas cuyos nombres no conocía, y los intensos e intrigantes olores del barniz y la cera de abeja. Incluso la silla que estaba reparando, que tenía las patas de cabra con la pezuña hendida, me había parecido más una criatura hechizada que un mueble, como si ella sola pudiera darse la vuelta, bajar de un salto de la mesa e irse trotando por la calle. Hobie descolgó la bata y se la puso. Pese a su gentileza y su forma de ser apacible, tenía la constitución de un hombre que se gana la vida trasladando neveras o descargando camiones. —Aquí la tienes —dijo precediéndome por las escaleras—. La tienda que hay detrás de la tienda. —¿Cómo? Se rió. —La trastienda. Lo que ven los clientes es un decorado, la cara que se muestra al público, pero aquí abajo es donde se realiza el trabajo importante. —Entiendo —respondí, bajando la vista hacia el laberinto que se extendía al pie de las escaleras: madera clara como la miel, madera oscura como la melaza, destellos de latón, dorado y plateado a la tenue luz. Como en el arca de Noé, cada mueble hacía cola con los de su especie: las sillas con las sillas, los sofás con los sofás, los relojes con los relojes, y los escritorios, armarios y aparadores en rígidas filas justo enfrente. Las mesas de comedor, en el centro, formaban estrechos senderos laberínticos que había que rodear. En el fondo de la habitación, una pared de viejos espejos desazogados, un marco al lado de otro, brillantes de la luz plateada de las antiguas salas de baile y los salones iluminados con velas. Hobie me miró. Vi lo satisfecho que estaba. —¿Te gustan los objetos antiguos? Hice un gesto de asentimiento; era cierto que me gustaban, aunque nunca me había parado a pensarlo. —Entonces debe de ser interesante para ti vivir en casa de los Barbour. Supongo que algunos de sus muebles reina Ana y Chippendale son tan buenos como los que encuentras en un museo. —Sí —respondí titubeante—. Pero esto es distinto. —Y, por si no lo entendía, añadí—: Es más bonito. —¿Cómo es eso? —Quiero decir que lo que hay aquí abajo es… —cerré los ojos con fuerza, tratando de aclarar mis ideas— increíble. Al haber tantas sillas juntas ves las distintas personalidades, ¿comprende? Esa, por ejemplo, es algo así como… —No sabía cómo describirla—. Bueno, es casi boba, pero en un sentido positivo…, confortable. Aquella, en cambio, es más nerviosa, con esas largas patas enroscadas… —Tienes buen ojo para los muebles. —Bueno… —Los cumplidos me desconcertaban, nunca sabía cómo reaccionar aparte de no dándome por aludido—. Cuando los ves colocados en hilera ves cómo están hechos. En cambio, la casa de los Barbour… —No estaba seguro de cómo explicarlo—. Me recuerda más bien a las salas de animales disecados del Museo de Historia Natural. Al reírse, su aire sombrío y preocupado se desvaneció; se percibía su buen carácter, lo irradiaba. —No, hablo en serio —añadí, resuelto a no parar hasta lograr exponer mi argumento—. Tal como los ha colocado ella, una mesa sola con una lámpara y todos esos objetos encima que se supone que no puedes tocar, es como esos dioramas que se instalan alrededor de un yak para mostrar su hábitat. Es bonito, pero… —Señalé con un ademán los respaldos de las sillas alineados contra la pared—. Eso es un arpa, y ese otro, una cuchara, y ese… —Imité la forma con el dorso de la mano. —Un escudo. Aunque lo más bonito de ese respaldo son las borlas que adornan las palas. Quizá no te des cuenta —continuó él, antes de que yo pudiera preguntar qué era una pala—, pero es de lo más educativo ver todos los días los muebles que tiene ella a distintas luces, y poder deslizar una mano por ellos cuando se te antoje. —Echó vaho a las gafas y las limpió con una esquina del delantal—. ¿No te esperan en casa? —No —respondí, aunque se estaba haciendo tarde. —Entonces ven conmigo. Te pondré a trabajar. No me vendrá mal un poco de ayuda con esta silla. —¿La pata de cabra? —Sí, la pata de cabra. Hay otro delantal en el colgador… Ya sé que es demasiado grande, pero acabo de aplicar una capa de aceite de linaza y no quiero que te manches. XII Dave el psiquiatra me había recomendado en más de una ocasión que me buscara algún pasatiempo, un consejo que me sentaba mal, pues los que él me proponía (frontón, ping pong, bolos) me parecían patéticos. Si creía que un par de partidas de ping pong me ayudarían a superar la muerte de mi madre, no estaba en sus cabales. Sin embargo, muchos adultos habían tenido la misma idea, como ponían de manifiesto el diario en blanco que me había dado el señor Neuspeil, mi profesor de lengua y literatura, la propuesta de la señora Swanson de que empezara a ir a clase de arte después del colegio, el ofrecimiento de Enrique de llevarme a ver un partido de baloncesto en las pistas de la Sexta Avenida, e incluso los intentos esporádicos del señor Barbour de despertar mi interés por las banderas de navegación y las señales marítimas de las cartas náuticas. —Pero ¿qué te gustaría hacer en tu tiempo libre? —me había preguntado la señora Swanson, en su espeluznante oficina gris pálido que olía a infusión de hierbas y artemisa, con ejemplares de Seventeen y Teen People amontonados en la mesa y una música asiática de campanillas sonando de fondo. —No lo sé. Me gusta leer. Ver películas. Jugar a Age of Conquest II y Age of Conquest, edición platinum. No lo sé —repetí cuando ella continuó mirándome. —Verás, todo eso está muy bien, Theo —dijo, con aire preocupado—. Pero sería maravilloso que encontraras alguna actividad de grupo. Algo que pudieras hacer con otros niños. ¿Has pensado alguna vez en practicar un deporte? —No. —Yo practico un arte marcial llamado aikido, no sé si has oído hablar de él. Consiste en utilizar los movimientos del adversario como un modo de autodefensa. Desvié la mirada hacia el gastado tablero de Nuestra Señora de Guadalupe que colgaba detrás de su cabeza. —O quizá la fotografía. —Juntó las manos adornadas con anillos turquesa sobre el escritorio—. Si no te interesan las clases de arte. Aunque debo decir que la señora Sheinkopf me enseñó varios dibujos tuyos del año pasado, una serie de tejados, ya sabes, con los depósitos de agua, la vista desde la ventana de tu habitación, me imagino. Eres muy observador… Conozco esas vistas y supiste captar realmente la energía…, creo que la palabra que utilizó ella es cinética. Hay una rapidez muy interesante, con todos esos planos que se entrecruzan y el ángulo de las escaleras de incendios. Lo que trato de decir es que lo de menos es lo que hagas, solo quiero que encuentres la manera de estar más conectado. —¿Conectado con qué? —pregunté, pero me salió con un tono demasiado desagradable. Ella no se inmutó. —¡Con los demás! Y… —señaló la ventana— con el mundo que te rodea. Escucha —añadió con su voz más suave e hipnóticamente sosegante—, sé que tu madre y tú estabais muy unidos. Hablé con ella. Os vi juntos. Y sé lo mucho que debes de echarla de menos. No, no lo sabes, pensé mirándola a los ojos con insolencia. Ella me miró de una forma extraña. —Te sorprendería saber hasta qué punto las pequeñas cosas cotidianas pueden sacarnos de nuestra desesperación —dijo, recostándose en su silla cubierta con un chal—. Pero nadie puede hacerlo por ti, Theo. Tú eres el único que tiene que estar atento para ver la puerta abierta. Aunque sabía que ella tenía buena intención, salí de la consulta cabizbajo y con los ojos escocidos de lágrimas de rabia. ¿Qué demonios sabía esa bruja? A juzgar por las fotos que colgaban en la pared, la señora Swanson tenía una familia muy numerosa, unos diez hijos y treinta nietos; vivía en un piso enorme en Central Park West y poseía una casa de veraneo en Connecticut, y no podía ni sospechar qué significaba que una tabla se partiera y todo desapareciera en un instante. Para ella era muy fácil recostarse con comodidad en su butaca hippy y divagar sobre actividades extracurriculares y puertas abiertas. Y, sin embargo, de la forma más inesperada, se había abierto una puerta en el lugar más improbable: el taller de Hobie. «Ayudar» con la silla (que había implicado, más que nada, estar de pie al lado de él mientras arrancaba el asiento para enseñarme los daños causados por la carcoma, y los arreglos chapuceros y otros horrores ocultos debajo de la tapicería) había dado paso enseguida a dos o tres tardes extrañamente absorbentes a la semana, después del colegio: poniendo etiquetas a tarros, mezclando cola de piel de conejo, ordenando cajas de accesorios para cajones («las piezas complicadas») o a veces solo viéndolo girar las patas de una silla sobre el torno. Aunque la tienda del piso superior estaba oscura y con la verja cerrada, en la trastienda los relojes de pie hacían tictac, la caoba brillaba y la luz se filtraba en un círculo dorado sobre las mesas de comedor; la vida del zoo del piso inferior continuaba. Hobie recibía llamadas de las casas de subasta de toda la ciudad, así como de clientes privados; restauraba muebles para Sotheby’s, Christie’s, Tepper y Doyle. Después del colegio, en medio del adormecedor tictac de los relojes de pie, me enseñaba la porosidad y el lustre de las distintas maderas, sus colores, las ondulaciones y el brillo del arce atigrado y el veteado del castaño, el peso y hasta el distinto olor que desprendían —«A veces, cuando no estás seguro de qué es, lo más fácil es sencillamente oler…»—, el toque a especias de la caoba, el olor a polvo del roble, el característico aroma penetrante del cerezo negro y la fragancia a flores y resina de ámbar de la madera de palisandro. Sierras y avellanadores, escofinas y acanaladores, gubias curvas y en forma de cuchara, abrazaderas y guías de ingletes. Aprendí de barnices y de técnicas de dorado, qué era una mortaja y qué una espiga, la diferencia entre la madera de imitación de ébano y el ébano auténtico, entre la parte superior de un respaldo de Newport, Connecticut y Filadelfia, o cómo el diseño cuadrado y la superficie lisa de un buró Chippendale eran inferiores a los de otro mueble con pies de escuadra de la misma época, con sus columnas acanaladas y lo que a él le gustaba llamar las dimensiones «exaltadas» de la proporción de un cajón. En el piso de abajo —luz débil, virutas de madera en el suelo— se respiraba un ambiente parecido al de un establo, con grandes bestias dormitando plácidamente en la penumbra. Hobie me enseñó a ver todo buen mueble como una criatura viviente, con su costumbre de referirse a ellos en masculino o femenino, su énfasis en la cualidad muscular y casi animal que distinguía las grandes piezas de sus semejantes más rígidas, cuadradas y afectadas, y su afectuosidad al deslizar la mano por los oscuros y brillantes flancos de sus aparadores y cómodas, como si fueran animales de compañía. Era un buen maestro y, guiándome a través del examen minucioso y la comparación, enseguida me enseñó a identificar una reproducción: por el desgaste demasiado uniforme (las antigüedades siempre envejecían de forma asimétrica); por los bordes cortados a máquina en lugar de cepillados a mano (la sensible yema de un dedo lo advertía incluso con poca luz); pero, sobre todo, por la cualidad apagada y mortecina de la madera, que carecía del brillo y de la magia de siglos de roce y uso, y caricias humanas. Contemplar las vidas de esos viejos y dignificados escritorios y cómodas —vidas más largas y más nobles que la existencia humana— me sumergía en una calma semejante a la de una piedra que reposa en aguas profundas, de modo que cuando llegaba la hora de marcharme, salía aturdido y parpadeando bajo el resplandor de la Sexta Avenida, sin saber muy bien dónde estaba. Más que del taller (o el «hospital», como lo llamaba él), yo disfrutaba de la compañía de Hobie: su sonrisa cansina, su elegante andar desgarbado de hombre corpulento, las mangas enrolladas y su actitud jocosa y desenvuelta, su costumbre de obrero de frotarse la frente con el interior de la muñeca, su paciente amabilidad y su invariable prudencia. Sin embargo, por muy naturales y esporádicas que fueran nuestras conversaciones, nunca había nada simple en ellas. Incluso un despreocupado «cómo estás» era, sin que lo pareciera, una pregunta con matices; y en mi respuesta inalterable («bien»), él percibía enseguida lo suficiente sin necesidad de que se lo explicara. A pesar de que casi nunca me sonsacaba o me cuestionaba, yo tenía la impresión de que me conocía mejor que los otros adultos cuyo trabajo era «meterse en mi cabeza», como le gustaba expresarlo a Enrique. Pero, por encima de todo, Hobie me gustaba porque me trataba como un compañero y un buen conversador por méritos propios. No importaba que a veces quisiera hablar de su vecino, a quien le habían puesto una prótesis de rodilla, o de un concierto de música tradicional al que había asistido en el norte de la ciudad. Si yo le contaba algo divertido que había pasado en el colegio, él era un público atento y apreciativo; a diferencia de la señora Swanson (que se quedaba parada y parecía asustarse cuando yo hacía una broma) o de Dave (que se reía por lo bajo pero con cierta incomodidad y siempre demasiado tarde), a él le gustaba reír, y a mí me encantaba cuando me contaba anécdotas de su vida: de los escandalosos tíos casados tardíamente y de las entrometidas monjas de su niñez; del internado de poca categoría al que lo mandaron, situado en la frontera canadiense, donde todos sus profesores eran unos borrachos; de la gran casa del norte del estado donde hacía tanto frío que en el interior de las ventanas se formaba hielo, o de las grises tardes de diciembre que pasó leyendo Tácito o El origen del Imperio holandés, de Motley. («Siempre me ha gustado la historia. ¡El camino no elegido! De niño mi mayor ambición era ser profesor de historia en Notre Dame. Aunque supongo que lo que hago ahora solo es otra forma de abordar la historia»). Me hablaba de su canario tuerto, al que rescató de un Woolworth y que lo despertaba con su trino todas las mañanas cuando era adolescente; del brote de fiebre reumática que lo obligó a guardar cama durante seis meses; de la pequeña y curiosa librería de viejo de su barrio, con frescos en los techos («ahora derribados, desgraciadamente»), a la que solía ir para huir de su casa. De la señora De Peyster, la vieja y solitaria heredera, otrora una beldad de Albany e historiadora local a la que iba a ver después del colegio y; ella lo mimaba y le daba para merendar bizcocho de naranjas y almendras que le llegaba de Inglaterra en latas, y disfrutaba contándole la historia de cada objeto de porcelana de su vitrina, y de ella, era, entre otras cosas, el sofá de caoba —que se rumoreaba que había pertenecido al general Herkimer— que lo había impulsado a interesarse por los muebles en un principio. («Aunque no me imagino al general Herkimer arrellanado en ese antiguo y decadente mueble de aspecto griego»). Me hablaba de su madre, que había muerto poco después que lo hiciera su hermana a los tres días de vida, dejando a Hobie como único hijo; y del joven padre jesuita —entrenador de fútbol— que, al recibir una aterrada llamada telefónica de una criada irlandesa cuando el padre de Hobie la emprendió a correazos con su hijo, fue corriendo a la casa, se remangó y derribó al padre de Hobie al suelo de un puñetazo. («¡El padre Keegan! Era él quien venía a casa cada vez que tenía fiebre reumática, para darme la comunión. Yo era su monaguillo; lo sabía todo de mí, había visto las marcas en mi espalda. Últimamente ha habido muchos casos de sacerdotes que se han portado mal con los chicos, pero él fue muy bueno conmigo, siempre me pregunto qué fue de él y he tratado en vano de buscarlo. Mi padre telefoneó al arzobispo y cuando quise darme cuenta lo habían enviado a Uruguay»). Todo era muy distinto de la casa de los Barbour, donde, pese al ambiente general de amabilidad, me sentía perdido en la multitud o era el cohibido objeto de una investigación formal. Me sentía mejor sabiendo que solo tenía que coger un autobús y recorrer en línea recta la Quinta Avenida para estar con Hobie; y en mitad de la noche, cuando me despertaba nervioso y asustado, sintiendo cómo la onda expansiva de la explosión traspasaba mi cuerpo, a veces lograba conciliar de nuevo el sueño pensando en su casa, donde sin darte cuenta retrocedías hasta 1850, un mundo de relojes de pie y tablas que crujían, ollas de cobre y cestas de tulipanes y cebollas en la cocina, llamas de vela que oscilaban con la corriente de una puerta abierta y altas ventanas con cortinajes que se hinchaban y formaban pliegues como trajes de baile, y habitaciones frías y silenciosas donde dormían los objetos antiguos. Sin embargo, cada vez era más difícil justificar mis ausencias (a menudo a la hora de comer) y la capacidad de invención de Andy se estaba agotando. —¿Quieres que vaya a hablar con ella? —me preguntó Hobie una tarde, cuando estábamos en la cocina comiendo una tarta de cerezas que había comprado en el mercado—. No tengo inconveniente en ir y conocerla. ¿O prefieres preguntárselo antes? —Quizá —respondí, después de reflexionar sobre ello. —Tal vez le interese ver la cómoda Chippendale, ya sabes, la de Filadelfia, con volutas en la parte superior. No para que la compre, solo para que la mire. O, si quieres, podríamos invitarla a comer en La Grenouille —se rió— o en algún pequeño antro del centro que le agrade. —Deje que me lo piense —respondí; y me fui a casa temprano en autobús, meditabundo. Aparte de mi duplicidad crónica con la señora Barbour —las continuas tardes que me quedaba hasta el anochecer en la biblioteca haciendo un trabajo de historia inexistente—, me daba vergüenza admitir ante Hobie que me había referido al anillo del señor Blackwell como una reliquia familiar. Sin embargo, si la señora Barbour y Hobie se conocían, mi mentira sin duda acabaría saliendo a la luz, de un modo u otro. No parecía haber salida. —¿Dónde has estado? —me preguntó la señora Barbour con brusquedad, vestida para cenar pero sin los zapatos, saliendo del fondo del piso con una copa de ginebra con lima en una mano. Algo en su actitud hizo que percibiera una trampa. —He ido al centro a ver a un amigo de mi madre. Andy se volvió y me miró con cara inexpresiva. —¿Ah, sí? —replicó la señora Barbour con recelo, mirándolo de reojo—. Andy me estaba diciendo que ibas a quedarte otra vez hasta tarde en la biblioteca. —Esta noche no —respondí, con tanta tranquilidad que yo mismo me sorprendí. —Me alegro —dijo la señora Barbour con frialdad—. Ya que la biblioteca principal cierra los lunes. —Yo no he dicho que estuviera en esa, madre. —De hecho, es posible que lo conozca —dije, impaciente por apartar a Andy del fuego—. O que haya oído hablar de él. —¿De quién? —La señora Barbour se volvió hacia mí. —Del amigo al que he ido a ver. Se llama James Hobart. Lleva una tienda de muebles en el centro…, bueno, no la lleva. Hace restauraciones. Ella bajó las cejas y me miró. —¿Hobart? —Trabaja para mucha gente de la ciudad. A veces para Sotheby’s. —Entonces no te importará si lo llamo. —No —dije en tono defensivo—. Me ha dicho que podríamos ir todos a comer fuera algún día. O si lo prefiere podría ir un día a su tienda. —Oh —respondió la señora Barbour tras un par de segundos de estupefacción. Ahora era ella la que no sabía qué decir. Si iba alguna vez al sur de la calle Catorce, por el motivo que fuera, yo no estaba informado—. Bueno, ya veremos. —No para que compre. Solo para mirar. Tiene muebles preciosos. Ella parpadeó. —Por supuesto. —Parecía extrañamente desorientada, con una mirada fija y algo absorta—. Bueno, será un placer conocerlo, estoy segura. ¿Ya le conozco? —Creo que no. —En fin. Lo siento, Andy. Te debo una disculpa. Y a ti también, Theo. ¿A mí? Yo no sabía qué decir. Metiéndose furtivamente en la boca un lado del pulgar, Andy se encogió de un hombro mientras ella daba media vuelta y salía de la habitación. —¿Qué ocurre? —le pregunté en voz baja. —Está enfadada. Pero no tiene nada que ver contigo. —Y añadió—: Platt está en casa. Ahora que él lo mencionaba me di cuenta de que llegaba una música amortiguada de la parte trasera del piso, un golpeteo profundo y subliminal. —¿Por qué? ¿Pasa algo? —Ha ocurrido algo en la universidad. —¿Algo malo? —Sabe Dios —dijo él con tono inexpresivo. —¿Está en apuros? —Supongo. Nadie habla de ello. —Pero ¿qué ha pasado? Andy hizo una mueca, como diciendo «quién sabe». —Estaba aquí cuando hemos vuelto del colegio. Al oír su música, Kitsey se ha emocionado y ha subido corriendo a su habitación para saludarlo, pero él le ha gritado y le ha cerrado la puerta en la cara. Me estremecí. Kitsey idolatraba a Platt. —Luego ha llegado mi madre. Se ha metido en su habitación, y al salir ha hablado mucho rato por teléfono. Creo que papá viene para aquí. Iban a salir con los Ticknor esta noche, pero supongo que lo han anulado. —¿Qué hay de la cena? —pregunté tras un breve silencio. Por lo general, las noches de colegio cenábamos frente al televisor haciendo los deberes, pero con Platt en casa, el señor Barbour de camino y los planes de la velada anulados, parecía más bien que habría una cena de familia en el comedor. Andy se puso bien las gafas a su manera de anciana quisquillosa. Aunque yo tenía el pelo moreno y él rubio, era muy consciente de que las gafas que la señora Barbour había escogido para mí, idénticas a las de su hijo, me hacían parecer su gemelo lumbrera, sobre todo desde que había oído a una chica del colegio llamarnos «los hermanos lerdos» (¿o era lelos?; fuera como fuese, no era un cumplido). —Vamos al Serendipity a tomar una hamburguesa —propuso él—. Preferiría no estar aquí cuando llegue papá. —Llévame a mí también —dijo Kitsey inesperadamente, que entró corriendo y se detuvo en seco frente a nosotros, jadeando acalorada. Andy y yo nos miramos. A Kitsey ni siquiera le gustaba que la vieran con nosotros en la parada de autobús. —Por favor —gimió, mirándonos—. Toddy está en el entrenamiento y tengo dinero. No quiero quedarme sola con ellos, por favor. Andy se metió las manos en los bolsillos. —Está bien —respondió inexpresivo. Pensé que parecían un par de ratones blancos, solo que Kitsey era una princesa ratita de algodón de azúcar mientras que Andy era más bien un ratón anémico y sin suerte que podías dar de comer a tu boa constrictor. —Vamos, ve a por tus cosas —dijo cuando ella se quedó parada mirándolo—. No voy a esperarte. Y no te olvides de coger dinero porque no pienso invitarte. XIII No fui a ver a Hobie los días siguientes por lealtad a Andy, aunque estuve muy tentado de hacerlo a causa del ambiente tenso que se respiraba en la casa. Andy tenía razón, era imposible saber qué había hecho Platt, ya que el señor y la señora Barbour actuaron como si no hubiera pasado nada (solo que notabas que no era cierto), y Platt se negó a soltar prenda; se limitó a permanecer sentado con expresión huraña durante las comidas, con el pelo cayéndole sobre la cara. —Créeme —me dijo Andy—, es mejor cuando estás aquí. Se esfuerzan más en mostrarse normales. —¿Qué crees que ha hecho Platt? —No lo sé ni quiero saberlo, la verdad. —No me lo creo. —Bueno, sí —dijo Andy, cediendo—. Pero no tengo ni la más remota idea. —¿Crees que ha copiado? ¿Que ha robado? ¿Que ha mascado chicle en la capilla? Andy se encogió de hombros. —La última vez que estuvo en apuros fue por golpear a alguien en la cara con un palo de lacrosse. Pero no fue tan gordo como esta vez. —Y entonces, de manera inesperada, añadió—: Platt es el predilecto de mi madre. —¿Eso crees? —respondí evasivo, aunque sabía perfectamente que era verdad. —Kitsey es la favorita de papá y Platt el predilecto de mamá. —También adora a Toddy —dije antes de darme cuenta de cómo sonaba eso. Andy hizo una mueca. —Si no me pareciera tanto a mi madre físicamente, pensaría que dieron un cambiazo en mi parto. XIV Por alguna razón, durante este tenso interludio (quizá porque los enigmáticos apuros de Platt me recordaban a los míos), se me ocurrió que tal vez debía hablar con Hobie del cuadro, o, por lo menos, abordar el tema de forma indirecta, para ver cuál era su reacción. Lo difícil era saber cómo sacarlo. El cuadro seguía en mi casa, exactamente donde yo lo había dejado, dentro de la bolsa con que había salido del museo. Cuando lo había visto apoyado contra el sofá de la sala de estar la espantosa tarde que regresé para coger lo que necesitaría en el colegio, pasé por su lado esquivándolo como habría esquivado a un vagabundo que intentara agarrarme por la calle, notando los pálidos y fríos ojos de la señora Barbour clavados en mi espalda, en el piso y en los objetos personales de mi madre mientras me esperaba en la puerta con los brazos cruzados. Era complicado. Cada vez que pensaba en el cuadro se me hacía un nudo tan grande en el estómago que mi primera reacción era olvidarlo y pensar en otra cosa. Por desgracia, había esperado demasiado para hablar con alguien y empezaba a creer que era demasiado tarde para decir algo. Cuanto más tiempo pasaba en compañía de Hobie —con sus mutilados Hepplewhites y Chippendales, y todos los objetos antiguos que él cuidaba con tanto primor—, más erróneo me parecía guardar silencio. ¿Y si alguien encontraba el cuadro? ¿Qué me ocurriría? Por lo que yo sabía, el casero podría haber entrado en el piso; tenía la llave; pero aunque entrara, no tenía forzosamente que verlo. Sin embargo, sabía que estaba tentando al destino dejándolo allí mientras posponía la decisión de qué hacer. No me importaba devolverlo; si hubiera podido hacerlo, por arte de magia o por la fuerza del deseo, lo habría hecho sin pensármelo. Pero no se me ocurría cómo devolverlo de un modo que no pusiera en peligro el cuadro o a mí mismo. Desde que habían explotado las bombas en el museo había carteles por toda la ciudad informando de que todos los paquetes abandonados serían destruidos, lo que me hizo descartar la idea de entregarlo de forma anónima. Cualquier maleta o paquete de aspecto sospechoso sería volado, sin hacer preguntas. De todos los adultos que conocía, solo había dos con los que me plantearía hablar: Hobie y la señora Barbour. Hobie parecía una perspectiva mucho más halagüeña y menos aterradora. Resultaría mucho más fácil contarle cómo había acabado llevándome el cuadro del museo, para empezar. Que había sido por equivocación o algo por el estilo. Que había seguido las instrucciones de Welty. Que había sufrido una conmoción cerebral y no había considerado con seriedad lo que estaba haciendo. Que no había sido mi intención guardarlo tanto tiempo. Pero en ese limbo sin hogar me había parecido una locura dar el paso de reconocer lo que me constaba que muchos tacharían de fechoría. Luego, justo cuando empezaba a comprender que no podía esperar mucho más para actuar, vi por casualidad una pequeña foto en blanco y negro del cuadro en la sección de negocios del Times. Quizá debido a la zozobra que había reinado en la casa tras la desgracia de Platt, el periódico encontraba de vez en cuando el modo de salir del gabinete del señor Barbour, ya desmontado, en páginas sueltas o de dos en dos. Esas páginas en particular, torpemente dobladas, estaban desperdigadas cerca del vaso de agua de seltz envuelto con una servilleta (la tarjeta de visita del señor Barbour) en la mesa de centro del salón. Se trataba de un artículo largo y aburrido, hacia el final de la sección, relacionado con las compañías de seguros: sobre las dificultades económicas que entrañaba organizar grandes exposiciones de arte en una economía en crisis, y, en concreto, la dificultad de asegurar las obras que se trasladaban. Pero lo que me llamó la atención fue el pie de la foto: El jilguero, obra maestra de Carel Fabritius, 1654. Destruido. Sin pensar, me senté en la butaca del señor Barbour y recorrí con la vista el denso texto buscando cualquier alusión a mi cuadro (ya había empezado a verlo como mío; se me había metido en la cabeza como si me hubiera pertenecido toda mi vida). Cuestiones de derecho internacional entran en juego en un caso de terrorismo cultural como este, que ha hecho estremecer a la comunidad financiera así como al mundo del arte. «La pérdida de una sola de esas piezas es imposible de cuantificar —declaró Murray Twitchell, un analista de riesgos de seguros establecido en Londres—. Junto con las doce obras extraviadas y supuestamente destruidas, otras veintisiete sufrieron desperfectos serios, aunque algunas podrán restaurarse». En lo que podría parecer un gesto fútil para muchos, la base de datos de obras de arte perdidas… El artículo continuaba en la página siguiente; pero justo en ese momento la señora Barbour entró en la habitación y tuve que bajar el periódico. —Theo, tengo una propuesta que hacerte. —¿Sí? —respondí con cautela. —¿Te gustaría venir con nosotros a Maine este año? Por un momento me sentí tan eufórico que me quedé totalmente en blanco. —¡Sí! —exclamé—. ¡Vaya! ¡Me encantaría! Ni siquiera ella pudo contener una sonrisa. —Bueno. Seguro que Chance se alegrará de ponerte a trabajar en el barco. Vamos a ir un poco antes este año… Bien, Chance y los niños irán antes. Yo me quedaré en la ciudad para ocuparme de unos asuntos, pero me reuniré con vosotros dentro de un par de semanas. Estaba tan contento que no sabía qué decir. —Veremos qué tal se te da la navegación. Quizá te guste más que a Andy. Al menos, eso esperamos. —Crees que será divertido —me dijo Andy, sombrío, cuando volví (corriendo en lugar de andando) a la habitación para darle la buena noticia—. Pero no lo será. Lo aborrecerás. Aun así, vi lo satisfecho que estaba. Y esa noche, antes de acostarme, se sentó conmigo en el borde de la litera inferior para hablar de los libros y los juegos que nos llevaríamos, y de cuáles eran los síntomas del mareo a bordo de un barco, para que pudiera librarme de ayudar en cubierta, si quería. XV Esa doble noticia —buena en ambos frentes— me dejó sin fuerzas y aturdido de alivio. Si creían que mi cuadro había sido destruido —si esa era la versión oficial—, disponía de mucho tiempo para decidir qué hacer. También por arte de magia, la invitación de la señora Barbour parecía prolongarse más allá del verano hasta perderse en el horizonte, como si todo el Atlántico se extendiera entre el abuelo Decker y yo; el subidón fue de vértigo, y no podía hacer más que regocijarme por la prórroga. Sabía que debía entregar el cuadro a Hobie o a la señora Barbour, ponerme a su merced, contarles todo y suplicarles que me ayudaran; en un rincón lúcido de mi mente sabía que lo lamentaría si no lo hacía, pero tenía la cabeza demasiado llena de Maine y de navegación para pensar en nada más; y empecé a pensar que quizá lo más inteligente era guardar el cuadro por el momento, como una especie de seguro durante los próximos tres años, para evitar tener que ir a vivir con el abuelo Decker y Dorothy. Prueba de mi asombrosa ingenuidad es que creyera que podría venderlo si hacía falta. De modo que guardé silencio, estudié las banderas y las cartas náuticas con el señor Barbour, y dejé que la señora Barbour me llevara a Brooks Brothers para comprarme zapatos náuticos y jerséis de algodón de colores claros para cuando refrescara de noche en el barco. Y no dije una palabra. XVI —Demasiada educación, ese era mi problema —dijo Hobie—. O eso creía mi padre. Yo estaba con él en el taller, ayudándole a revisar un sinfín de fragmentos de madera de cerezo, algunos más rojizos, otros más marronáceos, todos rescatados de viejos muebles, buscando el tono exacto que necesitaba para la base del reloj de pie que estaba restaurando. —Mi padre tenía una empresa de transportes por carretera (eso ya lo sabía yo; era tan famosa que incluso a mí me sonaba el nombre) y en los veranos y las vacaciones de Navidad me hacía cargar los camiones; tendría que trabajar mucho para conducir uno, me decía. Los hombres que trabajaban en las áreas de carga y descarga enmudecían en cuanto me veían aparecer por allí. Yo era el hijo del jefe, ya sabes. Ellos no tenían la culpa de que mi padre fuera un cabrón. De todos modos, trabajaba en su empresa desde los catorce años, todos los días laborables después del colegio y los fines de semana, cargando cajas bajo la lluvia. A veces también trabajaba en la oficina, un lugar horrible y húmedo donde hacía un frío que pelaba en invierno y un calor achicharrante en verano, gritando por encima de ruido de los ventiladores. Al principio solo era los veranos y las vacaciones de Navidad. Pero después de mi segundo año en la universidad anunció que no pensaba seguir pagando mis estudios. Yo había encontrado un pedazo de madera que parecía ir bien y se la tendí. —¿Sacó malas notas? —No, me iba bien —respondió él. Hobie la cogió y la examinó a la luz, y a continuación la dejó caer sobre el motón de piezas posibles—. El problema era que él no había estudiado en la universidad y le había ido bien en la vida, ¿no? ¿Acaso me creía mejor que él? Pero eso no era todo. Verás, mi padre era la clase de hombre que tenía que intimidar a todos los que lo rodeaban, ya sabes de qué hablo, y creo que comprendió que la mejor manera de mantenerme bajo su yugo era hacerme trabajar gratis. —Reflexionó unos momentos sobre otra pieza barnizada antes de ponerla en el montón—. Al principio me dijo que tendría que dejar los estudios un año, luego cuatro, cinco, los que tardara en ganar el resto del dinero para costear mis estudios, a base de trabajo duro. Pero nunca vi ni un centavo. Vivía en casa y él ingresaba mi sueldo en una cuenta especial, por mi bien. Era bastante duro pero justo, o eso creía yo. Pero después de haber trabajado para él durante tres años la jornada completa, el juego cambió. De un día para otro. —Se rió—. Resultó que yo no había entendido bien el trato. Estaba devolviéndole la matrícula de mis primeros dos años de universidad. No había ahorrado nada. —¡Eso es terrible! —exclamé tras un silencio sorprendido, pues no comprendía cómo podía reírse de algo tan injusto. —Bueno —Hobie puso los ojos en blanco—, yo seguía siendo un poco ingenuo, aunque a esas alturas ya había entendido que moriría de viejo antes de salir de allí. Pero pelado y sin ningún lugar adónde ir, ¿qué podía hacer? Trataba de discurrir alguna salida cuando hete aquí que un día Welty entró en la oficina mientras mi padre la emprendía conmigo. A mi padre le encantaba reprenderme delante de sus trabajadores, pavoneándose a mi alrededor como un capo mafioso y diciendo que le debía dinero por esto y por aquello, y que iba a descontármelo de mi mal llamado «sueldo». Que retendría el supuesto cheque de mi salario por alguna infracción imaginaria. Esa clase de cosas. »No era la primera vez que yo veía a Welty. Había estado en la oficina para organizar el transporte de muebles de unas fincas vendidas. Él siempre decía que con su joroba tenía que esforzarse el doble para causar buena impresión, para que la gente viera más allá de su deformidad y demás, pero a mí me gustó desde el principio. Caía bien a la mayoría de las personas, incluido mi padre, que no era un hombre que viera con buenos ojos a la gente. Después de presenciar ese estallido, Welty telefoneó a mi padre al día siguiente y le preguntó si yo podía echarle una mano empaquetando los muebles de una casa cuyo contenido acababa de comprar. Yo era un chico fuerte y muy trabajador, justo lo que él necesitaba. Bueno… —Se levantó y estiró los brazos por encima de la cabeza—. Welty era un buen cliente. Y mi padre, por la razón que fuera, dijo que sí. »La casa que le ayudé a vaciar era la mansión del viejo De Peyster. Y resultó que yo conocía bastante bien a su señora. Desde que era niño me gustaba ir a visitarla. Era una curiosa anciana con una peluca amarilla, una fuente de información que sabía al dedillo la historia local y una narradora increíblemente amena. En fin, era una auténtica mansión, abarrotada de cristal de Tiffany y de muebles muy buenos del siglo XIX, y pude ayudar con la procedencia de muchos de ellos mejor que la hija de la señora De Peyster, que nunca había mostrado el menor interés en la silla en que se había sentado el presidente McKinley ni en piezas por el estilo. »El día que terminé de ayudarle con la casa eran cerca de las seis de la tarde y yo estaba cubierto de polvo de la cabeza a los pies. Welty descorchó una botella de vino y nos sentamos sobre los cajones de embalaje para beber, rodeados de paredes desnudas y del eco de una casa vacía. Me sentía agotado; él me había pagado directamente a mí en metálico, dejando a mi padre al margen, y cuando le di las gracias y le pregunté si sabía de más trabajo, me dijo: “Mira, acabo de abrir una tienda en Nueva York. Si quieres un empleo, es tuyo”. De modo que brindamos por ello; regresé a casa, hice el equipaje, que consistió prácticamente en libros, me despedí del ama de llaves y al día siguiente hice autoestop hasta Nueva York. Nunca miré atrás. Guardamos silencio. Seguíamos buscando entre el montón: fragmentos muy finos que repiqueteaban como las fichas de algún antiguo juego de China, un sonido misterioso que hacía que te sintieras perdido en un silencio mucho más grande. —Eh —dije, cogiendo una pieza y pasándosela con aire triunfal; era del color exacto, y se parecía más que ninguna de las que él había apartado. Me la cogió de las manos y la examinó bajo la lámpara. —No está mal. —¿Qué problema tiene? —Bueno, verás… —acercó la pieza a la base del reloj—, en esta clase de trabajo lo que tienes que hacer coincidir es el veteado de la madera. Ahí está el quid. Las variaciones de tono son más fáciles de disimular. Esta, en cambio —sostuvo en alto otra pieza, que era unos tonos más pálida—, con un poco de cera y el tinte adecuado quizá sirva. Bicromato de potasa, con un toque de marrón Vandyke… A veces, cuando es tan difícil lograr que concuerde el veteado, lo que ocurre sobre todo con ciertas maderas de castaño, utilizo amoníaco para oscurecer un poco la madera nueva. Pero solo lo hago cuando estoy desesperado. Siempre es mejor utilizar madera de la misma antigüedad que la pieza que estás restaurando, si eso es posible. —¿Cómo aprendió todo esto? —le pregunté después de un tímido silencio. Él se rió. —¡Como estás aprendiendo ahora tú! De pie y observando. Echando una mano. —¿Le enseñó Welty? —Oh, no. Él lo entendía…, sabía cómo se hacía. Es necesario si estás en este negocio. Tenía mucho ojo, y yo había subido a menudo a buscarlo cuando quería otra opinión. Pero antes de que me uniera a la empresa él solía aprobar las piezas que necesitaban ser restauradas. Es un trabajo que lleva mucho tiempo, se necesita cierta manera de ser, y él no tenía ni el carácter ni la fortaleza física para ello. Prefería llevar la parte de las adquisiciones, ya sabes, ir a subastas, o estar en la tienda y charlar con los clientes. Cada tarde a eso de las cinco yo subía, «torturado de las mazmorras», para tomar el té con él. En los viejos tiempos era bastante horrible estar aquí abajo, con el moho y la humedad. Cuando entré a trabajar para Welty —se rió—, estaba con él su viejo colega, Abner Mossbank. Tenía mal las piernas y artritis en los dedos, y casi no veía. A veces tardaba un año en restaurar un mueble. Pero yo me quedaba detrás de él y lo observaba trabajar. Era como un cirujano. No podía hacerle preguntas. ¡Silencio absoluto! Pero él lo sabía absolutamente todo…, lo que nadie más sabía hacer o se molestaba en aprender. Este oficio cuelga de un hilo, generación tras generación. —¿Su padre nunca le dio el dinero que había ganado? Él se rió con una expresión llena de afecto. —¡Ni un centavo! No volvió a dirigirme la palabra. Era un viejo amargado… Cayó fulminado de un ataque al corazón mientras despedía a uno de sus empleados más antiguos. Fue uno de los funerales menos concurridos que se hayan visto. Tres paraguas negros bajo el aguanieve. Costaba no pensar en Ebenezer Scrooge. —¿Nunca volvió a la universidad? —No, no quise. Ya había encontrado lo que quería hacer. —Se llevó las manos a la parte inferior de la espalda y se estiró; su holgada chaqueta, algo deformada por los codos y un poco sucia, le hacía parecer un afable mozo de cuadra camino de los establos—. Así que la moraleja es: ¿quién sabe adónde te llevará todo? —¿Todo? Hobie se rió. —Tus vacaciones haciendo vela —dijo acercándose al estante donde había otros tarros de pigmentos ordenados en una hilera como las pociones de un boticario: tierras ocres, verdes venenosos, carbón en polvo y hueso calcinado—. Podría ser el momento decisivo. El mar a veces afecta así a la gente. —Andy se marea. Tiene que ir a todas partes con una bolsa para vomitar. —Bueno —cogió un tarro de negro hollín—, debo confesar que a mí nunca me afectó de ese modo. Cuando era niño…, La rima del viejo marinero, con esas ilustraciones de Doré… No, el océano me da escalofríos, claro que nunca he vivido una aventura como la tuya. Nunca sabes, porque… —frunció la frente, sacando unos pocos polvos negros con una paleta— nunca imaginé que los viejos muebles de la señora De Peyster acabarían decidiendo mi futuro. Quién sabe, a lo mejor te quedas tan fascinado con los cangrejos ermitaños que te pones a estudiar biología marina. O decides que quieres construir barcos, o ser pintor de escenas marinas, o escribes el libro decisivo sobre el Lusitania. —Quizá —dije con las manos a la espalda. Pero lo que esperaba en realidad no me atrevía a expresarlo en palabras. Incluso pensar en ello me hacía temblar. Porque era lo siguiente: Kitsey y Toddy habían empezado a mostrarse mucho más simpáticos conmigo, como si alguien hubiera tenido unas palabras con ellos; y había detectado miradas y señales sutiles entre el señor y la señora Barbour que me hacían estar esperanzado…, más que esperanzado. De hecho, era Andy quien me había metido esa idea en la cabeza. «Creen que eres una buena influencia para mí —me había comentado yendo al colegio hacía unos días—. Porque me estás haciendo salir del cascarón y volviendo más social. Estoy pensando en que podrían anunciar algo cuando lleguemos a Maine». —¿Como qué? —No seas tonto. Te han tomado mucho afecto, sobre todo mamá. Pero papá también. Es posible que quieran que te quedes. XVII Regresé al norte de la ciudad en autobús un poco amodorrado, balanceándome en el asiento de forma agradable y observando cómo las mojadas calles del sábado pasaban por mi lado. En cuanto entré en el piso —aterido de frío después de haber caminado bajo la lluvia—, Kitsey irrumpió en el vestíbulo y me miró con los ojos muy abiertos y llenos de fascinación, como si fuera un avestruz que se había metido en la casa. Tras unos segundos de embobamiento desapareció en el salón, con las sandalias repiqueteando sobre el suelo de parquet y gritando: —¿Mamá? ¡Ya está aquí! La señora Barbour apareció. —Hola, Theo. —Estaba totalmente serena pero había algo contenido en su actitud que no supe identificar—. Ven conmigo. Tengo una sorpresa para ti. Entré detrás de ella en el gabinete del señor Barbour, lúgubre en la tarde encapotada; con las cartas náuticas enmarcadas y las gotas de lluvia corriendo por los grises cristales de las ventanas, era como el decorado de un camarote en un mar embravecido. En el otro extremo de la habitación se levantó una figura de una butaca de cuero. —Hola, colega —dijo—. Cuánto tiempo sin verte. Me quedé clavado en el suelo. La voz no dejaba lugar a dudas: era mi padre. Dio un paso situándose bajo la débil luz de la ventana. No había duda de que era él, pero había cambiado desde la última vez que lo vi: estaba más corpulento, más bronceado, con la cara más hinchada, con un traje nuevo y un corte de pelo que le daba el aspecto de un camarero del centro de la ciudad. Horrorizado, me volví hacia la señora Barbour, quien me sonrió con impotencia, como diciendo: «Lo sé, pero ¿qué puedo hacer?». Mientras me quedaba de pie, mudo a causa del shock, otra figura se levantó y apartó de un codazo a mi padre para acercarse. —Hola, me llamo Xandra —dijo con voz gangosa. Me encontré frente a una mujer desconocida, muy bronceada y de aire deportivo: ojos grises y apagados, la piel cobriza y arrugada, y los dientes vueltos hacia dentro, con un hueco en medio. Aunque era mayor que mi madre, o al menos lo parecía, iba vestida como alguien más joven: sandalias de plataforma rojas, tejanos de tiro corto, cinturón ancho; muchas joyas de oro. Llevaba el pelo, de un color caramelo tirando a pajizo, cortado muy recto y despuntado; mascaba chicle y despedía un intenso olor a Juicy Fruit. —Xandra con X —añadió con voz ronca. Tenía motas de rímel negro alrededor los ojos claros e incoloros, y su mirada era penetrante, segura y firme—. No Sandra. Y, por Dios, no Sandy. Cada vez que me llaman así me subo por las paredes. Mientras hablaba, mi estupefacción iba en aumento. No lograba abarcarla en todos sus detalles: la voz curtida por el whisky, los brazos musculosos; el tatuaje de una letra china en el dedo gordo del pie; las largas uñas cuadradas con la punta pintada de blanco; los pendientes en forma de estrellas de mar. —Hum, hace dos horas que hemos aterrizado en La Guardia —dijo mi padre, como si eso lo explicara todo. ¿Por esa mujer nos había abandonado? Atónito, me volví de nuevo hacia la señora Barbour y vi que había desaparecido. —Theo, ahora vivo en Las Vegas —continuó mi padre, mirando un punto en la pared situado por encima de mi cabeza. Seguía teniendo la voz contenida y enérgica de los tiempos que estudiaba para actor, pero si bien sonaba tan autoritario como siempre, vi que no se sentía más relajado que yo. —Supongo que debería haber telefoneado antes, pero me pareció que sería más fácil si veníamos a buscarte directamente. —¿A buscarme? —repetí tras una larga pausa. —Díselo, Larry —dijo Xandra, luego se volvió hacia mí—: Deberías sentirte orgulloso de tu padre. Ya no bebe. ¿Cuántos días llevas sin beber? ¿Cincuenta y uno? Lo ha hecho todo él solo, ni siquiera fue a ese antro…, se desintoxicó en el sofá con una cesta de huevos de Pascua y un bote de Valium. Demasiado avergonzado para mirarla a ella o a mi padre, volví la vista de nuevo hacia la puerta y vi a Kitsey Barbour en el pasillo, escuchándolo todo con los ojos muy abiertos. —Vamos, quiero decir que yo no podía soportarlo más —continuó Xandra, con un tono que daba a entender que mi madre había aprobado y alentado el alcoholismo de mi padre—. Me refiero a que mi madre era la clase de borrachina que vomitaba en su copa del Canadian Club y luego se lo bebía. Y una noche le dije: «Larry, no voy a pedirte que no bebas nunca más, y creo sinceramente que ese asunto de Alcohólicos Anónimos es excesivo para el problema que tú tienes…». Mi padre carraspeó y se volvió hacia mí, con la cara jovial que solía reservar para los desconocidos. Tal vez había dejado de beber, pero todavía tenía un aspecto embotado, brillante y ligeramente aturdido, como si hubiera vivido los últimos ocho meses a base de copas de ron y platos combinados hawaianos. —Hijo, acabamos de bajar del avión y hemos venido, hum, porque queríamos verte enseguida, por supuesto… Esperé. —… y necesitamos la llave del piso. Todo sucedía demasiado deprisa para mí. —¿La llave? —No podemos entrar —terció Xandra sin rodeos—. Ya lo hemos intentado. —Verás, Theo —dijo mi padre con voz clara y afable, pasándose una mano por el pelo con aire formal—. Necesito entrar en Sutton Place y ver cómo están las cosas allí dentro. Estoy seguro de que es el caos, y alguien tiene que entrar y ocuparse de todo. «Si no lo dejaras todo patas arriba, maldita sea…» Esas eran las palabras que había oído a mi padre gritar a mi madre dos semanas antes de que se esfumara, cuando habían tenido la pelea más fuerte que yo había presenciado nunca, a raíz de la desaparición de los pendientes de diamantes y esmeraldas que pertenecían a mi madre y que ella había dejado en un platito en la mesilla de noche. Mi padre (con la cara roja, imitándola con un falsete sarcástico) le había gritado que la culpa era de ella, que quizá los había cogido Cinzia o quién sabía, que no era buena idea dejar joyas a la vista, y que eso quizá le enseñara a cuidar mejor de sus pertenencias. Pero mi madre —lívida de cólera— había señalado con voz fría que se había quitado los pendientes el viernes por la noche y que Cinzia no había vuelto desde entonces. «¿Qué coño estás insinuando? —gritó mi padre—. ¿Estás acusando a tu marido de robarte joyas? ¿Qué clase de criatura enferma e irracional eres? Necesitas ayuda, ¿lo sabes? Necesitas realmente ayuda profesional…» Pero no habían desaparecido solo los pendientes. Después de que él se largara, resultó que también habían desaparecido otras cosas, entre ellas dinero en efectivo y unas monedas antiguas que habían pertenecido a mi abuelo materno; mi madre cambió las cerraduras, y advirtió a Cinzia y a los conserjes que no dejaran entrar a mi padre si se presentaba cuando ella estaba en el trabajo. Por supuesto, ahora todo era distinto, y ya nada podía impedir que mi padre entrara en el piso y revolviera entre las cosas de mi madre, e hiciera con ellas lo que quisiera; pero mientras lo miraba tratando de pensar qué demonios decir, se me pasaron por la cabeza una docena de cosas, y la principal fue el cuadro. Durante semanas me había dicho a diario que debía ir al piso y ocuparme de él, buscar alguna solución, pero había seguido posponiéndolo, y ahora mi padre había llegado. Mi padre me sonreía sin apartar la vista de mí. —Bueno, compinche. ¿Querrías ayudarnos? —Tal vez ya no bebía, pero en su tono, áspero y rasposo, aún se percibía la tensión de aquellas tardes que se moría por beber. —No tengo la llave —respondí. —Eso no es problema —se apresuró a decir mi padre—. Podemos llamar a un cerrajero. Xandra, pásame el móvil. Pensé con celeridad. No quería que entraran en el piso sin mí. —José o Goldie podrían abrirnos la puerta, si voy con vosotros. —De acuerdo —dijo mi padre—. Vámonos. Por su tono deduje que sabía que yo mentía acerca de la llave (que estaba escondida en un lugar seguro en el cuarto de Andy). Además, no debía de gustarle la idea de involucrar a los conserjes, pues la mayoría de los tipos que trabajaban en el edificio no le tenían mucho aprecio, después de haberlo visto borracho tantas veces. Pero le sostuve la mirada con la cara más inexpresiva que pude hasta que él se encogió de hombros y se volvió. XVIII —¡Hola, José! —¡Bomba! —exclamó José, retrocediendo alegremente un paso cuando me vio en la acera; era el conserje más joven y alegre, y siempre intentaba escabullirse antes de que terminara su turno para jugar al fútbol en el parque—. ¡Theo! ¿Qué lo qué, manito? Su sonrisa franca me hizo volver de golpe al pasado. Todo seguía igual: el toldo verde, la ligera sombra, un charco marrón en una parte de la acera más hundida. De pie frente a las puertas art déco —niqueladas y surcadas de rayos solares abstractos, como las puertas que empujarían los jóvenes periodistas con sombrero fedora en una película de los años treinta—, recordé todas las veces que las había cruzado y encontrado a mi madre echando un vistazo a su correspondencia mientras esperaba el ascensor. Recién llegada del trabajo, con tacones y maletín, sosteniendo en la mano el ramo de flores que yo le había enviado por su cumpleaños. «Pues mira tú. Mi admirador secreto ha vuelto a la carga». José miró por encima de mí y vio a mi padre y a Xandra esperando unos pasos atrás. —Hola, señor Decker —saludó con un tono más formal, tendiéndole una mano; con educación pero sin rastro de afecto—. Me alegro de verlo. Mi padre, con su sonrisa simpática, empezó a responder, pero yo estaba demasiado nervioso y lo interrumpí: —José. —Me había devanado los sesos durante todo el trayecto, buscando las palabras en español y practicando la frase mentalmente—. Mi papá quiere entrar en el piso, le necesitamos para abrir la puerta. —Y enseguida, lancé la pregunta que había preparado—: ¿Usted puede subir con nosotros? La mirada de José fue de mi padre a Xandra. Era un dominicano corpulento y bien parecido, y había algo en él que recordaba al joven Muhammad Ali, de carácter dulce y siempre bromeando, aunque uno no querría vérselas con él. En cierta ocasión, en un momento de confianza, se levantó la chaqueta del uniforme para enseñarme la cicatriz de un navajazo en el abdomen que, según dijo, le habían asestado en una pelea callejera en Miami. —Será un placer —dijo en inglés, con tono relajado. Los miraba a ellos, pero yo sabía que estaba hablando conmigo—. Les acompañaré arriba. ¿Todo va bien? —Sí, estamos bien —respondió mi padre sucintamente. Era él quien había insistido en que yo estudiara español en lugar de alemán como idioma extranjero («Al menos alguien de la familia podrá comunicarse con esos jodidos conserjes»). Xandra, a quien yo empezaba a ver como una verdadera chiflada, se rió nerviosa y dijo con voz farfullante y apabullada: —Sí, estamos bien, pero el vuelo nos ha dejado agotados. Esto está muy lejos de Las Vegas y seguimos un poco… —Puso los ojos en blanco y retorció los dedos, dando a entender aturdimiento. —¿Ah, sí? —respondió José—. ¿Hoy? ¿Han aterrizado en La Guardia? —Como a todos los conserjes, se le daba muy bien charlar sobre temas triviales, en particular sobre el estado del tráfico, el tiempo o la mejor ruta para ir al aeropuerto en hora punta—. He oído decir que ha habido muchos retrasos hoy debido a cierto problema con los mozos de equipaje, el sindicato y demás, ¿no es cierto? Durante el trayecto en el ascensor, Xandra mantuvo una conversación fluida pero agitada: sobre lo sucia que era la ciudad de Nueva York en comparación con Las Vegas («Sí, lo admito, todo está más limpio en el Oeste, supongo que estoy mal acostumbrada»), sobre lo malo que estaba el sándwich de pavo del avión, y que la azafata se había «olvidado» (haciendo el gesto de las comillas con los dedos) de darle los cinco dólares de cambio por el vino que había pedido. —¡Oh, señora! —exclamó José bajando del ascensor mientras meneaba la cabeza con fingida seriedad—. La comida de avión es de lo peor. Tienes suerte si te dan de comer. Aunque le diré una cosa sobre Nueva York. Aquí comerá bien. Hay buenos vietnamitas, buenos cubanos, buenos indios… —No me gusta toda esa comida picante. —Tranquila, lo que quiera lo encontrará aquí. —Y, mientras buscaba en el llavero la llave maestra, levantó un dedo y añadió—: Segundito. La cerradura giró con un compacto sonido, instintivo y penetrante en su precisión. Aunque el ambiente estaba cargado, percibí el fuerte olor de la casa: libros y alfombras viejas, limpiasuelos con olor a limón, las oscuras velas con aroma de mirra que mi madre había comprado en Barney’s. La bolsa del museo estaba en el suelo junto al sofá, exactamente donde yo la había dejado hacía… ¿cuántas semanas? Mareado, di un rodeo y entré para recogerla mientras José —bloqueando aún el paso a mi irritado padre sin que lo pareciera— se quedaba plantado en el umbral, escuchando a Xandra con los brazos cruzados. La expresión serena pero un poco distraída de José me recordó la que puso cuando tuvo que subir a mi padre prácticamente a cuestas una noche gélida que estaba tan borracho que había perdido el abrigo. «Ocurre en las mejores familias», dijo con una sonrisa abstracta, rechazando la propina de veinte dólares que mi padre —incoherente, con vómito en la americana, y cubierto de arañazos y de mugre como si hubiera estado rodando por la acera— trataba de ponerle en la cara. —En realidad soy de la costa Este —decía Xandra—, de Florida. —De nuevo una risa nerviosa…, balbuceante, farfullante—. West Palm, para ser exactos. —¿Ha dicho Florida? —oí decir a José—. Es precioso todo eso. —Ya lo creo. Al menos en Las Vegas tenemos sol…, no sé si podría soportar pasar los veranos aquí, acabaría convertida en un polo… En cuanto cogí la bolsa me di cuenta de que pesaba muy poco…, estaba casi vacía. ¿Dónde demonios había puesto el cuadro? Casi ciego del pánico, no me detuve sino que seguí andando por el pasillo, en piloto automático, hasta mi habitación, con la cabeza dándome vueltas con un sonido chirriante… De pronto…, a través de los flashes inconexos que conservaba de esa noche, me acordé. La bolsa se había mojado. No había querido dejar el cuadro dentro de una bolsa mojada para evitar que se enmoheciera, se reblandeciera o lo que fuera. En lugar de ello —¿cómo podía haberlo olvidado?— lo había dejado encima del escritorio de mi madre, para que fuera lo primero que ella viera cuando entrara en casa. Con celeridad, dejé caer la bolsa fuera de la puerta cerrada de mi dormitorio y me metí en el de mi madre, mareado de miedo, confiando en que mi padre no me siguiera, demasiado aterrado para volverme y mirar. —Apuesto que aquí ven un montón de gente famosa por la calle —oí decir a Xandra desde el salón. —Ya lo creo. LeBron, Dan Aykroyd, Tara Reid, Jay-Z, Madonna… El dormitorio de mi madre estaba oscuro y fresco, y el olor apenas perceptible de su perfume fue casi demasiado para mí. Allí estaba el cuadro, entre fotografías enmarcadas en plata de sus padres, de ella, de mí a distintas edades, y de montones de caballos y perros: la yegua de su padre, Chalkboard, Bruno el Gran Danés, el perro salchicha Poppy, que había muerto cuando yo iba a la guardería. Armándome de valor al ver las gafas de lectura de mi madre encima del escritorio, sus rígidas medias negras donde las había puesto a secar, su caligrafía en el calendario de mesa y un millón de otros detalles dolorosos, cogí el cuadro, me lo puse bajo el brazo y entré rápidamente en mi habitación, situada al otro lado del pasillo. La ventana de mi habitación —como la de la cocina— daba a un conducto de aire y estaba oscura si no encendía las luces. Había una toalla fría y húmeda en el suelo, encima de un montón de ropa sucia, donde yo la había dejado caer esa última mañana después de ducharme. La recogí —haciendo una mueca al llegarme el olor— con la intención de arrojarla encima del cuadro mientras buscaba un escondite mejor, quizá en el… —¿Qué estás haciendo? En el umbral estaba mi padre, una silueta oscura recortada en la luz que brillaba detrás de él. —Nada. Se detuvo y recogió la bolsa que yo había tirado en el pasillo. —¿Qué es esto? —Para mis libros —respondí después de un silencio, aunque era la típica bolsa plegable para la compra, algo que ni yo ni ningún niño llevaría al colegio. La lanzó a través de la puerta abierta, y arrugó la nariz a causa del olor, agitando una mano frente a la cara. —Puaf. Aquí dentro apesta a calcetín sucio. —Mientras introducía una mano por la puerta y encendía el interruptor, me las arreglé con un movimiento complejo pero espasmódico para arrojar la toalla sobre el cuadro y evitar así que él lo viera. —¿Qué tienes allí? —Un póster. —Escucha, espero que no cuentes con llevarte muchos trastos a Las Vegas. No hace falta que cojas tu ropa de invierno…, allí no la necesitarás. A menos que tengas equipo de esquí. No sabes lo que es esquiar en Tahoe…, no se parece nada a esas pequeñas montañas heladas del norte. Me pareció que tenía que responder algo, sobre todo porque era lo más largo y amistoso que me decía mi padre desde que había aparecido, pero era incapaz de ordenar mis pensamientos. —Tampoco era muy fácil vivir con tu madre, ¿sabes? —añadió con brusquedad. Cogió algo que parecía un viejo examen de matemáticas de mi escritorio, lo examinó y lo dejó caer de nuevo sobre él—. Ella jugaba sus cartas con mucho cuidado. Ya sabes cómo era. No se mostraba muy comunicativa. Me excluía. Siempre se las daba de hacer lo moralmente correcto. Era un asunto de poder, ¿sabes? Una cuestión de control. Con franqueza, no me gusta decirlo, pero llegó un momento en que me costaba estar en la misma habitación que ella. No estoy diciendo que ella fuera mala persona. Pero tan pronto todo iba sobre ruedas como, ay de mí, yo había hecho algo, y el viejo silencio… No dije una palabra. Me quedé de pie, incómodo, tapando el cuadro con la toalla enmohecida con la luz en los ojos, deseando estar en otra parte (el Tíbet, el lago Tahoe, la Luna) y sin atreverme a responder. Lo que decía sobre mi madre era cierto; a menudo era poco comunicativa, y cuando se enfadaba era difícil saber qué pensaba, pero no tenía ningún interés en hablar de los defectos de mi madre y, en todo caso, parecían bastante pequeños comparados con los de mi padre. Mi padre seguía hablando. —… porque, no tengo nada que demostrar, ¿entiendes? Cada tablero tiene dos caras. No se trata de establecer quién tenía razón y quién no. Yo también tuve parte de culpa, lo reconozco, aunque estoy seguro, y tú lo sabes, que ella encontró la forma de reescribir la historia de la forma más favorecedora. —Me resultaba extraño volver a estar en mi habitación con él, sobre todo viéndolo tan cambiado: casi despedía un olor diferente, e irradiaba otra clase de gravidez, un brillo, como si todo él estuviera recubierto de una fina capa de grasa—. Supongo que muchos matrimonios tienen problemas como los nuestros…, pero ella se volvió amargada. Y contenida. Sinceramente, me pareció que no podía seguir viviendo con ella, aunque sabe Dios que ella no se merecía eso. Desde luego que no, pensé. —¿Sabes cuál fue en realidad la razón por la que la dejé? —continuó mi padre, apoyándose con un codo en el marco de la puerta y mirándome de forma penetrante—. Tuve que sacar algo de dinero de nuestra cuenta para pagar unos impuestos y ella se puso como loca, como si los hubiera robado. —Observaba mi reacción con mucha atención—. Nuestra cuenta conjunta. Quiero decir que, a la hora de la verdad, ella no se fiaba de mí. De su marido. Yo no sabía qué decir. Era la primera vez que oía hablar de los impuestos, si bien no era ningún secreto que mi madre no se fiaba de mi padre en lo que se refería al dinero. —Dios mío, pero ella podía ser tan rencorosa… —continuó él, con una mueca medio burlona, pasándose una mano por la frente—. Ojo por ojo, diente por diente. Siempre buscaba la venganza. Porque nunca olvidaba nada. Aunque tuviera que esperar veinte años, se vengaría. Y, claro, yo siempre parezco el malo de la película, y quizá lo sea… El cuadro, aunque pequeño, empezaba a pesarme en los brazos, y me notaba la cara tensa por el esfuerzo de disimular mi incomodidad. Para no oír su voz, empecé a contar para mis adentros en español. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis… Había llegado a veintinueve cuando apareció Xandra. —Larry, tu mujer y tú teníais una casa muy bonita. —Su forma de decirlo hizo que la compadeciera, pero no me cayó mejor por eso. Mi padre le rodeó la cintura con el brazo y la atrajo hacia sí, recorriéndole la espalda con una especie de movimiento masajeante que me puso enfermo. —Bueno —dijo él con modestia—, era más suya que mía. Ni que lo digas, pensé. —Ven conmigo —continuó mi padre y, olvidándose de mí, le cogió la mano y la condujo al dormitorio de mi madre—. Quiero que veas algo. —Me volví y los vi salir, aprensivo ante la perspectiva de que manosearan las pertenencias de mi madre, pero me alegraba tanto de que se fueran de mi cuarto que no me importó. Sin dejar de mirar el umbral vacío, me acerqué al otro extremo de la cama y escondí el cuadro. En el suelo había un viejo New York Post, el mismo periódico que ella me había lanzado nuestro último sábado juntos. «Eh, escoge una película», me había dicho asomando la cabeza por la puerta. Aunque había varias películas que nos habrían gustado a los dos, escogí una del festival de cine de Boris Karloff, El ladrón de cadáveres. Ella aceptó mi decisión sin ninguna queja; iríamos al Film Forum para ver la película y después nos llegaríamos al Moondance Diner para comer una hamburguesa, una tarde de sábado perfecta si no fuera por el hecho de que sería la última que ella pasaría sobre la Tierra y ahora me sentía desgraciado cada vez que pensaba en ella, ya que (gracias a mí) lo último que había visto mi madre en el cine era una pésima película de terror antigua sobre cadáveres y ladrones de tumbas. (Si hubiera escogido la película que ella quería ver sobre unos niños parisienses durante la Primera Guerra Mundial, que había recibido buenas críticas, ¿seguiría viva ahora? A menudo repasaba mentalmente esos oscuros y supersticiosos fallos). Aunque el periódico parecía algo tan sagrado como un documento histórico, lo abrí por la mitad y lo desmonté. Envolví el cuadro en él con resolución, hoja por hoja, y cerré el paquete con el mismo rollo de celo que había utilizado meses atrás para envolver el regalo de Navidad para mi madre. «¡Perfecto!», había dicho ella bajo una lluvia de papeles de colores, inclinándose con su albornoz para darme un beso; un juego de acuarelas que ella ya nunca llevaría al parque los sábados de verano por la mañana que ella ya nunca vería. Mi cama —un catre de campaña de latón comprado en el mercadillo, con un aspecto soldadesco que inspiraba confianza— siempre me había parecido el lugar más seguro del mundo para esconder algo. Pero de pronto, recorriendo la habitación con la mirada (un escritorio destartalado, un póster de Godzilla japonés, la taza de pingüino del zoo que utilizaba para poner los lápices), la impermanencia de todo ello me conmovió; me sentí abrumado al imaginar cómo sacarían del piso nuestras pertenencias, los muebles, la cubertería y toda la ropa de mi madre: vestidos de ventas de muestrario con la etiqueta todavía colgando, todas esas zapatillas de ballet de colores y las blusas entalladas con sus iniciales en los puños. Sillas y lámparas chinas, discos de vinilo de jazz que mi madre había comprado en el Village, y tarros de mermelada, aceitunas y mostaza alemana en la nevera. En el cuarto de baño, un caos de esencias y cremas perfumadas, geles de colores para baño de burbujas, botes medio vacíos de champú de aspecto caro amontonados en el lateral de la bañera (Kiehl, Klorane, Kérastase, mi madre siempre tenía cinco o seis abiertos). ¿Cómo podía mostrar el piso un aspecto tan permanente y sólido cuando solo era un decorado que aguardaba a ser desmontado y transportado lejos por empleados uniformados de una empresa de mudanzas? Al entrar en la sala de estar, vi un jersey de mi madre colgado en el respaldo de la silla donde lo había dejado, un fantasma azul celeste de ella. Las conchas marinas que habíamos recogido de la playa de Wellfleet. Los jacintos que ella había comprado en el mercado coreano unos días antes de morir, con los tallos ennegrecidos y podridos colgando por el lado de la maceta. En la papelera, catálogos de Dover Books, Belgian Shoes; un envoltorio de un paquete de gofres Necco, su dulce favorito. Lo rescaté y lo olí. Sabía que el jersey también olería a ella si lo cogía y me lo acercaba a la cara, pero el solo hecho de verlo me resultó insoportable. Regresé a mi dormitorio y me subí a la silla para bajar la maleta —que no era muy grande y tenía los lados blandos—; la llené de ropa interior limpia, ropa de colegio limpia y camisas dobladas de la lavandería. Luego metí el cuadro con otra capa de ropa encima. Cerré la cremallera de la maleta —no tenía cierres porque era de lona— y me quedé muy quieto. Después salí al pasillo. Oía abrir y cerrar cajones en el dormitorio de mi madre. Una risita. —Papá —dije en voz baja—. Me voy abajo para hablar con José. Sus voces enmudecieron. —De acuerdo —respondió mi padre a través de la puerta cerrada, con una voz extrañamente cordial. Regresé a mi habitación, cogí la maleta y salí con ella del piso, dejando la puerta de la calle entornada por si quería volver a entrar. Mientras bajaba en el ascensor me miré en el espejo que tenía ante mí, intentando no pensar en Xandra dentro del dormitorio de mi madre toqueteando su ropa. ¿Era posible que mi padre hubiera estado saliendo con ella antes de largarse de casa? ¿No se sentía un poco mal dejándola hurgar entre las cosas de mi madre? Me dirigía a la puerta delantera donde José montaba guardia cuando una voz gritó: —¡Espera! Me volví y vi a Goldie salir a toda prisa de la oficina de paquetería. —Dios mío, Theo, lo siento. —Nos quedamos mirándonos durante un momento de incertidumbre, luego, en un impulsivo gesto de mandarlo todo al infierno, tan violento que resultó casi divertido, se inclinó y me abrazó. —Lo siento muchísimo —repitió él, meneando la cabeza—. Dios mío, qué desgracia. Desde que se había divorciado, Goldie trabajaba por las noches y los días festivos, apostado frente a las puertas sin los guantes y con un cigarrillo apagado en la mano, mirando la calle. Mi madre me había mandado a veces a la portería con un café y donuts para él cuando estaba solo, sin más compañía que el árbol con luces y el menorá eléctrico, ordenando los periódicos a las cinco de la madrugada del día de Navidad, con la mirada vacía, y una cara cenicienta e incierta, en el solitario y desprevenido momento anterior a que me viera y mostrara su mejor sonrisa. —He pensado mucho en tu madre y en ti —dijo, secándose la frente—. Ay, bendito. No puedo ni imaginarme siquiera lo que debes de estar pasando. —Sí, ha sido duro —dije desviando la mirada; por alguna razón, era la frase a la que constantemente recurría cuando la gente me daba el pésame. La había repetido tantas veces que empezaba a sonar facilona y un poco falsa a mis oídos. —Me alegro de que hayas pasado por aquí —dijo Goldie—. Esa mañana yo estaba de guardia allá fuera, ¿te acuerdas? —Por supuesto —respondí, sorprendido ante su énfasis, como si pensara que pudiera olvidarme de él. —Santo cielo. —Se pasó una mano por la frente con una expresión un poco frenética, como si él mismo se hubiera salvado por los pelos—. Pienso en ello cada día. Todavía veo la cara de tu madre subida a ese taxi. Diciendo adiós con la mano, tan tranquila. —Se inclinó hacia delante en actitud confidencial y, como si se tratara de un gran secreto, añadió—: Cuando me enteré de que había muerto llamé enseguida a mi exmujer, de lo afectado que me quedé. —Se echó hacia atrás y me miró con las cejas arqueadas, como si no esperara que lo creyera. Las batallas de Goldie con su exmujer eran épicas—. Casi nunca hablamos, pero ¿a quién iba a decírselo? Tenía que decírselo a alguien, ¿comprendes? De modo que la llamé y le dije: «Rosa, no te lo vas a creer. Hemos perdido a la mujer guapa del edificio». Al verme, José abandonó la puerta para unirse a nuestra conversación, con sus característicos andares saltarines. —La señora Decker —dijo, meneando la cabeza con afecto, como si nunca hubiera habido nadie como ella— siempre saludaba, siempre tenía una bonita sonrisa. Muy considerada, ya sabes. —No como otros del edificio —dijo Goldie, mirando por encima del hombro—. Ya sabes a quién me refiero. —Se inclinó más y articuló mudamente la palabra esnob—. La clase de persona que se queda de pie con las manos vacías, sin paquetes ni nada parecido, esperando que le abras la puerta, a eso me refiero. —Ella no era así —dijo José, sin dejar de menear la cabeza con amplios movimientos, como un niño que dice que no—. La señora Decker tenía clase. —¿Tienes un momento? —me preguntó Goldie, levantando una mano—. Enseguida vuelvo. No te vayas. —Y, volviéndose hacia José mientras se alejaba, añadió—: No dejes que se vaya. —¿Quieres que te pida un taxi, manito? —me preguntó José al ver la maleta. —No —dije, mirando hacia el ascensor—. Escuche, José, ¿puede guardarme esta maleta hasta que venga a recogerla? —Claro —respondió él levantándola—. Es un placer. —Volveré yo mismo a recogerla, ¿de acuerdo? No deje que nadie se la lleve. —Claro, lo entiendo —dijo José con tono afable. Lo seguí hasta la oficina de paquetería, donde puso una etiqueta a la maleta y la colocó en el estante superior. —¿Lo ves? Ya la hemos quitado de en medio. No guardamos nada allá arriba excepto algún paquete que la gente tiene que firmar y nuestras pertenencias. Nadie podrá retirar esa maleta sin tu firma personal, ¿entendido? Ni tu tío, ni tu primo, nadie. Y le diré a Carlos, a Goldie y a los otros compañeros que no se la den a nadie más que a ti. ¿Te parece bien? Yo estaba a punto de darle las gracias cuando él se aclaró la voz. —Escucha —susurró—. No quiero preocuparte ni nada parecido, pero últimamente han venido unos tipos preguntando por tu padre. —¿Unos tipos? —repetí, después de un silencio incoherente. Unos «tipos», viniendo de José, solo significaba una cosa: los hombres a los que mi padre debía dinero. —No te preocupes. No les dijimos nada. Quiero decir que tu padre se fue hace… ¿cuánto? ¿Un año? Carlos les dijo ya no vivíais aquí y que no habíais vuelto. Pero —miró hacia el ascensor—, ahora que tu padre está aquí, quizá no quiera pasar mucho tiempo en el edificio, ya me entiendes. Le estaba dando las gracias cuando Goldie volvió con lo que parecía un enorme fajo de dinero. —Esto es para ti —me dijo con un tono un poco melodramático. Por un instante me pareció que lo había oído mal. José tosió y desvió la mirada. En el pequeño televisor en blanco y negro de la oficina de paquetería (con una pantalla que no era más grande que una funda de CD), una mujer glamurosa con largos pendientes agitaba los puños y gritaba insultos en español a un sacerdote acobardado. —¿Qué es esto? —le pregunté a Goldie, que seguía tendiéndome el fajo. —¿Tu madre no te lo dijo? Me sentía confuso. —¿Decirme qué? Al parecer, poco antes de Navidad, Goldie había encargado un ordenador y se lo habían entregado en el edificio. El ordenador era para su hijo, que lo necesitaba para el colegio, pero (Goldie se mostró vago acerca de esa parte) no había llegado a pagarlo todo o su mujer había supuesto que tenía que pagarlo íntegramente él. Fuera como fuese, los repartidores se llevaron de nuevo el ordenador por la puerta y estaban subiéndolo a la furgoneta cuando mi madre bajó por casualidad y vio lo que ocurría. —Y la mujer guapa lo pagó —dijo Goldie—. Al ver lo que pasaba, abrió el bolso y sacó el talonario. Me dijo: «Goldie, sé que tu hijo necesita este ordenador para hacer los deberes del colegio. Por favor, deja que haga esto por ti y ya me lo devolverás cuando puedas». —¿Lo ves? —dijo José con un tono inesperadamente furibundo, mirando hacia el televisor, donde la mujer seguía en el cementerio de la iglesia, discutiendo con un tipo con aspecto de magnate con gafas de sol—. Fue tu madre quien lo hizo. —Miró el dinero, casi enfadado—. Es cierto, tenía clase. La mayoría de las mujeres se gastan el dinero en pendientes de oro, perfume o cosas para ellas, pero tu madre se preocupaba por la gente, ¿sabes? Me pareció extraño aceptar el dinero, por toda clase de motivos. Aun sumido en la estupefacción, algo en esa historia me sonaba raro (¿qué clase de establecimiento entrega a domicilio un ordenador que no se ha pagado anteriormente?). Más tarde me pregunté: ¿tan desprotegido les había parecido a los conserjes que habían juntado dinero para mí? Todavía no sé de dónde salió el dinero; y lamento no haber hecho más preguntas, pero estaba tan aturdido por todo lo que había ocurrido ese día (sobre todo por la repentina aparición de mi padre con Xandra) que si Goldie se hubiera encarado conmigo y hubiese intentado darme un pedazo de chicle arrancado del suelo, habría alargado la mano y lo habría cogido obediente. —No es asunto mío, ¿sabes? —dijo José, mirando por encima de mi cabeza mientras lo decía—, pero yo de ti no le diría a nadie lo del dinero. ¿Entiendes? —Sí, guárdatelo en el bolsillo. No vayas por allí enseñándolo. Mucha gente de la calle mataría por esa cantidad. —¡Mucha gente de este edificio! —gritó José, con un repentino ataque de risa. —¡Ja! —exclamó Goldie tronchándose de risa, y luego dijo algo en español que no entendí. —Cuidado —dijo José mientras meneaba la cabeza, fingiendo seriedad pero incapaz de dejar de sonreír—. Por eso no nos dejan trabajar en la misma planta a Goldie y a mí. Nos lo pasamos tan bien juntos que nos tienen que separar. XIX A partir del momento en que aparecieron papá y Xandra, los acontecimientos empezaron a sucederse rápidamente. Esa noche, mientras cenábamos (en un restaurante turístico que me sorprendió que mi padre escogiera), él recibió una llamada de alguien de la compañía de seguros de mi madre que, aun después de tantos años, lamento no haber oído mejor. Pero había mucho ruido en el restaurante, y Xandra (entre sorbos de vino blanco; puede que él hubiera dejado de beber, pero ella no) tan pronto se quejaba de que no podía fumar como me contaba, un poco distraída, cómo había aprendido la práctica de la brujería de un libro de la biblioteca cuando iba al instituto, en alguna parte de Fort Lauderdale. («En realidad se llama wicca. Es una religión terrenal»). Si se hubiera tratado de otra persona, le habría preguntado qué implicaba exactamente ser bruja (¿hechizos y sacrificios?, ¿tratos con el diablo?), pero antes de que tuviera oportunidad de hacerlo, ella ya había aparcado el tema y empezado a hablar de que habría podido ir a la universidad, y cuánto lamentaba no haberlo hecho («Te diré qué me fascinaba. La historia de Inglaterra y cosas por el estilo. Enrique VIII, la reina María de Escocia»). Pero al final había renunciado a estudiar porque se había obsesionado demasiado por un tipo. «Obsesionado», siseó, clavándome sus ojos penetrantes e incoloros. Nunca averigüé por qué su obsesión por el tipo había impedido que Xandra fuera a la universidad, ya que mi padre colgó y pidió (y tuve una extraña sensación) una botella de champán. —No puedo bebérmela toda yo —dijo Xandra, que iba por el segundo vaso de vino—. Me dolerá la cabeza. —Bueno, si tú no puedes entonces tendré que ayudarte —dijo mi padre, echándose hacia atrás en la silla. Xandra me hizo un gesto de asentimiento. —Déjale que tome un poco —dijo—. Camarero, traiga otra copa. —Disculpe —respondió el camarero, un italiano de aspecto severo que parecía acostumbrado a vérselas con turistas desmadrados—. No se sirve alcohol a los menores de edad. Xandra empezó a escarbar en su bolso. Llevaba un vestido descubierto por la espalda de color marrón, y se había puesto polvos marronáceos, bronceador o colorete en los pómulos, tan mal extendidos que me dieron ganas de hacerlo yo mismo con el dedo. —Salgamos a fumar —le dijo a mi padre. Y se cruzaron una larga mirada de complicidad que me hizo estremecer. Luego Xandra apartó la silla para levantarse y, dejando caer la servilleta en la silla, buscó al camarero con la mirada—. Qué bien, se ha ido. —Entonces cogió mi copa de agua (prácticamente vacía) y me sirvió un poco de champán. Ya habían traído los platos, y yo me había servido furtivamente más champán en la copa, cuando ellos volvieron. —Ñam, ñam —exclamó Xandra, con los ojos un poco brillantes y vidriosos, estirándose la falda corta hacia abajo y contoneándose hasta deslizarse de nuevo en el asiento, sin molestarse en apartar del todo la silla. Agitó la servilleta en su regazo y acercó el abundante plato rojo de manicotti—. ¡Qué buena pinta tiene! —El mío también —dijo mi padre, que era quisquilloso con la comida italiana, y a quien había visto quejarse por platos de pasta ahogados en marinara y con demasiado tomate que eran exactamente iguales que el que tenía delante en ese momento. Mientras se abalanzaban sobre la comida (que quizá se había enfriado bastante, teniendo en cuenta el rato que habían estado fuera), reanudaron su conversación. —Bueno, de todos modos no funcionó —dijo él, recostándose en la silla y jugueteando con un cigarrillo que no podía encender—. Así son las cosas. —Eres grande. Él se encogió de hombros. —Incluso si eres joven, es un juego duro. No se trata solo de talento. Tiene que ver con tu atractivo y con la suerte. —Aun así —repuso Xandra, secándose una comisura del labio con un dedo envuelto en la servilleta—. Un actor. Te estoy viendo. —La malograda carrera de actor de mi padre era uno de sus temas predilectos y…, aunque ella parecía bastante interesada, algo me decía que no era la primera vez que oía la historia. —¿Si me gustaría haber seguido en ello? —Mi padre contemplaba su cerveza sin alcohol (¿o era de un tres por ciento? Desde donde yo estaba sentado no lo veía)—. Tengo que decir que sí. Es una de esas cosas de las que te arrepientes toda tu vida. Me habría encantado hacer algo con mi talento, pero no pude permitirme ese lujo. La vida discurre de forma extraña. Estaban profundamente sumergidos en su propio mundo; para el caso que me hacían, yo podría haber estado en Idaho. Pero me traía sin cuidado; conocía la historia. Mi padre, que había sido estrella de teatro en la universidad, se había ganado la vida durante un breve período trabajando como actor: prestaba la voz en anuncios publicitarios, e interpretaba unos pocos papeles secundarios (un playboy asesinado, el hijo consentido de un jefe mafioso) en la televisión y en el cine. Después de casarse con mi madre, todo se desvaneció. Él tenía una larga lista de razones para explicar por qué no había triunfado, aunque, como a menudo le había oído decir, si mi madre hubiera tenido un poco más de éxito como modelo o hubiera trabajado un poco más, habrían tenido suficiente dinero para que él se concentrara en su carrera de actor sin tener que aceptar un empleo durante el día. Mi padre apartó el plato. Me di cuenta de que no había comido mucho…, lo que a menudo era un síntoma de que había estado bebiendo o se disponía a hacerlo. —Llegó un momento en que tuve que cortar por lo sano y dejarlo —dijo, arrugando la servilleta y arrojándola sobre la mesa. Me pregunté si le había hablado a Xandra de Mickey Rourke, a quien consideraba el principal responsable del descarrilamiento de su carrera, sin contar a mi madre y a mí. Xandra bebió un buen sorbo de vino. —¿Alguna vez te has planteado volver? —Claro que me lo he planteado. Pero —meneó la cabeza como si rechazara una petición escandalosa— no. La palabra es no. El champán me cosquilleaba en el paladar; un destello como de polvos, lejano y embotellado en un año feliz en que mi madre seguía viva. —Quiero decir que en cuanto me vio, supe que no le había gustado —decía mi padre en voz baja. De modo que ya le había hablado de Mickey Rourke. Ella echó hacia atrás la cabeza, apurando su copa de vino. —Esta clase de tipos no soportan la competencia. —Todo era Mickey esto, Mickey aquello, Mickey quiere conocerte, pero en cuanto entré supe que era el final. —Está claro que ese tipo es un monstruo. —Entonces no lo era. Si te digo la verdad, en aquella época había realmente cierto parecido…, no solo físicamente sino que también teníamos el mismo estilo de actuar. O digamos que yo tenía una formación clásica, un registro, pero podía interpretar la misma clase de quietismo que Mickey, ya sabes, esa voz callada y susurrante… —Oh, me da escalofríos. Susurrante. Solo el modo en que lo has dicho… —Sí, pero Mickey era la estrella. No había cabida para los dos. Mientras los veía compartir un pedazo de tarta de queso como dos tortolitos en un anuncio, me sumergí en un maldito torrente de pensamientos extraños, bajo las luces del comedor demasiado brillantes y con la cara ardiendo de calor por el champán; recordaba de un modo desordenado pero exaltado a mi madre después de la muerte de sus padres obligada a vivir con su tía Bess en una casa situada junto a las vías del tren, con el papel de pared marrón y fundas de plástico sobre los muebles. La tía Bess, que freía la comida en manteca vegetal Crisco y cortó uno de los vestidos de mi madre con tijeras porque el estampado psicodélico le molestaba, era una solterona estadounidense-irlandesa amargada y corpulenta que había dejado la Iglesia católica para unirse a una pequeña y disparatada secta que sostenía que beber té o tomar una aspirina era malo. Sus ojos —en la fotografía que yo había visto— eran del mismo azul plateado que los de mi madre, pero ribeteados de rosa y con una expresión demente en una cara plana como una patata. Mi madre me había descrito esos dieciocho meses con su tía Bess como el período más triste de su vida: los caballos que se vendieron, los perros que se regalaron, los largos adioses entre lágrimas a un lado de la carretera, con los brazos alrededor del cuello de Clover, Chalkboard, Paintbox y Bruno. De nuevo en la casa, la tía Bess le dijo a mi madre que era una niña consentida, y que la gente que no temía al Señor siempre tenía lo que se merecía. —Y el productor, verás… Quiero decir que todos sabían cómo era Mickey, él empezaba a tener fama de persona conflictiva… —Ella no se lo merecía —dije en voz alta, interrumpiendo la conversación. Papá y Xandra dejaron de hablar y me miraron como si me hubiera convertido en el monstruo de Gila. —Quiero decir que por qué iba a soltar alguien algo así. —No estaba bien que hablara en voz alta, y sin embargo las palabras salían de mi boca sin darme cuenta, como si alguien hubiera apretado un botón—. Si ella era maravillosa, ¿por qué todo el mundo se portaba de un modo tan horrible con ella? No se merecía nada de lo que le pasó. Mi padre y Xandra se miraron. Luego él pidió por señas la cuenta. XX Antes de que saliéramos del restaurante, yo tenía la cara ardiendo y oía un fuerte pitido en mis oídos; cuando regresé al piso de los Barbour no era tan tarde, pero me tropecé con el paragüero e hice mucho ruido al entrar; en cuanto la señora y el señor Barbour me vieron, supe (por la cara que pusieron más que por cómo me sentía) que estaba borracho. El señor Barbour apagó el televisor con el mando a distancia. —¿Dónde has estado? —preguntó, con voz firme pero afable. Me sostuve en el respaldo del sofá. —Con papá y… —Pero el nombre de su compañera se me había borrado de la mente, todo menos la X. La señora Barbour miró a su marido con las cejas arqueadas, como diciendo: «¿Qué te había dicho?». —Bueno, vete a dormir la mona, amigo —dijo el señor Barbour con un tono alegre que, a pesar de todo, logró hacer que me sintiera un poco mejor acerca de mi vida en general—. Pero procura no despertar a Andy. —No estás mareado, ¿verdad? —me preguntó la señora Barbour. —No —respondí, aunque no era cierto; me pasé la mayor parte de la noche despierto en la litera superior, sintiéndome desgraciado y revolviéndome mientras la habitación daba vueltas a mi alrededor; me desperté un par de veces con el corazón palpitante, porque me parecía que Xandra había entrado en la habitación y me hablaba: palabras claras, pero con la brusca y farfullante cadencia de su voz inconfundible. XXI —Bien —me dijo el señor Barbour a la mañana siguiente durante el desayuno, poniendo una mano en mi hombro mientras apartaba la silla para que me sentara—, tuviste una cena festiva con tu viejo, ¿eh? —Sí, señor. Me iba a estallar la cabeza, y el olor de las tostadas francesas me revolvió el estómago. Etta me había traído discretamente de la cocina una taza de café con un par de aspirinas en el platito. —¿Dices que Las Vegas? —Así es. —¿Y cómo se gana el pan? —¿Cómo? —¿En qué se ocupa allí? —Chance —dijo la señora Barbour con voz neutral. —Bueno, quiero decir… —continuó el señor Barbour, al darse cuenta de que quizá había formulado la pregunta con poca delicadeza—, a qué se dedica. —Hummm… —dije, luego me callé. ¿En qué trabajaba mi padre? No tenía ni idea. La señora Barbour, que parecía preocupada por el giro que había tomado la conversación, estaba a punto de decir algo; pero Platt, sentado a mi lado, se le adelantó irritado. —¿Qué tengo que hacer para conseguir una taza de café aquí? —le preguntó a su madre, echándose hacia atrás en la silla y sujetándose a la mesa con una mano. Siguió un silencio espantoso. —Él la ha conseguido —dijo Platt, señalándome con la cabeza—. ¿Llega a casa borracho y le dais café? Después de otro espantoso silencio, el señor Barbour, con un tono tan gélido que hizo avergonzar incluso a la señora Barbour, dijo: —Ya está bien, Pard. La señora Barbour juntó sus pálidas cejas. —Chance… —No, esta vez no acudirás en su auxilio. —El señor Barbour se volvió hacia Platt—. Ve a tu cuarto. Inmediatamente. Todos miramos nuestros platos mientras escuchábamos el furioso ruido de los pasos de Platt, seguido de un estrepitoso portazo y, unos segundos más tarde, la música sonando de nuevo a todo volumen. Nadie dijo mucho más durante el resto del desayuno. XXII Mi padre —a quien le gustaba hacer todo con prisas, siempre impaciente por «echarse a la carretera», como le gustaba decir— anunció que contaba con tenerlo todo empaquetado y listo para partir los tres a Las Vegas en una semana. Y cumplió su palabra. A las ocho de la mañana de ese lunes, los empleados de la empresa de mudanzas se presentaron en Sutton Place y empezaron a desmantelar el piso y a llenar cajas. Un comerciante de libros usados pasó para echar un vistazo a los libros de arte de mi madre, y alguien más para examinar los muebles, y casi sin darme cuenta mi hogar empezó a desaparecer ante mis ojos a una velocidad nauseabunda. Viendo cómo retiraban las cortinas, descolgaban los cuadros y enrollaban las alfombras recordé unos dibujos animados en los que un personaje borraba con una goma su escritorio, la lámpara, la silla, la ventana con vistas y toda su oficina bien equipada, hasta que al final solo se veía la goma colgando de un turbulento mar blanco. Mortificado por lo que sucedía pero incapaz de detenerlo, rondé por el piso observando cómo lo desmantelaban, pieza por pieza, como observa una abeja la destrucción de su colmena. Encima del escritorio de mi madre, entre muchas fotos de las vacaciones y viejas tomas del colegio, colgaba una en blanco y negro que le habían hecho en sus tiempos de modelo en Central Park. Era una reproducción muy nítida, en la que destacaban casi con dolorosa claridad los más pequeños detalles: la tez pecosa, la áspera textura del abrigo, la marca de la varicela sobre la ceja izquierda. Mi madre observaba risueña el desorden y la confusión que reinaban en la sala de estar, y cómo mi padre tiraba sus papeles y su material de dibujo, y empaquetaba sus libros para que los recogieran los voluntarios de Goodwill, una escena que probablemente jamás habría imaginado, o eso espero. XXIII Los últimos días que pasé con los Barbour transcurrieron tan deprisa que apenas los recuerdo, aparte de las frenéticas idas y venidas de última hora a la lavandería y la tintorería, y varias salidas precipitadas a la tienda de bebidas alcohólicas de la Lex para buscar cajas de cartón. Con rotulador negro escribí la exótica dirección de mi nuevo hogar: Theodore Decker a/c Xandra Terrell 6219 Desert End Road Las Vegas, NV Andy y yo nos quedamos contemplando con tristeza las cajas con etiquetas amontonadas en su habitación. —Es como si te fueras a otro planeta —dijo él. —Más o menos. —No, hablo en serio. Esa dirección hace pensar en alguna colonia minera de Júpiter. Me pregunto cómo será tu colegio. —Quién sabe. —Quiero decir si será uno de esos lugares sobre los que lees, con bandas criminales y detectores de metal. —A Andy le habían tratado tan mal en nuestro colegio (supuestamente) progresista e ilustrado que imaginaba que el público estaba al nivel del sistema penitenciario—. ¿Qué harás? —Me afeitaré la cabeza. Me haré un tatuaje. Me gustó que no tratara de mostrarse optimista o alegre ante mi traslado, a diferencia de la señora Swanson o de Dave (quien estaba visiblemente aliviado de no tener que lidiar más con mis abuelos). Nadie más dijo gran cosa sobre mi partida en Park Avenue, aunque, por la expresión tensa que ponía la señora Barbour cuando salía el tema de mi padre y su «amiga», yo sabía que no eran cosas imaginarias. Además, el futuro con papá y Xandra parecía tan malo o aterrador como incomprensible, un borrón de tinta negra en el horizonte. XXIV —Bueno, puede que te siente bien un cambio de aires —dijo Hobie cuando fui a verlo antes de irme—. Aunque no sea en el lugar que tú habrías escogido. Estábamos cenando en el comedor para variar, sentados en el extremo de una mesa con capacidad para doce comensales y cubierta de una serie de jarros y ornamentos de plata que se perdían en la opulenta oscuridad. Sin embargo, reinaba el mismo ambiente que la última noche que pasamos en nuestro viejo piso de la Séptima Avenida mi padre, mi madre y yo, sentados en cajas de cartón y cenando comida china para llevar. No dije una palabra. Me sentía desgraciado, pero mi determinación a sufrir en secreto me había vuelto poco comunicativo. Durante la semana anterior, sumido en un estado de ansiedad mientras desmantelaban el piso y observaba cómo las pertenencias de mi madre eran dobladas y metidas en cajas para venderlas, había anhelado la oscuridad y el reposo de la casa de Hobie, sus habitaciones abarrotadas y bien caldeadas, el olor a madera vieja, hojas de té y humo de tabaco, los cuencos con naranjas sobre el aparador y los candelabros festoneados de cera. —Me refiero a que tu madre… —Se calló por delicadeza—. Será como volver a empezar. Miré mi plato. Hobie había preparado un curry de cordero con una salsa de color limón que parecía más francesa que india. —No tienes miedo, ¿verdad? Levanté la vista. —¿Miedo? —De vivir con él. Reflexioné sobre ello, mirando hacia las sombras que había detrás de su cabeza. —La verdad es que no. Por la razón que fuera, mi padre parecía más tranquilo y relajado desde que había vuelto. No podía atribuirlo a que hubiera dejado de beber, ya que cuando no bebía estaba más callado y visiblemente desdichado, tan propenso a golpear que yo procuraba no estar al alcance de su brazo. —¿Le has dicho a alguien más lo que me contaste? —¿Sobre…? —Avergonzado, bajé la cabeza y seguí comiéndome el curry. En realidad estaba muy bueno, una vez que te acostumbrabas al hecho de que no era un curry—. Creo que ya no bebe —dije en el silencio que siguió—, si se refiere a eso. Parece estar mejor. Así que… —Incómodo, me quedé sin voz. —¿Te gusta su novia? Tuve que reflexionar también sobre esa pregunta. —No lo sé —admití. Hobie guardó un silencio afable, cogiendo la copa de vino sin apartar los ojos de mí. —Quiero decir que no la conozco en realidad. Supongo que no está mal. No puedo comprender qué le gusta de ella. —¿Por qué no? —Bueno… —No sabía cómo empezar. Mi padre podía ser encantador con «las damas», como él las llamaba, abriendo las puertas por ellas y rozándoles la muñeca para dejar claras sus intenciones; yo había visto cómo las mujeres se rendían ante él, un espectáculo que observaba con frialdad, preguntándome cómo era posible que alguien se dejara engañar por un acto tan transparente. Era como observar a unos niños dejándose engatusar por un espectáculo de magia de tres al cuarto—. No lo sé. Supongo que me imaginé que sería más guapa o algo así. —Eso no importa si es agradable —dijo Hobie. —Sí, pero no lo es. —Oh. —Y añadió—: ¿Se les ve felices juntos? —No lo sé. Bueno…, sí —admití—. Ya no parece irritado a todas horas. —Luego, sintiendo sobre mí el peso de la pregunta no formulada por Hobie—: Además, ha venido a buscarme. No tenía por qué hacerlo. Podrían habérselo ahorrado si no hubieran querido que fuera con ellos. No dijimos una palabra más sobre el asunto y terminamos la comida hablando de otros temas. Pero justo antes de marcharme, mientras recorríamos el pasillo empapelado de fotografías pasando por delante de la habitación de Pippa, con la luz de la mesilla encendida y Cosmo dormido a los pies de la cama, Hobie me dijo: —Theo. —¿Sí? —Tienes mi dirección y mi teléfono. —Claro. —Bien. —Parecía casi tan incómodo como yo—. Buen viaje. Que te vaya bien. —Lo mismo digo. Nos miramos. —En fin… —Buenas noches. Abrió la puerta y salí de la casa creyendo que era la última vez que lo hacía. Pero si creía que no volvería a verlo nunca más, me equivocaba. Segunda parte Cuando somos muy fuertes, ¿quién retrocede? Cuando estamos muy alegres, ¿quién cae en el ridículo? Cuando seamos muy malos, ¿qué harán con nosotros? ARTHUR RIMBAUD 5 Badr al-Dine I Había resuelto dejar la maleta en la oficina de paquetería de mi viejo edificio, donde no tenía la menor duda de que José y Goldie cuidarían de ella, pero a medida que se acercaba la fecha de la partida me fui poniendo nervioso, y en el último momento decidí volver, por una razón que ahora me parece bastante necia: en mis prisas por sacar el cuadro del piso había metido sin pensar en la maleta varias cosas que necesitaría, entre ellas casi toda mi ropa de verano. Así, un día antes de que mi padre pasara a recogerme por la casa de los Barbour, regresé de manera apresurada a la calle Cincuenta y siete con la intención de abrir la maleta y coger un par de las mejores camisas que había puesto encima de todo. José no estaba, pero salió a mi encuentro un tipo de anchas espaldas (Marco V, según se leía en su chapa) que me cortó el paso con una actitud firme más propia de un guardia de seguridad que de un conserje. —Disculpe, ¿puedo ayudarle en algo? —me preguntó. Le hablé de la maleta. Sin embargo, tras mirar el libro de registro deslizando un grueso índice por la columna de las fechas, el tipo no pareció muy inclinado a dejarme entrar para que la cogiera yo mismo del estante. —¿Y con qué motivo dice que la dejó aquí? —preguntó sin demasiada convicción, rascándose la nariz. —José me dijo que podía hacerlo. —¿Tiene el resguardo? —No —respondí tras unos momentos de confusión. —Pues yo no puedo ayudarlo. No consta en el libro de registro. Además, no guardamos paquetes de personas que no residen en el edificio. Yo había vivido allí el tiempo suficiente para saber que eso no era cierto, pero no quería discutir. —Mire, yo vivía aquí. Conozco a Goldie, a Carlos, a todos. Vamos —añadí, tras un silencio vago y gélido durante el cual advertí que él desviaba su atención—. Si me lleva allí le indicaré cuál es. —Lo siento. Solo pueden entrar los miembros del personal y los residentes. —Es de lona y tiene una cinta en el asa. Lleva mi apellido, Decker. Me disponía a señalarle la etiqueta que todavía estaba en nuestro viejo buzón cuando Goldie entró tranquilamente después de un descanso. —¡Eh, mira quién está aquí! Este es mi chico —dijo volviéndose hacia Marco V—. Lo conozco desde que era así. ¿Qué pasa, Theo? —Nada. Bueno, sí, que me marcho de la ciudad. —¿Ah, sí? ¿Ya te vas a Las Vegas? —En cuanto oí la voz de Goldie y noté su mano en mi brazo, todo se volvió fácil y relajado—. Es un lugar loco para vivir, ¿no es verdad? —Creo que sí —respondí sin demasiado convencimiento. La gente no paraba de hablarme de las locuras que viviría en Las Vegas, aunque yo no entendía por qué, puesto que era poco probable que pasara mucho tiempo en los casinos y los clubes. —¿Solo lo crees? —Goldie puso los ojos en blanco y meneó la cabeza con una expresión pícara que mi madre imitaba muy bien—. Cielos, te lo digo yo. ¿Esa ciudad? Con la de sindicatos que tiene… Me refiero a empleos en restaurantes, en hoteles…, y allá donde mires hay mucho dinero. ¿Y el tiempo? Sale el sol cada día del año. Te encantará, amigo mío. ¿Cuándo has dicho que te vas? —Hum, hoy. Quiero decir, mañana. Por eso quería… —¿Has venido a buscar tu maleta? Claro. Goldie dijo algo en un español brusco a Marco V, que se encogió de hombros y se encaminó sumiso hacia la oficina de paquetería del fondo. —Marco es un buen tipo —me susurró Goldie—. Pero no sabe nada de la maleta que dejaste aquí porque José y yo no lo apuntamos en el libro de registro, si sabes a qué me refiero. En efecto, sabía a qué se refería. Había que tomar nota de todos los paquetes que entraban y salían del edificio. Al no poner una etiqueta a la maleta ni apuntarlo en el registro oficial, los dos conserjes me habían protegido ante la posibilidad de que alguien más apareciera e intentara reclamarla. —Eh, gracias por cuidármela —dije con incomodidad. —No problemo. —Y volviéndose hacia Marco mientras cogía la maleta, añadió muy alto—: Gracias, amigo. Como te decía —continuó en voz baja; tuve que acercarme a él para oírlo—, Marco es un buen tipo, pero hubo muchas quejas de los inquilinos por falta de personal durante el…, ya sabes. —Me lanzó una mirada elocuente—. El caso es que Carlos no llegó a tiempo a su turno ese día, supongo que no fue culpa suya, pero lo despidieron. —¿A Carlos? —Carlos era el conserje más reservado y de más edad; era como un ídolo del público mexicano entrado en años, con su bigote fino y sus sienes plateadas, los zapatos negros relucientes como un espejo y los guantes inmaculados—. ¿Han despedido a Carlos? —Lo sé…, es increíble. Treinta y cuatro años y… —Goldie sacudió el pulgar por encima del hombro— adiós muy buenas. Y ahora la conserjería es todo medidas de seguridad, nuevo personal y nuevas normas, y hay que registrar a todo el que entra y sale… De todos modos, deja que te pare un taxi, amigo mío —añadió mientras cruzaba de nuevo la puerta delantera, abriéndola de un empujón—. ¿Te vas derecho al aeropuerto? —No —respondí, alargando una mano para detenerlo; estaba tan absorto que no me había fijado en lo que se proponía hacer. —No, no —dijo él empujando la maleta hasta la acera y restándole importancia con un ademán—, no te preocupes, amigo, lo entiendo. —Consternado, caí en la cuenta de que se creía que intentaba impedir que me llevara la maleta porque no tenía monedas para la propina. —Eh, espere. Pero en ese mismo instante Goldie silbó y se bajó a la calzada con el brazo levantado. —¡Aquí! ¡Taxi! Esperé en la puerta observando con disgusto cómo el taxi se detenía junto al bordillo. —¡Premio! —exclamó Goldie, abriendo la portezuela trasera—. ¿Qué tal vamos de tiempo? Antes de que yo pudiera discurrir la manera de detenerlo sin parecer estúpido, fui conducido hacia el asiento trasero mientras metían la maleta detrás. Goldie dio unas palmadas en el techo a su manera amistosa. —Buen viaje, amigo —dijo, mirándome y alzando la vista hacia el cielo—. Disfruta del sol por mí. Ya sabes cuánto me gusta…, soy un ave tropical, ¿recuerdas? Estoy impaciente por volver a Puerto Rico y hablar con las abejas. Hummm… —canturreó, cerrando los ojos y ladeando la cabeza—. Mi hermana tiene una colmena de abejas domesticadas y yo les canto para que se duerman. ¿Hay abejas en Las Vegas? —No lo sé —respondí, palpándome en silencio los bolsillos para calcular cuánto dinero llevaba encima. —Bueno, pues si ves alguna abeja, dile que Goldie le manda saludos. Que pronto iré para allá. —¡Eh! ¡Espera! —Era José (vestido aún con su equipo de fútbol, pues llegaba al trabajo directamente de su partido en el parque), con una mano levantada y balanceándose hacia mí con sus andares atléticos acompañados de un cabeceo—. Eh, manito, ¿ya te vas? —Se inclinó e introdujo la cabeza por la ventanilla del taxi—. ¡Tienes que mandarnos una foto para el piso de abajo! En el sótano, donde los conserjes se cambiaban de ropa y se ponían el uniforme, había una pared forrada de postales y tomas con polaroid de Miami, Cancún, Puerto Rico y Portugal que los inquilinos y los conserjes habían enviado a lo largo de los años a la calle Cincuenta y siete Este. —¡Eso, eso! —exclamó Goldie—. ¡Mándanos una foto! ¡No te olvides! —Yo… —Los echaría de menos, pero parecía sensiblero decirlo. De modo que me limité a decir—: De acuerdo. Que les vaya bien. —Lo mismo digo —dijo José, retrocediendo con la mano levantada—. Y ni te acerques a las mesas de juego. —Eh, chico, ¿quieres que te lleve a alguna parte o qué? —gritó el taxista. —¡Para el carro! —le respondió Goldie. Y volviéndose hacia mí—: Todo irá bien, Theo. —Dio una última palmada al taxi—. Buena suerte, tío. Hasta la vista. Que Dios te bendiga. II —No pretenderás subir al avión con toda esa mierda —me dijo mi padre a la mañana siguiente cuando llegó a casa de los Barbour en un taxi para recogerme. Porque tenía otra maleta además de la del cuadro, la que tenía previsto llevar desde un principio. —Creo que sobrepasará el límite de peso —dijo Xandra un poco histérica. En medio del terrible calor me llegó el olor de su laca—. Solo permiten llevar un máximo de peso. La señora Barbour, que había bajado conmigo a la calle, replicó con suavidad: —No tendrá problema con esas dos maletas. Yo siempre sobrepaso el límite. —Sí, pero cuesta dinero. —Creo que les parecerá una cantidad bastante razonable —insistió la señora Barbour. Aunque era temprano e iba sin joyas ni pintalabios, incluso con sandalias y un sencillo vestido de algodón daba la impresión de ir impecablemente arreglada—. Puede que tengan que pagar veinte dólares de más al facturar, pero eso no debería ser un problema. Mi padre y ella se miraron como dos gatos hasta que él desvió la vista. Yo estaba un poco avergonzado de su americana sport, que recordaba a los tipos bajo sospecha de crimen organizado que salían en el Daily News. —Podrías haberme dicho que tenías dos maletas —dijo malhumorado en el silencio que siguió al solícito comentario de la señora Barbour que tanto agradecí—. No sé si cabrá todo en el maletero. De pie en la acera, con el maletero del taxi abierto, casi consideré dejar la maleta de lona con la señora Barbour y telefonearle más tarde para decirle qué había dentro. Pero antes de que pudiera tomar una decisión, el taxista ruso de anchas espaldas había sacado la bolsa de mano de Xandra del maletero y metido mi segunda maleta, que con unos meneos y golpetazos logró encajar. —¿Lo ve? No pesa tanto —dijo, cerrando el maletero y secándose la frente—. ¡Tiene los lados blandos! —¡Pero mi bolsa! —exclamó Xandra, presa del pánico. —No hay problema, señora. Puede ir conmigo en el asiento delantero, o si lo prefiere, con usted en el trasero. —Entonces todo arreglado —dijo la señora Barbour, inclinándose para darme un beso rápido, el primero de toda mi estancia, uno de esos besos al aire que se daban las señoras al reunirse para comer, que olía a menta y gardenias—. Hasta la vista. Buen viaje. Andy y yo nos habíamos despedido el día anterior; aunque me constaba que le daba pena que me fuera, me había dolido que no se hubiera quedado para decirme adiós. Pero se había ido con el resto de la familia a la casa de Maine que supuestamente detestaba. En cuanto a la señora Barbour, no parecía en particular contrariada ante la idea de no volver a verme, cuando la verdad era que yo me marchaba con mucha pena. Los ojos grises de la señora Barbour traslucían serenidad y control. —Muchas gracias por todo, señora Barbour. Despídame de Andy. —Así lo haré. Has sido un huésped excelente, Theo. En la húmeda y calurosa bruma de una mañana en Park Avenue, le sostuve la mano un poco más rato de la cuenta, esperando vagamente que me dijera que la avisara si necesitaba algo. Pero ella se limitó a decir: —Buena suerte. —Y antes de soltarme me dio otro rápido y frío beso. III Yo no lograba hacerme a la idea de que me marchaba de Nueva York. Nunca había estado más de ocho días fuera de la ciudad. Durante el trayecto al aeropuerto, mientras miraba por la ventanilla las vallas publicitarias anunciando clubes de striptease y bufetes de abogados especializados en lesiones corporales que probablemente tardaría en volver a ver, me asaltó un pensamiento escalofriante. ¿Qué ocurriría en el control de seguridad? No había cogido muchos aviones en mi vida (solo dos veces, una cuando era muy pequeño) y ni siquiera estaba seguro de qué implicaba un control de seguridad: ¿rayos X?, ¿un registro del equipaje? —¿Abren todas las maletas en el aeropuerto? —pregunté con voz tímida, y al cabo de un rato volví a preguntarlo, porque nadie parecía haberme oído. Yo iba en el asiento delantero, para dar a papá y a Xandra cierta intimidad. —Claro —respondió el taxista. Era un ruso fornido y ancho de hombros: facciones recias, mejillas coloradas y sudorosas, como un boxeador de peso ligero que se ha engordado—. Y si no las abren, las miran por rayos X. —¿Aunque las facture? —Oh, sí. Buscan explosivos y demás. —Y con tono tranquilizador añadió—: Es muy seguro. —Pero… —Intenté pensar cómo formular la pregunta sin traicionarme a mí mismo, pero no pude. —No te preocupes —continuó el taxista—. Hay mucha policía en un aeropuerto. Y hace tres o cuatro días hubo controles de carretera. —Bueno, yo solo sé que me muero por pirarme de aquí —dijo Xandra con su voz ronca. Durante un momento de perplejidad pensé que hablaba conmigo, pero cuando me volví vi que se dirigía a mi padre. Él le puso una mano en la rodilla y dijo algo demasiado bajito para que yo lo oyera. Con gafas de sol y con la cabeza apoyada en el respaldo del asiento, había algo relajado y juvenil en su voz monótona, algo secreto que se transmitían al apretar la rodilla de Xandra. Les di la espalda y contemplé la tierra de nadie que dejábamos atrás: edificios alargados y bajos, tiendas de comestibles, talleres de reparaciones y aparcamientos que reverberaban en el calor de la mañana. —No me importa que haya sietes en el número de vuelo —decía Xandra en voz baja—. Lo que me aterra son los ochos. —Sí, pero en China el ocho es un número que trae suerte. Echa un vistazo al panel de vuelos internacionales cuando lleguemos a McCarran. Todos los procedentes de Pekín son ocho, ocho y ocho. —Tú y tus conocimientos sobre los chinos. —Patrones numéricos. Es todo energía. Un punto de encuentro entre el cielo y el infierno. —Cielo e infierno. Haces que suene como magia. —Lo es. —¿Ah, sí? Susurraban. En el espejo del retrovisor, sus caras se encontraban demasiado cerca y parecían bobas; cuando me di cuenta de que estaban a punto de besarse (algo que, por muy a menudo que lo hicieran, todavía me chocaba), me volví y miré al frente. Se me ocurrió pensar que si no supiera que mi madre ya había muerto, ningún poder sobre la tierra me habría convencido de que no la habían asesinado ellos. IV Mientras esperábamos a que nos dieran las tarjetas de embarque, yo estaba agarrotado de miedo, convencido de que me abrirían la maleta y descubrirían el cuadro allí mismo, en la cola de facturación. Pero la malhumorada mujer con un corte de pelo trasquilado cuya cara todavía recuerdo (había rezado para que no nos tocara con ella cuando nos llegara el turno) puso la maleta en la cinta sin apenas mirarla. Observé cómo se alejaba tambaleándose hacia empleados y procedimientos ignotos sintiéndome cercado y aterrado en medio de la aglomeración de desconocidos, y tuve la impresión de ser el centro de atención, como si todo el mundo me mirara. No había estado entre tal multitud ni visto tantos policías juntos desde el día que murió mi madre. Junto a los detectores de metal había guardias nacionales vestidos con uniforme de faena y armados con fusiles, mirando con frialdad a la gente que pasaba. Mochilas, maletines, bolsas de compras, cochecitos, cabezas que se balanceaban por la terminal hasta donde me alcanzaba la vista. Arrastrando los pies a través de la cola del control de seguridad, oí gritar a alguien… mi nombre, o eso me pareció. Me detuve. —Vamos, vamos —dijo mi padre detrás de mí, saltando sobre un pie mientras intentaba quitarse el mocasín, clavándome el codo en la espalda—, no te quedes ahí parado, estás interrumpiendo la maldita cola. Al pasar por el detector de metales clavé los ojos en la moqueta, paralizado de miedo, esperando que en cualquier momento me cayera una mano sobre el hombro. Los bebés lloraban. Los ancianos pasaban en cochecitos motorizados. ¿Qué me harían? ¿Sabría hacerles entender que no era lo que parecía? Imaginé una habitación de bloques de hormigón como las de las películas, puertas que se cerraban de golpe y policías furiosos en mangas de camisa: «Olvídalo, chico, no vas a irte a ninguna parte». Una vez fuera del control, en el resonante pasillo, oí a mis espaldas unos pasos nítidos y llenos de determinación. De nuevo me detuve. —No me digas… —dijo mi padre, volviéndose con los ojos en blanco de exasperación—. Te has olvidado algo. —No —respondí mirando alrededor—. Yo… —Detrás de mí no había nadie. Los pasajeros me rodeaban por todas partes. —Caray, está blanco como el papel —dijo Xandra. Y, volviéndose hacia mi padre—: ¿Está bien? —Estará bien en cuanto se suba al avión —replicó mi padre, echando a andar de nuevo por el pasillo—. Ha sido una semana muy dura para todos. —Yo en su lugar también estaría aterrada de subirme a un avión —dijo Xandra sin rodeos—, después de todo por lo que ha pasado. Mi padre —arrastrando su maleta de mano, la misma que mi madre le había comprado para su cumpleaños hacía varios años— se detuvo de nuevo. —Pobrecillo. —Y su expresión comprensiva me sorprendió—. No estás asustado, ¿verdad? —No —respondí, demasiado deprisa. Lo último que quería era atraer la atención de alguien o dar la impresión de estar una cuarta parte de lo descolocado que me sentía. Me miró con las cejas fruncidas y luego me dio la espalda. —Xandra, ¿por qué no le das una de esas, ya sabes? —le dijo, levantando la barbilla. —Entendido —repuso ella sin más, y se detuvo para hurgar en el bolsillo. Sacó dos grandes pastillas blancas en forma de perdigón, y dejó caer una en la mano extendida de mi padre y la otra me la dio a mí. —Gracias. —Mi padre se la guardó en el bolsillo de la americana—. Vamos a buscar algo para pasarla. —Y al verme sostener la pastilla entre el pulgar y el índice, maravillado de lo grande que era, añadió—: Escóndela. —No necesita una entera —dijo Xandra, cogiéndolo del brazo mientras se inclinaba para ponerse bien la tira de una de las sandalias de plataforma. —Muy bien. Mi padre me cogió la pastilla de las manos y la partió hábilmente por la mitad; dejó caer la otra mitad en el bolsillo de su americana sport mientras echaba a andar delante de mí, arrastrando la maleta de mano. V La pastilla no era lo bastante fuerte para tumbarme, pero me mantuvo animado y feliz, dando volteretas dentro y fuera de sueños refrigerados. Los pasajeros hablaban en voz baja en los asientos de alrededor mientras una azafata incorpórea anunciaba los resultados del sorteo de promoción que se había celebrado a bordo: una cena y copas para dos en el Treasure Island. Su susurrada promesa me sumergió en un sueño donde yo nadaba en un agua de un negro verdoso, una competición a la luz de antorchas con niños japoneses que se lanzaban sobre una funda de almohada llena de perlas rosas. Durante todo el vuelo el avión rugió brillante, blanco y constante como el mar, aunque hubo un momento extraño en el que, envuelto en la manta azul marino intenso, soñando que me hallaba muy por encima del desierto, los motores parecieron apagarse y silenciarse, y me encontré flotando boca arriba sin gravedad, sujeto aún por el cinturón de seguridad a mi asiento, que se había desprendido de los demás asientos para flotar libremente por la cabina. Volví a caer dentro de mi cuerpo con una sacudida cuando el avión tocó tierra y dio botes por la pista de aterrizaje hasta detenerse. —Y… bienvenidos a Las Vegas, o Lost Wages, como la llamamos por aquí, Nevada —decía el piloto por el intercomunicador—. Son las once cuarenta y siete de la mañana, hora local, en la Ciudad del Pecado. Medio cegado en el resplandor del cristal cilindrado y las superficies reflectantes, seguí a mi padre y a Xandra por la terminal, aturdido por el parloteo y los destellos de las máquinas expendedoras, y por la incongruente música que sonaba muy fuerte a una hora tan temprana. El aeropuerto era como una versión de Times Square del tamaño de un centro comercial: altas palmeras y pantallas de cine con fuegos artificiales, góndolas, coristas, cantantes y acróbatas. Mi segunda maleta tardó mucho en salir por la cinta. Mientras me mordía las uñas, me quedé mirando una valla publicitaria de un dragón de Komodo, un anuncio de una atracción de casino: «Más de dos mil reptiles te esperan». La gente que aguardaba para recoger el equipaje era como un puñado de trasnochadores variopintos frente a un antro nocturno de mala muerte: quemaduras de sol, camisa discotequera, diminutas mujeres asiáticas cubiertas de joyas con unas gafas de sol de logo gigante. La cinta seguía dando vueltas ya casi vacía, y mi padre (que se moría por fumar, lo noté) empezaba a estirarse y a frotarse los nudillos en la mejilla, como solía hacer cuando quería una copa; entonces por fin llegó la última maleta, de lona caqui con la etiqueta roja y la cinta de colores que mi madre había atado en el asa. Mi padre dio una gran zancada y se precipitó a cogerla antes de que yo pudiera hacerlo. —Ya era hora —dijo alegremente, arrojándola sobre el carrito—. Larguémonos de aquí. Cruzamos las puertas automáticas y nos topamos con un muro de un calor impresionante. Por todos lados nos rodeaban miles de coches aparcados, con la capota bajada y silenciosos. Miré al frente muy rígido —cuchillos de cromo brillante, el horizonte relumbrando cual cristal ondulado—, como si al volver la vista atrás o titubear estuviera invitando a algún grupo uniformado a interponerse en nuestro camino. Sin embargo, nadie me abordó ni nos ordenó a gritos que nos detuviéramos. Nadie nos miró siquiera. Estaba tan desorientado bajo la luz deslumbradora que cuando mi padre se detuvo frente a un flamante Lexus plateado y dijo: «Bien, aquí estamos», tropecé y casi me caí en la cuneta. —¿Es vuestro? —pregunté, mirando a uno y a otro. —¿Cómo? ¿No te gusta? —respondió Xandra con coquetería, y lo rodeó con sus zapatos de tacón hasta el lado del pasajero mientras papá lo abría con el mando. ¿Un Lexus? Cada día me venían a la mente toda clase de asuntos, grandes y pequeños, que me urgía contar a mi madre, y mientras observaba cómo mi padre metía las maletas en el maletero, lo primero que pensé fue: «Vaya, espera a que ella se entere». No me extrañaba que mi padre no nos hubiera mandado dinero. Tiró al suelo su Viceroy a medio fumar con un ademán florido y dijo: —Bien, subid. El aire del desierto lo había magnetizado. Si en Nueva York tenía un aspecto un poco desastrado y raído, en medio de ese calor vibrante, su americana sport blanca y sus gafas de ídolo cobraban sentido. El coche —que se ponía en marcha apretando un botón— era tan silencioso que al principio no me di cuenta de que nos movíamos. Nos pusimos en marcha, deslizándonos hacia lo espacioso e inmensurable. Acostumbrado a dar botes en los asientos traseros de los taxis, la suavidad y la calma de la conducción me produjo una sensación de aislamiento e inquietud: arena marrón, resplandor despiadado, trance y silencio, arenilla volando por el aire y chocando contra la valla de tela metálica. Todavía me sentía aturdido e ingrávido a causa de la pastilla, y al contemplar las disparatadas fachadas y las superestructuras del Strip, y el violento fulgor donde las dunas se fundían con el cielo, tuve la sensación de que habíamos aterrizado en otro planeta. Xandra y mi padre cuchicheaban en el asiento delantero. De pronto ella se volvió hacia mí haciendo globos con el chicle que mascaba; robusta y radiante, con las joyas brillando a la intensa luz. —¿Qué te parece? —preguntó con aliento a Juicy Fruit. —Es una pasada —respondí, viendo pasar por mi lado una vela de forma piramidal, la Torre Eiffel, demasiado abrumado para abarcarla con la mirada. —Si esto te parece una pasada —dijo mi padre, tamborileando con una uña en el volante metálico, un gesto que yo relacionaba con nervios crispados y peleas a altas horas de la noche—, espera a verlo iluminado por la noche. —Mira —dijo Xandra, señalando con el brazo la ventana del lado de mi padre—. Ahí está el volcán. Funciona de verdad. —Creo que lo están restaurando. Pero en teoría, sí. Lava caliente. A cada hora, todas las horas. «Después de dos millas tome la salida a la izquierda», dijo una voz computerizada de mujer. Colores de feria, cabezas gigantes de payaso y carteles de tamaño extragrande: la novedad me alucinaba y al mismo tiempo me asustaba un poco. En Nueva York todo me recordaba a mi madre: los taxis, las esquinas de las calles, las nubes que tapaban el sol. Pero en ese vacío mineral y ardiente era como si ella nunca hubiera existido; ni siquiera podía imaginarme su espíritu observándome desde lo alto. Todo rastro de ella parecía haberse disipado en el aire del desierto. Mientras íbamos en coche, el inverosímil perfil de la ciudad quedó reducido a un espacio de aparcamientos y centros comerciales, curva tras curva de grandes almacenes anodinos, Circuit City, Toys «R» Us, supermercados y drugstores, abierto las veinticuatro horas; no se sabía dónde terminaba o dónde empezaba. El cielo era tan vasto e impenetrable como el que se extendía sobre el mar. Mientras me esforzaba por no dormirme, parpadeando bajo la luz deslumbrante, rumié aturdido sobre el cuero con olor a caro del interior del coche, dando vueltas a una anécdota que había oído contar a menudo a mi madre: cuando ella y mi padre eran novios, él apareció al volante de un Porsche que había pedido prestado a un amigo para impresionarla, y solo después de casarse ella se enteró de que el coche no era de él en realidad. A ella le parecía gracioso, aunque en vista de otros hechos menos divertidos que salieron a la luz tras la boda (como los múltiples arrestos de mi padre como delincuente juvenil por cargos desconocidos), me pregunté cómo era capaz de ver el lado gracioso de la historia. —Hum, ¿hace mucho que tienes este coche? —le pregunté, alzando la voz por encima de la conversación que ambos mantenían en la parte delantera. —Poco más de un año, ¿verdad, Xan? ¿Un año? Yo aún intentaba asimilarlo —eso significaba que mi padre había adquirido el coche (y a Xandra) antes de desaparecer— cuando levanté la vista y vi que los centros comerciales habían dado paso a una cuadrícula en apariencia interminable de pequeñas viviendas de estuco. Pese a su uniformidad cuadrada y descolorida —hilera tras hilera, como lápidas en un cementerio—, algunas de ellas estaban pintadas de alegres colores pastel (verde menta, rosa rancho, azul lechoso del desierto), y había algo insólitamente emocionante en las afiladas sombras y las puntiagudas plantas del desierto. Al haber crecido en la ciudad, donde nunca había suficiente espacio, era una agradable sorpresa. Sería una novedad vivir en una casa con jardín, aunque este solo consistiera en rocas y cactus. —¿Todavía estamos en Las Vegas? —Para entretenerme, intentaba descubrir las diferencias entre unas casas y otras: una puerta abovedada aquí, una piscina o una palmera allá. —Ahora nos encontramos en una parte distinta por completo —respondió mi padre, exhalando con fuerza el humo antes de apagar su tercer Viceroy—. Esto es lo que nunca ven los turistas. Aunque llevábamos bastante rato en el coche, no había puntos de referencia y era imposible saber adónde o en qué dirección íbamos. El horizonte era monótono e inmutable, y yo temía que dejáramos atrás las casas de colores pastel y saliéramos a los vertederos de fabricación de álcalis que había más allá para acabar en uno de esos cámpings para caravanas azotados por el sol que se veían en las películas. Pero vi con sorpresa que las casas aumentaban de tamaño: con segundas plantas, jardines de cactus, vallas, piscina y garaje para varios coches. —Bueno, ya hemos llegado —dijo mi padre, metiéndose en una calle con un imponente letrero de granito en el que se leía, en letras de cobre: The Ranches de Canyon Shadows. —¿Vives aquí? —pregunté impresionado—. ¿Hay un cañón? —No, solo es el nombre —respondió Xandra. —Verás, por aquí hay muchas urbanizaciones —dijo mi padre, pellizcándose el puente de la nariz. Supe por su tono —la voz áspera y necesitada de una copa de los viejos tiempos— que estaba cansado y no de muy buen humor. —Comunidades de ranchos, así es como las llaman —terció Xandra. —Bueno, como sea. Y tú cierra el pico, joder —prorrumpió mi padre, bajando el volumen cuando la voz femenina del sistema de navegación volvió a dar instrucciones. —Creo que cada una tiene un tema diferente —continuó Xandra mientras se aplicaba brillo de labios con el meñique—. Pueblo Breeze, Ghost Ridge, Dancing Deer Villas. Spirit Flag es una urbanización de golf, ¿verdad? Y la más elegante es Encantada, que consiste en muchas propiedades de inversión. Eh, gira por esta, cariño —dijo, agarrándole el brazo. Mi padre siguió recto y no respondió. —¡Mierda! —Xandra volvió la vista hacia la carretera que dejábamos atrás—. ¿Por qué tienes que ir siempre por el camino más largo? —No empieces con tus atajos. Eres tan mala como la señora del Lexus. —Sí, pero es más rápido. Hay quince minutos de diferencia. Ahora tendremos que rodear todo Dancing Deer. Mi padre exhaló exasperado. —Mira… —¿Qué hay de malo en acortar por Gitana Trails y girar dos veces a la izquierda y una a la derecha? Porque eso es todo. Si sales en Desatoya… —Oye, ¿quieres conducir tú? ¿O vas a dejar que yo conduzca el puto coche? Yo sabía que era mejor no desafiar a mi padre cuando utilizaba ese tono, pero al parecer Xandra aún no se había enterado. Se revolvió en su asiento y, de una forma tan deliberada que parecía calculada para irritarlo, subió el volumen de la radio y empezó a mover el dial a través de anuncios y estática. El estéreo era tan potente que el respaldo del asiento de cuero blanco vibraba. «Vacation, all I ever wanted…» La luz trepaba y se abría camino entre las espectaculares nubes del desierto; un cielo infinito de un azul ácido, como un videojuego o una alucinación de un piloto de pruebas. «Están escuchando Las Vegas 99, que hoy les ofrece temas de los años ochenta y noventa —dijo una voz excitada y rápida por la radio—. Y aquí les dejamos con Pat Benatar, en nuestra sesión privada de mediodía de las Ladies of the Eighties». Una vez en Desatoya Ranch Estates, en el 6219 de Desert End Road —donde había maderos amontonados en algunos de los patios y flotaba arena por las calles—, nos metimos en el camino de entrada de una amplia casa de estuco beige de aspecto español, o quizá árabe, con postigos, hastiales arqueados y tejado de tejas cuyas vertientes descendían en distintos y sorprendentes ángulos. Me impresionaron las dimensiones descomunales y el despropósito de la construcción, las cornisas y las columnas, la intrincada puerta de hierro que recordaba a un decorado, como una de esas casas que aparecían en uno de los culebrones de Telemundo que los conserjes veían siempre en la oficina de paquetería. Nos bajamos del coche, y mientras nos dirigíamos al garaje con las maletas oí un ruido inquietante y misterioso: unos gritos, o un llanto, que llegaban del interior de la casa. —¿Qué es eso? —pregunté, dejando caer las maletas desconcertado. Xandra se inclinó hacia un lado, tambaleándose un poco sobre los tacones, mientras buscaba las llaves. —Calla, joder, calla —murmuraba sin aliento. Y aún no había abierto la puerta del todo cuando una especie de fregona histérica salió disparada chillando y empezó a saltar, bailar y hacer cabriolas alrededor de nosotros—. ¡Abajo! A través de la puerta entreabierta se oía música de safari (elefantes bramando, monos parloteando), a un volumen tan fuerte que llegaba hasta el garaje. —Guau —dije asomándome. En el interior de la casa hacía calor y el aire estaba viciado: olía a viejo humo de tabaco, a moqueta nueva y —no había ninguna duda— a excremento de perro. «Para el cuidador, los grandes felinos entrañan una serie de retos únicos —tronó la voz de la televisión—. ¿Por qué no seguimos a Andrea y a sus empleados en su ronda matinal?». —Eh —dije, deteniéndome en la puerta con las maletas—, dejasteis el televisor encendido. —Sí, es Animal Planet —respondió Xandra, pasando por mi lado—. Lo dejé por Popper. ¡He dicho que abajo! —gritó al perro, que le arañó las rodillas con las garras mientras ella se acercaba al televisor tambaleándose sobre los zapatos de plataforma para apagarlo. —¿Lo habéis dejado solo? —pregunté, elevando la voz por encima de los ladridos. Era uno de esos perros de chica con un pelo largo que, de haber estado limpio, habría sido blanco y mullido. —Le puse un bebedor Petco —dijo Xandra, secándose la frente con el dorso de la mano mientras pasaba por encima del perro—. Y uno de esos comederos grandes. —¿De qué raza es? —Maltés. Pura raza. Me tocó en una rifa. Sé que le hace falta un buen baño, pero es una lata peinarlo. Ya está bien, mira cómo me has dejado los tejanos —le gritó al perro—. Son blancos. Estábamos de pie en una amplia habitación abierta de techo alto, con una escalera que conducía a una especie de entresuelo con una barandilla a un lado; era una estancia casi tan grande como todo el apartamento donde yo había crecido. Pero cuando mis ojos se acostumbraron al sol brillante, me sorprendió ver lo poco amueblada que estaba. Paredes blanco hueso. Una chimenea de piedra, imitación de un pabellón de caza. Un sofá como los que se veían en una sala de espera de hospital. Al otro lado de las puertas de cristal del patio había una pared de estantes empotrados, la mayoría vacíos. Mi padre entró y dejó las maletas en el suelo enmoquetado. —Por Dios, Xan, aquí dentro huele a mierda. Xandra —inclinándose para dejar su bolso— hizo una mueca cuando el perro empezó a saltar y a subírsele encima, clavándole las garras. —Bueno, se suponía que Janet iba a venir a sacarlo —dijo por encima de los ladridos agudos—. Tenía la llave y demás. Por Dios, Popper —añadió, arrugando la nariz y volviendo la cabeza—, apestas. Me desconcertó lo vacía que estaba la casa. Hasta ese momento nunca había cuestionado la necesidad de vender los libros, las alfombras y los objetos antiguos de mi madre, y de mandar todo lo demás a Goodwill o a los contenedores de basura. Había crecido en un piso de cuatro habitaciones donde los armarios estaban a rebosar, todas las camas tenían cajones debajo, y las cazuelas y las sartenes colgaban del techo de la cocina porque no había suficiente espacio para guardarlos. Pero habría sido tan fácil traer algunas de las cosas de mi madre, como la caja de plata que tenía en su habitación, el cuadro de una yegua castaña que se parecía a Stubbs, ¡o incluso su ejemplar de Black Beauty! A mi padre no le habrían ido nada mal unos buenos cuadros o alguno de los muebles que ella había heredado de su familia. Se había desembarazado de todas sus pertenencias porque la odiaba. —Por Dios —decía ahora, alzando la voz furioso por encima de los ladridos estridentes—. Este perro ha destrozado la casa. Sinceramente. —Sí, bueno… Es cierto que está hecha un asco, pero Janet me dijo… —Te dije que llevaras el perro a una residencia canina. O a la perrera. No me gusta tenerlo dentro de casa. Su sitio está en el jardín. ¿No te dije que sería un problema? Janet es una maldita excéntrica… —Bueno, ha hecho sus necesidades un par de veces, ¿y qué? Y… ¿qué demonios estás mirando tú? —preguntó Xandra, furiosa. Pasó por encima del perro que ladraba y con un respingo me di cuenta de que era a mí a quien miraba con ferocidad. VI Mi nueva habitación me parecía tan vacía y desangelada que, después de deshacer las maletas, dejé abiertas las puertas correderas del armario para ver la ropa colgada. En el piso de abajo, mi padre seguía chillando por la moqueta. Por desgracia, Xandra también gritaba, enfureciéndolo más, lo que (podría habérselo dicho si ella me hubiera preguntado) no era la forma de lidiar con él. En casa, mi madre sabía sofocar la cólera de mi padre guardando silencio, pero dejando una tenue y firme llama de desdén que absorbía el oxígeno de la habitación y hacía que todo lo que él dijera o hiciera pareciese ridículo. Al final él se largaba dando un gran portazo y cuando regresaba —horas después, sin apenas hacer ruido—, se paseaba por el apartamento como si no hubiera ocurrido nada, yendo a la nevera a buscar una cerveza o preguntando con un tono totalmente normal dónde estaba su correspondencia. De las tres habitaciones vacías del piso de arriba yo había escogido la más espaciosa, que era como un cuarto de hotel, con un pequeño baño a un lado. El suelo estaba cubierto de una moqueta afelpada de un tono azul metálico. A los pies de la cama, sobre el colchón desnudo, había unas sábanas envueltas en plástico. Legends Percale, veinte por ciento de descuento. De las paredes emanaba un suave zumbido mecánico como el de un filtro de acuario. Parecía la habitación de una serie televisiva donde asesinarían a una prostituta o a una azafata. Atento a lo que decían mi padre y Xandra en la planta de abajo, me senté en el colchón con el cuadro sobre el regazo. Incluso con la puerta cerrada con llave, era reacio a quitar el papel con el que estaba envuelto por si subían. Sin embargo, el deseo de mirarlo era irresistible. Con mucho cuidado, rasqué el celo con la uña del pulgar y lo arranqué por los bordes. El cuadro salió con más facilidad de la que esperaba y me sorprendí conteniendo un gritito de placer. Era la primera vez que veía el cuadro a la luz del día. En la árida habitación —todo tabiques de pladur y blancura—, los colores amortiguados cobraban vida; y aunque la superficie del cuadro estaba cubierta de una fina capa de polvo, la atmósfera que respiraba tenía la luminosa espaciosidad de una pared situada frente a una ventana abierta. ¿Por esa razón algunas personas como la señora Swanson hablaban sin parar de la luz del desierto? A ella le encantaba cotorrear sobre lo que llamaba su «estancia» en Nuevo México: amplios horizontes, cielos vacíos, claridad espiritual. Sin embargo, por alguna ilusión óptica el cuadro parecía transfigurado, del mismo modo que la oscura panorámica de los depósitos de agua sobre los tejados que se veía por la ventana del dormitorio de mi madre a veces se volvía extrañamente dorada y electrificada por momentos a la tormentosa luz de última hora de la tarde, justo antes de un chaparrón de verano. —¿Theo? —Era mi padre, llamando con brusquedad a la puerta—. ¿Tienes hambre? Me levanté, rezando para que no intentara abrir la puerta y la encontrara cerrada con llave. Mi nueva habitación era desnuda como una celda; pero el armario tenía estantes altos, muy por encima de la altura de los ojos de mi padre, y muy profundos. —Voy a ir a buscar comida china. ¿Quieres que te traiga algo? ¿Reconocería mi padre el cuadro si lo veía? No se me había ocurrido, pero al mirarlo a la luz y ver el brillo que proyectaba, comprendí que cualquier necio lo reconocería. —Hum, enseguida salgo —respondí con voz de falsete, mientras deslizaba el cuadro dentro de una funda de almohada que había de más y lo escondía debajo de la cama; después salí corriendo de la habitación. VII En los meses que pasé en casa antes de que comenzara el colegio, haraganeando por el piso de arriba con los auriculares de mi iPod puestos pero sin sonido, averigüé varios hechos interesantes. Para empezar, el antiguo empleo de mi padre no había supuesto tantos viajes de negocios a Chicago y a Phoenix como nos había hecho creer a mi madre y a mí. Sin que nosotros lo supiéramos, en realidad había estado volando a Las Vegas durante varios meses, y fue allí, en un bar con decoración asiática del Bellagio, donde Xandra y él se conocieron. Calculé que habían estado saliendo poco más de un año antes de que mi padre desapareciera; al parecer habían celebrado su «aniversario» unos días antes de la muerte de mi madre, yendo al restaurante Delmonico Steakhouse y al concierto de Jon Bon Jovi en el MGM Grand. (¡Bon Jovi! De todas las cosas que me moría por contar a mi madre, y eran miles si no millones, esa era una de las más graciosas). Otra cosa que averigüé después de vivir unos días en Desert End Road: lo que Xandra y mi padre querían decir en realidad cuando afirmaban que él «había dejado de beber» era que se había pasado del whisky (su bebida preferida) a las Corona Light y al Vicodin. Me desconcertaba la frecuencia con que se hacían el signo de la paz o la V de victoria en toda clase de contextos incongruentes, y habría continuado siendo un misterio para mí si mi padre no le hubiera pedido a Xandra un Vicodin cuando creía que yo no lo oía. Yo no sabía nada del Vicodin, aparte de que era el motivo de que una desenfrenada actriz de cine que me gustaba siempre saliera en la prensa amarilla: bajándose tambaleante de un Mercedes con las luces de un coche de policía de fondo. Varios días después me encontré —en la encimera de la cocina, junto a un frasco de Propecia de mi padre y un montón de facturas sin pagar— una bolsa de plástico llena de unas trescientas pastillas, que Xandra agarró y guardó en su bolso. —¿Qué son? —Hum, vitaminas. —¿Por qué las tienes en una bolsa? —Me las da un culturista del trabajo. Lo extraño era —y eso también me habría gustado comentarlo con mi madre— que el nuevo padre drogado era mucho más agradable y predecible que el padre de antes. Cuando papá bebía, era un manojo de nervios —todo chistes inapropiados y agresivos estallidos de energía hasta que perdía el conocimiento—, pero cuando dejaba de beber, era peor. Caminaba diez pasos por delante de nosotros en la acera, hablando consigo mismo y palpándose los bolsillos del traje como si buscara un arma. Llegaba a casa con cosas que no necesitábamos y que no podíamos pagar, como unos Manolos de piel de cocodrilo para mi madre (que detestaba los tacones) que ni siquiera eran de su número. También se traía montones de papeles de la oficina y se quedaba hasta pasadas las doce de la noche bebiendo café helado y pulsando números en la calculadora, con el sudor corriéndole por la cara como si acabara de correr cuarenta minutos en una cinta estática. O insistía mucho a mi madre para que fueran a alguna fiesta al otro extremo de Brooklyn («¿Qué quieres decir con que “quizá no debería ir”? ¿Crees que debo vivir como un jodido ermitaño?, ¿es eso?») y, después de arrastrarla hasta allí, salía a los diez minutos como un huracán porque había insultado a alguien o se había burlado de él en su cara. Con las pastillas la energía era diferente, más amable: una combinación de indolencia y vivacidad con un toque desconcertante, aturdido, vacilante. Su andar era más pausado. Echaba cabezadas más a menudo, asentía plácidamente, perdía el hilo de la conversación y se paseaba descalzo con el albornoz medio abierto. A juzgar por la cordialidad con que maldecía, lo poco a menudo que se afeitaba o su relajada forma de hablar con un cigarrillo en la comisura de los labios, parecía interpretar un personaje: un tipo enrollado de una película noir de los años cincuenta o el protagonista de Ocean’s Eleven, un gángster vago y hastiado que no tenía mucho que perder. Pero incluso en medio de esa nueva parsimonia, adoptaba la actitud demente y un poco heroica del colegial insolente, tanto más conmovedora cuanto que iba camino del ocaso, medio arruinado y despreocupado. En la casa de Desert End Road, donde teníamos el servicio de televisión por cable que mi madre jamás habría contratado por su elevado precio, mi padre bajaba las persianas para que no entrara la luz deslumbrante y se sentaba a fumar frente al televisor, con la mirada vidriosa de un opiómano, viendo en el canal de ESPN sin sonido el deporte que echaran: críquet, jai-alai, bádminton, cróquet. El aire era muy frío y olía a refrigeración y a mala ventilación; sentado durante horas, con el humo del Viceroy elevándose en una columna hacia el techo como si ardiera incienso, tan pronto podría haber estado contemplando el Buda, el dharma y la sangha como la tabla de clasificaciones del campeonato de golf PGA. Lo que aún no me quedaba claro era si mi padre tenía un empleo, y si lo tenía, qué clase de trabajo era. El teléfono sonaba a todas horas del día y de la noche. Mi padre salía al pasillo con el aparato y, de espaldas a mí, apoyaba el brazo en la pared y miraba la alfombra mientras hablaba; algo en su postura me recordaba la actitud de un entrenador al final de un partido peliagudo. Procuraba mantener la voz baja, pero incluso cuando la alzaba resultaba difícil entender qué decía: «intereses», «línea de dinero», «puntos de ventaja», «al pleno» y «contra la diferencia». Se pasaba prácticamente todo el día fuera de casa, haciendo recados enigmáticos, y muchas noches ni él ni Xandra venían a dormir. «Hemos conseguido una habitación gratis en el MGM», me decía a modo de explicación, frotándose los ojos y dejándose caer en los cojines del sofá con un suspiro de agotamiento. Y de nuevo yo tenía la sensación de que interpretaba un papel, el de un playboy malhumorado, vestigio de los años ochenta, que enseguida se aburría. «Espero que no te importe. Solo es cuando ella hace el último turno, nos resulta más fácil quedarnos a dormir allí». VIII —¿Qué son estos papeles que hay esparcidos por todas partes? —le pregunté a Xandra un día mientras se preparaba su batido dietético blanco en la cocina. Estaba extrañado por las tarjetas preimpresas que encontraba por toda la casa: cuadrículas con hilera tras hilera de cifras escritas a lápiz. Con un aspecto vagamente científico, evocaban de forma espeluznante las secuencias de ADN o las transmisiones de los espías en código binario. Ella apagó la batidora y se apartó el pelo de los ojos. —¿Qué dices? —Esas hojas que se trae papá del trabajo o lo que sean… —¡Bacarrá! —exclamó ella, haciendo vibrar la r mientras hacía un delicado gesto con los dedos. —Ah —respondí tras un silencio inexpresivo, aunque nunca había oído esa palabra. Ella metió el dedo en el batido y se lo llevó a la boca. —Vamos a menudo a la sala de bacarrá del MGM Grand. A tu padre le gusta tomar nota de las partidas que ha jugado. —¿Podría ir con vosotros algún día? —No. Bueno…, supongo que podrías —dijo, como si le hubiera preguntado acerca de unas vacaciones en algún país islámico inestable—. Solo que no están muy bien vistos los niños en los casinos. En realidad no te está permitido entrar y vernos jugar. ¿Y qué?, pensé. Estar con papá y Xandra viéndolos apostar no era precisamente lo que yo entendía por diversión. —Creía que había tigres y barcos piratas —dije en voz alta. —Sí, bueno. —Cogió un vaso del estante, dejando ver un cuadrángulo de los caracteres chinos que tenía tatuados en tinta azul entre la camiseta y los tejanos de tiro bajo—. Intentaron venderlo como un plan para toda la familia hace unos años, pero no coló. IX En otras circunstancias quizá me habría gustado Xandra, lo que supongo que es como decir que podría haberme gustado el matón del colegio si no me hubiera pegado. Ella me permitió entrever algo que jamás se me había ocurrido: que las mujeres de más de cuarenta años —mujeres que no estaban de muy buen ver, de entrada— podían ser sexis. Aunque no era guapa de cara (ojos como perdigones, nariz pequeña y chata, dientes diminutos), todavía estaba en forma, hacía gimnasia y tenía los brazos y las piernas bronceados y tan brillantes como si se untara con montones de cremas y aceites. Tambaleándose sobre los zapatos de tacón, caminaba deprisa, siempre estirando hacia abajo su falda demasiado corta y con el cuerpo echado hacia delante en un andar curiosamente atractivo. En ciertos aspectos me sentía repelido por ella, por su voz farfullante, la gruesa y brillante barra de labios que salía de un tubo en el que se leía Lip Glass, los múltiples agujeros que tenía en las orejas y el hueco entre los dientes delanteros por el que le gustaba pasar la lengua, pero también había algo seductor, excitante y duro en ella: una fuerza animal, una cualidad merodeadora y ronroneante cuando se quitaba los tacones y caminaba descalza. Coca-Cola de vainilla, protector labial con sabor a vainilla, batido de vainilla de dieta, Stoli de vainilla. Fuera del trabajo, vestía como esas madres que dejan a sus hijos con la niñera para ir a jugar al tenis: falda corta blanca y muchas joyas doradas. Hasta sus zapatillas de tenis eran nuevas y de un blanco reluciente. Cuando tomaba el sol en la piscina llevaba un biquini de ganchillo blanco; tenía la espalda ancha pero delgada, y se le marcaban todas las costillas, como un hombre sin camisa. —Ay, un fallo de vestuario —decía cuando se sentaba en la tumbona sin acordarse de atarse la parte de arriba del biquini, y yo veía que sus pechos estaban tan bronceados como el resto de su cuerpo. Le gustaban los reality shows: Superviviente, American Idol. Le gustaba comprar en Intermix y Juicy Couture. Le gustaba llamar a su amiga Courtney y «desahogarse», y, por desgracia, gran parte de sus desahogos trataban sobre mí. —¿Puedes creerlo? —la oí decir por teléfono un día que mi padre no estaba—. Yo no he firmado para esto. ¿Un niño? »Sí, ya lo puedes decir, es un coñazo —continuó, y dio una calada a su Marlboro Light mientras cruzaba con languidez las puertas de cristal que conducían a la piscina, mirándose las uñas de los pies, recién esmaltadas de color verde rocío. Y tras una breve pausa—: No, no sé cuánto tiempo. ¿Qué quiere que piense? No soy una maruja pija. Sus quejas parecían algo rutinario, no eran particularmente acaloradas ni personales. Aun así, no sabía qué hacer para caerle bien. Hasta entonces yo había actuado sobre la premisa de que a las mujeres de la edad de mi madre les encantaba tenerte cerca y que intentaras hablar con ellas, pero con Xandra enseguida aprendí que era mejor no bromear ni preguntarle mucho sobre cómo le había ido el día cuando regresaba a casa de mal humor. A veces, cuando estábamos los dos solos, cambiaba el canal ESPN por el de Lifetime y nos comíamos una macedonia de frutas viendo tranquilamente películas. Pero si se enfadaba conmigo, tenía una forma muy fría de decir: «Eso parece», en respuesta a casi todo lo que yo le decía, y solo lograba que me sintiera estúpido. —Hum, no encuentro el abrelatas. —Eso parece. —Va a haber un eclipse de luna esta noche. —Eso parece. —Mira, salen chispas del enchufe de la pared. —Eso parece. Xandra trabajaba por las noches. Solía salir a las tres y media de la tarde vestida con su uniforme de trabajo ajustado al cuerpo: americana negra, pantalones negros ceñidos y elásticos, y blusa desabotonada hasta su pecoso esternón. En la chapa que llevaba prendida a la americana se leía, en grandes letras, «XANDRA», y, debajo: «Florida». En Nueva York, la noche que habíamos salido a cenar, ella me había comentado que intentaba abrirse camino en el sector inmobiliario, pero enseguida averigüé que lo que hacía en realidad era llevar un bar llamado Nickels en un casino del Strip. A veces llegaba a casa con platos de plástico envueltos en celofán con comida como albóndigas y teriyaki de pollo, que ella y mi padre se llevaban a la sala de estar y comían frente al televisor con el volumen quitado. Vivir con ellos era como compartir piso con unos compañeros con los que no te llevas especialmente bien. Cuando estaban en casa, me quedaba en mi habitación con la puerta cerrada. Si no estaban, que era la mayor parte del tiempo, me paseaba por los rincones más alejados de la casa, intentado acostumbrarme a la ausencia de tabiques. En la mayoría de las habitaciones había muy pocos muebles o ninguno, y el espacio abierto, la luminosidad sin cortinas, todo planos paralelos y moqueta al descubierto, hacía que me sintiera vagamente sin amarras. Sin embargo, era un alivio no sentirme a menudo expuesto o sobre un escenario como me había sucedido en casa de los Barbour. El cielo era de un azul infinito, desmesurado e intenso, como la promesa de una ridícula gloria que en realidad no estaba allí. A nadie le importaba si no me cambiaba nunca de ropa o no iba al psicólogo. Era libre de holgazanear o quedarme toda la mañana en la cama y ver cinco películas de Robert Mitchum seguidas si me apetecía. Papá y Xandra cerraban con llave la puerta de su dormitorio, lo que era una lástima, pues era la habitación donde ella guardaba su ordenador portátil, una zona vedada para mí a menos que ella estuviera en casa y lo bajara a la sala de estar para que yo lo utilizara. Dando vueltas por el piso mientras ellos estaban fuera, encontré folletos de agencias inmobiliarias, copas de vino todavía en su caja, un montón de viejas guías de televisión, una caja de cartón llena de libros en edición de bolsillo muy manoseados: Los signos de tu luna, La dieta South Beach, El libro de los indicios en el póquer de Mike Caro, y Amantes y jugadores, de Jackie Collins. Las casas de alrededor estaban vacías, de modo que no teníamos vecinos. Cinco o seis casas más allá, en la acera de enfrente, había un viejo Pontiac aparcado delante del garaje. Pertenecía a una mujer de aspecto cansado, con grandes pechos y el pelo desaliñado, a quien a veces veía descalza fuera de la casa, ya avanzada la tarde, hablando por el móvil con un paquete de tabaco en la mano. Yo la apodaba la Playa porque la primera vez que la vi llevaba una camiseta en la que se leía «No odies la Playa, odia el juego». Aparte de la Playa, la única otra criatura viviente que había visto, al final del callejón sin salida, era un hombre barrigón con una camisa sport negra, empujando un cubo de basura hasta la acera. (Aunque podría haberle dicho que no recogían la basura en nuestra calle. Cuando llegaba el momento de tirar la basura, Xandra me hacía salir a hurtadillas con la bolsa y tirarla al contenedor de escombros de una casa abandonada a medio construir que había unas puertas más abajo). Por la noche, aparte de las luces de nuestra casa y la de la Playa, reinaba la oscuridad más absoluta en la calle. Todo parecía tan aislado como en un libro que habíamos leído en tercero sobre unos niños exploradores en la pradera de Nebraska, solo que yo no tenía hermanos, ni simpáticos animales de granja, ni «pa» y «ma». Lo más duro con diferencia era estar en medio de la nada, sin cines ni librerías ni la habitual tienda de la esquina. —¿No hay un autobús o algo así? —le pregunté a Xandra una noche que la encontré en la cocina desenvolviendo una bandeja de plástico de Atomic Wings y una tarrina de crema de queso azul para untar. —¿Un autobús? —repuso ella, lamiéndose la salsa de barbacoa del dedo. —¿No tenéis ningún transporte público por aquí? —No. —¿Y qué hace la gente? Xandra ladeó la cabeza. —¿Coger el coche? —respondió, como si fuera un retrasado que nunca había oído hablar de los coches. Al menos había una piscina. El primer día me quemé en menos de una hora y no pegué ojo en toda la noche sobre las ásperas sábanas nuevas. Después de eso, solo salía cuando el sol ya estaba bajo. Los atardeceres allí fuera eran recargados e intensos, como las grandes extensiones de naranja, rojo carmesí y bermellón de Lawrence en el desierto. Luego caía de golpe la noche cerrada igual que una puerta cerrándose de un portazo. El perro de Xandra, Popper, que vivía la mayor parte del tiempo en un iglú de plástico marrón a la sombra de la valla, corría de un lado a otro del bordillo de la piscina ladrando mientras yo flotaba de espaldas en el agua, intentando distinguir las constelaciones que conocía en la confusión de estrellas blancas desperdigadas: Orión, la reina Casiopea, el látigo de Escorpio con las púas gemelas en la cola…, todos los amistosos patrones de mi niñez que habían centelleado en la oscuridad desde el planetario luminiscente del techo de mi dormitorio de Nueva York hasta que me dormía. De pronto, transfigurados, fríos y espléndidos cual deidades despojadas de sus disfraces, era como si hubieran escapado a través del tejado y ascendido hasta alcanzar su verdadero hogar celestial. X El colegio empezó la última semana de agosto. A lo lejos, el vallado complejo de edificios alargados y bajos color ocre, conectados a través de pasarelas sobre los tejados, me recordó una cárcel de seguridad mínima. Pero en cuanto crucé las puertas y me vi rodeado de los pósters de colores vivos y los pasillos resonantes, fue como caer de nuevo en un viejo sueño recurrente de un colegio: escaleras atestadas, luces zumbantes, un aula de biología con una iguana en un terrario del tamaño de un piano; pasillos flanqueados por taquillas que resultaban tan familiares como el plató de un programa de televisión que has visto muchas veces; aunque el parecido con mi antiguo colegio solo era superficial, en cierto modo también resultaba reconfortante y real. En clase de literatura avanzada, unos estaban leyendo Grandes esperanzas mientras otros habíamos empezado Walden, y yo me oculté en la placidez y el silencio del libro, un refugio del resplandor metálico del desierto. Durante el recreo de la mañana (en el que nos hacían salir a un patio rodeado de una alambrada, cerca de las máquinas expendedoras) me quedé en el rincón más umbrío que encontré con el libro de bolsillo que había comprado en el mercado, y con un lápiz rojo subrayé muchas frases particularmente estimulantes: «La mayoría de los hombres llevan una vida de silenciosa desesperación». «Incluso tras los llamados juegos y diversiones propios del género humano se halla oculta una desesperación estereotipada pero inconsciente». ¿Qué habría pensado Thoreau de Las Vegas, las luces y el estruendo, los escombros y las fantasías, los salientes y las fachadas huecas? La sensación de transitoriedad que se respiraba en el colegio era inquietante. Había numerosos hijos de militares y muchos extranjeros (la mayoría de ellos hijos de ejecutivos que habían ido a Las Vegas para ocupar grandes puestos en la administración y la construcción). Algunos habían residido en nueve o diez estados diferentes en otros tantos años, y muchos habían vivido en el extranjero: en Sidney, Caracas, Pekín, Dubai, Taipei. También había unos cuantos chicos y chicas tímidos y casi invisibles cuyos padres habían huido de la penuria del campo para trabajar como camareros y empleados en algún hotel. En ese nuevo ecosistema, ni el dinero ni el aspecto físico parecían determinar la popularidad; lo que importaba sobre todo era quién vivía desde hacía más tiempo en Las Vegas, que era la razón por la que los herederos de las despampanantes bellezas mexicanas y los constructores itinerantes comían solos mientras que los hijos insulsos y mediocres de los agentes inmobiliarios y los vendedores de coches eran los delegados de clase y los animadores, la élite indiscutible del colegio. Los días de septiembre eran despejados y hermosos; y a medida que pasaba el mes, la odiosa luz deslumbrante dio paso a una luminosidad de una cualidad dorada y como pulverulenta. A veces me sentaba a la mesa de los que hablaban español para practicar el idioma; en otras ocasiones comía con los alemanes aunque no hablaba su lengua, porque varios de los chicos de alemán II —hijos de ejecutivos del Deutsche Bank y Lufthansa— habían crecido en Nueva York. De todas las asignaturas, la de lengua y literatura era la única que esperaba con ilusión, si bien me preocupaba la cantidad de compañeros de clase a los que no solo no les gustaba Thoreau sino que lo atacaban, como si él (que afirmaba que nunca había aprendido nada que valiera la pena de un anciano) fuera nada menos que el enemigo. Su desprecio hacia el comercio (tan estimulante para mí) irritó a muchos de los chicos más vociferantes de la clase. —Sí, claro —gritó un chico odioso con el pelo engominado y rígido como el de un personaje de Bola de dragón Z—, y qué clase de mundo sería este si todos dejáramos los estudios y fuéramos por ahí con cara mustia… —Yo, yo, yo —gimoteó una voz a mis espaldas. —Es antisocial —terció una chica chillona con impaciencia, elevando la voz por encima de un coro de risas, y cambiando de postura en su asiento para dar la espalda a la profesora (una mujer flácida de huesos largos, la señora Spear, que siempre vestía de tonos tierra, llevaba sandalias marrones y parecía sufrir una gran depresión)—. Thoreau siempre está sentado en cuclillas diciéndonos lo bien que ha… —Porque si todos dejáramos los estudios, como él propone —continuó el chico de Bola de dragón Z, alzando alegremente la voz—, ¿qué clase de sociedad sería esta? Si toda la gente fuera como él, no habría hospitales y demás. No habría carreteras. —Gilipollas —murmuró una voz, lo bastante fuerte para que lo oyéramos todos los que nos encontrábamos alrededor. Me volví y vi quién había hablado: el chico de aspecto hastiado del otro lado del pasillo, repantigado en su silla y tamborileando con los dedos sobre el escritorio. Al ver que lo miraba, arqueó una ceja sorprendentemente elocuente, como diciendo: «¿Te puedes creer a estos idiotas?». —¿Alguien tiene algo que decir allá atrás? —preguntó la señora Spear. —Como si a Thoreau le importaran las carreteras —dijo el chico hastiado. Su acento me cogió por sorpresa: era extranjero, pero no habría sabido decir de dónde. —Thoreau fue el primer ecologista —dijo la señora Spear. —También fue el primer vegetariano —señaló una chica del fondo. —Obvio —dijo alguien más. —No me habéis entendido —dijo el chico de Bola de dragón Z, excitado—. Alguien tiene que construir carreteras en lugar de quedarse todo el día en el bosque, observando las hormigas y los mosquitos. Se llama civilización. Mi vecino dejó escapar una carcajada áspera y desdeñosa. Flaco y macilento, con aspecto desaliñado, y el pelo moreno y lacio cayéndole sobre los ojos, tenía la palidez poco saludable de un fugitivo, las manos callosas y las uñas con cercos negros y mordisqueadas hasta la raíz; no era como los obsesos del monopatín de pelo brillante y bronceados de esquiar de mi colegio del Upper West Side, punks cuyos padres eran directivos y cirujanos de Park Avenue, sino un chico que podrías encontrar sentado en una acera con un perro callejero sujeto con una cuerda. —Bueno, para responder algunas de estas preguntas, me gustaría que abrierais el libro por la página quince —dijo la señora Spear—, donde Thoreau habla de su experimento vital. —¿Experimento? —replicó el chico de Bola de dragón Z—. ¿Qué diferencia hay entre la vida que él lleva en los bosques y la del hombre de las cavernas? El chico moreno frunció el entrecejo y se hundió aún más en la silla. Me recordaba a los vagabundos que veías por Saint Mark’s Place pasándose cigarrillos, comparando cicatrices y pidiendo unas monedas, algunos con la ropa raída y los brazos escuálidos y blancos, otros con brazaletes de cuero negro en las muñecas. Su complejidad de múltiples capas era impenetrable para mí, aunque todo él transmitía un mensaje bastante claro: «Olvídalo, somos de distintas tribus. Soy demasiado guay para ti, así que no intentes dirigirme la palabra siquiera». Esa fue la primera y errónea impresión que me llevé del único amigo que haría durante mi estancia en Las Vegas y que al final acabaría siendo uno de mis grandes amigos. Se llamaba Boris. Nos encontramos entre los chicos que esperaban aquel día el autobús después del colegio. —Ah, Harry Potter —dijo mirándome de arriba abajo. —Vete a la mierda —repliqué con apatía. No era la primera vez que oía lo de Harry Potter en Las Vegas. Mi indumentaria neoyorquina —pantalones caqui, camisa clásica blanca y gafas con montura de concha que por desgracia necesitaba para ver— me convertía en un bicho raro en un colegio donde la mayoría de los alumnos vestía con camiseta de tirantes y chancletas. —¿Dónde tienes la escoba? —La he dejado en Hogwarts —respondí—. ¿Y tú? ¿Dónde tienes la tabla? —¿Eh? —respondió él, haciendo la trompetilla con una mano en la oreja como un anciano sordo que intenta oír. Me sacaba una cabeza de estatura; además de botas militares y unos estrafalarios pantalones de camuflaje con las rodillas rotas, llevaba una camiseta negra de snowboard con el logo Never Summer en blancas letras góticas. —La camiseta —dije, señalándola con un brusco movimiento de la cabeza—. No hay mucho de eso en el desierto. —Ah —respondió Boris, apartándose el pelo greñoso de los ojos—. Nunca he practicado snowboard. Pero odio el sol. Acabamos sentándonos juntos en el autobús en los asientos más cercanos a la puerta, un lugar poco popular a juzgar por el modo en que los otros chicos se abrieron paso a empujones hasta el fondo, pero yo nunca había cogido autobuses para ir al colegio hasta entonces y por lo visto él tampoco, ya que asimismo le pareció natural desplomarse en el primer asiento de la parte delantera que encontró vacío. Durante un rato no dijimos gran cosa; sin embargo, el trayecto era largo y al final empezamos a hablar. Resultó que también vivía en Canyon Shadows pero más lejos que yo, en el último tramo que estaba siendo reclamado al desierto, donde había muchas viviendas inacabadas y la arena se amontonaba por las calles. —¿Cuánto tiempo llevas aquí? —le pregunté. Era la pregunta que todos nos hacíamos en mi nuevo colegio, como si estuviéramos cumpliendo una condena. —No sé. Unos dos meses. —Aunque hablaba inglés con bastante fluidez y un fuerte acento australiano, subyacía algo oscuro y líquido, un dejo de conde Drácula o quizá de agente del KGB—. ¿De dónde eres? —De Nueva York —respondí, y me quedé satisfecho con su silenciosa reacción tardía: las cejas arqueadas en señal de admiración—. ¿Y tú? Hizo una mueca. —Veamos —respondió, recostándose en el asiento y contando los países con los dedos—, he vivido en Rusia, en Escocia, que quizá esté bien pero no lo recuerdo, en Australia, en Polonia, en Nueva Zelanda, en Texas un par de meses, en Alaska, Nueva Guinea, Canadá, Arabia Saudí, Suecia, Ucrania… —Dios mío. Él se encogió de hombros. —Pero sobre todo en Australia, Rusia y Ucrania. En estos tres países. —¿Hablas ruso? Hizo un gesto que interpreté como más o menos. —También ucraniano y polaco. Pero he olvidado mucho vocabulario. El otro día intenté recordar cómo se decía libélula y no lo conseguí. —Di algo. Me complació con una parrafada gutural que me salpicó la cara de saliva. —¿Qué significa? Se rió. —Que te den por el culo. —¿Sí? ¿En ruso? Se rió dejando ver unos dientes grises muy poco estadounidenses. —No, ucraniano. —Creía que en Ucrania hablaban ruso. —Bueno, sí. Depende de en qué parte de Ucrania estés. Los dos idiomas se parecen mucho. Aunque —chasqueó la lengua y puso los ojos en blanco— no tanto. Cambian los números, los días de la semana y parte del vocabulario. Mi nombre se deletrea de otro modo en ucraniano, pero en Estados Unidos es más fácil utilizar la ortografía rusa y ser Boris y no Borys. En Occidente todo el mundo conoce a Boris Yeltsin… —Ladeó la cabeza—. Y a Boris Becker… —A Boris Badenov… —¿Cómo? —respondió volviéndose con brusquedad como si lo hubiera insultado. —¿Bullwinkle? ¿Boris y Natasha? —Ah, sí. ¡El príncipe Boris! Guerra y paz. Me pusieron Boris por él. Pero el apellido del príncipe Boris es Drubetzkoi y no el que has dicho tú. —Entonces, ¿cuál es tu idioma materno? ¿El ucraniano? Se encogió de hombros. —Quizá el polaco —dijo, recostándose en la silla y apartándose el pelo moreno de la cara con un movimiento de la cabeza. Tenía los ojos duros y muy negros, y una mirada divertida—. Mi madre era polaca, de Rzeszów, cerca de la frontera ucraniana. Ruso, ucraniano… Ucrania, como sabes, era un estado satélite de la Unión Soviética, así que hablo los dos idiomas. Quizá no tanto ruso, aunque es mejor para decir palabrotas y maldecir. Con los idiomas eslavos, como el ruso, el ucraniano, el polaco o incluso el checo, si sabes uno los entiendes más o menos todos. Pero el inglés ahora es el más fácil para mí. Antes era diferente. —¿Qué piensas de Estados Unidos? —Todo el mundo sonríe de oreja a oreja. Bueno, casi. Tú quizá no. Me parece estúpido. Como yo, Boris era hijo único. Su padre (un ucraniano de Novoagansk nacido en Siberia) trabajaba en prospecciones mineras. —Un trabajo importante que lo obliga a viajar por todo el mundo. La madre de Boris, la segunda mujer de su padre, había muerto. —La mía también. Él se encogió de hombros. —Lleva siglos muerta —dijo—. Era una borrachina. Una noche bebió tanto que se tiró por la ventana y se mató. —Vaya —dije un poco desconcertado por la ligereza con que lo había soltado. —Sí, una mierda —dijo con despreocupación, mirando por la ventanilla. —Entonces, ¿cuál es tu nacionalidad? —le pregunté tras un breve silencio. —¿Eh…? —Bueno, si tu madre era polaca y tu padre es ucraniano, y tú naciste en Australia, eso te hace… —Indonesio —respondió con una sonrisa siniestra. Tenía unas cejas pobladas y diabólicas muy expresivas que movía mucho mientras hablaba. —¿Cómo es eso? —Bueno, en mi pasaporte pone Ucrania. Y también tengo nacionalidad polaca. Pero Indonesia es el lugar al que quiero volver —añadió Boris, apartándose el pelo de los ojos—. PNG. —¿Cómo? —Papúa Nueva Guinea. Es el lugar que más me ha gustado de todos en los que he vivido. —¿Nueva Guinea? Creía que había cazadores de cabezas. —Ya no. O al menos ya no hay tantos. Este brazalete es de allí —dijo señalándome una de las numerosas tiras de cuero que llevaba en la muñeca—. Lo hizo para mí mi amigo Bami. Era nuestro cocinero. —¿Cómo es la vida allí? —No está mal —respondió, mirándome a su manera siniestra y burlona—. Tenía un loro. Y un ganso. Además, estaba aprendiendo a hacer surf. Pero hace seis meses mi padre me arrastró con él hasta una oscura ciudad de Alaska. En la península de Seward, justo debajo del Círculo Polar Ártico. Y a mediados de mayo volamos a Fairbanks en un avión de hélice y de allí nos vinimos aquí. —Uf. —Era aburridísimo allá arriba —dijo Boris—. Miles de peces muertos y mala conexión de internet. Debería haber huido… Ojalá lo hubiera hecho —añadió con amargura. —¿Qué habrías hecho? —Me habría quedado en Nueva Guinea, viviendo en la playa. Gracias a Dios no nos quedamos todo el invierno allí. Hace unos años estuvimos en Canadá, en Alberta, en esa ciudad de una sola calle junto al río Pouce Coupe. Siempre estaba oscuro, de octubre a marzo, y no había nada que hacer aparte de leer y escuchar la CBC. Teníamos que conducir cincuenta millas para hacer la colada. Aun así era mucho mejor que Ucrania. —Se rió—. En comparación, era Miami Beach. —¿Qué has dicho que hacía tu padre? —Sobre todo bebe —respondió Boris con amargura. —Entonces debería presentarle a mi padre. De nuevo la súbita y explosiva risa, era casi como si escupiera sobre ti. —Sí, genial. ¿Y putas? —No me chocaría —respondí, tras un breve silencio sorprendido. Aunque ya no me asombraban muchas de las cosas que hacía mi padre, no me lo imaginaba en los clubes de alterne que a veces dejábamos atrás por la carretera. El autobús se estaba vaciando; solo estábamos a unas pocas calles de mi casa. —Esta es mi parada. —¿Quieres venir a casa a ver la tele? —preguntó Boris. —Hummm… —No hay nadie. Y tengo SOS Iceberg en DVD. XI El autobús escolar no llegaba hasta el final de Canyon Shadows, donde vivía Boris. Desde la última parada hasta su casa había unos veinte minutos andando, bajo un calor abrasador y a través de aceras inundadas de arena. Aunque en mi calle había muchas viviendas embargadas por impago o con letreros de «En venta» (por la noche, el sonido de la radio de un coche se propagaba durante millas), no era consciente de lo inquietante que se volvía Canyon Shadows en sus confines más alejados: era una ciudad de juguete que se iba reduciendo en los límites del desierto, bajo cielos amenazadores. La mayoría de las casas daban la impresión de no haber sido habitadas nunca. Otras —inacabadas— no tenían marcos ni cristales en las ventanas y estaban cubiertas de andamios, rebozadas de la arena que levantaba el viento, y con montones de cemento y material de construcción amarillento en la parte delantera. Las ventanas tapiadas le daban un aspecto ciego, maltrecho y asimétrico, como caras magulladas y vendadas. Mientras caminábamos, el ambiente de abandono se hacía cada vez más perturbador, como si vagáramos por un planeta despoblado a causa de la radiación y la enfermedad. —Construyeron esta mierda de urbanización demasiado lejos —dijo Boris—. Ahora la está recuperando el desierto. Y los bancos. —Se rió—. A la mierda Thoreau, ¿eh? —Toda esta ciudad parece gritar: ¡a la mierda Thoreau! —Cuando los que se están yendo a la mierda son los propietarios de estas viviendas. A muchas ni siquiera les llega el agua. A todo el mundo le coge por sorpresa no poder pagar…, por eso mi padre alquila esta casa tan barata. —Oh —dije tras un breve silencio atónito. No se me había ocurrido pensar cómo se las arreglaba mi padre para pagar una casa tan grande como la nuestra. —Mi padre excava minas —dijo Boris inesperadamente. —¿Cómo? Se apartó el pelo pegado a la cara sudorosa. —Allá adonde vamos la gente nos odia. Porque prometen que la mina no perjudicará el medio ambiente y luego la mina sí lo daña. Pero aquí —se encogió de hombros, a su manera fatalista y rusianizada—, Dios, en este puto hoyo de arena, ¿a quién le importa? —Eh —dije, sorprendido por el modo en que nuestras voces retumbaban por la calle desierta—, esto está de verdad vacío, ¿no? —Sí. Es un cementerio. Aquí solo vive otra familia. ¿Ves esa casa de allá abajo? ¿La del gran camión en la puerta? Creo que son inmigrantes ilegales. —Tú y tu padre tenéis los papeles en regla, ¿no? —Ese era un problema en el colegio; algunos de los chicos no los tenían y en los pasillos había carteles sobre ello. Hizo un sonido ridículo. —Por supuesto. La mina se ocupa de eso. Pero ¿los de allá abajo? Serán unos veinte o treinta, todo hombres viviendo bajo el mismo techo. Quizá sean traficantes de drogas. —¿Eso crees? —Lo único que sé es que allá abajo está pasando algo muy extraño —dijo Boris con aire misterioso. La casa de Boris, flanqueada por dos solares vacíos rebosantes de escombros, era muy parecida a la de papá y Xandra: moqueta de un extremo a otro, electrodomésticos flamantes, la misma distribución y pocos muebles. Pero dentro hacía demasiado calor para estar a gusto; la piscina estaba vacía, con unos cuantos dedos de arena en el fondo, y no había pretensiones de jardín, ni cactus siquiera. Todas las superficies de la cocina «los electrodomésticos, las encimeras y el suelo» estaban cubiertas de una ligera capa de mugre. —¿Quieres beber algo? —me preguntó Boris, y abrió la nevera dejando ver una reluciente hilera de botellas de cerveza alemana. —Vaya. Gracias. —Cuando vivíamos en Nueva Guinea —dijo Boris, secándose la frente con el dorso de la mano—, hubo una gran inundación. Serpientes…, muy peligrosas y aterradoras…, y minas sin explotar de la Segunda Guerra Mundial llegaron flotando a nuestro jardín…, murieron muchos gansos. Al final —añadió, abriendo una cerveza—, el agua del pozo se contaminó. Tifus. Todo lo que había para beber era cerveza… Desaparecieron las Pepsis, los Lucozades, las pastillas de yodo… ¡Durante tres semanas enteras, mi padre y yo, y hasta los musulmanes, no tuvimos para beber más que cerveza! Para comer, para desayunar, para todo. —No suena tan mal. Hizo una mueca. —Me dolía la cabeza a todas horas. La cerveza de Nueva Guinea sabe muy mal. ¡Esta sí que es buena! También hay vodka en el congelador. Iba a decir que sí, para impresionarlo, pero luego pensé en el calor y en el regreso a casa, y respondí: —No, gracias. Entrechocó su cerveza con la mía. —Estoy de acuerdo, hace demasiado calor para beber de día. Mi padre bebe tanto que se le duermen los nervios de los pies. —¿En serio? —Se llama… —arrugó la cara en un esfuerzo por pronunciar las palabras (poniendo el acento en la sílaba que no debía)— neuropatía periférica. En el hospital de Canadá donde estuvo ingresado tuvieron que enseñarle a andar otra vez. Se levantaba… y se caía al suelo, con la nariz sangrándole…, era tronchante. —Suena divertido —dije, pensando en el día que había sorprendido a mi padre gateando hasta la nevera para coger hielo. —Lo es. ¿Qué bebe el tuyo? —Whisky. Cuando bebe. Se supone que ahora lo ha dejado. —Ja —dijo Boris, como si lo hubiera oído antes—. Mi padre debería hacer como él…, ya que aquí el whisky bueno es muy barato. ¿Quieres ver mi habitación? Esperaba encontrarme una habitación parecida a la mía, de modo que me sorprendí cuando abrió la puerta y vi una especie de tienda de campaña improvisada que apestaba a humo de Marlboro, libros amontonados por todas partes, envases de cerveza vacíos, ceniceros desbordados, y toallas viejas y ropa sucia desparramados por la moqueta. Las paredes de tela estampada —amarilla, verde, azul índigo, morado— se hinchaban y sobre el colchón envuelto en batik colgaba una bandera con una hoz y un martillo. Era como si un cosmonauta ruso se hubiera estrellado en la selva y hubiese construido un refugio con la bandera de su país y todos los sarongs y las telas que pudiera encontrar. —¿La has hecho tú? —La doblo y la meto en una maleta —dijo Boris, arrojándose sobre el colchón de vivos colores—. Solo tardo diez minutos en montarla de nuevo. ¿Quieres ver SOS Iceberg? —Claro. —Es genial. La he visto seis veces. ¿Te acuerdas de cuando ella se sube a su avión para rescatarlos del hielo? Pero por alguna razón no llegamos a ver SOS Iceberg esa tarde, quizá porque no conseguimos dejar de hablar el tiempo suficiente para bajar a la sala de estar y encender el televisor. Boris tenía una vida más interesante que la de cualquier chico de mi edad que hubiera conocido. Al parecer, no había ido mucho al colegio y los pocos a los que había asistido eran de la peor calidad; en los lugares desolados donde trabajaba su padre a menudo no había ninguno. —Hay cintas —dijo, bebiendo un trago de cerveza sin dejar de mirarme—. Y exámenes. Solo necesitas un lugar con conexión a internet, y a veces en lugares lejanos como Canadá o Ucrania no hay. —¿Qué haces entonces? Se encogió de hombros. —Supongo que leo mucho. Comentó que un profesor de Texas le había bajado un programa de estudios por internet. —Pero tiene que haber algún colegio en Alice Springs. Boris se echó a reír. —Por supuesto que lo hay —dijo, apartándose un mechón sudado de la cara—. Pero al morir mi madre vivimos un tiempo en Australia, en el Territorio del Norte, en la región de Arnhem…, en una ciudad, llamada Karmeywallag. Lo llamaban ciudad pero en realidad eran millas en medio de la nada llenas de caravanas para los mineros y una gasolinera con un bar en la parte trasera donde servían cerveza, whisky y sándwiches. Como sea, la mujer de Mick, que se llamaba Judy, llevaba el bar. Todo lo que hacía yo cada día —bebió un ruidoso sorbo de cerveza— era ver culebrones con Judy por la tele, y quedarme con ella detrás de la barra hasta tarde mientras mi padre y sus hombres se emborrachaban. Ni siquiera podíamos ver la televisión durante el monzón. Judy guardaba sus casetes en la nevera para que no se estropearan. —¿Cómo podían estropearse? —Con la humedad todo se enmohece. Sale moho en los zapatos, en los libros. —Boris se encogió de hombros—. Entonces yo no hablaba tanto como ahora porque no sabía tan bien el idioma. Era muy tímido y me sentaba solo, recluido en mí mismo. Pero Judy hablaba conmigo, aunque yo no entendiera una palabra de lo que me decía, y era amable. Todas las mañanas la buscaba y me preparaba el mismo plato de frituras. Lluvia, lluvia, lluvia. Barrer, lavar los platos, ayudarla a limpiar el bar. La seguía a todas partes como un corderito. Esto es una taza, esto una escoba, un taburete, un lápiz. Esa fue mi escuela. La televisión, las casetes de Duran Duran y Boy George, todo era en inglés. La serie favorita de Judy era Las hermanas McLeod. Siempre la veíamos juntos, y cuando yo no entendía algo, ella me lo explicaba. Hablábamos sobre las hermanas, y cuando Claire murió en el accidente de coche lloramos juntos; Judy me dijo que si ella tuviera una casa como Drover, me llevaría a vivir allí con ella y seríamos felices juntos, y tendríamos a todas esas mujeres trabajando para nosotros como los McLeod. Judy era muy joven y muy guapa. Pelo rubio y ondulado, y ojos azules. Su marido la llamaba zorra y fetorro, pero creo que se parecía a la Jodi de la serie. Ella me hablaba y me cantaba todo el día, me enseñó las palabras de todas las canciones que había en la máquina de discos. «Dark in the city, the night is alive…» No tardé en dominar el idioma. ¡Habla en inglés, Boris! Yo sabía unas pocas palabras de inglés que había aprendido en la escuela de Polonia, pero después de dos meses con ella hablaba por los codos. ¡Y no he parado de hablar desde entonces! Judy siempre fue muy amable y buena conmigo, aunque todos los días la veía llorar en la cocina por lo mucho que odiaba Karmeywallag. Se estaba haciendo tarde, pero todavía había luz y hacía calor. —Me muero de hambre —dijo Boris, y se estiró dejando ver una franja de vientre entre el pantalón y la camisa raída: cóncava y de una palidez mortal, como la de un santo hambriento. —¿Qué hay para comer? —Pan con azúcar. —Bromeas. Boris bostezó y se frotó los ojos rojos. —¿Nunca has echado azúcar al pan y te lo has comido? —¿No hay nada más? Él se encogió de hombros con aire hastiado. —Tengo un cupón para una pizza. ¡Para lo que me sirve! Aquí no llegan los repartidores. —Creía que había un cocinero donde vivías antes. —Y lo había. En Indonesia, y también en Arabia Saudí. —Fumaba un cigarrillo, pero yo rechacé el que me ofreció; parecía un poco borracho, bailoteando por la habitación como si sonara música—. Un tipo muy enrollado llamado Abdul Fataah. Significa «siervo del abridor de las puertas de sustento». —Oye, mira, por qué no vamos a mi casa. Él se arrojó de nuevo sobre la cama, con las manos entre las rodillas. —No me digas que la fulana de tu padre cocina. —No, pero trabaja en un bar con bufet y a veces trae comida a casa. —Estupendo —dijo Boris, tambaleándose un poco al levantarse. Ya se había bebido tres cervezas e iba por la cuarta. En la puerta, cogió un paraguas y me pasó otro. —Hum, ¿para qué es? Abrió el suyo y salió. —Estás más fresco debajo —dijo, con la cara azulada en la sombra—. Y así no te quemas con el sol. XII Antes de conocer a Boris yo llevaba mi soledad de forma estoica, sin ser muy consciente de lo solo que estaba. Supongo que si él o yo hubiéramos vivido en una casa la mitad de normal, con toques de queda, tareas domésticas y supervisión por parte de los adultos, no nos habríamos vuelto tan inseparables, pero casi a partir de aquel día pasamos todo el tiempo juntos, gorroneando comida y compartiendo el dinero que teníamos. En Nueva York yo había crecido rodeado de un montón de chicos que tenían mucho mundo, habían vivido en el extranjero y hablaban tres o cuatro idiomas, o hacían cursos de verano en Heidelberg y pasaban las vacaciones en lugares como Río, Innsbruck o Cap d’Antibes. Pero Boris, como un viejo capitán de barco, los dejaba a todos en la sombra. Él había montado a camello; había comido larvas witjuti, jugado a críquet, contraído malaria, vivido en las calles de Ucrania («pero solo dos semanas»), desactivado él mismo un cartucho de dinamita y nadado en ríos australianos plagados de cocodrilos. Había leído a Chéjov en ruso, y a autores que yo desconocía en ucraniano y polaco. Había soportado la oscuridad de mediados de invierno en Rusia, donde las temperaturas caían hasta cuarenta grados bajo cero —ventiscas interminables, nieve y hielo negro— y donde la única alegría era la palmera de neón verde encendida las veinticuatro horas del día fuera del bar provinciano adonde a su padre le gustaba ir a beber. Aunque solo tenía un año más que yo —quince—, se había acostado con una chica en Alaska. Le gorroneó un cigarrillo en el aparcamiento de un supermercado y ella le preguntó si quería sentarse en el coche con ella, y así empezó todo. —Pero ¿sabes qué? —dijo exhalando el humo por una comisura de la boca—. Me parece que a ella no le gustó mucho. —¿Y a ti? —Dios, sí. Aunque, si te digo la verdad, me di cuenta de que no lo estaba haciendo muy bien. Creo que no había demasiado espacio en el coche. Todos los días volvíamos a casa juntos en el autobús escolar. En el centro cívico a medio construir que había en el borde de los Desatoya Estates, con candados en las puertas y palmeras muertas en las macetas, había un parque infantil abandonado donde comprábamos refrescos y barritas de chocolate del suministro cada vez más reducido de las máquinas expendedoras, y nos sentábamos en los columpios a fumar y hablar. Los arranques de mal humor y las depresiones de Boris, que eran frecuentes, se alternaban con insensatos estallidos de carcajadas; era desenfrenado y pesimista, a veces me hacía reír hasta que me dolían los costados, y siempre tenía tanto que decir que perdíamos la noción del tiempo y nos quedábamos allí hasta que ya era de noche. En Ucrania había visto cómo pegaban un tiro en el estómago a un cargo público al dirigirse a su coche, convirtiéndose en testigo no del francotirador sino del hombre de anchos hombros con un abrigo demasiado pequeño que cayó de rodillas sobre la nieve en la oscuridad. Me habló de los pequeños colegios con tejado de zinc que había cerca de la reserva de los chippewa de Alberta, me cantó canciones infantiles en polaco («Como deberes, en Polonia, nos hacían aprender de memoria un poema, una canción o una especie de oración») y me enseñó palabrotas en ruso («Esos son los verdaderos tacos, los de los gulags»). Me contó también que en Indonesia su amigo Bami, el cocinero, lo había convertido al islam: renunció al cerdo, hacía ayuno durante el Ramadán y rezaba de cara a La Meca cinco veces al día. —Pero ya no soy musulmán —comentó, arrastrando un dedo del pie por el polvo. Estábamos tumbados de espalda en el tiovivo, mareados por las vueltas—. Lo dejé hace tiempo. —¿Por qué? —Porque bebo. (Eso era quedarse corto: Boris bebía cerveza como otros chicos bebían Pepsi, y empezaba en cuanto llegábamos a casa del colegio). —¿Y a quién le importa? —pregunté—. ¿Por qué tiene que enterarse alguien? Hizo un ruidito de impaciencia. —Porque no está bien profesar una fe si no observas sus dictados. Es poco respetuoso hacia el islam. —Tonterías. Boris de Arabia. Suena bien. —Vete a la mierda. —No, en serio. —Me reí, apoyándome sobre los codos—. ¿De verdad llegaste a creer todo eso? —¿En qué? —Ya sabes. Alá y Mahoma. «No hay más Dios que Alᅻ —No —respondió él un poco enfadado—, mi islam era una cuestión política. —¿Como los terroristas con bombas en el zapato? Él soltó una risotada. —Joder, no. Además, el islam no predica la violencia. —¿Entonces qué? Se bajó del tiovivo con la mirada alerta. —¿Qué quieres decir? ¿Intentas insinuar algo? —Eh, para el carro. Solo estoy haciéndote una pregunta. —¿Y qué pregunta es? —¿Si te convertiste y todo eso es porque creías? Se echó hacia atrás y se rió como si le hubiera perdonado la vida. —¿Creer? ¡Ja! Yo no creo en nada. —¿Quieres decir ahora? —Quiero decir nunca. Bueno…, en la Virgen María. Pero ¿en Alá y en Dios…? No mucho. —Entonces, ¿por qué querías ser musulmán? —Porque… —Alzó las manos, como hacía a veces cuando no le salían las palabras— son unas personas maravillosas. ¡Fueron muy amables conmigo! —Eso es un comienzo. —Pero es cierto. Me pusieron un nombre árabe, Badr al-Dine. Badr es «luna», y todo junto significa algo así como «la luna de la fidelidad», pero dijeron: «Boris, tú eres badr porque iluminas todo, ahora que eres musulmán, iluminarás con tu religión el mundo, brillarás allá donde vayas». Me encantó ser badr. Además, la mezquita era preciosa. Un palacio medio en ruinas, con estrellas centelleando en la noche y pájaros en el tejado. Un viejo javanés nos enseñaba el Corán. Me daban de comer y eran amables, y se aseguraban de que fuera aseado y tuviera ropa limpia. A veces me dormía sobre la alfombra de rezo. Y en salah, cerca del amanecer, cuando los pájaros se despertaban, siempre se oía el batir de sus alas. Aunque su acento era una mezcla realmente extraña de australiano y ucraniano, hablaba inglés casi con tanta fluidez como yo; y, teniendo en cuenta el poco tiempo que llevaba viviendo en Estados Unidos, era un conversador razonable al estilo amerikanskii. Siempre estaba manoseando su ajado diccionario de bolsillo (con su nombre garabateado en la primera página en alfabeto cirílico y en cuidadoso inglés debajo: BORIS VOLODIMIROVICH PAVLIKOVSKY), y yo no paraba de encontrar viejas servilletas de 7-Eleven y hojas de papel con listas de palabras y términos que él había confeccionado: embridar y domesticar celeridad trattoria sabelotodo = rhenjqkfwfy propincuidad Negligencia en el deber. Cuando el diccionario le fallaba me consultaba a mí. «¿Qué significa sofomoro?», me preguntaba examinando el tablón de anuncios que colgaba en el pasillo del colegio. «¿Hgar?». «¿Cncias Pol?». Nunca había oído la mayoría de los platos que había en la cafetería: fajitas, falafel, tetrazzini de pavo. Aunque entendía mucho de cine y de música, llevaba décadas de retraso; no tenía la menor idea de deportes o de la televisión, y aparte de unas pocas marcas europeas importantes como Mercedes y BMW, no distinguía un coche de otro. El dinero estadounidense lo confundía, y a veces también la geografía de Estados Unidos: ¿en qué provincia estaba California? ¿Podía decirle cuál era la capital de Nueva Inglaterra? Pero estaba acostumbrado a estar solo. Se despertaba alegremente por sí mismo para ir al colegio, hacía autoestop, firmaba sus boletines de las notas, y robaba comida y material de colegio. Una vez a la semana más o menos nos desviábamos unas millas de nuestro trayecto bajo un calor sofocante, protegidos por paraguas como miembros de alguna tribu indonesia, para coger el diminuto autobús local llamado CAT que por lo que yo sabía no utilizaba nadie salvo los borrachos o la gente demasiado pobre para tener un coche e hijos. Circulaba con poca frecuencia, y si lo perdíamos teníamos que esperar un buen rato a que llegara el siguiente, aunque entre las paradas había un centro comercial con un frío y brillante supermercado atendido por poco personal; allí Boris robaba bistecs, mantequilla, cajas de té, pepinos (una gran exquisitez para él), paquetes de beicon o incluso jarabe para la tos en una ocasión que yo tenía un resfriado, metiéndoselo en el forro rasgado de su fea gabardina gris (una prenda de hombre, demasiado grande para él, con los hombros caídos y un aire sombrío de bloque del Este, que hacía pensar en racionamiento de víveres y fábricas de la era soviética, y complejos industriales en Lvov u Odessa). Mientras daba vueltas alrededor, yo me quedaba al principio del pasillo, tan nervioso que a veces tenía miedo de desmayarme. Pero no tardé en llenarme los bolsillos de manzanas y chocolate (otros de los artículos favoritos de Boris) antes de acercarme con descaro al mostrador para comprar pan, leche y otros productos demasiado grandes para robarlos. En Nueva York, cuando tenía unos once años, mi madre me había apuntado a unas clases de cocina en un campamento de día en las que había aprendido a hacer comidas muy sencillas: hamburguesas, sándwiches de queso al grill (que a veces le preparaba a mi madre las noches que trabajaba hasta tarde) y lo que Boris llamaba «huevo sobre tostada». Él se sentaba en la encimera dando patadas a los armarios con los talones y me daba conversación mientras yo cocinaba, y luego lavaba los platos. Me dijo que en Ucrania a veces robaba carteras para comer. —Me persiguieron un par de veces, pero nunca me cogieron. —Quizá deberíamos ir alguna vez al Strip —dije. Estábamos en la cocina de mi casa, de pie frente a la encimera, comiendo los bistecs directamente de la sartén—. Si tuviéramos que hacerlo ese sería el lugar. Nunca he visto a tantos borrachos juntos y todos son de fuera de la ciudad. Él dejó de masticar; parecía perplejo. —¿Y por qué tendríamos que ir allí cuando es tan fácil robar aquí en los grandes almacenes? —Yo solo lo digo. —El dinero que me habían dado los conserjes, y que Boris y yo gastábamos poco a poco, en las máquinas expendedoras y en el 7-Eleven que había cerca del colegio y que Boris llamaba «el almacén», nos duraría un tiempo más pero no eternamente. —¡Ja! ¿Y qué haré yo si te detienen, Potter? —preguntó, dejando caer un grueso pedazo de bistec al suelo para el perro, a quien había enseñado a bailar sobre las patas traseras—. ¿Quién preparará la cena? ¿Y quién cuidará de Snaps? Boris llamaba al perro de Xandra Amyl, Nitrato, Popchik, Snaps, todo menos su verdadero nombre, Popper. Yo había empezado a dejarlo entrar en la casa, aunque se suponía que no debía hacerlo, porque estaba harto de verlo siempre tirando de la cadena, tratando de atisbar por la puerta de cristal y ladrando como un loco. Pero una vez dentro era sorprendentemente tranquilo; ávido de atención, nos seguía allá adonde íbamos, pisándonos los talones ansioso, subiendo y bajando escaleras, y acurrucándose a dormir sobre la alfombra mientras Boris y yo leíamos, discutíamos y escuchábamos música en mi habitación. —En serio, Boris —dije apartándome el pelo de los ojos (me urgía cortármelo pero no quería gastar el dinero que me quedaba)—. No veo mucha diferencia entre robar carteras y robar bistecs. —Es muy distinto, Potter. —Abrió las manos para enseñarme lo grande que era—. Robar a una persona trabajadora o robar a una empresa grande y rica que roba a la gente. —Costco no roba a la gente. Es un establecimiento de descuentos. —De acuerdo. Robar artículos de primera necesidad a particulares. Ese es tu inteligente plan. Chist —le dijo al perro cuando empezó a ladrar ruidosamente para que le diéramos más bistec. —Yo no robaría a un trabajador pobre —dije, arrojándole un pedazo de carne a Popper—. Hay montones de personas turbias caminando por Las Vegas con mucho dinero encima. —¿Turbias? —Sospechosas. Poco honradas. —Ah. —Arqueó la oscura y puntiaguda ceja—. De acuerdo, pero si robas dinero a una persona turbia, como un gángster, es probable que te haga daño, nie? —¿No tenías miedo de que te hicieran daño en Ucrania? Él se encogió de hombros. —Tal vez de que me dieran una paliza. Pero no de que me pegaran un tiro. —¿Un tiro? —Sí, un tiro. No pongas esa cara de sorpresa. ¿Quién sabe? En este país de vaqueros todo el mundo tiene una pistola. —No me refiero a un poli sino a turistas borrachos. Esto se llena a reventar los sábados por la noche. —¡Ja! —Dejó la sartén en el suelo para que el perro se terminara el bistec—. Es probable que acabes en la cárcel, Potter. Moral laxa, esclava de la economía. Muy mal ciudadano eres tú. XIII Hacia octubre cenábamos juntos casi todas las noches. Boris, que normalmente se tomaba tres o cuatro cervezas antes de comer, se pasaba al té mientras comía. Luego, tras un trago de vodka después de comer, costumbre que enseguida tomé de él («Ayuda a digerir», decía), nos tumbábamos y leíamos, hacíamos los deberes, a veces discutíamos y a menudo nos emborrachábamos hasta quedarnos fritos delante del televisor. —¡No te vayas! —exclamó Boris una noche en su casa cuando me levanté al final de Los siete magníficos, justo antes del último tiroteo, cuando Yul Brynner está reuniendo a sus hombres—. Te vas a perder lo mejor. —Sí, pero son casi las once. Boris —tumbando en el suelo— se apoyó sobre un codo. Con el pelo largo, estrecho de pecho y enclenque, era lo contrario a Yul Brynner en casi todos los aspectos, y sin embargo existía un extraño parecido entre ambos: la misma vigilancia taimada, divertida y un poco cruel, algo mongol o tártaro en los ojos rasgados. —Llama a Xandra y pídele que venga a buscarte —dijo con un bostezo—. ¿A qué hora sale del trabajo? —¿Xandra? Olvídalo. Boris volvió a bostezar, con los párpados pesados a causa del vodka. —Quédate a dormir aquí entonces —dijo dándose la vuelta y frotándose la cara con una mano—. ¿Te echarán de menos? ¿Irían a dormir a casa? Algunas noches no lo hacían. —Lo dudo. —Chist —dijo Boris, cogiendo los cigarrillos y sentándose—. Mira, aquí llegan los malos. —¿Ya has visto la película? —Doblada al ruso, aunque no te lo creas. Pero en un ruso muy malo. Afectado. ¿Es «afectado» la palabra que quiero? Más para maestros de escuela que para unos pistoleros. XIV A pesar de que había estado muy deprimido en casa de los Barbour, pensaba con nostalgia en el apartamento de Park Avenue como un Edén perdido. Aunque tenía acceso a mi correo electrónico en el ordenador del colegio, Andy no era muy dado a escribir, y los mensajes que recibía de él en respuesta a los míos eran frustrantemente impersonales. («Hola, Theo. Espero que hayas pasado un buen verano. Papá se ha comprado un barco nuevo [el Absalom]. Mamá se niega a poner un pie en él si bien por desgracia yo me he visto obligado. El nivel dos de japonés me está dando muchos quebraderos de cabeza, pero por lo demás todo va bien»). La señora Barbour contestaba con educación las cartas que yo le enviaba (un par de líneas en sus tarjetas con monograma), pero nunca había nada personal. Siempre empezaba con «cómo estás» y se despedía con «recordándote», pero nunca ponía «te echamos de menos» o «nos encantaría verte». Escribí a Pippa, en Texas, aunque estaba demasiado enferma para contestar, lo que ya me estaba bien pues la mayoría de las cartas no las llegué a enviar: Querida Pippa: ¿Cómo estás? ¿Te gusta Texas? Me he acordado mucho en ti. ¿Has montado ese caballo que te gusta? Por aquí todo genial. Me pregunto si allí hace calor, ya que aquí hace muchísimo. Qué aburrido; lo tiré a la papelera y empecé de nuevo. Querida Pippa: ¿Cómo estás? He estado pensando en ti, confiando en que estés bien. Espero que todo te vaya bien de maravilla en Texas. Debo decir que odio estar aquí, pero he hecho amigos y supongo que me voy acostumbrando. Me pregunto si sientes añoranza. Yo sí. Echo mucho de menos Nueva York. Ojalá viviéramos más cerca. ¿Cómo tienes la cabeza? Espero que mejor. Siento que… —¿Es tu novia? —preguntó Boris, leyendo por encima de mi hombro mientras se comía una manzana. —Lárgate. —¿Qué le pasó? —preguntó, y al ver que no respondía—: ¿Le diste un golpe? —¿Qué? —dije, solo oyéndolo a medias. —La cabeza. ¿Le golpeaste o algo así y por eso te disculpas? —Sí, claro —respondí. Pero, viendo su expresión atenta e impaciente, me di cuenta de que lo decía en serio y repliqué—: ¿Crees que voy por ahí golpeando a las chicas? Se encogió de hombros. —A lo mejor se lo merecía. —Mira, en Estados Unidos no golpeamos a las mujeres. Él frunció el entrecejo y escupió una pepita de la manzana. —No. Estados Unidos solo acosa a los países más pequeños que creen ser diferentes a ellos. —Boris, calla y déjame en paz. Pero me había inquietado con su comentario y en lugar de empezar una nueva carta dirigida a Pippa, me puse a escribir unas líneas a Hobie. Querido señor Hobart: ¿Cómo está? Espero que bien. Nunca le he escrito para darle las gracias por lo amable que fue conmigo las últimas semanas que pasé en Nueva York. Espero que usted y Cosmo estén bien, aunque deben de echar de menos a Pippa. ¿Cómo está ella? Ojalá pueda volver a dedicarse a la música. También espero… Sin embargo, tampoco se las envié. De ahí que me quedara encantado cuando llegó una carta, larga y escrita en papel de calidad, precisamente de Hobie. —¿Qué tienes ahí? —me preguntó mi padre con recelo al ver el matasellos de Nueva York, arrebatándome el sobre de la mano. —¿Cómo? Pero mi padre ya lo había rasgado. Leyó rápidamente la carta y perdió el interés. —Lo siento, chico —dijo, devolviéndomelo—. Me he equivocado. La carta en sí era bonita como objeto físico: papel grueso y caligrafía esmerada que hacían pensar en habitaciones silenciosas y en dinero: Querido Theo: Quería saber cómo estabas, pero me alegro de no haber tenido noticias tuyas, pues supongo que eso significa que estás contento y ocupado. Aquí las hojas han cambiado de color, Washington Square está amarilla y empapada, y empieza a hacer frío. Los sábados por la mañana Cosmo y yo paseamos por el Village, y lo cojo en brazos para entrar con él en la tienda de quesos; no estoy seguro de si es legal, pero las dependientas le guardan pedazos de queso. Cosmo echa de menos a Pippa tanto como yo, pero, también como yo, sigue disfrutando con la comida. Ahora que han llegado las heladas, a veces cenamos frente a la chimenea. Espero que estés adaptándote a tu nueva vida y hayas hecho algún amigo. Cuando hablo con Pippa por teléfono, no parece muy feliz donde está, aunque su salud sin duda ha mejorado. Iré a verla para el día de Acción de Gracias. No sé si Margaret se alegrará de recibirme, pero Pippa quiere que vaya. Si me dejan subir a Cosmo al avión, me lo llevaré. Te envío una foto que he pensado que te gustaría de un buró Chippendale que acaba de llegar en muy mal estado. Me dijeron que lo habían tenido en un cobertizo sin calefacción cerca de Watervliet, Nueva York. Tiene muchos arañazos y grietas, y la parte superior está partida en dos, pero fíjate en esas patas curvadas y resistentes que terminan en forma de garra y bola. No salen bien en la foto, pero se nota la presión de las garras al clavarse. Es una obra maestra, y solo lamento que no la hayan cuidado mejor. No sé si puedes apreciar el singular veteado de la superficie, que no son dos piezas de madera unidas, por cierto, sino una sola. Extraordinario. En cuanto a la tienda, abro un par de veces a la semana con cita previa, pero la mayor parte del tiempo estoy ocupado en el piso de abajo con los muebles que me envían los clientes particulares. La señora Skolnik y varias personas del barrio han preguntado por ti; todo sigue igual por aquí, exceptuando que la señora Cho del mercado coreano tuvo un pequeño infarto (nada serio, ya ha vuelto al trabajo). Y la cafetería junto al Hudson que tanto me gustaba ha cerrado, una lástima. Esta mañana he pasado por delante y parece que lo están convirtiendo en un…, bueno, no sé cómo lo llamáis. Una especie de tienda de objetos de regalo japonesa. Veo que, como de costumbre, me he extendido demasiado y me estoy quedando sin espacio, pero espero que estés contento y feliz, y que no te sientas tan solo como temías. Si puedo hacer algo por ti desde aquí o puedo ayudarte de algún modo, ya sabes que lo haré. XV Aquella noche, en casa de Boris, tumbado borracho en mi mitad de colchón cubierto de batik, intenté recordar el aspecto que tenía Pippa. Pero la luna que se veía a través de la ventana sin cortinas era tan grande y luminosa que me puse a pensar en lo que me había contado mi madre sobre cuando iba de pequeña a exhibiciones hípicas con sus padres en el asiento trasero de su viejo Buick. «Era un trayecto muy largo, a veces de diez horas campo a través. Norias y pistas de rodeo cubiertas de serrín, y por todas partes el olor a palomitas de maíz y a excrementos de caballo. Una noche estábamos en San Antonio y yo tuve una rabieta, quería mi habitación, mi perro, mi cama, y papá me cogió en brazos en mitad de la feria y me dijo que mirara la luna. “Cuando sientas añoranza levanta la vista al cielo. Porque la luna siempre es la misma, estés donde estés”. Cuando él se murió y tuve que ir a casa de la tía Bess, e incluso ahora, en la ciudad, cada vez que hay luna llena es como si lo oyera diciéndome que no mire atrás y me ponga triste, que mi casa está donde yo esté. —Me dio un beso en la nariz—. O donde tú estés, cachorrito. Para mí, el centro de la Tierra eres tú». Percibí un movimiento a mi lado. —¿Potter? —dijo Boris—. ¿Estás despierto? —¿Puedo preguntarte algo? —dije—. ¿Cómo es la luna en Indonesia? —¿En qué estás pensando? —No lo sé, en Rusia, por ejemplo. ¿Es como aquí? Me dio unos golpecitos en la sien con los nudillos, un gesto muy suyo que yo había llegado a conocer bien y que significaba «idiota». —Es igual en todas partes. —Bostezó, apoyando la cabeza sobre su escuálida muñeca con pulseras—. ¿Por qué? —No lo sé —dije, y luego, después de un silencio—: ¿Has oído eso? Se oyó un portazo. —¿Qué ha sido? —le pregunté, volviéndome hacia él. Nos miramos mientras escuchábamos. Llegaban voces del piso de abajo; risas, gente peleándose, estrépito de algo volcándose. —¿Es tu padre? —le pregunté incorporándome, y luego oí una voz femenina ebria y estridente. Boris también se sentó, con la cara huesuda y de una palidez enfermiza a la luz que entraba por la ventana. En el piso de abajo parecían estar moviendo muebles de sitio y tirando objetos. —¿Qué dicen? —susurré. Boris escuchó. Le veía todos los huesos del cuello. —Mierda —dijo—. Están borrachos. Nos quedamos muy quietos escuchando, Boris más atento que yo. —¿Quién está con él? —Una puta. —Escuchó un momento con la frente fruncida, el perfil recortado a la luz de la luna. Luego se recostó—. Dos. Me volví para mirar mi iPod. Eran las tres y diecisiete de la madrugada. —Joder —gruñó Boris, rascándose la barriga—. ¿Por qué no se callan? —Tengo sed —dije después de una tímida pausa. Él resopló. —¡Ja! No te conviene salir de aquí, créeme. —¿Qué están haciendo? —le pregunté. Una de las mujeres acababa de gritar, no se sabía si de risa o de miedo. Nos quedamos tumbados, más tiesos que un palo, mirando el techo y escuchando los golpes y el estrépito que no auguraba nada bueno. —¿Hablan en ucraniano? —le pregunté al cabo de un rato. Aunque no entendía una palabra de lo que decían, estaba con Boris el tiempo suficiente para empezar a distinguir entre la entonación del ucraniano y la del ruso. —Excelente, Potter. —Y luego—: Enciéndeme un cigarrillo. Nos lo pasamos en la oscuridad hasta que se oyó otro portazo en alguna parte y las voces se silenciaron. Boris exhaló un suspiro lleno de humo, y se volvió para apagarlo en el desbordante cenicero que había junto a la cama. —Buenas noches —cuchicheó. —Buenas noches. Se durmió casi al instante —lo supe por la respiración—, pero yo me quedé despierto mucho más rato, con la garganta seca y mareado por el cigarrillo. ¿Cómo había acabado en esta nueva y extraña vida, rodeado de extranjeros borrachos que gritaban por la noche, con toda la ropa sucia y sin nadie que me quisiera? Boris, ajeno a todo, roncaba a mi lado. Hacia el amanecer, cuando por fin me quedé dormido, soñé con mi madre: estaba sentada frente a mí en el tren de la línea seis, balanceándose un poco con una calma serena a la parpadeante luz artificial. «¿Qué estás haciendo aquí? —me preguntaba—. ¡Vete a casa! ¡Ahora mismo! Nos encontraremos en el apartamento». Solo que la voz no era normal, y cuando miré más de cerca, vi que no era ella sino alguien que fingía serlo. Y con un grito ahogado me desperté sobresaltado. XVI El padre de Boris era una figura misteriosa. Según me contó Boris, a menudo lo destinaban a un emplazamiento minero situado en medio de la nada, donde se quedaba durante varias semanas con sus hombres. «Pero no cuela —decía Boris con severidad—. Se queda borracho perdido». La maltrecha radio de onda corta que había en la cocina era de él («De la era Bréznev —me dijo Boris—; se niega a tirarla a la basura»), así como los periódicos en ruso y los USA Today que yo a veces encontraba por la casa. Un día entré en uno de los cuartos de baño (que eran bastante tétricos, sin cortina de ducha ni asiento de retrete y con un moho negro creciendo en la bañera) y tuve un mal comienzo por uno de los trajes de su padre que colgaba, empapado y maloliente, de la barra de la ducha como una criatura muerta: áspero y deforme, de una lana marrón basta del color de las raíces excavadas, goteaba en el suelo como un golem de húmeda respiración del viejo país o quizá una prenda desenterrada en una redada policial. —¿Qué? —dijo Boris cuando salí. —¿Tu padre se lava los trajes? —le pregunté—. ¿En el lavabo? Apoyado contra el marco de la puerta, mordisqueándose el lado de la uña del pulgar, Boris se encogió de hombros, evasivo. —Es broma —dije, pero como él continuaba mirándome, añadí—: ¿Es que no hay tintorerías en Rusia? —Tiene muchas joyas y cosas elegantes —gruñó Boris a través del pulgar—. Un reloj Rolex y zapatos Ferragamo. Puede lavarse su traje si quiere. —Claro —respondí, y cambié de tema. Estuve varias semanas sin pensar en absoluto en el padre de Boris. Pero un día Boris llegó muy tarde a la clase de literatura avanzada con un cardenal rojo granate debajo del ojo. —Me lo he hecho con una pelota de fútbol —respondió con voz alegre cuando la señora Spear («Spirsetskaya», como él la llamaba) le preguntó, con recelo, qué había ocurrido. Yo sabía que era mentira. Al mirarlo desde el otro lado del pasillo durante la inquietante discusión sobre Ralph Waldo Emerson, me pregunté cómo había acabado con ese ojo morado la noche anterior después de que yo me fuera a casa para sacar a pasear a Popper; Xandra lo dejaba tanto tiempo atado fuera que empezaba a sentirme responsable de él. —¿Qué tal estás? —le pregunté cuando lo alcancé después de clase. —¿Eh? —¿Cómo te has hecho eso? Él me guiñó un ojo. —Oh, vamos —dijo, golpeándome el hombro con el suyo. —¿Cómo? ¿Estabas borracho? —Mi padre volvió a casa. —Y como no respondí añadió—: ¿Qué más, Potter? ¿Qué crees que pasó? —Dios, pero ¿por qué? Él se encogió de hombros. —Me alegro de que te fueras —dijo frotándose el ojo sano—. No te creerías cómo se pone cuando aparece. Yo estaba durmiendo en el sofá del piso de abajo. Al principio creí que eras tú. —¿Qué pasó? Boris suspiró exageradamente; había fumado durante el trayecto al colegio, lo noté en el aliento. —Vio las botellas de cerveza por el suelo. —¿Te pegó porque habías estado bebiendo? —Porque llegó como una cuba, por eso. Estaba tan borracho que no creo que supiera siquiera que me golpeaba a mí. Cuando me ha visto la cara esta mañana, se ha echado a llorar y me ha pedido perdón. De todos modos, tardará un tiempo en volver. —¿Por qué? —Ha dicho que tiene mucho que hacer allá. No volverá en tres semanas. La mina está cerca de uno de esos burdeles que regenta el estado, ya sabes. —No los lleva el estado —dije, pero luego me pregunté si era cierto que los regentaba. —Bueno, ya sabes a qué me refiero. Pero tengo una buena noticia y es que me ha dejado dinero. —¿Cuánto? —Cuatro mil. —Bromeas. —No, no. —Se dio una palmada en la frente—. ¡Estaba pensando en rublos, perdona! Son unos doscientos dólares, pero aun así. Debería haberle pedido más pero me faltó valor. Habíamos llegado a la intersección de pasillos donde debíamos separarnos, yo para ir a clase de álgebra y Boris para pelearse con el gobierno estadounidense que era su cruz particular. Era una asignatura obligatoria, fácil incluso para los niveles poco exigentes de nuestro colegio, pero hacer comprender a Boris la Carta de Derechos de Estados Unidos y los poderes enumerados del Congreso frente a los poderes implicados era como intentar explicarle a la señora Barbour qué era un servidor de internet. —Bueno, te veo después de clase —dijo Boris—. ¿Antes de irte, puedes volver a decirme cuál es la diferencia entre el Banco Federal y la Reserva Federal? —¿No se lo has dicho a nadie? —¿El qué? —Ya sabes. —¿Cómo? ¿Quieres denunciarme? —dijo Boris riéndose. —A ti no. A él. —¿Y qué te hace pensar que es buena idea, eh? ¿Y si me deportan? —Tienes razón —respondí después de un silencio incómodo. —¡Deberíamos salir a cenar esta noche! ¡A un restaurante! Quizá el mexicano. —Después de sus quejas y recelos iniciales, Boris se había aficionado a la comida mexicana; decía que no se conocía en Rusia, y no estaba mal una vez que te acostumbrabas a ella, aunque si picaba mucho la dejaba en el plato—. Podemos ir en autobús. —El chino está más cerca y la comida es mejor. —Sí, pero… ¿recuerdas? —Ah, sí, es cierto —dijo. La última vez que habíamos comido allí nos largamos sin pagar—. Olvídalo. XVII A Boris le gustaba Xandra mucho más que a mí: corría a abrirle las puertas, le alababa su nuevo corte de pelo y se ofrecía a llevarle cosas. Yo le tomaba el pelo desde el día que lo sorprendí mirándole los pechos cuando ella se inclinó para coger el móvil de la encimera de la cocina. —Dios, qué sexy es —dijo Boris, una vez en mi habitación—. ¿Crees que a tu padre le importaría? —Probablemente no se enteraría. —No, en serio, ¿qué crees que me haría tu padre? —¿Si qué? —Si Xandra y yo… —No lo sé, probablemente llamaría a la policía. Él resopló desdeñoso. —¿Por qué? —No por ti sino por ella. Relaciones sexuales con un menor. —Ojalá. —Adelante, tíratela si quieres. Me trae sin cuidado que vaya a la cárcel. Boris se volvió hasta quedarse tumbado boca abajo y me miró con astucia. —¿Sabías que se mete cocaína? —¿Qué? —Cocaína. —Hizo el gesto de esnifar. —Estás de coña —dije, y cuando él me sonrió burlón, añadí—: ¿Cómo lo sabes? —Lo sé. Por el modo en que habla. También porque se frota los dientes. Obsérvala. Yo no sabía qué observar. Pero una tarde que llegamos a casa y mi padre no estaba, la vi levantar la cara de la mesa del salón, sujetándose el pelo en la nuca con una mano. Cuando echó la cabeza hacia atrás y nos vio, se hizo un silencio que nadie rompió. Luego nos dio la espalda como si no estuviéramos. Nosotros seguimos adelante y subimos a mi habitación. Yo nunca había visto a nadie esnifar drogas, pero no tuve ninguna duda de lo que ella estaba haciendo. —Dios, qué sexy —dijo Boris cuando cerré la puerta—. Me pregunto dónde la guarda. —No lo sé —dije, tirándome sobre la cama. Xandra se marchaba de casa; oí su coche en el camino del garaje. —¿Crees que nos daría un poco? —Puede que a ti sí. Boris se sentó en el suelo, con las rodillas dobladas y la espalda apoyada en la pared. —¿Crees que la vende? —No —respondí, tras una ligera pausa de incredulidad—. ¿Tú crees que sí? —¡Ja! Si es así, tienes suerte. —¿Por qué? —¡Habrá dinero por la casa! —Para lo que me sirve. Me clavó la mirada, evaluándome con perspicacia. —¿Quién paga las facturas aquí, Potter? —Uf. —Era la primera vez que me planteaba esa pregunta, que enseguida reconocí como de gran importancia práctica—. No lo sé. Creo que mi padre. Aunque Xandra también contribuye. —¿Y de dónde saca él el dinero? —Ni idea. Habla con gente por teléfono y luego se va. —¿Has visto algún talonario? ¿Dinero en efectivo? —No, nunca. A veces fichas. —Valen tanto como el dinero —dijo Boris con rapidez, escupiendo al suelo la uña del pulgar mordida. —Sí, pero no puedes cambiarlas en el casino si tienes menos de dieciocho años. Boris se rió. —Vamos. Ya discurriremos algo. Te vestiremos con ese chaquetón de colegio pijo con el escudo de armas y te mandaremos a la ventanilla. «Disculpe, señorita…» Me volví y le di un puñetazo en el brazo con fuerza. —Vete a la mierda —dije, dolido por la imitación esnob que había hecho de mi voz. —No puedes hablar así, Potter —dijo Boris alegremente, frotándose el brazo—. No te darán ni un puto centavo. Lo único que digo es que sé dónde guarda el talonario mi padre, y si hay una emergencia… —Sostuvo en alto las palmas abiertas—. ¿Entiendes? —Entiendo. —Quiero decir que si tengo que escribir un talón falso, lo hago —dijo Boris filosóficamente—. Sabe Dios que puedo hacerlo. No te digo que entres en su habitación y revuelvas sus cosas, pero no está de más que tengas los ojos bien abiertos. XVIII Boris y su padre no celebraban el día de Acción de Gracias, y Xandra y mi padre habían reservado una velada romántica de lujo en un restaurante francés del MGM Grand. —¿Quieres venir? —me preguntó mi padre cuando me vio mirando el folleto que encontré en la encimera de la cocina: corazones, fuegos artificiales y banderitas tricolor sobre un plato de pavo asado—. ¿O ya tienes planes? —Él solo quería ser amable, pero la idea de estar con papá y Xandra en su romántica velada me produjo una gran desazón. —No, gracias. Ya tengo planes. —¿Qué vas a hacer? —Voy a celebrarlo en casa de alguien. —¿De quién? —preguntó mi padre en un insólito estallido de solicitud paternal—. ¿Un amigo? —Deja que adivine —dijo Xandra descalza y con el jersey de Miami Dolphins con que había dormido, mirando la nevera—. El mismo que no para de comerse las manzanas y las naranjas que traigo a casa. —Oh, vamos —dijo mi padre soñoliento, acercándose a ella por detrás y rodeándola con los brazos—, te gusta el pequeño ruski…, cómo se llama, Boris. —Claro que me gusta. Lo que supongo que es una suerte, pues se pasa media vida aquí. Mierda —añadió, apartándolo y dándose una palmada en el muslo desnudo—, ¿quién ha dejado entrar este mosquito? Theo, no sé por qué no te acuerdas de cerrar la puerta que da a la piscina. Te lo he dicho mil veces. —Bueno, siempre podría pasar el día de Acción de Gracias con vosotros, si lo preferís —dije insulsamente, apoyándome contra la encimera—. ¿Por qué no? Lo había dicho para irritar a Xandra y observé con placer que lo conseguía. —Pero la reserva es para dos —replicó ella, echándose hacia atrás el pelo y mirando a mi padre. —Bueno, estoy seguro de que podremos arreglarlo. —Tendremos que llamar antes. —De acuerdo, llama —dijo mi padre, dándole una palmada en la espalda un poco colocado y dirigiéndose con tranquilidad a la sala de estar para ver los resultados de fútbol. Xandra y yo nos quedamos mirándonos un momento, luego ella desvió la vista y miró al vacío, como si tuviera una visión lúgubre e insostenible del futuro. —Necesito un café. —No he sido yo el que ha dejado la puerta abierta. —No sé quién lo hace. Solo sé que esa gente estrafalaria que vende productos Amway decidió no drenar la fuente de su jardín cuando se mudó aquí y ahora hay montones de mosquitos allá donde miro… Aquí va otro, mierda. —Mira, no te enfades. No hace falta que vaya con vosotros a cenar. Ella dejó la caja de los filtros de café. —¿Qué quieres decir? ¿Cambio la reserva o no? —¿De qué estáis hablando? —preguntó mi padre desde la habitación contigua, en su nido de posavasos redondos, paquetes de cigarrillo vacíos y hojas de bacarrá marcadas. —De nada —gritó Xandra. Al cabo de unos minutos la cafetera empezó a silbar, y ella se frotó un ojo y dijo con voz soñolienta: —No he dicho que no quisieras que vinieras. —Ya lo sé. No he dicho que lo hayas dicho. —Luego añadí—: Y, para que lo sepas, no soy yo quien deja la puerta abierta sino papá, cuando sale para hablar por teléfono. Xandra —que buscaba su tazón Planet Hollywood en el armario— me miró por encima del hombro. —No vas a cenar en casa del pequeño ruski, ¿verdad? —No. Nos quedaremos aquí viendo la tele. —¿Quieres que os traiga algo? —A Boris le encantan las salchichas de cóctel que traes. Y a mí me gustan las alitas. Las picantes. —¿Algo más? ¿Qué hay de esos minitaquitos? También os gustan, ¿verdad? —Sería estupendo. —De acuerdo. Os abasteceré. Pero no me toquéis los cigarrillos, eso es todo lo que os pido. No me importa que fuméis —dijo, levantando una mano para hacerme callar—, no os riño por eso, pero alguien ha estado robándome los paquetes del cartón que tengo en casa y me cuesta veinticinco dólares a la semana. XIX Desde que Boris había aparecido con un ojo morado, me había imaginado a su padre como un soviético de cuello ancho, ojos porcinos y pelo rapado. En realidad, como constaté con sorpresa cuando por fin lo conocí, era flaco y pálido como un poeta muerto de hambre. Clorótico y con el pecho hundido, fumaba como un carretero, llevaba camisas baratas y ya grises de tanto lavarlas, y bebía tazas de té azucarado sin parar. Pero al mirarlo a los ojos te dabas cuenta de que su fragilidad era engañosa. Enjuto, vehemente, todo él emanaba mal genio, con su cara de facciones duras y huesos pequeños, como la de Boris; no obstante, en sus ojos inyectados en sangre había algo diabólico y tenía unos dientes de sierra diminutos y grisáceos. Me recordaba a un zorro rabioso. Aunque lo había visto fugazmente y lo había oído (a él o a una persona que creía que era él) dar tumbos por la casa de Boris por la noche, no lo conocí en persona hasta unos días antes del día de Acción de Gracias. Un día que entramos en la casa riendo y hablando después del colegio, lo encontramos sentado encorvado sobre la mesa de la cocina con una botella y un vaso. Pese a su ropa harapienta, llevaba un calzado caro y muchas joyas de oro; y cuando levantó la vista hacia nosotros con los ojos enrojecidos, nos callamos de inmediato. Pese a ser menudo y de constitución delgada, había algo en su cara que te quitaba las ganas de acercarte mucho a él. —Hola —dije titubeante. —Hola —respondió él impávido, con un acento mucho más marcado que el de Boris. Luego se volvió hacia su hijo y dijo algo en ucraniano. Siguió una breve conversación que escuché con interés. Resultaba interesante ver el cambio que se producía en Boris cuando hablaba en otro idioma: era como si todo él se animara o se pusiera alerta, como si otra persona más eficiente habitara su cuerpo. De manera inesperada, el señor Pavlikovski me tendió las manos. —Gracias —dijo con voz gruesa. Aunque me asustaba acercarme a él —era como acercarse a un animal salvaje—, di un paso hacia delante con las manos extendidas con torpeza. Él me las sostuvo entre las suyas, que estaban frías y tenían la piel dura. —Eres una buena persona. —Tenía los ojos inyectados en sangre y una mirada demasiado penetrante. Yo quería desviar la vista, avergonzado—. Que Dios te acompañe y te bendiga siempre. Eres como un hijo para mí. Por dejar que mi hijo forme parte de tu familia. ¿Mi familia? Confundido, miré a Boris. El señor Pavlikovski me siguió la mirada. —Dile lo que te he dicho. —Me ha dicho que eres un miembro de la familia —dijo Boris con tono aburrido—, y si hay algo que pueda hacer por ti… Con sorpresa vi que el señor Pavlikovski me atraía hacia sí y me estrechaba en un firme abrazo mientras yo cerraba los ojos e intentaba evitar el olor que desprendía: loción capilar, sudor, alcohol y alguna clase de colonia fuerte y desagradablemente intensa. —¿A qué viene todo esto? —pregunté en voz baja cuando nos encerramos en la habitación de Boris del piso superior. Boris puso los ojos en blanco. —Créeme, no quieras saberlo. —¿Está así de borracho siempre? ¿Cómo conserva el empleo? Boris soltó una carcajada. —Es un alto cargo en la empresa. Nos quedamos hasta tarde en la lúgubre habitación cubierta de batik hasta que oímos la furgoneta de su padre en el camino del garaje. —Tardará un rato en volver —dijo Boris, dejando caer de nuevo la cortina sobre la ventana—. Se siente culpable por dejarme solo tanto tiempo. Sabe que se acercan las vacaciones y le he pedido permiso para quedarme en tu casa. —Bueno, siempre te quedas. —Lo sabe —dijo Boris, apartándose el pelo de los ojos—. Por eso te lo ha agradecido. Pero le he dado otra dirección, espero que no te importe. —¿Por qué? Movió las piernas para hacerme sitio a su lado sin que yo se lo pidiera. —No creo que quieras que vaya borracho a tu casa en mitad de la noche, y despierte a tu padre y a Xandra. Además, si alguna vez te lo pregunta, cree que tu apellido es Potter. —¿Por qué? —Es mejor así —dijo Boris con calma—. Confía en mí. XX Boris y yo estábamos tumbados en el suelo frente al televisor de casa, comiendo patatas fritas y bebiendo vodka mientras veíamos el desfile del día de Acción de Gracias patrocinado por Macy’s. Nevaba en Nueva York. Acababan de pasar flotando muchos globos —Snoopy, Ronald McDonald, Bob Esponja, Míster Peanut—, y un grupo de bailarines hawaianos con taparrabos y faldas de rafia hacían un número en Herald Square. —Me alegro de no ser uno de ellos —dijo Boris—. Deben de tener el culo helado. —Sí —dije, aunque no miraba los globos, ni los bailarines, ni nada de todo eso. Viendo Herald Square por televisión tuve la impresión de estar varado a millones de años luz de la Tierra, recibiendo señales de los primeros tiempos de la radio, las voces de los locutores y los aplausos del público de una civilización desaparecida. —Idiotas. No puedo creer que tengan que vestirse de ese modo. Esas chicas acabarán en el hospital. Del mismo modo que se quejaba irritado del calor de Las Vegas, Boris también estaba convencido de que cualquier cosa «fría» hacía que enfermaras: las piscinas no climatizadas, el aire acondicionado de mi casa o incluso los cubitos de hielo de las copas. Rodó por el suelo y me pasó la botella. —¿Ibais a ese desfile tu madre y tú? —No. —¿Por qué no? —preguntó Boris, dando una patata frita a Popper. —Nekulturni —respondí, practicando una palabra que había aprendido de él—. Y demasiados turistas. Él se encendió un cigarrillo y me ofreció uno. —¿Estás triste? —Un poco —respondí, agachándome para encender el cigarrillo con su mechero. No podía dejar de pensar en el último día de Acción de Gracias; era como una película que se proyectaba una y otra vez en mi mente y que no podía detener: mi madre se pasea descalza con sus tejanos viejos con rotos en las rodillas, descorcha una botella de vino y me sirve un poco de ginger ale en una copa de champán, luego saca unas aceitunas, pone música en el estéreo y tras ponerse el delantal de los días de fiesta desenvuelve el pavo que ha comprado en Chinatown, solo para, acto seguido, arrugar la nariz y echarse hacia atrás con los ojos llorosos por el olor a amoníaco, diciendo: «Oh, Dios, Theo, está pasado. Abre la puerta…», y, sosteniéndolo ante ella como una granada sin detonar, baja corriendo por la escalera de incendios hasta el cubo de basura de la calle, mientras yo, asomado a la ventana, hago alegres ruidos de arcadas. Al final comimos un austero plato a base de verduras enlatadas, salsa de arándanos envasada y arroz integral con almendras tostadas. «Nuestro banquete del día de Acción de Gracias socialista vegetariano», lo llamó mi madre. Lo habíamos organizado con prisas porque ella tenía que entregar un proyecto en el trabajo; el próximo año, prometió (cuando nos cansamos de reír, pues por alguna razón el pavo podrido nos había parecido comiquísimo), alquilaríamos un coche e iríamos a la casa de su amiga Jed, en Vermont, o reservaríamos una mesa en algún restaurante como Gramercy Tavern. Pero el futuro se había truncado; y ahí estaba yo, celebrando con Boris un día de Acción de Gracias alcohólico a base de patatas fritas frente al televisor. —¿Qué vamos a comer, Potter? —preguntó Boris, rascándose la barriga. —¿Ya tienes hambre? Agitó una mano: comme ci, comme ça. —¿Y tú? —No especialmente. —Tenía el paladar rasposo de comer tantas patatas, y el tabaco había empezado a darme náuseas. De pronto Boris soltó una carcajada y se sentó. —¿Has oído eso? —dijo, dándome una patada y señalando el televisor—. El locutor acaba de saludar a sus hijos «Bastardo y Casey». —Oh, vamos. —Boris siempre oía mal las palabras en inglés y entendía una cosa por otra, lo que a veces era divertido pero otras solo resultaba irritante. —¡Bastardo y Casey! Qué duro, ¿no? Casey no está mal, pero ¿llamar a tu hijo Bastardo por la televisión? —Eso no es lo que ha dicho. —Está bien, tú que lo sabes todo, ¿qué ha dicho? —¿Cómo coño quieres que lo sepa? —Entonces, ¿por qué me llevas la contraria? ¿Por qué crees siempre que sabes más que yo? ¿Qué problema tiene este país? ¿Cómo se explica que un país tan estúpido se haya vuelto tan arrogante y rico? Todos los estadounidenses, las estrellas de cine, la gente de la tele…, ponen a sus hijos nombres como Manzana, Manta, Oso, Bastardo y toda clase de disparates. —¿Qué insinúas? —Pues que la democracia es un pretexto para todo, joder. La violencia…, la codicia…, la estupidez…, todo está bien si lo hacen los estadounidenses. ¿Tengo o no razón? —No puedes cerrar el pico, ¿verdad? —Yo solo sé lo que he oído. ¡Bastardo! Te diré algo. Si creyera que mi hijo es bastardo lo llamaría de otro modo. En la nevera había alitas, taquitos y las salchichas de cóctel que Xandra había traído a casa, así como bolas de masa rellena del puesto chino del mercado donde a mi padre le gustaba comer, pero cuando empezamos a cenar, ya habíamos dado cuenta de la mitad de la botella de vodka (la contribución de Boris al día de Acción de Gracias) y estábamos a punto de vomitar. Boris —a quien a veces le daba por ponerse serio cuando se emborrachaba, y tenía una inclinación típicamente rusa hacia los temas profundos y las preguntas sin respuesta— se había sentado en la encimera de mármol, y agitaba una salchicha clavada en un tenedor mientras hablaba un poco frenético sobre la pobreza, el capitalismo, el cambio climático y lo jodido que estaba el mundo. —Boris, cállate. No quiero oírte —dije en un momento de desorientación. Él había ido a mi habitación a buscar mi ejemplar escolar de Walden y empezó a leer en voz alta un largo pasaje que reafirmaba el argumento que estaba exponiendo. Luego me lanzó el libro, que por suerte era de tapas blandas, y me golpeó en el pómulo. —Ischézni! ¡Vete! —Esta es mi casa, cabrón ignorante. La salchicha de cóctel, todavía clavada en el tenedor, me pasó volando por un lado de la cabeza y no me dio por poco. Pero los dos nos reíamos. A media tarde estábamos hechos polvo: rodando por la moqueta, haciéndonos zancadillas y gateando por la habitación sin dejar de reír y soltar tacos. Por la televisión daban un partido de fútbol, y aunque ninguno de los dos quería verlo, resultaba molesto buscar el mando a distancia y cambiar el canal. Boris estaba tan borracho que no paraba de hablarme en ruso. —En inglés o cierra el pico —le decía yo, intentando agarrarme a la barandilla para esquivar un puñetazo con tanta torpeza que choqué con la mesa de centro. —Ti menjá dostál!! Poshël ti! —Y el pavo glu glu glu… —respondí con voz aniñada, cayendo de bruces sobre la moqueta. El suelo se balanceaba y oscilaba como la cubierta de un barco. —Puta télik —dijo Boris, desplomándose a mi lado en el suelo y dando ridículas patadas hacia el televisor—. No quiero ver esta mierda. —Joder, yo tampoco —dije dándome la vuelta y agarrándome el vientre. No veía con claridad, y los objetos tenían halos que reverberaban más allá de sus contornos normales. —Vamos a ver el parte del tiempo —dijo Boris, gateando por la sala—. Quiero saber qué tiempo hace en Nueva Guinea. —Tendrás que buscarlo, no sé qué canal es. —¡Dubai! —exclamó Boris desplomándose a cuatro patas, y luego soltó un sensiblero torrente de palabras en ruso entre las que reconocí un par de tacos. —Angliyski! Habla en inglés. —¿Está nevando allí? —Sacudiéndome el hombro—. El hombre dice que está nevando, está loco, ty videsh? ¡Nieve en Dubai! ¡Un milagro, Potter! ¡Mira! —En Dublín, imbécil. No en Dubai. —Valí otsyúda! ¡Vete a la mierda! Luego debí de perder el conocimiento (algo habitual cuando Boris traía una botella), porque cuando me di cuenta, la luz era distinta por completo y estaba arrodillado junto a las puertas corredizas con un charco de vómito a mi lado en la moqueta y la frente apoyada en el cristal. Boris dormía boca abajo en el sofá, roncando felizmente, con un brazo colgando. Popchik también dormía, con el pecho apoyado en la nuca de Boris. Yo me encontraba fatal. Una mariposa muerta flotaba en la superficie de la piscina. Se oía el zumbido de una máquina. En las cestas de plástico de los filtros se arremolinaban grillos y escarabajos. Sobre nuestras cabezas, el sol de atardecer brillaba chillón e inhumano entre bancos de nubes rojo sangre que sugerían interminables secuencias de catástrofe y ruinas: detonaciones sobre atolones del Pacífico, animales salvajes huyendo de cortinas de fuego. Quizá habría gritado si Boris no hubiera estado allí. En lugar de eso fui corriendo al cuarto de baño y volví a vomitar. Después de beber un poco de agua del grifo, regresé al salón con papel de cocina e intenté limpiar la moqueta, aunque me dolía demasiado la cabeza para ver con claridad. El vómito era de un feo color naranja de las alitas de pollo y había dejado una mancha difícil de quitar; mientras la frotaba con detergente para lavar los platos traté de pensar en cosas agradables de Nueva York: el apartamento de los Barbour, con sus porcelanas chinas y sus conserjes amables; el remanso atemporal que se percibía en la casa de Hobie, llena de libros viejos, relojes que hacían tictac, muebles destartalados y cortinas de terciopelo, donde en todas partes se veían los sedimentos del pasado, habitaciones silenciosas donde reinaba la calma y todo tenía razón de ser. Por las noches, abrumado por encontrarme en un lugar extraño, me dormía pensando en su taller, los intensos olores de la cera de abeja y las virutas de la madera de palisandro, y las estrechas escaleras que subían al salón, donde polvorientos rayos de sol caían sobre las alfombras orientales. Llamaré, pensé. ¿Por qué no? Todavía estaba lo bastante borracho para creer que era una buena idea. Pero el teléfono sonó y sonó. Al final, después de dos o tres intentos, y de pasar media hora deprimente frente al televisor, mareado y sudoroso, y con un fuerte dolor de barriga, viendo el canal del tiempo —las condiciones en las carreteras heladas, los frentes fríos sobre Montana—, decidí llamar a Andy, y fui a la cocina para no despertar a Boris. Contestó Kitsey. —No podemos hablar —dijo con prisas al darse cuenta de que era yo—. Llegamos tarde. Vamos a salir a cenar. —¿Adónde? —A casa de los Van Nesses, en la Quinta. Son unos amigos de mamá. De fondo se oía a Toddy lloriquear algo ininteligible y a Platt bramar «¡Suéltame!». —¿Puedo saludar a Andy? —pregunté, mirando fijamente la puerta de la cocina. —No, vamos a… ¡Ya voy, mamá! —la oí gritar. Y, dirigiéndose a mí, añadió—: Feliz día de Acción de Gracias. —Igualmente. Dales recuerdos a todos de mi parte. —Pero ella ya había colgado. XXI Mis aprensiones acerca del padre de Boris se habían desvanecido desde el día que él me cogió las manos entre las suyas y me dio las gracias por cuidar de Boris. Aunque el señor Pavlikovski («¡Señor!», se rió Boris) tenía un aspecto aterrador, yo creía que no era tan horrible como parecía. La semana siguiente a la del día de Acción de Gracias nos lo encontramos en dos ocasiones sentado en la cocina al llegar del colegio; murmuró unas palabras corteses, nada más, mientras bebía vodka y se secaba con un pañuelo de papel la frente húmeda, con el pelo rubio oscurecido con alguna clase de loción capilar aceitosa, escuchando las noticias en ruso a todo volumen por su destartalada radio. Pero una noche que estábamos en el piso de abajo con Popper (a quien había llevado conmigo), viendo una vieja película de Peter Lorre titulada La bestia con cinco dedos, lo oímos cerrar de un portazo la puerta principal. Boris se dio una palmada en la frente. —Mierda. —Antes de que me diera cuenta de lo que hacía, cogió en brazos a Popper y, agarrándome por el cuello de la camisa, me levantó y me empujó por la espalda. —¿Qué…? Él alargó una mano como diciendo «Vete». —El perro —siseó—. Mi padre lo matará. Deprisa. Crucé corriendo la cocina y, procurando no hacer ruido, salí por la puerta trasera. Fuera estaba muy oscuro. Por una vez Popper no ladró. Lo dejé en el suelo, sabiendo que me seguiría, y rodeé la casa hasta las ventanas de la sala de estar, que no tenían cortinas. Su padre caminaba con un bastón, algo que yo no había visto antes. Se apoyaba pesadamente en él, cojeando a la brillante luz como el personaje de una obra de teatro. Boris se quedó con los brazos cruzados sobre su escuálido pecho. Él y su padre discutían, mejor dicho, su padre le decía algo furioso. Boris miraba al suelo. Le caía el pelo por la cara, de modo que solo le vi la punta de la nariz. Echando hacia atrás la cabeza con brusquedad, Boris dijo algo contundente y se volvió para salir de la habitación. Pero de una forma tan maliciosa que apenas me di cuenta, su padre saltó sobre él con el bastón como una serpiente, y lo golpeó entre los hombros hasta derribarlo al suelo. Antes de que Boris —que estaba a cuatro patas— pudiera levantarse, el señor Pavlikovski la emprendió a patadas con él, luego lo cogió por la camisa por detrás y tiró de él hasta que lo levantó tambaleante del suelo. Jadeando y gritando en ruso, le abofeteó la cara con su mano roja llena de anillos, plas, plas. Por último lo arrojó hacia el centro de la habitación, alzó el extremo curvado del bastón y le dio en plena cara. Me aparté de la ventana, medio en estado de shock y tan desorientado que tropecé y me caí hacia atrás sobre una bolsa de basura. Alarmado por el ruido, Popper corría de un lado a otro ladrando fuerte y estridente. Justo cuando me levantaba con torpeza del suelo, presa del pánico y en medio de un estrépito de latas y envases de cerveza, la puerta trasera se abrió de golpe y un cuadrado de luz amarilla se derramó sobre el asfalto. Agarré lo más rápido que pude a Popper y eché a correr. Pero solo era Boris. Me alcanzó, me asió del brazo y me arrastró por la calle. —Dios, ¿qué ha sido eso? —le pregunté, rezagándome un poco para mirar atrás. Detrás de nosotros, la puerta delantera de la casa de Boris se abrió de par en par. El señor Pavlikovski se quedó en el umbral con la silueta recortada contra la luz y, agarrándose con una mano, sacudió el puño de la otra y gritó en ruso. Boris tiró de mí. —Vamos. Corrimos por la calle oscura, golpeando el asfalto con los zapatos, hasta que dejamos de oír la voz. —Joder —dije, aminorando el paso al doblar la esquina. El corazón me latía con fuerza y la cabeza me daba vueltas; Popper gimoteaba y forcejeaba para que lo soltara; lo dejé en el asfalto, donde corrió en círculo a nuestro alrededor. —¿Qué ha pasado? —Nada —respondió Boris con una alegría injustificada, secándose la nariz con un resoplido húmedo—. Una tormenta en un vaso de agua, como decimos en polaco. Solo estaba cabreado. Me incliné, apoyando las manos en las rodillas, para recobrar el aliento. —¿Cabreado o bebido? —Las dos cosas. Por suerte no ha visto a Popchik, o… no sé qué habría pasado. Cree que los animales tienen que vivir a la intemperie. Toma —dijo, sosteniendo en alto la botella de vodka—, mira lo que he conseguido. La he agarrado al salir por la puerta. Olí la sangre antes de verla. La luna creciente proyectaba la luz justa para ver algo, y cuando me detuve y lo miré, me fijé en que le goteaba la nariz y tenía la camisa oscura. —Dios, ¿estás bien? —pregunté, jadeando aún. —Vamos al parque infantil a recuperar el aliento —respondió Boris. Cuando vi su cara estaba destrozada: un ojo hinchado, y un feo corte en forma de gancho en la frente del que manaba sangre. —¡Boris! Deberíamos irnos a casa. Arqueó una ceja. —¿A casa? —A mi casa. La que sea, pero tienes mal aspecto. Él sonrió, dejando ver sus dientes ensangrentados, y me dio un codazo en las costillas. —Nyah, necesito un trago antes de enfrentarme a Xandra. Vamos, Potter. A ti tampoco te vendrá mal algo que te relaje, después de todo esto. XXII En el parque infantil abandonado, los toboganes brillaban plateados a la luz de la luna. Nos sentamos en la fuente vacía, con las piernas colgando sobre la pila seca, y nos pasamos la botella hasta que empezamos a perder la noción del tiempo. —Es lo más extraño que he visto nunca —dije, secándome la boca con el dorso de la mano. Las estrellas daban vueltas. Boris se echó hacia atrás apoyándose en las manos, y con la cara vuelta hacia el cielo empezó a cantar en polaco para sí: Wszystkie dzieci, nawet zle, pograzone sa we snie, a ty jedna tylko nie. A-a-a, a-a-a… —Tu padre da un miedo que te mueres. —Sí —dijo Boris alegremente, secándose la boca en el hombro de camisa empapada de sangre—. Se ha cargado a gente. Una vez en la mina mató a un hombre a golpes. —Es mentira. —No, es verdad. Fue en Nueva Guinea. Hizo lo posible para que pareciera que se habían desprendido unas rocas sobre él y lo habían matado, pero tuvimos que largarnos de allí pitando. Reflexioné sobre ello. —Tu padre no es, hum, muy fornido. Quiero decir que no veo cómo… —Nyah, no lo hizo con los puños sino con el chisme ese… —hizo como que golpeaba una superficie—, una llave inglesa. Guardé silencio. Algo en su gesto al bajar la llave inglesa imaginaria pareció verídico. Intentaba encender un cigarrillo; luego exhaló el humo en un suspiro. —¿Quieres uno? —Me lo pasó y encendió otro para él, después se frotó la mandíbula con los nudillos, moviéndolos de un lado para otro—. Ay. —¿Te duele? Riéndose soñoliento, me dio un puñetazo en el hombro. —¿Tú qué crees, idiota? No tardamos en tambalearnos de la risa y caer a cuatro patas sobre la grava. Aun borracho como estaba, me notaba la mente elevada y fría, y extrañamente despejada. En algún momento, cubiertos de polvo tras haber rodado por el suelo peleándonos, regresamos a casa dando tumbos en una negrura casi total, en medio de hileras de casas abandonadas y rodeadas de la desierta y vasta noche, el brillante crepitar de las estrellas en lo alto y Popchik trotando detrás de nosotros mientras caminábamos haciendo eses, riéndonos tan fuerte que tuvimos arcadas y se nos revolvió el estómago, y casi vomitamos a un lado del camino. Él cantaba a pleno pulmón la misma tonadilla de antes: A-a-a, a-a-a, byly sobie kotki dwa. A-a-a, kotki dwa, szarobure… Le di una patada. —¡En inglés! —Espera, te la enseñaré. «A-a-a, a-a-a…» —Solo dime qué significa. —Está bien. —Y se puso a cantar: Había dos gatitos, los dos eran de un marrón grisáceo. A-a-a… —¿Dos gatitos? Él trató de golpearme y casi se cayó. —¡Vete a la mierda! Aún no he llegado a la mejor parte. —Secándose la boca con la mano, echó la cabeza hacia atrás y cantó: Oh, duerme, mi vida, y te daré una estrella del cielo, todos los niños duermen profundamente, todos, hasta los malos, todos los niños duermen menos tú. A-a-a, a-a-a… Había dos gatitos… Cuando llegamos a mi casa —armando demasiado alboroto y haciéndonos callar mutuamente—, el garaje estaba vacío; no había nadie. —Gracias a Dios —dijo Boris, cayendo al suelo para postrarse con fervor ante el Señor. Lo cogí por el cuello de la camisa. —¡Levántate! Bajo las luces de la sala de estar, vi que estaba hecho un asco. Tenía sangre por todas partes, y el ojo hinchado y reducido a una rendija brillante. —Espera —dije, dejándolo caer en el centro de la moqueta, y fui tambaleándome al cuarto de baño para buscar algo con que curar el corte. Pero no había nada excepto champú y un frasco de perfume verde que Xandra había traído del Wynn. Borracho, recordé que mi madre había dicho en una ocasión que el perfume era un antiséptico y regresé al salón. Boris estaba espatarrado en la moqueta; Popper resoplaba ansioso sobre su camisa empapada de sangre. —Espera —dije, apartando al perro y frotándole suavemente la frente ensangrentada con una toalla húmeda—. Estate quieto. Boris se retorció con un gruñido. —¿Qué coño estás haciendo? —Calla —dije, apartándole el pelo de los ojos. Él murmuró algo en ruso. Yo trataba de tener cuidado, pero estaba tan borracho como él, y cuando rocié el corte con el perfume, él gritó y me pegó un puñetazo en la boca. —Joder, mira lo que has hecho —grité, llevándome una mano al labio y apartando los dedos manchados de sangre. —Blyad —dijo, tosiendo y agitando el aire con la mano—. ¿Qué me has puesto, puta? Apesta. Me eché a reír; no pude evitarlo. —Desgraciado —bramó, empujándome con tanta fuerza que me caí. Pero él también se reía. Me tendió una mano para ayudar a levantarme, aunque se la aparté de una patada. —¡Vete a la mierda! —Me reía tan fuerte que casi no me salían las palabras—. Hueles como Xandra. —Joder, me estoy ahogando. Tengo que quitarme esto. Salimos dando tumbos, y saltando sobre una pierna y sobre la otra, nos quitamos la ropa y nos tiramos a la piscina; una pésima idea, pero me di cuenta demasiado tarde, justo antes de perder el equilibrio y caer al agua, borracho y demasiado hecho polvo para andar. El agua fría me produjo un impacto tan fuerte que casi se me cortó la respiración. Logré salir a la superficie dando manotazos desesperados, con los ojos escocidos y la nariz ardiéndome por el cloro. Al instante me cayó un chorro de agua en los ojos y yo también escupí. Él era un borrón blanco en la oscuridad, con las mejillas marcadas y el pelo negro y pegado a los lados de la cabeza. Riéndonos, nos agarramos y nos hicimos mutuamente aguadillas, aunque me castañeteaban los dientes y estaba demasiado borracho y mareado para hacer el tonto en ocho pies de agua. Boris buceó. Una mano me agarró el tobillo y tiró de mí hacia abajo, y me encontré mirando una oscura pared de burbujas. Me retorcí; forcejeé. Volvía a estar en el museo, atrapado en el espacio oscuro, sin poder subir ni salir. Me sacudí y me revolví mientras veía flotar ante mis ojos burbujas de respiración aterrada; campanillas bajo el agua, oscuridad. Pero justo cuando estaba a punto de llenarme los pulmones de agua de un trago, me zafé y salí a la superficie. Ahogándome, me aferré al borde de la piscina y respiré con dificultad. Al despejarse mi visión, vi a Boris —tosiendo y maldiciendo— arrojarse hacia las escaleras. Jadeante de cólera, medio nadé, medio salté por detrás de él y le hice una zancadilla en el tobillo con el pie, y cayó boca abajo con gran estrépito. —Gilipollas —balbuceé cuando salió a la superficie. Él trataba de hablar, pero le arrojé agua a la cara un par de veces, y, agarrándolo por el pelo, le hice una aguadilla. —Desgraciado de mierda —grité cuando salió de nuevo a la superficie jadeando, con el agua chorreándole por la cara—. No vuelvas a hacerme eso nunca más. Lo había sujetado por los hombros y estaba a punto de hundirlo y mantenerlo debajo del agua mucho más rato cuando él me agarró el brazo, y vi que estaba blanco y tembloroso. —Para —dijo jadeando. —Eh, ¿estás bien? —le pregunté, viendo la mirada tan extraña y desenfocada que tenía. Pero tosía demasiado para responder. Volvía a sangrarle la nariz, y la sangre le corría oscura entre los dedos. Lo ayudé a subir, y juntos nos desplomamos sobre las escaleras de la piscina, con la mitad del cuerpo dentro y la otra mitad fuera, demasiado agotados para salir del todo. XXIII El sol brillante me despertó. Estábamos tumbados en mi cama, con el pelo mojado, medio vestidos y tiritando en el frío del aire acondicionado; Popper roncaba entre nosotros. Las sábanas, empapadas, apestaban a cloro; me iba a estallar la cabeza y tenía un desagradable gusto metálico en la boca, como si hubiera chupado un puñado de monedas. Me quedé muy quieto, pues me pareció que vomitaría si movía un poco la cabeza, luego, con mucho cuidado, me senté. —¿Boris? —dije, frotándome la mejilla con el dorso de la mano. En la funda de la almohada había manchas de color rojizo oscuro—. ¿Estás despierto? —Dios, voy a vomitar —gruñó Boris, mortalmente pálido y pegajoso de sudor, volviéndose sobre el estómago para aferrarse al colchón. Excepto por sus brazaletes de Sid Vicious y lo que parecían ser unos calzoncillos míos, estaba desnudo. —Aquí no. —Le di una patada—. Levántate. Murmurando, se fue dando tumbos al cuarto de baño. Lo oí vomitar, y el ruido me produjo náuseas, pero también me dejó un poco histérico. Me di la vuelta y me reí sobre la almohada. Cuando él regresó tambaleante y agarrándose la cabeza con las manos, me impactó su aspecto: el ojo morado, la sangre coagulada alrededor de las fosas nasales y el corte con costra de la frente. —Dios, eso pinta muy mal. Necesitas puntos. —¿Sabes una cosa? —respondió Boris, arrojándose boca abajo sobre el colchón. —¿Qué? —¡Llegaremos tarde al puto colegio! Nos volvimos y, tumbados de espaldas, nos reímos a carcajadas. Debilitados y con náuseas, creí que nunca podríamos parar de reír. De nuevo boca abajo, Boris buscó algo por el suelo con el brazo. Al instante echó la cabeza hacia atrás. —¡Ah! ¿Qué es eso? Me senté e intenté coger con avidez el vaso de agua, o lo que creía que lo era, pero cuando él me lo puso debajo de la nariz y lo olí, tuve arcadas. Boris bramó y, rápido como un rayo, se me echó encima, todo huesos afilados y carne pegajosa, apestando a sudor, a vómito y a algo más, algo crudo e inmundo, como agua estancada. Me agarró la mejilla con los dedos e inclinó el vaso de vodka sobre mi cara. —¡Hora de la medicina! Vamos, vamos —dijo mientras yo arrojaba el vaso por el aire e intentaba golpearlo en la boca, un puñetazo de refilón que no lo alcanzó. Popper ladraba excitado. Boris me tenía inmovilizado con una llave, y agarró la camisa sucia del día anterior y trató de metérmela en la boca, pero yo fui demasiado rápido y lo tiré de la cama, y se golpeó la cabeza contra la pared. —Joder —dijo soñoliento, frotándose con la palma abierta y riéndose. Me levanté vacilante y, sintiendo un hormigueo de sudor frío, me abrí paso hasta el cuarto de baño, donde en un par de violentas oleadas —apoyándome con una mano en la pared— vacié el estómago en el inodoro. Desde allí lo oí reírse en la habitación contigua. —Dos dedos por debajo de la cañería —me gritó, y luego algo que un nuevo estremecimiento de náuseas no me permitió oír. Cuando terminé, escupí un par de veces y me sequé la boca con la mano. El cuarto de baño estaba hecho un asco: la ducha goteaba, la puerta estaba parcialmente desencajada, había toallas empapadas y manoplas manchadas de sangre amontonadas en el suelo. Todavía temblando de náuseas, bebí del grifo del lavabo con las manos y me arrojé agua a la cara. En el espejo me vi el pecho desnudo, encorvado y pálido, y el labio hinchado donde Boris me había pegado la noche anterior. Él seguía tumbado con languidez en el suelo, la cabeza apoyada contra la pared. Cuando regresé, abrió el ojo bueno y se rió. —¿Mejor? —¡Vete a la mierda! No me hables, joder. —Te lo mereces. ¿No te dije que no jugaras con ese vaso? —¿Cuándo? —No te acuerdas, ¿eh? —Se llevó la lengua al labio superior para comprobar si volvía a sangrarle la boca. Sin camisa, se le marcaban todas las costillas, y se le veían las cicatrices de viejas palizas y el calor que le subía por el pecho—. Dejar ese vaso en el suelo ha sido una mala idea. ¡Nefasta! ¡Te dije que no lo dejaras allí! ¡Está gafado! —No tenías por qué echármelo sobre la cabeza —repliqué, buscando mis gafas y cogiendo los primeros pantalones que vi del montón de ropa sucia común que había en el suelo. Boris se apretó el puente de la nariz y se rió. —Solo trataba de ayudarte. Un poco de alcohol hace que te sientas mejor. —Sí, claro, muchas gracias. —Es cierto. Si eres capaz de tragarlo, te quita milagrosamente el dolor de cabeza. Mi padre no es una persona muy práctica, pero esto es algo muy práctico que me ha enseñado él. Una buena cerveza fría es lo mejor, si tienes. —Ven —dije deteniéndome junto a la ventana, mirando hacia la piscina. —¿Eh? —Ven aquí. Quiero que veas esto. —Solo dime qué es —murmuró Boris desde el suelo—. No quiero levantarme. —Será mejor que vengas. La planta de abajo parecía el escenario de un asesinato. Un reguero de gotas de sangre serpenteaba por las losas hasta la piscina. Zapatos, tejanos, una camisa ensangrentada, todo arrancado con desenfreno y lanzado al aire. En el fondo del lado hondo de la piscina había una bota maltrecha de Boris. Peor aún: un grasiento vómito de color verdín flotaba en el agua, junto a las escaleras. XXIV Más tarde, después de haber pasado un par de veces el aspirador por el fondo de la piscina sin gran entusiasmo, nos sentamos en la encimera de la cocina y nos pusimos a hablar fumando los Viceroys de mi padre. Era casi la una del mediodía, demasiado tarde para pensar siquiera en ir al colegio. Boris —con su aspecto raído y trasnochado, la camisa colgándole de un hombro, y quejándose con amargura de que no hubiera té mientras cerraba de golpe los armarios— había preparado un café horrible al estilo ruso, hirviendo granos en una cazuela. —No, no —dijo al ver que me servía una taza de tamaño normal—. Es muy fuerte, solo un poco. Lo probé e hice una mueca. Él metió un dedo y se lo lamió. —Una galleta no me vendría mal. —Estás de coña. —¿Pan con mantequilla? —preguntó esperanzado. Me bajé de la encimera con toda la delicadeza que pude, porque me dolía la cabeza, y busqué por toda la cocina hasta que encontré en un cajón unos sobres de azúcar y un paquete de nachos que Xandra había traído del bufet del bar. —Qué locura —dije mirándole la cara. —¿Qué? —Lo que te hizo tu padre. —Esto no es nada —murmuró Boris, ladeando la cabeza para meterse en la boca un nacho entero—. Una vez me rompió una costilla. Después de un largo silencio, y como no se me ocurría nada más, dije: —Una costilla rota no es tan serio. —No, pero duele. —Y se levantó la camisa, señalándomela—. Esta. —Pensé que iba a matarte. Me golpeó el hombro con el suyo. —Bah, lo provoqué a propósito. Le repliqué para que pudieras llevarte a Popchik de allí. Escucha, no te preocupes —añadió con tono condescendiente al ver que seguía mirándolo—. Anoche echaba espuma por la boca, pero cuando me vea hoy se arrepentirá. —Quizá tendrías que quedarte un tiempo aquí. Boris se echó hacia atrás apoyándose sobre las manos y sonrió con desdén. —No tienes por qué preocuparte. A veces se deprime, eso es todo. —Ja. En los viejos tiempos de Johnny Walker Black —vómito en sus camisas de etiqueta, colegas furiosos llamando a casa—, mi padre (a veces lloroso) había achacado sus arrebatos a la «depresión». Boris se rió, genuinamente divertido. —¿Y qué? ¿Tú no te pones triste a veces? —Deberían meterlo en la cárcel por eso. —Oh, vamos. —Boris se aburrió de su espantoso café y se acercó a la nevera para coger una cerveza—. Mi padre tiene mal carácter, pero me quiere. Podría haberme dejado con un vecino cuando se marchó de Ucrania. Eso es lo que les pasó a mis amigos Maks y Seryozha… Maks acabó en la calle. Además, yo mismo tendría que estar en la cárcel, si lo piensas. —¿Por qué? —Una vez intenté matarlo. ¡En serio! —añadió cuando vio el modo en que yo lo miraba. —No te creo. —Pues es cierto —dijo con tono de resignación—. Me arrepiento. El último invierno que pasamos en Ucrania le tendí una trampa para que saliera de casa, y estaba tan borracho que lo hizo. Luego cerré la puerta con llave. Estaba seguro de que se moriría en la nieve. Te alegras de que no se muriera, ¿eh? —dijo, con una carcajada—. O ahora estaría varado en Ucrania, durmiendo en cualquier estación de tren. —¿Qué ocurrió? —No sé. No era lo suficientemente tarde. Alguien lo vio y lo recogió en un coche, imagino que alguna mujer, quién sabe. De todas formas siguió bebiendo, y, por suerte para mí, cuando volvió a casa unos días después no recordaba lo que había pasado. Me trajo una pelota de fútbol y me dijo que en adelante solo bebería cerveza. Eso duró más o menos un mes. Me froté el ojo por detrás de las gafas. —¿Qué vas a decir en el colegio? Abrió la cerveza. —¿Eh? —Quiero decir que te harán preguntas. —El cardenal de la cara tenía el color de la carne cruda. Él sonrió y me dio un codazo. —Les diré que me lo hiciste tú. —No, en serio. —Hablo en serio. —No tiene gracia, Boris. —Veamos. Jugando al fútbol o con el monopatín… —El pelo negro le caía sobre la cara como una sombra y se lo apartó con un movimiento de la cabeza—. No querrás que me lleven a otro sitio, ¿verdad? —Está bien —respondí, después de un silencio incómodo. —Porque creo que así es como sería en Polonia. —Me pasó la cerveza—. Deportación. ¡Aunque Polonia… —se rió, soltando una sorprendente carcajada— es mejor que Ucrania, Dios mío! —No pueden mandarte de vuelta allí, ¿verdad? Se miró las manos con el entrecejo fruncido; estaban sucias y con un cerco de sangre seca incrustada en las uñas. —No —replicó con ferocidad—. Porque antes me mataría. —Bah —dije, ya que Boris siempre estaba amenazando con matarse por un motivo u otro. —Lo digo en serio. Antes me mataría. Prefiero estar muerto. —No es verdad. —¡Sí que lo es! El invierno…, no sabes cómo es allá. Hasta el aire es horrible. Todo cemento gris, y el viento… —Bueno, pero en algún momento tiene que haber verano… —Ah, Dios. —Me arrebató el cigarrillo de las manos, dio una calada y echó el humo hacia el techo—. Mosquitos. Barro pestilente. Moho en todas partes. Pasaba tanta hambre y me sentía tan solo… En serio, a veces tenía tanta hambre que iba al río y me planteaba ahogarme. Me dolía la cabeza. La ropa de Boris (mi ropa, en realidad) daba vueltas en la secadora. Fuera, el sol brillaba implacable. —No sé tú —dije, recuperando el cigarrillo—, pero yo necesito algo de comer. —¿Qué hacemos? —Deberíamos haber ido al colegio. —Uf. —Boris había dejado claro que solo iba al colegio porque yo iba, y porque no había nada más que hacer. —No, hablo en serio. Deberíamos haber ido. Hoy había pizza. Boris hizo una mueca de sincero arrepentimiento. —Mierda. —Eso era otra cosa del colegio; al menos allí nos daban de comer—. Ahora ya es tarde. XXV A veces me despertaba llorando por las noches. Lo peor de la explosión era que la llevaba dentro de mí: el calor, la sacudida de los huesos, el impacto. En mis sueños siempre había una salida iluminada y otra oscura. Yo tenía que tomar la salida oscura, porque la iluminada ardía envuelta en llamas parpadeantes. Pero en la oscura estaban los cuerpos. Por suerte, Boris no parecía irritarse ni sorprenderse siquiera cuando lo despertaba, como si viniera de un mundo donde no había nada raro en soltar un alarido de dolor en mitad de la noche. A veces cogía a Popchik, que roncaba a los pies de nuestra cama, y me lo dejaba hecho un ovillo lánguido y soñoliento encima del pecho. Sujeto bajo su peso, notando el calor que irradiaban los dos a mi alrededor, contaba en español o trataba de recordar todas las palabras que conocía en ruso (tacos, sobre todo) hasta que me dormía de nuevo. Al llegar a Las Vegas, había intentado sentirme mejor imaginándome que mi madre seguía viva y llevaba su vida rutinaria en Nueva York, charlando con los conserjes, pidiendo un café con una magdalena en el bar de la esquina y esperando el tren de la línea seis en el andén, al lado del quiosco. Pero no había funcionado durante mucho tiempo. Ahora, cuando hundía la cara en una almohada desconocida que no olía a ella o a nuestra casa, pensaba en el apartamento de los Barbour en Park Avenue o en la casa de Hobie en el Village. Lamento que tu padre vendiera las pertenencias de tu madre. Si me lo hubieras dicho podría haber comprado algunas para guardártelas. Cuando estamos tristes —al menos, a mí me pasa—, puede ser un consuelo aferrarnos a objetos que nos resultan familiares, a las cosas que no cambian. Tus descripciones del desierto —ese resplandor infinito y oceánico— son horribles pero al mismo tiempo muy hermosas. Quizá haya algo que decir a favor de la crudeza y el vacío que hay en todo ello. La luz del pasado es diferente de la luz de hoy y sin embargo aquí, en esta casa, me acuerdo continuamente de los viejos tiempos. Pero cuando pienso en ti, es como si te hubieras ido en un barco hacia un resplandor extranjero donde no hay senderos, solo estrellas y cielo. Esta carta había llegado junto con una vieja edición de tapa dura de Tierra de hombres, de Saint-Exupéry, que leí una y otra vez. Guardaba la carta dentro del libro, donde acabó arrugada y sucia de tanto leerla y releerla. Boris era la única persona de Las Vegas a la que le había contado cómo había muerto mi madre; información que, dicho sea en su favor, había escuchado con serenidad; su propia vida había sido tan violenta y errática que no pareció impresionarle demasiado. Había visto grandes explosiones en las minas donde trabajaba su padre, en los alrededores de Batu Hijau y en otros lugares de los que yo nunca había oído hablar, y, sin conocer los detalles, se aventuró a adivinar con bastante exactitud qué clase de explosivos se habían utilizado en el museo. A pesar de lo hablador que era, tenía un lado reservado, y yo estaba seguro de que no se lo contaría a nadie sin necesidad de pedírselo. Quizá porque él mismo no tenía madre y había establecido estrechos vínculos con personas como Bami, el «lugarteniente» de su padre, Evgeni, y Judy, la mujer del dueño del bar de Karmeywallag, no veía nada especial en mi relación con Hobie. —La gente siempre promete escribir y luego no lo hace —me dijo en la cocina mirando la última carta de Hobie—. Pero este tipo te escribe a menudo. —Sí, es muy amable. Yo había renunciado a hablarle de Hobie; la casa, el taller, su pensativa forma de escuchar tan diferente de la de mi padre, pero por encima de todo agradable ambiente: brumoso, otoñal, un microclima suave y placentero que hacía que me sintiera seguro y cómodo en su compañía. Boris metió un dedo en el tarro abierto de mantequilla de cacahuete que había entre los dos y se lo lamió. Se había aficionado a la mantequilla de cacahuete, que (como el dulce de merengue blando, que también le encantaba) no existía en Rusia. —¿Un viejo maricón? —preguntó. Me sobresalté. —No —dije rápidamente; y luego—: No lo sé. —No importa —dijo Boris, ofreciéndome el tarro—. He conocido a viejos maricones encantadores. —No creo que lo sea —dije sin mucho convencimiento. Boris se encogió de hombros. —¿Qué más da si es bueno contigo? La bondad que encontramos en este mundo nunca es suficiente, ¿no crees? XXVI Boris le había tomado afecto a mi padre, y viceversa. Entendía mejor que yo cómo se ganaba la vida; y aunque sabía, sin que nadie se lo dijera, que debía quitarse de en medio cuando perdía, también comprendió que necesitaba algo que yo no podía darle, a saber, un público en la euforia de una victoria, cuando daba vueltas por la cocina con la americana al hombro, deseando que alguien oyera sus anécdotas y lo felicitara por lo bien que lo había hecho. En cuanto lo oíamos en el piso de abajo, arrogante y exaltado por un triunfo, chocando con todo y haciendo mucho ruido, Boris dejaba el libro que estaba leyendo y bajaba para escuchar pacientemente la aburrida y detallada crónica de mi padre de la noche ante la mesa de bacarrá, a la que a menudo seguían varias anécdotas (insoportables para mí) sobre triunfos relacionados, que se remontaban a su época universitaria y su malograda carrera de actor. —¡No sabía que tu padre había hecho cine! —dijo Boris al regresar al piso de arriba con una taza de té ya frío. —No salió en muchas películas. Solo en dos. —Pero esa peli de policías, ya sabes, la de los que aceptaban sobornos. ¿Cómo se llamaba? Fue una gran película. —No tuvo un papel muy importante. Solo salía un segundo. Hacía de abogado al que le pegaban un tiro por la calle. Boris se encogió de hombros. —¿Qué importa? Aun así es interesante. Si fuera a Ucrania lo tratarían como una estrella de cine. —Pues que vaya allí y se lleve a Xandra con él. El entusiasmo de Boris por lo que llamaba las «charlas intelectuales» encontró en mi padre una agradecida válvula de escape. Poco interesado en política, y menos aún en las opiniones que tenía mi padre al respecto, yo no estaba dispuesto a embarcarme en la clase de discusión inútil sobre sucesos mundiales con la que sabía que mi padre disfrutaba. En cambio Boris —ya fuera borracho o sobrio— se prestaba encantado. A menudo, durante esas conversaciones, mi padre agitaba los brazos e imitaba el acento de Boris de un modo que me daba dentera. Pero a él no parecía importarle o darse cuenta siquiera. A veces bajaba para poner agua a hervir y no regresaba; entonces me los encontraba hablando alegremente en la cocina como un par de actores en una obra sobre la disolución de la Unión Soviética o lo que fuera. —¡Ah, Potter! —exclamó un día al subir a la habitación—. Tu padre. ¡Qué gran tipo! Me quité los auriculares de mi iPod. —Si tú lo dices. —Hablo en serio —dijo Boris, dejándose caer en el suelo—. ¡Es un conversador tan brillante! Y te quiere. —No sé de dónde sacas eso. —¡Venga ya! Quiere hacer bien las cosas contigo, pero no sabe cómo. Le gustaría que fueras tú quien conversara con él. —¿Te lo ha dicho? —No. ¡Pero es cierto! Lo sé. —Podría haberme engañado. Boris me miró con perspicacia. —¿Por qué lo odias tanto? —No lo odio. —Le rompió el corazón a tu madre cuando la dejó —dijo Boris con decisión—. Pero todo eso pertenece al pasado. Tienes que perdonarlo. Lo miré. ¿Era eso lo que iba diciendo mi padre por ahí? —Bobadas —dije, y me senté tirando mi libro de cómics a un lado—. Mi madre… —¿Cómo podía explicarlo?—. No lo entenderás, pero él era un cabrón con nosotros. Nos alegramos de que se largara. Ya sé que crees que es un gran tipo y demás… —¿Y por qué era tan horrible? ¿Porque se iba con otras mujeres? —replicó Boris, alargando las manos con las palmas hacia arriba—. Son cosas que pasan. Él tiene su vida. ¿Qué tiene que ver eso contigo? Meneé la cabeza con incredulidad. —Tío, te ha camelado. Nunca dejaba de asombrarme la fascinación que mi padre despertaba en los desconocidos, cómo los engatusaba. Le prestaban dinero, lo recomendaban para ascensos, le presentaban a personas importantes, le ofrecían sus casas de veraneo, caían por completo bajo su hechizo…, y de pronto todo se desmoronaba por alguna razón y él acudía a otro. Boris se rodeó las rodillas con los brazos y apoyó la cabeza contra la pared. —Está bien, Potter —dijo con tono afable—. Tu enemigo… es mi enemigo. Si lo odias, yo también lo odio. Pero… —ladeó la cabeza—, estoy instalado en su casa. ¿Qué debo hacer? ¿Hablar con él, y ser simpático y agradable? ¿O faltarle al respeto? —No estoy diciendo eso. Solo que no te creas todo lo que te cuenta. Boris se rió. —Nunca me creo todo lo que me cuentan —dijo, dándome una patada amigablemente en el pie—. Ni siquiera tú. XXVII Por mucho afecto que mi padre le hubiera tomado a Boris, yo siempre intentaba desviar su atención del hecho de que se había instalado a vivir con nosotros, lo que no resultaba muy difícil, ya que entre el juego y las drogas mi padre estaba tan distraído que no se habría dado cuenta si yo hubiera metido un lince en mi dormitorio. Me costó un poco más negociar con Xandra, que era más propensa a quejarse del gasto, pese al suministro de comida robada que Boris aportaba. Cuando ella estaba en casa, él se quedaba en el piso de arriba, fuera de su vista, leyendo El idiota en ruso con el ceño fruncido y escuchando música por mis altavoces portátiles. Yo le subía cervezas y comida, y aprendí a preparar té como a él le gustaba: hirviendo y con tres cucharadas de azúcar. Ya era casi Navidad, si bien nadie lo habría adivinado por el tiempo: las noches eran frescas, pero durante el día hacía sol y calor. Cuando soplaba el viento, la sombrilla que había junto a la piscina restallaba con el ruido de un disparo. Por la noche había relámpagos, aunque no llovía; y a veces se levantaba la arena en pequeños remolinos que giraban en un sentido y en otro por la calle. Me sentía deprimido ante la perspectiva de las fiestas, pero Boris se lo tomaba con calma. —Todo eso es para los niños —dijo burlón, recostándose sobre los codos en mi cama—. El árbol, los juguetes… En Nochebuena celebraremos nuestro propio prazniki. ¿Qué te parece? —¿Prazniki? —Una especie de fiesta. No exactamente una Santa Cena, solo una cena agradable. Cocinaremos algo especial, y quizá podríamos invitar a tu padre y a Xandra. ¿Crees que querrán comer algo con nosotros? Para mi sorpresa, mi padre (e incluso Xandra) se quedó encantado con la propuesta, creo que porque le gustó la palabra prazniki y disfrutaba haciéndosela repetir a Boris en alto. El día 23 Boris y yo fuimos a comprar con el dinero que mi padre nos dio (que era una fortuna, ya que el supermercado al que solíamos ir estaba tan abarrotado que se podía robar con toda libertad), y volvimos a casa con patatas, un pollo y una serie de ingredientes poco apetitosos (sauerkraut, setas, guisantes, nata agria) para hacer un plato polaco que Boris aseguró que sabía preparar; panecillos de pan de centeno (Boris insistió en que el pan tenía que ser negro; el blanco no servía para esa comida); una libra de mantequilla, encurtidos y un postre típico de Navidad. Boris dijo que empezaríamos a cenar en cuanto apareciera la primera estrella en el cielo: la estrella de Belén. Pero no estábamos acostumbrados a cocinar para nadie más que para nosotros y en consecuencia íbamos atrasados. A eso de las ocho el plato de sauerkraut estaba listo y faltaban unos diez minutos para sacar el pollo del horno (lo habíamos cocinado siguiendo las instrucciones que ponía en el paquete) cuando apareció mi padre silbando «Deck the Halls» y tamborileó alegremente con los dedos en un armario de la cocina para atraer nuestra atención. —¡Vamos, chicos! —Tenía la cara colorada y brillante, y hablaba muy deprisa, con un staccato tenso que yo conocía muy bien. Llevaba uno de sus viejos trajes Dolce y Gabbana de Nueva York pero sin corbata, con la camisa por fuera y el cuello sin abrochar—. Subid a peinaros y a arreglaros un poco. Os invito a cenar fuera. ¿Tienes algo mejor que ponerte, Theo? Seguro que sí. —Pero… —Lo miré fijamente con frustración. Típico de mi padre, entrar como si nada y cambiar de planes en el último minuto. —Venga ya. Estoy seguro de que el pollo puede esperar. —Hablaba a toda velocidad—. Puedes meter lo otro también en la nevera. Lo guardaremos para la comida de Navidad de mañana…, ¿seguirá siendo un prazniki? ¿O el prazniki solo es en Nochebuena? Bueno, pues el nuestro será el día de Navidad. Una nueva tradición. Las sobras son lo mejor. Escuchad, esto va a salir perfecto. Boris… —ya estaba sacándolo de la cocina—, ¿qué talla de camisa tienes, camarada? ¿No lo sabes? Voy a darte alguna de mis viejas camisas de Brooks Brothers… En realidad debería dártelas todas, son buenas, no te vayas a pensar, quizá te lleguen hasta las rodillas, pero a mí me aprietan un poco por el cuello y si te enrollas las mangas te quedarán bien… XXVIII Aunque llevaba casi medio año en Las Vegas, solo era la cuarta o quinta vez que estaba en el Strip, y Boris (que se sentía bastante a gusto en nuestra pequeña órbita entre el colegio, el centro comercial y nuestra casa) apenas había pisado el centro. Nos quedamos asombrados al ver las cascadas de neón, con la electricidad zumbando, vibrando y cayendo en burbujas a nuestro alrededor mientras la cara de Boris, vuelta hacia arriba, se iluminaba de rojo y luego de dorado en la demencial borrachera de luces. En el interior del Venetian, unos gondoleros se impulsaban con pértigas por un canal de verdad, con agua de verdad que olía a sustancias químicas, mientras unos cantantes de ópera disfrazados cantaban «Stille Nacht» y «Ave Maria» bajo cielos artificiales. Boris y yo seguimos al camarero nerviosos, sintiéndonos desaliñados y arrastrando los pies demasiado aturdidos para abarcarlo todo con la mirada. Mi padre había reservado una mesa en un elegante restaurante italiano de paneles de roble, sucursal de su asociado de Nueva York, más famoso. —Podéis pedir lo que queráis, que invito yo —dijo, apartando una silla para Xandra—. Adelante, no os cortéis. Le tomamos la palabra. Comimos flan de espárragos con vinagreta de echalotes; salmón ahumado; carpaccio de bacalao ahumado; perciatelli con cardos y trufa negra; lubina crujiente con azafrán y habas; asado de ternera, costillas a la brasa, panna cotta, pastel de calabaza y helado de higos de postre. Era, con diferencia, la mejor comida que había ingerido en meses, quizá en toda mi vida; y Boris, que había pedido dos platos de bacalao solo para él, estaba eufórico. —¡Ah, qué maravilla! —exclamó por enésima vez, prácticamente ronroneando, mientras una joven y bonita camarera nos traía un plato extra de dulces y galletas con el café—. ¡Gracias! Muchas gracias, señor Potter y Xandra. Todo está buenísimo. Mi padre, que en comparación con nosotros apenas había comido (Xandra tampoco), apartó el plato. Tenía el pelo húmedo sobre las sienes, y la cara tan brillante y roja que casi resplandecía. —Agradecédselo al hombrecillo chino de la gorra de Cubs que esta tarde no ha parado de apostar contra la banca —dijo—. Dios, era imposible perder. —En el coche ya nos había enseñado las ganancias: el grueso fajo de billetes de cien sujetos con una goma—. No paraban de llegar buenas cartas. ¡Mercurio está retrocediendo y la Luna está alta! Quiero decir que era mágico. A veces en la mesa hay una luz, una especie de halo visible, y tú eres ella. ¡Tú eres la luz! Hay un repartidor de cartas, se llama Diego, que es extraordinario, le quiero… Es una locura pero se parece a Diego Rivera el pintor, solo que con esmoquin. ¿Os he hablado ya de Diego? Lleva cuarenta años allí, desde los tiempos del viejo Flamingo. Un tipo corpulento y fuerte de aspecto imponente. Mexicano, ya sabéis, manos rápidas y resbaladizas, y grandes anillos… —Retorció los dedos—. ¡BacaRRRÁ! Dios, me encantan esos mexicanos de la vieja escuela que se ven por el salón de bacarrá. Tienen tanto estilo, joder. Esos elegantes y anticuados ancianos son los que llevan la batuta. Bueno, pues estábamos en la mesa de Diego, el hombrecillo chino y yo, y él también era un espectáculo, con sus gafas de concha y sin hablar ni una palabra de inglés, solo «¡San Bin! ¡San Bin!», y bebiendo esa disparatada infusión de ginseng que todos toman, y que sabe a polvo pero que huele genial, es como el olor de la suerte, y fue increíble, estábamos de buena racha, cielo santo, con todas esas mujeres chinas colocadas en hilera detrás de nosotros, estábamos ganando cada mano… —Volviéndose hacia Xandra—: ¿Crees que me dejarían entrar en el salón de bacarrá con ellos para que conozcan a Diego? Estoy seguro de que fliparían con él. No sé si estará aún. ¿Tú qué crees? —Ya no estará. —Xandra tenía muy buen aspecto, con los ojos brillantes y toda ella centelleante; llevaba un minivestido de terciopelo y sandalias adornadas con bisutería, y un pintalabios más rojo del que normalmente utilizaba. —Los días de fiesta a veces hace doble turno. —Ellos no quieren hacer toda esa caminata, créeme. Se tarda media hora en ir y otra en volver. —Sí, pero sé que a él le gustaría conocer a mis chicos. —Es probable —respondió Xandra con tono amable, deslizando un dedo por el borde de su copa de vino. Le brillaba la pequeña paloma de oro que le colgaba de cuello—. Es un buen tipo. Escúchame, Larry, ya sé que no me tomas en serio, pero si empiezas a hacerte amigote de los repartidores de cartas, algún día se te echarán encima los de seguridad. Mi padre se rió. —¡Dios! —exclamó eufórico, dando palmadas sobre la mesa con tanta fuerza que me encogí—. Si no hubiera sabido más habría creído que Diego me estaba ayudando hoy. Quizá lo hacía. ¡Bacarrá telepático! —Y, dirigiéndose a Boris, añadió—: Pon a tus investigadores soviéticos a averiguarlo. Eso encarrilará vuestro sistema económico. Boris carraspeó con suavidad y alzó su vaso de agua. —Perdonad, ¿puedo decir algo? —¿Es la hora de los discursos? ¿Teníamos que prepararnos por el brindis? —Gracias a todos por la compañía. Os deseo salud y felicidad, y que todos vivamos hasta la próxima Navidad. En el sorprendido silencio que siguió oímos descorchar una botella de champán en la cocina entre carcajadas. Ya eran las doce de la noche pasadas; hacía dos minutos que era Navidad. A continuación mi padre echó el cuerpo hacia atrás en su silla y se rió. —¡Feliz día de Navidad! —bramó, y sacó del bolsillo un estuche de joyería que dejó delante de Xandra, y dos fajos de billetes de veinte (¡quinientos dólares!, ¡para cada uno!) que nos lanzó por encima de la mesa a Boris y a mí. Y si bien en ese ambiente de temperatura controlada y sin relojes del casino, unas palabras como «día» y «Navidad» eran formulaciones teóricas que no significaban gran cosa, la noción de «felicidad», en medio del ruidoso entrechocar de copas, no pareció tan fatídica ni catastrofista. 6 «Tierra de hombres» I En el transcurso del año siguiente estuve tan concentrado en no pensar en Nueva York y mi antigua vida que apenas fui consciente del paso del tiempo. Los días se sucedían iguales bajo aquel resplandor sin estaciones: mañanas resacosas en el autobús escolar, con la espalda rosada y escocida después de haber dormido junto a la piscina, el aliento dulzón del vodka y el perpetuo olor a perro mojado y a cloro que desprendía Popper, mientras Boris me enseñaba a contar, a preguntar el camino y a ofrecer algo de beber en ruso con tanta paciencia como me había enseñado las palabrotas. Sí, por favor. Con mucho gusto. Gracias, es usted muy amable. Govorite li vi po angliyskii? ¿Hablas inglés? Ya nemnogo govoryu po-russki. Hablo un poco de ruso. Ya fuera verano o invierno, la luz del día siempre era deslumbrante; el aire del desierto nos quemaba las fosas nasales y nos irritaba la garganta. Todo era divertido; todo nos hacía reír. A veces, poco antes del atardecer, cuando el azul del cielo cada vez más oscuro se teñía de violeta, aparecían esas fabulosas nubes con los contornos eléctricos de Maxfield Parish que rodaban doradas y blancas hacia el desierto, como la Divina Revelación que condujo a los mormones hacia el oeste. Govorite medlenno, decía yo, hablando despacio, y Povtorite, pozhaluysta. ¿Podría repetirlo, por favor? Pero Boris y yo estábamos tan sintonizados que no nos hacía falta hablar si no queríamos; cada uno sabía cómo hacer reír al otro a carcajadas solo con arquear una ceja o hacer un mohín. Por la noche comíamos sentados en el suelo con las piernas cruzadas, dejando grasientas huellas dactilares en los libros de texto. Nuestra dieta nos había dejado desnutridos, con blandos cardenales marronáceos en las piernas y los brazos; falta de vitaminas, según la enfermera del colegio que nos puso una dolorosa inyección en las nalgas y nos dio un tarro de comprimidos masticables de colores para niños. («Me duele el trasero», se quejó Boris frotándoselo y maldiciendo los asientos metálicos del autobús escolar). Yo estaba cubierto de pecas de la cabeza a los pies debido a las largas horas que pasábamos al sol, y tenía mechones más claros en el pelo (más largo de como lo había llevado nunca) por los productos químicos de la piscina, y aunque seguía notando una opresión en el pecho que nunca desaparecía y se me estaban cariando las muelas a causa de los dulces que comíamos, en general me sentía bien. El tiempo transcurrió bastante plácidamente hasta que, poco después de que yo cumpliera quince años, Boris conoció a una chica llamada Kotku y todo cambió. El nombre de Kotku (variante ucraniana de Kotiku) le daba un aire más interesante del que tenía en realidad; pero no era su verdadero nombre, solo un apodo (Gatito en polaco) que Boris le había puesto. Se apellidaba Hutchins, y su nombre de pila era algo así como Kylie, Keiley o Kaylee; y había vivido toda su vida en el condado de Clark, Nevada. Aunque iba a nuestro colegio y solo estaba un curso por encima, era mucho mayor que nosotros; a mí me llevaba tres años. Al parecer hacía tiempo que Boris no le quitaba ojo, pero yo no me había fijado en ella hasta la tarde que él se arrojó a los pies de mi cama y dijo: —Estoy enamorado. —¿Sí? ¿De quién? —De esa chica de cívica. La que me vendió maría. Ya tiene dieciocho años, ¿puedes creerlo? Dios, está como un tren. —¿Tienes maría? Juguetón, se abalanzó sobre mí y me sujetó por los hombros; conocía mi punto débil, justo debajo de los omóplatos, si me clavaba los dedos allí podía hacerme gritar. Pero yo no estaba de humor y lo golpeé con fuerza. —¡Joder! —Boris se soltó apartándose y frotándose la mandíbula—. ¿A qué viene esto? —Espero que te duela. ¿Dónde está esa maría? No volvimos a hablar sobre los intereses amorosos de Boris, o al menos no esa tarde, pero unos días después, cuando yo salía de clase de matemáticas, lo vi cernerse sobre esa chica junto a las taquillas. Porque si bien Boris no era particularmente alto para su edad, ella era diminuta. Aun así parecía mucho mayor que nosotros; de pecho plano y caderas escuálidas, con los pómulos altos y una cara triangular angulosa y brillante, llevaba un aro en la nariz, una camiseta de tirantes negra, y esmalte de uñas negro y desconchado. No había duda de que era guapa, incluso sexy; pero la mirada que me lanzó me provocó ansiedad; había algo en ella que hacía pensar en una dependienta desagradable o en una canguro antipática. —¿Qué te parece? —me preguntó Boris impaciente cuando me alcanzó a la salida del colegio. Me encogí de hombros. —Supongo que es guapa. —¿Supones? —Bueno, parece que tenga… veinticinco años. —¡Lo sé! ¡Es genial! —exclamó él, aturdido—. ¡Dieciocho años! ¡Es mayor de edad! ¡No tiene problemas para comprar alcohol! Además, como ha vivido aquí toda la vida sabe cuáles son los locales donde no comprueban la edad. II Hadley, la chica locuaz de la cazadora con la letra del equipo del instituto que se sentaba a mi lado en clase de historia de Estados Unidos arrugó la nariz cuando le pregunté por la amiga mayor de Boris. —¿Esa? Una putilla total. —La hermana mayor de Hadley, Jan, iba a la misma clase que Kyla, Kayleigh o como se llamara—. Y tengo entendido que su madre es una ramera declarada. Dile a tu amigo que tenga cuidado de no pillar una enfermedad. —Bueno —respondí, sorprendido ante su vehemencia. Aunque quizá no debería haberme extrañado tanto. Hadley era hija de militar, estaba en el equipo de natación y cantaba en el coro del colegio; tenía una familia normal compuesta de tres hermanas, un weimaraner llamado Gretchen que habían comprado en Alemania y un padre que le gritaba si llegaba después del toque de queda. —Hablo en serio. Se lo hace con los novios de otras chicas y con otras chicas. Vamos, se lo hace con cualquiera. Además, creo que fuma porros. —Oh. A mi modo de ver, ninguno de esos factores era motivo suficiente para que no me cayera bien Kylie, sobre todo porque Boris y yo nos habíamos aficionado en los últimos meses a fumar porros. Lo que me molestó (mucho) fue el hecho de que Kotku (seguiré llamándola por el apodo que le puso Boris, ya que no consigo recordar su verdadero nombre) apareciera de la noche a la mañana y lo convirtiera prácticamente en su propiedad. Al principio estaba ocupado los viernes por la noche. Luego toda la semana, no solo por las noches, sino también durante el día. Enseguida fue Kotku esto y Kotku lo otro, y cuando quise darme cuenta Popper y yo cenábamos y veíamos películas los dos solos. —¿No es asombrosa? —volvió a preguntarme Boris después de la primera vez que la llevó a mi casa, una velada poco exitosa que había consistido en los tres tan colocados que casi no podíamos movernos, y luego ellos dos dándose un revolcón en el sofá del piso de abajo mientras yo, sentado en el suelo de espaldas a ellos, intentaba concentrarme en una reposición de Más allá del límite—. ¿Qué te ha parecido? —Bueno… —¿Qué esperaba que dijera?—. Le gustas, eso seguro. Él cambió de postura, inquieto. Estábamos sentados junto a la piscina, aunque hacía demasiado viento y frío para bañarnos. —¡No, dime la verdad! ¿Qué piensas de ella? Sé sincero, Potter —dijo cuando titubeé. —No lo sé —respondí sin mucho convencimiento; como seguía mirándome, añadí—: ¿La verdad? No lo sé, Boris. Se la ve desesperada. —¿Y eso es malo? —El tono no era furioso ni sarcástico sino intrigado. —Bueno —respondí sorprendido—, quizá no lo sea. Boris —con las mejillas sonrosadas a causa del vodka— se llevó una mano al corazón. —La quiero, Potter. Hablo en serio. Es lo más auténtico que me ha pasado en toda mi vida. Yo estaba tan incómodo que desvié la mirada. —¡Mi zorrita flacucha! —Boris suspiró feliz—. ¡En mis brazos parece tan huesuda y ligera! Es como el aire. —Parecía adorar misteriosamente a Kotku por las mismas razones que a mí me resultaba inquietante: su ondulante cuerpo de gata callejera, su adultez escuálida y necesitada de afecto—. Y es valiente y lista, y tiene un gran corazón. Solo quiero cuidarla y protegerla de ese tal Mike. En silencio me serví otro vodka, aunque en realidad no lo necesitaba. El asunto de Kotku era desconcertante por partida doble, porque, como el mismo Boris me había informado con una inconfundible nota de orgullo en la voz, ella ya tenía novio. Un tipo de veintiséis años llamado Mike McNatt, que poseía una moto y trabajaba para una empresa de limpieza de piscinas. «Genial —dije cuando Boris me dio la noticia—. Tenemos que pedirle que nos eche una mano con esta». Yo estaba más que harto de cuidar de la piscina (tarea que había recaído sobre todo en mí), ya que Xandra nunca traía a casa los productos químicos adecuados o suficientes. Boris se frotó los ojos con el dorso de las manos. —Esto es serio, Potter. Creo que ella le tiene miedo. Quiere romper con él pero está asustada. Intenta convencerlo para que se aliste en el ejército. —Ten cuidado, no vaya a ser que ese tipo vaya a por ti. —¡A por mí! —resopló él—. ¡La que me preocupa es ella! Es tan diminuta. ¡Pesa ochenta y una libras! —Sí, sí. Kotku afirmaba estar «al borde de la anorexia» y siempre acaloraba a Boris diciéndole que no había comido nada en todo el día. Boris me dio una colleja en un lado de la cabeza. —Pasas demasiado tiempo aquí solo —dijo, sentándose a mi lado en el borde de la piscina y metiendo los pies en el agua—. Ven a casa de Kotku esta noche. Tráete a alguien. —¿Como quién? Boris se encogió de hombros. —¿Qué hay de esa rubia sexy con el pelo corto que va a tu clase de historia, la nadadora? —¿Hadley? —Meneé la cabeza—. Ni hablar. —¡Sí! Deberías decírselo. ¡Va muy caliente! ¡Y estaría dispuesta! —Créeme, no es buena idea. —¡Se lo preguntaré yo! Vamos, es simpática contigo y siempre te habla. ¿La llamamos? —¡No! No es eso… —dije, agarrándolo por la manga cuando empezaba a levantarse—. Basta. —¡No tienes huevos! Boris ya entraba en la casa para telefonear. —Boris, no lo hagas. Hablo en serio. No vendrá. —¿Por qué? Su tono burlón me irritó. —¿Quieres saberlo? Porque… —Estaba a punto de decir «Porque Kotku es una puta», que era la verdad evidente, pero en lugar de eso, respondí—: Hadley está en el cuadro de honor. No querrá ir a casa de Kotku. —¿Cómo? —dijo Boris, volviéndose, indignado—. Esa puta. ¿Qué ha dicho? —Nada. Solo que… —¡Sí que ha dicho algo! —Caminaba de nuevo hacia la piscina—. Más vale que me lo digas. —No es nada. Cálmate, Boris —dije cuando vi lo irritado que estaba—. Kotku es mucho mayor. Ni siquiera van a la misma clase. —Esa bruja esnob. ¿Qué le ha hecho Kotku? —Tranquilo. Mis ojos se posaron en la botella de vodka, iluminada por un rayo de sol blanco y nítido como un sable de luz. Boris había bebido demasiado y lo último que yo quería era pelearme con él. Pero yo también estaba demasiado borracho para discurrir una forma divertida o fácil de cambiar del tema. III Boris gustaba a otras muchas chicas que eran mejores que Kotku, en particular a Saffi Caspersen, una danesa que hablaba inglés con un acento británico afectado; había interpretado un pequeño papel en un espectáculo del Cirque du Soleil, y era con diferencia la chica más guapa de nuestro curso. Saffi estaba con nosotros en la clase de literatura avanzada (donde había hecho interesantes comentarios sobre El corazón es un cazador solitario) y aunque tenía fama de ser distante, se veía a la legua que le gustaba Boris. Se reía cuando él hacía el tonto o bromeaba en su grupo de estudio, y yo la había visto hablar con él entusiasmada en el pasillo, y a él contestarle con el mismo entusiasmo, a su manera gesticuladora tan rusa. Sin embargo, curiosamente, ella no parecía atraerlo en absoluto. —Pero ¿por qué no? —le pregunté—. Es la chica más guapa de la clase. Yo siempre había creído que las danesas eran rubias y corpulentas, pero Saffi tenía el cabello castaño y el cuerpo menudo, con una cualidad de cuento de hadas que acentuaba el brillante maquillaje en la foto de estudio que había visto de ella. —Guapa, sí. Pero no es muy cachonda. —Boris, va de un caliente que te mueres. ¿Estás loco? —Bah, estudia demasiado. —Boris se dejó caer a mi lado con una cerveza en la mano y trató de cogerme el cigarrillo con la otra—. Es demasiado seria. Se pasa todo el tiempo estudiando o ensayando o algo así. Kotku, en cambio… —exhaló una nube de humo y me devolvió el cigarrillo—, es como nosotros. Guardé silencio. ¿Cómo había pasado de estar en el nivel avanzado de todas las asignaturas a que me metieran en el mismo saco que a un desastre como Kotku? Boris me dio un codazo. —Creo que te gusta Saffi. —No es verdad. —Sí que te gusta. Invítala a salir. —Sí, quizá —respondí, aunque sabía que me faltaba coraje. En mi antiguo colegio, donde los alumnos de intercambio y los extranjeros solían quedarse educadamente al margen, alguien como Saffi quizá habría sido más accesible, pero en Las Vegas era demasiado popular y solía estar rodeada de gente. Además, no sabía qué planes proponerle. En Nueva York habría sido bastante fácil: llevarla a la pista de patinaje, al cine o al planetario. Sin embargo, no me imaginaba a Saffi Caspersen esnifando pegamento y bebiendo cerveza en el parque infantil, ni haciendo ninguna de las cosas que Boris y yo hacíamos juntos. IV Todavía veía a Boris aunque no tan a menudo. Cada vez se quedaba más noches a dormir en casa de Kotku y de su madre en los apartamentos Double R, un destartalado hotel para motoristas que databa de la década de 1950 situado en la autopista entre el aeropuerto y el Strip; tipos con pinta de inmigrantes ilegales solían merodear alrededor de la piscina vacía hablando de piezas de recambio. («¿Double R? —dijo Hadley—. ¿Sabes qué significa?, ratas y reptiles»). Afortunadamente, Kotku no venía mucho a mi casa, pero él no paraba de hablar de ella aunque no estuviera. Kotku tenía mucho gusto musical y le había grabado un CD de mezcla de un grupo de hip-hop muy hot que yo tenía que escuchar. A Kotku le gustaba la pizza solo con pimientos verdes y aceitunas. Kotku quería una tableta de esas, y también un gatito siamés o quizá un hurón, pero en Double R no permitían tener animales domésticos. —En serio, tienes que pasar más tiempo con ella, Potter —dijo, golpeándome el hombro con el suyo—. Te gustará. —Oh, vamos —dije, recordando su suficiencia cuando estaba conmigo, riéndose de forma desagradable sin motivo y ordenándome continuamente que fuera a la nevera a por una cerveza. —¡No! Le caes bien, de verdad. Te ve como un hermano pequeño. Eso es lo que me dijo. —Nunca me dirige la palabra. —Eso es porque tú no hablas con ella. —¿Folláis? Boris hizo un ruidito de impaciencia, igual que cuando las cosas no salían a su gusto. —Mente de cloaca —dijo, apartándose el pelo de los ojos—: ¿Tú qué crees? ¿Quieres que te lo explique letra a letra? —Letra por letra. —¿Cómo? —Se dice letra por letra. Boris puso los ojos en blanco. Agitó las manos en el aire y empezó a decir de nuevo lo inteligente que era Kotku, lo «listísima», la cantidad de mundo que tenía y lo mucho que había vivido, y que era injusto juzgarla y despreciarla sin molestarse en conocerla; pero mientras yo lo escuchaba a medias sentado, viendo una vieja película noir en la televisión (¿Ángel o diablo?, con Dana Andrews), no pude evitar pensar que él había conocido a Kotku en clase de educación cívica, la asignatura para los alumnos que no eran lo bastante listos (incluso en nuestro colegio nada exigente) para pasar de curso sin ayuda. Boris (que era bueno en matemáticas sin hacer ningún esfuerzo y se le daban mejor los idiomas que nadie que yo hubiera conocido nunca) se había visto obligado a hacer esa asignatura por ser extranjero, un requisito del colegio que le dolía profundamente. («¿Por qué? ¿Acaso me ves votando algún día para el Congreso?»). Pero Kotku —con dieciocho años, y nacida y criada en el condado de Clark— no tenía excusa. Una y otra vez me sorprendía albergando pensamientos mezquinos como esos, que hacía todo lo posible por apartar de mi mente. ¿Qué me importaba? Sí, Kotku era una lagarta; y, sí, era demasiado corta para aprobar educación cívica y llevaba unos pendientes de aro baratos que siempre se le enganchaban con todo, y, aunque pesaba poco más de ochenta y una libras me inspiraba terror, como si pudiera matarme de una patada con su bota puntiaguda si perdía los estribos. («Es una luchadora negra», había dicho el mismo Boris con orgullo en algún momento mientras daba botes, imitando los gestos de una banda callejera, y me regalaba los oídos con la historia de cómo Kotku había arrancado un sangriento mechón de pelo a una chica; otra cosa más sobre Kotku; siempre estaba metida en terribles peleas, la mayoría de ellas con otras chicas blancas barriobajeras, si bien de vez en cuando con negras o latinas que pertenecían a una banda). ¿Pero qué más me daba qué chica le gustaba a Boris? ¿Acaso no seguíamos siendo amigos íntimos, casi como hermanos? Aunque no había una palabra que describiera exactamente mi relación con Boris. Hasta que apareció Kotku yo nunca le había dado muchas vueltas. No eran más que tardes amodorradas de aire acondicionado y persianas bajadas para no dejar entrar la luz deslumbrante, los dos borrachos y sin ganas de hacer nada, con paquetes de azúcar vacíos y peladuras de naranja secas esparcidas por la moqueta, y «Dear Prudence» del álbum blanco (que Boris adoraba) o la misma triste y vieja canción de Radiohead sonando una y otra vez: For a minute there I lost myself, I lost myself… El pegamento que esnifábamos iba directo al cerebro con un rugido oscuro y mecánico, como el ruido ventoso de unas hélices: ¡motores en marcha! Caíamos de espalda sobre la cama en la oscuridad cual paracaidistas que se lanzan del avión dando una voltereta hacia atrás, aunque a esas alturas tenías que andarte con cuidado con la bolsa o te encontrabas arrancándote pegotes secos de pegamento del pelo o de la punta de la nariz cuando volvías en ti. Sueño exhausto, espalda con espalda, en sábanas mugrientas que olían a ceniza y a perro, Popchik roncando panza arriba, susurros subliminales en el aire que llegaban por los conductos de la ventilación de la pared si escuchabas con atención. Transcurrieron meses enteros en los que el viento no paró de soplar, la arena se levantaba y repiqueteaba contra las ventanas, y la superficie de la piscina se rizaba de un modo siniestro. Té cargado por las mañanas, chocolate robado, y Boris tirándome del pelo y dándome patadas en las costillas. «Despierta, Potter. Arriba, que el sol brilla». Yo me decía que no echaba de menos a Boris, pero era mentira. Ahora me colocaba yo solo y me quedaba viendo programas de pago para adultos y el canal de Playboy, leía Las uvas de la ira y La casa de los siete tejados, que parecían rivalizar entre sí como los libros más aburridos jamás escritos, y durante lo que parecieron miles de horas —el tiempo suficiente para dominar el danés o aprender a tocar la guitarra, si lo hubiera intentado— hice el tonto por la calle con un monopatín estropeado que Boris y yo habíamos encontrado en una de las casas embargadas de la manzana. Iba con Hadley a fiestas del equipo de natación —sin alcohol y con los padres en la casa— y los fines de semana me colaba en fiestas de chicos que apenas conocía cuyos padres estaban de viaje, donde corrían los blísters de Xanax y los tragos de Jägermeister, y regresaba a casa a las dos de la madrugada en el sibilante autobús CAT, tan borracho que tenía que aferrarme al asiento de delante para no caerme al pasillo. Después del colegio, si te aburrías, era fácil juntarte con una de las pandillas de drogatas abúlicos que flotaban entre Del Taco y las salas de videojuegos del Strip. Pero aun así me sentía solo. Echaba de menos a Boris, con todo su caótico ser impulsivo: melancólico, imprudente, temperamental y terriblemente desconsiderado. Boris, pálido y demacrado, con sus novelas en ruso y sus manzanas robadas, las uñas mordisqueadas y los cordones de los zapatos arrastrándose por el polvo. Boris, alcohólico en ciernes y blasfemador fluido en cuatro idiomas, que me arrebataba la comida del plato cuando le apetecía y se dormía borracho en el suelo, con la cara tan roja como si lo hubieran abofeteado. Incluso cuando te cogía algo sin pedirte permiso, como hacía una y otra vez —siempre desaparecían de mi taquilla pequeñas cosas, como un DVD o material escolar—, no podía considerarse robo, por lo poco que significaban para él sus propias pertenencias; cuando tocaba dinero, lo dividía conmigo a partes iguales, y todo lo suyo me lo daba encantado si se lo pedía (y a veces cuando no se lo pedía, como el encendedor de oro del señor Pavlikovski que yo había admirado de pasada y que me encontré en el bolsillo exterior de mi mochila). Lo gracioso era que me había preocupado, si acaso, que Boris fuera quizá demasiado afectuoso, si esa era la palabra más adecuada. La primera vez que se dio la vuelta en la cama y me rodeó la cintura con un brazo, yo no supe qué hacer, y, medio dormido, me quedé mirando fijamente mis viejos calcetines en el suelo, los envases de cerveza vacíos, mi ejemplar en edición de bolsillo de La roja insignia del valor. Al final, sintiéndome incómodo, fingí bostezar e intenté volverme para apartarme, pero él suspiró y, con un movimiento soñoliento, se acurrucó aún más contra mí. —Chissst, Potter —me susurró en la nuca—. Solo soy yo. Fue extraño. Pero ¿lo fue en realidad? Sí y no. Me quedé dormido poco después, arrullado por el agrio olor a cerveza y a cuerpo desaseado que él desprendía, y por su respiración superficial en mi oído. Era consciente de que no podía explicarlo sin que pareciera algo más. Por las noches, cuando me despertaba sofocado por el miedo y me levantaba de la cama aterrado, allí estaba él, de nuevo a mi lado y murmurando en un polaco que yo no entendía, con la voz gangosa por el sueño. Nos dormíamos abrazados, escuchando la música de mi iPod (Thelonious Monk, Velvet Underground, la música que le gustaba a mi madre), y a veces nos despertábamos aferrándonos mutuamente como náufragos o como niños más pequeños. Sin embargo (y esa era la parte turbia, la que me preocupaba), también había otras noches locas y mucho más confusas en que luchábamos cuerpo a cuerpo medio vestidos a la tenue luz que llegaba del cuarto de baño y que lo envolvía todo en un halo inestable sin mis gafas, y acabábamos metiéndonos mano, brusca y rápidamente, volcando con el pie cervezas que dejaban espuma sobre la moqueta; era divertido y no parecía tan grave mientras sucedía, y merecía la pena por el ahogado jadeo final, con los ojos en blanco, durante el cual me olvidaba de todo; pero cuando a la mañana siguiente nos despertábamos boca abajo y gimiendo cada uno en un extremo de la cama, todo se desvanecía en una incoherencia de destellos a contraluz, irregulares y mal iluminados como los de una película experimental; la desconocida mueca de Boris quedaba olvidada, y nada de todo eso guardaba más relación con nuestra vida actual que un sueño. Nunca hablábamos de ello; no era del todo real mientras nos preparábamos para ir al colegio, nos tirábamos zapatos, nos arrojábamos agua, masticábamos aspirinas para la resaca, y nos reíamos y bromeábamos a lo largo del camino hasta la parada del autobús. Yo sabía que la gente pensaría mal si se enteraba, no quería que nadie lo supiera, y me constaba que Boris tampoco quería. De todos modos, parecía tan poco afectado por ello que yo estaba casi seguro de que era una broma, y que no debía acalorarme ni tomármelo demasiado en serio. Y, sin embargo, en más de una ocasión me había preguntado si debía armarme de valor y decirle algo, trazar alguna clase de línea, poner las cosas en claro aunque solo fuera para que él no se hiciera una idea equivocada. Pero nunca se había dado la ocasión. Y ahora tenía menos sentido que nunca hablar y estar incómodo con todo el asunto, aunque no por ello me sentía más tranquilo. No soportaba echar tanto de menos a Boris. En mi casa se bebía mucho, al menos Xandra, y se daban bastantes portazos («¡Bueno, si no he sido yo, has tenido que ser tú!», la oía chillar); y sin la presencia de Boris (tanto mi padre como Xandra se portaban de un modo más contenido cuando él estaba en casa) todo resultaba más difícil. Parte del problema era que el horario de Xandra en el bar había cambiado; tras hacer modificaciones en su trabajo, ahora estaba sometida a mucho más estrés, y los compañeros con los que trabajaba hasta entonces ya no estaban o hacían otros turnos; los lunes y los miércoles, cuando me despertaba para ir al colegio, a menudo la encontraba recién llegada del trabajo, sentada sola frente a su programa de televisión matinal favorito, demasiado cansada para dormir y bebiendo Pepto-Bismol directamente del frasco. —Qué cansada y mayor me siento —me decía con un amago de sonrisa cuando me veía bajar por las escaleras. —Deberías nadar un poco. Para relajarte y dormir mejor. —No, gracias. Creo que me quedaré aquí con mi Pepto. Es un producto definitivamente asombroso con su sabor a chicle. En cuanto a mi padre, cada vez pasaba más tiempo conmigo, lo que me gustaba, pero sus cambios de humor me agotaban. Era la temporada de fútbol y caminaba con brío. Después de comprobar su BlackBerry, chocaba los cinco conmigo y danzaba por la habitación. —¿Soy o no un genio? Consultaba análisis desglosados, informes comparativos y, de vez en cuando, un libro de bolsillo titulado Escorpio: Predicciones de tu año deportivo. —Siempre buscando una ventaja —me decía cuando lo encontraba repasando tablas y pulsando cifras en la calculadora como si estuviera calculando el impuesto sobre la renta—. Solo tienes que llegar al cincuenta y tres o cincuenta y cuatro por ciento para vivir de esto holgadamente… Verás, el bacarrá es estrictamente para divertirme, no se requiere ninguna cualidad especial para jugar, y yo me impongo mis propios límites y nunca los sobrepaso. En cambio, con las apuestas deportivas se puede ganar dinero de verdad, si se es disciplinado. Hay que enfocarlo con mentalidad de inversor. No como una diversión, ni siquiera como un juego de azar, porque el secreto reside en que el mejor equipo suele ganar la partida, y el que establece las probabilidades de apuestas es bueno fijando las cuotas. Pero tiene limitaciones, por lo que se refiere a la opinión pública. Lo que se pronostica no es quién ganará sino quién cree la gente que ganará. Es este margen, entre el favorito personal y el real…, joder, mira ese receptor en la zona de anotación, otro para Pittsburgh, nos urge que marquen ahora… En fin, como te decía, si me siento a hacer los deberes, a diferencia de Joe Beefburger, que escoge su equipo después de hojear cinco minutos las páginas deportivas, ¿quién lleva las de ganar? Vamos, yo no soy uno de esos infelices que se emocionan con los Giants, llueva o truene…, mierda, tu madre podría habértelo dicho. Escorpio gira en torno al control y ese es mi signo. Soy competitivo. Quiero ganar a cualquier precio. De ahí venían mis dotes interpretativas cuando actuaba. El sol en Escorpio y Leo alzándose. Todo está en mi carta astral. Ahora bien, tú eres Cáncer, un cangrejo ermitaño, todo reservado y encerrado en tu caparazón, un modus operandi completamente distinto. No es ni malo ni bueno, es lo que es. De todos modos, siempre saco ventaja de mis líneas defensivas-ofensivas, pero no hay nada malo en prestar atención a esos tránsitos y progresiones del arco solar el día del partido… —¿Fue Xandra quien despertó tu interés en todo esto? —¿Xandra? En Las Vegas la mitad de las agencias de apuestas deportivas tienen un astrólogo en un número de marcación rápida. De todos modos, si no intervienen otros factores, ¿influyen en algo los planetas? Tengo que responder rotundamente que sí. Es como un jugador que tiene un buen día o un mal día, o está en baja forma, lo que sea. Aunque ayuda tener ese margen cuando estás, cómo expresarlo, ja, ja, expandiéndote un poco. —Me enseñó un grueso fajo de lo que parecían billetes de cien, sujetos con una goma—. Este ha sido un año asombroso de verdad para mí. Un cincuenta y tres por ciento, mil partidos en un año. Ese es el punto mágico. El domingo se jugaban la mayoría de las apuestas. Cuando me levantaba, lo encontraba en la planta de abajo rodeado de periódicos desplegados, dando vueltas de manera alegre e incansable por la casa como si fuera el día de Navidad por la mañana, abriendo y cerrando armarios, hablando por la BlackBerry con el teletipo deportivo y comiendo nachos directamente de la bolsa. Si yo bajaba y lo observaba un rato mientras se jugaba algún gran partido, a veces me daba lo que él llamaba «un pellizco», un billete de veinte dólares o de cincuenta si ganaba. —Para que te aficiones —me decía, inclinándose hacia delante en el sofá y frotándose las manos ansioso—. Mira, lo que necesitamos ahora es borrar del mapa a los Colts durante la primera mitad del partido. Acabar con ellos. Y con los Cowboys y los Niners, el marcador tiene que superar los treinta en la segunda parte… ¡Sí! —gritó, levantándose eufórico de un salto con el puño levantado—. ¡Balón suelto! Los Redskins tienen la pelota. ¡Estamos en ello! Pero resultaba confuso, porque eran los Cowboys los que habían soltado el balón. Y yo había entendido que los Cowboys tenían que ganar por quince como mínimo. Los cambios de lealtad de mi padre a mitad de partido eran demasiado bruscos para que yo los siguiera y a veces hacía el ridículo animando al equipo que no tocaba; sin embargo, disfrutaba con su delirio, que aumentaba de manera fortuita entre un partido y otro, entre análisis y análisis, así como con la orgía de comida grasienta que duraba todo el día, y aceptaba los billetes de veinte y de cincuenta que me lanzaba como si cayeran del cielo. Otras veces —después de alcanzar la cresta de alguna brusca ola de entusiasmo para a continuación desplomarse— se apoderaba de él una vaga desazón que, por lo que yo veía, no tenía mucho que ver con los resultados de los partidos, y se paseaba de un lado para otro sin razón aparente, con las manos juntas sobre la cabeza, mirando el televisor con el aire de un hombre trastornado por un fracaso en los negocios mientras hablaba con los entrenadores y con los jugadores, preguntándoles qué coño les pasaba, que demonios ocurría. A veces me seguía hasta la cocina con una actitud extrañamente suplicante. —Me van a matar —decía con humor, apoyándose con actitud cómica en la encimera, y algo en su postura encorvada me hacía pensar en un ladrón de bancos doblado en dos por una herida de bala. Líneas x. Líneas y. Carrera de yardas, cubrir la diferencia. Un día de partido, más o menos hasta las cinco de la tarde, la luz blanca del desierto aplazaba la penumbra esencial del domingo: el otoño dando paso al invierno, la soledad de un anochecer de octubre con colegio al día siguiente; pero siempre había un largo momento de inmovilidad hacia el final de esas tardes de fútbol en el que el ambiente que se respiraba en la ciudad cambiaba y todo se volvía desolado e incierto, en la pantalla y fuera de ella, el resplandor semejante a una plancha de metal que se reflejaba en la cristalera se fundía en largas sombras doradas y luego grises, y la noche se sumía en una quietud de desierto, una tristeza que yo no lograba sacudirme de encima, una sensación de gente silenciosa desfilando hacia la salida del estadio y fría lluvia cayendo en ciudades universitarias del Este. El pánico que entonces se apoderaba de mí era difícil de explicar. Esos días de partido se desintegraban con una rapidez, casi como si perdiera sangre, que me recordaba lo que sentí el día que contemplé cómo vaciaban el apartamento de Nueva York y lo metían todo en cajas: falta de asideros e inestabilidad, sin nada a qué aferrarme. En la planta de arriba, encerrado en mi habitación, encendía todas las luces, fumaba porros si tenía y escuchaba música con los altavoces portátiles —música que no había oído nunca antes como Shostakovich y Erik Satie, que había puesto en el iPod por mi madre y que nunca había borrado— y miraba los libros que había sacado de la biblioteca: libros de arte, sobre todo, porque me recordaban a ella. Obras maestras de la pintura holandesa. Delft: el Siglo de Oro. Dibujos de Rembrandt, sus alumnos y seguidores anónimos. Navegando por internet en el ordenador del colegio había descubierto un libro sobre Carel Fabritius (uno diminuto, de solo cien páginas), pero no lo tenían en la biblioteca, y controlaban tanto el tiempo que pasábamos ante el ordenador que estaba demasiado paranoico para hacer más averiguaciones, sobre todo después de que al cliquear sin pensar un enlace (Het Puttertje, El jilguero, 1654) me saliera una web de un aspecto oficial apabullante llamada Base de Datos de Obras de Arte Desaparecidas que me pedía que introdujera mi nombre y mi dirección. Me había pegado un susto tan grande ante la inesperada aparición de palabras como «Interpol» y «desaparecidas» que presa del pánico apagué el ordenador del todo, algo que se suponía que no debíamos hacer. —¿Qué has hecho? —quiso saber el señor Ostrow, el bibliotecario, antes de que pudiera encenderlo de nuevo. Alargó una mano por encima de mi hombro y empezó a teclear una contraseña. —Yo… No pude por menos de alegrarme de no haber mirado pornografía cuando él empezó a revisar el historial. Tenía intención de comprarme un portátil barato con los quinientos dólares que me había dado mi padre en Navidad, pero se me esfumaron sin saber cómo. Obras de arte desaparecidas, me dije; no tenía motivos para asustarme por la palabra «desaparecidas», pues el arte desaparecido incluía el arte destruido, ¿no? Aunque no había introducido mi nombre, me preocupaba haber entrado en la base de datos desde el IP de mi colegio. Que yo supiera, los investigadores que habían ido a verme hacían un seguimiento y sabían que yo estaba en Las Vegas; aunque pequeña, la conexión era real. El cuadro estaba escondido con habilidad, o eso creía yo, dentro de una funda de algodón limpia sujeta con celo detrás de la cabecera de la cama. Gracias a Hobie, había comprendido el cuidado que requería la manipulación de antigüedades (a veces él utilizaba guantes de algodón blanco con los objetos particularmente delicados) y nunca lo tocaba con las manos desnudas, cogiéndolo solo por los bordes. No lo sacaba de la funda excepto cuando papá y Xandra salían y tenía la seguridad de que tardarían un rato en volver, pero aunque no pudiera verlo me gustaba saber que estaba allí, por la profundidad y la solidez que infundía a todo, como un refuerzo de las infraestructuras, una firme rectitud invisible que me reconfortaba tanto como saber que, muy lejos de allí, las ballenas nadaban plácidamente en las aguas del Báltico y unos monjes en husos horarios arcanos salmodiaban sin cesar por la salvación del mundo. Sacarlo de la funda y mirarlo no era algo que se pudiera hacer a la ligera. Ya solo al ir a cogerlo experimentaba cómo me expandía, flotaba y me elevaba, y en algún momento extraño, cuando lo miraba bastante rato con los ojos secos a causa del aire acondicionado del desierto, todo el espacio parecía desvanecerse entre él y yo, de modo que cuando levantaba la vista lo real no era yo sino el cuadro. 1622-1654. Hijo de maestro de escuela. Menos de una docena de cuadros se le atribuían con certeza a él. Según Van Bleyswijck, el historiador de la ciudad de Delft, Fabritius se hallaba en su estudio pintando al sacristán de Delft, Oude Kerk, cuando a la diez y media de la mañana se produjo la explosión del almacén de pólvora. Sus vecinos sacaron el cuerpo del pintor Fabritius de entre los escombros del estudio, «con gran dolor», decía el libro de la biblioteca, «y no poco esfuerzo». Lo que más me chocó de esos breves testimonios era el elemento del azar: dos desastres fortuitos, el mío y el suyo, convergiendo en el mismo punto invisible, «el big bang» como lo llamaba mi padre, no con sarcasmo o desdén sino con un respetuoso reconocimiento de los poderes del azar que regían su propia vida. Podías estudiar las conexiones durante años y no desentrañarlas nunca; todo se reducía a cosas que se juntaban, y cosas que se desintegraban, «vueltas del tiempo», mi madre de pie frente al museo cuando el tiempo osciló y la luz cambió de un modo extraño, incertidumbres cerniéndose en el límite de una vasta luminosidad. El azar errante que podía, o no, transformarlo todo. En el cuarto de baño del piso superior el agua del grifo tenía demasiado cloro para beberla. Por las noches un viento seco arrastraba escombros y envases de cerveza por la calle. El moho y la humedad, me había dicho Hobie, era el peor enemigo de los objetos antiguos; en el reloj de pie que estaba restaurando cuando me marché, la madera de la base se había podrido a causa de la humedad («Alguien echaba agua con un cubo sobre los suelos de piedra, ¿ves cómo se ha reblandecido la madera, lo gastada que está?»). «Vueltas del tiempo»: aquello que hace que las cosas ocurran más de una vez. Si los rituales de mi padre, sus sistemas de apuestas y sus oráculos y su magia se basaban en una interiorización de patrones invisibles, la explosión de Delft también formaba parte de una serie de acontecimientos que rebotaban en el presente. Los resultados múltiples eran vertiginosos. «El dinero no es lo que cuenta —decía mi padre—. Todo lo que el dinero representa es la energía del proceso, ¿sabes? Lo importante es seguirlo. El flujo del azar». El jilguero me sostenía la mirada con sus ojos brillantes e inmutables. El tablero de madera era diminuto, «poco más que el tamaño de un folio», según uno de mis libros de arte, aunque las fechas y las dimensiones, toda la información muerta del libro de texto, eran en cierto modo tan irrelevantes como las estadísticas de las crónicas deportivas cuando los Packers ganaba por dos tantos en la cuarta parte y una fina nieve helada empezaba a caer sobre el campo. El cuadro, con toda la magia y la vida que encerraba, era como ese extraño intervalo etéreo en que nieva, la luz es verdosa y los copos se arremolinan ante las cámaras, y ya no te importa el partido, qué equipo ganará o perderá; porque lo único que quieres es empaparte de ese solitario momento de sobrecogimiento. Cuando miraba el cuadro percibía esa misma convergencia en un solo punto: un trémulo instante de resplandor que existiría ahora y siempre. Solo de vez en cuando reparaba en la cadena de la pata del jilguero, o pensaba en lo cruel que era esa vida para una pequeña criatura viviente: aleteando apenas, obligada a posarse siempre en el mismo lugar sin esperanza. V Lo positivo: estaba encantado con lo simpático que era mi padre conmigo. Al menos una vez a la semana me llevaba a comer a bonitos restaurantes de mantel blanco, los dos solos. A veces invitaba también a Boris, quien aceptaba sin pensárselo —la atracción de una buena comida era lo bastante poderosa para neutralizar el tirón gravitacional de Kotku—, pero, por extraño que parezca, me lo pasaba mejor cuando íbamos solo mi padre y yo. —¿Sabes? —me dijo en una de esas comidas mientras nos entreteníamos con el postre, hablando del colegio y de toda clase de cosas (¿de dónde había salido este nuevo padre que se involucraba?)—. He disfrutado mucho conociéndote mejor desde que estás aquí, Theo. —Bueno, sí, yo también —respondí cohibido pero con sinceridad. —Quiero decir… —mi padre se pasó una mano por el pelo— que te agradezco que me hayas dado una segunda oportunidad, chico. Porque cometí un gran error. No debería haber permitido que mi relación con tu madre interfiriera en mi relación contigo. No, no —levantó una mano—, no estoy echando la culpa a tu madre, ya estoy por encima de eso. Pero ella te quería tanto que siempre me sentí como un intruso entre vosotros. Un extraño en su propia casa. —Se rió con tristeza—. Estabais tan unidos que no había mucho espacio para tres. —Bueno… —Mi madre y yo andábamos de puntillas y cuchicheábamos intentando evitarlo. Secretos, risas—. Solo es que… —No, no te estoy pidiendo que te disculpes. Como padre, soy yo el que debería haber sabido qué hacer. Pero se convirtió en una especie de círculo vicioso, si sabes a qué me refiero. Me sentía alienado y excluido, lo que me empujaba a beber más. Y no debería haber permitido que eso ocurriera. Me perdí unos años realmente importantes de tu vida. Ahora soy yo el que tiene que vivir con ello. —Hummm. —Me sentía tan mal que no sabía qué decir. —No quiero incomodarte. Solo quería que supieras que me alegro de que ahora seamos amigos. —Bueno, sí —dije mirando mi plato de crème brûlée bien rebañado—, yo también. —Y que quiero compensarte. Mira, este año me está yendo tan bien con las apuestas —continuó mi padre bebiendo un sorbo de café— que quiero abrirte una cuenta de ahorro para ingresar una parte. Porque no me porté bien con tu madre, ya sabes, todos esos meses que estuve fuera. —Pero, papá —dije desconcertado—, no tienes por qué hacerlo. —¡Pero quiero! Tienes un número de la Seguridad Social, ¿verdad? —Sí. —Bueno, ya he apartado diez mil. Es un buen comienzo. Cuando lleguemos a casa, acuérdate de darme el número y así la próxima vez que vaya al banco abriré una cuenta a tu nombre. VI Aparte de en el colegio casi no había visto a Boris, exceptuando un sábado por la noche que mi padre nos había llevado a los dos al Carnegie Deli del Mirage para comer pez espada y bialys. Pero unas semanas antes del día de Acción de Gracias subió ruidosamente las escaleras e irrumpió en mi habitación sin avisar. —Tu padre está pasando una mala racha, ¿lo sabías? Dejé a un lado Silas Marner, que estábamos leyendo en el colegio. —¿Cómo dices? —Bueno, ha estado jugando en mesas de doscientos dólares…, doscientos la partida. Puedes perder mil dólares con facilidad en cinco minutos. —Eso no es nada para él —repliqué, y cuando Boris no respondió, añadí—: ¿Cuánto te ha dicho que ha perdido? —No me lo ha dicho, pero mucho. —¿Estás seguro de que no te tomaba el pelo? Boris se rió. —Es posible —apoyándose en los codos—. ¿No sabes nada? —Bueno… —Por lo que yo sabía, mi padre había barrido con todo la semana anterior con la victoria de los Bills—. No creo que le vaya tan mal, porque últimamente me ha llevado al Bouchon y a restaurantes por el estilo. —Sí, pero a lo mejor hay una buena razón para ello —replicó Boris con aire de entendido. —¿Una razón? ¿Cuál? Boris parecía a punto de decir algo, pero cambió de opinión. —Quién sabe —dijo, encendiendo un cigarrillo y dando una calada—. Tu padre… tiene sangre rusa. —Ya —dije cogiendo el cigarrillo. Había oído a menudo las acaloradas «charlas intelectuales» entre mi padre y Boris sobre cuáles eran los jugadores más célebres de la historia rusa: Pushkin, Dostoievski y otros nombres que no conocía. —Bueno, ya sabes que es muy ruso quejarse continuamente de lo mal que van las cosas. Si la vida te va bien, cállatelo. No vayas a tentar al diablo… —Llevaba una camisa de mi padre ya casi transparente de tanto lavarla y tan grande que le ondeaba alrededor como la túnica de un disfraz de árabe o hindú—. Aunque a veces cuesta saber si tu padre habla en broma o en serio. —Luego, mirándome con atención—: ¿En qué estás pensando? —En nada. —Sabe que nos lo contamos todo. Por eso me lo dijo. No me lo habría dicho si no quisiera que tú lo supieras. —Ya. Pero estaba bastante seguro de que no era así. Mi padre era la clase de persona que cuando estaba de buenas hablaba sin problema de su vida personal con la mujer de su jefe o cualquier otra persona igual de inapropiada. —Te lo diría él mismo si pensara que quieres saberlo. —Mira. Como tú has dicho, a veces carga un poco las tintas… A mi padre le iba el sadomasoquismo y los gestos grandilocuentes; los domingos que pasábamos juntos le encantaba exagerar sus infortunios; lloriqueaba y se quejaba a gritos de que lo habían «desplumado» y «acabado con él» después de perder una partida, aunque hubiera ganado otra media docena y estuviera sumando las ganancias en la calculadora. —Eso es verdad —dijo Boris con prudencia. Recuperó el cigarrillo, dio una calada y amigablemente me lo pasó de nuevo—. Puedes quedártelo. —No, gracias. Se hizo un breve silencio durante el cual oímos los gritos del público del partido de fútbol que mi padre veía en la televisión. Luego, apoyándose de nuevo en un codo, Boris me preguntó: —¿Hay algo de comer abajo? —Ni una triste migaja. —Creía que había restos de comida china. —Ya no. Alguien se los ha comido. —Mierda. Creo que iré a casa de Kotku. Su madre tiene pizzas congeladas. ¿Quieres venir? —No, gracias. Boris imitó los gestos de una banda callejera y se rió. —Eh, tú, lo que quieras —dijo con su voz de gángster (solo discernible de la normal por los gestos y el «eh, tú») mientras se levantaba y salía bamboleándose de la habitación—. Los negratas tenemos que comer. VII Lo más curioso de la relación de Boris y Kotku era lo deprisa que se había vuelto irritantemente formal. Todavía follaban a todas horas y no podían quitarse las manos de encima, pero en cuanto abrían la boca era como si escucharas a una pareja que llevaba quince años casada. Discutían por pequeñas cantidades de dinero, recordándose quién había pagado la última comida; cuando oía sus conversaciones sin querer, discurrían como sigue: Boris: ¡Qué! ¡Solo quería ser amable! Kotku: Bueno, pues no lo ha sido. Boris, corriendo para alcanzarla: ¡Hablo en serio, Kotku! ¡De verdad! ¡Solo quería ser amable! Kotku (de morros). Boris, tratando sin éxito de besarla: ¿Qué he hecho? ¿Qué pasa? ¿Por qué ya no te parezco amable? Kotku (silencio). El problema de Mike, el tipo de las piscinas —el rival sentimental de Boris—, se había resuelto gracias a la decisión extraordinariamente oportuna que había tomado él mismo de enrolarse en la Guardia Costera. Al parecer, Kotku todavía se pasaba horas a la semana hablando por teléfono con él, lo que por alguna razón no preocupaba a Boris («Solo quiere apoyarlo»). Pero era terrible ver lo celoso que se ponía en el colegio. Se sabía de memoria el horario de Kotku, y en cuanto terminaba la segunda clase de la mañana corría a buscarla, como si sospechara que ella lo engañaba durante la hora de español hablado o lo que fuera. Un día que Popper y yo estábamos solos en casa después del colegio, me telefoneó para preguntarme: —¿Conoces a un tipo llamado Tyler Olowska? —No. —Está en tu clase de historia de Estados Unidos. —Lo siento. Hay mucha gente. —Oye, ¿puedes averiguar quién es y quizá dónde vive? —¿Dónde vive? ¿Lo dices por Kotku? De pronto, con gran sorpresa por mi parte, llamaron a la puerta, cuatro timbrazos imponentes. En todo el tiempo que llevaba viviendo en Las Vegas nadie había llamado a la puerta de nuestra casa ni una sola vez. Boris, al otro lado de la línea, también lo oyó. —¿Qué ha sido eso? El perro corría en círculos, ladrando como un loco. —Hay alguien en la puerta. —¿En la puerta? —En nuestra desierta calle sin vecinos, donde no pasaba el camión de la basura y ni siquiera había farolas, eso era un gran acontecimiento—. ¿Quién puede ser? —No lo sé. Te llamo luego. Cogí en brazos a Popchik —que ladraba prácticamente histérico— y mientras se retorcía, forcejeando para que lo dejara en el suelo, logré abrir la puerta con una mano. —Míralo —dijo una voz agradable con acento de Jersey—. Qué monada. Me sorprendí parpadeando a la brillante luz de última hora de la tarde ante un hombre muy alto, muy bronceado y muy delgado de edad indefinida. Parecía una mezcla de vaquero de rodeos y artista de salón cutre. Sus gafas de aviador de montura dorada eran moradas por la parte superior, y llevaba una americana de sport blanca encima de una camisa de vaquera roja con cierres de nácar y unos tejanos negros; pero lo primero que me llamó la atención fue su pelo: medio peluquín, medio trasplantado o desparramado por encima de la coronilla, con una textura como la fibra de vidrio y de un marrón tan oscuro como el betún de lata. —¡Vamos, déjalo en el suelo! —dijo señalando a Popper, que aún intentaba zafarse. Tenía una voz grave, y su actitud era serena y amistosa; salvo por el acento, era el texano perfecto, con botas y todo. —¡Suéltalo! No me molesta. Me encantan los perros. En cuanto dejé a Popchik en el suelo, el tipo se acuclilló para acariciarle la cabeza, una postura que evocaba la de un vaquero larguirucho junto a una fogata. Por extraño que fuera el aspecto del desconocido, con el pelo y demás, no podías por menos de admirar lo contento y a gusto que parecía sentirse en su piel. —Sí, sí. ¡Una monada, eso es lo que eres! —Más de cerca, sus mejillas bronceadas tenían la textura de una manzana seca surcada de diminutas arrugas—. Tengo tres como él en casa. Minipins. —¿Cómo dice? Se irguió; al sonreír, dejó ver unos dientes blancos bien alineados y de un blanco deslumbrante. —Pinschers en miniatura. Esos cabroncetes neuróticos lo trituran todo a mordiscos cuando no estoy, pero los adoro. ¿Cómo te llamas, chico? —Theodore Decker —respondí, preguntándome quién era él. De nuevo sonrió; los ojos que había detrás de las gafas semioscuras de aviador eran pequeños y centelleantes. —Eh. ¡Otro neoyorquino! Lo noto en tu voz. ¿Me equivoco? —No. —Un chico de Manhattan, me atrevería a decir. ¿Es así? —Sí —respondí, preguntándome qué era exactamente lo que notaba en mi voz. Nadie había adivinado nunca que era de Manhattan solo oyéndome hablar. —Bueno, hum…, yo soy de Canarsie. Nacido y criado allí. Siempre es un placer conocer a alguien del Este. Me llamo Naaman Silver. —Me tendió una mano. —Encantado, señor Silver. —¡Señor! —Se rió con afecto—. Me encantan los chicos educados. No quedan muchos como tú. ¿Eres judío, Theodore? —No, señor —respondí, y luego lamenté no haber dicho que sí. —Bueno, pues te diré algo. A todo el que sea de Nueva York se le puede considerar judío honorario. Así es como yo lo veo. ¿Has estado en Canarsie? —No, señor. —Bueno, en el pasado fue una gran comunidad, pero ahora… —Se encogió de hombros—. Mi familia estuvo allí durante cuatro generaciones. Mi abuelo, Saul, dirigía uno de los primeros restaurantes kosher de Estados Unidos. Era un local grande y famoso. Pero cerró cuando yo era niño. Y entonces mi madre nos llevó a vivir a Jersey, al poco tiempo de morir mi padre, para que estuviéramos más cerca de mi tío Harry y su familia. —Se puso una mano en su delgada cadera y me miró—: ¿Está tu padre en casa, Theo? —No. —¿No? —Miró más allá de mí—. Qué lástima. ¿Sabes cuándo volverá? —No, señor. —Señor. Me gusta. Eres un buen chico. Te diré algo, me recuerdas a mí mismo cuando tenía tu edad. Recién salido de la yeshivá. —Levantó las manos, con pulseras doradas en sus bronceadas y vellosas muñecas—. ¿Ves estas manos? Blancas como la leche. Como las tuyas. —Hummm… —Yo seguía de pie en la puerta, incómodo—. ¿Quiere pasar? —No estaba seguro de si debía invitar a entrar a un desconocido, pero me sentía solo y estaba aburrido—. Puede esperar, si quiere. Pero no sé cuándo volverá. De nuevo sonrió. —No gracias. Tengo que hacer otras visitas. Pero te diré algo. Voy a ser sincero contigo porque eres un buen chico. Tu padre me debe un buen pico. ¿Sabes lo que eso significa? —No, señor. —Que Dios te bendiga. No te hace falta saberlo y espero que nunca lo sepas. Pero deja que te diga que esa no es una buena política para los negocios. —Puso una mano amistosa en mi hombro—. Lo creas o no, Theodore, tengo don de gentes. No me gusta ir a la casa de un hombre y vérmelas con su hijo, como estoy haciendo en este momento. No está bien. Por lo general iría a la oficina de tu padre y tendríamos una charla allí. Pero, como quizá ya sabes, tu padre es un tipo difícil de localizar. Oí sonar el teléfono dentro de casa. Boris, estaba casi seguro. —Quizá sea mejor que contestes —dijo el señor Silver con tono afable. —No, no se preocupe. —Adelante. Creo que debes hacerlo. Esperaré aquí. Cada vez más perturbado, entré de nuevo y contesté el teléfono. Tal como esperaba, era Boris. —¿Quién era? —me preguntó—. No era Kotku, ¿verdad? —No. Mira… —Creo que se ha ido con ese tal Tyler Olowska. Tengo un extraño presentimiento. Bueno, quizá no se ha ido con él. Pero se han marchado juntos…, la he visto hablar con él en el aparcamiento. Verás, él va a su última clase, técnicas de ebanistería o como se llame… —Boris, lo siento pero no puedo hablar ahora. Te llamaré luego. —Basta con que me digas si era tu padre al teléfono —dijo el señor Silver cuando regresé a la puerta. Miré por encima de él hacia el Cadillac blanco aparcado junto a la acera. Dentro había dos hombres, uno sentado al volante y el otro en el asiento del pasajero. —No era tu padre, ¿verdad? —No, señor. —Me lo dirías si lo fuera, ¿verdad? —Sí, señor. —¿Por qué será que no te creo? Guardé silencio, sin saber qué decir. —No importa, Theodore. —De nuevo se acuclilló para rascar a Popper detrás de las orejas—. Tarde o temprano daré con él. Acuérdate de lo que te he dicho. Y dile que he venido. —Sí, señor. Me señaló con un dedo. —¿Cómo me llamo? —Señor Silver. —Señor Silver. Así es. Solo quería asegurarme. —¿Qué quiere que le diga? —Dile que el juego es para los turistas, no para la gente de aquí. —Con mucha suavidad, me tocó la frente con su mano delgada y bronceada—. Que Dios te bendiga. VIII Cuando Boris apareció en la puerta media hora después, intenté hablarle de la visita del señor Silver, pero él solo me escuchó a medias; estaba demasiado furioso con Kotku por coquetear con ese tal Tyler Olowska o como se llamara, un porrero rico que tenía un año más que nosotros y formaba parte del equipo de golf. —Que se joda —dijo con voz gangosa, sentado en la planta de debajo fumando la hierba de Kotku—. No contesta el teléfono. Sé que está con él. Lo sé. —Vamos. —Todavía preocupado por la visita del señor Silver, estaba más que harto de hablar de Kotku—. Seguramente él solo quería comprarle hierba. —Sí, pero hay algo más. Lo sé. Ella ya no quiere que me quede a dormir en su casa, ¿lo has notado? Siempre tiene cosas que hacer. Ni siquiera se pone el collar que le compré. Yo tenía las gafas torcidas y me las deslicé por el puente de la nariz. Boris ni siquiera había comprado ese estúpido collar sino que lo había robado del centro comercial; lo agarró y echó a correr mientras yo (un ciudadano honrado, con chaquetón de colegio privado) distraía a la dependienta con bobas pero educadas preguntas sobre qué podíamos comprarle papá y yo a mamá para su cumpleaños. —Eh —dije, tratando de parecer comprensivo. Boris frunció el entrecejo; su frente era como una nube de tormenta. —Es una puta. El otro día fingió que lloraba en clase, para que ese cabrón de Olowska la compadeciera. Qué puta. Me encogí de hombros —no tenía nada que decir al respecto— y le pasé el porro. —Él solo le gusta porque tiene dinero. Su familia tiene dos Mercedes Clase E. —Es el coche que llevan las ancianas. —Tonterías. En Rusia lo conducen los mafiosos. Y… —Dio una profunda calada, sosteniéndolo y agitando las manos, con los ojos llorosos, como diciendo: espera, espera, esto es lo mejor—: ¿Sabes cómo la llama él? —¿Kotku? —Boris era tan insistente llamándola Kotku que en el colegio, todos, incluso los profesores, habían empezado a llamarla así también. —¡Exacto! —exclamó Boris, indignado, sacando el humo por la boca—. ¡Mi apodo! El klitchka que le puse yo. Y otro día en el pasillo lo vi a él desordenarle el pelo. Encima de la mesa de centro había un par de caramelos de menta que casi se habían derretido en el bolsillo de papá, junto con varias recetas y unas monedas; desenvolví uno y me lo llevé a la boca. Estaba colocado y el dulzor me produjo un hormigueo por todo el cuerpo, como si fuera fuego. —¿Se lo desordenó? —le pregunté entrechocando el caramelo contra los dientes—. ¿Has dicho eso? —Hizo así —dijo él, haciendo el gesto de alborotarme el pelo con una mano mientras con la otra daba una última calada al porro y lo apagaba—. No sé cómo se dice. —Yo no me preocuparía por eso —dije, apoyando la cabeza en el sofá—. Tienes que probar uno de estos caramelos de menta. Son buenísimos. Boris se frotó la cara con una mano, luego meneó la cabeza como un perro sacudiéndose el agua. —Guau —dijo, pasándose las manos por su pelo enmarañado. —Sí. Yo también —dije, después de una pausa vibrante. Mis pensamientos se extendían viscosos, tardaban en salir a la superficie. —¿Tú también qué? —Estoy colgado. —¿Sí? —Se rió—. ¿Cómo de colgado? —De muy alto, tío. —El caramelo de menta tenía un sabor intenso y era enorme, del tamaño de una roca, y casi no podía hablar con él en la boca. Siguió un silencio sosegado. Eran las cinco y media de la tarde pero la luz aún era pura y cruda. Algunas de mis camisetas blancas estaban tendidas fuera junto a la piscina y deslumbraban, hinchándose y agitándose como velas desplegadas. Cerré los ojos, que me ardían a través de los párpados, y me arrellané mejor en el sofá (de pronto muy cómodo) como si fuera un barco meciéndose, y pensé en el libro de Hart Crane que habíamos estado leyendo en clase de literatura. El puente de Brooklyn. ¿Cómo no había leído nunca ese poema en Nueva York? ¿Y cómo no me había fijado jamás en ese puente, cuando lo veía prácticamente todos los días? Gaviotas y gotas deslumbrantes. «Pienso en los cines, esos trucos de prestidigitación panorámicos…». —La estrangularía —dijo Boris de repente. —¿Qué? —respondí sobresaltado, al oír solo la palabra «estrangularía» y el tono inconfundiblemente desagradable de Boris. —Esa enana. Me vuelve loco. —Boris me golpeó con el hombro—. Vamos, Potter, ¿no te gustaría borrar esa sonrisa suficiente de su cara? —Bueno… —dije, después de un momento de aturdimiento; era evidente que era una pregunta capciosa—. ¿Tronca? —Viene a ser lo mismo que zorra. —Ah. —Pero es que lo es. —Ya. Siguió un silencio largo y bastante extraño durante el cual pensé en levantarme y poner algo de música, pero no sabía qué. Algo animado parecía poco apropiado, y lo último que quería era que sonara algo deprimente o angustioso que provocara a Boris. —Hummm… —dije, después de lo que me pareció mucho tiempo—. Dentro de quince minutos empezará La guerra de los mundos. —A ella le voy a dar yo guerra de los mundos —replicó Boris, sombrío. Se levantó. —¿Adónde vas? ¿Al Double R? Boris frunció el entrecejo. —Adelante, ríete —dijo con amargura, poniéndose su gabardina sovietskoye gris—. Pronto serán las Tres R si tu padre no paga el dinero que le debe a ese tipo. —¿Las Tres R? —Revólver, río o rampa —respondió Boris con una maliciosa risotada que sonó eslava. IX ¿Era el título de una película o algo así?, me pregunté. ¿De dónde había sacado lo de las Tres R? Aunque casi había conseguido apartar de la mente los sucesos de la tarde, Boris me había dejado completamente alucinado al despedirse con ese comentario y me quedé una hora sentado con rigidez en la planta de abajo, viendo La guerra de los mundos sin volumen, escuchando el estrépito de la máquina de hacer hielo y los restallidos de la sombrilla del jardín azotada por el viento. Popper, que se había contagiado de mi estado de ánimo y estaba tan nervioso como yo, no paraba de ladrar y de bajar de un salto del sofá para comprobar los ruidos que se oían por la casa, hasta el punto de que cuando un coche entró en el camino del garaje mucho después de que oscureciera, salió disparado hacia la puerta y armó un follón que me dejó medio muerto de miedo. Pero solo era mi padre. Tenía un aspecto desaliñado y los ojos vidriosos, y no estaba de muy buen humor. —¿Papá? —Yo todavía estaba algo colocado y la voz me salió un poco extraña. Él se detuvo al pie de las escaleras y me miró. —Ha venido un tipo. Un tal señor Silver. —¿Ah, sí? —respondió con bastante naturalidad. Aunque se quedó muy quieto, con una mano en la barandilla. —Ha dicho que intentaba localizarte. —¿A qué hora ha sido eso? —preguntó, entrando de nuevo en el salón. —Hacia las cuatro de la tarde. —¿Estaba Xandra? —No la he visto. Me puso una mano en el hombro y pareció reflexionar unos minutos. —Bueno, te agradecería que no le dijeras nada a ella. Me di cuenta de que la colilla del porro de Boris seguía en el cenicero. Me vio mirarla, la cogió y la olió. —Me ha parecido oler algo —comentó, dejándola caer en el bolsillo de su americana—. Apestas, Theo. ¿De dónde habéis sacado esto? —¿Va todo bien? —le pregunté. Mi padre tenía los ojos un poco rojos y desenfocados. —Por supuesto. Solo voy a subir a mi habitación para hacer unas llamadas. Despedía un fuerte hedor a humo de tabaco rancio y al té de ginseng que bebía a todas horas, una costumbre que había adquirido de un empresario chino del salón de bacarrá y que impregnaba su sudor de un extraño olor exótico. Mientras lo observaba subir las escaleras hasta el rellano, lo vi sacar del bolsillo la colilla del porro y pasársela de nuevo por debajo de la nariz, pensativo. X De nuevo en mi dormitorio del piso superior, con la puerta cerrada con llave y Popper todavía nervioso y paseándose rígidamente de un lado para otro, pensé en el cuadro. Me sentía orgulloso de la ocurrencia de esconderlo dentro de una funda de almohada detrás de la cabecera de la cama; pero de pronto me di cuenta de lo estúpido que era guardar el cuadro en casa; claro que no tenía otras opciones, a menos que quisiera llevarlo al contenedor de escombros que había unas casas más abajo (que nunca habían vaciado desde que yo vivía en Las Vegas) o a una de las casas abandonadas de la acera de enfrente. La casa de Boris no era más segura que la mía, y no había nadie más en quien confiara o a quien conociera lo suficiente para dejarlo a su cuidado. La otra única posibilidad era el colegio, también una mala idea. Sabía que tenía que haber algún lugar mejor, pero no se me ocurría. En el colegio de vez en cuando hacían inspecciones arbitrarias de taquillas y, relacionado como estaba ahora con Kotku a través de Boris, probablemente yo era la clase de alumno turbio al que podían decidir investigar arbitrariamente. Aunque me expusiera a que alguien lo encontrara en mi taquilla —ya fuera el director o el señor Detmars, el aterrador entrenador de baloncesto, o incluso el segurata de la empresa de seguridad al que llamaban de vez en cuando para asustar a los alumnos—, era mejor que tenerlo en casa al alcance de papá o del señor Silver. El cuadro, dentro de la funda de almohada, estaba envuelto en varias capas de papel de dibujo sujetas con celo —un papel archival, de buena calidad, que había robado del aula de arte del colegio— con una doble capa interior de paño de cocina de algodón blanco, para proteger la superficie de los ácidos del papel (aunque no hubiera ninguno). Pero había sacado tantas veces el cuadro para mirarlo, abriendo la solapa superior cerrada con celo, que el papel estaba gastado y el celo ya no pegaba. Después de pasar unos minutos tumbado en la cama mirando el techo, me levanté y fui a buscar el rollo extralargo de cinta adhesiva que habíamos utilizado para la mudanza; luego despegué la funda de almohada de la cabecera. Era demasiado —demasiado tentador— tener en mis manos el cuadro y no mirarlo. Lo saqué rápidamente del paquete, y casi de inmediato me vi envuelto en su resplandor, algo casi musical, una dulzura interior que resultaba inexplicable más allá de una profunda y vibrante armonía de la rectitud, del mismo modo que el corazón te palpitaba lento y seguro cuando estabas con alguien con quien te sentías protegido y amado. De él emanaba un poder, un brillo, una frescura como la de la luz que entraba en mi antiguo dormitorio de Nueva York por las mañanas, serena y al mismo tiempo emocionante, una luz que volvía todo más afilado y al mismo tiempo más delicado y hermoso de lo que era en realidad, y aún más atrayente porque formaba parte del pasado y era irrecuperable: el papel de pared brillante, el viejo globo terráqueo Rand McNally en la penumbra. Una pequeña ave; un ave amarilla. Sacudiéndome el aturdimiento, deslicé de nuevo el cuadro en el envoltorio a base de papel y paños de cocina, y lo envolví otra vez con dos o tres (¿cuatro?, ¿cinco?) hojas de la prensa deportiva de mi padre; luego, de forma impulsiva, entregándome de lleno a la tarea con determinación y aún colocado, lo rodeé una y otra vez con la cinta adhesiva hasta que no quedó visible ni una tira de letra impresa, y acabé todo el rollo extralargo. Nadie abriría ese paquete por capricho. Aunque tuviera a mano un cuchillo afilado en lugar de unas simples tijeras, tardaría mucho rato en hacerlo. Cuando por fin terminé —el fardo parecía un extraño capullo de ciencia ficción—, metí el cuadro momificado, con funda y todo, en la mochila del colegio y la puse debajo de la colcha junto a mis pies. Con un gruñido enfadado, Popper se movió para hacerle sitio. Aun pequeño y ridículo como era, ladraba con ferocidad y tenía un sentido territorial muy acusado, que era a mi lado; me constaba que si alguien abría la puerta del dormitorio mientras yo dormía —incluidos Xandra o mi padre, que no le gustaban mucho—, pegaría un brinco y daría la alarma. Lo que había empezado siendo un pensamiento tranquilizador se estaba metamorfoseando una vez más en visiones de desconocidos y robos. El aire acondicionado estaba tan fuerte que tiritaba; cuando cerré los ojos tuve la sensación de que me elevaba por encima de mi cuerpo y flotaba cada vez más deprisa, como un globo que se escapa, solo para sobresaltarme con una brusca sacudida al abrirlos de nuevo. De modo que mantuve los ojos cerrados e intenté recordar todo lo posible el poema de Hart Crane, que no fue mucho, aunque hasta las palabras aisladas como «gaviotas», «tráfico», «tumulto» y «amanecer» acarreaban algo de sus distancias aéreas, sus movimientos de lo alto hacia abajo; y cuando estaba a punto de dormirme me sumergí en un abrumador recuerdo sensorial del estrecho y ventoso parque con olor a tubos de escape que había cerca de nuestro antiguo apartamento, junto al río East, el estruendo del tráfico que flotaba de forma abstracta por encima mientras el río se arremolinaba en rápidas y confusas corrientes, y a veces parecía fluir en dos direcciones diferentes. XI Esa noche apenas pegué ojo, y estaba tan exhausto cuando llegué al día siguiente al colegio y guardé el cuadro en la taquilla que ni siquiera me di cuenta de que Kotku (que volvía a estar con Boris, como si no hubiera pasado nada) tenía el labio hinchado. Solo cuando oí decir a un chico duro del último curso llamado Eddie Riso: «¿Te ha pasado una apisonadora por encima?», vi que alguien la había golpeado a base de bien. Ella iba por ahí riéndose nerviosa y diciéndole a la gente que se había golpeado la boca con la portezuela de un coche, pero de un modo algo avergonzado que (al menos a mí) no me sonó muy sincero. —¿Se lo has hecho tú? —le pregunté a Boris cuando lo vi sentado solo (o relativamente solo) en la clase de literatura. Él se encogió de hombros. —No quería hacerlo. —¿Qué quieres decir? Boris parecía asombrado. —¡Ella me obligó! —Te obligó —repetí. —Mira, solo porque tienes celos de ella… —Vete a la mierda. Mi importa un bledo lo que hagáis Kotku y tú…, tengo otras cosas en las que pensar. Por mí, puedes partirle la cabeza. —Vamos, Potter —dijo Boris serenándose de golpe—. ¿Volvió ese tipo? —No —respondí tras un momento de silencio—. Aún no. Bueno, a la mierda —añadí mientras Boris me miraba fijamente—. Es su problema, no el mío. Ya se le ocurrirá algo. —¿Cuánto le debe? —Ni idea. —¿No puedes conseguir tú el dinero por él? —¿Yo? Boris apartó la vista. Le golpeé el brazo. —Vamos, Boris, ¿qué quieres decir con si puedo conseguirlo por él? ¿De qué estás hablando? —le pregunté al ver que no respondió. —No importa —dijo él rápidamente, recostándose en la silla. Y no tuve oportunidad de continuar la conversación porque en ese momento Spirsetskaya entró en el aula, impaciente por hablarnos del aburrido Silas Marner, y ahí quedo todo. XII Aquella noche mi padre llegó pronto a casa con bolsas de comida de su chino favorito, incluida una ración de bolas de masa rellenas con especias que me encantaba; estaba de tan buen humor que parecía que el señor Silver y todo el asunto de la noche anterior habían sido un sueño. —Bueno… —dije, pero me interrumpí. Xandra, que acababa de terminarse sus rollitos de primavera, estaba aclarando unos vasos en el fregadero, pero había cosas que me incomodaba hablar delante de ella. Él me sonrió con su gran sonrisa de superpapá, la misma que a veces ponía para que las azafatas lo sentaran en primera clase. —Bueno ¿qué? —dijo él, dejando a un lado la bandeja de gambas al estilo Sichuan para coger una galleta de la suerte. —Eh… —Xandra tenía el grifo abierto—. ¿Ya lo has resuelto todo? —¿Te refieres a Bobo Silver? —preguntó él con tono despreocupado. —¿Bobo? —Escucha, espero que no estuvieras preocupado por eso. No lo estabas, ¿verdad? —Bueno… —Bobo… —Él se rió—, lo llaman el Mensch. En realidad es un buen tipo… Bueno, tú mismo hablaste con él, solo se nos cruzaron los cables, eso es todo. —¿De qué pico me hablaba? —Escucha, solo fue una confusión. Quiero decir que esos tipos son unos personajes. Tienen su propio lenguaje, su forma de hacer las cosas. Pero, eh… —se rió—, esto es genial…, cuando me encontré con él en el Caesars (allí es donde Bobo tiene su «oficina», ¿sabes?, en la piscina del Caesars), en fin, cuando me lo encontré, ¿sabes lo que no paraba de repetir? Tienes un gran chico, Larry. Todo un pequeño caballero. Vamos, no sé qué le dijiste, pero te debo una. —Uf —dije con tono neutro, sirviéndome más arroz. Pero en mi fuero interno estaba casi borracho de alegría ante el cambio de humor que se había producido en él, la misma oleada de euforia que sentía de pequeño cuando los silencios se rompían y sus pasos se volvían ligeros de nuevo, y lo oía reírse por algo o tararear mientras se afeitaba. Mi padre partió su galleta de la suerte y se rió. —Mira esto —dijo, haciendo una pelota y tirándomela—. Me gustaría saber quién se sienta a discurrir estas profecías en Chinatown. —«Tienes un aparato insólito para adivinar el futuro, ¡utilízalo con cuidado!» —leí en voz alta. —¿Un aparato insólito? —repitió Xandra, acercándose a él por detrás para rodearle el cuello con los brazos—. Eso suena un poco obsceno. —Ah… —Mi padre se volvió para besarla—. Una mente obscena. La fuente de la eterna juventud. —Eso parece. XIII —Esa vez te dejé a ti el labio hinchado —dijo Boris; sin duda se sentía culpable por el asunto de Kotku, ya que había sacado el tema durante el amigable silencio matinal en el autobús escolar. —Sí, y yo te golpeé la cabeza contra el puto muro. —¡No era mi intención! —¿No era tu intención qué? —¡Golpearte en la boca! —¿Y a ella sí querías golpearla? —En cierto modo, sí —respondió él evasivo. —En cierto modo. Boris hizo un ruido de exasperación. —¡Le he pedido perdón! Ahora todo va bien entre nosotros, no hay ningún problema. Además, ¿a ti qué te importa? —Tú has sacado el tema, no yo. Me lanzó una extraña mirada desenfocada, luego se rió. —¿Puedo decirte algo? —¿Qué? Acercó su cabeza a la mía. —Kotku y yo tuvimos un viaje anoche —susurró—. Nos metimos un ácido juntos. Fue increíble. —¿De verdad? ¿De dónde lo sacaste? —Era bastante fácil conseguir éxtasis en nuestro colegio (Boris y yo habíamos tomado al menos una docena de veces, las mágicas noches sin hablar en que nos habíamos adentrado en el desierto medio delirante de las estrellas), pero nadie tenía nunca ácido. Boris se frotó la nariz. —Bueno, su madre conoce a un anciano espeluznante llamado Jimmy que trabaja en una tienda de armas. Nos proporcionó cinco dosis…, no sé por qué le compré cinco, debería haberle comprado seis. De todos modos todavía me quedan. Joder, es genial. —¿Ah, sí? —Al mirarlo con más atención me di cuenta de que tenía las pupilas dilatadas y raras—. ¿Todavía te dura? —Puede que un poco. Solo he dormido dos horas. De todos modos nos hemos reconciliado del todo. Hasta las flores sobre la colcha de su madre eran amistosas, y estábamos hechos de la misma sustancia que las flores; comprendimos lo mucho que nos queremos y que nos necesitamos pase lo que pase, y que todas las cosas horribles que han sucedido entre nosotros solo eran fruto del amor. —Vaya —dije, con un tono que supongo que debió de sonar más triste de lo que me proponía, a juzgar por el modo en que Boris juntó las cejas y me miró—. Bueno, ¿qué te pasa? —le pregunté, ya que seguía mirándome fijamente. Parpadeó y meneó la cabeza. —Solo lo veo. Una especie de bruma de tristeza alrededor de tu cabeza. Es como si fueras un soldado o algo así, un personaje histórico que sale a un campo de batalla con todos esos sentimientos profundos… —Boris, todavía estás flipando. —No es verdad —dijo con tono soñador—. Me va y me viene. Pero aún veo las chispas de colores que salen de las cosas si las miro con el rabillo del ojo. XIV Transcurrió más o menos una semana sin incidentes, tanto en el frente de mi padre como en el de Boris y Kotku, el tiempo que creí prudente para volver a traer a casa la funda de almohada. Al sacarla de la taquilla había advertido lo extrañamente abultada (y pesada) que parecía, y cuando subí a mi dormitorio y saqué el paquete de la funda, comprendí por qué. Era evidente que estaba colgadísimo cuando lo envolví y aseguré con cinta adhesiva; todas esas capas de papel de periódico, sujetas con un rollo extralargo de cinta adhesiva reforzada con fibra, me habían parecido una sensata medida de precaución en mi estado aterrado y colocado; pero de nuevo en mi dormitorio, a la sobria luz de la tarde, era el envoltorio de un loco y/o un vagabundo, ya que prácticamente lo había momificado. Con tanta cinta adhesiva ya no era ni cuadrado; hasta las esquinas estaban redondeadas. Fui a buscar el cuchillo más afilado de la cocina y serré una esquina, con cuidado al principio, preocupado por si se me resbalaba y estropeaba el cuadro, luego con más vigor. Pero solo había atravesado unas tres pulgadas y empezaba a notarme las manos cansadas cuando oí a Xandra entrar en el piso de abajo y volví a guardarlo en la funda de almohada y a pegarlo detrás de la cabecera de la cama hasta que supiera con certeza que ella y mi padre estarían fuera de casa un buen rato. Boris me había prometido compartir conmigo dos de los ácidos que le quedaban en cuanto su mente volviera a la normalidad, como él lo expresó; me confesó que todavía se notaba un poco distanciado de la realidad; veía formas en movimiento en las vetas de la madera de imitación del escritorio del colegio, y en cuanto fumó hierba empezó de nuevo el viaje. —Eso suena muy intenso. —No, está bien. Puedo hacer que pare si quiero. Creo que deberíamos hacerlo en el parque infantil. Quizá el día de Acción de Gracias. Habíamos ido a tomar éxtasis al parque infantil abandonado todas las veces menos la primera, en la que Xandra empezó a golpear la puerta de mi habitación para pedirnos que la ayudáramos a arreglar la lavadora. No logramos arreglarla, por supuesto, pero los cuarenta y cinco minutos que estuvimos con ella en el lavadero, la mejor parte del viaje, habían sido un tremendo corte de rollo. —¿Será mucho más fuerte que el éxtasis? —No…, bueno, sí, pero es genial, créeme. Yo quería todo el rato que Kotku y yo estuviéramos fuera, al aire libre, pero nos encontrábamos demasiado cerca de la autopista, los faros, los coches… ¿Quizá este fin de semana? Así que teníamos algo que esperar con ilusión. Sin embargo, justo cuando empezaba a sentirme bien e incluso esperanzado de nuevo —no se había sintonizado el canal ESPN en toda una semana, lo que era una especie de récord—, me encontré a mi padre esperándome en casa cuando llegué del colegio. —Necesito hablar contigo, Theo —me dijo en cuanto entré—. ¿Tienes un momento? Me detuve. —Sí, claro. El salón tenía el aspecto de haber sufrido un robo, con papeles esparcidos por todas partes e incluso los cojines del sofá mal colocados. Él dejó de dar vueltas; se movía con cierta rigidez, como si le doliera una rodilla. —Ven aquí —dijo con voz amistosa—. Siéntate. Me senté. Mi padre suspiró, se sentó frente a mí y se pasó una mano por el pelo. —El abogado —dijo, echándose hacia delante con las manos juntas entre las rodillas y mirándome a los ojos con franqueza. Esperé. —Quiero decir, el abogado de tu madre. Sé que te lo pido con poca antelación, pero necesito que lo telefonees por mí. Fuera soplaba el viento; la arena repiqueteaba contra las puertas de cristal y el toldo del jardín restallaba con el ruido de una bandera rasgándose. —¿Cómo? —pregunté, tras un silencio cauteloso. Mi madre había comentado que quería ver a un abogado cuando papá se marchó —me figuré que para hablar de divorcio—, pero no sabía qué había pasado después. —Verás… —Mi padre respiró hondo; miró hacia el techo—. La situación es la siguiente. Imagino que habrás notado que ya no he hecho más apuestas deportivas, ¿no? Bueno, pues lo quiero dejar. Mientras lleve ventaja, por así decirlo. No es… —Guardó silencio y pareció pensar—. Quiero decir que me he vuelto bastante bueno haciendo los deberes y siendo disciplinado. No apuesto de forma impulsiva sino que hago muchos números. Y, como digo, me ha ido bastante bien. He ahorrado bastante dinero los últimos meses. Solo que… —Entiendo —dije sin mucha convicción en el silencio que siguió, preguntándome adónde quería ir a parar. —En fin, ¿por qué tentar el destino? Porque… —se llevó una mano al corazón—, soy alcohólico. Soy el primero en admitirlo. No puedo beber ni una gota. Una copa es demasiado y mil no son suficientes. Dejar la bebida es lo mejor que he hecho nunca. Y con el juego, incluso con mis tendencias adictivas y demás, siempre ha sido diferente, desde luego que he pasado algún apuro, pero nunca he sido como uno de esos tipos que llegan a malversar dinero y a llevar a la bancarrota el negocio de la familia o lo que sea. Pero… —se rió—, si no quieres acabar tarde o temprano cortándote el pelo es mejor no pisar la barbería, ¿no? —¿Y bien? —pregunté con cautela, esperando que continuara. —Pues que…, uf. —Mi padre se pasó las manos por el pelo; tenía un aspecto infantil, entre aturdido e incrédulo—. La cuestión es que quiero hacer grandes cambios. Porque me han ofrecido la oportunidad de entrar en un gran negocio. Un colega mío tiene un restaurante. Y creo que sería algo bueno para todos, una de esas oportunidades que solo se presentan una vez en la vida. ¿Sabes? Xandra lo está pasando de pena en su trabajo en estos momentos; su jefe se porta fatal con ella y, no sé, creo que esto sería lo más sensato. ¿Mi padre? ¿Un restaurante? —Vaya…, es estupendo. —Sí. —Mi padre asintió—. Es realmente estupendo. Pero el caso es que para abrir un local así… —¿Qué clase de local? Mi padre bostezó, se frotó los ojos enrojecidos. —Oh, ya sabes…, comida norteamericana sencilla. Bistecs, hamburguesas y platos por el estilo. Algo simple y bien preparado. Pero para que mi colega abra el local y pague los impuestos del restaurante… —¿Los impuestos? —Dios, sí, no te imaginas las cantidades que te piden aquí. Tienes que pagar los impuestos del restaurante, la licencia para la venta de bebidas alcohólicas, el seguro contra terceros… Tener un local así en funcionamiento cuesta un cantidad elevadísima de efectivo. —Bueno. —Intuí adónde quería ir a parar—. Si necesitas el dinero de mi cuenta… Mi padre pareció sobresaltarse. —¿Qué? —Ya sabes, la cuenta que abriste para mí. Si necesitas sacar el dinero, no es ningún problema. —Ah, sí. —Mi padre guardó silencio un momento—. Gracias. Te lo agradezco. Pero la verdad —se había levantado y daba vueltas por la habitación— es que veo una forma muy hábil de resolverlo. Solo es una solución a corto plazo para poner en marcha el local, ya sabes. Lo recuperaremos en unas pocas semanas… Quiero decir que un local como este, en el lugar donde está y demás, es como tener una máquina de hacer dinero. Solo son los gastos iniciales. Esta ciudad es una locura de impuestos, tasas y demás. —Se rió, medio disculpándose—. Ya sabes que no te lo pediría si no fuera una emergencia… —¿Cómo? —le pregunté confuso. —Como te decía, necesito que hagas una llamada telefónica por mí. Aquí tienes el número. —Lo había escrito todo en una hoja de papel; me fijé en que era un 212—. Necesito que llames a este tipo y hables tú mismo con él. Se llama Bracegirdle. Miré el papel y luego a mi padre. —No lo entiendo. —No hace falta que lo entiendas. Todo lo que tienes que hacer es decir lo que yo te diga. —¿Qué tiene que ver esto conmigo? —Mira, tú solo haz lo que te digo. Dile quién eres, que necesitas hablar con él, que es un asunto de negocios, bla, bla, bla… —Pero… —¿Quién era esa persona?—. ¿Qué quieres que le diga? Mi padre tomó una larga bocanada de aire; estaba haciendo un esfuerzo por controlar la expresión de su cara, algo que se le daba muy bien. —Es abogado —respondió en una sola exhalación—. El abogado de tu madre. Tiene que disponer el ingreso de esta cantidad de dinero… —Se me salieron los ojos de las órbitas ante la cifra que él me indicó: sesenta y cinco mil dólares— en esta cuenta. —Arrastró el dedo hasta la hilera de cifras de debajo—. Dile que he decidido mandarte a una escuela privada. Te pedirá tu nombre y el número de la Seguridad Social, eso es todo. —¿Un colegio privado? —repetí, tras unos minutos de confusión. —Ya te he dicho que es por motivos fiscales. —Pero yo no quiero ir a un colegio privado. —Espera, espera…, solo escúchame. Siempre y cuando estos fondos se utilicen en beneficio tuyo, en un sentido oficial, no habrá ningún problema. Y el restaurante es en beneficio de todos. Quizá al final sea sobre todo en beneficio tuyo. Verás, yo mismo podría hacer la llamada, pero si lo enfocamos como es debido podríamos ahorrarnos unos treinta mil dólares que de otro modo irían a parar al gobierno. Por Dios, te enviaré a un colegio privado si quieres. A un internado. Podría enviarte a Andover con todo ese dinero extra. Solo quiero evitar que la mitad del dinero vaya a parar a Hacienda, ¿comprendes? Además, tal como están las cosas, cuando llegue el momento de que vayas a la universidad tendrás que pagar, porque con esa cantidad no podrás pedir una beca. La oficina de ayuda económica de la universidad comprobará esa cuenta y te pondrán dentro de otro baremo de ingresos; se llevarán el setenta y cinco por ciento solo el primer año. Si lo hacemos de este modo al menos podrás aprovecharlo a fondo ahora, ¿entiendes? ¿Y en qué momento podría ser más útil? —Pero… —Pero… —Voz de falsete, lengua colgada hacia fuera, mirada atontada—. Oh, vamos, Theo —continuó con voz normal al mirarlo fijamente. Te juro que no tengo tiempo para esto. Necesito que hagas esta llamada ahora mismo, antes de que cierren las oficinas en el Este. Si necesitas firmar algo, dile que te envíe los documentos por Fed-Ex. O por fax. Tenemos que hacerlo lo antes posible. —Pero ¿por qué tengo que hacerlo yo? Mi padre suspiró; puso los ojos en blanco. —Mira, no me vengas con esas, Theo. Estoy seguro de que sabes de qué va porque te he visto revisar la correspondencia. —Y al percibir mis objeciones, añadió—: Sí, lo haces cada día, sales a ese buzón como un puto rayo. Yo estaba tan desconcertado ante ese comentario que no supe qué responder. —Pero… —Bajé la vista hacia el papel y la cifra me saltó de nuevo a los ojos—. Sesenta y cinco mil dólares. Sin previo aviso, mi padre salió disparado y me dio una bofetada con tanta fuerza que durante un segundo no supe qué había pasado. Luego, casi antes de que pudiera parpadear me golpeó de nuevo, esta vez con el puño, con un plaf de dibujos animados que sonó como el flash de una cámara de fotos. Mientras me tambaleaba —las piernas no me sostenían, todo estaba blanco—, me agarró por el cuello y, con un brusco impulso hacia arriba, me obligó a ponerme de puntillas. —Escúchame bien. —Me gritaba en la cara, con la nariz a dos pulgadas de la mía, pero Popper saltaba y ladraba como loco, y el pitido que yo oía en los oídos había alcanzado un tono tan alto que era como si sus gritos llegaran a través de la estática de la radio—. Vas a llamar a este tipo… —agitando el papel en mi cara— y a decirle lo que yo te diga, joder. No me lo pongas más difícil porque voy a obligarte a hacerlo, Theo, no te miento, te romperé el brazo, te daré una paliza de órdago si no haces esta llamada ahora mismo. ¿Entendido? ¿Entendido? —repitió, en el aturdido silencio que zumbaba en mi oído. Noté su agrio aliento a tabaco en mi cara. Me soltó el cuello; retrocedió—. Ya me has oído. Di algo. Me protegí la cara con el brazo. Me caía una lágrima por la mejilla aunque era algo automático, como agua del grifo, no la acompañaba ninguna emoción. Mi padre cerró los ojos con fuerza; meneó la cabeza. —Mira, lo siento —dijo con una voz áspera, todavía jadeando. Sin embargo, desde un claro rincón de mi mente vi que no lo sentía; más bien parecía que quería seguir pegándome—. Pero te juro, Theo, y créeme lo que te digo, que tienes que hacer esto por mí. Todo se volvió borroso y levanté las manos para ponerme bien las gafas. Respiraba de un modo tan ruidoso que no se oía nada más en la habitación. Mi padre, con las manos en las caderas, alzó los ojos al techo. —Oh, vamos —dijo—. Ya basta. No dije una palabra. Nos quedamos otros dos minutos larguísimos mirándonos. Popper ya no ladraba y nos observaba de forma aprensiva, como si intentara averiguar qué estaba pasando. —Es solo… Bueno, ya sabes. —De pronto volvía a mostrarse razonable—. Lo siento, Theo. Te juro que lo siento, pero estoy en un verdadero aprieto, necesitamos ese dinero ahora mismo, de verdad. Intentaba mirarme a los ojos; su mirada era franca, sensata. —¿Quién es ese tipo? —le pregunté, sin mirarlo a él sino a la pared situada detrás de su cabeza, con una voz que por alguna razón me salió con un sonido abrasado y extraño. —El abogado de tu madre. ¿Cuántas veces tengo que decírtelo? —Se masajeaba los nudillos como si le dolieran después de haberme golpeado—. Mira, Theo, el caso es que… —Otro suspiro—. Lo siento, pero te juro que no estaría tan perturbado si no fuera de verdad importante. Porque lo estoy, estoy con el agua al cuello. Esto solo es algo temporal, entiéndelo…, hasta que arranque el negocio. Porque todo podría derrumbarse —chasqueó los dedos—, así de fácil, a menos que empiece a quitarme de encima a algunos de estos acreedores. Y el resto… lo utilizaré para mandarte a un colegio mejor. Uno privado quizá. Te gustaría, ¿verdad? Llevado por su propio discurso, ya había empezado a marcar el número. Me pasó el auricular y, antes de que alguien respondiera, corrió a ponerse al aparato del otro extremo de la habitación. —Hola —le dije a la mujer que contestó—, hum, disculpe. —Mi voz sonaba áspera e irregular, todavía no podía creer lo que estaba ocurriendo—. ¿Podría hablar con el señor…? Mi padre clavó el dedo en el papel: Bracegirdle. —¿El señor, hum, Bracegirdle? —dije en voz alta. —¿De parte de quién? —Tanto mi voz como la suya sonaban demasiado fuertes por el hecho de que mi padre escuchaba por el teléfono supletorio. —Theodore Decker. —Ah, sí —dijo la voz de un hombre al ponerse al aparato—. ¡Hola Theodore! ¿Cómo estás? —Bien. —Pareces resfriado. Dime, ¿estás un poco resfriado? —Hum, sí —respondí con poca convicción. Mi padre, desde el otro extremo de la habitación, pronunciaba mudamente la palabra laringitis. —Qué lástima —dijo la voz resonante, tan fuerte que tuve que apartar el auricular de la oreja—. Nunca se me ocurre pensar que la gente se resfría igual donde tú vives. De todos modos, me alegro de que hayas telefoneado… No sabía cómo ponerme en contacto contigo directamente. Sé que las cosas aún son muy difíciles para ti, pero espero que haya mejorado algo desde la última vez que te vi. Guardé silencio. ¿Conocía a esa persona? —Fue un mal momento —continuó el señor Bracegirdle, interpretando de manera correcta mi silencio. La voz fluida y aterciopelada me resultaba familiar. —Sí. —La tormenta de nieve, ¿recuerdas? —Ya. Había aparecido más o menos una semana después de que mi madre muriera; era un hombre de edad avanzada, tenía el pelo blanco e iba elegantemente vestido, con camisa de rayas y pajarita. Al parecer, él y la señora Barbour se conocían, o al menos él dio la impresión de conocerla a ella. Se sentó frente a mí en el sillón más cercano al sofá y habló mucho, de cosas confusas, aunque lo único que se me quedó grabado fue la anécdota de cómo había conocido a mi madre: en medio de una gran tormenta de nieve, sin taxis a la vista, un taxi ocupado dobló la esquina de la Ochenta y cuarto con Park precedido por una aluvión de nieve mojada. La ventanilla se bajó y apareció mi madre «¡la viva imagen de la belleza!» diciendo que se dirigía a la Cincuenta y siete Este, que si le iba de camino. —Ella siempre hablaba de esa tormenta —dije. Mi padre, con el auricular al oído, me observaba con una mirada penetrante—. Cuando la ciudad quedó paralizada. Él se rió. —¡Qué encanto de mujer! Yo salía de una reunión tardía…, una fiduciaria de edad avanzada en Park con la Noventa y dos, la heredera de una compañía naviera, que lamentablemente había muerto. En fin, cuando bajé a la calle arrastrando mi cartera de litigios ya había caído un palmo de nieve. El silencio era absoluto. Unos chicos bajaban en trineo por Park Avenue. Los trenes no funcionaban por encima de la Setenta y dos, y ahí me tienes, hundido hasta las rodillas en la nieve y caminando con dificultad, cuando un taxi amarillo con tu madre dentro aparece de la nada y hace crujir la nieve hasta detenerse. Como si la enviara una partida de búsqueda. «Suba que le llevaremos». El centro de la ciudad estaba totalmente desierto…, los copos de nieve se arremolinaban y las luces de la ciudad estaban encendidas. Y allí nos encontrábamos nosotros, avanzando a un paso tan de tortuga que podríamos haber ido en trineo, y saltándonos los semáforos, pues no tenía sentido parar. Recuerdo que hablamos de Fairfield Porter…, acababa de exponer en Nueva York, y luego pasamos a hablar de Frank O’Hara y Lana Turner, y de en qué año habían cerrado por fin el viejo restaurante Horn and Hardart, conocido como el Automat. ¡Luego descubrimos que trabajábamos uno enfrente del otro! Fue el comienzo de una bonita amistad, como se suele decir. Miré a papá. Tenía una cara extraña, con los labios apretados, como si estuviera a punto de vomitar sobre la moqueta. —Si te acuerdas, aquel día hablamos un poco del testamento de tu madre —continúo diciendo la voz al otro lado del teléfono—. No mucho, pues no era el momento. Pero esperaba que fueras a verme cuando estuvieras preparado para hablar. De haber sabido que te irías te habría telefoneado antes. Miré de nuevo a mi padre, luego el papel que tenía en la mano. —Quiero ir a un colegio privado —balbuceé. —¿De verdad? —dijo el señor Bracegirdle—. Me parece una idea excelente. ¿Dónde estabas pensando? ¿En el Este o por allí? No habíamos pensado en eso. Miré a mi padre. —Hummm… —dije mientras mi padre hacía muecas y agitaba una mano frenético. —Es posible que haya buenos internados en el Oeste, pero yo no los conozco —decía el señor Bracegirdle—. Yo estuve en el Milton y fue una experiencia maravillosa. Mi hijo mayor también fue durante un año pero no resultó ser el lugar adecuado para él… Mientras hablaba de distintos internados situados entre Milton y Kent a los que habían ido los hijos de amigos y conocidos suyos, mi padre había garabateado algo en un papel; me lo lanzó. «Envíeme el dinero por giro —leí—. La cuota inicial». —Hummm… —No sabía muy bien cómo plantear el tema—. ¿Mi madre me dejó algo de dinero? —Bueno, no exactamente —respondió el señor Bracegirdle, y pareció enfriarse un poco al oír la pregunta, o quizá fuera por la torpeza de la interrupción—. Tuvo algunos problemas económicos al final, como estoy seguro que ya sabes. Pero tienes un plan quinientos veintinueve. Y poco antes de morir también abrió una pequeña UTMA a tu nombre. —¿Qué es eso? Mi padre, con los ojos clavados en mí, escuchaba con mucha atención. —Una cuenta de transferencias uniformes a menores. No se puede utilizar más que para tu educación, al menos mientras sigas siendo menor de edad. —¿Por qué no? —pregunté tras una breve pausa, ya que me pareció que ponía especial hincapié en ese último punto. —Porque así lo establece la ley —replicó cortante—. Pero seguro que lo podemos arreglar si quieres ir a un internado. Conozco a una cliente que utilizó parte del quinientos veintinueve de su hijo mayor para mandar a su hija más pequeña a una elegante guardería. No es que crea sensato gastar veinte mil dólares al año en un niño pequeño…, ¡sin duda eran los lápices de colores más caros de Manhattan! Pero es para que entiendas cómo funciona. Miré a mi padre. —Entonces no habría forma de que me enviara sesenta y cinco mil dólares —dije—. Si los necesitara ahora mismo. —¡No! ¡Por supuesto que no! Quítate esa idea de la cabeza. —Su actitud había cambiado; era evidente que ya no tenía la misma opinión de mí; yo ya no era el hijo de mi madre y un buen chico, sino un granuja codicioso—. Por cierto, ¿puedo preguntarte cómo has llegado a esa cifra en particular? —Este… —Miré a mi padre, que se había tapado los ojos con una mano. Mierda, pensé, y luego me di cuenta de que lo había dicho en voz alta. —Bueno, no importa —dijo el señor Bracegirdle con más suavidad—. Sencillamente no es posible. —¿No hay forma de hacerlo? —Ni forma ni manera. —De acuerdo. —Traté de pensar, pero la cabeza me funcionaba en dos direcciones a la vez—. Entonces, ¿podría enviarme una parte? ¿La mitad? —No. Tendría que arreglarlo directamente con la universidad o el colegio que escogieras. En otras palabras, necesito ver las facturas para pagarlas. Además, hay mucho papeleo. Y en el caso improbable de que decidieras no ir a la universidad… Mientras seguía hablando, de forma confusa, sobre los pormenores de los fondos que mi madre había dejado para mí (todo bastante restrictivo en lo tocante a permitir que mi padre o yo echáramos mano de dinero en efectivo), mi padre se apartó el auricular del oído con una expresión que rayaba en el horror. —Bueno, hum, es interesante saberlo. Gracias, señor —dije, tratando de poner fin a la conversación. —Por supuesto, hay ciertas ventajas fiscales si se hace de este modo. Pero lo que ella quería en realidad era asegurarse de que tu padre nunca pudiera tocarlo. —¿Ah, sí? —dije con poca convicción en el silencio demasiado largo que siguió. Algo en su tono me hizo sospechar que tal vez sabía que la audible respiración a lo Darth Vader del otro extremo de la línea (audible para mí, no sabía si también para él) era mi padre. —Hay otras consideraciones a tener en cuenta. —Un silencio decoroso—. No sé si debería decírtelo, pero una persona no autorizada ha intentado en dos ocasiones retirar de la cuenta una elevada suma. —¿Cómo dice? —pregunté tras un momento angustioso. —Verás —continuó el señor Bracegirdle, con una voz tan distante como si llegara del fondo del mar—. Yo soy el custodio de la cuenta. Y unos dos meses después de que tu madre muriera, alguien entró en el banco de Manhattan en horario de oficina y trató de falsificar mi firma en los papeles. Como me conocen en la sucursal principal, me telefonearon enseguida, pero mientras hablaban conmigo por teléfono el hombre se escabulló por la puerta antes de que el guardia de seguridad pudiera acercarse a él y pedirle su identificación. Eso fue hace unos dos años. Luego, la semana pasada sin ir más lejos…, ¿recibiste la carta que te escribí al respecto? —No —respondí al darme cuenta de que tenía algo que decir. —Bueno, sin entrar en muchos detalles, recibimos una extraña llamada telefónica. De alguien que afirmaba ser tu abogado allí y que requería que hiciéramos una transferencia de fondos. Y al hacer comprobaciones averiguamos que cierto individuo con acceso a tu número de la Seguridad Social había solicitado y obtenido una línea de crédito considerable a tu nombre. ¿Sabes algo al respecto? —Al ver que yo guardaba silencio, continuó—: Bueno, no te preocupes. Tenía una copia de tu certificado de nacimiento que envié al banco por fax y la cerraron de inmediato. Y ya he avisado a Equifax y a todas las agencias crediticias. Aunque seas menor de edad y no estés legalmente autorizado para firmar esa clase de contrato, al alcanzar la mayoría de edad podrías ser responsable de cualquier deuda que se hubiera contraído en tu nombre. De todos modos, te aconsejo que tengas mucho cuidado con tu número de la Seguridad Social en el futuro. Es posible obtener otro número, en teoría, pero el papeleo implica tal quebradero de cabeza que no te lo recomiendo… Al colgar, estaba envuelto en sudor frío, y el aullido que soltó mi padre me pilló desprevenido. Creí que era rabia, rabia por mi mala gestión, pero cuando lo vi quieto con el auricular todavía en la mano y lo miré con más atención, me di cuenta de que lloraba. Fue terrible. Yo no tenía ni idea de qué hacer. Era como si le hubieran echado agua hirviendo encima, como si se estuviera transformando en hombre lobo o lo torturaran. Lo dejé allí y subí a mi habitación —Popchik echó a correr escaleras arriba por delante de mí; era evidente que él tampoco quería escuchar esos aullidos—, y me senté en la cama con la cabeza entre las manos; deseaba tomarme una aspirina pero no quería ir a buscarla al cuarto de baño de abajo, y rezaba para que Xandra se diera prisa en volver a casa. Los gritos que llegaban del piso inferior eran espantosos, como si estuvieran quemando a alguien con un soplete. Cogí mi iPod y traté de poner algo de música ruidosa que no me afectara (la Cuarta de Shostakovich, que pese a ser clásica era un poco perturbadora), y me tumbé boca arriba en la cama con los auriculares puestos mientras Popper se sentaba con las orejas tiesas y el pelo de la nuca erizado, mirando fijamente la puerta cerrada. XV —Me dijo que tenías una fortuna —me confesó Boris más tarde esa noche en el parque infantil mientras esperábamos a que las drogas surtieran efecto. Yo habría preferido que escogiéramos otra noche para hacerlo, pero él insistió en que eso haría que me sintiera mejor. —¿Crees que si tuviera una fortuna no te lo diría? —Llevábamos sentados en los columpios lo que parecía una eternidad, esperando desde no sabía cuánto tiempo. Boris se encogió de hombros. —No lo sé. Hay muchas cosas que no me dices. Yo te lo habría dicho. Pero no pasa nada. —No sé qué hacer. —Aunque era muy sutil, empezaba a notar dibujos calidoscópicos de un gris brillante dando vueltas con lentitud en la gravilla junto a mis pies: hielo sucio, diamantes, destellos de cristales rotos—. La situación empieza a dar miedo. Boris me dio un codazo. —Hay algo que yo tampoco te he dicho, Potter. —¿Qué? —Mi padre tiene que irse. Por su trabajo. Se vuelve a Australia dentro de unos meses y luego a Rusia, creo. Se hizo un silencio que duró tal vez cinco segundos pero que pareció una hora. ¿Boris se iba? Todo pareció paralizarse, como si el planeta hubiera dejado de dar vueltas. —Bueno, pues yo no pienso irme —dijo Boris con serenidad. Su cara a la luz de la luna había empezado a parpadear de un modo desconcertantemente electrizado, como una película en blanco y negro de la época del cine mudo—. A la mierda. Voy a huir. —¿Adónde? —No lo sé. ¿Quieres venir? —Sí —dije sin pensarlo, y añadí—: ¿Irá Kotku? Él hizo una mueca. —No lo sé. La cualidad fílmica se había vuelto tan cruda y artificial que todo parecido con la vida real se había esfumado; habíamos sido neutralizados, novelados, aplanados; mi campo de visión estaba bordeado por un rectángulo negro, y veía los subtítulos sucediéndose al final de lo que él estaba diciendo. Luego, casi justo al mismo tiempo, el final cayó de mi estómago. Dios mío, pensé, pasándome las manos por el pelo; me sentía demasiado abrumado para explicar lo que sentía. Boris seguía hablando, y me di cuenta de que si no quería perderme para siempre en ese granulado mundo de Nosferatu, de sombras profundas y sin cromatismo, era importante escucharlo y no quedarme colgado de la textura artificial de las cosas. —… supongo que la entiendo —decía con tristeza, mientras los copos y las gotas de lluvia danzaban alrededor de él—. Para ella ni siquiera es huir, ya que es mayor de edad. Pero ha vivido antes en la calle y no le gustó. —¿Kotku ha vivido en la calle? —Sentí una inesperada oleada de compasión hacia ella, orquestada de algún modo con una oleada de música casi cinemática, aunque la tristeza en sí era totalmente real. —Bueno, yo también lo hice en Ucrania. Pero estaba con mis amigos Maks y Seriozha, y nunca duraba más de unos pocos días. A veces era divertido. Dormíamos en sótanos de edificios abandonados…, bebíamos, tomábamos butorfanol, hasta hacíamos hogueras. Pero yo siempre regresaba a casa cuando a mi padre se le pasaba la borrachera. El caso de Kotku fue diferente. Su madre tenía un novio que le hacía cosas. Se largó de casa. Dormía en los portales. Mendigaba o hacía mamadas por dinero. Estuvo un tiempo sin ir al colegio, y tuvo el valor de volver e intentar acabar los estudios, después de lo ocurrido. Porque la gente habla. Ya sabes. Guardamos silencio, pensando en la terrible situación, y tuve la impresión de experimentar en esas pocas palabras todo el peso y el alcance de la vida de Kotku y de la de Boris. —¡Siento que no me guste Kotku! —dije con sinceridad. —Bueno, yo también lo siento —respondió Boris con tono razonable. Su voz parecía ir directa a mi cerebro sin pasar por los oídos—. Pero tú tampoco le gustas a ella. Cree que eres un malcriado. Que no has pasado por las cosas que ella y yo hemos vivido. Parecía una crítica justa. —Eso me parece justo. Pareció transcurrir una especie de interludio pesado oscilante: sombras trémulas, estática, el zumbido de un proyector invisible. Cuando alargué una mano y la miré, vi que estaba salpicada de polvo y brillaba como un fragmento de película en descomposición. —Guau, ahora yo también lo veo —dijo Boris volviéndose hacia mí, una especie de movimiento a cámara lenta, como accionado por una manivela, catorce fotogramas por segundo. Tenía la cara pálida igual que la tiza y las pupilas oscuras y enormes. —¿Qué ves? —pregunté con cuidado. —Ya sabes. —Agitó en el aire su mano en blanco y negro, e iluminada por detrás—. Todo es plano, como en una película. —Pero tú… —¿No era solo yo? ¿Él también lo veía? —Por supuesto —dijo Boris, quien por momentos parecía menos un hombre y más una película de nitrato de plata de los años veinte degradada, con la luz brillando detrás de él como si procediera de una fuente oculta—. Pero me gustaría que hubiera algo de color. Como en Mary Poppins. Cuando dijo eso me eché a reír de modo incontrolable y tan fuerte que casi me caí del columpio, porque entonces supe con seguridad que él veía lo mismo que yo. Más aún, lo estábamos creando. Fuera lo que fuese lo que nos hacía ver la droga, estábamos construyéndolo juntos. Y, ante ese descubrimiento, el simulador de realidad virtual pasó a ser a todo color. Nos ocurrió a los dos a la vez, ¡pop! Nos miramos y nos echamos a reír; todo era carcajeante, hasta el tobogán del parque infantil nos sonreía, y en un momento dado, ya entrada la noche, mientras nos colgábamos de las barras y nos salían lluvias de chispas de la boca, tuve la revelación de que la risa era luz, y la luz risa, y que ese era el secreto del universo. Durante horas observamos cómo las nubes se ordenaban a sí mismas en diseños inteligentes; rodamos por la porquería creyendo que eran algas marinas; nos tumbamos de espaldas y cantamos «Dear Prudence» a las estrellas cordiales y apreciativas. Fue una noche fantástica, una de las mejores noches de mi vida, a pesar de lo que ocurrió después. XVI Boris se quedó a dormir en mi casa, ya que yo vivía más cerca del parque infantil y él estaba v gavno, su palabra favorita, que significaba algo así como con una mierda de órdago o hecho mierda; en todo caso, se sentía demasiado hecho polvo para irse solo a su casa en la oscuridad. Lo que fue una suerte, porque cuando pasó el señor Silver a las tres de la tarde del día siguiente no me encontró solo en casa. Aunque casi no habíamos dormido y todavía temblábamos un poco, todo seguía impregnado de una pequeña magia y lleno de luz. Bebíamos zumo de naranja y veíamos dibujos animados (una buena idea, ya que parecía prolongar el hilarante estado tecnicolor de la velada), y nos habíamos fumado a medias nuestro segundo porro de la tarde (una pésima idea) cuando llamaron al timbre. Popchik, que se mostraba tremendamente nervioso (de algún modo notaba nuestro estado, algo idos, y nos había ladrado como si estuviéramos poseídos), salió disparado hacia la puerta casi como si hubiera esperado algo parecido. En un instante la realidad se impuso de golpe. —Ya voy yo —dijo Boris de inmediato, poniéndose a Popchik bajo el brazo. Descalzo y sin camisa, fue a abrir con un aire de total despreocupación. Pero al cabo de un segundo regresó con cara cenicienta. No dijo nada; no hizo falta. Me levanté, me puse las zapatillas de deporte y me até los cordones con firmeza (como me había acostumbrado a hacer antes de nuestros asaltos a las tiendas, por si tenía que darme a la fuga), y me dirigí a la puerta. Allí estaba el señor Silver —con la americana de sport blanca y el pelo de color betún—, solo que esta vez lo acompañaba un tipo corpulento con una confusión de tatuajes azules serpenteando por los antebrazos y un bate de aluminio en las manos. —¡Bueno, Theodore! —exclamó el señor Silver. Parecía alegrarse sinceramente de verme—. ¿Cómo te va? —Bien —respondí, maravillándome de lo sobrio que me sentía de pronto—. ¿Y usted? —No me quejo. Tienes un morado ahí, amigo. De forma refleja, me llevé una mano a la mejilla. —Uy… —Es mejor que te lo hagas mirar. Tu colega me ha dicho que tu padre no está en casa. —Así es. —¿Estás bien aquí dentro? ¿Tienes algún problema? —Hum, la verdad es que no —respondí. El tipo del bate no lo blandía ni parecía amenazador en ningún sentido, pero aun así yo era muy consciente de que lo tenía. —Porque si tienes alguno —dijo el señor Silver—, de cualquier tipo, puedo ocuparme de ello como si nada. ¿A qué se refería? Miré por encima de él hacia su coche. Aun con los cristales ahumados alcancé a ver a los otros hombres que esperaban dentro. El señor Silver suspiró. —Me alegra saber que no tienes problemas, Theodore. Ojalá pudiera decir lo mismo. —¿Cómo? —Porque esa es la cuestión —continuó, como si yo no hubiera hablado—. Yo sí que tengo un problema, y uno muy grande, con tu padre. Sin saber qué decir, me quedé mirando sus botas de vaquero. Eran de piel de cocodrilo negro, con tacón alto, muy puntiagudas y tan bruñidas que me recordaron las camperas para chicas que siempre llevaba Lucie Lobo, una estilista ultramoderna que trabajaba con mi madre. —Verás, el caso es que tengo cincuenta mil dólares en pagarés de tu padre. Y eso me está causando enormes problemas. —Está juntando el dinero —dije con torpeza—. Quizá, si pudiera darle un poco más de tiempo, no lo sé… El señor Silver me miró. Se puso bien las gafas. —Escucha —dijo con tono razonable—. Tu padre está dispuesto a perder hasta la camisa por unos imbéciles que manejan un puto balón…, perdona el lenguaje, pero me cuesta compadecer a los tipos como él. No cumple con sus compromisos, hace tres semanas que debería haber pagado los intereses y no me coge el teléfono —iba contando las ofensas con los dedos—, quedó en reunirse conmigo hoy al mediodía y no aparece. ¿Sabes cuánto hace que espero a ese holgazán? Una hora y media. Como si no tuviera cosas mejores que hacer. —Ladeó la cabeza—. Los tipos como tu padre son los que nos dan trabajo a tipos como a mí y a Yurko. ¿Crees que me gusta venir a tu casa? ¿Conducir hasta aquí? Yo creía que era una pregunta retórica —era evidente que nadie en su sano juicio querría conducir hasta donde nosotros vivíamos—, pero cuando pasó una escandalosa cantidad de tiempo y vi que él aún me miraba fijamente como si de verdad esperara una respuesta, parpadeé incómodo y dije: —No. —No. Y dices bien Theodore. Desde luego que no me gusta. Créeme, tanto Yurko como yo tenemos cosas mejores que hacer que pasar toda la tarde persiguiendo a un holgazán como tu padre. Así que hazme un favor y dile de mi parte que podemos arreglarlo como caballeros si se sienta conmigo para buscar una solución. —¿Una solución? —Tiene que traerme lo que me debe. —Sonreía, pero el color gris de su gorra de aviador daba a sus ojos una inquietante mirada encubierta—. Y quiero que le digas que lo haga por mí, Theodore. Porque la próxima vez que venga hasta aquí, no seré tan amable. XVII Cuando regresé al salón, me encontré a Boris sentado en silencio, viendo los dibujos animados sin volumen y acariciando a Popper, que, pese a su anterior enfado, dormía profundamente en su regazo. —Ridículo —dijo de manera sucinta. Pronunció la palabra de un modo que tardé un rato en asimilarla. —Sí, ya te dije que era un bicho raro. Boris meneó la cabeza y se recostó en el sofá. —No me refiero al doble de Leonard Cohen con peluquín. —¿Crees que era un peluquín? Hizo una mueca como diciendo: «¿a quién le importa?». —Él también, pero hablo del ruso corpulento con el… como se llame de metal. —El bate de béisbol. —Solo era para causar impresión —dijo con desdén—. El gilipollas quería asustarte. —¿Cómo sabes que era ruso? Se encogió de hombros. —Porque lo sé. En Estados Unidos no ves tatuajes como esos. Era de nacionalidad rusa, no tengo la menor duda. Y él también ha visto que yo era ruso en cuanto he abierto la boca. Pasó un rato antes de que me diera cuenta de que me había sentado y miraba al vacío. Boris levantó a Popchik y lo dejó en el sofá con tanta suavidad que no se despertó. —¿Quieres que salgamos un rato? —Joder —dije de pronto meneando la cabeza; acababa de experimentar el impacto de la visita, en una reacción tardía—, me habría gustado que mi padre hubiera estado en casa. ¿Sabes? Me encantaría que ese tipo lo moliera a palos. De verdad, se lo merece. Boris me dio una patada en el tobillo. Tenía los pies negros de suciedad, a juego con las uñas esmaltadas de negro, cortesía de Kotku. —¿Sabes lo que tuve que comer ayer? —preguntó con tono afable—. Dos barras de Nestlé y una Pepsi. —Todas las barras de chocolate eran, para él, «barras de Nestlé», del mismo modo que todos los refrescos eran «Pepsis»—. ¿Y sabes lo que he comido hoy? —Hizo un cero con el pulgar y el índice—. Nul. —Igual que yo. Esto me quita el apetito. —Sí, pero necesito comer algo. El estómago… —Hizo una mueca. —¿Quieres que vaya a buscar crepes? —Sí, lo que sea, no me importa. ¿Tienes dinero? —Iré a mirar. —Estupendo. Creo que tengo cinco dólares. Mientras Boris lo revolvía todo buscando zapatos y una camisa, yo me eché agua a la cara, me examiné las pupilas y el cardenal de la mandíbula, y me abotoné de nuevo la camisa al darme cuenta de que me la había abrochado mal, luego dejé salir a Popchik y le lancé una pelota durante un rato, ya que no lo había paseado aún y sabía que le agobiaba la sensación de encierro. Cuando regresamos, Boris, ya vestido, me esperaba en la planta de abajo; realizamos un rápido registro del salón, y riéndonos y bromeando, juntamos todas las monedas e intentamos decidir dónde queríamos ir y el camino más rápido para llegar; de pronto nos fijamos en que Xandra había entrado por la puerta principal y estaba allí de pie con una expresión extraña. Los dos dejamos de hablar de inmediato y nos repartimos las monedas en silencio. Xandra no solía llegar a casa a esa hora, pero su horario a veces cambiaba y no era la primera vez que nos sorprendía. Luego, con una voz que sonó de un modo incierto, pronunció mi nombre. Dejamos las monedas. Por lo general Xandra me llamaba «chico» o «eh, tú», todo menos Theo. Me fijé en que todavía iba con el uniforme de trabajo. —Tu padre ha sufrido un accidente de coche —dijo. Era como si se lo dijera a Boris en lugar de a mí. —¿Dónde? —Hace dos horas. Me han llamado del hospital. Boris y yo nos miramos. —Vaya —dije—. ¿Qué ha pasado? ¿Ha destrozado el coche? —Tenía cero con treinta y nueve miligramos de alcohol en la sangre. La cifra no significaba nada para mí, pero sí el hecho de que hubiera bebido. —Vaya —dije, guardándome las monedas en el bolsillo, y luego—: ¿Cuándo lo mandarán a casa? Me miró sin comprender. —¿A casa? —Del hospital. Ella meneó rápidamente la cabeza; buscó con la mirada una silla y se sentó en ella. —No lo entiendes. —Tenía una expresión impávida y extraña—. Ha muerto. Está muerto. XVIII Las siguientes seis o siete horas transcurrieron en un estado de aturdimiento. Aparecieron por casa varios amigos de Xandra: su mejor amiga Courtney; Janet, del trabajo, y una pareja, Stewart y Lisa, que eran muy simpáticos y mucho más normales que la gente que Xandra solía invitar. Boris sacó generosamente lo que le quedaba de la hierba de Kotku, un gesto que fue apreciado por todos los presentes; y, por fortuna, alguien (quizá Courtney) encargó pizzas, aunque ignoro cómo se las arregló para que Domino’s accediera a llevárnoslas hasta allí, ya que durante más de un año Boris y yo habíamos adulado, suplicado y probado todos los camelos y excusas que se nos ocurrió sin conseguirlo. Mientras Janet rodeaba a Xandra con un brazo, Lisa le daba palmaditas en la cabeza, Stewart preparaba café en la cocina, y Courtney liaba un porro en la mesa de centro casi con tanta pericia como Kotku, Boris y yo permanecimos en segundo plano, aturdidos. Costaba creer que papá estuviera muerto cuando sus cigarrillos seguían sobre la encimera de la cocina y sus viejas zapatillas de tenis blancas se encontraban junto a la puerta trasera. Al parecer —todo salió en el orden equivocado y tuve que reconstruirlo pieza por pieza en mi mente— mi padre había estrellado el Lexus en la carretera un poco antes de las dos de la tarde, al virar por el carril opuesto y chocar de frente contra un tractor con remolque que lo había matado en el acto (por fortuna, el conductor del tractor no murió, ni los ocupantes del coche que colisionó con el tractor por detrás, aunque el que iba al volante se había roto una pierna). La noticia del alcohol en la sangre me sorprendió solo en parte, pues yo sospechaba que mi padre bebía de nuevo, aunque no lo había visto hacerlo; pero lo que pareció desconcertar más a Xandra no fue su estado ebrio (conducía prácticamente inconsciente), sino el lugar del accidente, en las afueras de Las Vegas, en dirección al oeste, hacia el desierto. «Me lo habría dicho, me lo habría dicho», repetía desconsolada en respuesta a una u otra pregunta de Courtney; pero, sentado en el suelo, tapándome los ojos con las manos, me pregunté por qué Xandra creía que la sinceridad formaba parte de la personalidad mi padre. Boris me rodeó los hombros con un brazo. —No lo sabe, ¿verdad? Yo sabía que se refería al señor Silver. —¿Debería…? —¿Adónde iba? —le preguntaba Xandra a Courtney y a Janet, con un tono casi agresivo, como si sospechara que ellas le ocultaban información—. ¿Qué hacía tan lejos de aquí? —Era extraño verla con el uniforme de trabajo, ya que solía cambiarse de ropa en cuanto entraba por la puerta. —No fue a ver a ese tipo como se suponía que tenía que hacer —susurró Boris. —Lo sé. —Seguramente tenía intención de ir a la reunión con el señor Silver. Pero, como mi madre y yo sabíamos que solía hacer a menudo y de forma funesta, debía de haberse parado por el camino para echar un par de tragos con el fin de calmar los nervios, como decía siempre. ¿Quién sabía qué había pasado por su cabeza en ese momento? Dadas las circunstancias, no servía de nada señalárselo a Xandra, pero existían precedentes de ese mismo comportamiento; en el pasado había desaparecido del mapa para huir de sus obligaciones. No lloré. Aunque no paraba de experimentar frías oleadas de incredulidad y pánico, todo parecía muy irreal y seguía buscando a mi padre con la mirada, sorprendido una y otra vez por la ausencia de su voz entre las otras, esa voz parsimoniosa y segura de anuncio de aspirinas («cuatro de cada cinco médicos…») que destacaba por encima de las demás. Xandra pasaba de mostrarse bastante realista —secándose los ojos, yendo a buscar platos para las pizzas, sirviendo a todos copas de vino tinto que había salido de alguna parte— a estallar de nuevo en llanto. Solo Popchik parecía feliz; era raro que hubiera tanta gente en casa y corría de una persona a otra sin desanimare por los repetidos desaires. En cierto momento, ya entrada la noche, mientras Xandra lloraba por enésima vez en los brazos de Courtney —«oh, Dios mío, ya no está, no puedo creerlo»—, Boris me llevó aparte. —Potter, tengo que irme. —No, por favor, no te vayas. —Kotku se va a asustar. ¡Tendría que estar en casa de su madre! Hace cuarenta y ocho horas que no me ve. —Mira, dile que venga si quiere…, cuéntale qué ha pasado. Me moriré si te vas ahora. Xandra estaba tan distraída con los invitados y con su dolor que Boris pudo escabullirse por las escaleras y llamar desde su dormitorio, una habitación que normalmente permanecía cerrada con llave, y que Boris y yo nunca habíamos visto. Al cabo diez minutos bajó los escalones casi sin rozarlos. —Kotku dice que me quede —dijo mientras se sentaba a mi lado—. Me ha pedido que te diga que lo siente. —Vaya —respondí casi al borde del llanto, frotándome la cara con una mano para que él no viera lo sorprendido y emocionado que estaba. —Bueno, ella sabe lo que es. Su padre también murió. —¿Ah, sí? —Sí, hace unos años. En un accidente. No estaban tan unidos… —¿Quién murió? —preguntó Janet balanceándose sobre nosotros, una presencia de cabello encrespado y blusa de seda que olía a hierba y a productos de belleza—. ¿Ha muerto alguien más? —No —respondí cortante. No me gustaba Janet; era la amiga despistada que se había ofrecido a cuidar a Popper y lo había dejado encerrado y solo con el dispensador de comida. —Tú no, él —dijo ella, retrocediendo un paso y fijando su ofuscada atención en Boris—. ¿Ha muerto alguien a quien estuvieras unido? —Sí, varias personas. Ella parpadeó. —¿De dónde eres? —¿Por qué? —Tienes un acento extraño. Como británico o algo así… Bueno, no. Una mezcla de Gran Bretaña y Transilvania. Boris silbó. —¿Transilvania? —repitió, enseñando los colmillos—. ¿Quieres que te muerda? —Oh, muy gracioso —dijo ella vagamente, antes de darle un golpecito a Boris en la coronilla con la copa de vino y alejarse para despedirse de Stuart y Lisa, que estaban a punto de irse. Al parecer, Xandra se había tomado una pastilla. («Puede que más de una», me dijo Boris al oído). Parecía a punto de desmayarse. Boris —fue una putada por mi parte, pero yo no estaba dispuesto a hacerlo— le cogió el cigarrillo de las manos y lo apagó, y entre Courtney y él la ayudaron a subir las escaleras hasta su dormitorio, donde la tendieron boca abajo sobre el edredón con la puerta abierta. Me quedé en el umbral mientras Boris y Courtney le quitaban los zapatos, interesado en ver por una vez la habitación que mi padre y ella siempre tenían cerrada a cal y canto. Tazas sucias y ceniceros, montones de números de la revista Glamour, un edredón verde acolchado, el ordenador portátil que nunca me dejaban utilizar, una bicicleta estática…, ¿quién hubiera imaginado que tenían una bicicleta estática allí dentro? Xandra no llevaba zapatos pero decidieron dejarle la ropa. —¿Quieres que me quede a dormir? —estaba preguntando Courtney a Boris en voz baja. Boris se estiró y bostezó desvergonzadamente. La camisa se le subía y llevaba los tejanos tan caídos que se veía que no llevaba ropa interior. —Eres muy amable, pero creo que está fuera de combate. —No me importa. Puede que yo estuviera colocado (lo estaba), pero ella se había inclinado mucho hacia Boris, como si intentara montárselo con él o algo así, lo que era graciosísimo. Debí de soltar una risotada medio ahogada porque Courtney se volvió justo a tiempo para ver el gesto cómico que le hacía a Boris, con un dedo apuntado hacia la puerta: «¡Sácala de aquí!». —¿Estás bien? —me preguntó con frialdad, mirándome de arriba abajo. Boris también se reía, pero cuando ella se volvió de nuevo hacia él, se había puesto serio y la miraba con una expresión enternecedora y preocupada, lo que solo aumentó mis ganas de reír. XIX Xandra seguía fuera de combate cuando todos se marcharon; dormía tan profundamente que Boris sacó un espejo de mano de su bolso (que habíamos vaciado buscando pastillas y dinero en efectivo) y se lo pusimos debajo de la nariz para ver si respiraba. En su billetera había doscientos veintinueve dólares, que no tuve escrúpulos en coger porque ella todavía tenía las tarjetas de crédito y un cheque sin cobrar por valor de dos mil veinticinco dólares. —Sabía que Xandra no era su verdadero nombre —dije, lanzándole a Boris su permiso de conducir: cara anaranjada, pelo ahuecado, el nombre de Sandra Jaye Terrell, sin restricciones—. Me gustaría saber de dónde son estas llaves. Boris, que como un anticuado médico de las películas, se había sentado a su lado en la cama y le había tomado el pulso con los dedos, acercó el espejo a la luz. —Da, da —murmuró, seguido de algo que no comprendí. —¿Eh? —Está inconsciente. Con un dedo le dio unos golpecitos en el hombro, luego se inclinó y miró dentro del cajón de la mesilla de noche, donde yo ya estaba clasificando un desconcertante batiburrillo de cosas: monedas sueltas, fichas de casino, brillo de labios, posavasos, pestañas postizas, quitaesmalte, libros de bolsillo destrozados (Tus zonas erróneas), muestras de perfume, viejas casetes, tarjetas de seguro médico caducadas diez años atrás y un montón de libretitas de cerillas de un bufete de abogados de Reno en las que se leía DEFENSORES EN DELITOS DE CONDUCCIÓN EN ESTADO DE EMBRIAGUEZ Y TODA CLASE DE INFRACCIONES RELACIONADAS CON LAS DROGAS. —Eh, deja que me los quede —dijo, cogiendo una tira de condones y guardándosela en el bolsillo—. ¿Qué es esto? —Sostuvo en alto lo que a primera vista parecía una lata de Coca-Cola, pero cuando la sacudió vio que sonaba. Se la llevó al oído y me la tiró—: ¡Ja! Desenrosqué la tapa (saltaba a la vista que no era de verdad) y volqué el contenido sobre la mesilla de noche. —Vaya —dije al cabo de unos momentos. Estaba claro que era allí donde Xandra guardaba el dinero de las propinas; una parte en efectivo y la otra en fichas. También había muchas más cosas, tantas que me costó abarcarlas con la mirada; pero mis ojos se fijaron de inmediato en los pendientes de diamantes y esmeraldas que mi madre había echado a faltar justo antes de que mi padre se largara. —Vaya —volví a decir, cogiendo uno entre el pulgar y el índice. Mi madre llevaba esos pendientes a casi cada fiesta o acto elegante; la transparencia verde azulada de las piedras, su pícaro brillo a las tres de la madrugada, formaba parte de ella como el color de sus ojos o el olor especiado de su pelo moreno. Boris se reía. Entre el dinero había visto y agarrado inmediatamente el cilindro de un carrete de fotos que abrió con manos temblorosas. Introdujo la punta de un meñique y se lo llevó a la lengua. —Bingo —dijo deslizándose el dedo por las encías—. Kotku se enfadará por no haber venido. Le tendí los pendientes. —Sí, muy bonitos —dijo sin apenas mirarlos. Estaba volcando un montón de polvos en la mesilla de noche. —Te darán unos dos mil dólares por eso. —Eran de mi madre. Mi padre había vendido casi todas las joyas en Nueva York, incluso el anillo de boda. Pero ahora vi que Xandra guardaba unas cuantas, y me puso extrañamente triste ver lo que había escogido: en lugar de las perlas o el broche de rubíes, las piezas más baratas de cuando mi madre era adolescente, entre ellas la tintineante pulsera de dijes del instituto, compuesta de herraduras, zapatillas de ballet y tréboles de cuatro hojas. Boris se irguió, se apretó las fosas nasales y me pasó el billete enrollado. —¿Quieres? —No. —Vamos. Te sentirás mejor. —No, gracias. —Debe de haber cuatro o cinco bolas de un octavo aquí. Puede que más. Podemos guardarnos una y vender las demás. —¿Has hecho esto antes? —le pregunté con recelo, mirando el cuerpo tendido boca abajo de Xandra. Aunque era evidente que estaba inconsciente, no me gustaba tener esas conversaciones a sus espaldas. —Sí. A Kotku le gusta. Pero es caro. —Pareció quedarse con la mente en blanco durante un minuto, luego parpadeó rápidamente y se rió—. Vaya. Vamos, prueba. No sabes lo que te pierdes. —Estoy demasiado hecho polvo para esto —dije, reuniendo el dinero. —Sí, pero esto te pone sobrio. —Boris, no puedo hacer el tonto —dije guardándome en el bolsillo los pendientes y la pulsera de dijes—. Si nos vamos tenemos que hacerlo ya, antes de que empiece a venir gente. —¿Qué gente? —preguntó Boris con escepticismo, deslizándose el dedo por debajo de la nariz. —Créeme, todo es muy rápido. A la mínima de cambio tienes aquí al Servicio de Protección de Menores. —Conté el efectivo, mil trescientos veintiún dólares más las monedas sueltas; había mucho más en fichas, unos cinco mil dólares, pero era mejor dejárselas a ella. Empecé a dividir el dinero en dos montones—. La mitad para ti y la mitad para mí. Hay suficiente para dos billetes de avión. Probablemente es demasiado tarde para coger el último pero deberíamos ponernos en marcha y tomar un taxi al aeropuerto. —¿Ahora? ¿Esta noche? Dejé de contar y lo miré. —No tengo a nadie aquí. Nadie. Nada. Me meterán en un orfanato antes de que me dé cuenta. Boris asintió hacia el cuerpo de Xandra, que era muy desconcertante, ya que tendido boca abajo sobre el colchón tenía el aspecto de un cadáver. —¿Y ella? —¿Qué coño? —dije después de una breve pausa—. ¿Qué quieres que hagamos? ¿Esperar a que se despierte y descubra que la hemos atracado? —No sé —dijo Boris, mirándola con recelo—. Me siento mal por ella. —Bueno, pues no lo hagas. Ella no me quiere aquí. En cuanto se dé cuenta de que tiene que cargar conmigo, los llamará ella misma. —¿A quiénes? No lo entiendo. —Boris, soy menor de edad. —Notaba cómo el pánico se apoderaba de mí de un modo que me resultaba demasiado familiar; quizá la situación no era literalmente de vida o muerte, pero lo parecía, como si la casa se estuviera llenando de humo y las salidas se cerraran—. No sé cómo son las cosas en tu país, pero yo no tengo familia ni amigos aquí… —¡A mí! ¡Me tienes a mí! —¿Qué vas a hacer? ¿Adoptarme? —Me levanté—. Mira, si te vienes tenemos que darnos prisa. ¿Llevas encima el pasaporte? Lo necesitarás para subirte al avión. Boris levantó las manos en un gesto típicamente ruso que decía: «Ya es suficiente». —Espera. Esto va demasiado deprisa. Me detuve cuando estaba a medio camino de la puerta. —Joder, Boris, ¿qué problema tienes? —¿Qué problema tengo? —Querías huir. ¡Fuiste tú el que me pediste que me fuera contigo anoche! —¿Adónde irás? ¿A Nueva York? —¿Dónde si no? —Yo quiero ir a algún sitio donde haga calor —replicó con tono infantil—. California. —Eso es una locura. ¿A quién conocemos…? —¡California! —gritó. —Bueno… —Aunque yo no sabía casi nada de California, cabía suponer que Boris sabía aún menos (aparte de la tonadilla de «California Über Alles» que tarareaba)—. ¿Qué parte de California? ¿Qué ciudad? —¿A quién le importa? —Es un gran estado. —¡Fantástico! Será divertido. Estaremos colocados todo el tiempo, leeremos libros…, haremos fogatas. Dormiremos en las playas. Lo miré durante un momento insoportablemente largo. Tenía la cara encendida y la boca ennegrecida por el vino tino. —De acuerdo —dije; sabía que eso equivalía a tirarme a la cuneta (pequeños hurtos, el tazón para las limosnas, gestos de complicidad por la acera y falta de un techo) y que estaba cometiendo el mayor error de mi vida, la cagada de la que nunca me recuperaría. Él estaba alegre. —Entonces, ¿nos vamos a la playa? Así es como uno se equivoca, a toda velocidad. —Donde tú digas —respondí, apartándome el pelo de los ojos. Estaba agotado—. Pero tenemos que irnos ya, por favor. —¿Ahora mismo? —Sí. ¿Necesitas pasar por casa para recoger algo? —¿Esta noche? —Hablo en serio, Boris. —Al discutir con él volvió a apoderarse de mí el pánico. No puedo quedarme aquí de brazos cruzados esperando… El cuadro era un problema. No sabía cómo lo haría pero en cuanto sacara a Boris de la casa se me ocurriría algo—. Por favor, larguémonos de aquí. —¿Tan mal lo hacen los Servicios Sociales en Estados Unidos? —preguntó Boris con poca convicción—. Hablas como si fuera la poli. —¿Vas a venir conmigo o no? —Necesito algo de tiempo. —Me seguía—. ¡Quiero decir que no podemos irnos ahora! De verdad…, te lo juro. Espera un poco. ¡Dame un día! ¡Un día! —¿Por qué? Él parecía perplejo. —Bueno, porque… —¿Por qué? —Porque… ¡porque tengo que ver a Kotku! Y… por un montón de motivos. De verdad, no puedes irte esta noche —repitió al ver que yo no decía una palabra—. Confía en mí. Si no lo haces, lo lamentarás. ¡Ven a mi casa! ¡Espera al menos que se haga de día! —No puedo esperar —repliqué cortante, cogiendo la mitad del efectivo y dirigiéndome de nuevo a mi habitación. —Potter… —Me siguió. —¿Sí? —Hay algo importante que tengo que decirte. —Boris, joder. ¿Qué es? —Me volví y nos quedamos mirándonos—. Si tienes algo que decir, adelante, habla. —Tengo miedo de que te enfades. —¿Qué es? ¿Qué has hecho? Boris guardó silencio, mordiéndose el lado del pulgar. —Bueno, ¿qué es? Él miró para otro lado. —Debes quedarte —dijo vagamente—. Estás cometiendo una equivocación. —Olvídalo —repliqué, volviéndome de nuevo—. Si no quieres venir conmigo, no vengas. Pero no puedo quedarme aquí toda la noche. Pensé que Boris quizá me preguntaría por la funda de almohada, sobre todo por lo gruesa que era y la extraña forma que tenía después de mi entusiasta labor envolviendo el cuadro. Pero cuando lo despegué de la parte posterior de la cabecera y la metí en una bolsa de viaje (junto con mi iPod, un cuaderno, el cargador, Tierra de hombres, unas fotos de mi madre, mi cepillo de dientes y una muda), él solo frunció el entrecejo y no dijo nada. Al sacar del fondo del armario el chaquetón del colegio (que ya me estaba pequeño, aunque me iba demasiado grande cuando mi madre me lo compró), asintió y dijo: —Buena idea. —¿Qué? —Así no parecerás tan vagabundo. —Estamos en noviembre —dije. Solo me había traído un jersey grueso de Nueva York; lo puse en la bolsa y la cerré—. Hará frío. Boris se apoyó con insolencia contra la pared. —¿Qué harás entonces? ¿Vivir en la calle, en la estación de trenes, dónde? —Llamaré al amigo en cuya casa me quedé la otra vez. —Si hubieran querido que te quedaras a vivir con ellos, ya te habrían adoptado. —¡No podían! ¿Cómo iban a hacerlo? Boris se cruzó de brazos. —Esa familia no te quería. Tú mismo me lo has dicho…, muchas veces. Además, no has vuelto a tener noticias de ellos. —Eso no es cierto —repliqué, después de una breve y confusa pausa. Hacía unos meses Andy me había enviado un correo electrónico bastante largo (para él) contándome algo que estaba pasando en el colegio, un escándalo en torno al entrenador de tenis al que acusaban de haber metido mano a chicas de nuestra clase, aunque esa vida quedaba tan lejos que fue como leer sobre personas que no conocía. —¿Demasiados hijos? —preguntó Boris con un tono que me pareció un poco suficiente—. ¿No había bastante sitio? ¿Recuerdas esa parte? Dijiste que los padres se habían alegrado de que te fueras. —Vete a la mierda. —Empezaba a dolerme mucho la cabeza. ¿Qué haría si aparecían los de los Servicios Sociales y me hacían subir a la parte trasera de un coche? ¿A quién podría llamar… en Nevada? ¿A la señora Spear? ¿A la Playa? ¿Al grueso dependiente de la tienda de aeromodelos que nos vendía la cola sin las maquetas? Boris bajó las escaleras detrás de mí, y en mitad del salón nos salió al paso Popper, que nos miró con una expresión torturada, como si supiera exactamente qué nos proponíamos hacer. —Joder —dije dejando la bolsa de viaje en el suelo. Se hizo un silencio. —Boris, ¿no podrías…? —No. —¿Crees que Kotku podría…? —No. —Bueno, joder —dije cogiendo a Popper y metiéndomelo debajo del brazo—. No voy a dejarlo aquí para que ella lo encierre y lo mate de hambre. —¿Y adónde vas a ir? —preguntó Boris cuando me acerqué a la puerta de la calle. —¿Eh? —¿Piensas ir a pie al aeropuerto? —Espera —dije dejando a Popchik en el suelo. Estaba mareado y me pareció que iba a vomitar el vino tinto sobre la moqueta—. ¿Dejan viajar con perros en los aviones? —No —respondió Boris con brusquedad, escupiendo una uña masticada. Estaba portándose como un gilipollas; me entraron ganas de pegarle un puñetazo. —Está bien —dije—. Puede que alguien en el aeropuerto lo quiera. Oh, joder, cogeré el tren. Él estaba a punto de decir algo sarcástico, pues tenía los labios apretados de un modo que yo conocía bien, pero cambió inesperadamente de expresión; cuando me volví, vi a Xandra con los ojos desorbitados y el rímel corrido, balanceándose en lo alto de las escaleras. La miramos paralizados. Después de lo que parecieron siglos, ella abrió la boca, la cerró de nuevo, se cogió de la barandilla para sostenerse y dijo, con una voz oxidada: —¿Larry dejó las llaves de la caja fuerte? La miramos unos minutos más, muy quietos, antes de darnos cuenta de que esperaba una respuesta. Tenía el pelo como un almiar; parecía desorientada por completo y tan inestable que daba la impresión de que se caería rodando por las escaleras. —Hum, sí —respondió Boris en voz alta—. Quiero decir que no. —Y como ella no se movía añadió—: No te preocupes. Vuelve a la cama. Ella murmuró algo y, tambaleándose, se fue. Los dos nos quedamos inmóviles unos minutos. Luego, sin hacer ruido, con la nuca goteando sudor, cogí la bolsa de viaje y me escabullí por la puerta (sería la última vez que vería esa casa y a ella, aunque ni siquiera me volví para echarle una última mirada), y Boris y Popchik salieron detrás de mí. Los tres juntos nos alejamos a buen paso de la casa y llegamos al final de calle, las garras de Popchick repiqueteando sobre la acera. —Bueno —dijo Boris, con la misma nota de humor que cuando estábamos a punto de que nos pillaran en el supermercado—. Quizá no se encontraba tan fuera de combate como nos pensábamos. El sudor frío me empapaba tanto que el aire de la noche, aunque era fresco, me pareció agradable. Hacia el oeste se retorcían unos silenciosos relámpagos en la oscuridad como los de la película de Frankenstein. —Bueno, al menos no está muerta. —Soltó una risita—. Dios mío, me tenía preocupado. —Déjame utilizar tu móvil —le dije, poniéndome el chaquetón con torpeza—. Tengo que llamar a un taxi. Lo sacó del bolsillo y me lo dio. Era un móvil desechable que había comprado para vigilar a Kotku. —No, quédatelo —dijo levantando las manos cuando intenté devolvérselo, después de llamar al Taxi de la Suerte, 777-7777, el número pegado en los bancos de todas las paradas de autobús de aspecto sospechoso de las Vegas. Luego sacó el fajo de dinero, la mitad de lo que le habíamos robado a Xandra, y me lo puso en la mano. —Olvídalo —dije, mirando hacia la casa nervioso. Tenía miedo de que Xandra se despertara de nuevo y saliera a la calle a buscarnos—. Es tuyo. —¡No! ¡Puede que lo necesites! —No lo quiero. —Metí las manos en los bolsillos para impedir que me lo introdujera—. Además, puede que tú también lo necesites. —¡Vamos, Potter! ¿Tienes que irte ahora? —Señaló las hileras de casas vacías de la calle—. Si no vienes a mi casa, quédate en una de ellas un par de días. Esa casa de ladrillo está amueblada. Te traeré comida si quieres. —Siempre puedo llamar a Domino’s —dije, guardándome el móvil en el bolsillo del chaquetón—. Puesto que ahora llegan hasta aquí sus repartos. Él hizo una mueca. —No te enfades. —No estoy enfadado. —Y era cierto; solo me sentía tan desorientado que tuve la impresión de que en cualquier momento despertaría y descubriría que había estado durmiendo con un libro sobre la cara. Me di cuenta de que Boris miraba hacia el cielo y tarareaba para sí una frase de una de las canciones de Velvet Underground que había grabado para mi madre: «But if you close the door… the night could last forever…». —¿Y tú? —pregunté, frotándome los ojos. —¿Eh? —Me miró con una sonrisa. —¿Qué pasa contigo? ¿Te volveré a ver? —Quizá —dijo con el mismo tono alegre que imaginé que había utilizado con Bami y con Judy, la mujer del dueño del bar de Karmeywallag, y con todas las demás personas que habían pasado por su vida y de las que se había despedido—. ¿Quién sabe? —¿Te reunirás conmigo dentro de dos días? —Bueno… —O más tarde. Coge un avión…, ahora tienes dinero. Te llamaré y te diré dónde estoy. No me digas que no. —De acuerdo —dijo Boris con el mismo tono alegre—. No te diré que no. —Pero por su tono quedó claro que me estaba diciendo que no. Cerré los ojos. —Oh, Dios. —Estaba tan cansado que todo me daba vueltas; tuve que combatir las ganas de tumbarme en el suelo, un tirón físico que me atraía hacia la cuneta. Cuando abrí los ojos, vi que Boris me miraba preocupado. —Mírate. Por poco te desmayas. —Se metió una mano en el bolsillo. —No, no, no —dije retrocediendo cuando vi lo que tenía en la mano—. Ni hablar. Olvídalo. —¡Te sentirás mejor! —Eso mismo has dicho antes. —No estaba preparado para más algas marinas o estrellas cantarinas—. De verdad, no quiero. —Pero esto es diferente. Totalmente diferente. Te pone sobrio. Te despeja…, te lo prometo. —De acuerdo. —Una droga que te ponía sobrio y te despejaba no era muy propio de Boris, aunque parecía encontrarse bastante mejor que yo después de habérsela tomado. —Mírame —dijo con tono razonable. Sabía que me había convencido—. ¿Estoy desvariando o sacando espuma por la boca? No…, solo quiero ayudarte. Toma —dijo, dejando caer un montoncito en el dorso de la mano—. Vamos, deja que lo haga yo. En parte, esperaba que fuera un truco; pensé que me desmayaría en el acto y me despertaría a saber dónde, quizá en una de las casas vacías de la acera de enfrente. Pero me sentía demasiado cansado para que me importara, y de todos modos quizá no me habría importado. Me incliné hacia delante y dejé que me apretara una fosa nasal con la punta del dedo. —Así —dijo alentándome—. Ahora esnifa. Casi al instante me sentí mejor. Era un milagro. —Vaya —dije, apretándome la nariz al sentir un agradable e intenso ardor. —¿No te lo decía? —Ya estaba dejando caer otro montón—. Ahora la otra. No exhales. Ya. Todo parecía más brillante y despejado, incluido Boris. —¿No te lo he dicho? —Él también esnifaba—. ¿No lamentas no hacerme caso? —¿Vas a vender eso? —Miré al cielo—. ¿Por qué? —Vale mucha pasta. Unos cuantos miles de dólares. —¿Solo ese poco? —¡No es poco! Son un montón de gramos…, unos veinte. Podría ganar un dineral si lo dividiera en pequeñas cantidades y lo vendiera a chicas como K.T. Bearman. —¿Conoces a K. T. Bearman? Katie Bearman, que estaba en un curso superior al nuestro, tenía coche propio —un descapotable negro—, y se encontraba tan lejos de nuestra escala social que podría haber sido una estrella de cine. —Pues claro. A Skye, a KT, a Jessica, a todas esas chicas. De todos modos —me ofreció de nuevo el frasco—, ahora podré comprarle a Kotku la tableta electrónica que deseaba. Se acabaron las preocupaciones por el dinero. Dimos un par de vueltas por la calle hasta que empecé a sentirme mucho más optimista acerca del futuro y las cosas en general. Y mientras estábamos allí, frotándonos la nariz y parloteando, con Popper mirándonos con curiosidad, me pareció que la belleza de Nueva York estaba al alcance de mis palabras, una evanescencia posible de transmitir. —Quiero decir que es genial —dije. Los epítetos me salían de la boca en una espiral—. De verdad, tienes que venir. Podemos ir a Brighton Beach, que es donde se juntan todos los rusos. Bueno, yo nunca he ido. Pero se puede llegar en tren, es la última parada. Hay una gran comunidad rusa, y restaurantes de pescado ahumado y huevas de esturión. Mi madre y yo siempre hablábamos de ir algún día, y el joyero con el que trabajaba le dijo todos los lugares a los que tenía que ir, pero nunca encontramos el momento. Se supone que es increíble. Además, tengo dinero para pagar un colegio, podrías ir a mi colegio. No, lo digo en serio. Tengo una beca. Bueno, la tenía. Pero ese tipo dijo que siempre que el dinero del fondo se utilizara en algo relacionado con la educación, podían ser los estudios de cualquiera, no solo los míos. Hay más que suficiente para los dos. Aunque en Nueva York los colegios públicos son buenos, conozco gente allí, el colegio público ya me va bien. Seguía balbuceando cuando Boris me dijo: —Potter. Antes de que pudiera responder, me cogió la cara con las manos y me besó en la boca. Y mientras yo seguía allí de pie parpadeando —se acabó casi antes de que supiera lo que había ocurrido—, él cogió a Popper del suelo y le plantó también un sonoro beso en el morro. Luego me lo pasó. —El taxi te está esperando —dijo, alborotándole el pelo por última vez. Y, en efecto, cuando me volví un taxi urbano se acercaba despacio por el otro lado de la calle, comprobando los números. Nos quedamos mirándonos, yo respirando fuerte, aturdido por completo. —Buena suerte —me dijo Boris—. No te olvidaré. —Luego le dio una palmadita a Popper en la cabeza—. Adiós, Popchik. —Y volviéndose hacia mí—: ¿Lo cuidarás? Más tarde, durante el trayecto en taxi y después, repasaría mentalmente ese momento y me maravillaría de haberme ido de allí con tanta naturalidad, diciéndole adiós con la mano. ¿Por qué no lo había agarrado del brazo y le había suplicado por última vez que se subiera al coche?, vamos, Boris, joder, esto es como saltarse una clase, estaremos desayunando sobre campos de trigo antes de que salga el sol. Lo conocía lo bastante bien para saber que si le pedías algo sin rodeos en el momento adecuado haría casi cualquier cosa; y justo en el instante en que me alejaba supe que él habría corrido detrás de mí y se habría subido al taxi riéndose si se lo hubiera pedido por última vez. Pero no lo hice. Y quizá fue mucho mejor así; eso lo digo ahora, ya que durante un tiempo me arrepentí amargamente. Por encima de todo me sentía aliviado de que en mi desconocido estado balbuceante y parlanchín me hubiera contenido de decir lo que tenía en la punta de la lengua, lo que nunca había dicho, aunque era algo que los dos sabíamos bien sin necesidad de que yo lo dijera en voz alta en la calle; y era, por supuesto, «te quiero». XX Me sentía tan cansado que el efecto de las drogas no duró mucho, al menos no la parte en que te sientes bien. El taxista —quien, a juzgar por su acento, era un neoyorquino trasplantado— enseguida se dio cuenta de que pasaba algo y trató de darme una tarjeta con un teléfono de línea directa para chicos que se han fugado de casa, que yo no quise aceptar. Cuando le pedí que me llevara a la estación de tren (sin saber si había trenes en Las Vegas; tenía que haberlos), él meneó la cabeza y dijo: —Sabes que no dejan subir perros en los Amtrak, ¿verdad? —¿No? —respondí, y se me cayó el alma a los pies. —Quizá en avión…, no lo sé. —Era un tipo bastante joven, de hablar rápido, cara de niño, con sobrepeso y una camiseta en la que se leía: PENN AND TELLER: LIVE AT THE RIO—. Tendrás que meterlo en una jaula o algo así. Tal vez lo más seguro sea el autobús. Pero no dejan subir a menores de edad sin autorización de los padres. —¡Te lo he dicho! ¡Mi padre ha muerto! Su novia me ha mandado de vuelta con la familia del Este. —Eh, bueno, entonces no tienes por qué preocuparte, ¿no? Mantuve la boca cerrada durante el resto del trayecto. Aún no había asimilado el hecho de que mi padre había muerto, y de vez en cuando los faros que pasaban a toda velocidad por la autopista me lo recordaban con una oleada de náuseas. Un accidente. Al menos en Nueva York no nos habíamos preocupado de si conducía borracho; el gran temor era que se cayera delante de un coche o lo apuñalaran para robarle la cartera al salir tambaleándose de algún antro a las tres de la madrugada. ¿Qué sería de su cuerpo? Yo había esparcido las cenizas de mi madre por Central Park, aunque al parecer había una normativa que lo prohibía; una noche, antes de que oscureciera, fui con Andy a una zona desierta al oeste del estanque, y mientras él vigilaba yo vacié la urna. Más que el hecho de esparcir los restos, lo que me perturbó fue que la urna estuviera envuelta en un papel con fragmentos de anuncios porno por palabras: CHICAS ASIÁTICAS JABONOSAS, ORGASMOS HÚMEDOS Y CACHONDOS eran dos frases al azar que habían atraído mi mirada mientras los polvos verdes, del color de la roca lunar, se arremolinaban y reflejaban la luz del crepúsculo de mayo. Vimos unas luces y el coche se detuvo. —Bueno, gafitas —dijo el taxista volviéndose hacia mí con el brazo extendido a lo largo del respaldo. Estábamos en el aparcamiento de la estación de Greyhound—. ¿Cómo has dicho que te llamabas? —Theo —respondí sin pensar, y enseguida me arrepentí. —Bien, Theo. Yo soy J. P. —Alargó el brazo para estrecharme la mano—. ¿Quieres un consejo? —Sí —respondí, temblando un poco. Aun en medio de todo lo que estaba pasando, que no era poco, me incomodaba mucho que ese tipo quizá hubiera visto a Boris besarme en la calle. —No es asunto mío, pero necesitarás algo para subir a Peluche al autobús. —¿Cómo? Señaló con la cabeza mi bolsa de viaje. —¿Cabe ahí dentro? —Hummm… —De todos modos, dudo que te la dejen subir. Es demasiado grande…, la meterán abajo con el equipaje. No es como el avión. —Yo… —Tenía muchas cosas en que pensar—. No sé dónde esconderlo. —Espera. Deja que mire en mi oficina de atrás. —Se bajó del coche y lo rodeó hasta el maletero; regresó con una gran bolsa de lona de una tienda de dietética llamada The Greening of America—. Yo de ti iría ahí dentro y compraría el billete sin Peluche. Déjamelo a mí, por si acaso. Mi nuevo colega tenía razón: para viajar en Greyhound te hacían presentar un formulario para menores sin acompañante firmado por uno de los padres, y había otras restricciones para los niños. El hombre de la ventanilla, un chicano pálido con el pelo peinado hacia atrás, empezó a enumerarme con voz monótona la larga y funesta lista. No se podía hacer transbordos. No estaba permitido realizar viajes más largos de cinco horas de duración. A menos que la persona designada en el formulario del menor sin acompañante fuera a recogerme con un documento que lo identificara como era debido, me dejarían al cuidado del Servicio de Protección de Menores o de la policía local de la ciudad de destino. —Pero… —Todos los menores de quince años. Sin excepción. —Pero yo no lo soy —repliqué, mientras intentaba sacar mi documento de identidad de aspecto oficial expedido por el estado de Nueva York—. Tengo quince años. Mire. Quizá al presentir las probabilidades que yo tenía de entrar en lo que él llamaba «el Sistema», Enrique me había llevado al centro poco después de la muerte de mi madre para que me hiciera esas fotos; y aunque en aquel momento me molestó la zarpa de largo alcance del Gran Hermano («Vaya, tu propio código de barras», dijo Andy mirando el documento con curiosidad), ahora agradecía que hubiera tenido la previsión de llevarme al centro y registrarme como un automóvil de segunda mano. Aturdido como un refugiado, esperé bajo los sórdidos fluorescentes mientras el funcionario observaba el carnet desde ángulos diferentes y a distintas luces, hasta que por fin lo dio por auténtico. —Quince —dijo con recelo mientras me lo devolvía. —Sí. —Yo sabía que no aparentaba la edad que tenía. Me di cuenta de que era un sinsentido preguntar acerca de Popper, pues había un gran letrero junto a la ventanilla en el que se leía: PROHIBIDO EL TRANSPORTE DE PERROS, GATOS, PÁJAROS, ROEDORES, REPTILES U OTROS ANIMALES. En cuanto al autobús, tuve suerte: había uno a las dos menos cuarto de la madrugada con conexión a Nueva York que salía de la estación en quince minutos. Mientras la máquina escupía mi billete con un ruido mecánico, me pregunté aturdido qué demonios hacer con Popper. Al salir, casi esperaba que el taxista se hubiera largado, tal vez llevándose a Popper a un hogar más seguro y amoroso. Pero lo encontré bebiendo una lata de Red Bull y hablando por el móvil. Popper no se veía por ninguna parte. Colgó en cuanto me vio. —¿Qué te parece? —¿Dónde está? —Grogui, miré en el asiento trasero—. ¿Qué has hecho con él? El taxista se rió. —¡No está y… aquí está! —Con un florido ademán, apartó el ejemplar mal doblado de U.S.A. Today que cubría la bolsa de lona que tenía a su lado, en el asiento del pasajero; y allí, instalado cómodamente dentro de una caja de cartón en el fondo de la bolsa, estaba Popper comiendo unas patatas fritas. —Desorientar. La caja llena de tal modo la bolsa que no tiene la forma de perro, y le permite más espacio para moverse. El periódico es el accesorio perfecto. Lo cubre y hace que la bolsa parezca llena, pero no añade peso. —¿Crees que funcionará? —Bueno, es muy pequeño…, ¿qué pesará? ¿Cinco o seis libras? ¿Es tranquilo? Miré con recelo a Popper, acurrucado en el fondo de la caja. —No siempre. J. P. se secó la boca con el dorso de la mano y me dio la bolsa de patatas fritas. —Dale unas cuantas si se pone nervioso. Os pararéis cada pocas horas. Siéntate lo más al fondo posible del autobús, y asegúrate de que te lo llevas bien lejos de la estación para que haga sus necesidades. Me colgué la bolsa al hombro y pasé un brazo alrededor. —¿Se nota? —le pregunté. —No. No si no lo sé. Pero ¿puedo darte un consejo? ¿El secreto del mago? —Sí. —No estés todo el rato mirando la bolsa. Más bien mira todo menos la bolsa. El paisaje, el cordón de tu zapato… Bueno, allá vamos. Confiado y natural, ese es el secreto. Aunque a veces también funciona hacerte el torpe y fingir que estás buscando una lentilla que se te ha caído, si crees que la gente te mira con sospecha. O tirar las patatas al suelo, darte con el dedo del pie contra algo, atragantarte con la bebida…, lo que sea. Vaya, pensé. Era evidente que no lo llamaban el Taxi de la Suerte porque sí. Él se rió de nuevo como si lo hubiera dicho en voz alta. —Eh, es una norma estúpida no dejar subir a los perros —dijo, bebiendo otro gran sorbo de Red Bull—. ¿Qué ibas a hacer? ¿Dejarlo tirado en la cuneta? —¿Eres mago o algo así? Él se rió. —¿Cómo lo has sabido? Hago un número de trucos de cartas en un bar del Orleans…, si fueras lo bastante mayor para entrar, te diría que fueras y lo vieras. De todos modos, el secreto reside en desviar la atención del trapicheo en cuestión. Esta es la primera ley de la magia: desorientar. No lo olvides nunca, gafitas. XXI Utah. Con la salida del sol, el valle de San Rafael se desplegaba en vistas desoladas semejantes a Marte: piedra arenisca y pizarra, cañones y yermas mesetas rojo óxido. Había pasado un mal rato dormitando, por las drogas pero también por miedo a que Popper no se estuviera quieto o gimiera; no obstante, no se movió mientras recorríamos las sinuosas carreteras montañosas, sentado en silencio dentro de la bolsa en el asiento de al lado, el más cercano a la ventanilla. Al final mi bolsa de viaje era lo bastante pequeña para que viajara conmigo; me quedé encantado por varios motivos: mi jersey, Tierra de hombres, pero sobre todo el cuadro, un objeto que había que proteger aunque estuviera envuelto y escondido, como un icono santo que un cruzado llevaba a la batalla. En el fondo del autobús tan solo había una pareja hispana de aspecto tímido con un montón de fiambreras de plástico en el regazo y un viejo borracho hablando consigo mismo, y nos abrimos paso sin incidentes a través de las carreteras serpenteantes hasta atravesar todo Utah y Grand Junction, Colorado, donde hicimos una parada de quince minutos. Después de dejar la bolsa en una taquilla que funcionaba con monedas, llevé a Popper a pasear por detrás de la estación de autobús, donde el conductor no pudiera verlo; compré un par de hamburguesas en el Burger King y le di agua en la tapa de un viejo envase de plástico de comida rápida que encontré en la basura. A partir de Grand Junction me dormí hasta la siguiente parada, Denver, una hora dieciséis minutos, justo cuando se ponía el sol; Popper y yo corrimos y corrimos, por el puro alivio de bajar del autobús, metiéndonos en calles tan sombrías y desconocidas que temí perderme, aunque me alegré al descubrir una cafetería hippy que llevaban dependientes jóvenes y simpáticos («¡Entra con él! —dijo la chica de pelo morado del mostrador cuando vio a Popper atado fuera—. ¡Nos encantan los perros!»), donde compré no solo dos sándwiches de pavo (uno para mí y otro para él) sino un pastelillo vegano y una bolsa de papel grasienta de galletas vegetarianas caseras para perro. Leí hasta tarde, papel amarillento en un círculo de luz débil, mientras la desconocida oscuridad pasaba a toda velocidad por nuestro lado; cruzamos la divisoria continental de aguas y salimos de las Rocosas, con Popper satisfecho después de la carrera por Denver y roncando feliz dentro de su bolsa. En algún momento me quedé dormido y al despertarme leí más. A las dos de la madrugada, justo cuando Saint-Exupéry contaba la historia del accidente de avión en el desierto, llegamos a Salina, Kansas (el «Cruce de Norteamérica»), una parada de veinte minutos, bajo una lámpara de sodio llena de polillas; Popper y yo corrimos alrededor del aparcamiento desierto de una gasolinera en la oscuridad, todavía con el libro en la mente, y disfrutando al mismo tiempo de lo extraño que era estar por primera vez en mi vida en el estado de mi madre; ¿alguna vez, en las vueltas que había dado con su padre, cruzó esa ciudad, pasando entre los coches que salían de la Interestatal por la calle Nueve y los grandes silos de grano iluminados que se alzaban como naves espaciales en el vacío? De nuevo en el autobús, soñolientos, sucios, cansados y con frío, Popchik y yo dormimos de Salina a Topeka, y de Topeka a Kansas City, Missouri, donde paramos justo al amanecer. Mi madre a menudo me contaba lo llano que era el paisaje de su tierra natal, tanto que veías los tornados arremolinándose durante millas sobre las praderas. Aun así no podía creer cuán vasto era; el cielo interminable, tan inmenso que te sentías aplastado y oprimido por el infinito. En Saint Louis, hacia el mediodía, hubo un descanso de hora y media (tiempo de sobras para pasear a Popper y comer un espantoso sándwich de rosbif, aunque el vecindario era demasiado incierto para aventurarse muy lejos), y, de nuevo en la estación, subirnos a otro autobús. Al cabo de solo un par de horas, me desperté y vi que el autobús se había parado; me encontré a Popper callado y con la punta del morro asomando por la bolsa, y a una mujer negra de mediana edad con pintalabios rosa brillante inclinada sobre mí, bramando: —No puedes tener este perro en el autobús. Me quedé mirándola desorientado. Luego me di cuenta horrorizado de que no era una pasajera más sino la conductora, con gorra y uniforme. —¿Has oído lo que te he dicho? —repitió, con un agresivo meneo de la cabeza. Era tan corpulenta como un boxeador profesional; en la chapa del nombre, encima de su impresionante busto, se leía «Denese»—. No puedes tener ese perro en este autobús. —Y agitó una mano con impaciencia, como diciendo: «¡Vuelve a meterlo en esa maldita bolsa!». Cubrí la cabeza de Popper —a él no pareció importarle— y me quedé sentado con el estómago encogido. Nos encontrábamos en una ciudad llamada Effingham, Illinois: mansiones estilo Edward Hopper, un tribunal de justicia que parecía sacado del decorado de una película, un letrero escrito a mano en el que se leía: «¡La encrucijada de las oportunidades!». La conductora hizo un amplio movimiento con el dedo. —¿Algún pasajero de aquí atrás tiene inconveniente en que este animal viaje en el autobús? Los demás pasajeros del fondo (un tipo desaliñado con un bigote enroscado hacia arriba; una mujer con aparatos dentales; una mujer negra con aire preocupado con una hija colegiala; un viejecito que recordaba a W. C. Fields con tubos en la nariz y un cilindro de oxígeno) parecieron demasiado sorprendidos para hablar, aunque la niña de ojos redondos meneó la cabeza de forma casi imperceptible: «no». La conductora esperó, mirando alrededor. Luego se volvió hacia mí. —Está bien. Es una buena noticia para ti y el chucho, cariño. Pero si uno… —agitó un dedo hacia mí—, uno solo de los demás pasajeros de aquí atrás se queja de que hay un animal a bordo, en cualquier momento, tendrás que bajarte. ¿Entendido? ¿No iba a echarme? La miré parpadeando, temeroso de moverme o pronunciar una palabra. —¿Entendido? —repitió ella, de forma más amenazadora. —Gracias… Meneó la cabeza de un modo un tanto beligerante. —Oh, no. No me des las gracias, cariño. Porque pienso dejarte en tierra si hay una sola queja. Una sola. Tembloroso, observé cómo se alejaba por el pasillo y ponía en marcha el autobús. Mientras salíamos del aparcamiento no me atreví a mirar siquiera a los demás pasajeros, aunque noté que todos me miraban. Popper dejó escapar un pequeño resoplido junto a mi rodilla y se acomodó de nuevo. Pese a lo mucho que lo quería y lo compadecía, nunca me había parecido un perro especialmente interesante o inteligente. Más bien lamentaba a menudo que no fuera más bonito, un border collie, un labrador o un cachorro rescatado de la perrera, algún cruce de pitbull listo pero problemático, un pequeño chucho peleón que persiguiera pelotas y mordiera a la gente; de hecho, casi todo menos lo que era: un perro de chica, un juguete totalmente gay que me daba vergüenza pasear por la calle. No es que Popper no fuera bonito; en realidad era justo la clase de bola de peluche pequeña y saltarina que muchas personas adoraban; quizá yo no, pero si alguna niña como la que había sentada al otro lado del pasillo se lo encontrara a un lado de la carretera, se lo llevaría sin dudarlo a su casa y le pondría cintas en el pelo. Me quedé sentado, rígido, reviviendo una y otra vez la repentina oleada de pánico: la conductora acercándose, mi estado de shock. Lo que de verdad me aterraba era que ahora sabía que si me obligaban a bajar a Popper del autobús, tendría que bajarme con él (¿y hacer qué?) incluso en un lugar en medio de la nada como Illinois. Lluvia, campos de maíz; y yo a un lado de la carretera. ¿Cómo le había cogido tanto afecto a un animal tan ridículo, un perro faldero elegido por Xandra? A través de Illinois e Indiana me balanceé vigilante, demasiado asustado para dormirme. Los árboles estaban pelados, y en los porches había calabazas de Halloween podridas. Al otro lado del pasillo, la madre había rodeado con un brazo a su hija y le cantaba, muy bajito: «You are my sunshine». Yo no tenía nada que comer aparte de las migas de las patatas fritas que me había dado el taxista; con un desagradable sabor salado en la boca, mientras veía pasar llanuras industriales y pequeñas ciudades anodinas, aterido de frío y desamparado, miré las tristes tierras de labranza y pensé en las canciones que me cantaba mi madre cuando era pequeño. «Toot toot tootsie goodbye, toot toot tootsie, don’t cry». Por fin, ya en Ohio, cuando se hizo de noche y en las tristes y pequeñas casas remotas encendieron las luces, me sentí lo bastante seguro para dormir, y cabeceé en sueños hasta Cleveland, una ciudad fría de luces blancas donde a las dos de madrugada cambié de autobús. Me dio miedo dar a Popper el largo paseo que sabía que necesitaba, por si alguien nos veía (porque ¿qué haríamos si nos descubrían, quedarnos en Cleveland para siempre?). Pero él también parecía aterrado; nos quedamos diez minutos tiritando en una esquina, luego le di agua, lo metí en la bolsa y regresé a la estación para subir en el autobús. Era medianoche y todos los pasajeros parecían medio dormidos, lo que hizo el transbordo más fácil; a mediodía del día siguiente hicimos un nuevo transbordo en Buffalo, donde el autobús salió de la estación a través de la crujiente aguanieve amontonada. El viento soplaba húmedo y cortante; después de haber vivido dos años en el desierto había olvidado cómo era el auténtico invierno, doloroso y crudo. Boris no había respondido ninguno de mis mensajes de texto, lo que tal vez era comprensible pues se los enviaba al móvil de Kotku, pero de todos modos le mandé otro: BFALO NY NYC STA NCHE. SPERO Q TES OK. SBES ALG D X? Buffalo se encontraba a gran distancia de la ciudad de Nueva York; pero exceptuando la febril e irreal parada de Syracuse, donde paseé y di de beber a Popper, y compré un par de daneses de queso porque no había nada más, logré dormir casi todo el trayecto a través de Batavia, Rochester, Syracuse y Binghamton, con la mejilla contra el cristal de la ventana y el aire frío que entraba por un resquicio, mientras la vibración me transportaba a Tierra de hombres y a un solitario puente de mando que se elevaba por encima del desierto. Creo que empecé a enfermar silenciosamente a partir de la parada de Cleveland; de hecho, cuando me bajé del autobús en la terminal Port Authority, casi al anochecer, ardía febril. Estaba helado de frío y las piernas no me sostenían en pie; la ciudad que tanto había añorado me pareció extraña, ruidosa y fría, todo tubos de escape, basuras y desconocidos que pasaban con prisas por mi lado en todas direcciones. La terminal estaba llena de agentes de policía. Por todas partes había letreros anunciando albergues y líneas directas para jóvenes fugados, y una mujer policía en particular me miró con recelo cuando me escabullía de allí; después de más de sesenta horas viajando en autobús, estaba sucio y cansado, y sabía que no pasaría la inspección; pero nadie me detuvo y no miré hacia atrás hasta que estuve fuera en la calle, bien lejos. Varios hombres de diferentes edades y nacionalidades me llamaron por la calle, voces suaves que llegaban de distintas partes («¡eh, hermanito!», «¿adónde vas?», «¿quieres que te lleve?»), pero aunque había un pelirrojo que no era mucho mayor y que parecía agradable y normal, alguien de quien podría hacerme amigo, yo era lo bastante neoyorquino para pasar por alto su alegre saludo y seguir caminando como si supiera adónde me dirigía. Creía que Popper estaría eufórico al salir de la bolsa y caminar, pero cuando lo dejé en la acera, la Octava Avenida resultó ser demasiado para él y le dio pavor andar más de un par de manzanas; nunca había estado en una ciudad y le aterraba todo (los coches, las bocinas, las piernas de los transeúntes, las bolsas de plástico vacías que se arrastraban por la acera), y no paró de tirar de la correa, saliendo disparado hacia el cruce, saltando en una y otra dirección, escondiéndose detrás de mí despavorido y enroscándose de tal modo en mis piernas que tropecé y casi me caí frente a una furgoneta que aceleraba para saltarse el semáforo. Después de cogerlo y meterlo de nuevo en la bolsa (donde forcejeó y resopló exasperado antes de quedarse callado), me detuve en mitad de la multitud de la hora punta intentando orientarme. Todo parecía mucho más sucio y hostil de como yo lo recordaba; también hacía más frío, y las calles eran grises como un periódico viejo. Que faire?, como le gustaba decir a mi madre. Casi la oía, con su voz alegre y despreocupada. Cuando mi padre golpeaba los armarios de la cocina quejándose de que necesitaba una copa, a menudo me preguntaba, qué significaba «necesitar una copa»; cómo era querer alcohol y solo alcohol, y no agua, Pepsi o lo que fuera. Ahora ya lo sé, pensé con tristeza. Me moría por una cerveza, pero sabía que no era buena idea ir a una tienda e intentar comprarla al ser menor de edad. Pensé con añoranza en el vodka del señor Pavlikovski, el estallido diario de calor que había llegado a dar por hecho. Aún peor, estaba muerto de hambre. Me encontraba a pocas puertas de una elegante pastelería, y tenía tanta hambre que entré derecho y compré el primer pastel que me llamó la atención (con sabor a té verde, nada menos, y una especie de relleno de vainilla; raro pero aun así delicioso). El azúcar hizo que me sintiera mejor casi en el acto; y mientras me lo comía, lamiéndome los dedos, me quedé mirando asombrado la resuelta multitud. Al marcharme de Las Vegas me sentí mucho más seguro de cómo se desarrollaría todo allí. ¿Telefonearía a los Servicios Sociales la señora Barbour para comunicarles que había aparecido? Creía que no; pero ya no estaba tan seguro. También había que tener en cuenta la cuestión no tan insignificante de Popper, ya que (junto con los lácteos y los frutos secos, el celo, la mostaza y otras veinticinco cosas que solían encontrarse en una casa) Andy era fuertemente alérgico a los perros; no solo a los perros sino también a los gatos, los animales de circo y el conejillo de Indias de clase (Conejillo Newton) que habíamos tenido en segundo, lo que explicaba por qué no había mascotas en casa de los Barbour. Por alguna razón eso no me había parecido un problema tan irresoluble en Las Vegas, pero de pie en la Octava Avenida, casi de noche y con frío, lo era. Sin saber qué hacer, eché a andar hacia el este en dirección a Park Avenue. El viento me azotaba la cara y el olor a lluvia que flotaba en el aire me puso nervioso. El cielo de Nueva York parecía mucho más bajo y más pesado que el del oeste: nubes sucias, semejantes a borrones de goma o trazos de lápiz sobre papel tosco. Era como si el desierto, en toda su vastedad, hubiera disminuido mi visión de lejos. Todo parecía húmedo y enclaustrado. Caminar me ayudó a reactivar la circulación de las piernas. Me encaminé al este, hacia la biblioteca (¡los leones!), donde me quedé parado un momento, como un soldado que regresa y tiene una primera visión fugaz de su hogar. Luego subí por la Quinta Avenida —farolas encendidas, bastantes transeúntes aún aunque se estaba vaciando con la llegada de la noche— hasta Central Park South. A pesar del cansancio y el frío, se me paró el corazón al ver el parque, y crucé corriendo la Cincuenta y siete (¡la calle de la Alegría!) hacia la frondosa oscuridad. Los olores, las sombras, hasta los pálidos y moteados troncos de los plataneros me levantaron el espíritu, pero era como si viera otro parque debajo del real y tangible, un mapa al pasado, un parque fantasma oscuro de recuerdos, salidas escolares y visitas al zoo de mucho tiempo atrás. Caminaba por la acera de la Quinta Avenida, mirando hacia el parque, donde los senderos estaban sumidos en las sombras de los árboles, envueltos en el halo de las farolas, misteriosos e invitadores como los bosques de Las crónicas de Narnia: el león, la bruja y el armario. Si me volvía y recorría uno de esos senderos iluminados, ¿saldría de nuevo en un año diferente?, quizá incluso en un futuro diferente, donde mi madre (recién salida del trabajo) me esperaría en el banco (nuestro banco) junto al estanque ligeramente sacudida por el viento, y, guardando el móvil, se levantaría para besarme: «Hola, cachorrito, ¿qué tal el colegio? ¿Qué quieres que compremos para cenar?». De pronto me detuve. Una presencia familiar con americana y corbata me había adelantando a grandes zancadas por la acera, rozándome el hombro. El mechón de pelo blanco destacaba en la oscuridad, pelo blanco que quizá tendría que llevarse largo y recogido en una coleta; estaba absorto y más desaliñado que de costumbre, pero aun así lo reconocí en el acto, por el ángulo de la cabeza que recordaba un poco a Andy: era el señor Barbour, maletín en mano, regresando a casa del trabajo. Corrí para alcanzarlo. —¿Señor Barbour? —grité, cogiéndolo de la manga. Él hablaba consigo mismo aunque no alcancé a oír lo que decía—. Señor Barbour, soy Theo. Con sorprendente violencia él se volvió y me apartó la mano. Era, en efecto, el señor Barbour; lo habría reconocido en cualquier parte. Pero sus ojos, clavados en los míos, eran los de un extraño: brillantes, duros y desdeñosos. —¡Se acabaron las limosnas! —gritó con voz aguda—. ¡Vete al diablo! Debería haber identificado su condición a primera vista. Era una versión aumentada del estado en que a veces encontraba a mi padre el día de las apuestas; o, de hecho, cuando tomó impulso y me golpeó. Nunca había visto al señor Barbour cuando no se hallaba bajo el efecto de la medicación (Andy, como era de esperar, se mostraba comedido al describir los «entusiasmos» de su padre, y yo no conocía entonces los episodios en que había intentado telefonear al secretario de Estado o había ido a trabajar en pijama), y ese arrebato de cólera no estaba en consonancia con el señor Barbour desconcertado y distraído que yo conocía, por lo que retrocedí avergonzado. Me miró furioso largo rato, luego me apartó el brazo (como si yo estuviera sucio y lo hubiera contaminado solo tocándolo) y se alejó. —¿Le estabas pidiendo dinero a ese hombre? —me preguntó un tipo que surgió de la nada mientras yo seguía parado en la acera, perplejo—. ¿Le estabas pidiendo dinero? —repitió, con mayor insistencia, cuando me volví. Era rechoncho, vestía un anodino traje de ejecutivo y tenía aspecto de estar casado y con hijos, y su aire de perdedor me puso los pelos de punta. Mientras trataba de esquivarlo, él me cortó el paso y dejó caer una mano pesada en mi hombro; presa de pánico, lo rodeé y entré corriendo en el parque. Me dirigí al estanque, por senderos amarillos y llenos de hojas caídas, y de forma instintiva fui derecho al Lugar de Encuentro (como mi madre y yo llamábamos a nuestro banco) y me senté en él temblando. Encontrarme al señor Barbour por la calle me había parecido un increíble golpe de suerte; quizá durante unos cinco segundos, pensé que después del desconcierto y la incomodidad iniciales me saludaría alegremente, me haría unas pocas preguntas y, disculpándose («¡Oh, no importa, no importa, ya tendremos tiempo para eso más tarde!»), me llevaría a su casa. «Santo cielo, qué aventura. ¡Qué contento se pondrá Andy cuando te vea!». Me pasé una mano por el pelo, todavía alterado. En un mundo ideal el señor Barbour habría sido el miembro de la familia al que más me habría gustado encontrarme por la calle, más que Andy y sin duda más que sus hermanos, más incluso que la señora Barbour, con sus silencios gélidos, sus cumplidos y códigos de conducta desconocidos por mí, y su mirada fría e ininteligible. Por pura costumbre saqué el móvil y miré por enésima vez si tenía algún mensaje, y no pude evitar animarme al encontrar por fin uno, de un número que no reconocí pero que tenía que ser de Boris: EY! SPERO K TB TES OK. NO DMSIADO ENFDADO. LLAMA XNR OK HA STADO MOLESTNDO. Traté de llamarlo —le había escrito cincuenta mensajes de texto por el camino—, pero nadie contestó en ese número y en el móvil de Kotku me salió el buzón de voz. Xandra podía esperar. Al regresar a Central Park South con Popper, compré tres perritos calientes (uno para Popper y dos para mí) a un vendedor callejero que estaba a punto de cerrar su puesto; mientras comía, sentado en un banco apartado dentro de la Scholar’s Gate, consideré las opciones que tenía. En mis fantasías sobre Nueva York a veces había albergado visiones perversas de Boris y de mí viviendo en la calle, alrededor de Saint Mark’s Place y Tompkins Square, haciendo sonar los tazones llenos de monedas con los mismos obsesos del monopatín que en otro tiempo se habían burlado de Andy y de mí con nuestros uniformes de colegio. No obstante, la perspectiva real de dormir en la calle, solo y febril en el frío de invierno, de pronto resultaba mucho menos atractiva. Lo más torturante era que me encontraba a solo cinco manzanas de la casa de Andy. Pensé en llamarle y pedirle quizá que se reuniera conmigo, pero decidí no hacerlo. No dudaba de que él se escabulliría encantado si lo telefoneaba desesperado, y me traería una muda de ropa y dinero que robaría del bolso de su madre y, quién sabe, quizá unos canapés de carne de cangrejo que habían sobrado o esos cacahuetes de cóctel que los Barbour siempre comían. Pero seguía dolido por la palabra «limosna». Por muy bien que me cayera Andy, habían transcurrido casi dos años. Y no podía olvidar el modo en que el señor Barbour me había mirado. Era evidente que había pasado algo, aunque no estaba seguro de qué…, solo sabía que yo era responsable de algún modo, en medio de ese miasma generalizado de vergüenza, ineptitud y sensación de ser una carga que nunca me había abandonado del todo. Sin proponérmelo, pues miraba al vacío, vi al hombre sentado en el banco de enfrente. Desvié rápidamente la vista pero ya era demasiado tarde; él ya estaba de pie y se acercaba. —Bonito chucho —dijo agachándose para acariciar a Popper. Y luego, al no responderle—: ¿Cómo te llamas? ¿Te importa si me siento? Era un tipo enjuto y menudo pero de aspecto fuerte; y olía mal. Me levanté rehuyendo su mirada, pero cuando me volví para irme él alargó el brazo y me agarró por la muñeca. —¿Qué pasa? —preguntó con voz desagradable—. ¿No te gusto? Me solté y eché a correr hacia la calle; Popper salió corriendo detrás de mí, sin pensar, aunque él no estaba acostumbrado al tráfico, y los coches se acercaban; lo cogí en brazos justo a tiempo y crucé con él la Quinta Avenida hacia el Pierre. Mi perseguidor, inmovilizado al otro lado a causa del semáforo rojo, atrajo la mirada de algunos transeúntes, si bien cuando me volví de nuevo, a salvo en el círculo de luz de la acogedora entrada del hotel —parejas elegantemente vestidas, porteros parando taxis—, vi que él había desaparecido en el interior del parque. Las calles eran mucho más ruidosas de como las recordaba y olían peor. Parado en la esquina junto a A La Vieille Russie, me sentí abrumado por el familiar hedor del centro de la ciudad: los caballos tirando de los carruajes turísticos, los tubos de escape de los autobuses, perfume y orina. Durante mucho tiempo había pensado en Las Vegas como algo temporal —mi vida real estaba en Nueva York—, pero ¿era cierto? Ya no, pensé con consternación, observando el número cada vez más reducido de transeúntes que pasaban por delante de Bergdorf. A pesar de que estaba dolorido y volvía a sentir escalofríos a causa de la fiebre, recorrí unas diez manzanas intentando aún combatir la zumbante ligereza que sentía en las piernas, la vibración del autobús que todavía llevaba dentro. Sin embargo, al final el frío pudo más que yo y paré un taxi; habría sido fácil ir en autobús, media hora quizá, todo recto por la Quinta hasta el Village, pero después de tres días viajando en autobús no podía soportar la idea de pasar un solo minuto más dando botes en otro. No me sentía cómodo en absoluto ante la perspectiva de presentarme en casa de Hobie sin avisar, ya que hacía mucho tiempo que no estábamos en contacto, y no por culpa de él sino por mí; en algún momento había dejado de escribirle. En cierto modo era el curso natural de las cosas; pero la despreocupada hipótesis de Boris («viejo maricón») también me había disuadido sutilmente, y no contesté sus últimas dos o tres cartas. Me encontraba mal, muy mal. Aunque el trayecto era corto debí de dormitar en el asiento trasero, porque cuando el taxista se detuvo y me preguntó: «¿Es aquí?», me desperté sobresaltado y por un momento me quedé aturdido, intentando recordar dónde estaba. La tienda —me di cuenta mientras el taxi se alejaba— estaba cerrada y oscura, como si no la hubieran vuelto a abrir en todo el tiempo que yo había permanecido fuera de Nueva York. Los cristales de las ventanas estaban cubiertos de mugre y, al atisbar en el interior, vi que habían envuelto en fundas algunos de los muebles. Aparte de la nueva capa de polvo que cubría los viejos cachivaches —las cacatúas de mármol, los obeliscos—, no había cambiado nada. Se me cayó el alma a los pies, y me quedé un largo minuto parado en la calle antes de armarme de valor y tocar el timbre. Parecía que llevaba siglos escuchando el eco lejano, si bien quizá no fueron más que unos segundos, y casi me había convencido de que no había nadie (¿y qué haría?, ¿volver andando a Times Square, buscar un hotel barato en alguna parte o entregarme a las autoridades como joven fugado?) cuando la puerta se abrió y ante mí no encontré a Hobie sino a una chica de mi edad. Era ella: Pippa. Todavía menuda (yo había crecido mucho más) y delgada, aunque con un aspecto más saludable que la última vez que la había visto: la cara más llena y pecosa, y el pelo también lo tenía diferente; parecía haberle crecido de otro color y textura, no tan rubio rojizo sino más oscuro, tirando a herrumbroso, y un poco desgreñado, como el de Margaret. Iba en calcetines y vestía como un chico, con viejos pantalones de pana y un jersey demasiado grande, y encima llevaba una bufanda de rayas naranjas y rosas que solo se pondría una abuela chiflada. Educada pero reticente, me miró con sus ojos castaño dorado frunciendo el entrecejo sin comprender: un desconocido. —¿Puedo ayudarte en algo? Se ha olvidado de mí, pensé consternado. ¿Cómo podía pretender que se acordara? Había pasado mucho tiempo, y yo había cambiado bastante físicamente. Era como ver a alguien que creías muerto. Pero ahí estaba Hobie, con sus pantalones de algodón manchados de pintura y la chaqueta de punto con los codos gastados, bajando ruidosamente las escaleras y apareciendo detrás de ella. Se ha cortado el pelo, fue lo primero que pensé; lo llevaba casi al rape, mucho más blanco de lo que recordaba. Tenía una expresión un poco irritada; por un momento desgarrador pensé que él tampoco me reconocía, pero retrocedió un paso y dijo: —Santo cielo. —Soy yo —me apresuré a decir, temiendo que me cerrara la puerta en la cara—. Theodore Decker. ¿Se acuerda? Pippa levantó rápidamente la vista hacia él; era evidente que le sonaba mi nombre pero no me había reconocido, y la afectuosa sorpresa que reflejaron sus caras me cogió tan por sorpresa que me eché a llorar. —Theo. Me dio un abrazo estrecho y paternal, y tan intenso que solo lloré más fuerte. Luego noté una mano en el hombro, una mano pesada y firme que era la encarnación de la autoridad y la seguridad; me hizo entrar y me condujo por el taller, los tenues dorados y el intenso olor a madera con que yo había soñado, y me llevó escaleras arriba hasta el salón, olvidado hacía mucho, con sus terciopelos, sus jarrones y sus bronces, mientras me decía: «Qué alegría verte», «Tienes muy mala cara», «¿Cuándo has vuelto?», «¿Tienes hambre?», «¡Santo cielo, cuánto has crecido!», «¡Qué pelos! Como Mowgli, el niño de la selva»; y, de pronto preocupado: «¿Te parece que aquí huele a cerrado? ¿Abro una ventana?», y cuando Popper sacó la cabeza de la bolsa: «¡Ajá! ¿A quién tenemos aquí?». Pippa, riéndose, cogió al perro en brazos y lo acunó. Yo estaba mareado por la fiebre, me notaba la cara roja y radiante como las barras de una estufa eléctrica, e iba tan a la deriva que ni siquiera me daba vergüenza llorar. Solo era consciente del alivio de estar allí, de mi dolor y de que tenía el corazón rebosante. En la cocina había sopa de champiñones, que no me apeteció pero estaba caliente y tenía frío, y mientras comía (Pippa, sentada en el suelo con las piernas cruzadas, jugaba con Popchik, sosteniéndole la borla de su bufanda de abuela a la altura de la cara; Popper y Pippa, ¿cómo no había caído nunca en el parecido entre sus nombres?), le conté un poco, de forma embrollada, la muerte de mi padre y lo que había ocurrido. Hobie me escuchó cruzando los brazos con una expresión de gran preocupación y la frente cada vez más fruncida a medida que yo hablaba. —Tienes que llamarla —dijo—. A la mujer de tu padre. —¡Pero no era su mujer! ¡Solo era su novia! Le importo un comino. Él meneó la cabeza con firmeza. —No importa. Tienes que llamarla y decirle que estás bien. Sí, tienes que hacerlo —dijo, elevando la voz cuando traté de protestar—. No hay pero que valga. Ahora mismo. Pips… —en la pared de la cocina había un anticuado teléfono—, ven conmigo. Lo dejaremos solo un momento. Aunque Xandra era la última persona en el mundo con la que quería hablar, sobre todo después de haber saqueado su dormitorio y robado el dinero de las propinas, me sentía tan aliviado de estar allí que habría hecho cualquier cosa que me hubieran pedido. Marqué el número diciéndome que probablemente no contestaría (nos telefoneaban tantos abogados y cobradores de morosos, a todas horas, que ella rara vez contestaba llamadas de números que no reconocía). De ahí que me sorprendiera cuando contestó al primer timbrazo. —Te dejaste la puerta abierta —dijo casi de inmediato, con tono acusador. —¿Qué? —Dejaste que el perro se escapara. Se largó…, y ahora no lo encuentro por ninguna parte. Probablemente lo atropelló un coche o algo así. —No. —Yo miraba la negrura del patio de ladrillo. Llovía, y las gotas repiqueteaban con fuerza contra los cristales de las ventanas; era la primera lluvia de verdad que veía en casi dos años—. Está aquí conmigo. —Ah. —Parecía aliviada. Luego, con más aspereza—: ¿Dónde estás? ¿Te has ido con Boris a alguna parte? —No. —He hablado con él y parecía ido. No quiso decirme dónde estabas. Sé que él lo sabe. —Aunque en Las Vegas era temprano, su voz era bronca y áspera, como si hubiera estado bebiendo o llorando—. Debería llamar a la policía, Theo. Sé que fuisteis vosotros los que me robasteis el dinero y todo lo demás. —Sí, como tú robaste los pendientes de mi madre. —¿Qué…? —Los de esmeraldas. Eran de mi abuela. —Yo no los robé. —Esta vez estaba enfadada—. ¿Cómo te atreves? Larry me los regaló, me los regaló después de… —Sí. Después de robárselos a mi madre. —Perdona, pero tu madre está muerta. —Sí, pero no lo estaba cuando él se los robó. Eso fue un año antes de su muerte. Mi madre llamó a la compañía de seguros —añadí, elevando la voz por encima de la de ella—. Y denunció el robo a la policía. —Yo no sabía si esto último era cierto, pero podría haberlo sido. —Hum, supongo que nunca has oído hablar de algo llamado bienes gananciales. —Sí. Y supongo que tú nunca has oído hablar de algo llamado reliquia de familia. Además, mi padre y tú ni siquiera estabais casados. Él no tenía ningún derecho a darte esos pendientes. Se hizo un silencio. Oí el clic del encendedor al otro lado de la línea, seguido de una inhalación cansina. —Mira, chico. ¿Puedo decirte algo? No es el dinero, de verdad. Ni la coca. Aunque te aseguro que yo a tu edad no hacía nada parecido. Os creéis muy listos y demás, y supongo que lo sois, pero vais por mal camino, tú y tu amigo como se llame. Sí, sí —añadió, alzando la voz—. Él también me cae bien, pero no traerá más que problemas. —Tú deberías saberlo. Se rió con tristeza. —Mira, chico. He pasado unas cuantas veces por eso…, sé de qué hablo. Acabará en la cárcel antes de cumplir los dieciocho, y apuesto lo que quieras a que tú estarás con él. —Y alzando de nuevo la voz—: Y no me extraña. Yo quería a tu padre, pero no valía gran cosa el pobre, y por lo que me contó, tu madre tampoco. —Ya está bien. Vete a la mierda. —Estaba tan enfadado que temblaba—. Voy a colgar. —No…, espera. Perdona, no debería haber dicho eso de tu madre. No es eso lo que quería decirte. Por favor, ¿tienes un minuto? —Estoy esperando. —Primero, suponiendo que te interese, voy a hacer que incineren a tu padre. ¿Te parece bien? —Haz lo que quieras. —Nunca lo has necesitado mucho, ¿verdad? —¿Eso es todo? —Una cosa más. No me importa dónde estés, con franqueza. Pero necesito que me des una dirección para poder ponerme en contacto contigo. —¿Y eso por qué? —No te hagas el listillo. En algún momento llamará alguien de tu colegio o algo así… —Yo no contaría con ello. —… y necesitaré, no lo sé, dar alguna explicación de dónde te encuentras. A menos que quieras que la policía ponga tu foto en los envases de la leche. —Creo que es bastante improbable. —Bastante improbable —repitió ella en una cruel imitación de mi voz—. Bueno, es posible. Pero dámela de todos modos y estaremos en paz. —Y al ver que yo no respondía—: Te hablaré claro, no me importa dónde estés, pero no quiero cargar con el mochuelo si hay algún problema y necesito ponerme en contacto contigo. —Hay un abogado en Nueva York. Se llama Bracegirdle. George Bracegirdle. —¿Tienes su número? —Búscalo. Pippa entró en la habitación para coger el bol del agua para el perro, y me volví con timidez hacia la pared para no mirarla. —¿Brace Girdle? —decía Xandra—. ¿Tal como suena? ¿Qué clase de apellido es ese? —Mira, estoy seguro de que lo localizarás. Se hizo un silencio, luego Xandra habló. —¿Sabes una cosa? —¿Qué? —Que es tu padre el que ha muerto. Tu padre. Y te comportas como si fuera, no lo sé, el perro. O ni eso, porque sé que te importaría que un coche atropellara al perro. Al menos eso creo. —Digamos que él me importaba tanto como yo le importaba a él. —Bueno, pues deja que te diga algo. Tú y tu padre os parecéis mucho más de lo que crees. Has salido a él cien por cien. —Y tú estás llena de mierda —repliqué después de un breve silencio lleno de desdén, lo que, para mí, resumía bastante la situación. Pero mucho después de colgar, tumbado en la bañera de agua caliente estornudando y temblando, y en la brillante bruma que siguió (tragando las aspirinas que me dio Hobie, siguiéndolo por el pasillo hasta el mohoso cuarto de huéspedes, «hay más mantas en el arcón, no, basta de hablar, te dejo ahora para que descanses»), las palabras de despedida de Xandra resonaron una y otra vez en mi cabeza mientras hundía la cara en la pesada almohada de olor extraño. No era cierto, no más cierto que lo que me había dicho poco antes de mi madre. Hasta la voz seca y ronca que se oía a través de la línea, el recuerdo de esa voz, hacía que me sintiera sucio. A la mierda, pensé soñoliento. Olvídalo. Ella está a un millón de millas de aquí. No obstante, aunque me caía de cansancio —literalmente—, y nunca había dormido en un colchón más blando que el de esa desvencijada cama de latón, sus palabras fueron un desagradable hilo que atravesó mis sueños durante toda la noche. Tercera parte Estamos tan acostumbrados a disfrazarnos para los demás que al final nos disfrazamos para nosotros mismos. FRANÇOIS DE LA ROCHEFOUCAULD 7 La trastienda I Cuando me desperté con el traqueteo de los camiones de la basura tuve la sensación de haber caído en paracaídas en un universo diferente. Me dolía la garganta. Tendido muy quieto bajo el edredón, aspiré el oscuro aire impregnado del aroma de las flores secas y de la leña quemada, y, muy débil, el perpetuo olor a aguarrás, resina y barniz. Me quedé un rato tumbado. Popper, que se había acurrucado a mis pies, ya no estaba a la vista. Me había dormido con la ropa puesta, que estaba mugrienta. Por fin, impulsado por un ataque de estornudos, me senté en la cama, me puse el jersey encima de la camisa y busqué a tientas debajo de la cama para asegurarme de que la funda de almohada seguía allí; luego me arrastré por el suelo frío hasta el cuarto de baño. El pelo se me había secado formando nudos demasiado enmarañados para pasarme el peine, e incluso después de mojármelo lo tenía tan apelmazado que al final me rendí y me lo corté con gran dificultad con unas tijeras de uñas oxidadas que encontré en un cajón. Dios mío, pensé apartándome del espejo para estornudar de nuevo. Hacía tiempo que no me miraba a un espejo y casi no me reconocí: la mandíbula magullada, un brote de acné en la barbilla, la cara abotargada y con manchas rojas a causa del resfriado, los ojos también hinchados, con los párpados pesados y soñolientos, lo que me daba un aire bobo, esquivo y de chico educado en casa. Tenía el aspecto de un muchacho que acaba de ser rescatado por las autoridades locales de algún culto y sale parpadeando de un sótano abarrotado de armas de fuego y leche en polvo. Era tarde, las nueve pasadas. Al salir de mi habitación alcancé a oír el programa matinal de música clásica de la WNYC: la cualidad soñadora y familiar de la voz del locutor, la numeración del catálogo de Köchel, una calma somnífera, el mismo murmullo agradable de la radio pública que me había despertado muchas mañanas en Sutton Place. Cuando entré en la cocina encontré a Hobie sentado a la mesa con un libro. Pero no leía; miraba hacia el otro extremo de la habitación. Al verme dio un respingo. —Vaya, aquí estás —dijo mientras se levantaba y apartaba desordenadamente un montón de cartas y facturas para hacerme sitio. Iba vestido para bajar al taller: pantalones de pana con las rodillas deformadas y un viejo jersey marrón apolillado y raído; sus pronunciadas entradas junto al nuevo corte al rape le daban el aire grave y calvo del senador de mármol que aparecía en la cubierta del libro de latín de Hadley. —¿Cómo estamos? —Bien, gracias. —Con voz áspera y ronca. De nuevo bajó las cejas y me miró con atención. —¡Santo cielo! Esta mañana hablas como un cuervo. ¿Qué quería decir? Con la cara ardiendo de vergüenza, me dejé caer en la silla que él apartó de la mesa para mí —demasiado incómodo para mirarlo a los ojos—, y clavé la vista en el libro: cuero cuarteado, la vida y correspondencia de lord nosecuantos, un viejo volumen que quizá había llegado con el mobiliario de alguna finca, la de doña Fulana de Poughkeepsie, anciana con la cadera rota y sin hijos, todo muy triste. Me sirvió té y me puso un plato delante. En un intento de disimular mi incomodidad, bajé la cabeza y me abalancé sobre la tostada, y casi me atraganté, pues tenía la garganta demasiado irritada para tragar. Luego cogí la taza demasiado deprisa y la volqué sobre el mantel; me levanté con rapidez para limpiarlo. —No, no, no importa…, ya está… La servilleta estaba empapada; no sabía qué hacer con ella, y en mi confusión la dejé caer sobre la tostada y me froté los ojos por debajo de las gafas. —Lo siento —balbuceé. —¿Lo sientes? —Me miraba como si le hubiera preguntado cómo llegar a un lugar que no sabía con certeza de dónde estaba—. Oh, vamos… —Por favor, no me pida que me vaya. —¿Cómo? ¿Que no te pida que te vayas? ¿Adónde? —Se bajó las gafas de medialuna y me miró por encima de ellas, y con una voz entre juguetona e irritada añadió—: No seas ridículo. Derecho a la cama es adonde tendría que pedirte que te fueras. Parece que hayas pillado la peste negra. Pero su actitud no logró tranquilizarme. Paralizado de vergüenza, aunque resuelto a no echarme a llorar, me encontré mirando fijamente el rincón junto a la estufa donde en otro tiempo estaba la cesta de Cosmo. —Ah, sí —dijo Hobie siguiendo mi mirada—. Acabó sordo como una tapia, y sufría tres o cuatro ataques a la semana, pero aun así queríamos que viviera eternamente. Yo lloriqueé como un niño. Si me hubieran dicho que Welty moriría antes que Cosmo… Se pasó la mitad de su vida llevando y trayendo al perro del veterinario… Mira —añadió con voz turbada, echándose hacia delante y tratando de atraer mi mirada al ver que yo seguía callado, con aire desgraciado—. Sé que lo has pasado mal, pero ya no tienes motivos para preocuparte. Pareces muy alterado…, sí, es cierto, muy alterado —repitió con tono cortante—. Y, que Dios te bendiga —estremeciéndose un poco—, aunque has tomado algo, eso seguro. Pero no te preocupes, todo se arreglará. Vuelve a la cama y hablaremos de ello más tarde. —Lo sé, pero… —Volví la cabeza para contener un estornudo húmedo y burbujeante—. No tengo adónde ir. Él se recostó en la silla: amable, cauteloso, había en él algo anticuado. —Theo —se dio unos golpecitos en el labio superior—, ¿cuántos años tienes? —Quince. Quince y medio. —Y… —Pareció buscar las palabras—. ¿Qué hay de tu abuelo? —Oh —respondí sin poder contenerme después de un momento de silencio. —¿Has hablado con él? ¿Sabe que no tienes adónde ir? —Mierda… —se me escapó; Hobie levantó una mano para tranquilizarme—. Usted no lo entiende. Quiero decir que no sé si tiene Alzheimer o qué, pero cuando lo llamaron ni siquiera quiso hablar conmigo. —Entonces… —Hobie apoyó la barbilla pesadamente en una mano y me miró como un maestro escéptico— no has hablado con él. —No personalmente. Lo hizo una mujer que estaba allí ayudando. La solícita amiga de Xandra, Lisa, que me seguía a todas partes, expresando con delicadeza pero cada vez con mayor apremio su preocupación de que había que notificárselo a «la familia», se había retirado a una esquina para llamar al número que yo le di, y colgó con una cara que arrancó una carcajada de Xandra, la única de la velada. —¿Y bien? —preguntó Hobie en el silencio que siguió, con un tono que emplearías con un paciente con problemas mentales. Me froté la cara con una mano; los colores de la cocina eran demasiado intensos, y me sentía mareado y fuera de control. —Supongo que Dorothy contestó el teléfono y, según Lisa, dijo algo así como «De acuerdo, espera», ni siquiera «Oh, no», o «¿Qué ha pasado?» o «¡Qué horrible!», sino «Un momento, iré a buscarlo»; entonces mi abuelo se puso al teléfono, y Lisa le habló del accidente y él escuchó; cuando terminó dijo: «Bueno, siento lo ocurrido», pero con un tono que Lisa no se esperaba. No dijo «¿Qué puedo hacer?» o «¿Cuándo será el funeral?», ni nada por el estilo. Solo «Gracias por llamar, se lo agradecemos, adiós». —Al ver que Hobie no decía nada, añadí nervioso—: Yo podría haberle dicho que era inútil. Porque mi padre nunca les gustó. Dorothy era su madrastra y desde el primer día no pudieron verse, pero él tampoco se llevaba bien con el abuelo Decker… —Está bien, está bien. Tranquilo. —… y mi padre se metió en un apuro cuando era niño, quizá eso influyera. Lo arrestaron no sé por qué, y a raíz de eso no quisieron volver a saber de él, que yo recuerde, y de mí tampoco… —¡Cálmate! No estoy tratando de… —… porque le juro que casi no los he visto, en realidad no los conozco, pero ellos no tienen motivos para odiarme… No es que mi abuelo fuera un gran tipo, de hecho siempre fue bastante violento con mi padre… —Chist, no sigas. No era mi intención apretarte las clavijas. Solo quería saber… No, escucha —añadió cuando intenté hablar, rechazando mis palabras como si espantara una mosca de la mesa. —El abogado de mi madre está aquí en la ciudad. ¿Vendrá conmigo a verlo? —Al ver que él juntaba las cejas, añadí confuso—: No es abogado en toda regla, pero administra el dinero. Hablé por teléfono con él antes de irme. —Pero bueno, ¿qué le pasa a este perro? —preguntó Pippa riéndose, con las mejillas coloradas por el frío—. ¿Nunca ha visto un coche? El pelo rojo brillante; una gorra de lana verde; el impacto que me causó verla a plena luz del día fue como un balde de agua fría. Andaba con cierto impedimento, probablemente a raíz del accidente, pero con la ligereza de un saltamontes, como el singular y grácil preludio de un paso de baile; e iba envuelta en tantas capas de ropa para combatir el frío que parecía un pequeño capullo de colores. —Aullaba como un gato —continuó ella, desenrollándose una de sus numerosas bufandas estampadas mientras Popchik bailaba a sus pies con el extremo de la correa en la boca—. ¿Siempre hace ese ruido tan raro? La gente se partía de risa. Sí… —añadió deteniéndose para hablar con él, frotándole la cabeza con los nudillos—, necesitas un baño, ¿verdad? ¿Es un maltés? Asentí con energía, llevándome una mano a la boca para intentar contener un bostezo. —Me encantan los perros. —Casi no oía lo que ella decía, tan aturdido me sentía al notar sus ojos clavados en los míos—. Tengo un libro sobre perros y me he aprendido todas las razas que aparecen en él. Si tuviera que escoger un perro grande elegiría un terranova como Nana, el de Peter Pan, y si tuviera que elegir uno pequeño…, bueno, cambio de opinión a menudo. Me gustan todos los terriers pequeños, sobre todo el jack russell, son muy simpáticos y divertidos. Pero también conozco un basenji encantador. Y el otro día conocí un pekinés precioso. Pequeñísimo y muy inteligente. En China solo podría haberlo tenido la familia real. Es una raza muy antigua. —Los malteses también lo son —grazné, satisfecho de tener un dato interesante que aportar—. Se remontan a la Grecia antigua. —¿Por eso lo has escogido? ¿Porque es antiguo? —Hummm… —Conteniendo una tos. Ella le estaba diciendo algo al perro, no a mí, pero me sobrevino otro ataque de estornudos. Hobie cogió enseguida lo que tenía más a mano, una servilleta de la mesa, y me la pasó. —Bueno, ya está bien. Ahora vuelve a la cama. No, no, quédatela —me dijo cuando intenté devolverle la servilleta. Luego, viendo el caos de mi plato, con el té derramado y la tostada empapada, añadió—: Ahora dime qué quieres que te lleve para desayunar. Sorprendido entre dos estornudos, me encogí de hombros a la manera rusa que había aprendido de Boris: «cualquier cosa». —Está bien, si no te importa te prepararé unas gachas de avena. Van bien para la garganta. ¿No tienes calcetines? —Hummm… Pippa estaba ocupada con el perro; el amarillo mostaza de su jersey y el rojo otoñal de su pelo se mezclaban y fundían con los colores vivos de la cocina: las manzanas rojas de rayas que brillaban en un cuenco amarillo, la profunda abolladura en la lata plateada de café donde Hobie guardaba los pinceles. —¿Y pijama? —decía Hobie—. ¿No? Veré si encuentro uno de Welty. Y cuando te quites esa ropa la pondré a lavar. Vamos, vete. —Me dio una palmada tan repentina en el hombro que di un respingo. —Yo… —Puedes quedarte todo el tiempo que quieras. Y no te preocupes, te acompañaré a ver al abogado. Todo irá bien. II Tiritando atontado, me abrí paso por el oscuro pasillo y me deslicé bajo las mantas, que pesaban y estaban heladas. La habitación olía a humedad, y aunque había muchas cosas interesantes que mirar —un par de grifos de terracota, cuadros de bordados con cuentas victorianos, hasta una bola de cristal—, las paredes marrón oscuro, con su profunda y seca textura como la del cacao en polvo, me envolvieron en el eco de la voz de Hobie y también de la de Welty, un marrón amistoso que me saturó por completo y que hablaba con cálidos y anticuados tonos, hasta el punto de que en ese ir a la deriva en un morboso torrente de fiebre me sentí arropado y tranquilizado por sus presencias mientras que Pippa proyectaba un nimbo cambiante y coloreado, y yo pensaba de una forma confusa en hojas escarlata y chispas de chimenea elevándose en la oscuridad, y también en mi cuadro, qué aspecto tendría contra ese suelo oscuro e intenso que absorbía la luz. Plumas amarillas. Un destello rojo. Brillantes ojos negros. Me desperté sobresaltado —estaba de nuevo en el autobús, agitando los brazos aterrado al ver cómo alguien sacaba el cuadro de mi mochila— y me encontré a Pippa, con el pelo más brillante que todo lo que había en la habitación, cogiendo en brazos al perro soñoliento. —Perdona, pero necesita salir —dijo—. No estornudes sobre mí. Me apoyé sobre los codos. —Perdona, hola —dije como un idiota, tapándome la cara con un brazo; luego añadí—: Ya estoy mejor. Ella recorrió con sus inquietos ojos castaño dorado la habitación. —¿Estás aburrido? ¿Quieres que te traiga lápices de colores? —¿Lápices de colores? —Estaba desconcertado—. ¿Para qué? —Pues para dibujar… —Bueno… —No importa. Solo tienes que decir que no. Salió con Popchik trotando detrás de ella, dejando un olor a chicle con sabor a canela, y hundí la cara en la almohada apesadumbrado por mi estupidez. Aunque prefería morir antes de decírselo a alguien, me preocupaba que el exceso de drogas me hubiera dañado el cerebro y el sistema nervioso, y quizá hasta el alma, de un modo irreparable y quizá no inmediatamente evidente. Mientras estaba allí tumbado preocupándome, pitó mi móvil: ADVNA DND STY? PSCNA @ MGM GRAND!!!!! Parpadeé. BORIS?, tecleé en respuesta. SI, SOY YO! ¿Qué estaba haciendo allí? TAS OK?, tecleé. SI XO ZZZ! HMOS STDO HCNDO ESAS BOLS8 :—) Y luego, otro pitido. * GNIAL * MARCHA, MARCHA. Y U? VIVIENDO BAJO U PUENTE? NYC, tecleé. ENFERMO EN CAMA. XQ STAS EN MGMGR AKI STMOS KT & AMBER CON UNOS TÍOS!!! ;— ) Luego, al cabo de un momento: CNOCES UN CCTEL LLMDO RUSO BLNCO? MY BNO DE SABOR XO EL NMBRE ES HRRBLE PA UN CCTEL Alguien llamó a la puerta. —¿Estás bien? —preguntó Hobie, asomando la cabeza—. ¿Puedo traerte algo? Aparté el móvil. —No, gracias. —Bueno, avísame cuando tengas hambre. Hay mucha comida. Tuvimos invitados el día de Acción de Gracias y la nevera está tan llena que casi no se cierra la puerta…, ¿qué ha sido ese ruido? —Miró alrededor. —Solo es mi móvil. —Boris había escrito: NO PDS CREERTE LOS ULTMS COLOCNS!! —Bueno, te dejo con ello. Avísame si necesitas algo. Una vez que se fue, me volví hacia la pared y tecleé: MGMGR CN KT BEARMAN?! La respuesta llegó casi de inmediato: SI! TB AMBER & MIMI & JESICA & HNA DE KT JORDAN QUE STA EN LA *UNI* :—D NO JDS!!! T FUISTE EN MAL MOMENTO!!! :—D Luego, antes de que yo pudiera responder: TNG Q DJRTE, AMBR NECESITA EL MÓVIL LLMAME LGO, tecleé. Pero no hubo respuesta…, y pasaría mucho tiempo antes de que volviera a tener noticias de Boris. III Aquel día y los dos siguientes, dando vueltas en la cama con un viejo pijama de Welty sorprendentemente suave, fueron tan caóticos y perturbados a causa de la fiebre que me encontré muchas veces en la terminal de autobuses Port Authority huyendo de la gente, esquivando multitudes y colándome por túneles donde goteaba agua aceitosa sobre mí; o en Las Vegas, de nuevo en el autobús CAT, cruzando polígonos industriales azotados por el viento, con la arena golpeando las ventanas y sin dinero para pagar el billete. El tiempo se deslizaba por debajo de mí como si derrapara sobre hielo por la carretera, interrumpido por flashes de imágenes allá donde se encallaban mis ruedas y me veía arrojado al tiempo ordinario: Hobie trayéndome aspirinas y ginger ale con hielo; Popchik, recién bañado, esponjoso y blanco como la nieve, subiéndose de un salto a la cama y corriendo de un lado para otro encima de mis pies. —Eh, hazme sitio —dijo Pippa, acercándose a la cama y clavándome un dedo en el costado para sentarse en ella. Me senté y busqué a tientas las gafas. Había soñado con el cuadro —¿lo había sacado para mirarlo?—, y me sorprendí mirando ansioso alrededor para asegurarme de que lo había guardado antes de dormirme. —¿Qué pasa? Me obligué a mirarla de nuevo. —Nada. —Me había metido varias veces debajo de la cama para tocar la funda de almohada, y no podía evitar preguntarme si en un descuido la había dejado asomando. No mires hacia abajo, me dije. Mira a Pippa. —Toma, he hecho algo para ti —me decía ella—. Dame la mano. —Vaya, gracias —respondí, mirando el origami verde con puntas que tenía en la palma. —¿Sabes qué es? —Uf. —¿Un ciervo? ¿Un cuervo? ¿Una gacela? Presa del pánico, levanté la vista hacia ella. —¿Te rindes? ¡Una rana! ¿No lo ves? Vamos, ponla en la mesita de noche. Si la aprietas por aquí salta, ¿lo ves? Mientras jugaba torpemente con la rana, fui consciente de que ella no apartaba los ojos de mí, unos ojos que poseían luz y furia, y un poder despreocupado, como los de un gatito. —¿Puedo echar un vistazo? —Me había cogido el iPod y estaba ocupada cambiando de pantalla—. ¡Qué bonito! Magnetic Fields, Mazzy Star, Nico, Nirvana, Oscar Peterson. ¿No tienes música clásica? —Bueno, hay algo —respondí avergonzado. Con la excepción de Nirvana, todo lo que había mencionado ella era música de mi madre, incluso parte de Nirvana. —Te grabaría algunos cedés pero dejé el ordenador en el colegio. Supongo que podría enviarte algo por correo electrónico. Últimamente he escuchado mucho Arvo Pärt, no me preguntes por qué, y tengo que ponerme los auriculares porque mis compañeros de clase se vuelven locos. Aterrado de que me sorprendiera mirándola de nuevo pero incapaz de apartar los ojos de ella, la observé contemplar mi iPod con la cabeza inclinada: las orejas rosadas, una línea de tejido cicatrizado con relieve por debajo del pelo rojo fuego. De perfil, sus ojos tenían los párpados pesados, con una ternura que me recordó la de los ángeles y los pajes del libro de las obras maestras del Norte de Europa que había visto a menudo en la biblioteca. —Eh… —Las palabras se me secaron en la boca. —¿Sí? —Hummm… —¿Por qué no era cómo antes? ¿Por qué no se me ocurría nada que decir? —Oh… —Ella levantó la mirada y luego volvió a reírse demasiado fuerte para hablar. —¿Qué pasa? —¿Por qué me miras de ese modo? —¿De qué modo? —le pregunté alarmado. —Así… —Yo no estaba muy seguro de cómo interpretar los ojos saltones con que ella me miraba. ¿Alguien que se ahoga? ¿Un mongoloide? ¿Un pez?—. No te enfades. Eres tan serio. Es solo que… —Bajó la vista de nuevo hacia el iPod y se rió de nuevo—. Oooh, Shostakovich, qué intenso. ¿Cuánto recordaba Pippa?, me pregunté con la cara ardiendo de la humillación pero incapaz de apartar los ojos de ella. No era la clase de cosa que podías preguntar, pero aun así quería saberlo. ¿Ella también tenía pesadillas, miedo a las multitudes, sudores y ataques de pánico? ¿Alguna vez tenía, como yo, la sensación de observarse a sí misma de lejos, como si la explosión le hubiera dividido el cuerpo y el alma en dos entidades separadas que permanecían a unos seis pies de distancia la una de la otra? La ráfaga de su risa poseía un atolondramiento imparable que yo conocía demasiado bien de mis noches desenfrenadas con Boris, un atisbo de vértigo e histeria que relacionaba (en mí al menos) con el hecho de haber estado a punto de morir. Había noches en el desierto en las que me desternillaba tanto de la risa, doblado en dos durante horas con dolor de estómago, que me habría arrojado feliz delante de un coche para detenerlo. IV El lunes por la mañana, aunque estaba lejos de encontrarme bien, desperté de la bruma de dolor y duermevela, y me arrastré con sumisión hasta la cocina, donde telefoneé a la oficina del señor Bracegirdle. Pero cuando pregunté por él, su secretaria (tras pedirme que esperara y volviendo demasiado rápido) me informó de que el señor Bracegirdle no se encontraba en la oficina en esos momentos y no, no tenía ningún número donde pudiera localizarlo; lo lamentaba pero no podía decirme cuándo volvería. ¿Había algo más que ella pudiera hacer? —Bueno… —Le di el número de Hobie, y estaba lamentando no haber tenido más reflejos y haberle pedido una cita cuando sonó el teléfono. —Llamando desde un número de Manhattan, ¿eh? —dijo la voz fuerte y alegre. —Me marché —respondí estúpidamente; el frío que sentía en la cabeza me hacía hablar con voz gangosa y atontada—. Estoy en la ciudad. —Sí, me lo he imaginado. —Su tono era afable pero distante—. ¿Qué puedo hacer por ti? Cuando le hablé de mi padre, se oyó una respiración profunda. —Lo siento —dijo él con cautela—. ¿Cuándo fue eso? —La semana pasada. Escuchó sin interrumpirme; durante los cinco minutos que tardé en ponerle al día de las circunstancias, lo oí rechazar al menos dos llamadas más. —Diantre —dijo, cuando terminé de hablar—. Es toda una historia, Theodore. «Diantre»; en otro estado de ánimo habría sonreído. No era de extrañar que a mi madre le hubiera caído bien. —Debió de ser terrible para ti. Siento mucho tu pérdida, por supuesto. Es muy triste. Aunque, con franqueza, y me resulta menos incómodo decírtelo ahora, cuando él apareció nadie supo qué hacer. Tu madre me había contado algunas cosas, desde luego…, hasta Samantha mostró preocupación…, bueno, ya sabes, era una situación difícil. Pero no creo que nadie esperara eso. Unos matones con bates de béisbol. —Bueno… —No era mi intención que se quedara con el detalle de los matones con bates—. Solo lo tenía en las manos. No es que me pegara ni nada parecido. Él se rió con una carcajada relajada que suavizó la tensión. —Bueno, sesenta y cinco mil dólares parece una cantidad muy específica. También tengo que confesar que fui más allá de mis atribuciones como tu asesor cuando hablé contigo por teléfono, aunque dadas las circunstancias espero que me perdones. Pero me olí algo sospechoso. —¿Cómo dice? —respondí después de un silencio angustioso. —Me refiero a aquel día que hablamos por teléfono del dinero. En realidad puedes retirarlo, por lo menos por lo que se refiere al quinientos veintinueve. Con una gran penalización impositiva, pero es posible. ¿Posible? ¿Podría haberlo retirado? Ante mí apareció un futuro alternativo: el señor Silver satisfecho con su dinero, papá en albornoz consultando en su BlackBerry los resultados de los partidos, y yo en la clase de Spirsetskaya con Boris apoltronado al otro lado del pasillo. —Debo decir que aunque el dinero del fondo se queda un poco corto —decía el señor Bracegirdle—, está a buen recaudo y no para de aumentar. No es que no se pueda arreglar para que recibas algo ahora, dadas tus circunstancias, pero tu madre estaba resuelta a no tocarlo pese a sus apuros económicos. Lo último que habría querido era que tu padre echara mano de él. Y, entre nosotros, creo que has hecho muy bien volviendo voluntariamente a la ciudad. Perdona —otra conversación amortiguada—, tengo una cita a las once y debo irme corriendo… Estás en casa de Samantha, ¿no? La pregunta me dejó desconcertado. —No, con unos amigos en el Village. —Estupendo, siempre y cuando estés bien allí. En fin, ahora tengo que dejarte. ¿Qué te parece si seguimos esta conversación en mi oficina? Te paso con Patsy para que concertéis una cita. —Perfecto, gracias. —Pero cuando colgué me sentía fatal, como si alguien me hubiera metido una mano en el pecho y arrancado una sustancia húmeda y viscosa alrededor del corazón. —¿Va todo bien? —me preguntó Hobie, que cruzaba la cocina, deteniéndose bruscamente al verme la cara. —Sí. Pero había mucha distancia hasta mi habitación, y en cuanto cerré la puerta y me tumbé en la cama, me eché a llorar, o casi, unos resuellos secos y desagradables con la cara apretada contra la almohada, mientras Popchik me tocaba la espalda con la pata y me resoplaba ansioso en la nuca. V Me encontraba mejor, pero esa noticia hizo que recayera. A medida que el día transcurría y volvía a subirme la fiebre de un modo oscilante, no pude pensar en nadie más que en papá. Tengo que llamarlo, me decía mientras dormitaba, incorporándome una y otra vez en la cama justo cuando cogía el sueño, y era como si su muerte no fuera real sino solo un ensayo, una prueba; la muerte auténtica (la permanente) aún no había sucedido y yo estaba a tiempo de impedirla si lo encontraba, si él contestaba al móvil, si Xandra hablaba con él desde el trabajo. «Tengo que localizarlo, tengo que decírselo». Más tarde, al final del día, cuando ya había oscurecido, me sumergí en un duermevela perturbado en el que mi padre me insultaba por estropearle unas reservas de avión; entonces advertí luces en el pasillo y una pequeña sombra iluminada por detrás: Pippa entrando de pronto en la habitación con paso tambaleante, casi como si alguien la hubiera empujado, mirando hacia atrás dudosa y diciendo: —¿Lo despierto? —Espera —le dije a ella y al mismo tiempo a mi padre, que desaparecía rápidamente en la oscuridad en medio de una violenta multitud en un estadio situado al otro lado de una puerta alta y abovedada. Al ponerme las gafas, vi que ella llevaba el abrigo como si fuera a salir—. Lo siento. —Me tapé los ojos con el brazo, confuso ante el resplandor de la lámpara. —No, soy yo la que lo siente. Es que quería… —Se apartó un mechón de la cara—. Me voy y quería despedirme. —¿Despedirte? Juntó sus pálidas cejas y se volvió hacia Hobie (que había desaparecido del umbral) y de nuevo hacia mí. —Sí, bueno… —Su tono era un poco asustado—. Regreso esta noche. De todos modos, me alegro de haberte visto. Espero que todo te vaya bien. —¿Esta noche? —Sí, voy a coger un avión. Estoy en un internado —dijo cuando seguí mirándola con ojos como platos—. He venido para el día de Acción de Gracias. Tenía que verme el médico, ¿recuerdas? —Ah, sí. —La miraba con mucha intensidad, esperando seguir dormido. Lo del internado me sonaba vagamente, pero pensé que era algo que había soñado. Ella también parecía inquieta. —Es una pena que no llegaras a tiempo, porque fue divertido. Hobie cocinó… e invitamos a mucha gente. De todos modos ha sido una suerte que yo pudiera venir… Necesito la autorización del doctor Camenzind. En mi colegio no nos dejan marcharnos para el día de Acción de Gracias. —¿Qué hacen entonces? —No lo celebran. Bueno, quizá hacen pavo o algo así para los que lo celebran en sus casas. —¿Qué colegio es? Cuando me dio el nombre con una mueca burlona me quedé sorprendido. El Mont-Haefeli era un instituto suizo que, según Andy, no estaba muy reconocido, y al que solo iban las niñas más tontas y desequilibradas. —¿El Mont-Haefeli? ¿De verdad? Creía que era más bien un… —La palabra «psiquiátrico» no era la adecuada—. Vaya. —Bueno, la tía Margaret dice que me acostumbraré. —Jugaba con su rana de origami intentando hacerla saltar en la mesilla de noche, pero esta se inclinaba y caía de lado—. Y las vistas son como las de la caja de lápices Caran d’Ache. Picos nevados y prados con flores. Por lo demás, es como una de esas aburridas películas de terror europeas en las que no pasa gran cosa. —Pero… —Tenía la sensación de estar perdiéndome algo, o quizá estaba todavía dormido. La única persona que conocía que iba al Mont-Haefeli era la hermana de James Villiers, Dorit Villiers, y la habían mandado allí después de haberle clavado un cuchillo en la mano a su novio. —Sí, es un lugar extraño —dijo, paseando una mirada aburrida por la habitación—. Un colegio para lunáticos. Pero no podía entrar en muchos colegios con la lesión en la cabeza. —Y, encogiéndose de hombros, añadió—: Hay una clínica anexa, con médicos de guardia. Es más serio de lo que crees. Quiero decir que tengo problemas desde que me golpeé la cabeza, aunque no es que esté loca o sea una ladrona de tiendas. —Ya, pero… —Intentaba apartar de mi mente lo de «película de terror»—. ¿Suiza? Eso suena muy bien. —Si tú lo dices. —Conozco a una chica llamada Lallie Foulkes que fue a Le Rosey y que desayunaba una taza de chocolate todas las mañanas. —Bueno, a nosotras no nos dan ni mermelada con las tostadas. —Se le veía la mano pecosa y pálida sobre el negro del abrigo—. Solo se la dan a las chicas con trastornos alimentarios. Si quieres echarte azúcar en el té tienes que robar los azucarillos del puesto de enfermería. —Hummm… —Iba de mal en peor—. ¿Conoces a una chica llamada Dorit Villiers? —No. Estuvo allí pero la mandaron a otra parte. Creo que intentó arañar a alguien en la cara. Tuvieron que encerrarla un tiempo. —¿Qué? —¿No es así como lo llaman? —continuó ella, frotándose la nariz—. Es un edificio con aspecto de granja que se conoce como La Grange, ya sabes, todo ordeñadores e imitación de rústico. Es más agradable que las residencias. Pero hay alarmas en las puertas y tienen guardias y demás. —Bueno… —Pensé en Dorit Villers, en su pelo dorado y rizado, y en sus ojos azules inexpresivos como los del ángel de un árbol de Navidad; no sabía qué decir. —Allí es donde llevan a las chicas realmente locas, a La Grange. Yo estoy en Bessonet con un grupo de niñas de habla francesa. Se supone que así perfecciono mi francés, aunque eso solo significa que nadie habla conmigo. —¡Deberías decirle a tu tía que no te gusta! Pippa hizo una mueca. —Ya lo hago. Pero entonces ella me dice el dinero que cuesta. O que hiero sus sentimientos. En fin —dijo mirando inquieta por encima del hombro con el tono del que tiene que irse. —Eh —dije por fin tras un silencio atontado. De día y de noche, mi delirio se coloreaba por la conciencia de que ella estaba en la casa; al oír su voz o sus pasos en el pasillo me invadían periódicas ráfagas de energía y felicidad; construiríamos una tienda de campaña con mantas o ella me esperaría en la pista de patinaje, y me inundaba una oleada de emoción al pensar en todas las actividades que haríamos juntos cuando me pusiera bien; de hecho, tenía la impresión de que ya habíamos hecho cosas, como ensartar collares con caramelos de colores mientras oíamos Belle & Sebastian por la radio, y vagar por la sala de juegos de un casino inexistente en Washington Square. Me fijé en que Hobie esperaba discretamente en el pasillo. —Lo siento —dijo de pronto, mirando el reloj—. Siento tener que meteros prisa… —Sí, claro —respondió ella. Y volviéndose hacia mí—: Adiós. Espero que te mejores. —¡Espera! —¿Qué? —dijo ella, volviéndose a medias. —Volverás para navidades, ¿no? —No, las pasaré en casa de la tía Margaret. —¿Cuándo volverás entonces? —Bueno… —Ella se encogió de un hombro—. No lo sé. Quizá en Semana Santa. —Pips —dijo Hobie, aunque en realidad hablaba conmigo. —Ya voy —respondió ella, apartándose el pelo de los ojos. Esperé hasta que oí cerrarse la puerta de la calle, luego me levanté de la cama y corrí la cortina. A través del cristal polvoriento los vi bajar los escalones delanteros, Pippa con su bufanda rosa y su gorro corriendo al lado de la figura corpulenta y trajeada de Hobie. Después de que desaparecieran por la esquina me quedé un rato junto a la ventana mirando la calle vacía. Luego, sintiéndome aturdido y abandonado, me arrastré hasta el cuarto de Pippa, donde no pude resistirme al impulso de abrir unos dedos la puerta. Era la misma que dos años atrás, pero más vacía. Los pósters del Mago de Oz y «Salvemos el Tíbet» seguían allí. No había ninguna silla de ruedas. Sobre el alféizar de la ventana vi un montón de guijarros de pizarra blanca. Pero olía a ella, el ambiente todavía estaba impregnado del calor de su presencia, y al aspirar noté cómo se dibujaba en mis labios una gran sonrisa de felicidad solo de estar allí con sus cuentos, sus frascos de perfume, su brillante bandeja de pasadores y su colección de tarjetas de San Valentín: blondas de papel, cupidos y aguileñas, pretendientes eduardianos con un ramo de rosas apretado contra el corazón. Moviéndome silenciosamente de puntillas aunque iba descalzo, me acerqué a las fotografías con marco plateado de la cómoda: Welty y Cosmo, Welty y Pippa, Pippa y su madre (el mismo pelo, los mismos ojos) con un Hobie más joven y más delgado… En el interior de la habitación se oía un débil rumor. Me volví con aire culpable; ¿había alguien? No, solo era Popchik, blanco como el algodón después de que Pippa lo bañara, hecho un ovillo entre las almohadas de la cama deshecha y roncando con un sonido medio ronroneante y feliz. Y aunque había algo patético en consolarse en los objetos que ella había dejado atrás como un cachorro acurrucado en un abrigo viejo, me deslicé entre las sábanas al lado de Popchik, sonriendo bobamente por el olor que desprendía el edredón y su suave tacto en mi mejilla. VI —Bueno, bueno —dijo el señor Bracegirdle, estrechándonos la mano a Hobie y a mí—. Debo decir que has crecido y te pareces mucho a tu madre, Theodore. Ojalá ella pudiera verte ahora. Intenté mirarlo a los ojos y no parecer avergonzado. Aunque yo tenía el pelo liso de mi madre, y el mismo contraste que ella entre el color del pelo y de la tez, lo cierto era que había salido mucho más a mi padre; el parecido era, de hecho, tan acusado que no había pasado inadvertido a ningún transeúnte o camarera de cafetería charlatán; no es que me hubiera alegrado alguna vez de parecerme a un padre que no soportaba, pero ver en el espejo una versión más joven de su cara hosca y ebria resultaba particularmente inquietante ahora que estaba muerto. Hobie y el señor Bracegirdle charlaban muy bajito; el señor Bracegirdle le contaba a Hobie cómo había conocido a mi madre, lo que llevó a este a exclamar: —¡Sí! Lo recuerdo… ¡Cayó un pie de nieve en menos de una hora! Cielos, cuando salí de la subasta todo estaba paralizado. Me encontraba en las viejas galerías Parke-Bernet del norte… —¿Las que hay en Madison, delante del Carlyle? —Sí…, muy lejos de casa. —Dice Theo que tiene usted un negocio de antigüedades en el Village. Escuché educadamente su conversación: amigos en común, dueños de galerías y coleccionistas de arte, los Raker, los Rehnberg, los Fawcett, los Vogel, los Mildeberger y los Depew; y los lugares más emblemáticos de Nueva York que habían desaparecido, el cierre de Lutèce, La Caravelle, el Café des Artistes, «qué habría dicho tu madre, Theodore, a ella le encantaba el Café des Artistes». (Me pregunté cómo lo sabía él). Si bien no había creído en absoluto todo lo que mi padre, en sus arrebatos de malevolencia, insinuaba sobre mi madre, daba la impresión de que el señor Bracegirdle conocía a mi madre mucho mejor de lo que yo creía. Incluso los libros de temas no jurídicos que había en su estantería parecían apuntar a intereses en común. Libros de arte: Agnes Martin, Edwin Dickinson. También poesía, primeras ediciones: Ted Berrigan. Frank O’Hara, Meditaciones en una emergencia. Recordaba el día que ella había llegado a casa acalorada y feliz con esa misma edición de Frank O’Hara, que supuse que había encontrado en el Strand, ya que no teníamos dinero para comprar algo así. Pero al pensar ahora en ello caí en la cuenta de que ella no me dijo de dónde lo había sacado. —Bien, Theodore —dijo el señor Bracegirdle, trayéndome de vuelta al presente. Pese a su avanzada edad tenía el aspecto tranquilo y bronceado de alguien que pasa gran parte de su tiempo libre en pistas de tenis; las oscuras bolsas bajo los ojos hacían pensar en un simpático oso panda. —Eres lo bastante mayor para que un juez tenga en cuenta tu opinión sobre este asunto —decía. Y, volviéndose hacia Hobie, añadió—: Sobre todo dado que nadie impugnaría su tutela. Podríamos buscar un tutor temporal para un futuro próximo, pero no creo que sea necesario. Es evidente que este arreglo es lo más conveniente para el menor, siempre que usted esté de acuerdo. —Más aún, estoy encantado si él también lo está. —¿Entonces está totalmente decidido a erigirse en tutor de Theodore de manera informal por el momento? —Informal o de etiqueta, lo que haga falta. —También hay que tener en cuenta su escolaridad. Si no recuerdo mal, hablamos de un internado. —Y al ver mi expresión de alerta, añadió—: Pero ya son demasiadas cosas en las que pensar. Mandarte lejos ahora que acabas de llegar y que empiezan las vacaciones… No es necesario que tomemos una decisión enseguida. —Miró a Hobie—. Creo que no hay problema en que se salte el resto del trimestre, ya lo arreglaremos más adelante. Ya sabes que puedes acudir a mí en cualquier momento del día y de la noche. —Escribía un número en una tarjeta de visita—. Aquí tienes el número de casa y el del móvil…, uy, qué tos más fea —levantando la vista—, ¿te la estás tratando? Y este es el número de Bridgehampton. No dejes de llamarme por cualquier motivo si necesitas algo. Tragué con gran esfuerzo para contener la tos. —Gracias… —Esto es lo que quieres, ¿verdad? —Me miraba con tal intensidad que tuve la sensación de estar en el banco de los testigos—. ¿Quedarte en casa del señor Hobart las próximas semanas? No me gustó cómo sonó «las próximas semanas». —Sí —dije hacia mi puño—, pero… Él juntó las manos y, reclinándose en la silla, me miró. —Porque a la larga es casi seguro que un internado sea lo mejor para ti, pero, dadas las circunstancias, creo sinceramente que podría llamar a mi amigo Sam Ungerer de Buckfield School y llevarte allí ahora mismo. Podría arreglarse. Es un colegio excelente, y podríamos organizarlo para que vivieras en la casa del director o de algún profesor en lugar de en la residencia, con el fin de que tengas un ambiente más familiar, si eso es lo que quieres. Él y Hobie me miraban de forma alentadora mientras yo reflexionaba. Me quedé mirando mis zapatos, sin querer parecer desagradecido pero deseando que esa clase de sugerencia se desvaneciera. —Bien. —El señor Bracegirdle y Hobie se miraron; ¿era cosa de mi imaginación o en la expresión de Hobie había un indicio de resignación o decepción?—. Siempre y cuando sea esto lo que quieres y el señor Hobart lo apruebe, no veo nada malo en este acuerdo provisional. Pero te animo a que pienses dónde quieres estudiar, Theodore, para que podamos ponernos a ello y solucionarlo para el próximo trimestre o incluso para un curso de verano, si quieres. VII «Tutela temporal». Durante las semanas que siguieron hice lo posible por hincar los codos y no pensar demasiado en lo que podía significar ese «temporal». Había solicitado una plaza en un programa preuniversitario de la ciudad; mi razonamiento era que eso evitaría que me mandaran lejos si las cosas en casa de Hobie no funcionaban. Me pasaba todo el día en mi habitación, encorvado sobre cuadernos bajo una lámpara de pocos vatios y con Popchik roncando sobre la moqueta a mis pies, para preparar las pruebas de ingreso; memorizaba fechas, teoremas, vocabulario en latín y tantos verbos irregulares en español que hasta en sueños bajaba la vista hacia las hileras de largas mesas y perdía la esperanza de mantenerlas rectas. Al ponerme un listón tan alto era como si pretendiera infligirme un castigo, o quizá incluso reconciliarme con mi madre. Había perdido la costumbre de hacer deberes, ya que no podía decirse que hubiera estudiado en serio en Las Vegas; la cantidad de datos que tenía que memorizar de golpe me parecía una tortura, con la luz en la cara, sin saber la respuesta adecuada, pensando en la catástrofe que sería suspender. Me frotaba los ojos intentando mantenerme despierto con duchas frías y café helado, y me estimulaba recordando que estaba haciendo lo que debía, aunque las interminables horas de estudio parecían obedecer más a un instinto de autodestrucción que cualquier esnifada de pegamento del pasado; y en algún momento de amodorramiento, el mismo estudio se convertía en una especie de droga que me dejaba tan agotado que apenas podía apreciar el entorno. Sin embargo, agradecía el estudio porque me dejaba la mente demasiado exhausta para pensar. La vergüenza que me atormentaba era tanto más corrosiva en cuanto no tenía un origen claro: no sabía por qué me sentía tan mancillado, tan inútil y equivocado; solo que me sentía así, y cuando levantaba la vista de mis libros me veía arrastrado por aguas viscosas que llegaban de todas direcciones. Parte de ello estaba relacionado con el cuadro. Sabía que no saldría nada bueno de guardarlo, pero también que lo había guardado durante demasiado tiempo para hablar ahora. Era una imprudencia confiarme al señor Bracegirdle. Mi situación era demasiado precaria; él estaba deseando enviarme a un internado. Y cuando me planteaba confesárselo a Hobie, como hacía a menudo, me imaginaba en varias situaciones teóricas, todas igual de improbables. Le daba el cuadro a Hobie, y él decía: «No pasa nada» y de algún modo (tenía problemas con esta parte, la logística) se ocupaba de ello, telefoneaba a un conocido o se le ocurría una gran idea sobre qué hacer y no le daba importancia, o se ponía furioso pero todo se solucionaba. O bien le daba el cuadro a Hobie y él llamaba a la policía. O le daba el cuadro a Hobie, y él lo cogía y decía: «¿Cómo? ¿Estás loco? ¿Un cuadro? No sé de qué estás hablando». O le daba el cuadro a Hobie, y él asentía y me miraba comprensivo, y me decía que había hecho lo que debía, pero en cuanto yo salía de la habitación, telefoneaba a su abogado y me mandaban a un internado o un reformatorio (que, con cuadro o no, era donde terminaban casi todas las probables situaciones). Sin embargo, casi todo mi desasosiego tenía que ver con mi padre. Yo sabía que su muerte no había sido culpa mía, pero a un nivel profundo, irracional y totalmente inamovible también sabía que lo era. Teniendo en cuenta la frialdad con que yo lo había dejado en su desesperación final, el hecho de que él hubiera mentido resultaba irrelevante. Quizá mi padre sabía que saldar su deuda estaba en mi mano, algo que me obsesionaba desde que el señor Bracegirdle me lo había soltado tan a la ligera. En las sombras que había más allá de la lámpara de mi escritorio, los grifos de terracota de Hobie me miraban con ojos grandes y brillantes. ¿Pensó mi padre que yo le había dejado en la estacada a propósito, que deseaba que se muriera? Por las noches soñaba con él golpeado y perseguido en el aparcamiento del casino, y en más de una ocasión me despertaba con un sobresalto y lo veía sentado en una silla al pie de mi cama, observándome en silencio, con la brasa del cigarrillo brillando en la oscuridad. «Pero me dijeron que habías muerto», decía yo en voz alta antes de darme cuenta de que no estaba allí. Sin Pippa en la casa reinaba el silencio más absoluto. Las formales habitaciones cerradas olían a humedad, como a hojas muertas. Yo deambulaba entre sus cosas, preguntándome dónde estaba y qué hacía, e intentaba sentirme unido a ella por medio de hilos tan endebles como un cabello rojo en el desagüe de la bañera o un calcetín enrollado debajo del sofá. Sin embargo, por mucho que echara de menos el nervioso hormigueo que me producía su presencia, la casa me sosegaba, me infundía una sensación de seguridad y resguardo: viejos retratos, pasillos mal iluminados, relojes ruidosos. Era como si me hubiera enrolado de grumete en el Marie Céleste. Moviéndome a través de los silencios estancados, y de los charcos de sombra y sol intenso, los viejos suelos crujían bajo mis pies como la cubierta de un barco mientras la oleada del tráfico de la Sexta Avenida rompía audiblemente en mis oídos. En el piso superior, mareado de desconcierto ante las ecuaciones diferenciales, la ley de enfriamiento de Newton y las variables independientes —«hemos partido de la premisa de que tau es una constante para eliminar su derivado»—, percibía la presencia de Hobie en el piso inferior como un ancla, un peso amistoso: me reconfortaba el golpeteo de su mazo que llegaba del taller y saber que estaba allá abajo silenciosamente ocupado con las herramientas, las colas y las maderas de colores. Cuando vivía con los Barbour la falta de dinero para mis gastos personales era una preocupación constante; siempre tenía que acudir a la señora Barbour con el fin de que me diera dinero para pagarme el almuerzo, la cuota de los laboratorios del colegio u otros gastos, lo que me infundía un terror y una ansiedad desproporcionados con las sumas que ella me desembolsaba con despreocupación. Pero la asignación que recibía del señor Bracegirdle para vivir hizo que me incomodara mucho menos haber impuesto mi presencia en casa de Hobie sin anunciarme. Podía pagar las facturas del veterinario de Popchik, una pequeña fortuna, ya que tenía mal la dentadura y un ligero episodio de filariosis; que yo supiera, en todo el tiempo que estuve en Las Vegas Xandra nunca le había dado ninguna medicación ni lo había llevado a que lo vacunaran. También pude pagar las facturas de mi dentista, que eran considerables (diez horas infernales en la silla para seis empastes) y comprarme un ordenador portátil y un iPhone así como los zapatos y la ropa de invierno que necesitaba. Y, aunque Hobie no aceptaba dinero por la comida, yo salía igualmente y compraba comestibles y otros productos que pagaba de mi bolsillo: leche, azúcar y detergente en polvo de Grand Union, pero sobre todo alimentos frescos del mercado de Union Square, como champiñones, manzanas winesap y pan con pasas, pequeños lujos que a él parecían gustarle, a diferencia de los grandes envases de Tide que miraba con tristeza y llevaba a la despensa sin decir una palabra. Era muy distinto del ambiente bullicioso, sofisticado y demasiado formal que se respiraba en casa de los Barbour, donde todo era ensayado y programado como una producción de Broadway, una perfección asfixiante de la que Andy se escabullía a menudo refugiándose en su dormitorio como un calamar asustado. En cambio, Hobie vivía flotando como un gran mamífero marino en su apacible hábitat, del marrón oscuro de las manchas de té y el tabaco, donde cada reloj marcaba una hora distinta y el tiempo no se ajustaba a la medida estándar sino que serpenteaba con su propio tictac reposado, obediente al ritmo de ese remanso abarrotado de antigüedades, lejos de la versión del mundo construida en la fábrica y encolada con epoxi. Aunque Hobie disfrutaba yendo al cine, no tenía televisión; leía viejas novelas con el papel de las guardas marmoleado; no tenía móvil, y su ordenador, un IBM prehistórico, era del tamaño de una maleta e inservible. En medio de ese silencio sin mácula se sumergía en su trabajo, ablandando maderas barnizadas al vapor o roscando las patas de una mesa manualmente con un escoplo, y su feliz ensimismamiento se elevaba flotando desde el taller y se difundía por toda la casa con el calor de una estufa de leña en invierno. Era un hombre distraído y amable; descuidado, atolondrado, autocrítico y cortés; perdía las gafas, nunca sabía dónde había dejado la cartera, las llaves o los resguardos de la tintorería, y siempre me pedía que bajara para que me pusiera con él a cuatro patas y lo ayudara a buscar algún aplique o pieza de ferretería minúscula que se le había caído al suelo. De vez en cuando abría la tienda, siempre con cita previa durante un par de horas, pero, que yo supiera, era poco más que una excusa para sacar la botella de jerez y ver a amigos y conocidos; y si enseñaba un mueble, abriendo y cerrando cajones ante las exclamaciones de los presentes, parecía hacerlo con el mismo espíritu con que Andy y yo arrastramos en una ocasión nuestros juguetes hasta el colegio para exhibirlos y hablar de ellos en clase. Si alguna vez vendió un objeto, yo no lo vi hacerlo. Su territorio era el taller, o más bien el «hospital», donde se amontonaban las sillas y las mesas deterioradas a la espera de sus cuidados. Como un jardinero ocupado con especímenes de invernadero, arrancando el pulgón de las hojas de cada planta, él se volcaba en la textura y el veteado de cada pieza, en los cajones ocultos, las marcas y los prodigios. Aunque poseía unas pocas herramientas de ebanistería modernas —una fresadora, un taladro sin cable y una sierra circular—, casi nunca las utilizaba. («Si requieren tapones para los oídos, no me atraen mucho»). Acudía al taller muy temprano, y si tenía un proyecto entre manos, a veces se quedaba allí hasta después del anochecer; no obstante, en general subía en cuanto empezaba a irse la luz y, antes de lavarse para cenar, se servía un dedo de whisky solo en un vaso pequeño; cansado, afable, con las manos manchadas de hollín, y un aire algo tosco y soldadesco en su ropa de faena. ¿Ya te ha llvdo a cenar fuera?, me escribió Pippa en un mensaje de texto. Sí 3 o 4x Solo le gusta ir a 2 o 3 rstnts vacíos dnde nadie va Es verdad, el local al que me llevó la semana pasada era como la tumba de Tutankamón ¡Solo va a locales donde compadece a los dueños! porque tiene miedo de que los cierren y sentirse culpable Prefiero que cocine Pdele que t haga pan de jengibre, cuánto me gustaría comerlo ahora La cena siempre era la hora del día que yo esperaba con más ilusión. En Las Vegas, sobre todo después de que Boris empezara a salir con Kotku, nunca me había acostumbrado a la tristeza de andar rebuscando algo de comer por la noche, y de acabar sentado en un lado de la cama con una bolsa de patatas fritas o restos de arroz seco de la comida para llevar que traía mi padre. En feliz contraste, todo el día de Hobie giraba en torno a la comida. «¿Dónde comeremos? ¿Quién va a venir? ¿Qué preparo? ¿Te gusta el pot-au-feu? ¿No? ¿Nunca lo has probado? ¿Hago el arroz con limón o con azafrán? ¿Prefieres las conservas de higos o las de albaricoques? ¿Quieres acompañarme al Jefferson Market?». A veces teníamos invitados los domingos, y entre los profesores de la New School y de Columbia, las señoras de la orquesta de la ópera y de las sociedades para la preservación de algo, y varios viejos amigos que vivían en la misma calle, también había muchos comerciantes y coleccionistas de todo tipo, desde viejas damas chifladas con guantes sin dedos que vendían joyas georgianas en el mercadillo hasta personas adineradas que no habrían desentonado en la casa de los Barbour. (Según averigüé, Welty había ayudado a muchas de esas personas a reunir sus colecciones, aconsejándoles qué comprar). La mayoría de los temas de conversación me dejaban totalmente confundido (¿Saint-Simon? ¿El Festival de Ópera de Munich? ¿Coomaraswamy? ¿La villa de Pau?). Pero aunque las habitaciones eran formales y la compañía «elegante», eran almuerzos en los que los invitados se servían ellos mismos o comían con el plato apoyado en el regazo, a diferencia de las fiestas servidas con rigidez que tintineaban con frialdad en casa de los Barbour. De hecho, por muy agradables e interesantes que fueran los invitados de Hobie, siempre me preocupaba que apareciera algún conocido de los Barbour en esas comidas. Me sentía culpable por no haber llamado a Andy; sin embargo, después del encuentro en la calle con su padre, me daba aún más vergüenza que se enterara de que había acabado de nuevo en la ciudad sin ningún lugar donde vivir. Y, aunque no tenía importancia, seguía preocupándome el modo en que me había presentado en casa de Hobie. Él nunca contaba delante de mí cómo había aparecido en su puerta, sobre todo porque notaba que me incomodaba, pero aun así se lo había explicado a la gente; y no era de extrañar, pues era una historia demasiado buena para no contarla. —Fue tan oportuno que conocieras a Welty —dijo una gran amiga de Hobie, la señora DeFrees, una marchante de acuarelas del siglo XIX que pese a su ropa rígida y sus perfumes fuertes era dada a los abrazos y los achuchones, y tenía la costumbre común entre las señoras de edad avanzada de asirte el brazo o darte unas palmaditas en la mano mientras hablaba—. Porque, verás, querido, a Welty le encantaba estar al aire libre. Le gustaba la gente e ir al mercado. Ya sabes, el ir y venir. Los regateos, las mercancías, la conversación, el intercambio. Esa era la pequeña parte que conservaba de El Cairo de su niñez, y yo siempre le decía que habría sido feliz paseándose con babuchas por el zoco y mostrando alfombras. Tenía el talento del anticuario, ¿sabes? Adivinaba lo que le iba a cada cliente. Cada vez que entraba alguien en la tienda sin la intención de comprar nada, quizá para guarecerse de la lluvia, él le ofrecía un té y acababa enviando una mesa de comedor a Des Moines. Y cuando entraba un estudiante impulsado por la admiración, él le sacaba un pequeño grabado barato. Todos quedaban satisfechos. Welty sabía que no todo el mundo tenía posibilidad de comprar una gran pieza, y que era cuestión de emparejarlas, de buscarles el hogar adecuado. —Además, la gente confiaba en él —dijo Hobie acercándose con una copita de jerez para la señora DeFrees y un vaso de whisky para él—. Siempre decía que su impedimento físico le había convertido en un buen vendedor y creo que algo de razón tenía. «El tullido amable». Sin ningún interés personal. Siempre observando desde fuera. —Pero Welty nunca fue un espectador —replicó la señora DeFrees, aceptando la copa y dando unas palmaditas afectuosas a Hobie en la manga con su pequeña mano de piel fina como el papel y con relucientes diamantes en forma de rosa—. Siempre le gustó estar donde había acción, que Dios lo bendiga, con esas grandes carcajadas y sin quejarse nunca de nada. De todos modos, querido —añadió, volviéndose hacia mí—, no te quepa la menor duda al respecto: Welty sabía exactamente lo que hacía al darte ese anillo. Porque al dártelo a ti te llevó derecho a Hobie, ¿comprendes? —Sí —respondí, y tuve que levantarme e ir a la cocina por lo mucho que me afectaron esas palabras. Porque, en efecto, Welty no solo me había dado el anillo. VIII Por la noche, en la vieja habitación de Welty que ahora era la mía, con sus viejas gafas de lectura y sus estilográficas todavía en los cajones del escritorio, me quedaba despierto hasta tarde escuchando los ruidos de la calle y preocupándome. En Las Vegas se me había pasado por la cabeza que si mi padre o Xandra descubrían el cuadro, quizá no sabrían qué era, o al menos no enseguida. Pero Hobie sí lo reconocería. Una y otra vez me imaginaba situaciones en las que yo llegaba a casa y me encontraba a Hobie esperándome con el cuadro en las manos —«¿qué es esto?»—, porque no había ardid, ni excusa ni estrategia con que enfrentarse a una catástrofe así; y cuando me arrodillaba y alargaba las manos debajo de la cama para tocar la funda de almohada (a intervalos irregulares y a ciegas, para asegurarme de que seguía allí), solo era un rápido amago, como si sacara un plato demasiado caliente del microondas. Un incendio. La visita de un exterminador. INTERPOL en grandes letras rojas en la base de datos de obras de arte desaparecidas. Si alguien se molestaba en atar cabos, el anillo de Welty era la prueba de que yo había estado en la sala donde se hallaba el cuadro. La puerta de mi habitación, tan vieja y desvencijada, no encajaba bien en el marco y había que fijarla con un tope de hierro. ¿Qué pasaría si, llevado por un inesperado impulso, a Hobie se le metía en la cabeza subir a limpiar? Lo cierto es que no era muy propio del Hobie distraído y no particularmente pulcro que yo conocía. No le importa q seas desordenado solo entra en mi cuarto para cambiar sábanas & polvo, me había escrito Pippa, lo que me llevó a quitar las sábanas de inmediato y a limpiar el polvo durante cuarenta y cinco frenéticos minutos de todas las superficies de la habitación con una camiseta limpia: los grifos, la bola de cristal, la cabecera de la cama. Quitar el polvo pronto se convirtió en un hábito lo bastante obsesivo para mí para que saliera a comprar mis propias bayetas, aunque Hobie tenía la casa llena; no quería que él me viera limpiar el polvo, solo esperaba que la palabra «polvo» no se le ocurriera si asomaba la cabeza por la puerta de mi habitación. Por ello, porque solo me sentía tranquilo si salía de la casa en compañía de Hobie, me pasaba casi todos los días en mi habitación, sentado ante el escritorio, apenas tomándome un descanso para comer. Y cuando él salía, lo seguía a galerías, ventas de patrimonios, salones de exposición y subastas en las que me quedaba con él de pie al fondo («no, no», decía, cuando yo le señalaba las sillas vacías de delante, «queremos estar donde se vean las paletas de puja»; al principio resultaba tan emocionante como en las películas, pero al cabo de unas horas era igual de tedioso que cualquier página del libro de Cálculo: conceptos y conexiones). No obstante, por más que me esforzaba (con cierto éxito) en no parecer preocupado, siguiéndolo con indiferencia por Manhattan como si no me importara ir en una dirección o en otra, en realidad me pegaba a él con la misma ansiedad que Popchik, que, desesperado, nos seguía únicamente a Boris y a mí en Las Vegas. Lo acompañaba a comidas pretenciosas, a tasaciones, al sastre. Lo acompañaba a conferencias de escasa concurrencia sobre enigmáticos ebanistas de Filadelfia en la década de 1770. Lo acompañaba a la ópera, aunque los programas eran tan aburridos y se alargaban tanto que temía quedarme frito y caer al pasillo. Iba con él a comer con los Amstisse (en Park Avenue, incómodamente cerca de la casa de los Barbour), los Vogel, los Krasnow, los Mildeberger, donde la conversación era: a) tan aburrida o b) tan elevada que nunca lograba decir algo más que un «hum». («Pobrecillo, debemos de ser muy poco interesantes para ti», decía la señora Mildeberger alegremente, sin parecer darse cuenta de lo cierto que era). Otros amigos, como el señor Abernathy —de la edad de mi padre, con un misterioso escándalo o desgracia en su haber—, eran tan volubles y locuaces, y se mostraban tan desdeñosos conmigo («¿Y de dónde dices que has sacado a este chico, James?») que me quedaba mudo entre los objetos antiguos chinos y los jarrones griegos, queriendo decir algo inteligente y temiendo al mismo tiempo hacerme notar, con la lengua trabada y confundido por completo. Al menos un par de veces a la semana visitábamos a la señora DeFree en su casa adosada atestada de antigüedades de la calle Sesenta y tres Este (análoga a la de Hobie pero en las afueras), donde yo me sentaba en el borde de una silla esbelta e intentaba no hacer caso de los aterradores gatos de Bengala que me clavaban las garras en las rodillas. («Es una criatura muy perspicaz, ¿verdad?», oí que decía en voz no muy baja a Hobie refiriéndose a mí mientras curioseaban unas acuarelas de Edward Lear en el otro extremo de la habitación). A veces ella nos acompañaba a las exposiciones de Christie’s y Sotheby’s, donde Hobie examinaba mueble por mueble, abriendo y cerrando cajones, enseñándome los distintos detalles de la exquisita factura, señalando con un lápiz su catálogo; tras un par de paradas en galerías que se encontraban de camino, ella regresaba a la calle Sesenta y tres Este, y nosotros seguíamos hasta Saint Ambroeus, donde Hobie, trajeado con elegancia, se tomaba un café exprés en la barra mientras yo me comía un cruasán de chocolate y miraba a los chicos con carteras llenas de libros esperando no encontrarme a nadie de mi antiguo colegio. —¿Crees que tu padre querrá otro exprés? —preguntó el camarero cuando Hobie se excusó para ir al aseo. —No, gracias, solo la cuenta. Me emocionaba, vergonzosamente, cuando la gente creía que Hobie era mi padre. Aunque era lo bastante mayor para ser mi abuelo, emanaba un vigor más acorde con los padres europeos entrados en años que veías en la costa Este: refinados, corpulentos y dueños de sí en su segundo matrimonio, que tenían hijos a los cincuenta o sesenta años. Vestido para ir a las galerías, bebiendo café y mirando con placidez hacia la calle, podría haber sido un magnate industrial suizo o el propietario de un restaurante de un par de estrellas: acaudalado, casado tardíamente, próspero. ¿Por qué mi madre no se había casado con un hombre como él?, pensé con tristeza cuando regresó con su abrigo en el brazo. ¿O como el señor Bracegirdle? Un hombre con quien ella tuviera algo que ver: de más edad quizá, pero afable, que hubiera disfrutado yendo con ella a las galerías y a los conciertos de cuartetos de cuerda, y curioseando en las librerías de viejo. Un hombre atento, culto, amable que la hubiera valorado, comprado ropa bonita y llevado a París para su aniversario, proporcionándole la vida que se merecía. A mi madre no le habría costado encontrar a alguien así, si se lo hubiera propuesto. Enamoraba a los hombres: desde los conserjes hasta mis profesores pasando por los padres de mis amigos o su jefe, Sergio (quien, por razones desconocidas para mí, la llamaba Ninfa); e incluso el señor Barbour se apresuraba a levantarse para saludarla con su pronta sonrisa siempre que ella iba a recogerme cuando me quedaba a dormir, asiéndole el codo mientras la conducía al sofá, hablando en voz baja y afable: «¿No quiere sentarse?, ¿le apetece tomar algo, un té?». No creo que fuera producto de mi imaginación, no del todo, el detenimiento con que me había mirado el señor Bracegirdle, casi como si la mirara a ella o buscara en mí algún rastro de su fantasma. Sin embargo, por mucho que intentara borrarlo del mapa, mi padre era indeleble aun estando muerto, porque siempre estaba allí, en mis manos, en mi voz y en mi forma de andar, en la rápida mirada de reojo que lanzaba al salir del restaurante con Hobie, el mismo gesto de la cabeza que recordaba su vanidosa costumbre de mirarse en cualquier superficie reflectante. IX En enero hice los exámenes: el fácil y el difícil. El fácil fue en un aula de instituto del Bronx: madres embarazadas, taxistas variopintos y un ruidoso grupo de amigas del Grand Concourse con cazadoras cortas de piel y uñas brillantes. Pero el examen no resultó tan fácil como yo esperaba, ya que había muchas más preguntas sobre asuntos arcanos del gobierno de Nueva York con las que no había contado (¿cómo diablos iba a saber yo cuántos meses al año se reunía la asamblea legislativa en Albany?); así que volví a casa en metro preocupado y deprimido. Por otra parte, el examen difícil (en un aula cerrada con llave y padres paseando nerviosos por los pasillos, el tenso ambiente de un torneo de ajedrez) parecía haber sido diseñado pensando en un ermitaño con tics educado en el MIT, con muchas preguntas de opción múltiple tan similares entre sí que salí sin tener ni idea de cómo me había ido. ¿Y qué?, me dije con las manos hundidas en los bolsillos y las axilas hediendo aún del sudor nervioso del aula mientras caminaba hacia Canal Street para coger el metro. ¿Qué más daba si no me admitían en el programa preuniversitario? Tenía que sacar muy buenos resultados, estar dentro del treinta por ciento superior de los participantes si quería tener alguna posibilidad. Hubris: una palabra de vocabulario que tenía un lugar destacado en los exámenes de muestra aunque no había apareció en los exámenes en sí. Estaba compitiendo con cinco mil aspirantes para unas trescientas plazas; no estaba seguro de qué pasaría si no daba la talla, pero sabía que no soportaría ir a Massachusetts y quedarme allí con esos Ungerer de los que el señor Bracegirdle no paraba de hablar; ese profesor que era tan buena persona y su «tripulación», como llamaba el señor Bracegirdle a la mujer y los tres hijos, a quienes me imaginaba como a los matones de colegio privado —formando en falange por orden de estatura con sonrisa de anuncio— que con alegre puntualidad nos habían pegado en los viejos malos tiempos a Andy y a mí, obligándonos a comer las pelusas del suelo. Pero si suspendía el examen (o, mejor dicho, si no me iba lo bastante bien para entrar en el programa preuniversitario), ¿cómo me las arreglaría para quedarme en Nueva York? Debería haber apuntado hacia un blanco más alcanzable, un instituto adecuado de la ciudad donde al menos habría tenido una oportunidad de entrar. Pero el señor Bracegirdle mostraba tanto empeño en que fuera a un internado, hablando del aire puro, los colores del otoño, los cielos estrellados y los múltiples placeres de la vida de campo («Stuyvesant. ¿Por qué quedarte aquí y estudiar en Stuyvesant cuando podrías irte de Nueva York, estirar las piernas, respirar un aire mejor y estar en un ambiente familiar?»), que me había olvidado de los institutos, incluso de los mejores. —Sé qué habría querido para ti tu madre, Theodore —me había dicho él muchas veces—. Habría querido que empezaras de cero fuera de la ciudad. Tenía razón. Pero ¿cómo podía explicarle lo irrelevantes que eran esos deseos en la confusión y el sinsentido que se habían desencadenado tras su muerte? Absorto aún en mis pensamientos, mientras doblaba la esquina de la estación buscando en el bolsillo la tarjeta del metro, pasé por delante de un quiosco donde leí un titular que rezaba: OBRAS DE ARTE DE MUSEO RECUPERADAS EN EL BRONX MILLONES EN ARTE ROBADO Me detuve en la acera, dejando que los transeúntes pasaran a mi lado. Luego, sintiéndome vigilado y con el corazón latiéndome con fuerza, retrocedí con rigidez y compré un periódico (lo que quizá era menos sospechoso para un chico de mi edad de lo que me parecía…), y crucé corriendo la calle hacia los bancos de la Sexta Avenida para leerlo. Tras recibir unos chivatazos, la policía había recuperado en una casa del Bronx tres cuadros: un George van der Mijn, un Wybrand Hendriks y un Rembrandt, todos desaparecidos desde la explosión en el museo. Los habían encontrado en un almacén, envueltos en papel de plata y amontonados entre piezas de recambio del aparato de aire condicionado central del edificio. El ladrón, su hermano y la suegra del hermano, que era la dueña del local, estaban en libertad bajo fianza; si los condenaban por todos los cargos se enfrentarían a sentencias en total de hasta veinte años. Era un artículo de varias páginas, con horarios y un diagrama. El ladrón —un enfermero— se entretuvo en el museo después de la orden de evacuar; descolgó los cuadros de la pared, los envolvió en una tela, los escondió debajo de una camilla doblada y salió con ellos del museo sin que nadie se diera cuenta. «Seleccionó los cuadros alguien que no tenía ojo para lo valioso», declaraba el investigador del FBI al que habían entrevistado para el artículo. Los cogió y echó a correr. Pero el tipo no tenía ni idea de arte. Una vez que tuvo los cuadros en casa no supo qué hacer con ellos, de modo que le consultó a su hermano y entre los dos los escondieron en casa de su suegra, evidentemente sin que ella lo supiera. Después de hacer averiguaciones, los hermanos se dieron cuenta de que el cuadro de Rembrandt era demasiado famoso para venderlo, pero pusieron todo su empeño en vender una de las obras menos importantes, la que condujo a los investigadores al alijo de la buhardilla. No obstante, fue el último párrafo del artículo lo que me llamó la atención, como si estuviera escrito en letras rojas: En cuanto a las demás obras desaparecidas, las esperanzas de los investigadores se han reavivado, y actualmente las autoridades siguen varias pistas en concreto. «Cuanto más agitas los árboles más hojas caen de ellos», declaró Richard Nunnally, oficial de enlace con la unidad de delitos de arte del FBI. «En general, cuando se efectúa un robo de obras de arte, se procede a sacarlas rápidamente del país, pero este hallazgo en el Bronx solo confirma que tal vez se trata de unos ladrones inexpertos que robaron de forma impulsiva y que no saben cómo vender o esconder esos objetos». Según Nunnally, varias personas que estuvieron presentes en el lugar de los hechos están siendo objeto de interrogatorios, visitas y nuevas investigaciones. «Como es lógico, hoy día creemos que muchos de esos cuadros desaparecidos podrían encontrarse en esta ciudad, justo delante de nuestras narices». Me entraron ganas de vomitar. Me levanté y tiré el periódico a la primera papelera que vi, y en lugar de coger el metro, recorrí de nuevo Canal Street y deambulé por Chinatown durante una hora con un frío que pelaba, entre aparatos electrónicos baratos y las alfombras rojo sangre de los restaurantes dim sum, mirando a través de los cristales empañados los estantes de caoba llenos de patos asados al estilo pekinés y pensando: mierda. Los vendedores de mejillas coloradas de los puestos callejeros, apiñados como mongoles, gritaban por encima de sus braseros humeantes. El fiscal del distrito. El FBI. Nueva información. «Estamos resueltos a ir hasta el final de estos casos con todo el peso de la ley. Estamos convencidos de que pronto saldrán a la luz otras obras desaparecidas. La Interpol, la Unesco y otras agencias internacionales y federales están cooperando con las autoridades locales que llevan el caso». Estaba en todas partes. En todos los periódicos hablaban de ello: hasta en los periódicos mandarines, en medio de ríos de caracteres chinos, aparecía el retrato recobrado de Rembrandt asomando entre cajas de raras hortalizas y anguilas sobre hielo. —Es muy inquietante —comentó Hobie más tarde esa noche con cara de preocupación mientras cenábamos con los Amstiss. De lo único que llevaba hablando toda la velada era de los cuadros recuperados—. Rodeado de heridos y de personas muriendo desangradas, y ese tipo va y se dedica a descolgar cuadros de las paredes, y se los lleva bajo la lluvia. —Mentiría si te dijera que me sorprende —dijo el señor Amstiss, que iba por su cuarto whisky con hielo—. No os imagináis el caos que causaron los imbéciles del Beth Israel después del segundo infarto de mi madre. Huellas negras por toda la moqueta. Durante semanas nos encontramos tapas de plástico de las agujas tiradas por el suelo, y el perro casi se tragó una. También rompieron algo de la vitrina de la porcelana, ¿verdad, Martha? —Pues no seré yo quien se queje de esos enfermeros —dijo Hobie—. Los que vinieron cuando Juliet se puso enferma me causaron muy buena impresión. Solo me alegro de que hayan encontrado los cuadros antes de que sufran serios daños, porque podría haber sido un auténtico… Theo, ¿estás bien? —preguntó de forma bastante repentina, obligándome a levantar la mirada de mi plato. —Perdón. Solo estoy cansado. —No me extraña —dijo con amabilidad la señora Amstiss, que daba clases de historia de Estados Unidos en Columbia. Del matrimonio Amstiss, ella era la que caía mejor a Hobie y con quien tenía amistad, siendo el señor Amstiss la mitad poco afortunada—. Has tenido un día muy duro. ¿Estás preocupado por el examen? —En realidad no —respondí sin pensar, y luego me arrepentí. —Estoy seguro de que entrarás. Ya lo creo —terció el señor Amstiss con un tono que daba a entender que cualquier idiota podía contar con ello. Y, volviéndose hacia Hobie, añadió—: La mayoría de esos programas preuniversitarios no merecen llamarse así, ¿no es cierto, Martha? No son más que institutos con pretensiones. Cuesta entrar en ellos, pero una vez que lo consigues es pan comido. Así son las cosas con los chicos hoy día: participan, se dejan ver y esperan un premio. Todo el mundo sale ganando. ¿Sabes lo que le dijo a Martha uno de sus alumnos el otro día? Díselo, Martha. El chico acudió a ella después de clase porque quería hablar. No debería decir chico porque es un estudiante de posgrado. ¿Y sabes lo que dijo? —Harold… —dijo la señora Amstiss. —Dijo que estaba preocupado con los resultados de su examen y que necesitaba que lo aconsejara, porque le cuesta mucho memorizar los datos. ¿No es el colmo, un estudiante de posgrado de historia de Estados Unidos al que le cuesta memorizar datos? Pero entrada la noche, cuando los Amstiss se hubieron marchado y Hobie se acostó, me quedé mirando por la ventana de mi habitación, escuchando los lejanos chirridos de los camiones que pasaban a las dos de la madrugada por la Sexta Avenida y haciendo lo posible por luchar contra el pánico. Pero ¿qué podía hacer? Había pasado horas sentado ante el ordenador, cliqueando lo que parecían ser cientos de artículos —Le Monde, Daily Telegraph, Times of India, La Repubblica— en idiomas que no entendía. Todos los periódicos del mundo cubrían la noticia. Además de la pena de prisión, las multas eran ruinosas: doscientos mil, medio millón de dólares. Peor aún, habían acusado a la dueña de la casa porque hallaron los cuadros en su propiedad. Y eso quizá significaba que Hobie también estaría en un apuro, mucho peor que el mío. La mujer, una esteticista jubilada, afirmaba que no sabía que los cuadros se encontraban en su casa. Pero ¿Hobie, un anticuario? ¿Quién creería que no se había enterado? Mis pensamientos se disparaban en todas direcciones como una barata atracción de feria. «Aunque esos ladrones actuaron de forma impulsiva y no tenían antecedentes penales, su inexperiencia no impedirá que vayamos hasta el final de este asunto». Un comentarista en Londres mencionaba a ese tenor que el Rembrandt recuperado «… ha puesto de relieve que siguen sin aparecer otras obras, en concreto El jilguero, de Carel Fabritius (1654), único en los anales de arte y por lo tanto de un valor incalculable…». Reinicié el ordenador por tercera o cuarta vez y lo apagué; un poco rígido, me metí en la cama y apagué la luz. Todavía tenía la bolsa de pastillas que le había robado a Xandra, cientos de ellas, todas de distintos colores y tamaños; analgésicos, según Boris, que a veces habían tumbado a mi padre, aunque también lo oía quejarse de que lo mantenían despierto por la noche; de modo que, después de pasarme más de una hora paralizado de ansiedad e indecisión, revolviéndome en la cama mirando los haces de luz que proyectaban los faros de los coches en el techo, encendí de nuevo la lámpara y busqué la bolsa en el cajón de la mesilla, y seleccioné dos pastillas de distintos colores, una azul y la otra amarilla, diciéndome que si una no funcionaba lo haría la otra. De un valor incalculable. Me volví hacia la pared. El Rembrandt recobrado valía cuarenta millones. Por elevada que fuera, cuarenta millones seguía siendo una cifra calculable. En la avenida, un coche de bomberos aulló alto y fuerte antes de perderse a lo lejos. Automóviles, camiones, parejas que se reían fuerte al salir de los bares. Tendido en la cama e intentando pensar en cosas sosegantes como la nieve y las estrellas del desierto, esperando no haber mezclado dos pastillas incompatibles y haberme matado sin querer, hice lo posible por aferrarme al único dato tranquilizador y reconfortante que había sacado en claro de todo lo que había leído por internet: era casi imposible localizar los cuadros robados a menos que intentaran venderlos o los trasladaran, lo que explicaba por qué solo atrapaban al veinte por ciento de los ladrones de arte. 8 La trastienda (continuación) I El pavor y la ansiedad que sentía a causa del cuadro eran tan intensos que la llegada de la carta quedó de algún modo relegada a un segundo plano: me habían aceptado para cursar el tercer trimestre del programa preuniversitario. La noticia me cogió tan por sorpresa que guardé el sobre durante dos días en el cajón del escritorio, junto con el papel de carta con monograma de Welty, hasta que cobré ánimos para detenerme en lo alto de las escaleras (del taller llegaba el enérgico chirrido de una sierra) y decir: —Hobie. La sierra se detuvo. —Me han admitido. La cara grande y pálida de Hobie apareció al pie de las escaleras. —¿Cómo? —preguntó, inmerso aún en su trance laboral, sin regresar del todo al presente, frotándose las manos y dejando huellas blancas en el delantal negro. Al ver el sobre cambió de expresión—: ¿Es lo que creo? Sin decir nada se lo di. Desplazó la mirada del sobre a mí, y prorrumpió en lo que yo llamaba su risa irlandesa, fuerte y sorprendida de sí misma. —¡Enhorabuena! —exclamó, desatándose el delantal y colgándolo de la barandilla de las escaleras—. Me alegro mucho, no voy a mentirte. No soportaba la idea de mandarte tan lejos solo. ¿Y cuándo pensabas decírmelo? ¿El primer día de clase? Me sentí fatal al ver lo satisfecho que se sentía. Durante la cena de celebración —Hobie, la señora DeFrees y yo en un pequeño restaurante italiano del barrio—, miré a la pareja que bebía vino en la única otra mesa ocupada aparte de la nuestra; y, en lugar de estar contento, como esperaba, solo me sentí irritado y aturdido. —¡Salud! —brindó Hobie—. Lo más duro ha terminado. Ahora podrás respirar un poco más tranquilo. —Debes de estar muy contento —terció la señora DeFrees, que llevaba toda la noche entrelazando el brazo con el mío y dándome pequeños apretones seguidos de gorjeos de satisfacción. («Estás bien élégante», le dijo Hobie cuando la besó en la mejilla: el pelo gris recogido en un moño alto, y cintas de terciopelo ensartadas a través de los eslabones de su pulsera de diamantes). —¡Un ejemplo de dedicación! —exclamó Hobie. Oírle decir a sus amigos lo mucho que me había esforzado y el gran estudiante que yo era solo hizo que me sintiera aún peor conmigo mismo. —Bueno, esto es maravilloso. ¿No estás feliz? Y con tan poco tiempo de antelación, además. Intenta parecer más contento, querido. —Y, volviéndose hacia Hobie, le preguntó—: ¿Cuándo empieza? II La agradable sorpresa fue que, después del trauma de conseguir que me admitieran, el programa preuniversitario resultó ser mucho menos riguroso de lo que yo me temía. En ciertos aspectos era el colegio menos exigente al que había ido: no existían asignaturas de nivel avanzado, ni te intimidaban con pruebas de aptitud y de acceso a las universidades más prestigiosas del país, ni te ponían requisitos en matemáticas y lengua agotadores; de hecho, no había ningún requisito. Con un desconcierto que solo iba en aumento, recorrí con la mirada el estrafalario paraíso académico al que había ido a parar y comprendí por qué tantos chicos superdotados y de gran talento procedentes de institutos de cinco distritos se habían roto los cuernos para entrar en esa institución. No había exámenes ni notas. Construías paneles solares en clase, y asistías a seminarios impartidos por economistas galardonados con el Nobel y a clases donde todo lo que hacías era escuchar discos de Tupac o ver episodios de Twin Peaks. Los alumnos eran libres de concebir sus propios seminarios sobre robótica o historia del juego si así lo deseaban. Pude escoger entre interesantes asignaturas optativas que solo implicaban responder unas preguntas que podías llevarte a casa a mitad de trimestre y presentar un proyecto a final de curso. Pero, aun sabiendo lo afortunado que era, me resultaba imposible alegrarme o incluso sentirme agradecido por mi buena estrella. Era como si en mi espíritu se hubiera operado un cambio químico, como si el equilibrio ácido de mi psique hubiera permutado y filtrado de mí la vida en aspectos imposibles de reparar o modificar, como una fronda de corales vivos que van endureciéndose hasta convertirse en hueso. Me veía capaz de hacer lo que tenía que llevar a cabo. Lo había hecho antes: seguir adelante con la mente en blanco. Cuatro mañanas a la semana me levantaba a las ocho, me duchaba en la bañera con patas en forma de garra del cuarto de baño que había junto al dormitorio de Pippa (cortina de ducha con campanillas, el olor de su champú de fresa envolviéndome en un vaho burlón en el que su presencia sonreía a mi alrededor). Luego —tras una brusca caída a la Tierra—, salía de la nube de vaho y me vestía en silencio en mi habitación; después de arrastrar hasta la esquina a Popchik, que saltaba de un lado para otro ladrando de terror, asomaba la cabeza en el taller para despedirme de Hobie, me echaba al hombro la mochila con los libros y hacía el trayecto de dos paradas en tren hasta el centro. Muchos alumnos cursaban cinco o seis asignaturas, pero yo había optado por hacer lo mínimo, que eran cuatro: taller artístico, francés, introducción al cine europeo y literatura rusa traducida. Quería hacer clases de conversación de ruso, pero la matrícula de Ruso 101 —el nivel introductorio— no se abría hasta otoño. Con una frialdad instintiva aparecía cada mañana en clase, hablaba solo cuando se dirigían a mí, hacía lo que se me pedía y regresaba a casa caminando. Después de clase a veces comía en un mexicano o un italiano barato de los alrededores de la Universidad de Nueva York, con máquinas tragaperras, plantas de plástico y deportes en el televisor de pantalla gigante, donde la cerveza costaba un dólar en la happy hour (aunque yo no tomaba cerveza; me resultaba extraño readaptarme a mi vida de menor de edad, era como regresar a los lápices de colores y el parvulario). Luego, saturado del azúcar de los Sprites que bebía sin parar, regresaba a casa de Hobie cruzando Washington Square Park con la cabeza gacha y el iPod a todo volumen. Debido a la ansiedad (el cuadro recuperado de Rembrandt aún era noticia), tenía grandes dificultades para dormir y cuando el despertador de Hobie sonaba inesperadamente, daba un respingo como si se tratara de un incendio de cinco alarmas. —Estás desaprovechando esta oportunidad, Theo —me dijo Susanna, la psicóloga (solo nombres de pila, allí todos éramos colegas)—: Son las actividades extraescolares las que unen a nuestros alumnos en un campus urbano. Sobre todo a los más jóvenes. Es fácil perderse. —Bueno… Pero ella tenía razón: me sentía solo en el colegio. Los chicos de dieciocho y diecinueve años no se mezclaban con los de los cursos inferiores, y aunque había muchos alumnos de mi edad o menores (entre ellos un chico esbelto de doce años que se rumoreaba que tenía un cociente intelectual de 260), sus vidas estaban tan protegidas, y sus preocupaciones me parecían tan bobas y ajenas que era como si hablaran un idioma que había olvidado. Vivían con sus padres, se preocupaban de cosas como las curvas de grado, los cursos de italiano en el extranjero y las prácticas de verano en las Naciones Unidas; si encendías un cigarrillo delante de ellos alucinaban; eran chicos formales, bienintencionados, sanos, ignorantes. Yo tenía tan pocas cosas en común con ellos que era como si me hubieran puesto con los niños de ocho años de primaria. —Veo que has escogido francés. El club de francés se reúne una vez a la semana en un restaurante francés de University Place. Y los martes van a la Alliance Française para ver películas en francés. Creo que te lo pasarías bien. —Quizá. El jefe del departamento de francés, un argelino entrado en años, ya me había abordado (de forma aterradora, al sentir su firme manaza en mi hombro di un brinco, como si me atracaran) y me dijo, sin preámbulos que estaba impartiendo un seminario sobre las raíces del terrorismo moderno a partir del FLN y la guerra de Argelia, y que podía asistir si quería; yo no soportaba que todos los profesores parecieran saber quién era y estar al corriente de «la tragedia», como la profesora de cine, la señora Lebowitz, que me iba detrás para que me apuntara al club de cine después de leer un trabajo que yo había hecho sobre El ladrón de bicicletas, y me sugirió que quizá me lo pasaría bien también en el club de filosofía, que consistía en un debate semanal sobre lo que ella llamaba las grandes cuestiones. —Hum, quizá —respondí educadamente. —Bueno, a juzgar por el trabajo que hiciste diría que te atrae lo que, a falta de una palabra mejor, llamaré el ámbito metafísico. —Y al ver que seguía mirándola con cara inexpresiva, continuó—: Por ejemplo, por qué la gente buena sufre… Y el azar del destino. De lo que trata tu trabajo en realidad no es tanto del aspecto cinematográfico de De Sica como del caos fundamental y la incertidumbre que imperan en el mundo en que vivimos. —No lo sé —dije en el violento silencio que se produjo a continuación. ¿De verdad trataba de todo eso mi trabajo? Ni siquiera me había gustado El ladrón de bicicletas (ni Kes, ni Mouette, ni Lacombe Lucien, ni ninguna de las otras películas extranjeras increíblemente deprimentes que habíamos visto en clase de la señora Lebowitz). Ella me miró tanto rato que me sentí incómodo. Luego se puso bien las gafas rojas y dijo: —Bueno, la mayoría de las películas que vemos en la clase de cine europeo son bastante duras. Por esa razón he pensado que quizá preferirías apuntarte a uno de mis seminarios de grandes producciones, como el de comedias estrafalarias de los años treinta, o quizá incluso el de cine mudo. Vemos El gabinete del doctor Caligari, pero también muchas de Buster Keaton y Charlie Chaplin…, el caos, ya sabes, pero en un marco poco amenazador. Películas que reafirman la vida. —Quizá. Pero no tenía ninguna intención de matarme a hacer trabajo extra por mucho que este reafirmara la vida. Desde el momento en que crucé la puerta, el engañoso estallido de energía que me había procurado una plaza en ese programa preuniversitario se desvaneció. Sus abundantes beneficios me dejaban indiferente. No quería esforzarme más de lo estrictamente necesario; solo ir tirando. En consecuencia, el entusiasta recibimiento de los profesores no tardó en dar paso a la resignación y a una especie de pesar vago e impersonal. Yo no buscaba retos ni pretendía desarrollar mi potencial, ampliar horizontes o utilizar los numerosos recursos a mi alcance. Como había expresado Susanna con delicadeza, no me estaba adaptando al programa. De hecho, a medida que avanzaba el trimestre, mis profesores se fueron distanciando y empezó a aflorar un tono más resentido («las oportunidades académicas que se le ofrecen a Theodore no parecen alentarlo a esforzarse más en ningún plano»). Cada vez era mayor mi sospecha de que la única razón por la que me habían admitido en el programa era «la tragedia». Alguien de la oficina de admisiones había marcado el formulario de mi solicitud y se la había pasado a un administrador con una nota: Dios mío, pobre chico, víctima del terrorismo, bla, bla, bla, el colegio tiene una responsabilidad, ¿cuántas plazas quedan?, ¿crees que podríamos meterlo? Seguramente yo había arruinado la vida de algún cerebro del Bronx que se merecía más la plaza; algún pringado de bajos recursos de algún barrio de viviendas protegidas que tocaba el clarinete y seguía recibiendo palizas por sus deberes de álgebra, y acabaría en una cabina de peaje marcando tíquets en lugar de impartir clases de mecánica de fluidos en el Instituto de Tecnología de California, solo porque yo había ocupado su legítima plaza. Saltaba a la vista que se había cometido un error. «Theodore participa muy poco en clase y no parece interesado en prestar más atención a los estudios que la estrictamente necesaria —escribió mi profesor de francés a mitad de trimestre en un informe que, a falta de algún adulto que me supervisara, no leyó nadie más que yo—. Es de esperar que sus suspensos lo estimulen a demostrarse a sí mismo que puede sacar provecho de su situación en la segunda mitad del trimestre». Pero yo no quería sacar provecho de mi situación y menos aún demostrarme algo a mí mismo. Como un amnésico, vagaba por las calles (en lugar de hacer los deberes, asistir a las clases de idiomas o apuntarme a alguno de los clubes a los que me habían invitado) e iba solo en metro hasta los barrios dignos del purgatorio del final de las líneas, donde deambulaba entre tiendas de comestibles y emporios de postizos y extensiones de cabello. Pero pronto perdí interés incluso en mi recién descubierta movilidad —los cientos de millas de vías que recorría porque sí—, y en lugar de ello, como una piedra que se hunde sin hacer ruido en aguas profundas, me ensimismaba en tareas ociosas en el taller de Hobie, en el agradable amodorramiento por debajo del nivel de la acera donde me aislaba del estruendo de la ciudad y del encrespamiento aéreo de los bloques de oficinas y los rascacielos, y me contentaba con sacar brillo a la superficie de las mesas y escuchar durante horas música clásica por la WNYC. Al fin y al cabo, ¿qué me importaba el passé composé de las obras de Turguéniev? ¿Qué había de malo en querer dormir hasta tarde con la cabeza tapada con el edredón y en dar vueltas por una casa tranquila con viejas conchas marinas en los cajones y cestas de mimbre llenas de telas de tapicería dobladas bajo el secreter del salón, mientras la luz del sol del atardecer caía en fuertes rayos coralinos a través del montante de abanico de la puerta de la calle? Entre el colegio y el taller, me sumergí en una especie de aturdimiento amnésico, una versión sesgada y como de ensueño de mi vida anterior donde paseaba por calles que me resultaban familiares pero vivía en circunstancias que no lo eran, en medio de caras distintas; si bien al ir caminando al colegio a menudo pensaba en mi antigua e irrecuperable vida con mi madre —la estación de metro de Canal Street, los ramos de flores iluminados bajo los toldos del mercado coreano, cualquier cosa podía provocarlo—, era como si hubiera caído una cortina negra sobre mi vida en Las Vegas. Solo a veces, en algún momento de descuido, se colaba de golpe en forma de arrebatos de rebeldía que me detenían a mitad de la zancada en la acera, perplejo. De algún modo el presente se había contraído convirtiéndose en un lugar más pequeño y mucho menos interesante. Quizá solo era que me había serenado un poco, y dejado atrás el crónico derroche y esplendor de esos borrachos adolescentes, nuestra pequeña tribu de dos miembros que se desmadraba en el desierto; tal vez era eso lo que ocurría cuando la gente se hacía mayor, aunque me resultaba imposible imaginar a Boris (en Varsovia, en Karmeywallag, en Nueva Guinea, donde fuera) viviendo un tranquilo preludio de la vida de adulto como en el que yo había caído. Andy y yo, incluso Tom Cable y yo, siempre habíamos hablado de forma obsesiva de lo que queríamos ser de mayores. En cambio Boris nunca parecía contemplar el futuro, más allá de la próxima comida. No me lo imaginaba preparándose de algún modo para ganarse el sustento o convertirse en un miembro productivo de la sociedad el día de mañana. Y, sin embargo, al lado de Boris aprendías que la vida estaba llena de grandes y ridículas posibilidades, mucho más grandes que todo lo que te enseñaban en el colegio. Hacía tiempo que había renunciado a intentar comunicarme con él por medio de mensajes de texto o llamadas; no contestaba los mensajes que le mandaba al móvil de Kotku y el número de su casa de Las Vegas había sido desconectado. Me costaba creer —dada su amplia esfera de actividad— que volvería a verlo. Pero casi cada día pensaba en él. Las novelas rusas que me hacían leer en el colegio me recordaban a él; las novelas rusas, Los siete pilares de sabiduría, y también el Lower East Side, con sus salones de tatuaje y sus tiendas de pierogi, el olor a porro, las ancianas polacas que se balanceaban de un lado para otro con bolsas de la compra y los chicos que fumaban en la puerta de los bares de la Segunda Avenida. Y, a veces, cuando menos me lo esperaba, con una brusquedad casi dolorosa, recordaba a mi padre. Chinatown, con su brillo y su sordidez, y sus escurridizos e impenetrables ambientes, me hacía pensar en él: espejos y peceras, escaparates con flores de plástico y macetas con bambú de la suerte. En ocasiones, cuando bajaba hasta Canal Street para comprar trípoli y trementina de Venecia en Pearl Paint para Hobie, terminaba deambulando por Mulberry Street hasta un restaurante que le gustaba a mi padre, no muy lejos de la línea E, donde bajaba ocho escalones hasta un sótano con mesas de formica manchada. Allí compraba crujientes tortitas de cebolleta, cerdo picante y otros platos que tenía que señalar con el dedo porque el menú estaba en chino. La primera vez que aparecí en casa de Hobie cargado de bolsas de papel grasientas su cara inexpresiva me dejó helado, y me paré en mitad del pasillo como un sonámbulo despertado en mitad de un sueño, preguntándome en qué pensaba exactamente, en Hobie no, eso seguro; no era la clase de persona que soñaba con comida china a todas horas del día y de la noche. —Oh, sí que me gusta —se apresuró a decir él—, solo que nunca me acuerdo de ella. Y comimos en el taller directamente de los recipientes de cartón, Hobie sentado en un taburete con su delantal negro y las mangas enrolladas hasta los codos, los palillos extrañamente pequeños entre sus dedos largos. III El carácter informal de mi estancia en casa de Hobie también me preocupaba. Aunque a él, en su vaga benevolencia, no parecía importarle que yo viviera en su casa, era evidente que el señor Bracegirdle lo veía solo como un arreglo temporal, y tanto él como la psicóloga del colegio se habían esforzado en dejar claro que, si bien las residencias universitarias estaban reservadas para los alumnos mayores, en mi caso podría hacerse una excepción. Pero cada vez que salía el tema de buscar alojamiento, yo guardaba silencio y me miraba los zapatos. Los pasillos de la residencia estaban abarrotados y llenos de cagadas de mosca, y había un ascensor tipo jaula con pintadas y tan estrepitoso como el de una cárcel: paredes empapeladas de pósters de bandas musicales, suelos pegajosos de cerveza derramada, una turba zombi de cuerpos envueltos en mantas dormitando en los sofás de la sala de la televisión y tipos con vello facial —hombres de pelo en pecho a mis ojos, veinteañeros corpulentos que me daban miedo— con aspecto de borrachos que se tiraban latas vacías por el pasillo. —Bueno, todavía eres un poco joven —dijo el señor Bracegirdle cuando, sintiéndome acorralado, expresé en voz alta mis reservas. Aunque el verdadero motivo de tales reservas era algo de lo que no podía hablar: en mis circunstancias, ¿iba a compartir habitación? ¿Qué había de la seguridad? ¿De los sistemas de aspersión contraincendios? ¿De los robos? «El colegio no se hace responsable de la pérdida de objetos personales de los alumnos —rezaba el folleto que me entregaron—. Recomendamos a los alumnos que contraten un seguro para los objetos de valor que lleven al colegio». En un trance de ansiedad, me entregué a la tarea de volverme indispensable para Hobie: haciendo recados, limpiando los cepillos, ayudándolo a elaborar el inventario de sus restauraciones y a ordenar los accesorios y las viejas piezas de madera. Mientras él tallaba las palas centrales del respaldo de una silla y pulía las nuevas patas para que no se distinguieran de las viejas, yo derretía cera de abeja y resina sobre el hornillo para preparar un abrillantador de muebles —dieciséis medidas de cera, cuatro de resina y una de trementina de Venecia—, un fragante esmalte de color almíbar y espeso como caramelo que daba gusto revolver. Él enseguida me enseñó el secreto del rojo sobre fondo blanco de la técnica del dorado; había que frotar un poco de oro en las partes que se rozaban de forma natural, y a continuación se daba un toque oscuro con pigmento negro de hollín en los intersticios y los soportes. («Uno de los mayores problemas siempre es el efecto pátina. Si quieres que una madera nueva parezca vieja, una pátina dorada es lo más fácil de amañar»). Y si después del negro de hollín, el acabado dorado seguía teniendo un aspecto demasiado nuevo y reluciente, me enseñaba a hacer marcas con una aguja —rascadas irregulares de distinta profundidad—, así como ligeras hendiduras con el aro de una llave vieja antes de recurrir a la aspiradora, invirtiendo el motor para que expulsara aire sobre él. «En las piezas muy restauradas, donde no hay partes gastadas ni cicatrices honrosas, tienes que dejar tú mismo unas cuantas. El truco reside —explicó, secándose la frente con la muñeca— en no aspirar a que el resultado sea perfecto». Por perfecto él entendía uniforme. Cualquier objeto gastado de un modo demasiado uniforme se delataba; el verdadero desgaste, como llegué a ver en los muebles antiguos que pasaron por mis manos, era voluble, retorcido y caprichoso, por un lado armonioso y por el otro sombrío, cálidas vetas asimétricas en el lateral de un armario de palo de rosa al que le había dado el sol mientras el otro estaba oscuro como el día que se talló. —¿Qué envejece la madera? Lo que quieras. El calor y el frío, el hollín de la chimenea, los gatos… —Y, al verme deslizar un dedo por la áspera y manchada superficie de una cómoda de caoba, preguntó—: ¿Qué crees que estropeó esta cómoda? —Anda… —Me agaché para examinar la parte donde el acabado, negro y viscoso como la costra quemada de un pastelillo de aspecto poco apetecible recién salido del horno, se alisaba adquiriendo un brillo intenso y claro. Hobie se rió. —La laca para el pelo. Décadas enteras de rociarla con ella. ¿Puedes creerlo? —Rascó un borde con la uña del pulgar y salió una voluta negra—. La anciana lo utilizaba como tocador. Con los años la laca se ha ido acumulando como si fuera barniz. No sé qué ponen en ella pero es una pesadilla arrancarla, sobre todo la de los años cincuenta y sesenta. Sería un mueble interesante si la anciana no hubiera estropeado el acabado. Solo podemos limpiarlo por encima para que se vea de nuevo la madera y aplicarle tal vez una cera clara. Pero es bonito, ¿verdad? —añadió con tono afectuoso, deslizando un dedo por el lateral—. Fíjate en la curva de la pata, y en ese veteado…, las figuras que se forman, ¿ves esa especie de flor aquí y aquí, el cuidado con que la han hecho coincidir? —¿Va a desmontarlo? —Aunque Hobie lo consideraba un paso poco deseable, a mí me encantaba la operación quirúrgica que suponía desmontar un mueble y volver a montarlo, trabajando deprisa para evitar que la cola se secara, como un médico practicando una apendicectomía a bordo de un barco. —No… —respondió él dando unos golpecitos con los nudillos, acercando la oreja a la madera—, parece bastante macizo, pero ha sufrido desperfectos en el riel. —Abrió un cajón, que chirrió y se quedó atascado—. Eso es lo que ocurre cuando se llena demasiado un cajón. —Sacó el cajón e hizo una mueca al oír el chirrido de madera sobre madera—. Volveremos a encajarlos cepillando las ensambladuras. ¿Ves esta zona redondeada? La mejor manera de repararla es igualar el riel en ángulo recto, así lo haremos más ancho, pero no creo que haga falta extraer las viejas guías en cola de milano. ¿Te acuerdas de lo que hicimos con ese viejo mueble de roble? —Deslizó un dedo por el borde—. Pero la madera de caoba es distinta, al igual que la del castaño. Es sorprendente la de veces que desmontamos una pieza y resulta que no es lo que causa el problema. Con la madera de caoba en concreto, sobre todo la de este período, de grano tan compacto, solo hay que cepillar lo estrictamente necesario. Un poco de parafina en las guías y quedará como nuevo. IV Así transcurrió el tiempo. La primavera dio paso al verano, la humedad y el olor a basura, las calles llenas de gente y los oscuros y frondosos ailantos perdiendo las hojas; y al verano le siguió el otoño, solitario y frío. Me pasaba las noches leyendo Eugenio Oneguin o estudiando uno de los numerosos libros sobre ebanistería de Welty (el que más me gustaba era una obra antigua de dos volúmenes titulada Muebles estilo Chippendale; auténticos y falsificados) o la gruesa y apasionante Historia del arte, de Janson. Aunque a veces trabajaba con Hobie abajo en el taller durante seis o siete horas seguidas sin apenas hablar, nunca me sentía solo bajo el halo de su atención; el hecho de que un adulto que no fuera mi madre me comprendiera y se compenetrara tanto conmigo, y estuviera allí tan plenamente, me dejaba estupefacto. La gran diferencia de edad nos cohibía; había entre nosotros cierta formalidad, una reserva generacional; y sin embargo en el taller empezaba a surgir una especie de telepatía, en la que yo le pasaba el cepillo o el cincel adecuado antes de que él me lo pidiera siquiera. «Encolado con epoxi», así era como se refería al trabajo chapucero y al mueble barato en general; me enseñó varios muebles cuyas juntas se habían mantenido intactas durante más de doscientos años, mientras que el problema de gran parte del trabajo moderno era que se fijaba con demasiada firmeza; las piezas se unían de tal modo que la madera se partía y no podía respirar. «No olvides nunca que para quien en realidad trabajamos es para el que restauró la pieza hace cien años. A él es a quien queremos impresionar». Cuando Hobie encolaba una parte de un mueble, mi tarea consistía en preparar todas las abrazaderas adecuadas, cada una en la abertura adecuada, mientras él encajaba las piezas en el orden exacto —espaldón y mortaja—, unos preparativos muy delicados para el encolado y la sujeción propiamente dichos durante los cuales teníamos que trabajar con intensidad en los pocos minutos de que disponíamos antes de que se secara la cola, el pulso de Hobie firme como el de un cirujano, aferrando la pieza adecuada cuando yo titubeaba, mientras que mi misión era ante todo sostener las piezas juntas cuando él ponía las abrazaderas (no eran las clásicas en forma de G y F sino una original variedad de objetos que él siempre guardaba a mano con tal propósito: muelles de somier, alfileres, viejos tambores de bordar, cámaras de neumático de bicicleta y, a modo de pesos, bolas de arena hechas con percal de colores y varios objetos rescatados, como unos viejos topes de latón para puertas y unas huchas de hierro fundido). Cuando no necesitaba que le echara una mano, yo barría el serrín del suelo y colgaba de nuevo las herramientas en sus ganchos, y, si no había nada más que hacer, me contentaba con sentarme y observar cómo afilaba los cinceles o ablandaba la madera con el vapor elevándose de un cazo de agua puesto a hervir sobre el hornillo. Oh Dios allá abajo apesta, me escribió Pippa. Los vapores son horribles ¿como puedes soportarlo? Pero a mí me encantaba ese olor vigorizantemente tóxico, así como el tacto de la madera vieja. V Durante todo ese tiempo seguí con atención las noticias sobre mis colegas ladrones del Bronx. Todos se declararon culpables —incluso la suegra— y les cayó la máxima pena permitida por la ley: multas de cientos de dólares, y sentencias que iban de los cinco a los quince años de prisión sin fianza. La impresión general era que si no hubieran dado el estúpido paso de vender el Wybrand Hendriks a un marchante que telefoneó a la policía, estarían viviendo alegremente en Morris Heights, comiendo grandes platos italianos en casa de mamá. Pero eso no disminuyó mi ansiedad. Un día, al volver del colegio, me encontré con el pasillo de la planta de arriba lleno de humo y unos bomberos fuera de mi habitación; «ratones —dijo Hobie, pálido y con la mirada extraviada, deambulando por la casa con el delantal y las gafas protectoras sobre la cabeza como un científico loco—. No soporto las trampas adhesivas, son demasiado crueles, y he ido posponiendo la desratización por un profesional, pero, Dios mío, esto es escandaloso, no puedo permitir que mordisqueen los cables de electricidad; si no fuera por la alarma esta casa habría quedado reducida a cenizas. —Y volviéndose hacia el bombero—: Oiga, ¿pasa algo si lo llevo allí? Tienes que ver esto…». Al pasar por el lado del equipo, me señaló desde una considerable distancia una maraña de esqueletos de ratón chamuscados en el rodapié: «¡Un nido entero!». Aunque la casa de Hobie tenía una alarma de seguridad conectada con los servicios de emergencias no solo en caso de incendio sino también de robo, y el fuego no había causado serios daños, salvo en un pequeño tramo del suelo de madera del pasillo, el incidente me afectó mucho (¿y si Hobie no hubiera estado en casa?, ¿y si el fuego hubiera empezado en mi habitación?), y deduciendo que tantos ratones en una sección del rodapié de dos pies solo significaba que había más ratones (y más cables mordisqueados) en otras partes de la casa, me pregunté si, pese a la aversión de Hobie a las trampas para ratones, no debería poner yo algunas. Mi sugerencia de hacernos con un gato fue recibida con entusiasmo por Hobie y la señora DeFrees, gran amante de los gatos, y se discutió con aprobación pero no se obró en consecuencia, y la idea pronto cayó en el olvido. Al cabo de unas pocas semanas, mientras me preguntaba si debería volver a tocar el tema del gato, casi tuve un paro cardíaco al entrar en mi habitación y encontrarme a Hobie arrodillado sobre la alfombra, metiéndose debajo de la cama, como me lo había imaginado, pero para recoger la espátula que se le había caído al suelo; estaba cambiando un cristal roto de la ventana de mi habitación. —Ah, hola —dijo, levantándose y sacudiéndose las perneras del pantalón—. ¡Lo siento! ¡No pretendía asustarte! Quería cambiar este cristal desde que llegaste. Me gusta utilizar vidrio ondulado en estas viejas ventanas, el de Bendheim, pero si pones unos pocos pedazos transparentes no importa… Cuidado, ¿estás bien? —me preguntó cuando solté la mochila del colegio y me dejé caer en el sillón cual primer teniente aquejado de neurosis de guerra que llega tambaleándose del campo de batalla. Como habría dicho mi madre, aquello era demencial. No sabía qué hacer. Aunque era muy consciente de la forma tan extraña en que a veces me miraba Hobie, y de lo trastornado que debía de parecerle, yo vivía en un permanente estado de agitación interior: me pegaba un susto cada vez que alguien llamaba a la puerta; daba un respingo como si me escaldaran cuando sonaba el teléfono; me sacudían «premoniciones» semejantes a electrochoques que, en mitad de clase, me impulsaban a levantarme de la mesa y correr hasta casa para asegurarme de que el cuadro seguía dentro de la funda de almohada, que nadie había tocado el envoltorio o había intentado arrancar la cinta adhesiva. En mi portátil buscaba por internet las leyes relacionadas con los robos de arte, pero los fragmentos que encontraba variaban tanto entre sí que no me proporcionaban una visión coherente o pertinente. Vivía en casa de Hobie desde hacía ocho meses, que habían transcurrido sin mayores incidentes cuando de pronto se presentó una solución inesperada. Yo tenía una buena relación con todos los colegas de Hobie del mundo de las mudanzas y los almacenes. La mayoría de ellos eran irlandeses neoyorquinos de movimientos lentos y buen carácter que no habían logrado entrar en el cuerpo de policía o de bomberos (Mike, Sean, Patrick o el pequeño Frank, que no era pequeño sino del tamaño de una nevera), pero también había una pareja de israelíes llamados Raviv y Avi, y un judío ruso, el que me caía mejor, llamado Grisha. («Hay una contradicción de términos en “judío ruso”, comentó, echándome una generosa bocanada de humo con olor a mentol. Para la mentalidad rusa, al menos. Pues no es lo mismo ser “judío” para una mente antisemita que para un verdadero ruso; Rusia es un ejemplo claro»). Grisha había nacido en Sebastopol («agua negra, sal»), que afirmaba que recordaba aunque sus padres habían emigrado cuando él tenía solo dos años. Rubio, de tez rojo ladrillo y con unos sorprendentes ojos del color de los huevos del petirrojo, tenía tripa de bebedor y era tan descuidado en su forma de vestir que a veces se le abrían los botones inferiores de la camisa, pero por la manera arrogante y relajada en que se conducía, era evidente que se creía apuesto (quién sabía, quizá lo había sido en el pasado). A diferencia del señor Pavlikovski de cara pétrea, él era bastante hablador y siempre estaba contando chistes o anekdoti, como él los llamaba, con un tono monocorde y rápido como un tiroteo. —¿Crees que sabes soltar tacos, mazhor? —dijo en una ocasión de buen humor desde una esquina del taller donde Hobie y él a menudo jugaban al ajedrez por la tarde—. Adelante, arráncame las orejas. Solté tal desagradable torrente de obscenidades que hasta Hobie, que no entendía una palabra, se echó hacia atrás y se tapó los oídos con las manos. Una tarde sombría, poco después de que comenzara el primer trimestre, estaba solo en casa cuando Grisha pasó por la tienda para dejar un mueble. —Eh, mazhor —dijo, tirando al suelo la colilla entre un pulgar cicatrizado y el índice. Mazhor, uno de los apodos burlones con que me llamaba, significaba «comandante» en ruso—. A ver si me echas una mano con la basura del camión. —Para él cualquier mueble era «basura». Miré hacia el camión. —¿Qué tiene ahí? ¿Pesa mucho? —Claro que pesa, poprygountchik, ¿crees que te lo pediría si no? Metimos los muebles —un espejo con el borde dorado, envuelto en papel de burbujas; un candelabro y un juego de sillas de comedor—, y en cuanto los desenvolvimos, Grisha se apoyó en el aparador que Hobie estaba restaurando (después de tocarlo con un dedo, para asegurarse de que no estaba pegajoso) y se encendió un Kool. —¿Quieres uno? —No, gracias. —De hecho, sí que quería, pero temía que Hobie notara el olor en mí. Grisha apartó el humo del cigarrillo con una mano de uñas sucias. —¿Qué pensabas hacer ahora? ¿Quieres ayudarme esta tarde? —¿Cómo? —Deja el libro de la dama desnuda —yo tenía en las manos la Historia del arte, de Janson— y vente conmigo a Brooklyn. —¿Para qué? —Tengo que llevar parte de esta basura al almacén y no me vendría mal que me echaras una mano. Me iba a ayudar Mike pero se ha puesto enfermo. ¡Ja! Anoche jugaron los Giants y perdieron, y se coció como un piojo durante el partido. Apuesto a que está en la cama en Inwood con resaca y un ojo a la funerala. VI Durante el trayecto a Brooklyn en una furgoneta llena de muebles, Grisha mantuvo un monólogo sobre las buenas cualidades de Hobie, por un lado, y cómo estaba llevando el negocio de Welty por el otro. —Un hombre honrado en un mundo poco honrado. Viviendo aislado. Me duele aquí, en el corazón, ver cómo tira el dinero por la borda todos los días. No, no —dijo sosteniendo en alto una mano mugrienta cuando intenté hablar—, las restauraciones que hace llevan tiempo, trabajando manualmente como hacían los viejos maestros… Lo entiendo. Es un artista, no un hombre de negocios. Pero explícame, por favor, ¿por qué paga al almacén del astillero naval de Brooklyn en lugar de vender inventarios y cobrar facturas? ¡Solo tienes que mirar los trastos que tiene en el sótano! Muebles que Welty compró en una subasta y más que llegarán la semana que viene. ¡Y arriba, la tienda está abarrotada! Dispone de una fortuna. ¡Harían falta cientos de años para venderlo todo! La gente se para a mirar el escaparate, con dinero en la mano, deseando comprar… ¡Lo siento, señora! ¡Váyase a la mierda! ¡La tienda está cerrada! Y ahí está él, en la planta de abajo, con sus herramientas de carpintero, empleando diez horas en tallar una pieza de madera de este tamaño —juntó el pulgar y el índice— para una vieja silla de mierda. —Sí, pero también tiene clientes. La semana pasada vendió muchas cosas. —¿Qué? —replicó Grisha, desviando la vista de la carretera para mirarme furioso—. ¿Vendió? ¿A quién? —A los Vogel. Abrió la tienda para ellos… Le compraron una estantería, una mesa de cartas… Grisha frunció el entrecejo. —¿Sabes por qué esas personas, sus supuestos amigos, le compran? Porque saben que pueden obtener precios reventados de él… Abierto mediante cita previa. ¡Ja! Más le valdría tener la tienda cerrada a esos buitres. —Se llevó el puño al esternón—. Ya conoces mi corazón. Hobie es como de la familia para mí. Pero… —frotó tres dedos juntos, un gesto que solía hacer Boris y que significaba ¡dinero, dinero!— es muy poco hábil en los negocios. Regala hasta la última cerilla, el último pedazo de comida o lo que sea al primer timador y farsante que pasa. Observa y verás…, en cuatro o cinco años estará sin blanca en la calle a menos que encuentre alguien que lleve la tienda por él. —¿Como quién? —Bueno… —se encogió de hombros—, quizá alguna persona como mi prima Lidiya. Esa mujer es capaz de vender agua a un hombre que se ahoga. —Deberías decírselo entonces. Sé que está buscando a alguien. Grisha se rió con cinismo. —¿Lidiya? ¿Trabajar en ese vertedero? Escucha…, Lidiya vende oro, Rolex, diamantes de Sierra Leona. La pasan a recoger a su casa en un Lincoln Town. Pantalones de cuero blanco, un abrigo de marta hasta el suelo, las uñas hasta aquí. Es imposible que una mujer como ella esté dispuesta a sentarse en una tienda de trastos con un montón de polvo y basura vieja todo el día. Detuvo la furgoneta y apagó el motor. Estábamos delante de un edificio cuadrado y gris ceniza situado en un área portuaria desoladora, lleno de solares vacíos y tiendas de recambios de coches, la clase de vecindario donde los gángsteres de las películas siempre conducen al tipo al que van a matar. —Lidiya… Lidiya es una mujer sexy —continuó Grisha pensativo—. Piernas largas…, un gran busto…, atractiva. Con enormes ganas de vivir. Pero para ese negocio, no necesitas a alguien tan despampanante como ella. —¿Entonces qué? —Alguien como Welty. Había en él algo inocente, ¿sabes? Como un erudito. O un sacerdote. Era el abuelo de todos. Pero al mismo tiempo un empresario muy listo. Está muy bien ser bueno y amable, y hacerte amigo de todos, pero una vez que te has ganado la confianza del cliente y este cree que le vas a dar el precio más bajo, tienes que aprovecharte, ¡ja! Eso es la venta al por menor, mazhor. Así es como funciona este puto mundo. Después de que se abriera la puerta con un zumbido, en el interior del edificio se veía un mostrador con un tipo italiano leyendo un periódico. Mientras Grisha se registraba, examiné un folleto que había en el estante junto a un surtido de envoltorio de burbujas y cinta adhesiva. ALMACÉN DE OBJETOS DE ARTE ARISTON INSTALACIONES CON TECNOLOGÍA PUNTA: EXTINCIÓN DE INCENDIOS, CONTROL CLIMÁTICO, VIGILANCIA LAS 24 HORAS. SEGURIDAD – CALIDAD – INTEGRIDAD PARA TODAS LAS NECESIDADES DE SUS OBRAS DE ARTE GUARDAMOS SUS OBJETOS DE VALOR EN LUGAR SEGURO DESDE 1968 Aparte del empleado del mostrador, el local estaba desierto. Cargamos el ascensor de servicio, y con ayuda de una llave electrónica y una clave que había que teclear, el ascensor nos llevó a la sexta planta. Echamos a andar por un pasillo largo y anodino con cámaras instaladas en el techo e impersonales puertas numeradas, pasillo D, pasillo E, las paredes sin ventanas de la Estrella de la Muerte que parecían prolongarse hasta el infinito; tenías la sensación de encontrarte en un archivo militar subterráneo o quizá entre los nichos columbarios de algún cementerio futurista. Hobie tenía alquilado uno de los espacios más amplios, con las puertas dobles, lo bastante anchas para que entrara en camión. —Allá vamos —dijo Grisha, introduciendo la llave en el candado y abriendo la puerta con un estrépito metálico—. Mira toda la mierda que tiene Hobie aquí dentro. Estaba tan abarrotado de muebles y otros objetos (lámparas, libros, porcelana, figuras de bronce, viejas bolsas B. Altman llenas de papeles y zapatos mohosos) que tras echar un primer vistazo confuso me entraron ganas de retroceder y cerrar la puerta, como si hubiéramos entrado en el piso de un anciano con el síndrome de Diógenes que acababa de morir. —Paga dos mil al mes por esto —dijo sombrío mientras arrancábamos el papel de burbuja de las sillas y las amontonábamos, precariamente, encima de un escritorio de madera de cerezo—. ¡Veinticuatro mil dólares al año! Debería utilizar todo ese dinero en encender sus cigarrillos en lugar de alquilar este cuchitril. —¿Qué hay de las unidades más pequeñas? —Algunas de las puertas eran realmente pequeñas, del tamaño de una maleta. —La gente está loca —respondió Grisha, resignado—. ¡Por un espacio del tamaño de un maletero de coche paga cientos de dólares al mes! —Quiero decir… —No sabía cómo preguntarlo—. ¿Qué impide a alguien guardar algo ilegal aquí dentro? —¿Ilegal? —Grisha se secó el sudor de la frente con un pañuelo sucio y se lo pasó por el cuello—. ¿Te refieres a cosas como armas? —Exacto. O, no lo sé, objetos robados. —¿Qué se lo impide? Te lo digo, no se lo impide nada. Entierra algo aquí y nadie lo encontrará, a no ser que te liquiden o te envíen a chirona, y no pagues la mensualidad. El noventa por ciento de este material son viejos retratos de niños o trastos de la buhardilla de la abuela. Pero si las paredes hablaran, ¿quién sabe? Probablemente hay millones de dólares escondidos, si sabes dónde mirar. Toda clase de secretos. Armas, joyas, cadáveres de víctimas asesinadas…, cosas descabelladas. —Cerró la puerta con estrépito y ya estaba echando el cerrojo—. Ayúdame con esta mierda. Dios, no soporto este lugar. Es como la muerte. —Abarcó con un gesto el pasillo aséptico de aspecto interminable—. ¡Todo escondido y aislado de la vida! Cuando vengo aquí me da la impresión de que me falta el aire. Es peor que una puta biblioteca. VII Esa noche cogí las Páginas Amarillas de la cocina de Hobie y me las llevé a mi habitación; busqué almacenaje: obras de arte. Había montones de locales en Manhattan y en los barrios de las afueras, muchos con anuncios en imponente letra impresa que enumeraban sus servicios: ¡guantes blancos, de nuestra puerta a la suya! Un dibujo de un mayordomo ofreciendo una tarjeta en una bandeja de plata: BLINGEN Y TARKWELL, DESDE 1928. «Proporcionamos soluciones de almacenaje discretas y confidenciales de última tecnología para una amplia gama de negocios y clientes particulares». ArtTech, Heritage Works, Archival Solutions. «Instalaciones vigiladas mediante equipo de grabación higrotermográfica. Control de temperatura de 21 grados y 50 por ciento de humedad relativa, según los requisitos de la AAM (Asociación Americana de Museos).» Pero todo eso resultaba demasiado sofisticado. Lo último que quería yo era que alguien sospechara que guardaba una obra de arte. Lo que necesitaba era un lugar seguro y poco llamativo. Una de las cadenas más grandes y populares tenía veinte locales en Manhattan; entre ellas una en las calles Sesenta Este junto al río, mi antiguo barrio, a solo unas calles de distancia de donde mi madre y yo habíamos vivido. «Nuestro establecimiento permanece vigilado por un centro de control de seguridad las veinticuatro horas del día y está dotado de la última tecnología para la detección de humo y fuego». Hobie me preguntaba algo desde el pasillo. —¿Qué? —dije con voz chillona y falsa, cerrando la guía con un dedo dentro. —Ha venido Moira. ¿Quieres venir con nosotros a la esquina para comer una hamburguesa? —Así era como llamaba al pub más cercano, The White Horse. —Estupendo, enseguida voy. —Volví al anuncio de las Páginas Amarillas. «¡Haz sitio a las diversiones de verano! ¡Soluciones fáciles para guardar el equipo deportivo y de tus pasatiempos!». Qué fácil conseguían que sonara: no se requería tarjeta de crédito, se pagaba un depósito y listo. Al día siguiente, en lugar de ir a clase, retiré de debajo de la cama la funda de almohada, la cerré con cinta adhesiva y la puse en una bolsa marrón de Bloomingdale’s, y fui en taxi a la tienda de equipo deportivo de Union Square, donde después de cierta indecisión compré una pequeña tienda de campaña, y de ahí me dirigí en taxi a la calle Sesenta. En la oficina acristalada del centro de almacenaje yo era el único cliente, y aunque me había preparado una coartada (campista apasionado, madre obsesa del orden), los hombres del mostrador no mostraron el menor interés en la gran bolsa de equipo deportivo que yo llevaba con la etiqueta de la tienda de campaña colgando. A nadie pareció chocarle ni encontrar extraño que quisiera pagar un año por adelantado, en efectivo…, o dos incluso. ¿Había algún inconveniente? —Allí tienes el cajero —dijo el puertorriqueño de la caja registradora, señalándolo sin apartar la mirada de su sándwich de beicon y huevo. ¿Tan fácil?, pensé mientras bajaba en el ascensor. —Apúntate el número de tu unidad —me dijo el hombre del registro— y la combinación, y guárdalos en un lugar seguro. —Pero yo ya los había memorizado. Había visto suficientes películas de James Bond para conocerme el percal, y en cuanto crucé la puerta tiré el papel a la papelera. Al salir del edificio y alejarme de su silencio de cripta y de la viciada brisa que salía zumbando a un ritmo constante de los conductos de ventilación, me sentí mareado, deslumbrado; el cielo azul y la brillante luz del sol, la previsible bruma matinal del humo de los tubos de escape y el aullido de las bocinas, todo parecía prolongarse por la avenida hasta un orden del universo más amplio y mejor: un soleado reino de multitudes y suerte. Era la primera vez que estaba en los alrededores de Sutton Place desde que había regresado a Nueva York y fue como sumergirme de nuevo en un viejo sueño agradable, un fundido entre el pasado y el presente; las aceras llenas de hoyos y con la misma grieta que siempre había saltado cuando volvía corriendo del colegio, ladeándome e imaginándome a bordo de un avión, la inclinación de las alas que anunciaba «estoy llegando», ese último tramo, ametrallando sin tregua hasta casa; muchas de las mismas tiendas seguían abiertas, el colmado, el restaurante griego, la tienda de bebidas alcohólicas. Todas las caras olvidadas del vecindario se mezclaban en mi mente: Sal el florista, la señora Battaglina del restaurante italiano, y Vinnie de la tintorería, con la cinta métrica alrededor del cuello, arrodillado para prender con alfileres la falda de mi madre. Me encontraba a unas pocas manzanas de nuestro viejo edificio, y al mirar hacia la calle Cincuenta y Siete, ese brillante callejón familiar con el sol dorado rebotando de las ventanas, pensé: ¡Goldie! ¡José! Ese pensamiento hizo que apretara el paso. Era por la mañana, y uno o los dos debían de estar de servicio. Nunca les había enviado una postal desde Las Vegas como había prometido; se alegrarían de verme, se apiñarían a mi alrededor, me abrazarían, me darían palmaditas en la espalda, mostrarían interés (y horror) al enterarse de todo lo ocurrido, incluida la muerte de mi padre. Me invitarían a pasar a la oficina de paquetería, quizá llamaran a Henderson, el administrador de la finca, y me pondrían al corriente de todos los cotilleos del edificio. Pero cuando doblé la esquina en medio del tráfico paralizado y las bocinas, vi a media manzana de distancia que el edificio estaba cubierto de andamios y en las ventanas cerradas había avisos oficiales. Consternado, me detuve. Luego, incrédulo, me acerqué más y me quedé mirando horrorizado. Las puertas art déco habían desaparecido y en lugar del frío y oscuro vestíbulo de suelos pulidos y paneles con el motivo de rayos solares, había una cueva de grava y pedazos de hormigón, y unos obreros con cascos salían con carretillas llenas de escombros. —¿Qué ha pasado? —le pregunté a un tipo con mugre incrustada que llevaba casco y estaba un poco aparte, encorvado y bebiendo un café con aire culpable. —¿Qué quieres decir? Retrocediendo, levanté la vista y vi que no solo habían destruido el vestíbulo sino el interior de todo el edificio, de modo que se alcanzaba a ver hasta el patio trasero; el mosaico vidriado de la fachada seguía intacto, pero las ventanas estaban polvorientas y no dejaban ver nada detrás de ellas. —Yo vivía aquí. ¿Qué está pasando? —Los propietarios lo vendieron. —Gritaba por encima de los martillos neumáticos del vestíbulo—. Echaron a los últimos inquilinos hace unos meses. —Pero… —Alcé la mirada hacia la estructura vacía, luego atisbé en el interior de la polvorienta casa de escombros iluminada con focos: hombres gritando y cables colgando—. ¿Qué están haciendo? —Pisos de lujo. De un millón, con piscina en la azotea, ¿puedes creerlo? —Dios mío. —Lo normal es que un lugar así estuviera protegido, ¿no? Tan bonito y antiguo… Ayer tuve que taladrar las escaleras de mármol del vestíbulo, ¿las recuerdas? Una vergüenza. Ojalá hubiéramos podido recuperarlas enteras. Ya no se encuentra esa calidad de mármol antiguo. En fin. —Se encogió de hombros—. Así es esta ciudad. Se puso a gritar a alguien que estaba por encima de él —un hombre que bajaba un cubo de arena con una cuerda—, y yo seguí andando, mareado, hasta detenerme bajo la ventana de nuestro salón o, mejor dicho, de su estructura bombardeada, demasiado perturbado para levantar la vista. «Apártate, niño», dijo José, levantando mi maleta del estante de la oficina de paquetería. Algunos de los inquilinos, como el viejo señor Leopold, habían vivido allí durante más de setenta años. ¿Qué había sido de él? ¿O de Goldie y de José, o, ya puestos, de Cinzia…? Cinzia, que en un determinado momento limpiaba en una docena o más de casas, solo trabajaba unas horas a la semana en el edificio. No es que hubiera pensado en ella hasta ese momento, pero todo había parecido tan sólido e inmutable, todo el sistema social del edificio, un nexo donde siempre podría parar y ver a gente, saludar, enterarme de las novedades. Gente que había conocido a mi madre, que había conocido a mi padre. Cuanto más me alejaba de allí más disgustado me sentía, por la pérdida de uno de los pocos puntos de referencia estables e imperturbables en el mundo que había dado por supuesto: caras familiares, saludos alegres, ¡ey, manito! Porque creía que al menos esa última piedra angular del pasado siempre estaría donde yo la había dejado. Era extraño pensar que nunca podría dar las gracias a José y a Goldie por el dinero que me habían dado, y aún más extraño que no podría decirles que mi padre había muerto; porque ¿a qué otras personas conocía yo que lo hubieran conocido, o que les importara? La misma acera daba la impresión de que podía abrirse bajo mis pies, y que me caería a través de la calle Cincuenta y siete dentro de un foso en un descenso sin fin. Cuarta parte No es la carne y la sangre, sino el corazón, lo que nos hace padres e hijos. SCHILLER 9 Un mundo de posibilidades I Ocho años después, cuando ya había dejado los estudios y trabajaba para Hobie, al salir una tarde del Bank of New York y subir por Madison disgustado y absorto en mis pensamientos, oí que alguien me llamaba por mi nombre. Me volví. La voz me sonaba pero no reconocí al hombre: de unos treinta años, más corpulento que yo, con unos ojos grises taciturnos y el pelo rubio descolorido hasta los hombros. La ropa que llevaba —traje holgado de tweed, jersey grueso de cuello cruzado— era más apropiada para ir por el campo que por una calle de ciudad; y tenía un indefinible aire de privilegiado venido a menos, alguien que ha dormido en los sofás de sus amigos, consumido muchas drogas y dilapidado una buena parte de la fortuna de sus padres. —Soy Platt —dijo—. Platt Barbour. —Platt —repetí tras unos momentos de perplejidad—. Dios mío, cuánto tiempo. Era difícil reconocer en ese transeúnte formal y atento al bruto que jugaba a lacrosse del pasado. Habían desaparecido la insolencia, la vieja chispa agresiva; ahora parecía desgastado y en sus ojos había un brillo anhelante y fatalista. Podría haber sido un marido infeliz de los barrios periféricos preocupado por una mujer infiel, o un maestro desacreditado en un colegio de segunda categoría. —Dime, Platt, ¿cómo estás? —le pregunté después de un silencio incómodo, retrocediendo un paso—. ¿Sigues viviendo en la ciudad? —Sí —respondió, llevándose una mano a la nuca, visiblemente cohibido—. En realidad, acabo de empezar en un nuevo empleo. —No había envejecido bien; en los viejos tiempos él era el hermano más rubio y más atractivo, pero se le había ensanchado la mandíbula y la cintura, y embrutecido la cara alejándolo de la perversa belleza Jungvolk de antaño—. Ahora trabajo para una editorial académica. Blake-Barrows. Están en Cambridge pero tienen una oficina aquí. —Eso es estupendo —dije, como si hubiera oído hablar de la editorial; e hice un gesto de aprobación, jugueteando con las monedas que tenía en el bolsillo, planeando ya el modo de escapar—. Bueno, me alegro mucho de verte. ¿Cómo está Andy? Su cara permaneció impávida. —¿No lo sabes? —Bueno… —Titubeé—. Me dijeron que estaba en el MIT. Me encontré a Win Temple por la calle hace un par de años y me dijo que Andy había obtenido una beca en… ¿astrofísica? —Incómodo bajo su mirada, añadí nervioso—: La verdad es que no he estado muy en contacto con los amigos del colegio… Platt se deslizó la mano por la nuca. —Lo siento. No creo que supiéramos cómo ponernos en contacto contigo. Todavía hay mucha confusión. Pero pensé que a estas alturas ya te habrías enterado. —¿Enterado de qué? —Ha muerto. —¿Andy? —le pregunté, y como él no reaccionaba, añadí—: No. Una mueca momentánea, que desapareció casi en cuanto la vi. —Sí. Me temo que fue muy desagradable. Andy y papá. —¿Cómo has dicho? —Hace cinco meses. Se ahogaron los dos. Bajé la vista hacia la acera. —No. —El barco se volcó. A la altura del puerto de Northeast. No estábamos tan lejos en realidad. Quizá no deberíamos haber salido, pero papá, bueno, ya sabes cómo era… —Dios mío. Allí de pie en aquella incierta tarde de primavera, rodeado de niños que acababan de salir del colegio, me sentí tan atónito y confuso como si me hubieran gastado una broma de mal gusto. Aunque en el transcurso de los años había pensando a menudo en Andy, y en un par de ocasiones faltó muy poco para que lo viera, no habíamos vuelto a ponernos en contacto tras mi regreso a Nueva York. Yo estaba convencido de que tarde o temprano me lo encontraría, del mismo modo que me había encontrado a Win, a James Villiers, a Martina Lichtblau y a otros del colegio. Pero si bien a menudo me planteaba llamarlo para saludar, por alguna razón nunca lo hice. —¿Estás bien? —me preguntó Platt masajeándose la nuca, tan incómodo como yo. —Hummm… —Me volví hacia el escaparate para serenarme, y mi fantasma transparente se volvió para saludarme mientras pasaban hordas de gente detrás de mí—. Dios mío, no puedo creerlo. No sé qué decir. —Siento haberlo soltado aquí en mitad de la calle —dijo Platt frotándose la mandíbula—. Tienes mala cara. Eso era algo que habría dicho el señor Barbour. Con una punzada lo recordé registrando los cajones de la habitación de Platt y ofreciéndose a encender la chimenea. «Qué horrible es todo lo que ha ocurrido, santo cielo». —¿Tu padre también? —le pregunté, parpadeando como alguien que acaba de despertarse de un sueño profundo—. ¿Eso es lo que has dicho? Miró alrededor con la barbilla levantada en un gesto que por un instante me recordó al arrogante Platt de antaño, luego echó una ojeada al reloj. —Oye, ¿tienes un minuto? —Bueno… —Vamos a tomar algo —dijo, poniéndome una mano en el hombro con tanta fuerza que me estremecí—. Conozco un lugar tranquilo en la Tercera Avenida. ¿Qué dices? II Estábamos sentados en el bar casi vacío, un tugurio en otro tiempo famoso, revestido de paneles de roble y con banderines de las universidades más prestigiosas en las paredes, que ahora olía a grasa de hamburguesa; Platt divagaba con un tono monocorde y agitado, y tan bajo que tenía que esforzarme para seguirlo. —Papá… —dijo bajando la vista hacia su ginebra con lima, la bebida de la señora Barbour—. No nos atrevíamos a hablar de ello, pero… Desequilibrio químico, así es como lo describió nuestra abuela. Trastorno bipolar. Tuvo su primer episodio, ataque o como se llame en la Facultad de Derecho de Harvard, cuando hacía primero. Nunca llegó a segundo. Todos esos intereses y planes descabellados…, era combativo en clase, hablando cuando no tocaba, y se dedicó a escribir un poema épico tan largo como un libro sobre el ballenero Essex que no era más que un montón de tonterías. Luego su compañero de habitación, que al parecer era para él una influencia más estabilizadora de lo que todos pensaban, se fue un semestre a Alemania y…, en fin, mi abuelo tuvo que ir en tren a Boston para buscarlo. Lo habían detenido por encender una hoguera ante la estatua de Samuel Eliot Morison, en Commonwealth Avenue, y oponer resistencia a la policía. —Yo sabía que había tenido problemas, pero no que fuera tan serio. Platt miró fijamente su copa antes de apurarla. —Bueno, eso fue mucho antes de que yo naciera. Las cosas cambiaron cuando se casó con mamá; hacía tiempo que se medicaba, aunque después de eso nuestra abuela nunca confió del todo en él. —¿Después de qué? —Bueno, los nietos nos llevábamos bastante bien con ella —se apresuró a decir Platt—. Aunque no te imaginas los problemas que causó papá cuando era joven…, dilapidó una fortuna, hubo peleas y ataques de cólera terribles, tuvo muchos problemas con chicas menores de edad…, él lloraba y se disculpaba, pero luego volvía a las andadas… Gaga siempre le echó la culpa del infarto del abuelo, estaba discutiendo con él en su despacho cuando lo tuvo. Pero una vez que papá empezó a medicarse se convirtió en un corderito. Un padre maravilloso…, bueno, ya lo sabes. Era maravilloso con nosotros los niños. —Era un hombre encantador cuando yo lo conocí. —Sí. —Platt se encogió de hombros—. Podía serlo. Después de casarse con mamá estuvo estable un tiempo. Luego no sé qué pasó. Hizo unas inversiones muy imprudentes…, esa fue la primera señal. Llamadas a horas vergonzosamente intempestivas a conocidos y esa clase de cosas. Posteriormente se obsesionó con una universitaria que hacía prácticas en su oficina…, una chica cuya familia conocía mamá. Fue muy duro. Por alguna razón me emocionó mucho que llamara «mamá» a la señora Barbour. —Nunca me enteré de nada de todo eso. Platt frunció el entrecejo: una expresión de impotencia y resignación que sacó a relucir un fuerte parecido con Andy. —Nosotros apenas nos enteramos de nada…, me refiero a sus hijos —dijo con amargura, deslizando el pulgar por el mantel—. «Papá está enfermo», eso fue todo lo que nos dijeron. Yo estaba fuera estudiando cuando lo mandaron al hospital. No me dejaron hablar con él por teléfono, dijeron que estaba demasiado enfermo, y durante semanas enteras pensé que había muerto y que no querían decírmelo. —Me acuerdo de eso. Fue horrible. —¿A qué te refieres? —Hum, a los problemas de los nervios. —Sí, bueno… —Me sorprendió el destello de cólera que vi en sus ojos—, ¿y cómo iba a saber yo si eran «problemas de los nervios», un cáncer terminal o qué coño? «Andy es tan sensible…» «Andy está mejor en la ciudad…» «No creemos que a Andy le vaya bien ir al internado…» Bueno, yo solo puedo decir que en cuanto aprendí a atarme los cordones de los zapatos, mamá y papá me despacharon a un estúpido colegio ecuestre llamado Prince George, que era de quinta fila pero, oh, la experiencia me forjaría el carácter y sería una preparación excelente para Groton; además, admitían a chicos muy jóvenes, desde los siete hasta los trece años. Deberías haber visto el folleto, campos de cacería en Virginia y demás, solo que no eran todo colinas verdes y paseos a caballo como parecía por las fotos. Fui aplastado en una cuadra del establo y me rompí el hombro, y estuve en la enfermería con vistas al desolado camino de acceso por el que no venía ningún coche. No vino a verme nadie, ni siquiera Gaga. Además, el médico era un borracho y me curó mal el hombro. Todavía me da problemas. He odiado los caballos hasta el puto día de hoy. »En fin… —Cambió conscientemente de tono—. Me arrancaron de allí y me metieron en Groton cuando las cosas con papá se pusieron realmente mal y lo encerraron. Al parecer hubo un incidente en el metro… Las versiones son contradictorias, pues papá decía una cosa y los policías decían otra, pero… —arqueó las cejas en un singular gesto amanerado e impregnado de humor negro— mi padre fue a parar a un centro para tarados. ¡Ocho semanas! Sin cinturón, ni cordones en los zapatos, ni objetos punzantes. Pero allí lo sometieron a una terapia de electrochoque que de verdad pareció surtir efecto, porque cuando salió era otro. Bueno, ya te acuerdas. Casi el Padre del Año. Recordé mi desagradable encuentro por la calle con el señor Barbour, pero decidí no sacarlo a colación. —¿Qué pasó entonces? —Ya lo sabes. Hace unos años volvió a tener problemas y tuvieron que ingresarlo otra vez. —¿Qué clase de problemas? —Bueno… —Platt exhaló ruidosamente—, muy parecidos: llamadas vergonzosas, arrebatos en público, etcétera. No le pasaba nada, por supuesto. Estaba perfectamente. Todo empezó cuando hicieron unas obras en el edificio, que él no aprobaba, el ruido constante de los martillos y las sierras, y todas esas corporaciones que estaban destruyendo la ciudad…, nada que no fuera cierto, pero su condición se agravó hasta el punto de que creyó que lo seguían, lo fotografiaban y espiaban a todas horas. Escribió unas cartas descabelladas a varias personas, entre ellas unos clientes de su empresa…, se puso muy pesado en el club náutico y varios de los socios se quejaron, incluso algunos viejos amigos, y no me extraña. »En fin, cuando papá regresó esa segunda vez del hospital, ya no era el mismo. Los altibajos eran menos extremos, pero ya no podía concentrarse y estaba todo el tiempo muy irritable. Hace unos seis meses cambió de médico, pidió una excedencia en el trabajo y se fue a Maine…, el tío Harry posee una casa en una pequeña isla de por allí, no vive nadie en ella aparte del guarda, y papá dijo que el aire del mar le sentaba bien. Organizamos turnos para estar con él… Andy se encontraba en Boston entonces, en el MIT, y lo último que quería era tener que cargar con papá, aunque por desgracia él estaba más cerca que los demás y fue el que más pringó. —¿Tu padre no volvió… —no quería decir «centro para tarados»— al centro donde estuvo ingresado? —Bueno, ¿cómo iba a convencerlo alguien para que fuera? No es fácil encerrar a alguien contra su voluntad, sobre todo cuando no quiere admitir que tiene un problema, y a esas alturas él no quería admitirlo. Además, nos hicieron creer que todo dependía de la medicación, que en cuanto surtiera efecto la nueva dosis se pondría bien del todo. El guarda nos mantenía informados, nos aseguró que comía bien y tomaba los medicamentos. Papá hablaba por teléfono cada día con su psiquiatra…, quiero decir que el médico dijo que todo iba bien —añadió a la defensiva—. Papá podía conducir, nadar o salir a navegar, si quería. Quizá no fue una gran idea salir con el barco tan tarde, pero las condiciones no eran malas, y ya conoces a papá. El marino intrépido y sus historias de hazañas y actos heroicos. —Ya. Había oído miles de historias del señor Barbour desviándose hacia «aguas movidas» que resultaban estar al nordeste, estado de emergencia en tres estados y el motor estropeado a lo largo de la costa del Atlántico, y Andy mareado y vomitando mientras achicaba el agua salada del barco. Noches con la embarcación inclinada, encallados en bancos de arena, en medio de la oscuridad bajo una lluvia torrencial. El mismo señor Barbour, riéndose a carcajadas mientras se tomaba su Virgin Mary y su huevos con beicon del domingo por la mañana, me había contado en más de una ocasión cómo él y sus hijos se habían visto empujados hasta el estrecho de Long Island durante un huracán, con la radio estropeada, y cómo la señora Barbour telefoneó a un sacerdote de San Ignacio de Loyola, en Park con la calle Ochenta y cuatro, y pasó toda la noche rezando (¡la señora Barbour!) hasta que llegó la llamada de la Guardia Costera diciendo que el barco había llegado a tierra. («El primer viento fuerte y sale pitando hacia Roma, ¿verdad, querida? ¡Ja!»). —Papá… —Platt meneó la cabeza con tristeza—. Mamá solía decir que él nunca podría haber vivido en Manhattan si no hubiera sido una isla. En el interior se sentía desgraciado…, siempre suspiraba por el mar, tenía que verlo, olerlo… Recuerdo una vez que volvíamos de Connecticut en coche, yo era pequeño, y en lugar de ir derechos por la ochenta y cuatro hasta Boston tuvimos que desviarnos millas para bordear la costa. Siempre mirando hacia el Atlántico, era de verdad sensible a él y a los cambios que se producían en las nubes cuanto más te acercabas al océano. —Platt cerró un momento sus ojos gris cemento y luego los abrió; con una voz tan apagada que por un instante me pareció que lo había oído mal, añadió—: ¿Sabías que la hermana pequeña de papá se ahogó? Parpadeé, sin saber qué decir. —No, no lo sabía. —Bueno, pues es cierto —dijo Platt con voz inexpresiva—. Kitsey se llama así por ella. Se cayó de un barco en el río East durante una fiesta; supuestamente se estaba divirtiendo, o eso es lo que dijeron todos, que fue un «accidente», pero cualquiera sabe que no hay que hacer eso, las corrientes eran peligrosísimas y se la llevaron consigo. Murió otro chico que saltó al agua para intentar rescatarla. Y luego estaba el tío de papá, Wendell, que en los años sesenta intentó nadar hasta la costa una noche que estaba medio borracho y que lo desafiaron a hacerlo… Quiero decir que papá solía gimotear que el agua era una fuente de vida para él, una fuente de eterna juventud y demás…, y por supuesto que lo era; pero para él no solo de vida, sino también de muerte. No respondí. Las anécdotas del señor Barbour sobre navegación no convencían, ni ilustraban, ni siquiera estaban centradas en el deporte en sí; siempre sonaban a hazaña grandilocuente en medio de la catástrofe. —Y… —la boca de Platt era una línea tensa— lo peor, claro está, era que en lo que se refería al mar se creía inmortal. ¡El hijo de Poseidón! ¡Insumergible! Cuanto más agitadas estaban las aguas, mejor. Las tormentas lo embriagaban. Un descenso de la presión atmosférica era para él como gas hilarante. Ese día en particular el mar estaba encrespado pero hacía calor; era uno de esos días soleados y brillantes en los que apetece navegar. Andy estaba irritado por tener que ir, se sentía un poco resfriado y estaba haciendo algo complicado en el ordenador, pero ninguno pensamos que hubiera un verdadero peligro. La idea era sacar a mi padre de casa para que se calmara y con suerte pasar por el restaurante del espigón e intentar que comiera algo. —Cruzó las piernas, inquieto—. Verás. Nos encontrábamos los dos solos en casa, Andy y yo, y, con franqueza, papá estaba un poco majara. Llevaba nervioso desde el día anterior, hablando de un modo un poco frenético, como si estuviera a punto de estallar. Andy llamó a mamá porque tenía que estudiar y no se veía con fuerzas de sobrellevarlo todo él solo, y mamá me llamó a mí. Antes de que yo llegara en el ferry, papá estaba en la salvaje y azul lejanía. Desvariando sobre la espuma y el humo empujados por el viento y todo ese rollo, el salvaje Atlántico verde, en fin, totalmente ido. Andy, que nunca había soportado ver a papá en ese estado, se encerró con llave en su habitación del piso de arriba. Supongo que ya estaba hasta el gorro de papá antes de que yo llegara. »Visto en retrospectiva parece una mala ocurrencia, lo sé, pero, verás, yo sabía manejar el velero sin ayuda de nadie. Papá se estaba volviendo loco dentro de casa, ¿y qué podía hacer yo? ¿Reducirlo y encerrarlo? Además, ya sabes que Andy nunca pensaba en la comida y la despensa estaba vacía, no había nada en la nevera aparte de unas pizzas congeladas…; una vuelta corta en barco y una parada para comer algo en el espigón parecía un buen plan. “Dadle de comer”, decía siempre mamá cuando papá empezaba a estar demasiado eufórico. «Que coma algo». Esa siempre era la primera línea de defensa: sentadlo y que se coma un gran bistec. A menudo bastaba con eso para tranquilizarlo. Y en algún rincón de mi mente pensé que si no se había aplacado cuando llegáramos a tierra, podíamos pasar de ir al restaurante y llevarlo a urgencias si era necesario. Solo le pedí a Andy que nos acompañara para mayor seguridad. Pensé que no me iría mal que me echara una mano; había salido de copas hasta tarde la noche anterior y, como decía papá, no estaba bien aparejado. —Guardó silencio unos minutos, frotándose las palmas de las manos en los muslos de sus pantalones de tweed—. Bueno, a Andy nunca le gustó mucho el agua, como sabes. —Lo recuerdo. Platt hizo una mueca. —He visto gatos que nadan mejor que él. Si te digo la verdad, nunca he conocido a un chico tan torpe que no fuera retrasado mental o espástico… Dios, tendrías que haberlo visto en la pista de tenis. Le tomábamos el pelo diciéndole que si se apuntaba a los Special Olympics, arrasaría. Aun así, sabe Dios que había pasado suficientes horas en un barco y me pareció prudente llevar a un hombre de repuesto a bordo. Papá estaba lejos de encontrarse en su mejor momento, ya sabes. Podríamos haber manejado el barco sin problemas…, quiero decir que todo iba bien, y habría seguido yendo bien si no fuera porque yo no vigilé el cielo como debería; se levantó viento, e intentábamos sujetar la vela principal mientras papá agitaba los brazos y hablaba a gritos sobre los espacios vacíos entre las estrellas y toda clase de desvaríos, cuando perdió el equilibrio con un balanceo y se cayó por la borda. Andy y yo intentamos subirlo de nuevo al barco…, pero una gran ola golpeó de costado justo por el ángulo que no debía, una de esas enormes olas que surgen de la nada y te abofetea, y, ¡zas!, volcamos. No es que hiciera tanto frío, pero basta que el agua esté a once grados para que tengas hipotermia si estás demasiado tiempo sumergido, lo que por desgracia fue el caso, y por lo que se refiere a papá, se estaba elevando hacia la estratosfera… Nuestra simpática camarera universitaria se acercaba a Platt por detrás para preguntarnos si queríamos otra ronda; la miré e hice un gesto de negación. —Fue la hipotermia lo que acabó con papá. Estaba muy flaco, no tenía ni un gramo de grasa en el cuerpo, y una hora y media en el agua, agitándose en esas temperaturas, fue suficiente para acabar con él. Pierdes el calor más deprisa si te mueves. —Platt, advirtiendo la presencia de la camarera, se volvió y levantó dos dedos para pedir otra ronda—. Y Andy…, bueno, encontraron el chaleco flotando detrás del barco todavía atado a la cuerda. —Dios mío. —Se le debió de escurrir por la cabeza cuando cayó por la borda. Tiene una correa que se sujeta alrededor de la entrepierna, pero es un poco incómoda y a nadie le gusta abrochársela… Como sea, allí estaba el chaleco de Andy, todavía sujeto a la cuerda de salvamento. Por lo visto el muy capullo no se lo había abrochado. Típico de él —añadió, elevando la voz—. No le dio la gana de abrocharse el chaleco como es debido. Siempre tan torpe, maldita sea… Miré a la camarera, consciente de lo alto que hablaba Platt de pronto. —Dios. —Se apartó bruscamente de la mesa—. Yo siempre fui odioso con Andy. Un auténtico cabrón. —Platt. —Quería decirle que no lo había sido, pero no era cierto. Me miró y meneó la cabeza. Tenía los ojos apagados, vacíos, como los pilotos de un Huey de un juego de ordenador (Cab. Aérea II: Invasión camboyana) que a Andy le gustaba jugar. —Oh, Dios. Cuando pienso en algunas de las cosas que le hice. Nunca me perdonaré, nunca. —Vaya —dije tras un silencio incómodo, mirando las manos de grandes nudillos de Platt apoyadas con las palmas hacia abajo en la mesa, unas manos que, después de todos estos años, aún tenían un aspecto contundente, brutal, un vestigio de la vieja crueldad que habían contenido. Aunque los dos habíamos sido objeto de intimidaciones en el colegio, la persecución a la que Platt había sometido a Andy —inventiva, alegre, sádica— había rayado en la tortura absoluta: escupía en su comida, le rompía los juguetes, pero también le dejaba en la almohada peces muertos de la pecera y fotos de autopsias sacadas de internet; apartaba la colcha mientras dormía y meaba encima de él (y luego gritaba: «¡Androide se ha hecho pipí en la cama!»); le hundía la cabeza en la bañera al estilo de Abu Ghraib o le sujetaba boca abajo en el cajón de arena del parque infantil mientras él gritaba y luchaba por respirar. Sostenía el inhalador del asma por encima de su cabeza mientras él resollaba suplicante, gritándole: «¿Lo quieres? ¿Lo quieres?». También recordaba una horrible historia sobre Platt y un cinturón, una buhardilla en una casa de campo, las manos atadas y una soga improvisada; muy desagradable. «Si la canguro no me hubiera oído dar patadas en el suelo me habría matado», recordaba que me había dicho Andy con su tono distante e inexpresivo. Una llovizna primaveral repiqueteaba en las ventanas del bar. Platt miró el vaso vacío y se levantó. —Ven a ver mi madre —dijo—. Sé que quiere verte. —¿Ahora? —pregunté al darme cuenta de que se refería a ese momento. —Por favor, ven. Si no puedes ahora, ven luego. Pero no hagas promesas como hacemos todos en la calle. Significaría mucho para ella. —Bueno. —Esa vez me tocó a mí mirar el reloj. Tenía pendientes unos recados, de hecho tenía muchas cosas en la cabeza y varias preocupaciones que me agobiaban, pero se hacía tarde, el vodka me había dejado la mente ofuscada y el tiempo se había escabullido. —Por favor —insistió él. Pidió por señas la cuenta—. Nunca me perdonará si se entera de que me he encontrado contigo y te he dejado escapar. ¿No puedes pasar un momento? III Entrar en el vestíbulo fue como adentrarme en el portal de mi niñez: porcelana china, cuadros de paisajes luminosos, lámparas con pantallas de seda que atenuaban la luz…, todo estaba exactamente igual que cuando el señor Barbour me abrió la puerta la noche en que murió mi madre. —No, no —dijo Platt cuando, por pura costumbre, me dirigí al espejo de ojo de buey para entrar en el salón—. Por aquí. —Me condujo a la parte trasera del piso—. Ahora somos muy informales…, mamá suele recibir a la gente aquí atrás, si es que recibe a alguien… En el pasado nunca me había acercado siquiera al sanctasanctórum de la señora Barbour, pero a medida que nos aproximábamos el olor de su perfume —inconfundible, a flores blancas con una cualidad pulverulenta— fue como una cortina que se levanta con un golpe de viento sobre una ventana abierta. —Ya no sale como antes —me decía Platt en voz baja—. No asiste a grandes cenas y actos… Una vez a la semana recibe a alguien para tomar el té o sale a cenar con una amiga, pero eso es todo. —Llamó con los nudillos y escuchó—. ¿Mamá? —Al oír una respuesta vaga, abrió unos dedos la puerta—. Tienes visita. A ver si adivinas a quién me he encontrado por la calle… Era una habitación enorme, decorada en un color melocotón de los años ochenta muy del estilo de una señora mayor. Junto a la entrada había una sala de estar con un sofá y unas butacas; muchas baratijas, cojines de punto de cruz, y unos nueve o diez dibujos de algún gran maestro de la pintura clásica: La huida a Egipto, Jacob y el ángel, entre otros, sobre todo del círculo de Rembrandt aunque había un pequeño dibujo de Cristo lavando los pies a san Pedro a pluma marrón de tal maestría (la postura cansada de la espalda de Cristo y la caída de la tela; la compleja y vaga tristeza en la cara de san Pedro) que podría haber sido obra del mismo Rembrandt. Me disponía a observarlo con más detenimiento cuando en el otro extremo de la habitación se encendió una lámpara con una pantalla en forma de pagoda. —¿Theo? —la oí preguntar, y allí estaba, recostada sobre almohadas en una cama estrafalariamente grande—. ¿Eres tú? ¡No puedo creerlo! —exclamó, abriendo los brazos hacia mí—. ¡Qué mayor estás! ¿Dónde demonios te habías metido? ¿Estás viviendo en la ciudad? —Sí. Hace bastante que volví. —Y, aunque no era cierto, añadí con amabilidad—: Tiene buen aspecto. —¡Y tú! ¡Qué guapo estás! —Me cubrió las manos con las suyas—. Estoy abrumada. —Se la veía más avejentada y al mismo tiempo más joven de como la recordaba: muy pálida, sin pintalabios, patas de gallo pero la tez todavía blanca y tersa. Su pelo rubio plateado (¿siempre había sido de ese tono plateado o eran las canas?) le caía suelto y sin peinar sobre los hombros; llevaba unas gafas de medialuna y un salto de cama de raso sujeto con un enorme broche de diamantes en forma de copo de nieve. —Aquí me tienes, en la cama con mi labor como la viuda de un viejo marinero —dijo, señalando con un gesto un bordado de punto de cruz inacabado que tenía en el regazo. A los pies de la cama, sobre una pálida colcha de cachemir, dormían un par de perros diminutos —terriers Yorkshire—, y el más pequeño de los dos, al verme, se levantó de un salto y se puso a ladrar furioso. Sonreí intranquilo mientras ella intentaba calmarlo —el otro perro también había empezado a armar jaleo— y miré alrededor. La cama era moderna, de matrimonio, y con la cabecera forrada de tela, pero detrás había un montón de objetos interesantes en los que no habría reparado años atrás. Estaba claro que ese era el mar de los Sargazos del apartamento, adonde iban a parar todos los objetos desterrados de las habitaciones cuidadosamente decoradas: mesas esquineras que no hacían juego; curiosidades asiáticas; una asombrosa colección de campanillas de mesa de plata. Una mesa de juego de caoba que, desde donde yo estaba, me pareció una Duncan Phyfe, y encima (entre ceniceros baratos de esmalte cloisonné e infinidad de posavasos), un pájaro disecado: un cardenal frágil y devorado por las polillas, con las plumas desteñidas de color herrumbre, la cabeza marcadamente inclinada y los ojos, como dos cuentas negras polvorientas, aterrorizados. —Ting-a-Ling, calla, por favor, no puedo soportarlo. Te presento a Ting-a-Ling —me dijo la señora Barbour, cogiendo en brazos el perro que forcejeaba—, que es el travieso de los dos, ¿verdad, cariño? No hay un momento de paz. Y la otra, la de la cinta rosa, es Clementine. Platt —gritó por encima de los ladridos—, ¿puedes llevártelo a la cocina, por favor? Es un incordio con las visitas. Debería contratar a alguien para que lo eduque… Mientras la señora Barbour recogía la labor y la guardaba en una cesta ovalada con una talla de marfil en la tapa, me senté en el sillón que había al lado de la cama. La tapicería estaba gastada pero el apagado estampado de rayas me resultó familiar: era una de las butacas de la sala de estar que había sido desterrada al dormitorio, la misma en la que se sentó mi madre cuando vino a recogerme muchos años atrás una vez que me quedé a dormir. Deslicé un dedo sobre la tela, y de pronto vi a mi madre levantándose para saludarme, con el chaquetón verde intenso que llevaba ese día, tan moderno que la paraban en la calle para preguntarle dónde lo había comprado, pero totalmente inapropiado en la casa de los Barbour. —¿Quieres beber algo, Theo? —me preguntó la señora Barbour—. ¿Un té? ¿O algo más fuerte? —No, gracias. Dio unas palmaditas sobre la colcha de brocado de la cama. —Ven, siéntate a mi lado, por favor. Quiero verte. —Yo… —Al oír el tono de su voz, a la vez íntimo y formal, me invadió una gran tristeza, y cuando nos miramos de nuevo pareció que el pasado había quedado redefinido y focalizado en ese instante, transparente como el cristal: la compleja quietud compuesta de tardes lluviosas de primavera, una silla oscura en el pasillo o el roce ligero como el aire de su mano en mi nuca. —Me alegro tanto de que hayas venido. —Señora Barbour —dije, acercándome a la cama y apoyando en ella una cadera con cautela—. Dios mío, no puedo creerlo. Acabo de enterarme. Lo siento mucho. Ella juntó los labios como una niña que se esfuerza por no llorar. —Sí, bueno —dijo. Y entre nosotros se hizo un silencio horrible que pareció eterno. —Lo siento mucho —repetí con más apremio, consciente de lo torpe que sonaba, como si al hablar más fuerte pudiera transmitir la profundidad de mi dolor. Ella parpadeó con tristeza; sin saber qué hacer, puse una mano sobre la de ella, y nos quedamos así durante un tiempo incómodamente largo. Al final fue ella quien habló. —En fin. —Con resolución se secó una lágrima mientras yo buscaba desesperado algo que decir—. Él te mencionó tres días antes de morir. Se había prometido. Con una chica japonesa. —No me diga. ¿En serio? —Aun triste como estaba, no pude evitar sonreír un poco; Andy había escogido el japonés como segundo idioma precisamente porque sentía una debilidad especial por las miko de los fanservices y las chicas sexy de los manga con uniforme de marinero—. ¿Japonesa de Japón? —Así es. Una criatura diminuta de voz chillona con un bolso en forma de animal disecado. Sí, me la presentó —añadió arqueando una ceja—. Andy tradujo la conversación mientras tomamos un té con unos sándwiches en el Pierre. Ella asistió al funeral, por supuesto…, se llamaba Miyako. Son culturas diferentes y todo eso, pero es cierto lo que dicen de que los japoneses pueden ser poco expresivos. La pequeña perra, Clementine, trepó hasta colocarse alrededor de los hombros de la señora Barbour como si fuera un cuello de pieles. —Estoy pensando en comprarme un tercer perro —dijo ella, alargando un brazo para acariciarla—. ¿Tú qué crees? —No lo sé —respondí desconcertado. No era nada propio de la señora Barbour pedir la opinión a alguien sobre algún tema y menos aún a mí. —Debo decir que los dos han sido un gran consuelo. Mi vieja amiga Maria Mercedes de la Pereyra se presentó sin anunciarse una semana después del funeral con dos cachorros en una cesta adornada con lazos, y la verdad es que al principio tuve mis dudas, pero no creo que nadie me haya hecho jamás un regalo más considerado. No podíamos tener perros por Andy. Era muy alérgico, ¿lo recuerdas? —Sí. Platt, todavía con su chaqueta de tweed de guardabosques, con los bolsillos deformados por los pájaros muertos y los cartuchos de escopetas, volvió y acercó una silla. —Mamá —dijo mordiéndose el labio inferior. —Platypus. —Un silencio formal—. ¿Qué tal te ha ido en el trabajo? —De maravilla. —Él asintió, como si intentara convencerse a sí mismo de ello—. Sí, he estado muy ocupado. —Me alegro mucho. —Nuevos libros. Uno sobre el Congreso de Viena. —¿Otro? —Se volvió hacia mí—. ¿Y tú, Theo? —¿Cómo dice? —Estaba mirando la talla de marfil (un ballenero) de la tapa de la cesta de la costura, pensando en el pobre Andy: el agua negra, la sal en la garganta, las náuseas y los brazos agitándose como aspas de molino. El horror y la crueldad de morir en el elemento que él más odiaba. «El problema esencial es que desprecio los barcos». —Dime, ¿a qué te dedicas? —Hum, vendo antigüedades. Mobiliario clásico norteamericano, sobre todo. —¡No! —Ella estaba eufórica—. ¡Eso es fantástico! —Sí…, en el Village. Llevo la tienda y me encargo de la parte de las ventas. Mi socio —todo era tan reciente que no estaba acostumbrado a decirlo—, James Hobart, es artesano y se ocupa de las restauraciones. Debería hacernos una visita algún día. —Qué maravilla. ¡Muebles antiguos! —Suspiró—. Bueno, ya sabes cómo me gustan los objetos antiguos. Ojalá mis hijos hubieran mostrado más interés. Siempre confié en que al menos uno de ellos lo hiciera. —Bueno, siempre estará Kitsey —dijo Platt. —Es curioso —continuó la señora Barbour, como si no lo hubiera oído—. Ninguno de mis hijos tiene una sola célula artística en todo el cuerpo. ¿No es extraordinario? Cuatro pequeños incultos, eso es lo que son. —Oh, vamos —dije con el tono más juguetón de que fui capaz—. Recuerdo a Toddy y a Kitsey con sus clases de piano. Y a Andy con su violín Suzuki. Ella hizo un gesto desdeñoso. —Ya me entiendes. Ninguno de mis hijos tiene percepción visual. No saben apreciar la pintura ni los interiores ni nada de todo eso. En cambio tú —me cogió la mano—, cuando eras pequeño, solía encontrarte en el pasillo mirando los cuadros. Siempre ibas derecho a los mejores. El paisaje de Frederick Church, mi Raphaelle Peale, mi Fitz Henry Lane o el John Singleton Copley…, ¿sabes cuál digo? El retrato ovalado de la chica del gorro, óleo sobre cobre. —¿Era de Copley? —Ya lo creo. Y acabo de verte hace un momento con el pequeño Rembrandt. —¿Entonces es de Rembrandt? —Solo el del lavatorio de los pies. Todos los demás son de su escuela. Mis propios hijos han vivido desde niños entre esos cuadros y nunca han mostrado ni un ápice de interés, ¿no es cierto, Platt? —Quiero creer que algunos hemos destacado en otras cosas. Carraspeé. —Bueno, solo quería saludarla. Me ha encantado verla. —Me volví hacia Platt para incluirlo—. Y a ti también. Ojalá hubiera sido en circunstancias más felices. —¿No vas a quedarte a cenar? —Lo siento —respondí, sintiéndome acorralado—, pero esta noche no puedo. Solo quería pasar un momento para verla. —Entonces, ¿volverás otro día a cenar? ¿O a comer? ¿O a para tomar algo? —Ella se rió—. Lo que sea. —A cenar. Levantó la mejilla para que se la besara, como nunca había hecho cuando era niño, ni siquiera con sus hijos. —¡Qué alegría tenerte de nuevo aquí! —exclamó, cogiéndome la mano y llevándosela a la cara—. Como en los viejos tiempos. IV Al dirigirme a la puerta, Platt me dio un extraño apretón de manos, una combinación entre chico de banda callejera, miembro de fraternidad universitaria y experto en el lenguaje de señas internacional que no supe muy bien cómo devolver. En mi confusión retiré la mano y, sin saber qué más hacer, le choqué los cinco sintiéndome estúpido. —Bueno, me alegro de que nos hayamos encontrado —dije en el incómodo silencio que siguió—. Llámame. —¿Para cenar? Ah, sí. Probablemente será en casa, si no te importa. A mamá no le gusta mucho salir. —Hundió las manos en los bolsillos de la chaqueta. Luego, sorprendentemente, añadió—: He estado saliendo bastante con tu viejo amigo Cable. Un poco más de lo que quiero admitir, en realidad. Le interesará saber que te he visto. —¿Tom Cable? —Me reí con incredulidad, aunque no llegó a ser una carcajada; el desagradable recuerdo de nuestra expulsión del colegio y de cómo me había hecho el vacío cuando murió mi madre todavía hacía que me sintiera incómodo—. ¿Estáis en contacto? —pregunté cuando Platt no respondió—. Llevo años sin pensar en él. Platt sonrió con suficiencia. —Tengo que reconocer que en aquellos tiempos me extrañaba que cualquier amigo de Cable pudiera soportar a un soso como Andy —murmuró, apoyándose contra el marco de la puerta—. No es que me importara. Sabe Dios que Andy necesitaba que alguien lo obligara a salir y colocarse o lo que fuera. Andrisoso. Androide. Pirado. Cara Granujienta. Bob Esponja. —¿No? —preguntó Platt con naturalidad, malinterpretando mi mirada perdida—. Creía que a ti te iba eso. Cable era bastante porreta entonces. —Debió de empezar después de que yo me fuera. —Bueno, es posible. —Platt me miraba de un modo que no sabía si me gustaba—. Mamá, desde luego, te tenía por una mosquita muerta, pero yo sabía que eras colega de Cable. Y Cable era un ladrón. —Con brusquedad, de un modo que me recordó al desagradable Platt del pasado, se rió—. Yo siempre les decía a Kitsey y a Toddy que cerraran con llave la puerta del cuarto para que no robaras nada. —¿Era por eso? —Hacía años que no recordaba el incidente de la hucha. —Bueno, me refiero a Cable. —Él miró al techo—. Salí un tiempo con su hermana, Joey, y ella también era una buena pieza. —Ya. —Recordaba muy bien a Joey Cable, con dieciséis años y muy bien formada, pasando por mi lado por el pasillo de la casa de los Hamptons con su camiseta diminuta y sus pantis negros cuando yo tenía doce. —¡Jo la cachonda! Qué culo tenía. ¿Te acuerdas de cuando se paseaba desnuda en el jacuzzi de fuera? En fin. Sorprendieron a Cable en el club al que iba papá en los Hamptons saqueando las taquillas del vestuario de hombres, no tenía más de doce o trece años. Eso fue después de que tú te fueras, ¿no? —Seguramente. —Esa clase de incidente se repitió en varios clubes de los alrededores. Durante los grandes torneos y demás, él entraba en el vestuario a hurtadillas y robaba lo que encontraba en las taquillas. Luego, quizá entonces yo ya estuviera en la universidad…, mierda, ¿cuál era?, no era la de Maidstone…, bueno, como sea, Cable se buscó un trabajo de verano en un club ayudando en el bar y también acompañaba a sus casas a los viejos que estaban demasiado bebidos para conducir. Es un tipo agradable, con mucha labia…, bueno, ya lo conoces. Les hacía hablar de la guerra y demás, les encendía los cigarrillos y se reía de sus bromas. Pero de vez en cuando los acompañaba a la puerta de sus casas y al día siguiente les había desaparecido la cartera. —Bueno, hace años que no lo veo —dije cortante. No me gustaba el tono que había adoptado Platt—. ¿A qué se dedica ahora? —Ya sabes. Ha vuelto a las andadas. En realidad, sale de vez en cuando con mi hermana, aunque me gustaría acabar con eso. En fin —añadió, con la voz un poco alterada—, te estoy entreteniendo. Estoy impaciente por decirles a Kitsey y a Toddy que te he visto, sobre todo a Toddy. Le causaste una gran impresión…, siempre habla de ti. El próximo fin de semana estará aquí y sé que querrá verte. V En lugar de coger un taxi regresé a casa caminando para despejarme. Era un día limpio y húmedo de primavera, lleno de nubes de tormenta atravesadas por barras de luz; masas de oficinistas se apiñaban en los cruces de peatones, pero la primavera en Nueva York siempre era para mí un período emponzoñado, un eco de la muerte de mi madre que llegaba con los narcisos, árboles echando hojas nuevas y salpicaduras de sangre, una fina lluvia de alucinaciones y horror. («¡Fantástico! ¡Genial!», como habría dicho Xandra). Con la noticia sobre Andy parecía haber dado al interruptor de unos rayos X e invertido todo en un negativo fotográfico, por lo que, aun rodeado de los narcisos, los paseadores de perros y los guardias urbanos que tocaban el silbato en las esquinas, lo único que veía era muerte: las aceras cubiertas de muertos, cadáveres apeándose de autobuses y corriendo del trabajo a casa; dentro de cien años no quedaría nada de ellos salvo los empastes y los marcapasos, y quizá unos pocos retales y huesos. Era inconcebible. Pensé en llamar a Andy un millón de veces y era vergonzoso que no lo hubiera hecho; lo cierto es que no estaba en contacto con nadie de los viejos tiempos, pero de vez en cuando me encontraba a alguien del colegio, y nuestra compañera de clase Martina Lichtblau (con quien el año anterior había tenido un breve y poco satisfactorio lío amoroso, tres polvos furtivos en total sobre un sofá plegable) me había hablado de él: «Andy vive ahora en Massachusetts, ¿sigues en contacto con él?, oh, sí, continúa siendo un inepto monumental, pero ahora exagera tanto que queda más bien retro y moderno. Gafas de culo de botella. Pantalones de pana naranja y un corte tipo casco a lo Darth Vader». Vaya con Andy, me dije meneando la cabeza con afecto mientras alargaba una mano por encima del hombro desnudo de Martina para coger uno de sus cigarrillos. Entonces pensé que me gustaría verlo; era una lástima que no estuviera en Nueva York, y quizá lo llamara algún día cuando volviera en vacaciones. Solo que no lo hice. Aunque yo no tenía Facebook debido a mi paranoia particular y casi nunca miraba las noticias, no entendía cómo no me había enterado; claro que en las últimas semanas había estado tan preocupado por la tienda que apenas pensé en otras cosas. No es que tuviéramos problemas económicos; habíamos ganado dinero casi literalmente a espuertas, tanto era así que Hobie, que me atribuía su salvación (estuvo al borde de la bancarrota), e insistió en hacerme socio, algo a lo que yo me resistía, dadas las circunstancias. Pero mis esfuerzos por detenerlo no lograron más que aumentar su resolución de hacerme partícipe de los beneficios, pues cuanta mayor firmeza mostraba yo al rechazar su oferta más persistente se volvía él; y con la generosidad que lo caracterizaba, interpretaba mi reticencia como «modestia», cuando mi gran temor en realidad era que mi estatus de socio arrojara alguna luz oficial sobre los tejemanejes extraoficiales del negocio; tejemanejes que dejarían al pobre Hobie de una pieza si se enterara. El hecho es que le había vendido una falsificación a un cliente; lo había descubierto y estaba armando un escándalo. No me importaba devolverle el dinero; de hecho, lo único que cabía hacer en una situación así era comprar de nuevo la pieza con pérdida. En el pasado me había funcionado. Vendía un mueble muy restaurado o reconstruido por completo como si se tratara de un original; si el coleccionista se lo llevaba a su casa y, lejos de la tenue luz de Hobart y Blackwell, advertía el error («lleva siempre contigo una linterna —me había aconsejado Hobie al comienzo del juego—; por algo las tiendas de anticuario siempre son tan oscuras»), entonces yo, mortificado por la confusión, me mostraba firme acerca de la autenticidad del mueble pero me ofrecía galantemente a comprarlo de nuevo por un diez por ciento más de la cantidad que había pagado el coleccionista, según las condiciones y términos de una venta corriente. Con tal actitud lograba pasar por un tipo honesto que creía en la calidad de mi mercancía y que estaba dispuesto a llegar a extremos absurdos con tal de complacer al cliente. La mayoría de las veces el cliente se tranquilizaba y decidía quedarse con el mueble; no obstante, en tres o cuatro ocasiones el cliente había aceptado mi ofrecimiento; lo que el coleccionista no sabía era que el mueble falsificado, al pasar de sus manos a las mías a un precio indicativo de su aparente valor, adquiría de la noche a la mañana un certificado de origen. Al recuperarlo yo obtenía un papel que demostraba que había formado parte de la ilustre colección de fulano de tal. Pese al plus que pagaba al comprar de nuevo el mueble falso de fulano de tal (con suerte un actor o un diseñador de moda que coleccionaba como pasatiempo, si no un ilustre coleccionista per se), ya podía venderlo de nuevo, a veces por el doble del precio que había pagado por recuperarlo, a algún palurdo de Wall Street que no distinguía un Chippendale de un Ethan Allen pero que se quedaba más que satisfecho con los «documentos oficiales» que ratificaban que su escritorio Duncan Phyfe procedía de la colección de fulano de tal, renombrado filántropo/interiorista/figura destacada de Broadway/rellénese el espacio en blanco. Hasta la fecha había funcionado. Pero en esta ocasión el tipo en cuestión, un homosexual sofisticado del Upper Side East llamado Lucius Reeve, no estaba mordiendo el anzuelo. Lo que me preocupaba era que parecía creer una de dos: a) que se lo había vendido a sabiendas, lo que era cierto; o b) que Hobie estaba conchabado y era en realidad el cerebro de la estafa, lo que no podía estar más lejos de la verdad. Cuando intenté salvar la situación insistiendo en que solo yo era el culpable —tos, tos, «de verdad, señor, ha sido un malentendido, soy nuevo en esto y espero que no se lo guarde contra mí, las restauraciones que hace Hobie son de tal calidad que es comprensible que a veces se produzcan estos errores, ¿no?»—, el señor Reeve («Llámeme Lucius»), una figura bien trajeada de ocupación y edad indefinidos, se mostró implacable. —¿Entonces no niega que el trabajo sea obra de James Hobart? —replicó durante nuestra enervante comida en el Harvard Club, recostándose en su silla con una mirada penetrante mientras deslizaba un dedo por el borde de su vaso de soda. —Escuche… —Había sido un error táctico quedar con él en su terreno, donde conocía a los camareros, donde pidió la comida con un bloc y un lápiz, y donde yo no podía mostrarme magnánimo y sugerir que probara esto o aquello. —¿Tampoco niega que obtuvo de manera deliberada el adorno ese del fénix tallado de un mueble de Thomas Affleck, de…, sí, sí, creo que es un Affleck, o en todo caso de Filadelfia, y que lo pegó encima de esa cómoda genuinamente antigua pero por lo demás mediocre del mismo período? ¿No estamos hablando del mismo mueble? —Por favor, si me permite… —Estábamos sentados en una mesa junto a la ventana, me daba el sol en los ojos y sudaba de forma desagradable. —¿Cómo puede sostener entonces que el engaño no fue deliberado, por su parte o por la de él? —Mire… —El camarero rondaba cerca, y deseé que se fuera—. Como le he dicho, el error fue mío. Ya me he ofrecido a comprarle de nuevo el mueble con un recargo, así que no estoy muy seguro de qué más espera de mí. Pero a pesar de la frialdad de mi tono estaba muerto de ansiedad, una ansiedad que no disminuía por el hecho de que ya habían transcurrido doce días y Lucius Reeve todavía no había cobrado el cheque que yo le había extendido; precisamente regresaba del banco cuando me encontré con Platt. No tenía ni idea de qué quería Lucius Reeve de mí. Hobie llevaba toda su vida profesional haciendo esos muebles: desmontados y luego modificados por completo («criaturas cambiadas», los llamaba él); el almacén del astillero naval de Brooklyn había estado abarrotado de muebles con etiquetas de hacía treinta años o más. La primera vez que fui yo solo para curiosear me quedé estupefacto al ver lo que parecían ser auténticos Hepplewhite, Sheraton, una cueva de Alí Baba desbordante de tesoros. «Oh, no», me dijo Hobie con voz crepitante por el móvil. El almacén era como un búnker, no había cobertura, de modo que salí a la calle y me quedé en la zona de carga y descarga llena de corrientes de aire para telefonearlo, tapándome un oído con un dedo. «Créeme, si fueran auténticos habría hablado hace mucho con el departamento de mobiliario norteamericano de Christie’s…» Durante años había admirado las criaturas cambiadas de Hobie e incluso le había ayudado a restaurar algunas, pero fue el impacto que me produjo al creer en la autenticidad de esos muebles «nunca vistos previamente» (por emplear una expresión habitual de Hobie) lo que puso en marcha mis fantasías más descabelladas. De vez en cuando llegaba a la tienda una pieza de museo demasiado deteriorada o estropeada para salvarla; para Hobie, que sufría a causa de esos elegantes restos como si fueran niños desnutridos o gatos maltratados, era un deber rescatar lo que se pudiera (un par de florones allí, un juego de patas bien torneadas allá) y, a continuación, con sus dotes de carpintero y ebanista lo combinaba todo creando bonitos y jóvenes Frankensteins que en algunos casos resultaban muy fantasiosos, pero en otros eran tan fieles al período que no se distinguían de los auténticos. Ácidos, pintura, cola de oro y negro de hollín, cera, suciedad y polvo. Viejos clavos oxidados con agua y sal. Ácido nítrico sobre madera de nogal nueva. Rieles de cajón gastados con papel de lija, madera nueva expuesta a la lámpara ultravioleta durante varias semanas para envejecerla cien años. Con cinco sillas de comedor Hepplewhite rotas Hobie era capaz de crear un juego de ocho que parecían totalmente auténticas a base de desmontar las originales, copiar las piezas (con madera rescatada de otro mueble inservible del mismo período) y ensamblarlas de nuevo con la mitad de las piezas originales y la otra mitad nuevas. («La pata de una silla —dijo deslizando un dedo— suele estar cubierta de arañazos o marcas por abajo, y aunque utilices madera vieja tendrás que aplicar una cadena en la parte inferior de las patas recién cortadas para que no desentonen…, con mucha delicadeza, no estoy diciendo que las golpees a base de bien, además, las marcas son muy características, las patas delanteras suelen estar más estropeadas que las traseras, ¿lo ves?»). Le había visto reconstruir un aparador del siglo XVIII cuya madera original estaba poco menos que reducida a astillas, convirtiéndolo en una mesa que podría haber sido obra del mismo Duncan Phyfe. («¿Servirá?», preguntaba Hobie distanciándose un poco para contemplarla nervioso, sin darse cuenta de la maravilla que había creado). O, como la cómoda alta estilo «Chippendale» de Lucius Reeve, en las manos de Hobie un mueble sencillo podía transformarse en algo casi indistinguible de una obra de arte únicamente añadiendo ornamentos rescatados de un elegante mueble deteriorado del mismo período. Un hombre más práctico o menos escrupuloso habría utilizado esa destreza con fines calculadores y habría ganado una fortuna (o, en las convincentes palabras de Grisha, «habría jodido mucho más que una prostituta de cinco mil dólares»). Pero, por lo que yo sabía, a Hobie jamás se le había ocurrido vender las criaturas cambiadas, y menos aún haciéndolas pasar por originales; su absoluta falta de interés en los entresijos del negocio me dio una considerable libertad para acometer la tarea de ganar dinero y pagar las facturas. Con un solo sofá «Sheraton» y un juego de sillas de respaldo enlistonado que había vendido al precio de las galerías Israel Sack a la joven y confiada esposa de un banquero de inversión, logré pagar los cientos de miles de impuestos atrasados de la casa. Con otro juego de comedor y un sofá «Sheraton» —que le vendí a un cliente de fuera de la ciudad que debería haber sabido más, pero que hizo la vista gorda debido a la impecable reputación de Hobie y Welty como anticuarios— las deudas que había contraído la tienda quedaron saldadas. —Le viene muy bien —dijo Lucius Reeve con tono agradable— dejar en sus manos esa parte del negocio. Los fraudes salen de su taller, pero él se desentiende de las artes de las que usted se sirve para desembarazarse de ellos. —Ahí tiene mi oferta. No voy a quedarme aquí escuchándole. —¿Por qué no se ha levantado entonces? No dudaba ni por un instante de lo estupefacto que se quedaría Hobie si se enteraba de que estaba vendiendo sus muebles como auténticos. Para empezar, muchos de sus esfuerzos más creativos estaban plagados de pequeñas inexactitudes, casi bromas personales; además, no siempre era tan meticuloso con los materiales como un falsificador profesional. Pero a mí me había resultado muy fácil engañar incluso a compradores con relativa experiencia si les ofrecía un descuento del veinte por ciento. A la gente le encantaba creer que compraba una ganga. Cuatro de cada cinco clientes no veían lo que no querían ver. Yo sabía cómo hacer que se fijaran en las extraordinarias cualidades de una pieza, el brillo de la talla a mano, la fina pátina y las honrosas cicatrices, deslizando un dedo por la curva de un exquisito cimacio (que el mismo Hogarth había llamado «la línea de la belleza») para desviar la mirada de las partes reconstruidas en la zona posterior, donde bajo una luz intensa podía verse que el grano no coincidía del todo. Me negaba a sugerir a los clientes que examinaran la parte inferior de la pieza, como enseguida me había dicho el mismo Hobie, impaciente por instruirme, a expensas de menoscabar fatalmente sus propios intereses. Pero, por si acaso alguien quería echar un vistazo, me aseguraba de que el suelo de alrededor estuviera muy sucio, y de que la luz de la linterna que tenía a mano fuera muy débil. En Nueva York había mucha gente adinerada y numerosos decoradores sin apenas tiempo a los que, si les enseñaban una foto de un mueble parecido al de un catálogo de subastas, optaban encantados por lo que veían como un descuento, sobre todo si el dinero era de otro. Otro truco —concebido para atraer a una clase de clientela más sofisticada— era esconder un mueble en el fondo de la tienda, darle al botón de la aspiradora para que expulse el polvo que ha recogido sobre él (¡antigüedad instantánea!) y dejar que el cliente curioso se paseara solo por la tienda: ¡Mira debajo de este trasto polvoriento, es un sofá Sheraton! En esta clase de engaño, con el que yo disfrutaba enormemente, el secreto residía en hacerte el tonto, poner cara de aburrimiento, parecer absorto en tu libro, fingir que no sabías lo que había y dejarles creer que el engañado era yo: con las manos temblorosas de la emoción, intentaban disimular sus prisas e iban corriendo al banco para retirar una elevada cantidad en efectivo. Si el cliente era alguien demasiado importante o estaba relacionado con Hobie, yo siempre podía afirmar que el mueble en cuestión no estaba a la venta. A menudo, decir con tono cortante «no está a la venta» era la actitud inicial adecuada con los desconocidos, pues con ello no solo lograba que la clase de comprador que yo buscaba estuviera aún más impaciente por adquirir una ganga con dinero en efectivo, sino que también preparaba el terreno para no cerrar el trato a la mitad si algo interrumpía la operación. Lo primero que podía interrumpirla era que Hobie pasara por allí. También —de hecho había ocurrido— que la señora DeFrees se presentara en la tienda en un mal momento; había interrumpido un trato justo cuando estaba a punto de cerrarlo, para indignación de la esposa de un director de cine, que se cansó de esperar y se largó para no volver jamás. A falta de lámparas ultravioletas y de análisis de laboratorio, gran parte de las criaturas cambiadas de Hobie no eran detectables a simple vista; y aunque acudían a la tienda muchos coleccionistas serios, también entraba mucha gente que ignoraba, por ejemplo, que no existían los espejos de vestir del período reina Ana. Incluso si alguien era lo bastante sagaz para detectar una inexactitud —el estilo de una talla o una clase de madera que no se correspondía con el ebanista o el período—, en un par de ocasiones fui lo bastante atrevido para ir más allá, afirmando que el mueble era un encargo de un cliente especial, de ahí que, en rigor, fuera más valioso que el mueble corriente. En mi estado alterado y nervioso entré sin darme cuenta en el parque, caminando por el sendero del estanque, donde Andy y yo nos sentábamos sobre nuestras parcas muchas tardes de invierno cuando cursábamos primaria a esperar que mi madre nos recogiera tras visitar el zoo o nos llevara al cine: «¡Lugar de encuentro, a las diecisiete horas!». Pero, por desgracia, en ese momento de mi vida a quien esperaba la mayoría de las veces era a Jerome, el mensajero ciclista al que le compraba drogas. Las pastillas que había robado a Xandra muchos años atrás me llevaron por el mal camino, y hacía mucho que compraba en la calle: oxis, roxis, morfina y, cuando podía conseguir, Dilaudid; los últimos meses me había atenido (en gran medida) a un programa de días alternos (aunque los días de «limpia» consistían en la dosis justa para no encontrarme mal), pero si bien aquel era oficialmente un día de «limpia», me sentía cada vez más deprimido; el efecto de los vodkas que me había tomado con Platt se estaba agotando, y no paraba de palparme la ropa, hurgando una y otra vez en los bolsillos del abrigo y la americana, a pesar de que sabía muy bien que no llevaba nada encima. En la universidad no había conseguido nada extraordinario ni encomiable. Los años que había vivido en Las Vegas me dejaron incapacitado para acometer cualquier tarea que requiriera esfuerzo y cuando por fin me licencié, a los veintiún años (empleando seis años en terminar en lugar de cuatro), lo hice sin distinción de ninguna clase. «Con franqueza, no veo aquí nada que justifique un posgrado —me dijo el asesor de estudios—. Sobre todo teniendo en cuenta que tendrías que apoyarte en gran medida en ayudas económicas». Pero no me importó; yo sabía qué quería hacer. Mi carrera de comerciante había empezado a los diecisiete años, una de las pocas tardes que Hobie decidió abrir la tienda y que yo me encontraba por casualidad en la planta de arriba. Empezaba a tomar conciencia de los problemas económicos de Hobie; Grisha no exageraba al hablar sobre las funestas consecuencias para el negocio si Hobie seguía acumulando inventario sin venderlo. («Seguirá en el piso de abajo, pintando y tallando, el día que vengan y cuelguen en la puerta el aviso de desalojo»). Pero pese a los sobres de Hacienda que empezaban a amontonarse en la mesa del vestíbulo, entre los catálogos de Christie’s y los viejos programas de conciertos («aviso de saldo pendiente», «recordatorio de saldo deudor», «segundo aviso de saldo deudor»), Hobie no se molestaba en abrir la tienda más de media hora seguida a no ser que pasara algún amigo suyo; y cuando este se marchaba, a menudo ahuyentaba a los verdaderos clientes y cerraba la tienda. Al llegar del colegio casi siempre me encontraba el letrero de «Cerrado» en la puerta y a gente fuera atisbando en el interior. Lo peor era que cuando Hobie lograba abrir unas pocas horas, tenía la costumbre de ausentarse de manera confiada para prepararse un té, dejando la puerta abierta y la caja registradora desatendida; aunque Mike, el encargado de los traslados, había tenido la previsión de poner una cerradura en las vitrinas de los objetos de plata y de las joyas, desaparecieron muchas piezas de mayólica y vidrio, y yo mismo subí inesperadamente un día a la tienda y sorprendí a una madre con bronceado de gimnasio y vestida de un modo tan informal que parecía recién salida de una clase de Pilates, metiéndose un pisapapeles en el bolso. —Son ochocientos cincuenta dólares —dije. Al oír mi voz la mujer se quedó paralizada y levantó la vista horrorizada. En realidad solo costaba dos dólares y medio, pero me entregó su tarjeta de crédito sin decir palabra y dejó que le cargara en ella la compra; probablemente esa era la primera transacción rentable que se efectuaba desde la muerte de Welty, porque los amigos de Hobie (sus principales clientes) eran demasiado conscientes de que podían lograr descuentos desproporcionados en sus precios ya bajos de por sí. Mike, que de vez en cuando también echaba una mano en la tienda, subía los precios indiscriminadamente y se negaba a regatear y, como consecuencia, vendía muy poco. —¡Enhorabuena! —exclamó Hobie con entusiasmo, parpadeando a la deslumbrante luz de su lámpara de trabajo, cuando bajé para informarle de mi gran venta (una tetera de plata, según mi versión de los hechos; no quería que pareciera que había estafado a la mujer; además, me constaba que a él no le interesaban lo que llamaba «pequeñeces» y que, a base de hojear los libros, me di cuenta de que constituían una gran parte del inventario de la tienda). —Menuda vista de lince. ¡Welty te habría acogido como a un recién nacido abandonado en su puerta! ¡Mostrando interés por su plata! A partir de entonces tomé la costumbre de sentarme por las tardes en la tienda con los libros del colegio mientras Hobie se ocupaba en el piso de abajo. Al principio solo lo hacía por diversión; diversión que brillaba por su ausencia en mi lúgubre vida estudiantil, consistente en cafés en el bar universitario y conferencias sobre Walter Benjamin. Era evidente que en los años transcurridos desde la muerte de Welty, Hobart y Blackwell había adquirido fama de ser un blanco fácil para los ladrones; y la emoción de caer sobre esos birladores y rateros bien trajeados, y usurparles grandes sumas de dinero era casi equiparable a la de ser ladrón de tiendas pero a la inversa. Pero también aprendí una lección: una lección que solo asimilé progresivamente si bien, de hecho, constituía la verdadera esencia del negocio. Era el secreto que nadie te confesaba y que tenías que descubrir por ti mismo: a saber, que en el negocio de las antigüedades no existía lo que se entiende por un precio «justo». El valor objetivo —el de catálogo— no significaba nada. Si aparecía un cliente despistado con dinero en la mano (como hacían la mayoría), no importaba lo que dijeran los expertos, lo que pusiera en los libros o lo que se hubiera pagado hacía poco en Christie’s por una pieza similar. Un objeto —cualquiera— valía lo que eras capaz de sacar por él. De modo que me paseaba por la tienda quitando algunas etiquetas (que el cliente tuviera que acudir a mí para averiguar el precio) y cambiando otras; no todas, solo algunas. El truco, como descubrí a fuerza de probar y cometer errores, era dejar al menos una cuarta parte de los precios bajos y subir el resto, a veces hasta un cuatrocientos y quinientos por ciento. Los años de precios anormalmente bajos habían creado una amplia base de clientes devotos; dejar una cuarta parte de los precios bajos los mantenía devotos, y garantizaba que los que acudían a la caza de una ganga encontraran alguna, si buscaban bien. El hecho de dejar una cuarta parte de los precios bajos también significaba que, por alguna perversa alquimia, los precios que había subido parecían legítimos en comparación; fuera cual fuese la razón, algunas personas estaban más inclinadas a pagar mil quinientos dólares por una tetera de porcelana Meissen si se encontraba junto a una pieza más sencilla pero comparable que se vendía al precio (correcto aunque barato) de unos pocos cientos de dólares. Así fue como empezó todo; así fue como Hobart y Blackwell, tras languidecer durante años, comenzó a dar beneficios bajo mis brillantes auspicios. Pero no se trataba solo del dinero. Me gustaba el juego. A diferencia de Hobie —que daba por hecho, de manera errónea, que cualquier persona que entraba en su tienda sentía tanta fascinación por los muebles como él y que se mostraba sumamente realista al señalar los defectos y las virtudes de cada uno—, yo descubrí que poseía el don contrario: el de la ofuscación y el misterio, la capacidad para hablar de artículos inferiores hasta que lograba que la gente los deseara. Cuando vendías una pieza, exagerar su valor (en lugar de quedarte de brazos cruzados y dejar que los incautos cayeran en la trampa) era un juego que servía para formarte un juicio sobre un cliente y averiguar la imagen que quería proyectar; es decir, no tanto lo que eran (¿un decorador sabihondo?, ¿una esposa de Nueva Jersey?, ¿un gay tímido?) sino lo que querían ser. Aun a los niveles más elevados, todo era artificio; cada uno estaba amueblando un decorado. El quid de la cuestión estaba en dirigirse a la proyección, al yo de fantasía —al entendido, al bon vivant con ojo— en lugar de a la persona insegura que tenías delante. Era mejor quedarse un poco atrás y no mostrarse demasiado directo. Enseguida aprendí cómo había que vestirse (de forma conservadora pero tirando a vistosa) y cómo había que tratar a los clientes sofisticados y a los no tan sofisticados, con distintos grados de cortesía e indolencia: presuponiendo que unos y otros eran sabios, alabando con facilidad y perdiendo enseguida el interés o retirándome justo en el momento oportuno. Y, sin embargo, con ese tal Lucius Reeve lo había fastidiado todo estrepitosamente. No sabía qué quería ese tipo. De hecho, eludía con tanta firmeza mis disculpas dirigiendo toda su cólera hacia Hobie que empezaba a creer que me había tropezado con un odio o un resentimiento que se remontaba a años atrás. No quería descubrir mi juego mencionando a Hobie el nombre de Reeve, aunque ¿quién podía guardar una inquina tan feroz a Hobie, la persona mejor intencionada y menos materialista del mundo? Aparte de unos pocos comentarios inocuos en las crónicas de sociedad, mi búsqueda por internet no me proporcionó información alguna sobre Lucius Reeve, ni siquiera una relación con Harvard o con algún Harvard Club, nada aparte de una dirección respetable en la Quinta Avenida. Que yo supiera, no tenía familia, ni empleo, ni una fuente de ingresos evidente. Fue un error por mi parte extenderle un cheque; por avaricia, pues solo me preocupaba establecer un linaje para la pieza, aunque a esas alturas ni deslizando por la mesa un sobre de dinero en efectivo debajo de una servilleta podría garantizar que Reeve se olvidara del asunto. Me quedé de pie con los puños cerrados dentro de los bolsillos del abrigo y las gafas empañadas a causa de la humedad primaveral, mirando con aire desdichado las lodosas aguas del estanque: unos tristes patos marrones, bolsas de plástico que se arrastraban entre los juncos. En casi todos los bancos del parque había una placa con el nombre de algún benefactor: en memoria de la señora Ruth Klein o de quien fuera; pero el banco de mi madre, nuestro Lugar de Encuentro, era el único de todos los bancos situados en esa parte del parque que había obtenido de un donante anónimo un mensaje de lo más misterioso e inspirador: UN MUNDO DE POSIBILIDADES. Ya antes de que yo naciera era Su Banco; los primeros años que vivió en la ciudad, se sentaba en él con un libro de la biblioteca las tardes que tenía libres, pasando sin comer cuando necesitaba el dinero para pagar un pase de museo en el MoMA o una entrada de cine en el Paris Theatre. Un poco más arriba, al otro lado del estanque, donde el sendero se volvía desierto y oscuro, estaba el tramo mal cuidado y desolado donde Andy y yo esparcimos sus cenizas. Fue Andy quien me convenció de entrar a hurtadillas en el parque y desperdigarlas en ese lugar en particular, desafiando las normas del ayuntamiento. «Bueno, aquí es donde ella se reunía con nosotros». «Sí, pero es como veneno de ratas. Mira esos letreros». «Vamos. Ya puedes. No viene nadie». «A ella también le encantaban los leones marinos. Siempre quería que nos acercáramos para mirarlos». «Sí, pero no querrás echarla allí, con ese olor a pescado. Además, me horroriza tener este tarro o como se llame en mi habitación». VI —Cielo santo —dijo Hobie cuando me miró bien bajo las luces—. Estás blanco como el papel. ¿No estarás incubando algo? —Hummm… Estaba a punto de salir, con el abrigo en el brazo; detrás de él vi al señor y la señora Vogel, esquivos y sonriendo de un modo odioso. Mi relación con los Vogel (o los Buitres, como los llamaba Grisha) se había enfriado de manera significativa desde que me hacía cargo de la tienda; consciente del gran número de muebles que, en mi opinión, habían robado a Hobie, ahora añadía un recargo a todo lo que sospechaba vagamente que a ellos les podía interesar; y aunque la señora Vogel —que no tenía un pelo de tonta— telefoneaba a Hobie, yo solía frustrar sus planes, por ejemplo asegurando a Hobie que ya había vendido el mueble en cuestión y me olvidé de poner el letrero. —¿Has comido? —Hobie, siempre tan distraído y atolondrado, ni sospechaba la poca estima en que nos teníamos los Vogel y yo—. Vamos a la esquina a cenar algo. ¿Por qué no te vienes con nosotros? —No, gracias —respondí, notando la mirada con que me taladraba la señora Vogel, la fría sonrisa falsa y los ojos como pedazos de ágata en su tersa cara de lechera entrada en años. Por norma general disfrutaba acercándome a ella y devolviéndole la sonrisa, pero a la cruda luz del pasillo me sentí consumido y sudoroso, algo así como degradado. —No, hum, gracias; creo que cenaré en casa esta noche. —¿No te encuentras bien? —preguntó el señor Vogel con suavidad; un tipo medio calvo y con esas gafas sin montura que se veían en el Medio Oeste, acicalado con su chaquetón, un fastidio si él era el banquero y tú te retrasabas con la hipoteca—. Lástima. —Me alegro de verte —dijo la señora Vogel, dando un paso hacia delante y poniendo su mano regordeta en mi manga—. ¿Has disfrutado de la visita de Pippa? Me habría gustado verla pero estaba tan ocupada con su novio. ¿Qué te ha parecido…, cómo se llamaba? —volviéndose hacia Hobie—. ¿Elliot? —Everett —dijo Hobie con neutralidad—. Es un buen chico. —Sí —dije volviéndome para quitarme el abrigo. La aparición de Pippa recién llegada de Londres con ese tal «Everett» había sido una de las sorpresas más desagradables de mi vida. Después de contar los días y las horas, tembloroso a causa del insomnio y la emoción, incapaz de dejar de mirar el reloj cada cinco minutos, di un respingo cuando llamaron a la puerta y corrí literalmente para abrir…, y allí estaba ella, cogida de la mano de ese inglés de pacotilla. —¿Y a qué se dedica él? ¿También es músico? —En realidad es bibliotecario de música —dijo Hobie—. No sé qué significa eso hoy día, con los ordenadores y demás. —Seguro que Theo nos lo puede explicar —terció la señora Vogel. —La verdad es que no. —¿Cibertecario? —sugirió el señor Vogel, con una risotada alegre y sonora nada propia de él. Y dirigiéndose a mí—: ¿Es cierto lo que dicen de que hoy día la gente joven puede acabar sus estudios sin pisar una biblioteca? —No sabría decirlo. ¡Un bibliotecario de música! Habría dado todo lo que tenía por haber permanecido impávido (retortijones en la barriga, el final de todo) al estrechar la húmeda mano inglesa: «Hola, me llamo Everett, tú debes de ser Theo, he oído hablar mucho de ti, bla, bla, bla», pero me quedé paralizado en la puerta como un yanqui herido con bayoneta mirando con intensidad al desconocido que me había dado muerte. Everett era un tipo inquieto de ojos grandes, inocente, insulso e irritantemente jovial que vestía con tejanos y un jersey con capucha como un adolescente; y la pronta sonrisa que me dirigió, como pidiendo disculpas, cuando nos quedamos solos en la sala de estar me dejó lívido de cólera. Cada minuto de su visita había sido una tortura. A duras penas logré superar el trance. Pero por más que intenté mantenerme lo más alejado posible de ellos (pese a lo bien que se me daba disimular, apenas podía mostrarme civilizado con él; su piel rosada, su risa nerviosa, el vello que le salía en copetes de los puños de la camisa, toda su persona me inducía a abalanzarme sobre él y partirle sus dientes de caballo ingleses; y no me sorprendería, pensé sombrío, mirándolo furioso desde el otro lado de la mesa, si un anticuario con gafotas se armara de valor y le rompiera la cara), no conseguí permanecer lejos de Pippa, revoloteando a su alrededor de forma incordiante, y me odié por ello, dolorosamente excitado por su proximidad; sus pies descalzos durante el desayuno, sus piernas desnudas, su voz. La inesperada visión fugaz de sus axilas blancas cuando se quitó el jersey por la cabeza. La agonía de sentir su mano en mi manga. «Hola, cariño». «Hola, tesoro». Acercándose a mí por detrás y tapándome los ojos con las manos: ¡sorpresa! Queriendo saber todo sobre mí, todo lo que hacía. Acurrucándose a mi lado en el canapé estilo reina Ana de modo que nuestras piernas se rozaban, oh Dios. ¿Qué estaba leyendo? ¿Podía echar un vistazo a mi iPod? ¿De dónde sacaba ese reloj tan increíble? Cuando me sonreía yo creía tocar el cielo con las manos. Y sin embargo cada vez que ponía una excusa para estar a solas con ella, aparecía él, pom, pom, pom, con una sonrisa tímida, le deslizaba el brazo sobre los hombros y lo estropeaba todo. Conversación en la habitación contigua, una carcajada: ¿estaban hablando de mí? ¡Rodeándole la cintura con el brazo! ¡Llamándola Pips! El único momento vagamente tolerable o divertido de la visita fue cuando Popchik —con un acentuado sentido de la territorialidad en la vejez— saltó sobre él sin que lo provocara y le mordió el pulgar, «Dios mío», Hobie corriendo a buscar alcohol, Pippa preocupada, Everett intentando quitarle importancia pero visiblemente enfadado: «¡Los perros son geniales! ¡Me encantan! Pero nunca hemos tenido ninguno porque mi madre es alérgica». Él era el «pariente pobre» (por utilizar sus palabras) de una antigua compañera de clase de Pippa; madre estadounidense, muchos hermanos, un padre que impartía clases de alguna incomprensible materia filosófica/matemática en Cambridge; como Pippa, era vegetariano «rayando en vegano»; para mi disgusto, salió a relucir que ambos compartían piso; él durmió en la habitación de Pippa durante la visita; y durante cinco noches —todo el tiempo que él estuvo allí— yo di vueltas en la cama rezumando bilis a causa de la rabia y la tristeza, atento a oír el roce de las sábanas, los suspiros y los susurros de la habitación contigua. Y, sin embargo, mientras me despedía de Hobie y de los Vogel («¡que lo paséis bien!») y me daba la vuelta sombrío, pensé: ¿qué cabía esperar? Me había irritado profundamente el tono cariñoso y delicado con que ella pronunció el nombre de «Everett» delante de mí; «la verdad es que no», respondí con educación, cuando ella me preguntó si salía con alguna chica, aunque (me sentía orgulloso de ello de un modo lúcido y sombrío) en realidad me estaba acostando con dos chicas diferentes, sin que ninguna supiera de la existencia de la otra. Una tenía un novio en otra ciudad y la otra un prometido del que estaba cansada y cuyas llamadas no contestaba cuando estábamos juntos en la cama. Las dos eran guapas, pero la del prometido cornudo era sin duda despampanante, una Carole Lombard de joven, sin embargo ninguna de las dos era real a mis ojos; solo eran sustitutas. Estaba indignado por sentirme como me sentía. Era estúpido quedarme allí «desconsolado» (la primera palabra que acudió, por desgracia, a mi mente), era sensiblero, despreciable y débil: bua, bua, ella está Londres, está con otro, ve a comprar una botella de vino y tírate a Carole Lombard, supéralo. Pero pensar en Pippa me producía una angustia tan permanente que no podía olvidarla del mismo modo que no se olvida un flemón. Era algo involuntario, desesperado, compulsivo. Durante años ella había sido lo primero en lo que pensaba cuando me despertaba y lo último que pasaba por mi cabeza antes de dormirme, y durante el día ella acudía a mí de un modo inoportuno y obsesivo, siempre con un doloroso shock: ¿qué hora era en Londres? Sumando y restando para calcular la diferencia horaria, comprobando de manera compulsiva las condiciones meteorológicas de Londres en el móvil, once grados centígrados, las diez y doce de la noche con ligeras precipitaciones, de pie en la esquina de Greenwich con la Séptima, junto a un hospital Saint Vincent cerrado con tablas, dirigiéndome al centro para reunirme con mi camello; ¿y qué era de Pippa?, ¿dónde estaba?, ¿en el asiento trasero de un taxi, en un restaurante, tomando copas con gente que yo no conocía, dormida en una cama que yo nunca había visto? Deseaba ver desesperadamente fotos de su piso para poder incorporar a mis fantasías detalles muy necesarios, pero me daba demasiada vergüenza pedirlos. Con una punzada pensé en las sábanas de su cama, cómo serían, me las imaginaba del típico color oscuro de una habitación de residencia de estudiantes, revueltas y sin lavar, el oscuro nido de una estudiante, su pálida mejilla pecosa sobre una funda de almohada granate o morada, mientras la lluvia inglesa repiqueteaba contra su ventana. Sus fotografías —que empapelaban el pasillo de mi habitación: muchas Pippas diferentes, a distintas edades— eran un tormento diario, siempre inesperado y siempre nuevo; pero aunque intentaba apartar los ojos, siempre alzaba la mirada sin querer, y allí estaba ella, riéndose de una broma o sonriendo a alguien que no era yo, siempre un dolor nuevo, un golpe asestado directo al corazón. Y lo curioso era que yo sabía que la mayoría de la gente no la veía del mismo modo; en todo caso, la encontraban un poco rara, con su andar irregular y su espeluznante palidez de pelirroja. Por alguna estúpida razón siempre me había preciado de ser la única persona del mundo que la valoraba, y creía que se quedaría asombrada y conmovida, y quizá llegaría a verse a sí misma bajo una luz distinta, si supiera lo guapa que yo la encontraba. Pero eso nunca había sucedido. Furioso, me concentré en sus defectos, estudiando a propósito las fotos que la capturaban en las edades más desgarbadas y en los ángulos menos favorecidos: nariz larga, mejillas delgadas, los ojos (pese a su color desgarrador) de aspecto desnudo a causa de las pálidas pestañas; tan poco agraciada como Huck-Finn. Sin embargo, todos esos rasgos me parecían tan tiernos y tan particulares que me conmovían hasta la desesperación. De haber sido una chica hermosa me habría consolado pensando que no estaba hecha para mí; que me sintiera tan obsesionado y sacudido por su falta de belleza indicaba —alarmantemente— un amor más vinculante que la atracción física, un alma como un pozo de alquitrán donde podía dejarme caer y fingirme enfermo durante años. Porque en lo más hondo e inquebrantable de mi ser, no atendía a razones. Ella era el reino desaparecido, la parte intacta de mí mismo que había perdido con mi madre. Todo en ella era como una ventisca de fascinación, desde las tarjetas de San Valentín antiguas y los quimonos chinos bordados que coleccionaba hasta los pequeños frascos perfumados de Neal’s Yard Remedies; siempre había existido algo brillante y mágico en su vida lejana y desconocida: Vaud Suisse, 23 Rue de Tombouctou, Blenheim Crescent W11 2EE, habitaciones amuebladas en países que yo nunca había visto. Era evidente que ese tal Everett («más pobre que las ratas», como decía él) vivía a costa de ella, del dinero del tío Welty más bien, la vieja Europa aprovechándose de los jóvenes Estados Unidos, por utilizar una frase que yo había empleado en un trabajo sobre Henry James en mi último semestre en la universidad. ¿Podía extenderle un cheque a su nombre para que la dejara en paz? Solo en la tienda, en las tardes lentas y frescas, se me había pasado por la cabeza: cincuenta mil si te largas esta noche, cien mil si no vuelves a verla. El dinero era algo que a él le preocupaba, era evidente; durante su visita siempre estaba hurgando en los bolsillos y deteniéndose constantemente en el cajero automático, sacando veinte dólares cada vez. Era inútil. No era posible que ella le importara al señor Biblioteca de Música la mitad de lo que me importaba a mí. Estábamos hechos el uno para el otro; entre nosotros había una magia y una idoneidad indiscutibles y de ensueño; la imagen de ella iluminaba cada rincón de mi mente y derramaba brillo en espacios milagrosos que nunca supe siquiera que estaban allí, sobre vistas que no parecían existir salvo en relación con ella. Una y otra vez ponía su disco favorito de Arvo Pärt, una forma de estar con ella; y bastaba que Pippa mencionara una novela que había leído hacía poco para que yo la agarrara con avidez a fin de introducirme en sus pensamientos en una especie de telepatía. Ciertos objetos que habían pasado por la tienda —un piano Pleyel; un original camafeo ruso rayado…— parecían artefactos tangibles de la vida que a ella y a mí nos correspondería vivir juntos por derecho. Le escribí correos electrónicos de treinta páginas que borré sin enviárselos, optando en su lugar por la fórmula matemática que había discurrido para impedir hacer un gran ridículo: siempre tres líneas menos de las que ella me había escrito, tomándome siempre un día más de los que yo había esperado su respuesta. A veces en la cama, perdido en mis ensoñaciones eróticas y anhelantes bajo el efecto del opio, mantenía largas e ingenuas conversaciones con ella: «somos inseparables», me imaginaba que nos decíamos (sensibleramente), cada uno con una mano en la mejilla del otro, «no podemos separarnos». Como alguien obsesionado, atesoré unos mechones del color de las hojas de otoño que había cogido de la papelera después de que ella se cortara el flequillo en el cuarto de baño, y, aún más espeluznante, una camisa sin lavar, impregnada aún de su sudor vegetariano con olor a heno. Era imposible; peor que imposible: humillante. Dejaba siempre la puerta de mi habitación entornada cuando ella venía de visita, una invitación muy poco sutil. Incluso su adorable paso lánguido (como una pequeña sirena, demasiado frágil para caminar sobre tierra firme) me volvía loco. Ella era el hilo dorado que ensartaba todo, una lupa que aumentaba de tal modo la belleza que el mundo entero parecía transfigurarse en relación con ella. En dos ocasiones intenté besarla: una vez borracho en un taxi; la otra en el aeropuerto, desesperado al pensar que tardaría meses (o años, quién sabía) en volver a verla. —Lo siento —dije, quizá demasiado tarde… —Tranquilo. —No, de verdad, yo… —Escucha —una dulce sonrisa vaga—, no pasa nada. Pero ya están embarcando —(no era cierto)—. Tengo que irme. Cuídate, ¿me oyes? «Cuídate». ¿Qué demonios veía ella en ese tal «Everett»? Solo podía pensar en lo aburrido que debía parecerle yo para preferir a un tipo tan falto de interés como él. «Algún día, cuando tengamos hijos…» Aunque él lo había dicho medio en broma, se me heló la sangre. Era la clase de memo que veías cargado con una bolsa de pañales y artículos almohadillados para bebé… Me reprendí por no mostrarme más fuerte con ella, aunque en realidad no había forma de perseguirla sin percibir el más mínimo aliento por parte de ella. Ya era bastante vergonzoso: el tacto que demostraba Hobie cuando salía su nombre, el cuidadoso tono apagado de su voz. Sin embargo mi anhelo era como un resfriado malo que persistía durante años, pese a mi convicción de que en cualquier momento lo superaría. Incluso una vaca como la señora Vogel lo veía. No era que Pippa me alentara, al contrario; si yo le hubiera importado algo habría vuelto a Nueva York en lugar de quedarse en Europa al terminar el colegio; aun así, por alguna estúpida razón, no podía olvidar el modo en que me había mirado, sentado a un lado de su cama, el primer día que fui a la casa. El recuerdo de esa tarde de mi niñez me sostuvo durante años; era como si, enfermo de añoranza por mi madre, hubiera impreso sobre ella la imagen de un animal huérfano; cuando, de hecho, y ahí residía lo gracioso del asunto, ella estaba dopada por los fármacos y mansa como un cordero chiflado a causa de una herida en la cabeza, y habría arrojado los brazos al cuello del primer desconocido que hubiera entrado. Mis opis, como los llamaba Jerome, estaban en una vieja lata de tabaco. Sobre la superficie de mármol del tocador trituré una de las oxicontinas que atesoraba, la corté y dividí en rayas con mi tarjeta de Christie’s, y, enrollando el billete más nuevo que llevaba en la cartera, me incliné sobre la mesa, con los ojos llorosos a causa de la anticipación: zona cero, pum, un sabor amargo en la pared posterior de la garganta seguido de la oleada de alivio, cayendo hacia atrás en la cama mientras el dulce golpe del pasado me daba directamente en el corazón: placer puro, doloroso y brillante, lejos del estrépito a hojalata de la tristeza. VII La noche que fui a cenar a casa de los Barbour había tormenta y llovía con ráfagas de viento tan fuertes que apenas podía sostener en alto el paraguas. En la Sexta Avenida no se encontraban taxis libres, los transeúntes caminaban cabizbajos y con los hombros echados hacia delante bajo la lluvia oblicua; en el húmedo ambiente semejante a un búnker del andén de metro caían monótonamente gotas del techo de hormigón. Cuando salí, Lexington Avenue estaba desierta, y las gotas de lluvia danzaban y rebotaban en las aceras, un chaparrón de película que parecía amplificar el ruido de las calles. Los taxis pasaban arrojando ruidosos chorros de agua. A unas pocas puertas de la estación me metí en un mercado para comprar flores: azucenas, tres ramilletes, ya que uno solo quedaba pobre; en la tienda pequeña y bien caldeada, su fragancia tuvo un efecto negativo en mí, y solo en la caja registradora caí en la cuenta de por qué: desprendía el mismo dulzor empalagoso y enfermizo del funeral de mi madre. Mientras salía y echaba a correr por la acera inundada hacia Park Avenue, con los calcetines chorreando y la lluvia fría golpeándome la cara, me arrepentí de haberlas comprado y estuve a punto de tirarlas a una papelera, pero las ráfagas de lluvia eran tan veloces que no pude aminorar el paso ni siquiera un momento, y seguí corriendo. De pie en el vestíbulo, con el pelo pegado a la cabeza y la gabardina supuestamente impermeable goteando como si la hubiera metido en la bañera, la puerta se abrió de forma bastante inesperada y apareció un universitario de cara franca que tardé unos instantes en reconocer como Toddy. Antes de que pudiera disculparme por el agua que chorreaba, él me dio un fuerte abrazo y unas palmadas en la espalda. —Dios mío —decía mientras me conducía a la sala de estar—. Deja que me lleve tu gabardina…, y el ramo, a mamá le encantará. ¡Cuánto me alegro de verte! ¿Hace cuánto que no nos vemos? —Era más alto y robusto que Platt, con el pelo de un rubio más oscuro, color cartón, nada propio de los Barbour, y en los labios siempre una sonrisa ansiosa y alegre, sin rastro de ironía, que tampoco tenía nada de los Barbour. —Bueno… —Su afectuosidad, que parecía presuponer una feliz intimidad que nunca habíamos compartido, me incomodaba—. Ha pasado mucho tiempo. Ya debes de estar en la universidad, ¿no? —Sí…, en Georgetown… He venido a pasar el fin de semana. Estoy estudiando ciencias políticas pero espero dedicarme a la administración de organizaciones sin ánimo de lucro, algo relacionado con la gente joven. —Con su pronta sonrisa de miembro de la asociación estudiantil, se había convertido en el gran triunfador que en su tiempo Platt prometía ser—. Y espero que no quede muy raro decirlo, pero en parte te lo debo a ti. —¿Cómo? —Me refiero al hecho de querer trabajar con jóvenes desfavorecidos. ¿Sabías que me causaste una gran impresión cuando te quedaste con nosotros, hace muchos años? Tu situación me abrió los ojos. Porque incluso en tercero me hiciste comprender que eso era lo que quería hacer algún día, algo relacionado con ayudar a chicos. —Vaya —dije, asimilando aún lo de «desfavorecido»—, eso es estupendo. —Y es muy emocionante, porque hay tantas maneras de dar a los jóvenes lo que necesitan. No sé si conoces el D. C., pero hay cientos de barrios donde los servicios son insuficientes; estoy trabajando en un proyecto para enseñar a leer y matemáticas a chicos en riesgo de exclusión social, y este verano iré a Haití con Habitat for Humanity… —¿Es él? —Un decoroso repiqueteo de zapatos sobre el parquet, un ligero roce en la manga, y cuando quise darme cuenta Kitsey me había rodeado con los brazos y yo sonreía hacia su pelo rubio casi blanco. —Estás calado hasta los huesos —decía ella, sujetándome con los brazos extendidos. Mírate. ¿Cómo demonios has llegado aquí? ¿Nadando? Tenía la nariz larga y delgada del señor Barbour, así como la luminosa y casi ingenua transparencia de su mirada, muy parecida a cuando era una niña despeinada de nueve años con uniforme peleándose acalorada con la mochila, pero me quedé con la mente en blanco cuando me miró y vi la belleza fría e impersonal en que se había convertido. —Yo… —Para disimular mi confusión, me volví hacia Toddy, que estaba ocupado con mi gabardina y las flores—. Perdona, pero todo es tan extraño. Sobre todo tú —(hacia Toddy)—. ¿Cuántos años tenías la última vez que te vi? ¿Siete? ¿Ocho? —Lo sé —dijo Kitsey—, el ratoncito ahora es clavado a una persona, ¿verdad? Platt… —Platt entró tranquilamente en la sala de estar, mal afeitado, con el traje de tweed y un tosco jersey Donegal, como un pescador taciturno de una obra de Synge—, ¿dónde quiere mamá que cenemos? —Hummm… —Él parecía avergonzado, frotándose la mejilla cubierta de una barba incipiente—. En la habitación del fondo. No te importa, ¿verdad? —me preguntó—. Etta ha puesto la mesa allí. Kitsey frunció la frente. —Caray. Bueno, supongo que no importa. ¿Por qué no llevas los perros a la cocina? Ven… —Me cogió de la mano y me condujo por el pasillo con un alocado balanceo echado hacia delante—. Tenemos que conseguirte una copa, vas a necesitarla. —Había algo de Andy en su mirada fija, y en su falta de resuello, la boca asmática de él reconfigurada de forma encantadora en unos labios entreabiertos y con una cualidad susurrante de aspirante a estrella—. Esperaba que nos recibiera en el comedor o al menos en la cocina, es tan espantoso estar en su guarida… ¿Qué quieres beber? —me preguntó, volviéndose hacia el mueble bar situado junto a la despensa donde habían puesto unas copas y una cubitera. —Una copa de ese Stolichnaya sería perfecto. Con hielo, por favor. —¿De verdad? ¿Estás seguro? Nadie bebe eso… —dijo ella levantando la botella de Stoli—. Papá siempre lo pedía porque le gustaba la etiqueta…, muy típica de la guerra fría… ¿Cómo lo has pronunciado? —Stolichnaya. —Suena muy auténtico. Yo no lo probaría —dijo, volviendo hacia mí sus ojos gris claro—. Tenía miedo de que no vinieras. —No hace tan mal tiempo. —Ya, pero… —parpadeo, parpadeo—, creía que nos odiabas. —¿Odiaros? No. —¿No? —Cuando se rió, fue fascinante ver en ella la palidez leucémica de Andy, remodelada y embellecida, el parpadeo azucarado de una princesa de Disney—. ¡Pero yo fui tan horrible contigo! —No me importó. —Me alegro. —Después de una pausa demasiado larga, se volvió de nuevo hacia las copas—. Fuimos horribles contigo —continuó con voz apagada—. Todd y yo. —Vamos. Erais pequeños. —Sí, pero… —Se mordió el labio inferior—. Deberíamos haber sabido que no estaba bien, sobre todo después de lo que te pasó. Y ahora…, quiero decir con papá y Andy… Esperé, ya que parecía que intentaba formular un pensamiento, pero en lugar de ello bebió un sorbo de vino (blanco, Pippa bebía tinto) y me rozó la muñeca. —Mamá está esperándote. Lleva todo el día emocionada. ¿Entramos? —Claro. —Con mucha delicadeza le agarré el codo como le había visto hacer al señor Barbour con sus invitados «de índole femenina» y la conduje por el pasillo. VIII La velada fue una maraña irreal de pasado y presente; un mundo infantil milagrosamente intacto en ciertos aspectos, dolorosamente alterado en otros, como si el Fantasma de las Navidades Pasadas y el Fantasma de las Navidades Futuras se hubieran unido para presidir la cena. Pero pese a la constante y desagradable ausencia de Andy («Andy y yo…, ¿te acuerdas cuando Andy…?») y todo lo demás tan cambiado y encogido (¿empanadas en una mesa plegable en el dormitorio de la señora Barbour?), lo más inaudito de la noche fue la intensa e irracional sensación que tuve de regresar a casa. Incluso Etta, cuando volví a la cocina para saludar, se quitó el delantal y se acercó corriendo a mí para abrazarme: «Tenía la noche libre pero he querido quedarme. Quería verte». Toddy («Ahora soy Todd, por favor») había ascendido a la posición de su padre como capitán de la mesa y guiaba la conversación con una simpatía en apariencia un poco mecánica pero genuinamente sincera, aunque la señora Barbour no tenía interés en hablar con nadie aparte de mí, un poco sobre Andy pero sobre todo acerca de los muebles de su familia, varios de los cuales habían comprado a Israel Sack en los años cuarenta, aunque la mayoría eran herencia de familia desde los tiempos coloniales, dijo levantándose de la mesa a mitad de comida y cogiéndome de la mano para enseñarme un juego de sillas y un aparador de caoba —reina Ana, Salem, Massachusetts— que habían pertenecido a la familia de su madre desde la década de 1760. (¿Salem?, pensé. ¿Eran esos Phipps antepasados suyos los que llevaban a las brujas a la hoguera? ¿O las mismas brujas? Aparte de Andy —críptico, aislado, autosuficiente, incapaz de hacer nada deshonesto y carente por completo de malicia y de carisma—, todos los demás Barbour, incluido Todd, tenían algo un poco misterioso, una taimada y vigilante mezcla de decoro y picardía; era fácil imaginar a sus antepasados reuniéndose en el bosque por las noches y despojándose de su atuendo puritano para brincar junto a la hoguera pagana). Kitsey y yo no hablamos mucho —la señora Barbour no nos lo permitía—, pero casi cada vez que miraba en dirección a ella notaba su mirada fija en mí. Platt —con la voz gruesa después de cinco (¿o seis?) grandes copas de ginebra con lima, me llevó al mueble bar después de cenar y dijo: —Está con antidepresivos. —¿Ah, sí? —le pregunté sorprendido. —Me refiero a Kitsey. Mamá no los prueba. —Bueno… Me incomodó que hablara en voz baja, como si buscara mi opinión o quisiera que interviniera de algún modo. —Espero que le sirvan más de lo que me sirvieron a mí. Platt abrió la boca para decir algo, pero pareció cambiar de opinión. —Bueno… —dijo apartándose un poco—, supongo que está aguantando el tipo. Pero ha sido duro para ella. Kits estaba muy unida a los dos…, diría que estaba más unida a Andy que cualquiera de los demás. —¿De verdad? —Nunca habría descrito como «unida» la relación de ambos en la niñez, si bien ella siempre había estado en segundo plano, aunque solo fuera para quejarse o tomar el pelo. Platt suspiró; una ráfaga de aliento a ginebra que casi me derribó. —Sí. Ha pedido una excedencia en Wellesley, no estoy seguro de si volverá. Quizá se apunte a unas clases en la New School o se ponga a trabajar…, le resulta demasiado duro estar en Massachusetts después de…, ya sabes. Se veían a menudo en Cambridge…, y, como es lógico, ella se siente fatal porque no fue a cuidar de papá. Ella era quien se entendía mejor con él, pero le surgió una fiesta y telefoneó a Andy para suplicarle que fuera en su lugar… En fin. —Mierda. —De pie junto al mueble bar, con las pinzas del hielo en la mano, me quedé consternado. No podía soportar que la vida de otra persona se hubiera destrozado por el mismo veneno de «por qué no hice eso» y «ojalá hubiera hecho aquello» que había destrozado mi propia vida. —Sí —dijo Platt, sirviéndose otra copa de ginebra—. Muy duro. —Bueno, pues no debería culpabilizarse. No puede. Es una locura. —Desconcertado ante los ojos llorosos y vacíos con que Platt me miraba por encima de su copa, añadí—: Quiero decir que si ella hubiera estado en ese barco, ahora estaría muerta ella y no él. —No, no lo estaría —dijo Platt con tono apagado—. Kits es una marinera excelente. Tiene buenos reflejos y la cabeza firme sobre los hombros, desde que era pequeña. Andy…, Andy estaba pensando en sus resonancias orbitales o en alguna mierda informática que estaba haciendo en su portátil y se le fue la olla. Típico, joder. En fin —continuó con calma, sin advertir al parecer mi asombro ante su comentario—, ella está un poco perdida en estos momentos, como seguro que comprenderás. Deberías invitarla a cenar o algo así, a mamá le encantaría. IX Cuando me marché pasadas las once, ya no llovía, las calles estaban espejeantes de agua y en la puerta se encontraba el portero de noche, Kenneth (los mismos ojos pesados, aliento a licor de malta y más panza, pero por lo demás igual). —No te pierdas, ¿eh? —Era lo mismo que siempre me decía cuando era pequeño y me quedaba a dormir allí, y mi madre venía a recogerme a la mañana siguiente; la misma voz aletargada, quizá demasiado pausada. Incluso en la Manhattan envuelta en humo posterior a la catástrofe, te lo imaginabas balanceándose cordial junto a la puerta con el antiguo uniforme hecho trizas mientras en el piso de arriba los Barbour quemaban viejos ejemplares de National Geographic para entrar en calor, y vivían a base de ginebra y carne de cangrejo enlatada. Aunque la muerte de Andy había impregnado cada aspecto de la velada como una toxina rezumante, aún era demasiado impresionante para asimilarla; lo extraño, no obstante, era lo inevitable que parecía en retrospectiva, lo curiosamente predecible, casi como si él hubiera sufrido algún defecto congénito fatal. Ya a los seis años —soñador, tambaleante, asmático, negado—, el estigma del infortunio y de una muerte temprana era evidente en su pequeña persona raquítica, marcándolo como un cartel cósmico de «Dame una patada» colgado en la espalda. Y sin embargo también resultaba sorprendente ver hasta qué punto renqueaba su mundo sin él. Era extraño, pensé mientras saltaba un charco en la cuneta, cómo en unas pocas horas podía cambiar todo, o quizá lo extraño era más bien descubrir en el presente un fragmento tan brillante del pasado vivo, dañado y erosionado pero no destruido. Andy había sido bueno conmigo cuando nadie más lo había sido. Lo menos que podía hacer yo era ser amable con su madre y su hermana. Entonces no se me ocurrió pensar, aunque desde luego lo pienso ahora, que habían transcurrido muchos años desde que yo mismo había salido del estupor del dolor y el ensimismamiento; entre la anomia y el trance, la inercia, los paréntesis y los tormentos de mi propio corazón, había muchas pequeñas y fáciles amabilidades cotidianas que me había perdido; incluso la palabra «amabilidad» era como despertar de la inconsciencia en un hospital, envuelto en las voces de la gente y el murmullo de las máquinas digitalizadas. X Por otra parte, un hábito de días alternos seguía siendo un hábito, como a menudo me recordaba Jerome, sobre todo cuando yo no respetaba fielmente nuestro acuerdo. Nueva York estaba lleno de toda clase de horrores cotidianos, en el metro y en medio de la multitud; lo repentino de la explosión nunca me había abandonado del todo, siempre vigilaba con el rabillo del ojo como si esperara que pasara algo; lo desencadenaban ciertas configuraciones de gente en lugares públicos, un apremio de tiempos de guerra, alguien que me cortaba el paso de malos modos o que caminaba demasiado deprisa en un determinado ángulo bastaba para provocarme una taquicardia y un pánico brutal, de esos que me hacían buscar tambaleante el banco más cercano del parque; y los analgésicos de mi padre, que había empezado a tomar para aliviar mi incontrolable ansiedad nocturna, me proporcionaban una evasión tan extasiada que pronto empecé a tomarlos como algo especial; primero como algo especial solo de fin de semana, luego como algo especial para después del colegio y al final como la ronroneante felicidad celestial que tan bien recibida era cuando estaba triste o aburrido (lo que, por desgracia, sucedía a menudo); y entonces hice el trascendental descubrimiento de que las diminutas pastillas que había dejado de lado por su aspecto insignificante y débil eran literalmente diez veces más potentes que los vicodinas y los percocets que me tragaba a puñados: oxicontinas de ochenta miligramos lo bastante fuertes para matar a alguien que no las tolerara, que sin duda no era mi caso; y cuando por fin se acabó el tesoro en apariencia inagotable de narcóticos orales, poco antes de mi décimo octavo cumpleaños, me vi obligado a comprar en la calle. Hasta los camellos censuraban las sumas que gastaba, miles de dólares cada pocas semanas; recostado en el mugriento puff desde el que dirigía su negocio, Jack (el predecesor de Jerome) me había sermoneado muchas veces por ello, contando mis billetes de cien recién salidos del cajero. «Más te valdría pegarle fuego». La heroína era más barata; quince dólares la bolsa. Aunque no me chutaba, Jack había hecho afanosamente las cuentas por mí en el interior de un envoltorio de Quarter Pounder; con la heroína estaría contemplando un gasto mucho más razonable, unos cuatrocientos cincuenta dólares al mes. Pero yo solo consumía heroína cuando me la ofrecían; una esnifada aquí, otra allá. Por mucho que me gustara y me muriera por ella, nunca compraba. Porque nunca tendría ningún motivo para parar. En cambio con los fármacos, el precio era un factor que ayudaba, pues no solo me obligaba a mantener el hábito bajo control sino que me proporcionaba una razón excelente para bajar todos los días a vender muebles. Era un mito que no se podía funcionar con opiáceos: chutarse era una cosa, pero para alguien como yo, que daba un respingo cada vez que una paloma se subía a la acera batiendo las alas, aquejado del trastorno de estrés postraumático casi hasta el extremo de la espasticidad y la parálisis cerebral, las pastillas eran la clave no solo para ser competente sino para funcionar a pleno rendimiento. El alcohol ofuscaba y embrutecía: no tenías más que mirar a Platt Barbour sentado en el J. G. Melon a las tres de la tarde de un miércoles autocompadeciéndose. En cuanto a mi padre, aun después de dejar de beber mostraba la leve torpeza de un boxeador aturdido, como un manazas manejando un teléfono o el temporizador de la cocina, cerebro reblandecido lo llamaba la gente, refiriéndose a los daños mentales causados por el exceso de bebida, algo neurológico que nunca desaparecía. Estaba seriamente ofuscado en sus razonamientos y nunca fue capaz de conservar un empleo durante mucho tiempo. Mientras que yo…, bueno, quizá no tenía novia ni amigos que no estuvieran metidos en las drogas, pero trabajaba doce horas al día, no me estresaba por nada, vestía trajes de Thom Browne, trataba sonriente con gente que no podía ver, iba a nadar dos días a la semana y jugaba al tenis de vez en cuando, y no probaba ni el azúcar ni los alimentos procesados. Relajado y atractivo, delgado como un fideo, no me dejaba llevar por la autocompasión ni por ninguna clase de pensamiento negativo; según todos, era un vendedor excelente, y el negocio marchaba tan bien que apenas echaba a faltar lo que gastaba en drogas. Alguna vez tuve un par de lapsus o deslices impredecibles durante los cuales perdí el control por unos pocos minutos inquietantes, como un resbalón en el hielo sobre un puente, y había visto cuánto podían torcerse las cosas y con qué rapidez. No era cuestión de dinero sino más bien de dosis en continuo aumento que hacían que olvidara que había vendido un mueble o que descuidara el envío de una factura. Hobie me miraba de un modo extraño cuando me excedía y bajaba al piso de abajo desorientado y con los ojos un poco vidriosos. Las cenas, los clientes…, lo siento, ¿hablaba conmigo? ¿qué acaba de decir?, no, solo un poco cansado, he pillado algo, quizá me vaya a la cama un poco antes, amigos. Había heredado los ojos claros de mi madre, lo que, sin las gafas de sol, me impedía ocultar las pupilas diminutas como alfileres en las inauguraciones de galerías; no es que los amigos de Hobie parecieran advertirlo, salvo (a veces) algún gay. «Eres un chico malo», me había susurrado el novio culturista de un cliente en una cena formal, dejándome totalmente perplejo; y me aterraba subir al departamento de contabilidad de una de las casas de subastas porque uno de los tipos de allí —mayor, británico, asimismo adicto— siempre intentaba ligar conmigo. Por supuesto, también me ocurría con las mujeres: a una de las chicas con las que me acostaba —la becaria de la moda— la había conocido paseando a Popchik en la pista de carreras para perros pequeños de Washington Square, y tras treinta segundos sentados en el banco del parque quedó claro que los dos estábamos en el mismo estado. Cuando se me empezaban a ir las cosas de las manos reducía la frecuencia e incluso intenté dejarlo varias veces; el período más largo de seis semanas. Me decía que nadie era capaz de hacer eso, que todo era cuestión de disciplina. Pero lo cierto era que en la primavera de mi vigésimo sexto cumpleaños no había estado más de tres días seguidos limpio en más de tres años. Había discurrido cómo dejarlo para siempre si quería: reducción drástica del consumo en un programa de siete días, con mucha loperamida; suplementos de magnesio y aminoácidos en forma libre para rellenar mis neurotransmisores consumidos; proteínas en polvo, electrolitos en polvo, melatonina (y marihuana) para dormir, así como varias pociones y tinturas herbáceas en las que la becaria tenía fe ciega, raíces de regaliz, cardos marianos, ortigas, lúpulo, aceite de semillas de comino negras, raíces de valeriana y extracto de escutelaria. Hacía un año y medio que en el suelo del fondo de mi armario había una bolsa de una tienda de dietética con todo lo que necesitaba. Todo seguía intacto excepto la marihuana, que había desaparecido hacía tiempo. El problema (como había averiguado en repetidas ocasiones) era que después de treinta y seis horas con el cuerpo en plena revuelta y viendo el resto de tu vida sin opiáceos extendiéndose sombría ante ti como el pasillo de una cárcel, necesitabas una razón bastante poderosa para seguir avanzando hacia lo gris, el dolor, la desesperación, en lugar de caer sobre el maravilloso colchón de plumas que neciamente habías abandonado. Esa noche, al volver de casa de los Barbour, me tomé una pastilla de morfina de efecto prolongado, como acostumbraba a hacer cuando llegaba a casa con mala conciencia y la sensación de que necesitaba recomponerme; una dosis pequeña, menos de la mitad de lo que necesitaba para sentir algo, lo justo para que, junto al alcohol, pudiera combatir la agitación y dormir. A la mañana siguiente, descorazonado (porque por lo general al despertarme enfermo en esa fase del plan de limpieza enseguida me rajaba), trituré sobre el mármol de la mesilla de noche treinta y luego sesenta miligramos de Roxicodone que inhalé con una pajita cortada. Reacio a tirar por el retrete el resto de las pastillas (que valían más de dos mil dólares), me levanté, me vestí, me lavé la nariz con un spray de agua salina, y después de guardar unas cuantas pastillas más de morfina de efecto prolongado por si «los monos», como lo llamaba Jerome, eran demasiado incómodos, me metí la lata de Redbreast Flake en el bolsillo, y, a las seis de la madrugada, antes de que Hobie se levantara, fui en taxi al almacén. El almacén, abierto las veinticuatro horas, era como un complejo funerario maya exceptuando al encargado de ojos inexpresivos que veía la televisión en el mostrador principal. Nervioso, me dirigí a los ascensores. Solo había pisado las instalaciones tres veces en siete años; siempre aterrado, nunca me aventuraba a subir a los cubículos en sí, limitándome a hacer una rápida incursión en el vestíbulo para pagar el alquiler en efectivo: dos años por adelantado, el máximo permitido por la ley del estado. Para hacer funcionar el ascensor se necesitaba una llave electrónica que afortunadamente me había acordado de coger. Por desgracia no se insertó como era debido y, rezando para que el encargado del mostrador estuviera demasiado distraído para advertirlo, me quedé varios minutos dentro del ascensor abierto intentándolo de nuevo, hasta que las puertas de acero se cerraron con un chirrido. Sintiéndome observado y nervioso, haciendo lo posible por desviar la cara de mi distorsionada sombra en el monitor, subí hasta la octava planta, 8 D 8 E 8 F 8 G, paredes de hormigón y una sucesión de puertas anodinas, como una eternidad prefabricada donde no había más color que el beige y no se asentaría el polvo hasta el final de los tiempos. 8 R, dos llaves y un candado con una combinación, 7522, los cuatro últimos dígitos del teléfono de Boris en Las Vegas. El cubículo se abrió con un ruido metálico. Allí estaba la bolsa de Paragon Sporting Goods, con la etiqueta de la tienda de campaña colgando, King Kanopy, $43,99, tan flamante y almidonada como el día que la había comprado siete años atrás. Y aunque la tela de la funda de almohada que asomaba por la bolsa me provocó un desagradable cortocircuito, como un estallido eléctrico en la sien, lo que más me impresionó fue el olor; porque el olor del revestimiento de plástico de la cinta adhesiva protectora se había vuelto abrumador al estar tanto tiempo encerrado en un espacio tan reducido, un olor emocionalmente evocador en el que no había pensado durante años, un claro tufo a polivinilo que me llevó con brusquedad de regreso a mi niñez y a mi dormitorio de Las Vegas; sustancias químicas y moqueta nueva, durmiéndome y despertándome todas las mañanas con el cuadro pegado detrás de la cabecera de la cama y el mismo olor adherido a las fosas nasales. Hacía años que no lo desenvolvía como era debido —solo para sacarlo necesitaría unos diez o quince minutos peleándome con un cúter—, pero mientras estaba allí abrumado (una mezcla de incongruencia y confusión, casi como esa vez que me había despertado sonámbulo en la puerta del dormitorio de Pippa, sin saber en qué estaba pensando ni qué debía hacer), me sentí paralizado por un apremio que rayaba en el delirio; porque volver a tener el cuadro a una distancia no superior al ancho de la palma de una mano, después de tanto tiempo, era como encontrarme de pronto al borde de una especie de precipicio peligroso y anhelante que ni siquiera supiera que estaba allí. En la penumbra, el fardo momificado —qué poco se veía a simple vista— tenía un aspecto extrañamente personal, conmovedor e irregular, no parecía tanto un objeto inanimado como una pobre criatura inmovilizada e indefensa en la oscuridad, incapaz de gritar que soñaba con que la rescataban. No había estado tan cerca del cuadro desde que tenía quince años, y por un momento apenas logré contenerme de metérmelo debajo del brazo y largarme con él. Pero oía el zumbido de las cámaras de seguridad a mi espalda, y, con un rápido movimiento espasmódico, dejé caer la lata de Redbreast Flake en la bolsa de Bloomingdale’s y cerré la puerta con llave. «Échalos al retrete si algún día quieres dejarlo de verdad —me había aconsejado la amiga sumamente sexy de Jerome, Mya—. O te verás subiendo a ese cubículo a las dos de la madrugada». Pero mientras salía por la puerta, mareado y todavía colocado, las drogas era lo último que tenía en la cabeza. Ver el cuadro empaquetado, solo y patético, me removió las entrañas, como si una señal de satélite del pasado se hubiera colado y obstruido todas las demás transmisiones. XI Aunque los días de limpia que (a veces) hacía impedían que aumentara demasiado mi dosis, el síndrome de abstinencia se volvió molesto antes de lo que esperaba, e incluso con las pastillas que me había guardado para hacerlo de manera gradual, me pasé los siguientes días bastante mal: demasiado enfermo para comer, incapaz de dejar de estornudar. —Solo es un resfriado —le dije a Hobie—. Estoy bien. —No, tienes mal el estómago. Es gripe —respondió Hobie sombrío al volver de Bigelow con más Benadryl e Imodium, además de galletas y ginger ale de Jefferson Market—. No hay razón en el mundo… ¡Jesús! Yo de ti me iría al médico sin rechistar. —Pero si solo es un virus. Hobie tenía una constitución de hierro; cuando cogía algo, se bebía un Fernet-Branca y seguía funcionando. —Quizá, pero llevas varios días sin probar bocado. No tiene sentido pasarlo mal. Sin embargo, trabajar me distraía del malestar. Los escalofríos llegaban a intervalos de diez minutos y luego rompía a sudar. Moqueo, ojos llorosos, contracciones sorprendentes. El tiempo había cambiado y la tienda estaba llena de gente, murmullos y ajetreo; los árboles en flor de la calle eran blancos estallidos de delirio. Tenía las manos firmes sobre la caja registradora la mayor parte del tiempo, pero por dentro sufría. «El primer rodeo no es el malo —me había dicho Mya—. Es hacia el tercero o el cuarto cuando empiezas a desear estar muerto». El estómago se me revolvía furioso como un pez suspendido del anzuelo: dolores, contracciones musculares, no podía estarme quieto o encontrar una postura cómoda en la cama; por las noches, después de cerrar la tienda, me tumbaba con la cara roja y estornudando en una bañera que casi no podía soportar de lo caliente que estaba el agua, con un vaso de ginger ale y hielo casi derretido apretado contra la sien mientras Popchik, con los huesos demasiado tiesos para apoyar las patas en el borde de la bañera como en otros tiempos, se sentaba en la alfombrilla y me observaba ansioso. Nada de todo eso fue tan terrible como yo temía. Pero lo que no esperaba que fuera ni una cuarta parte de duro era lo que Mya llamaba «el asunto mental», que resultó ser insoportable, una negra cortina de horror. Mya, Jerome, la becaria de la moda y la mayoría de mis amigos que se drogaban llevaban más tiempo que yo haciéndolo; y cuando se sentaban todos juntos colocados y se ponían a hablar de cómo era dejarlo (que, al parecer, era el único momento en el que soportaban hablar de dejarlo), todos me advertían varias veces de que lo más duro no eran los síntomas físicos, sino la depresión, que incluso con un hábito de principiante como el mío sería como «nada de lo que hayas imaginado»; yo sonreía educado mientras me inclinaba hacia el espejo y pensaba: ¿quieres apostar? Pero «depresión» no era la palabra. Eso era una caída rodeada de un dolor y una repugnancia que iban mucho más allá de lo personal: unas náuseas torrenciales y enfermizas hacia toda la humanidad y el empeño humano desde los albores de los tiempos. La violenta repulsión del orden biológico. La vejez, la enfermedad, la muerte. No había escapatoria para nadie. Incluso los guapos eran como fruta blanda a punto de pasarse. Y, sin embargo, la gente seguía follando, reproduciéndose y trayendo nueva carnaza para la tumba; producir cada vez más seres para que sufrieran de ese modo era algo así como redentor, noble o incluso moralmente admirable; arrastrar a más criaturas inocentes hacia un juego en el que todos pierden. Bebés retorciéndose y madres tratadas con hormonas, complacientes y pesadas. «Oh, ¿no es una monada?». Los niños gritando y columpiándose en el parque de juegos, sin poder sospechar los futuros infiernos que los aguardaban: empleos aburridos, hipotecas ruinosas, matrimonios malditos, caída de pelo, trasplantes de cadera, tazas de café solitarias en una casa vacía y una bolsa de colostomía en el hospital. La mayoría de la gente parecía tan satisfecha con el delicado vidriado ornamental y la ingeniosa iluminación teatral que la atrocidad de los asuntos humanos a veces lograba pasar por algo más misterioso y menos detestable. La gente apostaba, jugaba al golf, trabajaba, rezaba, plantaba jardines, invertía en acciones, hacía el amor, se compraba coches nuevos, practicaba yoga, redecoraba sus casas, montaba en cólera viendo las noticias, se quejaba de sus hijos, cotilleaba sobre sus vecinos, leía con avidez críticas sobre restaurantes, financiaba organizaciones benéficas, apoyaba a candidatos políticos, asistía a los U. S. Open, salía a cenar, viajaba y se distraía con toda clase de chismes y aparatos, asimilando sin cesar información, textos, medios de comunicación y entretenimientos procedente de todas partes para intentar olvidar: dónde estábamos, qué éramos. Pero bajo una luz intensa no había interpretación positiva que hacer. Todo estaba podrido de arriba abajo. Haciendo horas en la oficina; engendrando con sumisión tu porcentaje del 2,5; sonriendo educado en tu fiesta de jubilación; mordiendo la sábana y ahogándote con los melocotones en almíbar de la residencia de ancianos… Era mejor no haber nacido; no haber deseado nunca nada, no haber esperado nunca nada. Y todos esos revolcones y palizas mentales se mezclaban con imágenes recurrentes o casi sueños, de un Popchik débil y famélico yaciendo de costado, con las costillas moviéndose arriba y abajo; lo había olvidado en alguna parte, lo había dejado solo y no me había acordado de darle de comer, y se moría, una y otra vez, aunque estaba en la habitación conmigo, sacudidas que hacían que me irguiera sintiéndome culpable, dónde está Popchik; y eso a su vez se mezclaba con impactantes flashes de la funda de almohada empaquetada, cerrada en su ataúd de acero. Ya no recordaba qué razones había tenido para guardar el cuadro todos esos años, para guardarlo siquiera, para sacarlo incluso del museo. El tiempo lo había borrado. Era parte de un mundo que no existía, mejor dicho, era como si viviera en dos mundos, y el cubículo del almacén formara parte del mundo imaginario, no del real. Era fácil olvidarse del cubículo, fingir que no estaba allí; una parte de mí esperaba abrirlo y descubrir que el cuadro había desaparecido, aunque sabía que no sería así, seguiría encerrado en la oscuridad, esperándome eternamente mientras lo dejara allí, como el cuerpo de una persona asesinada que aguarda en el sótano de algún lugar. La octava mañana me desperté empapado en sudor después de cuatro horas de sueño agitado, vaciado por completo y tan desesperado como no me había sentido en toda mi vida, pero lo bastante estable para sacar a pasear a Popchik alrededor de la manzana, subir a la cocina y tomarme el desayuno del convaleciente: huevos escalfados y un panecillo inglés que Hobie insistió en que comiera. —Ya era hora. —Había terminado de desayunar y lavaba sin prisas los platos—. Blanco como una azucena, pero quién no lo estaría después de una semana entera alimentándose a base de galletas. Lo que necesitas es un poco de sol, tomar el aire. Tú y el perro tendríais que salir a dar un largo paseo. —Sí. Sin embargo, yo no tenía intención de ir a ninguna parte salvo a la tienda, donde todo estaba silencioso y oscuro. —No he querido molestarte con lo enfermo que has estado… —El tono de vuelta al trabajo de Hobie junto con la amistosa inclinación de su cabeza hicieron que desviara la vista incómodo, y miré el plato—. Pero mientras estabas fuera de servicio recibiste varias llamadas en la línea fija. —¿Ah, sí? —Había apagado el móvil y estaba en un cajón; no lo miré siquiera por miedo a encontrar mensajes de Jerome. —Una chica encantadora. —Echó una ojeada al cuaderno, mirando por encima de las gafas—. ¿Daisy Horsley? —Ese era el verdadero nombre de Carole Lombard—. Dijo que tenía mucho trabajo. —Código para: («Prometido cerca. Mantente bien lejos»)—. Que le escribieras un mensaje si querías ponerte en contacto. —Perfecto, gracias. —La gran boda de Daisy en la catedral, si todo salía bien, se celebraría en junio y luego se iría a vivir al D. C. con su P, como ella lo llamaba. —También ha llamado la señora Hildesley para hablar de la cómoda de cerezo, no la del sombrerete sino la otra. Salió con una buena contraoferta, ocho mil, y acepté, espero que no te importe. Esa cómoda no vale más de tres mil, si quieres saber mi opinión. También llamó dos veces un tipo…, un tal Lucius Reeve. Casi me atraganté con el café, el primero que mi estómago había sido capaz de tolerar en días, pero Hobie no pareció darse cuenta. —Ha dejado un número de teléfono. Dijo que ya sabrías de qué iba el asunto. Ah… —de pronto se sentó y tamborileó con la palma de la mano en la mesa—, y llamó uno de los Barbour. —¿Kitsey? —No… —Bebió un sorbo de té—. ¿Platt? ¿Te suena? XII Solo pensar en lidiar con Lucius Reeve sin fármacos era suficiente para mandarme de nuevo al almacén. En cuanto a los Barbour, tampoco estaba impaciente por hablar con Platt, pero para mi alivio fue Kitsey quien contestó. —Vamos a organizar una cena para ti —dijo inmediatamente. —¿Cómo? —¿No te lo hemos dicho? ¡Oh, quizá debería haberte llamado! En fin, a mamá le gustó tanto verte que quiere saber cuándo vas a volver. —Bueno… —¿Necesitas una invitación? —Algo así. —Suenas raro. —Lo siento. He tenido…, hum, la gripe. —¿De verdad? Cielos, nosotros hemos estado perfectamente, no creo que te la contagiáramos. ¿Cómo? —dijo hacia una voz poco clara que se oía de fondo—. Tengo aquí a Platt intentando arrebatarme el teléfono. Hablamos pronto. —Hola, hermano —dijo Platt cuando se puso al aparato. —Hola —respondí, frotándome la sien e intentando no pensar en lo raro que era que Platt me llamara hermano. —Yo… —Pasos; un portazo—. Iré al grano. —¿Sí? —Se trata de unos muebles. ¿Habría alguna posibilidad de que nos los vendieras? —Por supuesto. —Me senté—. ¿Qué muebles está considerando tu madre vender? —Bueno —repuso Platt—, el caso es que me gustaría no tener que molestar a mamá con este asunto, si puedo evitarlo. No estoy seguro de si está en condiciones, ya sabes a qué me refiero. —Ya. —Bueno, verás, ella tiene tantas cosas…, allá en Maine y guardados en trasteros donde nunca volverá a verlas. No son solo muebles. También hay plata, una colección de monedas…, ciertas cerámicas que creo que son valiosas pero que, con franqueza, parecen mierda. No hablo de manera figurada. Quiero decir literalmente boñigas de vaca. —Supongo que la pregunta sería por qué quieres venderlas. —Bueno, no hay necesidad de venderlos —se apresuró a decir él—. Pero ella tiene tanta fijación con algunas de esas antiguallas. Me froté un ojo. —Platt… —Toda esa quincalla está allí muerta de risa. Una buena parte es mía, las monedas y varias armas viejas y demás, porque Gaga me las dejó a mí. Seré franco contigo —añadió con tono crispado—, hay otro tipo con el que he tenido tratos, pero prefiero trabajar contigo. Tú nos conoces, conoces a mamá, y sé que nos conseguirás un precio justo. —Ya —respondí con poca convicción. Siguió una pausa expectante que parecía interminable, como si leyéramos un guión y él aguardara confiado a que yo pronunciara el resto de mi frase, y empezaba a preguntarme cómo darle largas cuando recordé el nombre y el teléfono de Lucius Reeve en la mano abierta y expresiva de Hobie. —Bueno, verás, es muy complicado —dije—. Tendría que verlos antes. Sí, bueno… —él intentaba decir algo sobre unas fotos—, pero las fotografías no son suficiente. Además, yo no comercio con monedas o con la clase de cerámica de la que me hablas. Sobre todo con las monedas, deberías acudir a un experto que solo se dedique a ello. Mientras tanto —él aún intentaba persuadirme—, si es cuestión de juntar varios miles de dólares, creo que puedo ayudarte. Eso hizo que se callara de golpe. —¿Sí? Me levanté las gafas para apretarme el puente de la nariz. —Se trata de lo siguiente. Intento determinar la procedencia de una pieza… Es una auténtica pesadilla, hay un tipo que no me deja en paz, me he ofrecido a comprarle de nuevo el mueble, pero parece decidido a armar escándalo por alguna razón que desconozco. En fin, me sería de gran ayuda si pudiera presentar una factura que demuestre que compré ese mueble de otro coleccionista. —Bueno, mamá te tiene por un santo —dijo él con amargura—. Estoy seguro de que hará todo lo que le pidas. —Ya, pero el caso es… —Hobie se encontraba en el piso de abajo con la fresadora en marcha, aunque de todos modos bajé la voz—, por supuesto, esto es algo completamente confidencial. —Por supuesto. —No veo ningún motivo para involucrar a tu madre. Yo mismo puedo hacer la factura con fecha anterior. Pero si el tipo hace preguntas, y es posible que las haga, me gustaría decirle que hable contigo, como primogénito, y contarle que tu madre ha enviudado recientemente, etcétera. —¿Quién es este tipo? —Se llama Lucius Reeve. ¿Has oído hablar de él? —No. —Bueno…, solo para que lo sepas, tal vez conozca a tu madre o la haya conocido en algún momento. —Eso no debería ser un problema. Mamá no ve a casi nadie últimamente. —Se hizo un silencio; oí que encendía un cigarrillo—. Veamos, el tipo telefonea. Le describí la cómoda. —Te enviaré una foto por correo electrónico. Lo más distintivo es la talla del fénix en la parte superior. Si él te llama solo tienes que decirle que ese mueble estuvo en tu casa de Maine hasta que tu madre me lo vendió a mí hace un par de años. Debió de comprarlo a algún comerciante que ya se ha retirado, algún anciano que murió hace años y cuyo nombre no recuerdas, tendrías que mirarlo. Aunque si te presiona…, también puedo proporcionarte esa factura. —Era asombroso cómo unas pocas manchas de té y unos minutos al horno a baja temperatura podían envejecer las facturas del bloc de los años sesenta que había comprado en el mercadillo. —Ya entiendo. —Bien. De todos modos… —buscaba a tientas un cigarrillo que no tenía—, si cumples tu parte del trato, es decir, si te comprometes a cubrirme si el tipo llama, te daré el diez por ciento del precio del mueble. —¿Cuánto cuesta? —Siete mil dólares. Platt se rió; con una risa extrañamente alegre y despreocupada. —Papá siempre decía que todos los anticuarios erais poco honrados. XIII Colgué el teléfono sintiéndome aturdido de alivio. La señora Barbour tenía bastantes muebles antiguos de segunda y tercera categoría, pero también otros muchos de gran valor que me preocupaba que Platt pudiera vender a sus espaldas. En cuanto a lo de «estar entre la espada y la pared», si alguien daba la impresión de andar metido en algún aprieto misterioso, ese era Platt. Aunque hacía años que no pensaba en su expulsión del colegio, las circunstancias habían sido silenciadas con tanta diligencia que era probable que hubiera hecho algo muy grave, algo que en un contexto menos controlado podría haber involucrado a la policía, lo que curiosamente me tranquilizaba en el sentido de que cogería el dinero y tendría la boca cerrada. Además —y pensar en ello me alegraba el corazón—, si había alguien que pudiera ser despótico o intimidar a Lucius Reeve, ese era Platt: un esnob de primera clase y matón por derecho propio. —¿Señor Reeve? —pregunté cortésmente cuando él contestó el teléfono. —Lucius, por favor. —Sí, bueno, Lucius. Me han dicho que me ha llamado. —Su voz me llenaba de cólera; pero saber que tenía a Platt de mi parte hizo que adoptara un tono más presuntuoso de lo normal—. ¿Qué ha decidido? —Seguramente no es lo que se espera —respondió con celeridad. —¿No? —repliqué con bastante naturalidad, aunque su tono me sorprendió—. Adelante, le escucho. —Creo que preferirá que se lo diga en persona. —De acuerdo. ¿Qué le parece en el centro? Ya que tuvo la amabilidad de llevarme a su club la ultima vez. XIV El restaurante de Tribeca que escogí era bastante céntrico, por lo que no me preocupaba la posibilidad de encontrarme a Hobie o a alguno de sus amigos; además, la clientela que lo frecuentaba era lo bastante juvenil para (eso esperaba) desconcertar a Reeve. Ruido, luces, conversación, aglomeración incesante de cuerpos; desde que no tenía los sentidos atrofiados los olores eran abrumadores: vino, ajo, perfume, sudor, fuentes chisporroteantes de pollo al limón que salían de la cocina, y los bancos azul turquesa o el vestido naranja intenso de la chica sentada a mi lado eran como si me arrojaran directamente a los ojos sustancias químicas industriales. Tenía el estómago encogido por los nervios y mascaba un antiácido del tubo que llevaba en el bolsillo cuando alcé la vista y vi a la bonita jirafa tatuada que era la camarera —indolente e inexpresiva— señalar con indiferencia mi mesa a Lucius Reeve. —Ah, hola —le dije sin levantarme para saludar—. Me alegro de verle. Él miraba alrededor disgustado. —¿De verdad tenemos que sentarnos aquí? —¿Por qué no? —repliqué débilmente. Había escogido a propósito una mesa en medio del trasiego, no tan ruidosa para que tuviéramos que gritar pero lo bastante expuesta para estar a disgusto; además, le había dejado el lado de la mesa donde el sol le daría de lleno en los ojos. —Esto es ridículo. —Lo siento. Si no está a gusto aquí… —Señalé con la cabeza a la joven jirafa ensimismada que volvía a balancearse distraída en su puesto. Él cedió —el restaurante estaba abarrotado— y se sentó. Aunque era comedido y elegante en su forma de hablar y en sus gestos, y vestía un traje de corte moderno para un hombre de su edad, algo en su actitud me hizo pensar en un pez globo, o en un fortachón de dibujos animados o un miembro de la policía montada de Canadá que se hincha con una bomba para bicicletas: barbilla partida, nariz como una albóndiga y una tensa línea a modo de boca, todo apretujado en el centro de una cara rosada, rolliza, inflamada por la tensión sanguínea. Cuando llegó la comida —una fusión asiática con wonton y cebolletas fritas crujientes en forma de arbotantes—, vi por la cara que ponía que no era muy de su gusto; esperé a que él hablara. En el bolsillo del pecho de mi americana estaba la copia en carbón de la factura falsa que había escrito en una hoja en blanco de uno de los viejos blocs de Welty con fecha de cinco años atrás, pero no tenía intención de sacarla hasta que me viera a obligado a hacerlo. Reeve pidió un tenedor; de su plato un tanto alarmante de «gamba de escorpión» extrajo varios filamentos arquitectónicos de sustancia vegetal que dejó a un lado. Luego me miró. Sus pequeños ojos penetrantes brillaban azules en su cara rosada. —Sé lo del museo. —¿Qué sabe? —respondí tras un estremecimiento repentino. —Vamos, sabe perfectamente de qué estoy hablando. Sentí un calambre de miedo en la parte inferior de la columna vertebral, aunque me esforcé en clavar los ojos en mi plato: arroz blanco con verduras salteadas, lo más insulso de la carta. —Bueno, si no le importa, prefiero no hablar de ello. Es un tema doloroso. —Me lo imagino. —Lo dijo en un tono tan burlón y provocativo que levanté la vista con brusquedad. —Mi madre murió, si se refiere a eso. —Sí, es cierto. —Una larga pausa—. Y también murió Welton Blackwell. —Así es. —Vamos, salió en los periódicos, por el amor de Dios. Está todo en los archivos públicos. Pero… —la punta de la lengua le salió disparada a través del labio superior— lo que me pregunto es: ¿por qué James Hobart se dedicó a divulgar por toda la ciudad la historia de que usted se presentó en su puerta con el anillo de su socio? Porque si hubiera tenido la boca cerrada nadie habría relacionado jamás un hecho con el otro. —No comprendo qué quiere decir. —Lo sabe muy bien. Tiene algo que yo quiero. A decir verdad, lo quiere mucha gente. Dejé de comer, deteniendo los palillos en el aire. Mi primer impulso irreflexivo fue levantarme e irme del restaurante, pero casi de inmediato comprendí lo estúpido que sería tal comportamiento. Reeve se recostó en su silla. —No dice nada. —Eso es porque no entiendo nada de lo que usted dice —repliqué con aspereza, dejando los palillos en la mesa, y algo en la rapidez del gesto hizo que pensara en mi padre. ¿Cómo habría manejado él esta situación? —Parece muy perturbado. Me pregunto por qué. —Supongo que porque no entiendo qué tiene que ver esto con su cómoda. Tenía la impresión de que esa era la razón de nuestra cita aquí. —Sabe muy bien de qué estoy hablando. —No… —Una risa incrédula que sonó auténtica—. Me temo que no lo sé. —¿Quiere que se lo explique? ¿Aquí mismo? Está bien, lo haré. Estuvo con Welton Blackwell y su sobrina en la galería treinta y dos, y usted… —una sonrisa lenta, burlona— fue el único de los tres que salió de allí por su propio pie. Y sabemos qué más salió de la galería treinta y dos, ¿no es así? Fue como si me hubiera bajado la sangre a los pies. Alrededor de nosotros, en todas partes, el ruido de los cubiertos, las risas y el eco de las voces rebotando de las paredes con azulejos. —¿Lo ve? —dijo Reeve con suficiencia. Él seguía comiendo—. Es muy sencillo. Seguro que creyó que nadie lo relacionaría… —dijo con un tono amonestador, dejando el tenedor—. Se largó con el cuadro, y cuando le llevó el anillo al socio de Blackwell le dio también el cuadro, no sé por qué razón. Sí, sí —añadió interrumpiéndome al ver que yo intentaba hablar, cambiando ligeramente de postura en la silla y llevándose una mano a los ojos para taparse el sol—, acabó bajo la tutela de James Hobart, por el amor de Dios, acabó bajo su tutela, y él ha estado moviendo ese pequeño recuerdo suyo de aquí para allá desde entonces, utilizándolo para ganar dinero. ¿Ganar dinero? ¿Hobie? —¿Moviéndolo? —pregunté; y luego recordé y añadí—: ¿Moviendo qué? —Mire, esta farsa suya empieza a aburrirme un poco. —No, hablo en serio. ¿De qué diablos está hablando? Reeve apretó los labios, muy satisfecho consigo mismo. —Es un cuadro exquisito. Una rareza…, absolutamente único. Nunca olvidaré la primera vez que lo vi en el Mauritshuis…, era realmente diferente de cualquiera de las obras que había allí, o de cualquier obra de su época, en mi opinión. Cuesta creer que lo pintaran en la década de mil seiscientos. Es uno de los grandes pequeños cuadros de todos los tiempos, ¿no está de acuerdo? ¿Qué dijo el coleccionista…? —Guardó silencio unos minutos con sorna—. Ya sabe, el crítico de arte francés que lo descubrió. Lo encontró sepultado en el almacén de algún noble, allá en la década de mil ochocientos noventa, y desde entonces hizo «desesperados esfuerzos» —insertando comillas con los dedos— por adquirirlo. «No te olvides, tengo que conseguir este pequeño jilguero cueste lo que cueste». Pero, por supuesto, esta no es la cita a la que me refiero. Me refiero a la famosa. Seguro que la conoce. Después de todo este tiempo debe de estar muy familiarizado con el cuadro y su historia. Dejé la servilleta. —No sé de qué está hablando. —No podía hacer más que mantenerme en mis trece y repetirlo hasta la saciedad. Negar, negar, negar, como había aconsejado a su cliente mi padre en el papel de abogado de un mafioso, poco antes de que le pegaran un tiro, en su única aparición en la gran pantalla. Pero me vieron. Debieron de confundirlo con otra persona. Hay tres testigos oculares. No me importa. Todos se equivocan. «No era yo». Traerán a gente todo el día para que testifiquen contra mí. Muy bien. Deja que lo hagan. Alguien bajó una persiana, dejando nuestra mesa en penumbra. Mientras me miraba con suficiencia, Reeve pinchó una gamba naranja con el tenedor y se la comió. —He intentado recordar. Tal vez usted pueda refrescarme la memoria. ¿Qué otros cuadros de su tamaño podrían estar a la altura de este? Quizá ese Velázquez pequeño tan bonito, La vista del jardín de la Villa Medicis. Pero no es ninguna rareza. —Dígame de nuevo de qué estamos hablando. Porque no estoy seguro de adónde quiere ir a parar. —Está bien, no lo confiese si no quiere. Aunque debo decir que es una irresponsabilidad dejar que esos gorilas lo manipulen y lo empeñen. Noté en su cara un destello de cierta sorpresa cuando vio mi estupefacción, que era totalmente genuina. Pero se esfumó con la misma rapidez. —No se puede confiar algo tan valioso a personas así —continuó, ocupado en masticar—. Matones callejeros ignorantes. —No entiendo nada de lo que dice —repliqué. —¿No? —Dejó el tenedor—. Bueno, me estoy ofreciendo a comprarlo, si intenta comprender de qué hablo. El tinnitus en el oído —el viejo eco de la explosión— había empezado, como a menudo me ocurría en momentos de estrés, un pitido agudo semejante al de un avión que se acerca. —¿Quiere cifras? De acuerdo. Creo que medio millón debería bastar, teniendo en cuenta que puedo efectuar una llamada telefónica en este mismo momento —sacó el móvil del bolsillo y lo dejó en la mesa junto al vaso de agua—, y poner fin a esta empresa suya. Cerré los ojos y volví a abrirlos. —Mire. ¿Cuántas veces tengo que decírselo? No sé en qué está pensando, pero… —Le diré exactamente en qué estoy pensando, Theodore. Estoy pensando en conservación, en mantenimiento. Preocupaciones que es evidente que no han sido prioritarias para usted o para la gente con la que trabaja. Estoy seguro de que convendrá en que es lo más prudente; para usted y también para el cuadro. Es evidente que ha hecho una fortuna con él, pero me parece una irresponsabilidad por su parte dejar que siga circulando por ahí en condiciones tan precarias, ¿no cree? Sin embargo, mi genuina confusión al oírle decir eso pareció surtir efecto. Después de un curioso e insólito intervalo, se llevó una mano al bolsillo del traje. —¿Todo va bien? —preguntó nuestro camarero que era modelo, apareciendo de pronto junto a nuestra mesa. —Sí, sí, todo bien. El camarero cruzó la habitación para hablar con la bonita maître. Reeve sacó de su bolsillo varias hojas de papel dobladas que deslizó sobre la mesa hacia mí. Era una página web impresa. La leí rápidamente: FBI, agencias internacionales…, una redada frustrada…, la investigación… —¿Qué coño es esto? —le dije, en voz tan alta que la mujer de la mesa de al lado dio un respingo. Reeve, concentrado en su comida, no dijo una palabra. —Hablo en serio. ¿Qué tiene que ver esto conmigo? Eché un vistazo a la hoja, irritado: Una demanda por muerte por negligencia… Carmen Huidobro, ama de casa de una agencia de empleos temporales de Miami, muerta de un balazo por unos agentes que irrumpieron en su casa… Estaba a punto de preguntar de nuevo qué tenía que ver ese artículo conmigo cuando me paré en seco. Una obra maestra de la pintura clásica que se creía destruida (El jilguero, Carel Fabritius, 1654) se empleó supuestamente como aval en el trato con Contreras, pero lamentablemente no se logró recuperar en la redada del recinto del sur de Florida. Aunque es una práctica habitual utilizar obras de arte robadas para negociar en las transacciones de tráfico de drogas y armas, la DEA se ha defendido de las críticas recibidas desde la división de delitos de arte del FBI, que ha calificado la gestión del asunto de «chapuza» y «poco profesional», haciendo pública una declaración en la que se disculpa por la muerte accidental de la señora Huidobro al mismo tiempo que explica que sus agentes no están entrenados para identificar o recobrar obras de arte robadas. «En situaciones de presión como esta —ha declarado Turner Stark, portavoz de la oficina de prensa de la DEA—, nuestra principal prioridad siempre será la seguridad de los agentes y de la población civil mientras logramos que se emprenda una acción judicial contra las principales violaciones de la legislación en materia de sustancias de uso reglamentado en Estados Unidos». El consiguiente escándalo, sobre todo tras la presentación de la demanda por muerte por negligencia de la señora Huidobro, ha dado lugar a un llamamiento a una mayor cooperación entre las agencias federales. «Habría bastado con una llamada telefónica —declaró Hofstede von Moltke, portavoz de la división de delitos de arte de la Interpol, en una rueda de prensa ayer en Zurich—. Pero en lo único que pensaba esa gente era en llevar a cabo la detención, y es una desgracia, porque ahora el cuadro ha desaparecido y podríamos tardar décadas en volver a verlo». El tráfico de cuadros y esculturas saqueados es un negocio a escala mundial; se calcula que mueve unos seis mil millones de dólares. Aunque nadie afirma haber visto el cuadro, los detectives sostienen que la insólita obra maestra holandesa ya ha salido del país, posiblemente a Hamburgo, donde ha cambiado de manos por solo una fracción de los numerosos millones que se obtendría por ella en una subasta… Dejé el periódico en la mesa. Reeve, que había dejado de comer, me observaba con una sonrisa felina. Quizá fuera por la mojigatería de esa sonrisa en su cara en forma de pera, pero de pronto me eché a reír: la misma carcajada reprimida de alivio y terror que Boris y yo soltábamos cuando el segurata gordo del centro comercial que nos perseguía (y estaba a punto de atraparnos) resbalaba en las baldosas mojadas del supermercado y se caía de culo al suelo. —¿Y bien? —dijo el señor Reeve. Tenía la boca manchada de naranja por las gambas, el viejo Jabberwocky—. ¿Qué le divierte tanto? Pero solo pude hacer un gesto de negación y mirar hacia el otro extremo del restaurante. —Bueno, no sé qué decir —respondí secándome los ojos—. Está claro que usted tiene alucinaciones o…, no lo sé. Debo decir en favor de Reeve que permaneció impasible, aunque era evidente que no estaba satisfecho. —No, de verdad —dije, meneando la cabeza—. Lo siento, no debería reírme. Pero esto es lo más absurdo que he visto jamás. Reeve dobló la servilleta y la dejó sobre la mesa. —Es usted un mentiroso —dijo con tono agradable—. Tal vez crea que puede salir de esta fingiendo, pero no puede. —¿Una demanda por muerte por negligencia? ¿El recinto de Florida? ¿De verdad cree que esto tiene algo que ver conmigo? Reeve me miró echando fuego por sus diminutos ojos azules. —Sea razonable. Le estoy ofreciendo una escapatoria. —¿Una escapatoria? —Miami, Hamburgo…, hasta los nombres me hacían reír de incredulidad—. ¿Una escapatoria de qué? Reeve se secó los labios con la servilleta. —Me alegro de que le parezca divertido —dijo con suavidad—, ya que estoy dispuesto a telefonear a ese caballero de la división de delitos de arte que mencionan y decirle exactamente lo que sé de James Hobart y de usted, y del negocio que se traen entre manos. ¿Qué dice a eso? Dejé el periódico y aparté la silla para levantarme. —Digo que no se corte, que lo telefonee. Faltaría más. Cuando quiera hablar del otro asunto, llámeme. XV Salí del restaurante de un modo tan impulsivo que casi no me di cuenta de adónde iba, pero en cuanto estuve a tres o cuatro manzanas de distancia empecé a temblar con tanta violencia que tuve que detenerme en el pequeño parque umbrío al sur de Canal Street y sentarme en un banco, hiperventilando con la cabeza entre las rodillas, las axilas de mi traje Turnbull y Asser empapadas en sudor, con todo el aspecto (a los ojos de las hoscas niñeras jamaicanas o los ancianos italianos que se abanicaban con periódicos mirándome con recelo) de un novato corredor de Bolsa hasta arriba de coca que ha movido mal sus fichas y ha perdido diez millones. Al otro lado de la calle había un pequeño drugstore. Una vez que recuperé el aliento, sintiéndome sudoroso y aislado en la tímida brisa primaveral, crucé y me compré una Pepsi que saqué de la nevera; salí sin coger el cambio y regresé a la frondosa sombra del parque, al banco tiznado de hollín. Las palomas batían las alas sobre mi cabeza. Los coches pasaban rugiendo hacia el túnel, en dirección a otros barrios, otras ciudades, centros comerciales y avenidas ajardinadas, vastas e impersonales corrientes de comercio interestatal. Había en el zumbido una profunda y seductora soledad, un reclamo casi, como la llamada del mar, y por primera vez comprendí el impulso que había llevado a mi padre a vaciar su cuenta bancaria, recoger las camisas de la tintorería, llenar el depósito del coche y marcharse de la ciudad sin decir una palabra. Autopistas cocidas al sol, diales de radio girando, silos de grano y tubos de escape, y enormes extensiones de tierra desplegándose como un vicio secreto. No pude evitar pensar en Jerome. Vivía en Adam Clayton Powell, a unas manzanas de la última parada de la línea tres, pero en la Ciento diez había un bar llamado Brother donde a veces quedábamos, un antro de obreros donde sonaba Bill Withers en la máquina de discos, el suelo estaba pegajoso y los alcohólicos profesionales se encorvaban sobre su tercer coñac a las dos de la tarde. Pero Jerome no vendía fármacos en cantidades inferiores a mil dólares y, aunque yo sabía que me pasaría encantado unas bolsas de caballo, me pareció más sencillo seguir andando y coger un taxi que me llevara directamente al puente de Brooklyn. Una anciana con un chihuahua; niños peleándose por un polo. Por encima de Canal pasó un remoto delirio de sirenas, una formal nota en off que chocó con el pitido que yo sentía en los oídos; tenía algo de maniobra bélica mecánica, como un zumbido sostenido de mísiles acercándose. Me tapé los oídos con las manos (lo que no ayudó al tinnitus; en todo caso, lo aumentó), y me quedé sentado e inmóvil, intentando pensar. Mis pueriles maquinaciones sobre la cómoda de pronto me parecieron ridículas; tendría que acudir a Hobie y admitir lo que había hecho; no sería muy divertido, de hecho sería muy duro, pero era preferible que se enterara por mí. No quería ni pensar en cómo reaccionaría; yo solo entendía de antigüedades, me costaría encontrar otro empleo en el sector de las ventas, pero era lo bastante manitas para ponerme a trabajar en un taller si tenía que hacerlo, dorando marcos o cortando bobinas; las restauraciones no daban mucho dinero, pero había tan poca gente que supiera restaurar bien un mueble antiguo que seguro que alguien me contrataría. En cuanto al artículo del periódico, lo que había leído me dejó confuso, casi como si me hubiera metido en mitad de otra película. En cierto modo era bastante claro: algún estafador emprendedor había falsificado mi jilguero (no tan difícil de falsificar, por lo que se refería al tamaño y la técnica), y la falsificación estaba en manos de alguien que la utilizaba como aval en transacciones con drogas; sin duda había sido identificada erróneamente por narcotraficantes y agentes federales que no entendían de arte. Pero por inventivo o erróneo que fuera el artículo, o por mucho que no tuviera que ver con el cuadro o conmigo, la relación que había hecho Reeve era auténtica. ¿A cuántas personas le había contado Hobie cómo había aparecido yo en su casa?, y esas personas, ¿a cuántas personas se lo habían contado a su vez? Pero hasta ahora, ni siquiera Hobie, había caído en la cuenta de que el anillo de Welty me situaba en la galería donde se encontraba el cuadro. Ese era el meollo del asunto, como habría dicho mi padre. Esa era la noticia que me llevaría a la cárcel. El ladrón de arte francés al que le entró el pánico y prendió fuego a muchos de los cuadros que había robado (Cranach, Watteau, Corot), solo fue condenado a veintiséis meses de prisión. Pero eso era en Francia y poco después del 11 de septiembre; tras la aprobación de las nuevas leyes federales antiterroristas, los ladrones de museo serían acusados de un cargo adicional y más grave, el de «saqueo de obras culturales». Las penas se habían vuelto mucho más rígidas, sobre todo en Estados Unidos, y mi vida personal no resistiría un examen muy minucioso. Con mucha suerte sería condenado a entre cinco y diez años. Para ser sinceros, me lo merecía. ¿Cómo se me había ocurrido pensar que podría tenerlo escondido? Llevaba años queriendo hacer algo con respecto al cuadro, devolverlo a donde pertenecía; sin embargo, lo había guardado sin encontrar motivos para no hacerlo. Cuando pensaba en él, envuelto y sellado en el norte de la ciudad, era como si me hubiera borrado a mí mismo y quedado fuera, como si al soterrarlo solo hubiera aumentado su poder y le hubiera dado una existencia más esencial y terrible. De algún modo, incluso amortajado y oculto en el almacén, se había liberado él solo pasando a formar parte de una leyenda popular fraudulenta, un resplandor que brillaba en el subconsciente colectivo. XVI —Hobie. Estoy en un apuro. Él levantó la vista de la cómoda japonesa que estaba retocando: gallos y grullas, pagodas doradas sobre negro. —¿Puedo hacer algo por ti? —Estaba perfilando el ala de una grulla con pintura acrílica a base de agua, muy diferente de la original, a base de goma laca, pero la primera regla de las restauraciones, como me había enseñado él mismo años atrás, era no hacer nunca nada que no pudieras deshacer. —El caso es que te he metido en el apuro. Sin proponérmelo. —Bueno —la mano que sostenía el pincel no tembló—, si le has dicho a Barbara Guibbory que la ayudaríamos con esa casa que está decorando en Rhinebeck, no cuentes conmigo. «Los colores de las chakras». Nunca he oído nada parecido. —No… —Intenté discurrir alguna respuesta graciosa o fácil; la señora Guibbory, apodada con tanto acierto Alucine, solía ser una fuente de bromas, pero yo tenía la mente completamente en blanco—. Me temo que no. Hobie se irguió y, poniéndose el pincel detrás de la oreja, se secó la frente con un pañuelo de un disparatado estampado morado psicodélico, como si hubieran arrojado sobre la tela una violeta africana, algo que quizá había encontrado entre las pertenencias de una anciana chiflada en una de las fincas de las afueras. —¿De qué se trata entonces? —preguntó con tono razonable mientras cogía uno de los platos en los que mezclaba la pintura. Ahora que yo ya tenía más de veinte años, la formalidad generacional que había existido entre los dos había desaparecido, y teníamos un trato de colegas que dudaba que hubiera tenido con mi padre de haber vivido, con quien siempre me sentía nervioso, intentando adivinar lo colocado que estaba y qué posibilidades tenía de obtener una respuesta clara. —Yo… —Toqué la silla que tenía detrás para asegurarme de que no estaba pegajosa antes de sentarme—. Hobie, he cometido un estúpido error. No, uno realmente estúpido —añadí, al ver cómo le restaba importancia con un gesto generoso. —Bueno… —Él aplicaba con un cuentagotas un pigmento llamado sombra natural—. No sé si lo mío fue estúpido o no, pero te aseguro que me estropeó el día ver esa broca saliendo del tablero de la mesa de la señora Wasserman la semana pasada. Era una buena mesa estilo Guillermo y María. Sé que ella no verá la reparación que hice del agujero, pero, créeme, pasé un mal trago. Su actitud, atenta a medias, solo empeoraba las cosas. Enseguida, como si me tirara de cabeza por un tobogán en un sueño, me lancé a hablar de Lucius Reeve y de la cómoda, dejando fuera a Platt y el recibo con fecha atrasada que todavía tenía en el bolsillo de la americana. En cuanto empecé fue como si no pudiera parar, como si lo único que pudiera hacer fuera hablar y hablar, como un asesino confesando con voz monótona sus crímenes a la luz de una bombilla en una comisaría rural. En cierto momento Hobie dejó lo que estaba haciendo y se puso el pincel de pelo de marta en la oreja; escuchó detenidamente, con una expresión ceñuda y glacial que yo conocía bien. Luego cogió el pincel de detrás de la oreja y lo sumergió en agua antes de secarlo con un retal de franela. —Theo —dijo, levantando una mano y cerrando los ojos; encallado en mi relato, repetía sin parar lo del cheque sin cobrar, el callejón sin salida, la difícil situación…—, basta. Me hago una idea. —Lo siento mucho —balbuceé—. No debería haberlo hecho. Nunca. Pero es una pesadilla. Está furioso y lleno de rencor, y parece que nos la tenga jurada por alguna razón…, otra razón aparte de esta. —Bueno. —Hobie se quitó las gafas. Vi su confusión en la cautela con que buscó las palabras en el silencio que se hizo, intentando dar forma a una respuesta—. Lo hecho hecho está. No tiene sentido empeorar las cosas. Pero… —Se calló y reflexionó—. No sé quién es ese tipo, pero si se creyó que la cómoda era un Affleck, entonces tiene más dinero que sentido común. Pagar setenta y cinco mil…, ¿es eso lo que te pagó por ella? —Sí. —Bueno, pues necesita que lo trate un psiquiatra, eso es todo lo que puedo decir. Muebles de esa calidad solo aparecen un par de veces en una década, como mucho. Y no salen de la nada. —Sí, pero… —Además, cualquier necio sabe que un Affleck auténtico costaría mucho más. ¿Quién compra un mueble así sin haber hecho antes los deberes? Un idiota, te lo aseguro. Y tú hiciste lo correcto cuando él te llamó —añadió, elevando la voz por encima de la mía—. ¿Intentaste reembolsarle su dinero y él no lo tomó, eso es lo que me estás diciendo? —No me ofrecí a reembolsárselo. Intenté comprarle el mueble de nuevo. —¡A un precio superior al que él pagó por él! ¿Y qué impresión causará eso si acude a la ley? Lo que no va a hacer, te lo digo yo. En el silencio que se hizo a continuación bajo la aséptica luz de la lámpara de trabajo, fui consciente de lo poco seguros que estábamos los dos de qué paso dar. Popchik, que dormitaba sobre la toalla doblada que Hobie había puesto entre las patas en forma de garras de una mesa velador, se retorció y gruñó en sueños. —Lo que quiero decir —continuó Hobie, que se limpió el pigmento negro de las manos y cogió el pincel con fijeza espectral, como un fantasma absorto en su tarea— es que las ventas nunca han entrado en mi ámbito de actuación, lo sabes bien, pero llevo mucho tiempo en este negocio. Y a veces —dio una rápida pincelada— la línea que separa un simple elogio desmesurado de un fraude es realmente muy tenue. Esperé con poca convicción sin apartar los ojos de la cómoda lacada. Era un prodigio, un trofeo para la casa de un capitán de barco jubilado en un remanso de Boston: tallas en marfil y conchas de cauri, escenas del Antiguo Testamento bordadas en punto de cruz por hermanas solteras, el olor a aceite de ballena ardiendo por las noches, la quietud de envejecer. Hobie dejó de nuevo el pincel. —Mira, Theo —dijo algo irritado, frotándose la frente con el dorso de la mano y dejando una oscura mancha en ella—. ¿Esperas que me quede aquí y te riña? Has mentido al tipo. Has intentado solucionarlo, pero el tipo no quiere vender. ¿Qué más puedes hacer? —No es el único mueble. —¿Cómo? —Nunca debería haber hecho algo así. —Era incapaz de mirarlo a los ojos—. Al principio lo hice para pagar las facturas, para salir del agujero, y luego…, quiero decir que algunos de esos muebles son asombrosos, me engañaron a mí, y estaban muertos de risa en el almacén… Supongo que esperaba incredulidad, la voz alzada, alguna muestra de indignación. Pero fue peor. Habría soportado una bronca. En lugar de ello Hobie no pronunció una palabra, solo me miró con una especie de dolida rotundidad, envuelto en el halo de la lámpara de trabajo, con las herramientas colgando de la pared que tenía detrás como iconos masónicos. Dejó que le soltara todo lo que tenía que decir y me escuchó en silencio; cuando por fin habló, su voz era más débil que de costumbre, sin pasión. —Está bien. —Parecía una figura de una alegoría: delantal negro, carpintero-místico medio en penumbra—. ¿Y cómo te propones solucionarlo? —Yo… —Esa no era la respuesta que había esperado. Temiendo su cólera (porque Hobie, aunque tenía buen carácter y le costaba enfadarse, tenía mucho genio), me había preparado toda clase de justificaciones y excusas, pero ante esa inquietante calma me resultaba imposible defender mi conducta—. Haré lo que me digas. —No me sentía tan avergonzado ni humillado desde que era niño—. Es culpa mía…, asumo toda la responsabilidad. —Bien. Los muebles están ahí fuera. —Parecía que iba pensando en voz alta, medio hablando consigo mismo—. ¿No se ha puesto en contacto contigo nadie más? —No. —¿Cuánto tiempo hace que sucede? —Oh… —cinco años, por lo menos—, uno o dos años. Hizo una mueca. —Dios mío. —Luego añadió con prisa—: No, no. Me alegro de que hayas sido sincero conmigo. Pero vas a estar ocupado. Tendrás que ponerte en contacto con los clientes, expresarles tus dudas…, no les cuentes todo el asunto, solo diles que han surgido incógnitas y la procedencia no está clara, y ofrécete a comprarles los muebles por el mismo precio que pagaron por ellos. Si no aceptan tu ofrecimiento, estupendo. Tú lo has hecho. Pero si aceptan tendrás que apechugar, ¿entendido? —De acuerdo. —Lo que no le dije, no podía decirle, era que no teníamos suficiente dinero para reembolsar ni a una cuarta parte siquiera de los clientes. En un solo día nos iríamos a la bancarrota. —Has hablado de muebles. ¿Cuáles? ¿Cuántos? —No lo sé. —¿No lo sabes? —Bueno, sí, es solo que… —Theo, por favor. —Estaba irritado; fue un alivio—. Ya basta. Sé sincero conmigo. —Bueno, verás, hice los tratos sin apuntarlo en los libros. En efectivo. Y no te habrías enterado si hubieras mirado los libros de contabilidad… —Theo, no me hagas repetirlo más. ¿Cuántos muebles? Suspiré. —¿Una docena? —Y al ver la mirada atónita en la cara de Hobie, añadí—: ¿Quizá? —En realidad era tres veces esa cantidad, pero estaba seguro de que los clientes a los que había engañado eran demasiado ignorantes para averiguarlo o demasiado ricos para que les importara. —Santo cielo, Theo —dijo Hobie tras un silencio perplejo—. ¿Una docena de muebles? ¿No habrá sido a los precios del Affleck? —No, no —me apresuré a decir (aunque, de hecho, había vendido algunos por el doble)—. Y a ninguno de nuestros clientes habituales. —Esa parte, al menos, era cierta. —¿A quién entonces? —De la costa Oeste. Gente del mundo del cine…, técnicos. También a ejecutivos de Wall Street, pero… tipos jóvenes, ya sabes, más bien palurdos. Dinero tonto. —¿Tienes una lista de los clientes? —Una lista no, pero… —¿Puedes ponerte en contacto con ellos? —Bueno, verás, es complicado, porque… —No me preocupaba la gente que creía que había comprado un auténtico Sheraton a un precio de ganga y se había ido corriendo con su falsificación convencido de que me había estafado. El viejo principio del caveat emptor se aplicaba muy bien allí. Yo nunca había afirmado que esas piezas fueran auténticas. Lo que me preocupaba eran las personas a las que de manera deliberada se las había vendido y a las que también de manera deliberada les había mentido. —No lo apuntaste. —No. —Pero tienes una idea. Puedes localizarlos. —Más o menos. —Más o menos. No sé qué significa eso. —Hay notas…, formularios de envío. Puedo reunirlos. —¿Podemos permitirnos comprarlos todos de nuevo? —Bueno… —¿Sí o no? —Hummm… —No había forma de decirle la verdad, que era que no—, supondrá un esfuerzo. Hobie se frotó un ojo. —Bueno, con esfuerzo o no, tendremos que hacerlo. No tenemos otra elección. Nos apretaremos el cinturón. Aunque lo pasemos mal durante un tiempo…, aunque tengamos que pasar por alto los impuestos. —Y al ver que seguía mirándolo—: Porque no podemos dejar ni uno solo de esos muebles ahí fuera pasando por auténticos. Santo cielo —meneó la cabeza con incredulidad—, ¿cómo demonios lo hiciste? ¡Ni siquiera son buenas falsificaciones! Algunos de los materiales que utilicé…, cogía lo primero que encontraba… —En realidad… —Lo cierto era que el trabajo de Hobie había sido lo bastante bueno para engañar a varios coleccionistas serios, aunque tal vez no era buena idea sacarlo a colación. —… y, verás, con que descubran uno solo de esos muebles que vendiste como auténticos, los descubrirán todos. Pondrán en tela de juicio cada uno de los muebles que han salido de esta tienda. No sé si has pensado en ello. —Hummm… —Había pensado en ello muchas veces. Había pensado en ello sin parar desde esa comida con Lucius Reeve. Hobie guardó silencio durante tanto rato que empecé a ponerme nervioso. Pero solo suspiró y se frotó los ojos, y me dio parcialmente la espalda para inclinarse de nuevo hacia el mueble. Permanecí callado, observando el trazo negro brillante del pincel al dibujar una rama de cerezo. Todo era diferente ahora. Hobie y yo teníamos una sociedad, presentábamos la declaración de renta conjuntamente. Yo era el albacea de su testamento. En lugar de buscarme un piso y mudarme, había optado por quedarme en la habitación de arriba y pagarle un alquiler simbólico, unos pocos cientos de dólares al mes. Él era mi hogar, o mi familia, de tener alguno. Cuando bajaba y lo ayudaba a encolar alguna pieza, no era tanto porque él me necesitara sino por el placer de buscar las abrazaderas y gritar por encima de la música de Mahler a todo volumen; por las noches, cuando a veces íbamos al White Horse para tomar algo, a menudo era para mí el mejor momento del día. —¿Sí? —dijo Hobie, sin desviar la atención de su trabajo, consciente de que seguía de pie detrás de él. —Lo siento. No quería ir tan lejos. El pincel se detuvo. —Theo, sabes muy bien que mucha gente te estaría dando palmaditas en la espalda ahora. Y, si te soy sincero, yo mismo estoy a punto de hacerlo, porque te juro que no sé cómo has podido lograr algo así. Hasta Welty… Welty era como tú, caía bien a los clientes y era capaz de vender cualquier cosa, pero incluso él se las veía y se las deseaba allá arriba con los muebles buenos. No había forma de desembarazarse de un Heppelwhite o un Chippendale auténtico. ¡En cambio tú te has deshecho de esos trastos por una fortuna! —No son trastos —repliqué, alegrándome por una vez de poder decir la verdad—. Muchos de ellos son muy buenos. A mí me engañaron. Creo que no puedes ver lo convincentes que son porque los has hecho tú. —Sí, pero… —guardó silencio, sin saber qué decir— la gente que no entiende de muebles no se gasta dinero en ellos. —Lo sé. —Teníamos un chifonier con pies en forma de cojín estilo reina Ana que en un período de vacas flacas yo había intentado desesperadamente vender al precio justo, que en la escala de precios más baja rondaba los doscientos mil dólares. Hacía años que estaba en la tienda. Pero en los últimos tiempos había recibido algunas ofertas justas, que rechacé, ya que tener una pieza tan irreprochable en la entrada bien iluminada de la tienda ennoblecía los fraudes sepultados al fondo. —Theo, eres un genio. Eres buenísimo en lo que haces, no hay ninguna duda. Pero… —el tono volvía a ser incierto; me di cuenta de que buscaba las palabras—, verás, los vendedores viven de su reputación. Rige el sistema del honor. No te estoy diciendo nada que tú no sepas, pero al final todo se sabe. Lo que quiero decir —dejando gotear el pincel mientas miraba como un miope la cómoda— es que el fraude es difícil de demostrar, aunque si no te ocupas de ello saldrá a la luz tarde o temprano. —Su pulso era firme; el trazo del pincel recto—. Un mueble muy restaurado…, olvídate de la luz negra, te sorprenderías, si alguien lo traslada a una habitación bien iluminada, pues hasta la cámara capta diferencias en el grano que tú nunca verías a simple vista. En cuanto alguien mande fotografiar uno de esos muebles, o, Dios nos libre, decida llevarlos a Christie’s o a Sotherby’s en una subasta de Important Americana… Se hizo un silencio entre los dos que se hizo más serio, más difícil de llenar a medida que se agrandaba. —Theo. —El pincel se detuvo y al cabo de un momento empezó a moverse—. No intento disculparte pero, como sabes muy bien, he sido yo quien te ha puesto en esta situación. Dejándote suelto allá arriba, totalmente solo. Esperando que realizaras el milagro de los panes y los peces. Eres muy joven… —Y, volviéndose a medias cuando intenté interrumpirlo, añadió con tono cortante—: Lo eres, y tienes grandes dotes para llevar todos los aspectos del negocio en los que yo nunca me he preocupado, y lo has hecho tan estupendamente sacándonos de los números rojos que me ha ido muy bien esconder la cabeza debajo del ala, sin querer enterarme de lo que pasaba en el piso de arriba. De modo que yo tengo tanta culpa como tú. —Hobie, te juro que yo nunca… —Porque… —cogió el bote de pintura abierto, miró la etiqueta como si no recordara para qué era y lo dejó de nuevo—, bueno, era demasiado bonito para ser cierto, ¿no? Todo este dinero que nos llegaba como caído del cielo. ¿Y acaso yo hice preguntas? No. No creas que no soy consciente…, si tú no hubieras estado tan ocupado allá arriba reactivando el negocio ahora estaríamos alquilando este espacio y buscando un lugar donde vivir. Así que mira, empezaremos de cero…, haremos borrón y cuenta nueva, y lo tomaremos como venga. Paso a paso. Es lo único que podemos hacer. »Mira, quiero dejarte algo claro… —su calma me destrozaba—: En el fondo, toda la responsabilidad es mía. Solo quiero que lo sepas. »Aun así —sacudió el pincel con una destreza ensayada y reflexiva que resultaba curiosamente inquietante—, dejémoslo por el momento, ¿de acuerdo? —Y cuando intenté decir algo más añadió—: No, por favor. Quiero que te ocupes de ello, y yo haré lo posible por ayudarte si hay algo concreto que pueda hacer, pero por lo demás no quiero hablar más del asunto. ¿Entendido? Fuera: lluvia. En el sótano había humedad, un desagradable frío subterráneo. Me quedé mirándolo, sin saber qué hacer o qué decir. —Por favor, no estoy irritado. Solo quiero continuar con esta cómoda. Todo se solucionará. —Al ver que yo no me movía—: Ahora ve arriba, por favor. Estoy en una fase delicada y necesito concentrarme si no quiero que me salga un bodrio. XVII Sin decir una palabra subí a mi habitación, haciendo crujir ruidosamente los escalones, y pasé por delante de las torturantes fotos de Pippa que no podía soportar mirar. Entré en casa con la idea de dar primero la noticia fácil y pasar luego al bombazo. Pero aun sucio y desleal como me sentía, no me vi con fuerzas para hacerlo. Cuanto menos supiera Hobie del cuadro más a salvo estaría. Era un error en todos los sentidos involucrarlo en ese otro asunto. Sin embargo, me habría gustado tener a alguien con quien hablar, en quien confiar. Cada pocos años aparecía algún artículo sobre las obras de arte desaparecidas: aparte de mi jilguero y de dos Van der Ast prestados, había piezas valiosas de la Edad Media y varios objetos de arte egipcio antiguo; los eruditos habían escrito artículos y publicado incluso libros; en la página web del FBI se mencionaba como uno de los diez principales delitos de arte; en el pasado me reconfortaba que la mayoría de la gente diera por hecho que quien había huido con los Van der Ast de las galerías veintinueve y treinta también había robado mi cuadro. Casi todos los cadáveres de la galería veintidós estaban concentrados junto a la entrada derruida; según los investigadores, transcurrieron diez segundos, quizá hasta treinta, antes de que se desprendiera el dintel, tiempo de sobras para que salieran unas pocas personas. Habían analizado los escombros de la galería veintidós con fanática minuciosidad, y si bien se encontró el marco de El jilguero intacto (que colgaba ahora vacío en la pared del Mauritshuis, en La Haya, «en memoria de la pérdida irreemplazable de nuestro patrimonio cultural»), no localizaron ningún fragmento del cuadro en sí ni de la pintura desconchada. Pero como había sido pintado sobre madera, existía la teoría (defendida con énfasis por un historiador célebre a quien yo le estaba agradecido) de que El jilguero se cayó del marco y se vio envuelto en las grandes llamas que destruyeron la tienda de objetos de regalo, el epicentro de la explosión. Yo había visto al historiador en un documental de la PBS, paseándose de un lado para otro delante del marco vacío del Mauritshuis y clavando en la cámara su poderosa mirada de experto en medios de comunicación. «Que esa diminuta obra de arte sobreviviera a la explosión de pólvora de Delft para, siglos después, hallar su final en otra explosión causada por el hombre es uno de esos extraños giros del destino dignos de O. Henry o Guy de Maupassant». En cuanto a mí, la versión oficial de los hechos —impresa en varias fuentes y aceptada como la verdadera— era que me encontraba a varias salas de distancia de El jilguero cuando estalló la bomba. Con los años varios medios intentaron entrevistarme y yo siempre me negaba; pero muchas personas, testigos oculares, habían visto a mi madre en la galería veinticuatro poco antes de morir, la bonita mujer morena de la gabardina de raso; y muchos de esos testigos oculares me situaban a su lado. En la galería veinticuatro murieron cuatro adultos y tres niños; y en la versión pública de la historia, la versión generalmente aceptada, yo era uno más de esos cuerpos del suelo, inconscientes y pasados por alto en medio del caos. Sin embargo, el anillo de Welty era la prueba física de dónde me encontraba. Por fortuna, a Hobie no le gustaba hablar de la muerte de Welty, pero de vez en cuando —no muy a menudo, normalmente entrada la noche, cuando había tomado unas cuantas copas—, se sentía impulsado a recordar. «¿Te imaginas cómo me sentí…? ¿No es un milagro que…?». Algún día alguien acabaría atando cabos. Yo siempre lo había sabido y, sin embargo, en mi aturdimiento causado por las drogas me dejé llevar por las circunstancias haciendo caso omiso del peligro. Quizá nadie prestara atención. Quizá no se enterara nadie. Sentado en un lado de la cama, miraba por la ventana hacia la calle Diez: gente que acababa de salir del trabajo, que iba a cenar fuera, carcajadas agudas. Una lluvia fina y brumosa caía oblicua en el círculo blanco de luz que proyectaba la farola al otro lado de la ventana. Todo se veía inestable y severo. Me moría por una pastilla, y estaba a punto de levantarme y prepararme una copa cuando, justo fuera de la luz, ajena al tráfico que iba y venía por la calle, reparé en una figura sola e inmóvil bajo la lluvia. Al cabo de un minuto, viendo que seguía allí de pie, apagué la lámpara y me acerqué a la ventana. En respuesta la silueta se apartó aún más de la luz de la farola; y aunque sus facciones no eran discernibles en la oscuridad me hice una idea bastante clara de aquel hombre: hombros altos y encorvados, piernas tirando a cortas y torso grueso irlandés. Tejanos, capucha, botas pesadas. Se quedó inmóvil durante un rato, una silueta con un aire de obrero que se veía fuera de lugar a esas horas de ayudantes de fotógrafos, parejas bien vestidas y universitarios eufóricos que salían a cenar con sus parejas. De pronto se volvió y echó a andar. Se alejaba con rápida impaciencia; cuando se adentró en el siguiente cerco de luz vi que sacaba algo del bolsillo y marcaba un número, cabizbajo y distraído. Dejé caer la cortina. Estaba bastante seguro de ver cosas, de hecho veía cosas todo el tiempo, formaba parte de vivir en una ciudad moderna, esa pizca casi invisible de terror, de catástrofe, dando respingos con las alarmas de los coches, siempre esperando que pasara algo, el olor a humo, el ruido de cristales rotos. Y sin embargo no estaba tan seguro de que fuera cosa de mi imaginación. Todo estaba silencioso. La luz de la calle que entraba a través de la cortina de encaje proyectaba formas distorsionadas sobre las paredes. Siempre supe que era una equivocación guardar el cuadro, y aun así lo guardé. Nada bueno podía salir de ello. No me servía para nada ni me daba satisfacción alguna. En Las Vegas lo miraba siempre que me apetecía, cuando estaba enfermo, soñoliento o triste, a primera hora de la mañana o en mitad de la noche, en otoño, verano, cambiando con el tiempo y de sol. Una cosa era ver un cuadro en un museo, pero contemplarlo bajo todas esas luces, estados anímicos y estaciones diferentes era apreciarlo de mil formas distintas; guardarlo encerrado en la oscuridad —un objeto hecho de luz, que solo vivía en la luz— no estaba bien por muchas razones que no sabría explicar. No solo no estaba bien sino que era una locura. Fui a la cocina para buscar un vaso con hielo y me lo llevé al aparador, donde me serví un vodka, luego regresé a mi habitación y saqué el iPhone del bolsillo de la chaqueta. Después de marcar de forma refleja los tres primeros dígitos del buscador de Jerome, colgué y marqué el número de los Barbour. Se puso Etta. —¡Theo! —exclamó como si se alegrara de oír mi voz, con la televisión de la cocina de fondo—. ¿Quiere hablar con Katherine? —Solo la familia de Kitsey y sus amigos muy íntimos la llamaban Kitsey; para todos los demás era Katherine. —¿Está en casa? —Vendrá después de cenar. Sé que esperaba su llamada. —Hummm… —No pude evitar sentirme satisfecho—. ¿Puede decirle que la he llamado? —¿Cuándo va a venir a vernos? —Espero que pronto. ¿Está Platt? —No, también ha salido. Le diré sin falta que ha llamado. Vuelva a hacernos una visita. Colgué y, sentado en un lado de la cama, me bebí el vodka. Era tranquilizador saber que podía llamar a Platt si lo necesitaba, no para hablarle del cuadro, pues no me fiaba tanto de él como para cargarlo con ese peso, sino en lo tocante a Reeve y la cómoda. Era mala señal que Reeve no hubiera dicho una palabra al respecto. Pero ¿qué podía hacer él? Cuantas más vueltas le daba más me convencía de que Reeve había ido demasiado lejos al encararse tan abiertamente conmigo. ¿Qué provecho sacaría persiguiéndome por ese mueble? ¿Qué ganaría si ellos me detenían, recuperaban el cuadro y se lo arrebataban para siempre de las manos? Si de verdad lo quería, no podía hacer más que retirarse y dejar que yo lo condujera hasta él. Lo único que yo tenía a mi favor —lo único— era que Reeve no sabía dónde estaba el cuadro. Podía contratar a quien quisiera para que me siguiese, pero mientras yo permaneciera alejado del almacén él no tenía forma de dar con él. 10 «El idiota» I —¡Oh, Theo! —exclamó Kitsey un viernes por la tarde poco antes de Navidad, cogiendo uno de los pendientes de esmeraldas de mi madre y sosteniéndolo bajo la luz. Habíamos comido sin prisas en el Fred, después de pasar toda la mañana en Tiffany mirando cuberterías y diseños de vajillas—. ¡Son preciosos! Solo que… —Arrugó la frente. —¿Sí? —Eran las tres de la tarde, y el restaurante seguía lleno de gente y de voces. Un momento antes ella había salido para hacer una llamada y entonces saqué los pendientes del bolsillo y los dejé sobre el mantel. —Bueno, es solo… —Fruncía el entrecejo como si mirara un par de zapatos que aún no sabía si quería comprar—. Quiero decir que… son maravillosos, muchas gracias, pero… ¿serán apropiados para el día en cuestión? —Bueno, eso depende de ti —repliqué cogiendo mi Bloody Mary y tomando un largo trago para disimular mi sorpresa y disgusto. —Porque son esmeraldas. —Se llevó un pendiente a una oreja y miró de reojo pensativa—. ¡Me encantan! Pero… —Volvió a sostenerlas en alto para que centellearan a la difusa iluminación del techo— la esmeralda no es la piedra que me va mejor. Creo que quizá queden un poco duras, ¿sabes? Sobre el blanco del vestido y el color de mi cara. ¡Eau de Nil! Mamá tampoco puede llevar verde. —Haz lo que quieras. —Estás enfadado. —No, no lo estoy. —¡Sí que lo estás! ¡Te he ofendido! —No, solo estoy cansado. —Pareces de un humor de perros. —Por favor, Kitsey, estoy cansado. Habíamos hecho un esfuerzo heroico para buscar un piso, un proceso frustrante que en general nos tomamos con humor, aunque los espacios vacíos y las habitaciones con la estela de otras vidas abandonadas despertaban (en mí) muchos ecos desagradables de mi niñez: cajas de mudanza, olores de cocina y dormitorios en penumbra y la vida que había desaparecido de ellos; es más, sentía un inquietante zumbido mecánico que (al parecer) solo oía yo, aprensiones sofocantes que las voces de los agentes, que rebotaban alegremente contra las superficies pulidas mientras encendían las luces y señalaban los electrodomésticos de acero inoxidable, no lograban disipar. ¿Y por qué me sentía así? No todos los pisos que veíamos habían sido desocupados por razones trágicas, como en cierto modo creía. El hecho de que yo oliera a divorcio, bancarrota, enfermedad y muerte en casi todas las viviendas era sin duda engañoso; además, ¿qué daño podían hacernos a Kitsey y a mí los problemas de todos esos inquilinos anteriores, ya fueran reales o imaginarios? «No te desanimes —me decía Hobie (quien, como yo, era muy sensible a las almas de los objetos y de las habitaciones, las emanaciones que dejaba el tiempo). Tómatelo como un trabajo. Es como ordenar una caja llena de objetos difíciles de clasificar. Si perseveras y sigues mirando siempre aparece lo que buscas». Y tenía razón. Me lo había tomado con humor, al igual que ella, propulsado de aquí para allá a través de casas de sombrías preguerras habitadas por fantasmas de ancianas judías solitarias y frías monstruosidades de vidrio, donde sabía que nunca podría vivir sin tener la sensación de que al otro lado de la calle había apostado un francotirador apuntándome con un rifle. Nadie esperaba que la búsqueda de piso fuera divertida. En comparación, la perspectiva de ir a Tiffany con Kitsey para encargar la lista de boda me pareció un entretenimiento agradable. Reunirnos con la especialista en bodas, señalar lo que nos gustaba y salir flotando de allí para disfrutar de una comida navideña mano a mano. En lugar de ello —de manera inesperada—, me sentí aturdido por el estrés al recorrer uno de los establecimientos más abarrotados de Manhattan un viernes cercano a la Navidad: ascensores repletos, escaleras atestadas por las que desfilaban hordas de turistas, personas comprando regalos que se apretujaban en filas de cinco o seis delante de los mostradores para adquirir relojes, fulares, bolsos y relojes de mesa, libros sobre etiqueta y toda clase de mercancías superfluas del característico azul turquesa de Tiffany. Dimos vueltas penosamente por la quinta planta durante horas, seguidos por una experta en bodas que se esforzaba en prestar un servicio impecable y ayudarnos a tomar decisiones con una confianza que yo percibía como un acoso («El diseño de la porcelana debería decirles a los dos: Esto es lo que somos como pareja… Es una forma importante de afirmar su estilo»), mientras Kitsey revoloteaba de un puesto a otro —«¡La del borde dorado!, ¡no, la azul!…, espera, ¿cuál es la primera que hemos visto? ¿Te parece excesiva la octogonal?»— y la especialista metía baza con solícitas exégesis —«geometría urbana…, floreado romántico, elegancia atemporal…, destello llamativo…»—; a pesar de que yo no paraba de decir: «sí, claro, esa está bien, esa otra también, me gustan las dos, tú decides, Kits», la especialista seguía sacando nuevos diseños, esperando de mí una manifestación más firme de mis preferencias, señalándome con delicadeza los puntos más refinados de cada una, el sobredorado allí, los rebordes pintados a mano allá, hasta que me vi obligado a morderme la lengua para no decir lo que pensaba en realidad: que pese a la admirable factura, me traía totalmente sin cuidado si Kitsey escogía un diseño u otro, pues a mis ojos todos eran iguales: vajillas nuevas sin encanto y carentes de vida, por no hablar del precio: ¿ochocientos dólares por un plato hecho ayer? ¿Un plato? Por menos de una cuarta parte del precio de esa fría y brillante vajilla recién salida del horno podían adquirirse vajillas del siglo XVIII. —¡Pero es imposible que te gusten lo mismo todas! Y, sí, yo sigo volviendo a la de art déco —dijo Kitsey a nuestra paciente dependienta que rondaba alrededor—, pero por mucho que me guste, quizá no sea la más adecuada para nosotros. —Luego, volviéndose hacia mí—: ¿Tú qué opinas? —La que tú quieras. Cualquiera, de verdad… —respondí, metiéndome las manos en los bolsillos y desviando la vista, ya que ella seguía parpadeando hacia mí con respeto. —Se te ve muy nervioso. Ojalá me dijeras cuál te gusta. —Sí, pero… —Yo había desembalado tantas vajillas de parejas rotas y de personas fallecidas que percibía una nota indescriptiblemente triste en esos muestrarios prístinos y flamantes, con la promesa tácita de que una vajilla nueva y reluciente auguraba un futuro asimismo brillante y libre de tragedias. —¿Chinois? ¿O aves del Nilo? Di algo, Theo, sé que prefieres una de las dos. —No pueden equivocarse con ninguno de ellos. Los dos son divertidos y originales. Y este es un diseño sencillo de diario —añadió la solícita especialista; sin duda «sencillo» era para ella un adjetivo clave a la hora de tratar con novios malhumorados y abrumados—. En realidad sencillo y neutro. —Parecía formar parte del protocolo de la lista de boda que el novio seleccionara la vajilla de diario (para todas esas fiestas de la Super Bowl que yo organizaría con mis amigotes, ja, ja) mientras que la «vajilla formal» debía dejarse a la voz de la experiencia: las mujeres. —Está bien —respondí, más cortante de lo que me proponía, cuando me di cuenta de que esperaban que dijera algo. La vajilla moderna, simple y blanca, no era algo que me entusiasmara demasiado, y menos aún a cuatrocientos dólares el plato. Me hizo pensar en las agradables ancianas vestidas de Marimekko que a veces iba a ver a la torre Ritz: viudas con pulseras de pantera, turbante y voz ronca que querían mudarse a Miami y cuyos pisos estaban llenos de muebles de cristal ahumado y acero cromado que habían adquirido en los años setenta por medio de sus decoradores al precio de un buen mueble estilo reina Ana, pero que (como me tocaba a mí comunicarles, a regañadientes) no conservaban su valor y no podían venderse de nuevo ni a la mitad del precio que habían pagado. —La porcelana… —La experta en bodas recorría el borde del plato con una uña esmaltada de un tono incoloro—. Así es como me gusta que mis parejas piensen en cuberterías, cristalerías y vajillas…, como el ritual del final del día. Vino, diversión, familia, intimidad. Una vajilla de porcelana fina es una excelente forma de poner cierto estilo y romanticismo para siempre en su matrimonio. —Ya —volví a decir. Pero la sensiblería me horrorizaba; y los dos Bloody Mary que me tomé luego en el Fred no consiguieron eliminar del todo ese regusto. Kitsey miraba los pendientes con lo que interpreté como dudas. —Está bien, los llevaré en la boda. Son preciosos. Y sé que eran de tu madre. —Quiero que te pongas lo que desees. —Te diré lo que creo. —Juguetona, me cogió una mano—. Creo que necesitas dormir un poco. —Ni que lo digas —repuse, llevándome su mano a la cara y recordando lo afortunado que era. II Todo había sucedido muy deprisa. Ni dos meses después de la cena en casa de los Barbour, Kitsey y yo estábamos saliendo prácticamente todos los días; dábamos largos paseos y cenábamos (a veces en Match 65 o Le Bilboquet, otras unos sándwiches en la cocina), y hablábamos de los viejos tiempos, de Andy, de los domingos lluviosos jugando al Monopoly («erais tan malos…, Shirley Temple contra Henry Ford y J. P. Morgan…»), de la noche que ella se echó llorar porque le hicimos ver Hellboy en lugar de Pocahontas, y de las horribles cenas de americana y corbata (horribles al menos para los más niños, sentados rígidamente en el club náutico delante de un vaso de Coca-Cola con una rodaja de limón, mientras el señor Barbour buscaba con la mirada a Javier, su camarero favorito, con quien insistía en practicar su ridículo español de Xavier Cugat), de los amigos del colegio, de las fiestas…, siempre había algo de que hablar, ¿te acuerdas de eso?, ¿te acuerdas de cuando…? No era como con Carole Lombard, con quien todo era alcohol, cama y poca conversación. A pesar de que Kitsey y yo éramos muy distintos, eso no parecía un obstáculo; al fin y al cabo, como señaló Hobie con bastante sentido común, ¿acaso el matrimonio no era una unión de contrarios? ¿No se suponía que yo tenía que introducir en la vida de ella nuevas ocupaciones, y viceversa? Además (me decía a mí mismo), ¿no era el momento de dar el paso, soltarse y dar la espalda al jardín que me había sido vedado? ¿De vivir el presente, de concentrarse en el ahora en lugar de llorar por lo que nunca tendría? Durante años me había revolcado en un vivero de dolor inútil: Pippa, Pippa, Pippa, euforia y desesperación, era el nunca acabar; incidentes en apariencia insignificantes que me lanzaban a las estrellas o me sumergían en mudas depresiones; su nombre pronunciado por teléfono o mencionado en un correo electrónico que acababa «Con cariño» (que era como Pippa siempre se despedía en sus correos dirigidos a todos) me dejaba flotando durante días, mientras que si al telefonear a Hobie ella no quería hablar conmigo (¿y por qué iba a querer?), me hundía en la tristeza. Me engañaba a mí mismo, y lo sabía. Peor aún; en lo más profundo de mi ser mi amor por Pippa se mezclaba con mi madre, la muerte de mi madre, la pérdida de mi madre y la incapacidad de recuperarla. Todo ese anhelo ciego e infantil de salvar y ser salvado, de rebobinar el pasado y cambiarlo, por alguna razón había quedado vinculado ansiosamente a Pippa. Había algo inestable, enfermizo en ello. Veía cosas que no existían. Me encontraba a solo un paso de acabar como uno de esos tipos solitarios que viven en un cámping de caravanas y acechan a una chica que han visto en el centro comercial. Porque la verdad era que Pippa y yo nos veíamos unas dos veces al año; nos escribíamos correos electrónicos y mensajes de texto, pero con poca regularidad; cuando ella estaba en la ciudad, nos prestábamos libros e íbamos juntos al cine; éramos amigos, nada más. Mis esperanzas de tener una relación con ella eran completamente irreales, mientras que mi sufrimiento continuo y mi frustración eran una realidad insoportable. ¿Una obsesión infundada, imposible y no correspondida no era una forma de malgastar el resto de mi vida? Soltarme fue una decisión consciente. Para ello necesité todo lo que tenía, como un animal que se roe un miembro para escapar de una trampa. De algún modo lo logré; y al otro lado estaba Kitsey, mirándome divertida con sus ojos gris claro. Lo pasábamos bien juntos. Congeniábamos. Era el primer verano que ella pasaba en la ciudad, «en toda mi vida», pues la casa de Maine estaba cerrada a cal y canto desde que el tío Harry y los primos se habían ido a Canadá y a las islas de la Madeleine, y «estoy algo perdida aquí con mamá, y…, ¡por favor, hagamos algo juntos! ¿Te vendrías conmigo a la playa este fin de semana?». Así que los fines de semana íbamos a East Hampton, donde nos alojábamos en la casa de unos amigos de ella que estaban pasando el verano en Francia; los días de entre semana quedábamos a la salida del trabajo por el centro y bebíamos vino tibio en algún café; noches en una Tribeca desierta, con las aceras ardiendo y un aire sofocante que salía de las rejillas de ventilación del metro y hacía saltar chispas de la punta de mi cigarrillo. En las salas de cine siempre se estaba fresco, así como en el salón del King Cole y en el Oyster Bar de Grand Central. Dos tardes a la semana —con sombrero y guantes, pulcras faldas y Jack Purcells, y untada de la cabeza a los pies de protector solar del factor más alto (porque, como Andy, era totalmente alérgica al sol)— Kitsey iba sola a Shinnecock o Maidstone en su Mini Cooper negro con la parte trasera adaptada para llevar un juego de palos de golf. A diferencia de Andy, ella parloteaba y revoloteaba, y se reía con nerviosismo y de sus propias bromas; recordaba a la energía que transmitía su padre pero sin parecer irónica ni inconexa. Si se hubiera empolvado la cara y dibujado un lunar en la mejilla, habría pasado por una cortesana de Versalles, con su tez blanca y las mejillas rosadas, y su alegría racheada. Llevaba diminutos vestidos de lino, tanto en el campo como en la ciudad, complementados con bolsos de piel de cocodrilo clásicos de Gaga; dentro de los Christian Louboutins de tacón sobre los que se tambaleaba («¡zapatos duele-duele!») llevaba su nombre y su dirección mecanografiados, por si se los quitaba de una patada para bailar o nadar, y se olvidaba de dónde los había dejado; zapatos plateados, zapatos bordados, con cintas y puntiagudos, a mil dólares el par. «¡Malvado!», gritaba por las escaleras cuando, a las tres de la madrugada, borracho de ron con Coca-Cola, yo bajaba finalmente a la calle dando tumbos para tomar un taxi porque tenía que trabajar al día siguiente. Fue ella quien me propuso matrimonio. Mientras íbamos a una fiesta. Chanel n.º 19, un vestido azul celeste. Habíamos salido del apartamento de Park Avenue, ambos un poco ebrios tras tomar unos cócteles; en cuanto cruzamos el portal las farolas se encendieron de golpe, y nos detuvimos en seco y nos miramos: ¿éramos nosotros los artífices de eso? Fue tan gracioso que empezamos a reírnos histéricos; era como si la luz saliera de nosotros y alumbráramos Park Avenue. Cuando Kitsey me cogió la mano y dijo: «¿Sabes qué creo que deberíamos hacer, Theo?», supe exactamente lo que iba a decirme. —¿Crees que deberíamos? —¡Sí, por favor! ¿Tú no? Creo que haríamos feliz a mamá. Ni siquiera habíamos fijado la fecha, que no paraba de cambiar en función de la disponibilidad de la iglesia, la disponibilidad de ciertos invitados imprescindibles, de una regata o de la salida de cuentas de una amiga embarazada, lo que fuera. De ahí que yo no estuviera seguro de cómo había cobrado envergadura —con una lista de invitados de muchos cientos, unos gastos que ascendían a muchos miles de dólares, y el vestuario y la coreografía de una función de Broadway— hasta convertirse en semejante producción. Sabía que a veces la madre de la novia era la responsable de las bodas de tal magnitud, pero en este caso no se podía culpar a la señora Barbour, a quien apenas lográbamos apartar de su habitación y de su costurero, nunca respondía las llamadas telefónicas ni aceptaba invitaciones y ya no iba nunca a la peluquería, ella que en el pasado se arreglaba el pelo cada dos días sin falta y tenía hora fija a las once de la mañana antes de salir a comer. —¿No crees que mamá estará encantada? —me susurró Kitsey, clavándome su pequeño codo en la costilla mientras regresábamos con prisas a la habitación de la señora Barbour. Y la alegría de la señora Barbour al darle la noticia («Díselo tú —dijo Kitsey—, le hará aún más ilusión si se entera por ti») era un momento que nunca me cansaba de recordar: la sorpresa que se reflejó en su mirada, seguida de la satisfacción que afloró sin contención en su cara fría y cansada. Una mano tendida hacia mí y la otra hacia Kitsey… Pero esa bonita sonrisa —nunca la olvidaría— era todo para mí. ¿Quién podía imaginar que estaba en mi mano hacer tan feliz a alguien? ¿O que yo mismo me sentiría tan feliz? Mi estado de ánimo era como un tirachinas; después de tantos años encerrado y anestesiado, mi corazón zumbaba y golpeaba alrededor como una abeja capturada dentro de un vaso, todo era brillante, intenso, confuso, erróneo…, pero era un dolor limpio, a diferencia del sufrimiento apagado que me había atormentado durante años bajo el efecto de las drogas como un diente cariado, el dolor sucio e infectado de algo podrido. La claridad era emocionante; era como si me hubiera quitado unas gafas con los cristales sucios que volvían borroso todo lo que veía. Durante el verano estuve delirante: estremecido, atontado, energético, funcionando a base de ginebra y cócteles de gambas y el vigorizante impacto de las pelotas de tenis. Y en lo único que podía pensar era en Kitsey, Kitsey, Kitsey. Ya habían transcurrido cuatro meses y era diciembre, con sus mañanas frías y algún repique navideño en el aire; Kitsey y yo estábamos prometidos, y qué afortunado me sentía; pero a pesar de que todo era perfecto, los corazones y las flores, como el final de una comedia musical, me encontraba mal. Por razones que desconocía, la ráfaga de energía que me había permitido funcionar todo el verano me abandonó de golpe a mediados de octubre, sumiéndome en una tristeza que se prolongaba sin fin en todas direcciones; con alguna salvedad (Kitsey, Hobie, la señora Barbour), detestaba tener a gente alrededor, no me concentraba en lo que me decían, no podía hablar con los clientes, no era capaz de hacer el seguimiento de un mueble ni de coger el metro, todas las actividades humanas me parecían inútiles, incomprensibles, un hormiguero negro y pululante en medio de la nada; allá donde miraba no había un rayo de sol, los antidepresivos que tomaba obedientemente desde hacía ocho semanas tragando sumisamente no surtían efecto, tampoco lo que tomaba antes (claro que lo había probado todo; al parecer me contaba entre el veinte por ciento de desgraciados que en lugar de campos de margaritas y mariposas solo experimentaban jaquecas severas y pensamientos suicidas); y aunque a veces la oscuridad se levantaba lo justo para reconocer mi entorno, unas formas conocidas que se concretaban como los muebles de mi habitación al amanecer, siempre se volvía todo negro antes de que lograra orientarme, y me encontraba allí de nuevo con tinta en los ojos, consumiéndome en la oscuridad. Ignoraba por qué me sentía tan perdido. No había superado lo de Pippa y lo sabía, tal vez nunca lo superara y fuera algo con lo que tendría que vivir, la tristeza de amar a alguien a quien no podías tener; pero también sabía que mi problema más inmediato era estar a la altura de un ritmo social que (al menos a mis ojos) iba inquietantemente en aumento. Kitsey y yo ya no disfrutábamos de esas veladas reconstituyentes à deux, los dos solos cogidos de la mano en el mismo lado del reservado de un restaurante oscuro. En lugar de ello casi todas las noches cenábamos con sus amigos en casas particulares y restaurantes concurridos; compromisos agotadores en los que (nervioso sin el efecto de los opiáceos y sacudido hasta la última sinapsis) me costaba mostrarme sociable, sobre todo cuando salía del trabajo cansado. Luego estaban los preparativos de la boda, una avalancha de ocupaciones triviales que se suponía que debían despertar en mí un interés tan entusiasta como lo hacían en ella, y ráfagas de papel de seda de colores que caían sobre catálogos y mercancías. Para Kitsey, era como un empleo a jornada completa; ir a las papelerías y las floristerías, indagar sobre servicios de catering y proveedores, amontonar muestrarios de telas, cajas de pastelillos de mazapán y tartas de boda de muestra, agobiándose a menudo y pidiéndome que la ayudara a escoger entre dos tonos casi idénticos de marfil y lavanda de una tabla de colores, invitando varias veces a sus damas de honor a pasar la noche y organizando «un fin de semana de chicos» (¿iniciativa de Platt?, al menos podía contar con que habría alcohol). Y luego los planes para la luna de miel, y los montones de folletos de papel satinado (¿Fiyi o Nantucket? ¿Míconos o Capri?). «Fantástico», decía yo sin parar, con el nuevo tono afable con que hablaba con Kitsey, «pinta muy bien», aunque, teniendo en cuenta a su familia y su historial con el agua, parecía extraño que a ella no le interesara ir a Viena, París, Praga o cualquier otro destino que no fuera literalmente una isla en medio del aterrador océano. Aun así, nunca me había sentido tan seguro acerca del futuro; y cuando me recordaba a mí mismo lo acertado que era el rumbo tomado, como a menudo tenía ocasión de hacer, pensaba no solo en Kitsey sino también en la señora Barbour, cuya felicidad me reconfortaba y llenaba el corazón a través de canales que llevaban años enteros secos. La noticia de nuestra boda la reanimó y alegró visiblemente; empezó a moverse por la casa, se daba un toque rosa de lo más discreto en los labios y hasta las conversaciones más corrientes que manteníamos se veían animadas por una luz tranquila, estable y constante que ampliaba el espacio que nos rodeaba e iluminaba con serenidad los más oscuros recovecos de mi alma. —Nunca pensé que volvería a estar tan contenta —me confió en voz baja una noche durante la cena, cuando Kitsey se levantó de pronto y salió corriendo para contestar el teléfono como solía hacer, y nos quedamos los dos solos sentados a la mesa de cartas de su habitación, jugueteando incómodos con los espárragos y las rodajas de salmón de nuestros platos—. Porque tú siempre fuiste muy bueno con Andy, animándolo e infundiéndole seguridad en sí mismo. Contigo él siempre daba lo mejor de sí. Y me alegro mucho de que vayas a formar parte de la familia oficialmente, de que vayamos a hacerlo de forma legal, porque…, bueno, supongo que no debería decirlo, espero que no te importe si te hablo con el corazón, pero siempre te he visto como un hijo más, ¿lo sabías? Incluso cuando eras pequeño. Ese comentario me chocó y me conmovió de tal modo que reaccioné tartamudeando cohibido. Al ver mi confusión, ella se compadeció y cambió de tema de conversación. Sin embargo, cada vez que lo recordaba me inundaba una sensación de bienestar. Un recuerdo igual de gratificante (si bien innoble) era el breve y sorprendido silencio que se hizo cuando le di a Pippa la noticia por teléfono. Una y otra vez recordaba esa pausa, saboreando su perplejidad. —Oh —dijo luego, recobrándose—. ¡Qué alegría, Theo! ¡Estoy deseando conocerla! —Es maravillosa —dije con malicia—. Estoy enamorado de ella desde que éramos niños. Algo que, como iba descubriendo de distintas formas, era cierto. La interacción entre pasado y presente era intensamente erótica; obtenía un placer infinito recordando el desdén de una Kitsey de nueve años hacia el chico timorato de trece que era yo (poniendo los ojos en blanco y haciendo un mohín cuando le tocaba sentarse a mi lado en la mesa del comedor). Y disfrutaba aún más con la estupefacción que no podía disimular la gente que nos había conocido de niños: ¿Tú y Kitsey Barbour? ¿De verdad? Me divertía el humor y la perversidad del asunto, la pura improbabilidad; metiéndome en su habitación cuando su madre dormía, la misma habitación que ella siempre tenía cerrada cuando éramos niños para impedir que yo entrara y donde no había cambiado nada desde los tiempos de Andy, con el mismo papel pintado de toile rosa en las paredes y los letreros escritos a mano —«Prohibida la entrada», «No molestar»—, yo siguiéndola mientras ella cerraba la puerta llevándose un dedo a la boca que luego deslizaba por mis labios, ese delicioso primer revolcón en su cama, ¡chissss!, mamá está durmiendo. Todos los días había numerosas ocasiones para recordarme lo afortunado que era. Kitsey nunca se cansaba; nunca estaba triste. Era atractiva, entusiasta, cariñosa. Poseía una belleza con una cualidad luminosa, blanca como el azúcar, que hacía que la gente se volviera por la calle para mirarla. Yo admiraba lo sociable que era, lo conectada que estaba con el mundo, lo divertida y espontánea que se mostraba —«¡pequeña cabeza hueca!», como la llamaba Hobie con gran ternura—, ¡qué bocanada de aire puro era! Todo el mundo la quería. Y, sin embargo, pese a su contagioso desenfado, yo veía con cierto reparo el hecho de que Kitsey nunca pareciera conmoverse por nada en particular. Hasta mi querida y vieja amiga Carole Lombard se ponía llorosa al hablar de sus exnovios, de los animales de compañía maltratados que veía por la televisión o del cierre de ciertos bares chapados a la antigua de Chicago. Para Kitsey, en cambio, nada parecía ser particularmente apremiante, emotivo o incluso sorprendente. En eso se parecía a su madre y a su hermano, y sin embargo la contención de ellos era de algún modo muy distinta de la forma en que Kitsey hacía un comentario frívolo o trivial cuando alguien sacaba un tema serio. («No es nada divertido», le había oído decir arrugando la nariz con un suspiro medio juguetón cuando la gente le preguntaba por su madre). Por otra parte (y la sola idea hacía que me sintiera morboso y paranoico) yo la observaba esperando aún ver algún indicio de su dolor por Andy y su padre, y empezaba a preocuparme no haber visto ninguno. ¿Acaso no le habían afectado sus muertes? ¿No se suponía que debíamos hablar alguna vez al menos sobre ello? A cierto nivel admiraba su coraje: la barbilla alta, pasando página frente a la tragedia o lo que fuera. Quizá solo era muy comedida y reservada, y había sabido construirse una fachada de manera muy hábil. Pero ese bajío azul centelleante en el mar, tan atrayente a primera vista, aún no había dado paso a aguas más profundas, y a veces yo tenía la desconcertante sensación de vadear con el agua hasta la rodilla esperando encontrar algún socavón, un lugar lo bastante hondo para nadar. Kitsey me estaba dando unos golpecitos en la muñeca. —¿Qué pasa? —Barneys. Ya que estamos aquí quizá deberíamos dar una vuelta por el departamento de cosas para la casa. Sé que a mamá no le gustará mucho que haga allí la lista de bodas, pero podría ser divertido apostar por algo un poco menos tradicional para diario. —No… —dije apurando mi copa—, necesito ir al centro, si no te importa. He quedado con un cliente. —¿Vendrás por casa esta noche? —Kitsey compartía con dos chicas un piso situado en las calles Setenta Este, no muy lejos de la oficina de la organización para la promoción de las artes donde trabajaba. —No estoy seguro. Es posible que tenga que salir a cenar con él. Si puedo, me escaparé. —¿Y a la hora del cóctel? O al menos a las copas de después de cenar, por favor. Todos se quedarán tan decepcionados si no apareces aunque sea un momento. Charles y Bette… —Lo intentaré, te lo prometo. No te los olvides. —Y señalé con la cabeza los pendientes que seguían en el mantel. —Oh, no. Por supuesto que no —dijo ella con aire culpable, cogiéndolos y dejándolos caer en su bolso como si fueran monedas sueltas. III Mientras salíamos juntos y nos fundíamos con las riadas de gente propias de Navidad, me sentí inestable y abatido, y los edificios envueltos en cintas y el brillo de las ventanas no hicieron sino aumentar la tristeza opresiva: oscuros cielos de invierno, grises pasadizos de joyas y pieles, y todo el poder y la melancolía de la riqueza. ¿Qué me pasaba?, pensé mientras cruzaba Madison Avenue con Kitsey, su exuberante abrigo asomando entre la gente. ¿Por qué pensaba mal de ella por no parecer angustiada por la muerte de Andy y su padre, y seguir adelante con su vida? Pero cuando la así el codo y me vi premiado con una sonrisa radiante, volví a sentirme momentáneamente aliviado y me distraje de mis preocupaciones. Habían transcurrido ocho meses desde que dejé a Reeve en aquel restaurante de Tribeca; no se había puesto nadie en contacto conmigo en relación con los muebles falsificados que había vendido, aunque si se daba el caso estaba dispuesto a reconocer mi error: falta de experiencia, era nuevo en el negocio, aquí tiene su dinero, señor, le ruego acepte mis disculpas. De noche, despierto en la cama, me tranquilizaba diciéndome que si las cosas se ponían feas, al menos no había dejado mucho rastro, pues procuraba documentar solo lo estrictamente necesario esas ventas y para los muebles más pequeños ofrecía un descuento en efectivo. Pero aun así. Aun así, solo era cuestión de tiempo. En cuanto un cliente diera un paso adelante habría una avalancha. Ya era bastante terrible mancillar la reputación de Hobie, pero lo peor era que llegaría un momento en que serían tantas las reclamaciones que yo no podría reembolsar el dinero a la gente, y entonces habría pleitos; pleitos en los que aparecería el nombre de Hobie como socio del negocio. Resultaría difícil convencer a un tribunal de que él no estaba enterado de lo que yo hacía, sobre todo en varias de las ventas de la categoría de Important Americana que había realizado, y si llegábamos a eso, ni siquiera estaba seguro de que Hobie hablara en defensa propia si eso significaba dejarme solo en la estacada. De acuerdo, muchas de las personas a las que había vendido esos muebles estaban demasiado forradas para que les importara. Pero aun así. Aun así, ¿qué pasaría cuando alguien decidiera mirar debajo de los asientos de esas sillas de comedor Hepplewhite y advirtiera que no eran iguales, que el veteado de la madera no era el mismo o que las patas no coincidían? O supongamos que llevaran a tasar una mesa y averiguaran que el barniz empleado no se utilizaba o no había sido inventado siquiera en la década de 1770. Todos los días me preguntaba cuándo y cómo saldría a la luz el primer fraude: ¿llegaría una carta de un abogado, recibiría una llamada telefónica del departamento de mobiliario americano del Sotheby’s, o irrumpiría un decorador o un coleccionista en la tienda para enfrentarse conmigo? Hobie, bajando las escaleras, escucha, tenemos un problema, ¿tienes un minuto? Yo no sabía muy bien qué ocurriría si todas esas responsabilidades que sin duda destruirían cualquier matrimonio salían a la luz antes de la boda. No quería ni pensar en ello. Quizá no se celebrara la boda. Sin embargo, por el bien de Kitsey y de su madre, parecía incluso más cruel que se descubriera luego, sobre todo porque la posición de los Barbour ya no era tan acomodada como antes de la muerte del señor Barbour debido a problemas de liquidez. Tenían el dinero inmovilizado en depósitos. Mamá había tenido que reducir a la mitad la jornada de algunos de los empleados y había despedido al resto. Y papá —según me confió Platt cuando intentó despertar mi interés por más antigüedades de la casa— había perdido la chaveta e invertido más del cincuenta por ciento de la cartera en VistaBank, un monstruo de la banca comercial, por «motivos sentimentales» (el tatarabuelo del señor Barbour había presidido uno de los bancos fundadores históricos en Massachusetts que hacía mucho que se había desprendido de su nombre después de fusionarse con Vista). Por desgracia, VistaBank dejó de pagar dividendos y se hundió poco antes de la muerte del señor Barbour. De ahí la drástica reducción de las aportaciones económicas de la señora Barbour a las organizaciones benéficas con las que en otro tiempo había sido tan generosa; y de ahí que Kitsey empezara a trabajar. Por otra parte, Platt ganaba menos en su pequeña editorial con clase, como a menudo me recordaba cuando estaba bebido, que el ama de llaves de su casa en los viejos tiempos. Si las cosas se ponían feas, yo estaba bastante seguro de que la señora Barbour haría todo lo posible por ayudarme; y Kitsey, como mi mujer, se vería obligada a hacerlo tanto si quería como si no. Pero era una mala jugada que yo les estaba haciendo, sobre todo desde que los generosos elogios de Hobie les había convencido a todos (en concreto a Platt, preocupado por los recursos menguantes de la familia) de que yo era una especie de mago de las finanzas que acudía al rescate de su hermana. —Tú sabes cómo ganar dinero —me dijo Platt sin rodeos cuando me comentó lo emocionados que estaban todos de que Kitsey se casara conmigo en lugar de con alguno de los holgazanes con los que había salido—. Ella no. Pero lo que más me preocupaba era Lucius Reeve. Aunque no había vuelto a saber de él acerca del asunto de la cómoda, ese verano empecé a recibir una serie de cartas inquietantes: tarjetas con ribete azul, escritas a mano y sin firmar, con su nombre en letra inglesa impreso en la parte superior: Lucius Reeve: Hace ya tres meses que le hice una propuesta que, desde cualquier punto de vista, es justa y sensata. Su reacción es todo menos razonable. Y más tarde: Han pasado ocho semanas más. Puede comprender mi dilema. El nivel de frustración aumenta. Y tres semanas después, una sola línea: Su silencio no es aceptable. Yo estaba preocupadísimo con esas cartas, aunque intentaba quitármelas de la cabeza. Cuando me acordaba de ellas, que era a menudo y de forma impredecible —a mitad de una comida, mientras me llevaba el tenedor a la boca—, era como si me despertaran de un sueño con una bofetada. En vano intentaba recordarme a mí mismo que las afirmaciones de Reeve en el restaurante eran totalmente infundadas. Darle alguna clase de respuesta era una estupidez. Solo cabía ignorarlo como a un pordiosero agresivo que te cruzas por la calle. Sin embargo, habían sucedido dos inquietantes incidentes en muy poco tiempo. Yo había ido a buscar a Hobie para preguntarle si quería comer fuera. —Un momento —dijo él; estaba revisando la correspondencia en el aparador, con las gafas en la punta de la nariz—. Hummm… —Dio la vuelta a un sobre para comprobar el destinatario, luego lo abrió y sostuvo la tarjeta que encontró dentro a la distancia del brazo para observarla por encima de las gafas antes de acercarla de nuevo—. Mira esto. —Y me la entregó—. ¿Sabes de qué va? En la tarjeta, escrita con la caligrafía de Reeve que ya me resultaba tan familiar, solo se leían dos frases, sin encabezamiento ni firma. ¿A partir de qué momento se vuelve irrazonable este retraso? ¿No podemos avanzar sobre lo que le he propuesto a su joven socio? Pues a ninguno de los dos les puede beneficiar prolongar este impasse. —No, por Dios —dije, dejando la tarjeta en el aparador y desviando la mirada. —¿Qué ocurre? —Es él. El del mueble. —Ah, él —dijo Hobie. Se puso las gafas y me miró en silencio—. ¿Llegó a cobrar el cheque? Me pasé una mano por el pelo. —No. —¿Qué propuesta te hizo? ¿De qué está hablando? —Mira… —Me acerqué al fregadero para coger un vaso de agua, un truco que utilizaba mi padre cuando necesitaba unos momentos para recobrar la compostura—. No quería preocuparte, pero ese tipo se está poniendo muy pesado. He empezado a tirar sus cartas a la papelera sin abrirlas. Si recibes otra te sugiero que hagas lo mismo. —¿Qué quiere? —Bueno… —El grifo hacía ruido; aclaré el vaso. Luego me volví y me pasé una mano por la frente—. Está trastornado. Le extendí un cheque por el mueble, como te dije. Por una cantidad superior a la que pagó. —¿Entonces cuál es el problema? Bebí un sorbo de agua. —Por desgracia tiene algo más en mente. Se piensa, no sé, que tenemos una cadena de montaje aquí abajo y pretende exigir su parte. Mira, en lugar de cobrar el cheque tiene a una señora mayor preparada, con enfermeras las veinticuatro horas del día, y lo que espera es que utilicemos su piso para… Hobie arqueó las cejas. —Colocar los muebles. —Exacto —dije, alegrándome de que fuera él quien lo dijera. «Colocar» era el término con que se conocía la estafa de llevar falsificaciones o antigüedades de poca calidad a casas de particulares cuyos dueños a menudo eran ancianos para luego venderlas a los buitres que se apiñaran alrededor de su lecho de muerte: criaturas bentónicas tan impacientes por estafar a la anciana en la cámara de oxígeno que no se daban cuenta de que ellos mismos estaban siendo estafados—. Cuando intenté devolverle su dinero me salió con esa propuesta. Nosotros proporcionamos los muebles y vamos al cincuenta por ciento. Lleva acosándome desde entonces. Hobie me miró sin comprender. —Eso es absurdo. —Sí… —cerré los ojos y me apreté la nariz—, pero es un tipo muy insistente. Por eso te aconsejo que… —¿Quién es esa señora? —Una pariente entrada en años o algo así. —¿Cómo se llama? Me llevé el vaso a la sien. —No lo sé. —¿Aquí? ¿En la ciudad? —Supongo. —No me gustó el cariz que tomaba su interrogatorio—. De todos modos, tú tira eso a la basura. Siento no habértelo dicho antes, pero no quería preocuparte. Acabará cansándose si lo ignoramos. Hobie miró la tarjeta y luego a mí. —Me la voy a guardar. No —añadió con brusquedad cuando intenté detenerlo—, esto es más que suficiente para ir a la policía si nos vemos obligados a ello. No me importa el mueble… —Levantó una mano para hacerme callar—. No, no, eso no servirá, has intentado arreglarlo y él trata de obligarte a delinquir. ¿Cuánto tiempo hace de esto? —No lo sé. Un par de meses —respondí al ver que seguía mirándome. —Reeve. —Observó la tarjeta con la frente fruncida—. Le preguntaré a Moira. —Moira era el nombre de pila de la señora DeFrees—. Avísame si vuelve a escribirte. —Por supuesto. No quería ni pensar en lo que podía pasar si la señora DeFrees conocía por casualidad a Lucius Reeve o había oído hablar de él, pero por fortuna no volví a saber nada en ese sentido. Era una suerte enorme que la carta dirigida a Hobie fuera tan ambigua. No obstante, la amenaza que encerraba estaba clara. Aun así, era una estupidez que me preocupara por si Reeve la cumplía y acudía a la ley, pues —como me recordaba a mí mismo una y otra vez— la única posibilidad que tenía de conseguir el cuadro era dejarme en libertad para ir a buscarlo. Sin embargo, contra toda lógica, eso solo me hacía anhelar aún más tener el cuadro a mi alcance, para mirarlo cuando quisiera. Aunque sabía que era imposible, todavía pensaba en ello. Allá donde miraba, en todos los apartamentos que Kitsey y yo visitábamos, pensaba en posibles escondites: armarios con altillo, falsas chimeneas, vigas anchas a las que solo se podía llegar con una escalera de mano, tablas de madera en el suelo fáciles de levantar haciendo palanca. Por la noche me quedaba despierto mirando en la oscuridad, fantaseando con un armario a prueba de incendios construido expresamente donde podría tenerlo a buen recaudo o —aún más absurdo— una habitación escondida como la de Barba Azul con la temperatura controlada y cerradura de combinación. Era mío, mío. Miedo, idolatría, acaparamiento. Los encantos y los horrores del fetichismo. Plenamente consciente de mi estupidez, había descargado fotos del cuadro en mi ordenador y en el móvil para recrearme viéndolo a solas, las pinceladas reproducidas de manera digital, un retazo de luz del sol del siglo XVII comprimido en puntos y píxeles, pero cuanto más puro era el color mejor era el efecto de empaste y mayor mi avidez de poseer el cuadro en sí, el objeto irremplazable, maravilloso, impregnado de luz. Ambiente sin polvo. Seguridad las veinticuatro horas del día. Aunque intentaba no pensar en ese australiano que había tenido a la mujer encerrada en el sótano veinte años, por desgracia esa era la imagen que acudía a mi mente. ¿Y si me moría? ¿O me atropellaba un autobús? ¿Podrían confundir el paquete tan poco atractivo con basura y tirarlo al incinerador? En tres o cuatro ocasiones hice llamadas anónimas al almacén para asegurarme de lo que ya sabía después de haber entrado de manera obsesiva en su página web: la temperatura y la humedad cumplían las condiciones indispensables para la preservación de obras de arte. A veces cuando me despertaba todo me parecía un sueño, aunque enseguida recordaba que no lo era. No obstante, era imposible pensar siquiera en ir allí con Reeve acechando como un gato. Tenía que quedarme cruzado de brazos. Por desgracia, el alquiler de mi cubículo vencía dentro de tres meses; y tal como estaba la situación no me parecía sensato ir en persona para prolongarlo. Se trataba solo de pedirle a Grisha o a alguno de sus ayudantes que fuera por mí y lo pagara en efectivo, lo que sin duda harían sin hacer preguntas. Pero entonces ocurrió el segundo incidente desafortunado, porque apenas unos días atrás Grisha me había dejado totalmente estupefacto al acercarse con la cabeza ladeada cuando yo estaba solo en la tienda, sumando los recibos del final de la semana, y decirme: —Mazhor, necesito que nos sentemos a hablar. —¿Sí? —¿Estás en un encierro? —¿Cómo? —Entre el yídish, el ruso barriobajero y la mezcla de su inglés con acento de Brooklyn y el argot que pillaba de las canciones de rap, a veces las expresiones de Grisha escapaban a mi comprensión. Grisha resopló a través de las fosas nasales. —Creo que no me has entendido, amigo. Te estoy preguntado si todo va bien con la ley. —Espera —le dije, pues iba por la mitad de una columna de cifras, luego levanté la vista de la calculadora y añadí—: ¿De qué estás hablando? —Tú mi hermano, yo no condeno ni juzgo. Solo quiero saber, ¿de acuerdo? —¿Por qué? ¿Qué ha pasado? —Hay gente alrededor de la tienda, vigilándola. ¿Sabes algo de eso? —¿Quién? —Miré a través del escaparate—. ¿Cómo? ¿Cuándo ha sido eso? —Quería preguntarte. Me daba miedo ir en coche hasta Borough Park para encontrarme con mi primo Genka para un asunto que tiene entre manos, miedo de que esos tipos se me echaran encima. —¿Encima de ti? —Me senté. Grisha se encogió de hombros. —Cuatro o cinco veces ya. Ayer, al bajar de mi furgoneta, vi a uno de ellos otra vez parado fuera, pero se escabulló por la calle. Con tejanos, mayor, vestido de forma muy informal. Genka no sabe nada pero está asustado, como digo tenemos algo entre manos, me dijo que te preguntara si sabías algo. Nunca habla, solo se queda allí y espera. Quería saber si tiene que ver con tus negocios con el Shvatzah —dijo con discreción. —No. —El Shvatzah era Jerome; hacía meses que no lo veía. —Bueno. Siento muchísimo decírtelo pero creo que podría ser la policía husmeando. Mike también se ha dado cuenta. Creyó que era por la pensión de sus hijos. Pero el tipo se queda ahí fuera sin hacer nada. —¿Cuándo empezó? —¿Quién sabe? Hace al menos un mes. Mike dice que más. —La próxima vez que lo veas, ¿me lo señalarás? —Podría ser un detective privado. —¿Por qué lo dices? —Porque en muchos sentidos parece más bien un expolicía. Mike lo cree, él es irlandés y entiende de polis, y dice que parecía mayor, como un policía retirado quizá. —Entiendo. Pensé en el tipo fornido que había visto por mi ventana. Después de eso lo vi a él o a alguien que se le parecía cuatro o cinco veces más, parado delante del escaparate dentro del horario comercial, siempre cuando yo estaba con Hobie o con un cliente, y no podía encararme con él; aunque tenía un aspecto inofensivo, con su chaqueta con capucha y botas de obrero de la construcción, no podía estar seguro. En una ocasión —me asusté mucho— vi a un tipo que se parecía a él parado delante del edificio de los Barbour, pero cuando miré mejor me di cuenta de que me había equivocado. —Lleva un tiempo rondando la tienda. Pero… —Grisha guardó silencio un momento— normalmente no diría nada, quizá no sea nada, pero ayer… —¿Bueno, qué? Continúa —le insté mientras se masajeaba la nuca y miraba hacia un lado con aire culpable. —Otro tipo. Distinto. Lo había visto antes delante de la tienda. Pero ayer entró y preguntó por ti. Y no me gustó el aspecto que tenía. Me recosté con brusquedad en la silla. Me preguntaba cuándo se le ocurriría a Reeve dejarse caer por aquí en persona. —No hablé con él. Yo estaba fuera, cargando la furgoneta. —La señaló con la cabeza—. Pero lo vi entrar. La clase de tipo que no te pasa inadvertido. Bien vestido, aunque no como un cliente. Tú estabas comiendo y Mike atendía solo la tienda… El tipo entra, pregunta por Theodore Decker. Bueno, tú no estás y Mike se lo dice. ¿Dónde está? Muchas preguntas sobre ti, si trabajas allí, si vives allí, hace cuánto tiempo, dónde estás, preguntas de toda clase. —¿Dónde se encontraba Hobie? —No quería hablar con Hobie sino contigo. Luego… —Trazó una línea en la superficie del escritorio con un dedo— Sale. Rodea la tienda. Mira hacia un lado y hacia otro. Mira en todas direcciones. Esto lo veo desde donde estoy, en la acera de enfrente. Me parece extraño. Y Mike no te comenta esta visita porque dice que quizá no es nada, quizá es algo personal, «es mejor quedarnos al margen», pero yo también lo vi y pensé que debías saberlo. Porque, eh, una presa huele a otra presa, ¿me pillas? —¿Qué aspecto tenía? —le pregunté, y como Grisha no respondía, añadí—: ¿Un tipo mayor? ¿Corpulento? ¿Con canas? Grisha hizo un ruido exasperado. —No, no, no. —Meneaba la cabeza con firmeza—. No era el abuelo de nadie. —¿Qué aspecto tenía entonces? —El de un tipo con el que no te gustaría pelearte. En medio del silencio Grisha encendió un Kool y me ofreció uno. —¿Qué hago entonces, mazhor? —¿Cómo dices? —¿Tenemos motivos para preocuparnos Genka y yo? —Creo que no —respondí, dando una palmada un poco torpemente a la palma triunfal que él sostenía en alto—. Pero ¿me harías un favor? ¿Vendrás a buscarme cuando vuelvas a ver a uno de los dos hombres? —Claro. —Hizo una pausa, mirándome con ojo crítico—. ¿Estás seguro de que Genka y yo no tenemos que preocuparnos? —Bueno, no sé qué hacéis vosotros, ¿no? Grisha sacó un pañuelo mugriento del bolsillo y se sonó con él su nariz morada. —No me gusta esa respuesta de ti. —Ten cuidado. Por si acaso. —Lo mismo le digo, mazhor. IV Le había mentido a Kitsey; no tenía nada que hacer. Nos despedimos con un beso al salir de Barneys, en la esquina de la Quinta Avenida, antes de que ella volviera a entrar en Tiffany para mirar la cristalería —no habíamos llegado ni siquiera a la cristalería— y fui a coger la línea seis. Pero me sentía tan vacío y distraído, tan perdido, cansado y enfermo, que en lugar de unirme a la horda de personas de compras que bajaba en tropel por las escaleras de la estación me detuve para mirar el sucio escaparate del Subway Inn, justo al otro lado del área de carga y descarga de Bloomingdale’s, un túnel del tiempo que conducía a Días sin huella y que no parecía haber cambiado desde los tiempos en que mi padre bebía. Fuera de la taberna, el letrero de neón de un film noir. Dentro, las mismas paredes rojas mugrientas, las baldosas del suelo rotas, el intenso olor a Clorox y un camarero inclinado con un trapo sobre el hombro sirviendo una copa a un tipo solitario con la cara enrojecida sentado a la barra. Recordé una vez que mi madre y yo perdimos a mi padre en Bloomingdale’s, cómo —misteriosamente para mí entonces— ella supo que teníamos que salir de los almacenes y cruzar la calle para encontrarlo allí, bebiendo tragos de cuatro dólares con un viejo camionero resollante y un anciano con un pañuelo en la cabeza y aire de vagabundo. Yo me quedé en la puerta, abrumado por el olor a cerveza rancia que me llegaba y fascinado ante la cálida e impenetrable oscuridad del local, el resplandor de la zona gris de la máquina de discos y el videojuego Buck Hunter que parpadeaba desde las profundidades. «Ah, el olor de los viejos y la desesperación», dijo mi madre con ironía, arrugando la nariz al salir del bar con las bolsas de la compra, cogiéndome de la mano. Un trago de Johnnie Walker etiqueta negra, por mi padre. Dos quizá. ¿Por qué no? Los oscuros rincones del bar parecían acogedores e invitadores, con esa aura sentimental de la cerveza que te hacía olvidar por un instante quién eras o cómo habías terminado allí. Pero en el último momento me di la vuelta en el mismo umbral, de modo que el camarero me lanzó una mirada, y seguí andando. Lexington Avenue. Viento intercalado con lluvia. La tarde era angustiosa y húmeda. Pasé de largo la parada de la calle Cincuenta y uno, y la de la calle Cuarenta y dos, y seguí caminando para despejarme. Bloques de pisos blanco ceniza. Riadas de gente, árboles de Navidad iluminados que lanzaban destellos desde los balcones de los áticos y música navideña complaciente que salía de las tiendas; mientras hacía eses entre los transeúntes tuve la extraña sensación de estar ya muerto, de moverme en un gris más extenso que el que podía abarcar la calle o incluso la ciudad, con el alma desconectada del cuerpo y flotando a la deriva entre otras almas envueltas en bruma en algún lugar entre el pasado y el presente, cruzar, no cruzar, transeúntes individuales flotando ante mis ojos de un modo extrañamente aislado y solitario, rostros inexpresivos con auriculares mirando al frente, moviendo mudamente los labios, y el ruido de la ciudad apagado y ensordecido, bajo abrumadores cielos color granito que amortiguaban el estruendo de la calle, escombros y papel de periódico, cemento y llovizna, y un gris invernal y sucio que pesaba como una piedra. Después de salir huyendo del bar pensé en ir a ver una película, quizá la soledad de una sala de cine me sentara bien, la sensación de tarde casi vacía de algún éxito de taquilla que quitarían de la cartelera. Pero cuando, delirante y sorbiendo ruidosamente a causa del resfriado, llegué al cine de la Segunda con la Treinta y dos, la película policíaca francesa que quería ver ya había empezado, al igual que el thriller sobre un caso de identificación errónea. Todo lo que quedaba eran películas navideñas y comedias románticas insoportables: anuncios de novios despeinados, damas de honor peleando, un padre consternado con un gorro de Papá Noel y dos bebés berreando en los brazos. Los taxis empezaban a estar fuera de servicio. Por encima de la calle, en la oscura tarde, se veían luces encendidas en oficinas solitarias y edificios de pisos. Di media vuelta y eché a andar hacia el centro sin una idea muy clara de adónde iba o por qué, y mientras caminaba tuve la sensación curiosamente agradable de que me desintegraba, me deshacía hilo por hilo, y los harapos y jirones caían de mí justo cuando cruzaba la calle Treinta y dos y fluía entre los transeúntes de la hora punta, avanzando de un momento al siguiente. En el siguiente cine, a unas diez o doce manzanas de distancia, me ocurrió lo mismo: la película sobre la CIA ya había empezado, así como la biografía cinematográfica que tan buenas críticas había recibido sobre una gran actriz de los años cuarenta; la película policíaca francesa no empezaba hasta dentro de una hora y media, y a no ser que quisiera ver la película de psicopáticas o un intenso drama familiar, que no era el caso, solo había más películas de novias y fiestas de despedida de solteros y de solteras, gorros de Papá Noel y animación Pixar. Cuando llegué a los cines de la calle Diecisiete, no me detuve en la taquilla sino que seguí andando. De un modo algo misterioso, mientras cruzaba Union Square barrido en un oscuro torbellino surgido de la nada, tomé la decisión de telefonear a Jerome. Había una alegría mística en esa idea, una pía mortificación. ¿Tendría fármacos si lo avisaba con tan poca antelación o me vería obligado a comprar la droga común que corría por las calles? No me importaba. Hacía meses que no me metía nada en el cuerpo pero, por el motivo que fuera, la perspectiva de una velada asintiendo inconsciente en mi habitación de la casa de Hobie empezó a parecerme una respuesta totalmente razonable a las luces navideñas, la multitud de gente de vacaciones, las incesantes campanas de Navidad con su morbosa nota fúnebre, la libreta rosa caramelo que Kitsey se había comprado en Kate’s Paperie con separadores en los que se leía: MIS DAMAS DE HONOR, MIS INVITADOS, MI DISPOSICIÓN DE LOS ASIENTOS, MIS FLORES, MIS PROVEEDORES, MI LISTA DE COSAS QUE HACER, MI SERVICIO DE COMIDAS. Volviendo rápidamente sobre mis pasos —la luz había cambiado, casi me arrojé sobre un coche—, me tambaleé y casi tropecé. No tenía sentido darle más vueltas al horror irrazonable que me producía una gran boda pública: espacios cerrados, claustrofobia, movimientos repentinos, detonantes fóbicos en todas partes; por alguna razón el metro no me preocupaba tanto, era algo relacionado con los edificios atestados, donde siempre esperaba que pasara algo, una ráfaga de humo, un hombre corriendo deprisa al borde de la multitud, ni siquiera podía soportar estar en una sala de cine si había más de diez o quince personas en ella, daba media vuelta con la entrada recién comprada y salía. Y sin embargo, de algún modo, esa masiva y abarrotada ceremonia en una iglesia surgía a mi alrededor como una de esas aglomeraciones instantáneas de gente para reivindicar algo. Me tragaría unas cuantas Xanaxs y me abriría paso sudoroso a través de ella. Por otra parte, también esperaba que la intensidad social cada vez mayor que había capeado como un barco en medio de un huracán aflojara después de la boda, pues todo lo que quería era volver a los felices días de verano en que tenía a Kitsey solo para mí; cenando mano a mano y viendo películas en la cama. Las continuas invitaciones y compromisos me estaban consumiendo: remolinos de amigos suyos que cambiaban a menudo, veladas concurridas y fines de semana ajetreados que solo soportaba cerrando con fuerza los ojos y aguantando como si me fuera la vida en ello: ¿Linsey? No. ¿Lolly? Perdona… y tú eres… ¿Frieda? Hola, Frieda, y… ¿Trev? ¿Trav? ¡Encantado de conocerte! Me quedaba mirándolos alrededor de sus antiguas mesas de granja, bebiendo hasta perder el sentido mientras ellos charlaban sobre sus casas de campo, sus juntas directivas, sus distritos escolares, sus tablas de gimnasia…, eso es, una transición sin interrupción desde la lactancia, aunque hemos tenido grandes cambios últimamente en el horario de las siestas, nuestro hijo mayor ya va a la guardería, y el colorido del otoño en Connecticut es asombroso, oh, sí, viajamos una vez al año con las niñas, pero ya sabes los viajes que hacemos dos veces al año con los chicos, a Vail o hasta el Caribe, el año pasado practicamos pesca de mosca en Escocia y estuvimos en varios campos de golf realmente impresionantes, pero, oh, es cierto, Theo, tú no juegas al golf, tampoco esquías ni navegas, ¿verdad? «Lo siento, me temo que no». La mentalidad de grupo era tan acusada (bromas que solo ellos entendían y atolondramiento, todos apiñados alrededor del iPhone viendo un vídeo de sus vacaciones) que costaba imaginar a alguno de ellos yendo solo al cine o comiendo solo en un bar; a veces, en medio de ellos, percibiendo en particular en los hombres un afable sentido de comunidad, tenía la sensación de estar en una entrevista de trabajo. ¿Y todas esas mujeres embarazadas? «¡Oh, Theo! ¿No es adorable?», me decía de pronto Kitsey enseñándome al recién nacido de una amiga mientras yo, sinceramente horrorizado, daba un salto atrás como si me apartara de una cerilla encendida. —Oh, los tíos a veces necesitamos un poco de tiempo —dijo Race Goldfarb con cara de autosatisfacción al observar mi incomodidad, alzando la voz por encima de los berridos de los niños que se tambaleaban bajo la supervisión de una niñera en un extremo de la sala de estar—. Pero deja que te diga algo, Theo. Cuando tienes por primera vez a tu pequeño en los brazos… —(dando unas palmaditas en el bombo de su mujer embarazada)—, se te rompe un poco el corazón. Porque cuando vi por primera vez a Blaine —(con la cara pringosa, tambaleándose a sus pies de una forma muy poco atractiva)— y lo miré a los ojos, esos bonitos y grandes ojos azules, me transformé. Me enamoré. Fue como si le dijera: ¡Eh, amiguito! ¡Estás aquí para enseñármelo todo! Y te lo aseguro, al ver esa primera sonrisa, me derretí como todos, ¿verdad, Lauren? —Ya —repuse educado, entrando en la cocina para servirme un vodka enorme. Mi padre también era muy aprensivo cuando tenía mujeres embarazadas cerca (de hecho, lo habían despedido de un empleo por soltar demasiados comentarios inoportunos; sus bromas sobre la procreación no cayeron muy bien en la oficina) y, lejos del modelo de sabiduría popular del «me derretí», nunca pudo soportar a los niños ni a los bebés, y menos aún todo ese espectáculo de padres chochos, mujeres con encantadoras sonrisas palpándose el vientre y hombres con niños colgados del pecho, y salía a fumar o se escondía de manera sombría en los márgenes como un traficante de drogas cuando se veía obligado a asistir a un acto escolar o fiesta infantil. Al parecer, yo había heredado eso de él y, quién sabía, quizá también del abuelo Decker, esa violenta repugnancia a la procreación que zumbaba ruidosamente por mi torrente sanguíneo; parecía algo innato, congénito, genético. Me pasaba toda la noche asintiendo con la cabeza. La tenebrosa felicidad de todo ello. No, gracias, Hobie, ya he cenado, creo que me iré a la cama a leer un rato. Los temas de los que hablaban esa gente, incluidos los hombres. Solo pensar en esa noche en el Goldfarb me entraban ganas de colocarme hasta no poder dar un paso en línea recta. Al acercarme a Astor Place —tambores africanos, peleas de borrachos, nubes de humo de incienso elevándose de un puesto callejero— sentí que se me levantaba el espíritu. Mi nivel de tolerancia debía de haber caído en picado: un pensamiento alentador. Únicamente una o dos pastillas a la semana, para ayudarme a sobrellevar lo peor de la vida social, y solo cuando en realidad las necesitaba. Sin embargo, para sustituir los fármacos había bebido demasiado y eso no funcionaba; con los opiáceos me sentía relajado, me mostraba tolerante, estaba listo para cualquier cosa, era capaz de aguantar durante horas situaciones insoportables y escuchar con buena cara rollos aburridos o mentiras ridículas sin querer largarme de allí o pegarme un tiro en la sien. Pero hacía mucho que no telefoneaba a Jerome, y cuando me metí en el portal de una tienda de monopatines para hacer la llamada me salió su buzón de voz: un mensaje mecánico que no parecía de él. ¿Se había cambiado de número?, pensé empezando a preocuparme después de intentarlo de nuevo. Las personas como Jerome —había ocurrido con Jack, antes que él— podían desaparecer del mapa de repente aunque estuvieras en contacto con regularidad. Sin saber qué hacer, eché a andar por Saint Mark hacia Tompkins Square. Abierto día y noche. Mínimo de veintiún años para entrar. Por el centro, lejos del apiñamiento de los bloques de pisos, el viento era más cortante y sin embargo el cielo parecía más abierto, resultaba menos difícil respirar. Se veían tipos musculosos paseando parejas de pitbulls, chicas del estilo de Bettie Page tatuadas y con vestidos diminutos, vagabundos groguis arrastrando el bajo de los pantalones, con la dentadura de una calabaza de Halloween y zapatos sujetos con cinta adhesiva por las puntas. Fuera de las tiendas había expositores con gafas de sol, pulseras de calaveras y pelucas multicolores para travestidos. En alguna parte se produjo un intercambio de agujas, quizá más de uno, pero yo no estaba seguro de dónde; los tipos de Wall Street compraban constantemente en la calle, si te creías lo que decía la gente, pero yo no era lo bastante astuto para saber adónde ir o a quién acercarme, además, ¿quién iba a darle algo a un desconocido con gafas de montura de carey y corte de pelo de barrio residencial, vestido para ir a escoger la vajilla de boda con Kitsey? Corazón inquieto. El fetichismo del secretismo. Esa gente comprendía —como yo— los callejones del alma, los susurros y las sombras, el dinero que pasaba de mano en mano, la contraseña, el código, la doble identidad, todos los consuelos ocultos que hacían posible que la vida se levantara por encima de lo corriente y mereciera la pena vivir. Me detuve en la acera, delante de un bar de sushi barato, para orientarme. Jerome me había hablado de un bar con un toldo rojo en los alrededores de Saint Mark, en la Avenida A quizá. Él iba allí o pasaba por allí antes de ir a mi encuentro. La camarera atendía a los clientes que no tenían inconveniente en pagar el doble si con ello se ahorraban comprar en la calle. Jerome siempre estaba haciendo repartos. Se llamaba —¡me acordaba incluso!— Katrina. Pero todos los establecimientos del vecindario tenían aspecto de bares. Subí por la Avenida A y bajé por la Primera, y me metí en el primer bar que vi con un toldo vagamente rojo; era más bien de color canela pero podría haber sido rojo en el pasado. —¿Trabaja aquí Katrina? —No —me respondió la pelirroja con el pelo quemado de detrás de la barra, sin mirarme siquiera mientras servía una cerveza. Mujeres con carritos de la compra dormitando con la cabeza apoyada sobre fardos. Escaparate de madonnas fluorescentes y figurillas del día de los Difuntos. Bandadas de palomas grises que batían las alas sin hacer ruido. —Sabes que estás pensando en ello, sabes que estás pensando en ello —dijo una voz baja a mi oído… Al volverme me encontré con un negro fornido y curtido sonriéndome de oreja a oreja con un diente delantero de oro que me puso una tarjeta en la mano: TATUAJES, BODY ART, PIERCING. Me reí —y él se rió conmigo, con una carcajada bien sonora, los dos compartiendo la broma—, y me guardé la tarjeta en el bolsillo mientras seguía andando. Pero al momento me arrepentí de no haberle preguntado dónde podía encontrar lo que buscaba. Parecía la clase de tipo que lo sabría. Piercing corporal. Acupresión-Masaje de la planta de los pies. Compramos oro. Compramos plata. Había muchos chicos pálidos, y más abajo —totalmente sola— una chica lánguida con rizos rasta con un cachorro de perro mugriento en el regazo y un letrero de cartón tan gastado que no se leía. Me llevé una mano al bolsillo buscando algo de dinero con sentimiento de culpa; el fajo de dinero que me había dado Kitsey estaba tan comprimido que costaba arrancar los billetes, y mientras lo hacía con torpeza me di cuenta de que todo el mundo me miraba. —¡Eh! —grité retrocediendo un paso cuando el perro gruñó y arremetió contra mí, intentando morderme y agarrándome el bajo del pantalón entre sus dientes finos como agujas. Los niños, el vendedor callejero, una cocinera con una redecilla en el pelo que estaba sentada en un portal hablando por el móvil…, todos se rieron. Soltándome, lo que provocó más risas, me volví. Para recobrarme de mi consternación, me metí en el primer bar que vi —toldo negro con un toque rojo— y le pregunté al camarero: —¿Trabaja aquí Katrina? Él dejó de secar el vaso. —¿Katrina? —Soy amigo de Jerome. —¿Katrina? ¿No te referirás a Katia? Los tipos de la barra, que eran de Europa del Este, se callaron. —Puede… —¿Cómo se apellida? —Hummm… Un tipo con una cazadora de cuero bajó la barbilla y se volvió en su taburete para clavarme una mirada a lo Bela Lugosi. El camarero me miraba con atención. —La chica que buscas…, ¿qué quieres de ella? —Bueno, la verdad es que… —¿De qué color tiene el pelo? —Hummm, ¿rubia? O… —Por la expresión de su cara vi claramente que iba a echarme del bar, o algo peor; mis ojos repararon en el bate Louisville Slugger cortado que había detrás de la barra—. Olvídalo, me he equivocado… Salí precipitadamente del bar, y ya había recorrido un buen trecho de calle cuando oí gritar a mis espaldas: —¡Potter! Me quedé paralizado al oírlo de nuevo. Luego, completamente incrédulo, me volví. Y mientras estaba allí parado, todavía incapaz de creerlo, viendo pasar a la gente a ambos lados de nosotros, él se rió y se abalanzó sobre mí para arrojarme los brazos al cuello. —Boris. —Cejas negras apuntadas, ojos negros risueños. Más alto y con las mejillas más hundidas, llevaba un abrigo negro largo, y tenía la misma vieja cicatriz encima del ojo y unas cuantas más nuevas—. Vaya. Me apartó agarrándome con los brazos extendidos. —¡Ja! ¡Mírate! Cuánto tiempo, ¿no? —Yo… —Estaba demasiado perplejo para hablar—. ¿Qué haces aquí? —Eso debería preguntarte yo a ti —se distanció un paso para echarme un vistazo, luego señaló la calle como si le perteneciera—. ¿Qué estás haciendo aquí? ¿A qué debo esta sorpresa? —¿Cómo? —¡Pasé por tu tienda el otro día! —Apartándose el pelo de la cara—. ¡Para verte! —¿Eras tú? —¿Quién si no? ¿Cómo has sabido dónde encontrarme? —Yo… —Meneé la cabeza con incredulidad. —¿No estabas buscándome? —Retrocedió un paso sorprendido—. ¿Entonces ha sido una casualidad? ¿Pasabas por aquí? ¡Asombroso! ¿Y por qué estás tan pálido? —¿Qué? —¡Tienes muy mala cara! —Vete a la mierda. —¡Ah, Potter, Potter! —exclamó rodeándome el cuello con el brazo—. ¡Esas ojeras! —Me deslizó un dedo por debajo del ojo—. Pero llevas un bonito traje. —Me soltó y me dio un capirotazo en la sien con el pulgar y el índice—. Eh, ¿las mismas gafas en la cara? ¿Nunca te las has cambiado? —Yo… —No podía hacer más que menear la cabeza. —¿Qué quieres? —Tendió las manos hacia mí—. No tengo la culpa si me alegro de verte. Me reí. No sabía por dónde empezar. —¿Por qué no dejaste un número de teléfono? —¿Entonces no estás enfadado conmigo? ¿No me odias para siempre? —Aunque no sonreía, se mordía el labio inferior divertido—. ¿No quieres… —señaló con la cabeza la calle— pelearte conmigo o algo parecido? —Eh, hola —dijo una mujer de mirada penetrante, delgada y estrecha de caderas con sus tejanos negros que apareció al lado de Boris de una forma tan inesperada que imaginé que era su novia o su mujer—. El famoso Potter —añadió teniéndome una mano larga y blanca con anillos de plata hasta los nudillos—. Encantada. Lo sé todo de ti. —Era un poco más alta que él, con el pelo largo y lacio, y un cuerpo esbelto y elegante enfundado de negro como una pitón—. Yo soy Myriam. —¿Myriam? ¡Hola! Me llamo Theo en realidad. —Lo sé. —Su mano en la mía, muy fría. Me fijé en un pentagrama azul que llevaba tatuado en el interior de la muñeca—. Pero él siempre habla de Potter. —¿Habla de mí? ¿De verdad? ¿Y qué dice? —Nadie me había llamado Potter durante años, pero la voz suave de la mujer me trajo a la memoria una palabra olvidada de esos viejos tiempos, la lengua de las serpientes y los magos tenebrosos: el pársel. Boris, que me rodeaba el hombro con un brazo, me soltó cuando ella se acercó, como si hubieran intercambiado un código. Luego él y yo nos miramos, y enseguida reconocí la mirada de la época en que robábamos juntos y podíamos decir «¡Vamos!» o «¡Aquí viene!» sin pronunciar una palabra. Boris, que parecía azorado, se pasó las manos por el pelo y me miró con detenimiento. —¿Vas a estar por aquí? —preguntó, caminando hacia atrás. —¿Dónde es por aquí? —Por el barrio. —Puede. —Quiero… —Se interrumpió, con la frente arrugada, y miró por encima de mi cabeza hacia la calle. Parecía preocupado—. Quiero hablar contigo. Pero ahora no es buen momento. ¿En una hora quizá? Myriam dijo algo en ucraniano, mirándome. Hubo un breve intercambio de palabras. Luego ella entrelazó el brazo con el mío de una forma curiosamente íntima y empezó a conducirme calle abajo. —Allí. —Señaló—. Ve hacia allí cuatro o cinco manzanas. Hay un bar junto a la Segunda. Un viejo local polaco. Él se reunirá contigo. V Casi tres horas después yo seguía sentado en un reservado de vinilo rojo del bar polaco, rodeado de luces navideñas que parpadeaban, y una irritante mezcla de rock punk y polca navideña que graznaba de la máquina de discos. Harto de esperar, me pregunté si él aparecería y si no debería irme a casa. Todo había ocurrido tan deprisa que ni siquiera sabía dónde localizarlo. Hacía tiempo había buscado a Boris por Google solo por divertirme; no encontré nada, pero la verdad era que jamás me imaginé a Boris llevando un tipo de vida que pudiera rastrearse por internet. Podría haber estado en cualquier parte, haciendo cualquier cosa: fregando suelos en un hospital, marchando armado en alguna selva extranjera o recogiendo colillas de la calle. Se estaba acabando la happy hour, y entre los viejos polacos panzudos y los punks cincuentones entrecanos todavía entraba algún que otro estudiante o un tipo con aspecto de artista. Acababa de apurar mi tercer vodka; los servían generosos, era una tontería pedir otro. Sabía que tenía que pedir algo de comer pero no tenía hambre, y mi estado anímico se ensombrecía por momentos. Pensar que Boris me había dejado tirado después de tantos años era increíblemente deprimente. Bien mirado, al menos me había distraído de mi misión de buscar drogas: no me había metido una sobredosis, ni estaba vomitando en algún contenedor de basura, ni me habían estafado ni detenido por intentar comprar a un agente secreto… —Potter. —Allí estaba, dejándose caer en el asiento de delante con el pelo sobre la cara en un gesto que trajo de vuelta el pasado. —Estaba a punto de irme. —Lo siento. —La misma sonrisa pícara llena de encanto—. Tenía algo que hacer. ¿No te lo ha contado Myriam? —No. —Bueno, no puede decirse que trabaje en una oficina de contabilidad. —Se echó hacia delante, apoyando las palmas sobre la mesa—. ¡Mira, no te enfades! ¡No esperaba encontrarte! ¡He venido lo antes posible! ¡Prácticamente he corrido! —Me dio una bofetada suave en la mejilla—. ¡Dios mío, cuánto tiempo! ¡Me alegro de verte! ¿Tú no te alegras también? Con los años se había vuelto atractivo. Aun en su época más demacrada y desgarbada siempre tuvo una sagacidad cautivadora, ojos vivaces e inteligencia rápida, pero había perdido la crudeza desesperada y todo lo demás confluía de la forma más armoniosa. Tenía la piel curtida pero la ropa le caía bien y sus facciones eran afiladas y nervudas, a medio camino entre héroe de caballería y concertista de piano; y sus pequeños dientes salidos y grises habían sido reemplazados —según vi— por la reglamentaria hilera blanca típicamente norteamericana. Vio que los miraba y se dio un golpecito en un incisivo con la uña del pulgar. —Piños nuevos. —Ya lo he notado. —Me lo hizo un dentista en Suecia —dijo Boris haciendo señas a un camarero—. Costó una puta fortuna. Mi mujer no paró hasta que me lo hice: ¡Tu boca, Boria, qué vergüenza! Le dije que ni hablar, pero no hay dinero mejor empleado. —¿Cuándo te casaste? —¿Eh? —Podrías haberla traído. Él pareció sorprendido. —¿Cómo, te refieres a Myriam? No, no. —Sacó del bolsillo de la americana el móvil y pulsó algo antes de pasármelo—. ¡Myriam no es mi mujer! Mira, es esta. ¿Qué quieres tomar? —preguntó antes de volverse para dirigirse al camarero en polaco. La foto del iPhone era de un chalet en la nieve y, delante, una bonita rubia sobre unos esquís. A su lado, también sobre esquís, un par de niños rubios y abrigados de sexo indefinido. Más que una foto parecía un anuncio de algún producto suizo saludable, como yogur o muesli Bircher. Levanté la vista hacia él, desconcertado. Él desvió la mirada con aquel gesto típicamente ruso de antaño, como diciendo: «Sí, bueno, eso es lo que hay». —¿Tu mujer? ¿En serio? —Sí —respondió con las cejas arqueadas—. Y esos son mis hijos. Son gemelos. —Joder. —Sí. Nacieron cuando yo era muy joven…, demasiado —dijo con pesar—. No era buen momento, pero ella quiso tenerlos… «Boria, ¿cómo puedes…?». ¿Qué podía decirle yo? La verdad es que casi no los conozco. En realidad al pequeño, que no sale en la foto, no lo he visto siquiera. Creo que solo tiene, ¿cuántos? ¿Seis semanas? Miré de nuevo la foto, intentando conciliar esa familia nórdica de aspecto saludable con Boris. —¿Cómo? ¿Estás divorciado? —No, no… —Llegó el vodka, una jarra helada y dos vasos diminutos, y él sirvió un trago a cada uno—. Astrid y los niños viven prácticamente en Estocolmo. A veces ella va a Aspen en invierno para esquiar…, es campeona de esquí, a los diecinueve años la seleccionaron para las Olimpiadas… —¿Ah, sí? —respondí, haciendo todo lo posible por no parecer incrédulo. Los niños, como resultaba bastante evidente después de un examen más minucioso, eran demasiado rubios y guapos para estar emparentados siquiera con Boris. —Sí, sí —dijo Boris con énfasis, meneando vigorosamente la cabeza—. Siempre tiene que estar donde haya esquís y…, tú ya me conoces, odio la puta nieve. Su padre era de ultraderechas, casi un nazi. ¡No me extraña que Astrid tenga problemas de depresión con un padre como él! ¡Qué viejo más odioso! Pero todos los suecos son tipos tristes y desgraciados. Tan pronto están riendo y bebiendo como se sumergen en la pura oscuridad sin decir una palabra. Dzie¸kuje¸ —añadió dirigiéndose al camarero, que apareció de nuevo con una bandeja llena de platos pequeños: pan negro, ensalada de patatas, dos clases de arenques, pepino con nata agria, col rellena y unos huevos encurtidos. —No sabía que servían comida aquí. —No sirven —dijo Boris, untando mantequilla en una rebanada de pan moreno y echando sal encima—. Pero estoy tan hambriento que les he pedido que me traigan algo del local de al lado. —Entrechocó su vaso con el mío y pronunció su viejo brindis—: Sto lat! —Sto lat! —El vodka era aromático y sabía a una hierba amarga que no identifiqué. —¿Y Myriam? —le pregunté, sirviéndome algo de comida. —¿Eh? Le mostré las palmas de las manos en un gesto de nuestra infancia: «Explícate, por favor». —¡Ah, Myriam! Trabaja para mí. Podría decirse que es mi mano derecha. Aunque te aseguro que es mejor que cualquier hombre que puedas encontrar. ¡Qué mujer, Dios mío! No hay muchas como ella, te lo digo. Vale su peso en oro. —Llenó de nuevo mi vaso y me lo devolvió, y alzó el suyo hacia mí—: Vamos, vamos. Za vstrechu! ¡Por el reencuentro! —¿No me toca a mí brindar? —Sí —dijo él entrechocando los vasos—, pero me muero de hambre y tardas demasiado. —Por el reencuentro entonces. —¡Por nuestro reencuentro! ¡Y por el destino, que nos ha juntado de nuevo! En cuanto bebimos, Boris se abalanzó sobre la comida. —¿Y a qué te dedicas exactamente? —le pregunté. —Un poco de todo. —Todavía comía con el hambre voraz e inocente de un niño—. Muchas cosas. Voy tirando, ya sabes. —¿Y dónde vives? —Y como no respondía, añadí—: ¿En Estocolmo? Agitó una mano. —En todas partes. —¿Como cuáles? —Ya sabes. Europa, Asia, Estados Unidos y Sudamérica… —Eso cubre mucho territorio. —Bueno —dijo, con la boca llena de arenque, limpiándose un goterón de nata de la barbilla—, también soy dueño de un pequeño negocio, no sé si me comprendes. —¿Cómo? Acompañó el arenque con un gran trago de cerveza. —Ya sabes cómo es. Mi negocio oficial es una agencia de limpieza de casas. Empleados polacos sobre todo. En el nombre en inglés hay un gracioso juego de palabras. «Polish Cleaning Service». ¿Lo pillas? Polish de polaco y de pulir. —Dio un bocado a un huevo encurtido—. ¿Y a que no adivinas cuál es nuestro eslogan? «Te dejamos limpio». ¡Ja! Opté por dejarlo pasar. —¿Entonces has estado en Estados Unidos todo este tiempo? —¡Oh, no! —Volvió a llenar los vasos y levantó el suyo hacia mí—. Viajo mucho. Estoy aquí unas seis u ocho semanas al año. Y el resto del tiempo… —¿En Rusia? —pregunté bebiendo y limpiándome la boca con el dorso de la mano. —No tanto. En el norte de Europa. Suecia, Bélgica. A veces Alemania. —Pensé que habías regresado. —¿Eh? —Porque…, bueno, no volví a tener noticias tuyas. —Ah. —Boris se frotó la nariz cohibido—. Fue una época muy caótica. —Claro. —Verás, nunca había visto tantas drogas en toda mi vida. Como media onza de coca y no vendí ni una pizca. Regalé mucha, eso sí…, me volví muy popular en el colegio. ¡Ja! ¡Todos me querían! Pero casi toda fue a parar a mi nariz. Luego, las bolsas que encontramos…, toda clase de pastillas, ¿te acuerdas de las pequeñas verdes? Pastillas para pacientes terminales de cáncer. Tu padre debía de ser adicto perdido para tomar esa mierda. —Sí, yo también acabé con algunas de esas. —Bueno, entonces sabes de qué hablo. ¡Ya ni siquiera hacen estas fantásticas oxis verdes! Ahora tienen esas que no se pueden inyectar ni esnifar. Pero ¿tu padre? ¿Cómo pudo pasar de beber alcohol a eso? Más vale ser el borracho de la calle, cualquier día. La primera vez… me desmayé antes de llegar a la segunda línea. Si Kotku no hubiera estado allí… —hizo el gesto de rajarse la garganta—, ¡zas! —Sí —dije recordando mi estúpida felicidad al desplomarme de bruces en el escritorio del piso de arriba de Hobie. —En fin… —Boris se acabó el vodka de un trago y sirvió dos más—. Xandra las vendía. Esas no, esas eran las de tu padre para su uso personal. Pero las otras las sacaba de donde trabajaba. ¿Te acuerdas de esa pareja, Stewart y Lisa, con aspecto de agentes inmobiliarios que nunca beben? Ellos la financiaban. Dejé el tenedor. —¿Cómo lo sabes? —¡Porque me lo dijo ella! Y supongo que las cosas también se pusieron feas cuando ella tampoco dio abasto. El señor Cara de Abogado y la señorita Bolsa de Tela de Margaritas, tan amables y agradables en tu casa, acariciándole la cabeza, «¿Qué podemos hacer?», «Pobre Xandra», «Lo sentimos tanto por ti»…, y cuando desaparecen las drogas, la cosa cambia. Pero a esas alturas ya estaba todo aquí. —Se sacudió la nariz—. Kaput. —Espera…, ¿Xandra te dijo eso? —Sí. Cuando te fuiste. Cuando me fui a vivir con ella. —Tienes que rebobinar. Boris suspiró. —Está bien. Es una larga historia. Pero hace mucho que no nos vemos, ¿no? —¿Viviste con Xandra? —De forma intermitente, ya sabes. Unos cuatro o cinco meses. Antes de que ella volviera a Reno. Perdimos el contacto después de eso. Mi padre había vuelto a Australia, y Kotku y yo estábamos sin blanca… —Debió de ser bastante extraño. —Bueno, algo así —dijo él inquieto. Se recostó e hizo señas de nuevo al camarero—. Yo no estaba en muy buena forma, llevaba días colocado. Sabes cómo es cuando te cuelgas duro de la coca…, horrible. Estaba solo y muy asustado. Conoces esa enfermedad en tu alma, la respiración agitada, mucho miedo, como si la Muerte fuera a alargar una mano y llevarte de aquí, sucio y temblando asustado. ¡Como un gatito medio muerto! ¡Y además era Navidad, no había nadie! Llamé a mucha gente pero nadie contestó…, pasé por casa de un tipo llamado Lee, donde a veces me quedaba en la caseta de la piscina, pero se había ido y dejó la puerta cerrada. Caminé y caminé casi tambaleándome. ¡Con frío y asustado! ¡No había nadie en casa! De modo que fui a casa de Xandra. Kotku ya no me hablaba. —Qué huevos tienes, tío. No habría vuelto allí ni por un millón de dólares. —Lo sé, hacían falta narices, pero estaba tan solo y enfermo, con la boca temblorosa. Como cuando solo quieres tumbarte inmóvil y mirar un reloj para contar los latidos de tu corazón, y no hay ningún sitio donde tumbarte y no tienes reloj… ¡Casi llorando! ¡No sabía qué hacer! ¡Ni siquiera sabía si ella seguía allí! Las luces estaban encendidas, las únicas luces de la calle; rodeé la casa hasta la puerta de cristal y allí estaba ella, con su misma falda Dolphins, preparando margaritas en la cocina. —¿Y qué hizo? —¡Ja! ¡Al principio no quiso dejarme entrar! Se plantó en la puerta y gritó mucho rato…, me maldijo, me gritó todos los insultos posibles. Pero luego se echó a llorar. Y cuando le pregunté si podía quedarme con ella —se encogió de hombros—, dijo que sí. —¿Cómo? —dije, alargando una mano hacia el vaso que acababa de llenarme—. ¿Quieres decirte quedarte, quedarte…? —¡Estaba aterrado! ¡Ella me dejó dormir en su habitación! ¡Con el televisor encendido en un canal de películas de Navidad! —Hummm… —Por su expresión maliciosa, vi que quería que le pidiera detalles, aunque no estaba muy seguro de si creer que había dormido en su habitación—. Bueno, supongo que me alegro de que te saliera bien. ¿Te dijo algo sobre mí? —Bueno, sí, un poco. —Soltó una risita—. ¡Muchas cosas en realidad! Porque, verás, no te enfades, pero te eché la culpa de algunas cosas. —Me alegro de haberte ayudado. —¡Sí, claro! —Entrechocó su vaso con el mío alegremente—. ¡Muchas gracias! Si tú hicieras lo mismo no me importaría. Aunque, la verdad, creo que la pobre Xandra se alegró de verme. De ver a alguien. —Se bebió el vodka de golpe—. Fue una locura, esos falsos amigos…, y ella estaba sola ahí fuera. Bebía mucho, tenía miedo de ir a trabajar. Podría haberle pasado algo en esa casa sin vecinos, era realmente espeluznante. Porque Bobo Silver…, bueno, en el fondo Bobo no era mal tipo. ¡No lo llamaban el Mensch por nada! Xandra le tenía un miedo de muerte, pero él no fue tras ella por las deudas de tu padre, no en plan serio. En absoluto. Y tu padre se lo tenía bien merecido. Quizá Bobo se dio cuenta de que ella estaba sin blanca…, tu padre también la había exprimido a base de bien. Era mejor comportarse de forma decente. No se puede sacar agua de un nabo. Pero esa otra gente, los que se jactaban de ser amigos de Xandra, eran avaros como banqueros. «Estás en deuda conmigo». Muy duros, con muchos contactos, gente que daba pavor. ¡Peores que él! Ni siquiera era una cantidad tan grande, pero aun así ella no llegaba y ellos se estaban poniendo muy desagradables, todos… —(imitando el gesto de la cabeza ladeada, con un dedo agresivo apuntando)—, «jódete, no vamos a esperar, será mejor que se te ocurra algo ya», cosas así. De todos modos estuvo bien que yo volviera cuando lo hice porque así le pude ayudar. —¿Cómo? —Devolviéndole el dinero que le cogí. —¿Lo habías guardado? —No —dijo él con tono razonable—. Me lo había gastado. Pero, verás, tenía algo en marcha. Porque justo después de que se me acabara la coca, le llevé el dinero a Jimmy, el de la tienda de armas, y le compré más. Verás, la compré para mí y para Amber, solo para los dos. Una chica guapísima, muy inocente y especial. Muy joven también, ¡tendría unos catorce años! Pero esa noche en el MGM Grand intimamos mucho, sentados en el suelo del cuarto de baño de la suite del padre de KT hablando. ¡Ni siquiera la besé! ¡Solo hablar, hablar, hablar! A mí me dio sobre todo por llorar. En realidad nos desahogamos mutuamente. —Se llevó una mano al esternón—. Y cuando se hizo de día me puse tristísimo pensando: ¿por qué tiene que acabar todo? ¡Por mí, podríamos habernos quedado allí hablando hasta la eternidad! Todo había sido tan perfecto y feliz. Así es como intimamos esa sola noche. En fin, por eso fui a ver a Jimmy. La coca que él tenía era una mierda, ni la mitad de buena que la de Stewart y Lisa. Sin embargo, todos se habían enterado del fin de semana en el MGM Grand y de toda esa coca que yo tenía, de modo que la gente acudía a mí. Solo el primer día de colegio se me acercó un montón de gente, arrojándome el dinero. «¿Me pillarás algo?, ¿me pillarás algo?, ¿me pillarás algo, mano? Tengo TDA y la necesito para estudiar…» No tardé en estar vendiendo a jugadores de fútbol de último curso y a la mitad del equipo de baloncesto. También a muchas chicas, amigas de Amber y de KT, amigas asimismo de Jordan…, ¡estudiantes de la UNLV! En los primeros lotes que vendí perdí dinero…, no sabía cuánto pedir y la vendí a bajo precio, quería caer bien a todo el mundo, sí, sí, sí. Pero en cuanto me di cuenta… ¡me hice rico! Jimmy me hacía un descuento enorme, él también estaba ganando un pastón. Verás, le hacía un favor vendiendo a chicos que estaban demasiado asustados para acudir a él, a camellos como él. KT, Jordan…, ¡todas esas chicas tenían mucha pasta! Siempre estaban encantadas de pagarme por adelantado. La coca no es como el éxtasis… Yo también vendía éxtasis, pero tenía sus altibajos, vendías todo un lote y luego nada durante días, en cambio con la coca tenía muchos clientes habituales que me llamaban dos o tres veces a la semana. Vamos, solo con KT… —Vaya. —Aun después de tantos años su nombre me tocó una fibra. —¡Sí! ¡Por KT! —Alzamos los vasos y bebimos. —¡Qué bellezón! —Boris dejó el vaso con brusquedad en la mesa—. Me mareaba a su lado solo de respirar el mismo aire que ella. —¿Os acostasteis? —No… Dios, lo intenté…, pero ella me hizo una paja en el cuarto de su hermano pequeño una noche que estaba colocada y de buen humor. —Tío, está claro que me fui en mal momento. —Desde luego. Me corrí dentro de los pantalones antes siquiera de que ella me bajara la bragueta. Y la asignación de KT… —Cogió mi vaso vacío—. ¡Dos mil al mes! ¡Eso era lo que le daban solo para ropa! Pero KT tenía muchísima ropa, ¿por qué iba a necesitar más? En fin, antes de Navidad era como en las películas cuando aparece el cling, cling de las monedas y los signos del dólar. El móvil no paraba de sonar. ¡Todos eran de pronto amigos íntimos! ¡Chicas que no había visto nunca me besaban y me daban joyas de oro que se arrancaban del cuello! Yo consumía todas las drogas que podía, cada día, cada noche, líneas tan largas como mi mano, y todavía ganaba dinero a porrillo. ¡Era el Caracortada de nuestro colegio! Un tipo me dio su moto, otro me regaló un coche usado. Cogía los tejanos del suelo y me caían cientos de dólares de los bolsillos…, no tenía ni idea de dónde habían salido. —Demasiada información en poco tiempo. —¿A mí me lo vas a contar? Ese es el proceso de aprendizaje habitual en mí. Dicen que la experiencia enseña mucho, y normalmente es cierto, pero yo tuve suerte de que esta experiencia no me matara. Ahora, cuando tomo unas cervezas, de vez en cuando me hago un par de líneas. Aunque por lo general ya no me gusta. Me quemé. Si me hubieras visto hace unos cinco años, estaba así. —Se succionó las mejillas—. Pero… —El camarero apareció de nuevo con más arenques y cerveza—, eso se acabó. Tú… —me miró de arriba abajo—, diría que te va muy bien. —Supongo que no me va mal. —¡Ja! —Se recostó con el brazo extendido sobre el respaldo del reservado—. Es curioso ese mundo de las antigüedades, ¿no? ¿Fue el viejo maricón el quien te metió en ello? —Así es. —He oído decir que es una gran estafa. —Lo es. Volvió a mirarme de arriba abajo. —¿Eres feliz? —No mucho. —Entonces escucha. ¡Tengo una gran idea! ¡Ponte a trabajar para mí! Me eché a reír. —¡No, no es broma! —dijo él, haciéndome callar de forma imperiosa cuando intenté hablar. Me llenó de nuevo el vaso y lo deslizó por la mesa—. ¿Cuánto te paga él? En serio, te pagaré el doble. —No, de verdad, me gusta mi trabajo. —Pronuncié las palabras pomposamente. ¿Estaba tan borracho como parecía?—. Me gusta lo que hago. —¿Sí? —Alzó el vaso hacia mí—. Entonces, ¿por qué no eres feliz? —No quiero hablar de ello. —¿Y por qué no? Hice un gesto desdeñoso. —Porque… —Había perdido la cuenta de las copas que llevaba—. Porque sí. —Si no es el trabajo, ¿qué es? —Boris se bebió el vodka echando hacia atrás la cabeza con un aspaviento y empezó a comer el nuevo plato de arenques—. ¿Problemas económicos? ¿Una chica? —Ni lo uno y no lo otro. —Entonces una chica —dijo él con tono triunfal—. Lo sabía. —Escucha… —Apuré el resto de mi vodka y lo dejé ruidosamente en la mesa. Era un genio, acababa de tener la mejor idea en años y no podía dejar de sonreír—. Ya basta de esto. Vamos, ven conmigo, tengo una gran sorpresa para ti. —¿Vamos? —dijo Boris, erizándose visiblemente—. ¿Adónde? —Ya lo verás. —Quiero quedarme aquí. —Boris… Se recostó. —Déjalo, Potter —dijo, levantando las manos—. Relájate. —¡Boris! —Me volví hacia la gente del bar como si esperara muestras de indignación masiva y luego de nuevo hacia él—. ¡Estoy harto de estar aquí sentado! ¡Llevo horas aquí! —Pero… —Boris estaba enfadado—. ¡Me he tomado toda la noche libre por ti! ¡Tenía cosas que hacer! ¿Te vas ya? —¡Sí! Y tú te vienes conmigo. —Alcé las manos al aire—. ¡Tienes que ver la sorpresa! —¿Sorpresa? —Arrojó al suelo la servilleta enrollada—. ¿Qué sorpresa? —Pronto lo sabrás. —¿Qué le pasaba? ¿Se había olvidado de cómo divertirse?—. Vamos, salgamos de aquí. —¿Por qué? ¿Ahora? —¡Porque sí! —El bar era un estruendo oscuro; nunca en mi vida había estado más seguro de mí mismo y más satisfecho de mi inteligencia—. ¡Vamos, acaba esa copa! —¿De verdad tenemos que hacerlo? —Te alegrarás. Te lo prometo. ¡Vamos! —dije, sacudiéndole el hombro tan amistosamente como me sentía—. No te imaginas lo genial que es esta sorpresa. Él se recostó con los brazos cruzados y me miró con recelo. —Creo que estás enfadado conmigo. —Qué coño, Boris. —Estaba tan borracho que me tambaleé al levantarme y tuve que agarrarme a la mesa—. No discutas. Tú solo ven. —Creo que es un error ir a alguna parte contigo. Lo miré con un ojo entrecerrado. —¿Ah, sí? Bueno, ¿vienes o no? Boris me miró con frialdad. Luego se apretó el puente de la nariz y dijo: —¿No vas a decirme adónde vamos? —No. —Entonces no te importará que nos lleve mi chófer. —¿Tu chófer? —Sí. Está esperando a unas dos o tres manzanas de aquí. —Joder. —Desvié la mirada y me reí—. ¿Tienes un chófer? —¿No te importa que vayamos con él entonces? —¿Por qué iba a importarme? —repliqué al cabo de un momento. Borracho como estaba, su actitud hizo que me parara en seco; me miraba de un modo peculiar, con una expresión calculadora que nunca le había visto. Boris se acabó el vodka y se levantó. —Muy bien —dijo dando la vuelta a un cigarrillo apagado entre los dedos—. Acabemos de una vez con esta tontería. VI Boris se quedó muy atrás cuando abrí la puerta delantera de la casa de Hobie, como si temiera que al introducir la llave en la cerradura fuera a provocar una explosión masiva. Su chófer estaba parado en doble fila delante de la puerta en medio de nubes de ostentoso humo. Una vez en el coche, toda la conversación entre el chófer y él había sido en ucraniano; no entendí una palabra, a pesar de haber cursado durante dos semestres clases de conversación de ruso en la universidad. —Pasa —dije, conteniendo a duras penas una sonrisa. ¿Qué se pensaba el idiota, que iba a saltar sobre él para secuestrarle o algo así? Pero se quedó en la calle, con los puños hundidos en los bolsillos del abrigo y mirando por encima del hombro al chófer, cuyo nombre era Genka, Giuri o Giorgi, no me acordaba. —¿Qué ocurre? —le pregunté. Si hubiera estado menos borracho su paranoia quizá me habría indignado, pero en ese momento solo me parecía tronchante. —Dime de nuevo por qué tenemos que venir aquí —dijo, todavía bien atrás. —Ya lo verás. —¿Y vives aquí arriba? —preguntó con recelo, mirando hacia el salón—. ¿Esta es tu casa? —¿Theo? —llamó Hobie desde el fondo de la casa. Yo había hecho más ruido de la cuenta al abrir la puerta—. ¿Eres tú? —Sí. Hobie iba vestido para cenar, con traje y corbata; mierda, pensé, ¿hay invitados? Y con un sobresalto me di cuenta de que apenas era la hora de cenar. Tenía la sensación de que eran las tres de la madrugada. Boris entró con cautela detrás de mí, con las manos en los bolsillos, dejando la puerta abierta detrás de él, y miraba fijamente las grandes urnas de basalto y la araña de luces. Hobie se aventuró a salir al pasillo con las cejas arqueadas mientras la señora DeFrees correteaba detrás de él aprensiva. —Hola, Hobie, ¿te acuerdas de que te he hablado de…? —¡Popchik! El pequeño bulto blanco que caminaba sumiso por el pasillo hacia la puerta de la calle se quedó muy quieto. Luego soltó un aullido muy agudo y echó a correr con todas sus fuerzas (que ya no eran tantas), y Boris, riéndose a carcajadas, cayó de rodillas. —¡Oh, qué gordo estás! —dijo cogiéndolo en brazos mientras Popchik se retorcía y forcejeaba—. ¡Pero qué gordo está! —exclamó indignado, y lo besó en el morro—. ¡Has dejado que se engorde! Sí, poustishka, pequeña bola de pelo, hola. Te acuerdas de mí, ¿eh? —Se tumbó de espaldas en el suelo, riéndose, mientras Popchik, todavía ladrando de alegría, saltaba sobre él—. ¡Se acuerda de mí! Hobie, poniéndose bien las gafas, observó divertido mientras la señora DeFrees, no tan divertida, se quedaba detrás de él, desaprobando ligeramente el espectáculo de mi invitado, que apestaba a vodka y rodaba con el perro por la alfombra. —No me lo digas —dijo Hobie, metiendo las manos en los bolsillos de su americana—. Este es… —Exacto. VII No nos quedamos mucho rato; Hobie había oído hablar mucho de Boris con los años. —«¡Vamos a tomar algo!», propuso—, y Boris estaba tan interesado e intrigado como yo si hubiera aparecido Judy de Karmeywallag o alguna otra persona mítica de su pasado, pero estábamos borrachos y demasiado alborotados, y me pareció que podíamos ofender a la señora DeFrees, que si bien sonreía educada, se quedó sentada con rigidez en una silla con sus diminutas manos llenas de anillos juntas sobre el regazo, sin decir gran cosa. De modo que nos marchamos. Con Popchik a la zaga, chapoteando emocionado en los charcos, y Boris gritando encantado y haciendo señas a su chófer para que diera la vuelta a la manzana y nos recogiera. —¡Sí, poustishka, sí! —(dirigiéndose a Popper)—. ¡Es nuestro! ¡Tenemos un coche! De pronto pareció que el chófer de Boris hablaba inglés igual de bien que él, y que los tres éramos colegas, los cuatro, contando a Popper, que estaba levantado sobre las patas traseras y se apoyaba con las delanteras en la ventanilla, mirando muy serio las luces de la West Side Highway. Boris parloteaba con él y lo achuchaba y lo besaba en la nuca mientras —simultáneamente— le contaba a Giuri (el chófer), en inglés y en ruso, lo estupendo que yo era, ¡amigo de su juventud y sangre de su corazón! (Giuri se volvió en el asiento con el brazo izquierdo extendido hacia mí para estrecharme la mano con solemnidad), y lo bella que era la vida que hacía posible que dos grandes amigos se encontraran en un mundo tan grande después una separación tan larga. —Sí —dijo Giuri sombrío, mientras giraba en Houston Street de forma tan inesperada y brusca que me vi arrojado contra la portezuela—. Lo mismo nos pasó a Vadim y a mí. Lo lloro a diario…, lo lloro tanto que me despierto por las noches para llorarlo. Vadim era mi hermano… —Me miraba por el retrovisor; los transeúntes se desperdigaron cuando él se precipitó a través del cruce, y vimos caras sorprendidas fuera de las ventanillas con cristales ahumados—, más que un hermano. Como Boria y yo. Pero Vadim… —Eso fue algo terrible —me comentó Boris en voz baja. Y, volviéndose hacia Giuri, añadió—: Sí, sí, terrible… —… lo hemos visto caer demasiado pronto. Es cierto, la canción de la radio, ¿conoces? El cantante de Piano Man. «Solo los buenos mueren jóvenes». —Estará esperándonos allí —dijo Boris con tono consolador, alargando el brazo para darle unas palmaditas a Giuri en el hombro. —Sí, esas fueron las instrucciones que le di —murmuró Giuri, cortando el paso a un coche de forma tan repentina que me vi despedido contra el cinturón de seguridad y Popchik salió volando por los aires—. Estas cosas son profundas…, las palabras no les hacen justicia. El lenguaje humano no puede expresarlas. Pero al final, al enterrarlo con la pala, le hablé con mi alma. «Hasta luego, Vadim. Sostén las puertas abiertas para mí, hermano. Resérvame un asiento allá arriba». Solo que Dios… —Por favor, pensé, tratando de poner una expresión serena mientras me sentaba a Popchik en el regazo. ¡Mira la puta carretera!—. Fiodor, ayúdame, tengo dos preguntas sobre Dios. Tú eres profesor universitario —¿qué?—, así que quizá puedas responderme. La primera pregunta es —buscando mi mirada en el retrovisor y sosteniendo en alto un dedo—: ¿Tiene sentido del humor Dios? Y la segunda: ¿tiene un sentido del humor cruel? Es decir, ¿juega Dios con nosotros y nos tortura para divertirse como un niño perverso con un insecto del jardín? —Hum… —dije, alarmado ante la intensidad con que me miraba en lugar de prestar atención a la curva que se aproximaba—. Bueno, quizá, no lo sé, espero que no. —Él no es la persona idónea para responderte —le dijo Boris, ofreciéndome un cigarrillo y pasándole uno—. Dios ha torturado a Theo a base de bien. Si el sufrimiento ennoblece, aquí tienes un príncipe. Ahora Giuri… —reclinándose en una nube de humo—, un favor. —Lo que quieras. —¿Puedes cuidar del perro mientras esperas? Llévale en el asiento trasero a donde él quiera ir. El club nocturno estaba en Queens, no sabría decir dónde. En el salón de moqueta roja, que parecía una habitación a la que irías a besar en la mejilla a tu abuelo recién salido de la cárcel, tenían lugar reuniones al estilo de clan familiar donde borrachos sentados en sillas estilo Luis XVI comían, fumaban, gritaban y se golpeaban la espalda alrededor de mesas adornadas con tela metálica dorada. Detrás, en paredes cubiertas de un grueso laqueado rojo, colgaban de un modo exuberante y en apariencia improvisado guirnaldas navideñas y ornamentos hechos de bombillas y aluminio de colores de la era soviética: gallos, pájaros en sus nidos, estrellas rojas, naves espaciales y hoces y martillos con consignas horteras en cirílico («Feliz año nuevo, querido Stalin»). Boris (que también estaba borracho; había bebido de una botella en el asiento trasero) me rodeó con un brazo y, en ruso, me iba presentando a jóvenes y viejos como a su hermano, lo que deduje que se interpretaba literalmente por el modo en que los hombres y las mujeres me abrazaban y me besaban, e intentaban servirme copas de botellas mágnum de vodka en cubiteras de cristal. Al final logramos llegar al fondo: cortinas de terciopelo negro vigiladas por un matón con la cabeza afeitada y ojos de víbora que llevaba tatuajes en cirílico hasta el maxilar. En el interior de la habitación trasera sonaba música a todo volumen y el ambiente estaba cargado de sudor, loción para después del afeitado, humo de marihuana y Cohiba: Armani, chándales, relojes Rolex de platino y diamantes. Nunca había visto a tantos hombres con tanto oro encima: anillos de oro, cadenas de oro, dientes de oro. Todo era como un sueño muy brillante, confuso y extranjero; y yo estaba en esa inquietante fase de la borrachera en que no podía fijar la vista, solo asentir con la cabeza, caminar haciendo eses y dejar que Boris me arrastrara a través de la gente. En cierto momento, ya entrada la noche, Myriam apareció de nuevo como una sombra; después de saludarme con un beso en la mejilla que me pareció sombrío y espeluznante, paralizado en el tiempo como algún gesto ceremonial, Boris y ella desaparecieron, dejándome en una mesa atestada de rusos borrachos y colocados que fumaban como una chimenea, y que parecían saber quién era yo («¡Fiodor!»), dándome palmadas en la espalda, sirviéndome tragos, ofreciéndome comida, tendiéndome Marlboros, gritándome amistosamente en ruso sin al parecer esperar respuesta… Una mano en mi hombro. Alguien quitándome las gafas. —¿Hola? —dijo la mujer desconocida que de pronto estaba sentada en mi regazo. Zhanna. ¡Hola, Zhanna! ¿Qué haces? Poca cosa. ¿Y tú? Estrella de porno con bronceado artificial y pechos aumentados quirúrgicamente que sobresalían del escote del vestido. En mi familia somos adivinadores; ¿me dejas leerte la palma de la mano? Sí, claro. Su inglés era bastante bueno pero costaba entender lo que decía con el estruendo del bar. —Veo que eres filósofo por naturaleza. —Recorriéndome la palma con la punta de una uña rosa Barbie—. Muy, muy inteligente. Muchos altibajos…, has hecho de todo en la vida. Pero te sientes solo. Sueñas con conocer a una chica para estar con ella el resto de tu vida. ¿Es cierto? Entonces Boris apareció de nuevo solo. Cogió una silla y se acercó. Siguió una breve y divertida conversación en ucraniano entre mi nueva amiga y él que terminó con ella poniéndome las gafas en la cara y yéndose, pero no sin antes gorrearle un cigarrillo y besarme en la mejilla. —¿La conoces? —le pregunté a Boris. —No la he visto en mi vida —respondió él, encendiéndose un cigarrillo—. Podemos irnos ahora, si quieres. Giuri nos espera fuera. VIII Ya era tarde. El asiento trasero del coche era un remanso de paz después de toda la confusión del club nocturno (el íntimo resplandor del salpicadero, la radio sintonizada con el volumen muy bajo) y dimos vueltas durante horas, riendo y hablando, con Popchik dormido en el regazo de Boris. Giuri también intervenía con historias que gritaba con voz áspera sobre su niñez en Brooklyn en lo que llamaba «los cubos» (viviendas de protección oficial) mientras Boris y yo bebíamos vodka tibio directamente de la botella y esnifábamos coca de la bolsa que él sacó del bolsillo de su abrigo, y que le pasaba de vez en cuando a Giuri. Aunque el aire acondicionado estaba en marcha, dentro del coche el ambiente era sofocante; Boris tenía la cara sudorosa y las orejas muy rojas. —Verás —decía; ya se había quitado la chaqueta por los hombros, y se estaba arrancando los gemelos y guardándoselos en el bolsillo, y arremangándose las mangas de la camisa—, fue tu padre quien me enseñó a vestir bien. Le estoy agradecido por eso. —Sí, mi padre nos enseñó muchas cosas a los dos. —Sí —dijo él con sinceridad, haciendo un enérgico gesto afirmativo con la cabeza y secándose la nariz con el lado de una mano—. Él siempre parecía un caballero. Vamos, muchos de esos tipos que has visto ahí dentro con cazadora de cuero y chándales de velvetón parecen salidos directamente de Inmigración. Es mucho mejor vestir con discreción como tu padre, una bonita americana, un bonito reloj pero klássnii, ya sabes, simple, para intentar integrarte. —Sí. —Quizá por deformación profesional, ya había reparado en el reloj de pulsera de Boris, un modelo suizo de unos cincuenta mil dólares, un reloj de playboy europeo, demasiado llamativo para mi gusto pero sumamente discreto comparado con los pedazos de oro y platino incrustados con piedras que vi en el club nocturno. Me fijé en que en el antebrazo tenía tatuada una estrella de David azul. —¿Qué es eso? Él sostuvo en alto la muñeca para dejarme examinarla bien. —Un IWC. Un buen reloj es como efectivo en el banco. Siempre puedes empeñarlo u ofrecerlo en un caso de emergencia. Este es de oro blanco pero parece acero inoxidable. Es mejor tener un reloj que parezca menos caro de lo que en realidad es. —No, me refiero al tatuaje. —Ah. —Se levantó la manga y se miró el brazo con pesar; pero yo ya no miraba el tatuaje. No había mucha luz en el coche, aunque reconocía unas marcas de aguja cuando las veía—. ¿Te refieres a la estrella? Es una larga historia. —Pero… —Sabía lo suficiente para no preguntar por las marcas—. Tú no eres judío. —¡No! —dijo Boris indignado, bajándose la manga—. ¡Por supuesto que no! —Entonces supongo que la pregunta sería por qué… —Porque le dije a Bobo Silver que lo era. —¿Cómo? —¡Porque quería que me contratara! Por eso le mentí. —No jodas. —¡Sí! ¡Lo hice! Bobo iba mucho por casa de Xandra, andaba por la calle fisgoneando porque se olía algo, como que tu padre quizá no estaba muerto… Y un día me armé de coraje y hablé con él. Le ofrecí mis servicios. Las cosas se me estaban yendo de las manos…, en el colegio tenía problemas, algunos tuvieron que hacer rehabilitación, a otros los expulsaron, y yo necesitaba cortar el contacto con Jimmy, hacer algo distinto por un tiempo. Y sí, mi apellido no funciona, pero Boris en ruso es el nombre de pila de muchos judíos, de modo que pensé, ¿por qué no? ¿Cómo va a enterarse? Creía que el tatuaje me sería útil para convencerlo de que era un tipo legal. Le pedí a un colega que me debía cien dólares que me lo hiciera. Me inventé una historia muy triste, mi madre polaca judía, mi familia en un campo de concentración, bua, bua, bua…, qué estúpido, no me di cuenta de que los tatuajes iban contra la ley judía. ¿Por qué te ríes? —soltó a la defensiva—. Alguien como yo…, podía serle útil, ¿sabes? Hablo inglés, ruso, polaco, ucraniano. Soy culto. De todos modos él sabía perfectamente que yo no era judío, se rió de mí en mi cara, pero me contrató de todos modos y fue muy amable de su parte. —¿Cómo pudiste trabajar con un tipo que quería matar a mi padre? —¡Él no quería matar a tu padre! Eso no es cierto ni es justo. ¡Solo quería asustarlo! Pero…, sí, trabajé para él, durante casi un año. —¿Qué hacías? —¡Lo creas o no, nada sucio! Solo era su ayudante…, el chico de los recados, iba de aquí para allá. ¡Paseaba a sus perros! ¡Iba a la tintorería! Bobo fue bueno y generoso conmigo en un mal momento, casi un padre, te lo digo con la mano en el corazón y hablo en serio. Sin duda fue más padre para mí que mi propio padre. Bobo siempre fue justo conmigo. Más que justo. Amable. Aprendí mucho de él observándolo actuar. De modo que no me importa llevar esta estrella por él. Y esto… —se subió la manga hasta el bíceps, dejando ver una rosa con espinas y una inscripción en cirílico—, esto es por Katia, el amor de mi vida. La quise más que a ninguna mujer que he conocido. —Eso lo dices de todo el mundo. —¡Sí, pero con Katia es cierto! ¡Por ella caminaría sobre cristales rotos! ¡Cruzaría las llamas del infierno! ¡Daría alegremente mi vida! Nunca volveré a querer a nadie tanto como la quise a ella, ni de cerca. Ella fue la única. Moriría feliz por estar solo un día con ella. Pero… —Se bajó la manga—. No te tatúes nunca el nombre de una persona a la que quieres porque entonces la pierdes. Yo era demasiado joven para saberlo cuando me hice el tatuaje. IX No había esnifado coca desde que Carole Lombard se fue de la ciudad y no había posibilidad alguna de conciliar el sueño. A las seis y media de la mañana Giuri daba vueltas a toda velocidad por el Lower East Side con Popchik en el asiento trasero («¡Lo llevaré a la charcutería! ¡Para comprarle un huevo con beicon y queso!») mientras nosotros, totalmente pasados de rosca, cotorreábamos en un bar húmedo y oscuro abierto las veinticuatro horas de la Avenida C, con pintadas en las paredes y arpilleras claveteadas en las ventanas para impedir que entrara el sol, el Club Ali Baba, tragos a tres dólares, happy hour de diez de la mañana al mediodía, e intentábamos beber suficiente cerveza para desacelerarnos un poco. —¿Sabes lo que hice en la universidad? —le decía—. Me apunté a clases de conversación de ruso durante un año. Todo por ti. En realidad me fue fatal. Nunca supe lo suficiente para leer en ruso, ya sabes, para sentarme con Eugenio Oneguin. Tienes que leerlo en ruso, dicen, no funciona en la traducción. ¡Pero… me acordaba tanto de ti! Recordaba palabras que decías y toda clase de cosas acudían a mi memoria… Escucha, están poniendo «Comfy in Nautica», ¿lo oyes? ¡Panda Bear! Me había olvidado por completo de ese álbum. En fin, presenté un trabajo trimestral sobre El idiota para mi clase de literatura rusa, literatura rusa traducida, se llamaba, y mientras lo hacía arriba en mi habitación fumando los cigarrillos de mi padre no paré de pensar en ti. Me resultaba mucho más fácil memorizar los nombres si te imaginaba a ti diciéndolos… ¡En realidad era como si oyera todo el libro leído por ti! En Las Vegas estuviste leyendo El idiota durante seis meses, ¿te acuerdas? En ruso. Durante mucho tiempo fue todo lo que hiciste. No podías bajar a la cocina por Xandra, ¿te acuerdas?, y yo tenía que llevarte comida, era como en Anna Frank. Bueno, pues leí El idiota en inglés, pero quería llegar a ese punto en que mi ruso fuera lo bastante bueno para leer. Nunca lo logré. —Todos esos putos estudios —dijo Boris, poco impresionado—. Si quieres hablar ruso vente conmigo a Moscú. En dos meses lo bordarás. —En fin, ¿me vas a decir entonces a qué te dedicas? —Como te he dicho, hago un poco de todo. Solo lo justo para ir tirando. —Luego, dándome una patada por debajo de la mesa—. Tienes mejor aspecto ahora. —¿Eh? Solo había otras dos personas sentadas con nosotros en la parte delantera, un hombre y una mujer muy atractivos de una palidez irreal, los dos con el pelo moreno y corto, mirándose a los ojos; el hombre sostenía la mano de la mujer y le mordisqueaba el interior de la muñeca. Pippa, pensé con una punzada de angustia. En Londres era casi la hora de comer. ¿Qué estaría haciendo? —Cuando te he encontrado parecía que fueras a tirarte al río. —Lo siento, he tenido un día duro. —Pero tienes un buen montaje allí —decía Boris, quien no podía ver a la pareja desde donde estaba—. ¿Entonces él y tú estáis juntos? —No, no en ese sentido. —¡No me refiero a eso! —Boris me miró con aire crítico—. ¡Por Dios, Potter, no seas tan susceptible! Además, esa señora era su mujer, ¿no? —Sí —respondí inquieto, recostándome—. Bueno, algo así. —La relación de Hobie y las señora DeFrees seguía siendo un gran enigma para mí, como lo era el matrimonio todavía vigente entre ella y el señor DeFrees—. Creía que ella había enviudado hacía siglos, pero no. —Me eché hacia delante y me froté la nariz—. Verás, ella vive en la parte alta de la ciudad y su marido en el centro, pero continúan casados. Ella tiene una casa en Connecticut y a veces Hobie y ella van juntos a pasar el fin de semana. Pero ella está casada. Nunca veo al marido. Aún no he encontrado la explicación. Si te digo la verdad creo que solo son buenos amigos. Perdona que me enrolle tanto. En realidad no sé por qué te cuento todo esto. —¡Y él te enseñó el oficio! Parece un tipo agradable. Un verdadero caballero. —¿Eh? —Tu jefe. —¡No es mi jefe! Soy socio en su negocio. —El brillo de las drogas iba remitiendo; la sangre me zumbaba en los oídos, un pitido agudo como los chirridos de un grillo—. La verdad es que yo llevo prácticamente la parte de las ventas. —¡Lo siento! —exclamó Boris, levantando las manos—. No te pongas así. Pero hablaba en serio cuando te decía que trabajaras conmigo. —¿Y cómo voy a responder a eso? —Mira, quiero corresponderte. Dejarte compartir todas las cosas buenas que me han pasado. Porque… —dijo, interrumpiéndome con tono pomposo— te lo debo todo. Todo lo bueno que me ha pasado en la vida, Potter, te lo debo a ti. —¿Cómo? ¿Yo te metí en el tráfico de drogas? Vaya, me alegra saberlo —dije, encendiendo uno de sus cigarrillos y pasándole el paquete—, hace que me sienta muy satisfecho de mí mismo, gracias. —¿Tráfico de drogas? ¿Quién ha hablado de tráfico de drogas? ¡Quiero congraciarme contigo! Por lo que hice. Te lo digo, es una gran vida. Nos divertiríamos mucho juntos. —¿Llevas un servicio de acompañantes? ¿Es eso? —Escucha, ¿puedo decirte algo? —Por favor. —Siento mucho lo que te hice. —Olvídalo. No importa. —¿Por qué no quieres compartir conmigo parte de los beneficios que he hecho gracias a ti, recoger parte de lo sembrado? —Escucha, Boris, ¿puedo decir algo? No te ofendas, pero no quiero mezclarme en nada sucio. Intento salir de un embrollo y, como te he dicho, ahora estoy prometido, las cosas son diferentes, de verdad, no quiero que… —Entonces, ¿por qué no dejas que te ayude? —No es eso lo que quiero decir. Bueno, preferiría no entrar en detalles, pero he hecho cosas que no debería haber hecho y quiero arreglarlo. Mejor dicho, estoy intentando discurrir cómo arreglarlo. —Cuesta arreglar las cosas. A menudo no tienes esa oportunidad. A veces todo lo que puedes hacer es evitar que te pillen. La pareja de guapos se había levantado cogida de la mano para irse, apartando la cortina de cuentas y saliendo a la fría y tenue luz del amanecer. Vi cómo tintineaban las cuentas en la estela de su partida, ondulándose con el balanceo de las caderas de la chica. Boris se recostó. Me miraba fijamente. —He intentado devolvértelo. Ojalá pudiera. —¿El qué? Frunció el entrecejo. —Bueno, esa es la razón por la que fui a tu tienda. Estoy seguro de que habrás oído hablar del caso de Miami. Me preocupó lo que pensarías cuando te enteraras por las noticias, y, la verdad, tenía un poco de miedo de que siguieran la pista hasta dar contigo, ya sabes. Ya no tengo tanto miedo, pero aun sí. Estuve involucrado hasta el cuello, por supuesto, pero sabía que el montaje era malo. Debería haberme fiado de mi instinto. Yo… —Hundió rápidamente la llave en la bolsa para una esnifada rápida; éramos los únicos clientes del local; la menuda chica tatuada que era la camarera, la dueña o lo que fuera, había desaparecido en la habitación trasera donde, por lo que fugazmente había visto, parecía haber gente arrellanada en sofás de segunda mano para un pase de porno de los años setenta—. En fin, fue terrible. Debería haberlo sabido. Hubo heridos y escapé por los pelos, aunque de todo ello aprendí una valiosa lección. Siempre es un error…, espera, ahora el otro lado…, como te decía, siempre es un error hacer tratos con gente que no conoces. —Se apretó una fosa de la nariz y me pasó la bolsa por debajo de la mesa—. Pero siempre olvidas lo que ya sabes. ¡Nunca hagas grandes tratos con desconocidos! ¡Nunca! La gente te dirá: «Es un buen tipo», y yo quiero creerlo, es mi forma de ser. Pero en un abrir y cerrar de ojos todo se tuerce. Mira, yo conozco a mis amigos. Pero ¿los amigos de mis amigos? ¡Ya no los conozco tan bien! Así es como la gente pilla el sida, ¿no? Esnifar más coca era un error, lo sabía aun mientras lo hacía; ya había consumido suficiente, me notaba la mandíbula rígida y la sangre me zumbaba en las sienes, y al mismo tiempo empezaba a sentir los síntomas del bajón que seguía a las drogas, un estado quebradizo como un cristal cilindrado temblando. —En fin —decía Boris. Hablaba muy deprisa, moviendo los pies nervioso debajo de la mesa—. He estado pensando en cómo recuperarlo. ¡Pienso, pienso, pienso! Yo ya no puedo usarlo, por supuesto. Me he quemado para siempre. —Cambió de postura inquieto—. Claro que no fui a verte por eso exactamente. En parte quería disculparme. Pedirte «perdón» en persona. Porque lo siento de verdad. Pero también porque, con todo este asunto en las noticias, quería decirte que no te preocuparas, ya que quizá pensabas…, bueno, no sé qué pensabas. Pero no soportaba imaginarte aterrado al enterarte, sin comprender nada. Pensando que las pistas podían llevarlos hasta ti. Eso hacía que me sintiera fatal. Por eso quería hablar contigo. Para decirte que te he mantenido al margen, nadie está al corriente de tu relación conmigo. También para decirte que estoy intentando seriamente recuperarlo. Haciendo un gran esfuerzo. Porque… —se llevó tres dedos a la frente— he ganado una fortuna con él, y me gustaría que volvieras a tenerlo tú, ya sabes, por los viejos tiempos, solo para que lo tuvieras, que fuera tuyo y lo guardaras en el armario o donde sea, y lo sacaras cuando quisieras para mirarlo, como en los viejos tiempos, ya sabes. Porque sé lo mucho que lo querías. Yo mismo llegué a quererlo tanto como tú. Lo miré fijamente. En el nuevo destello de la droga, las palabras de Boris por fin empezaban a cobrar sentido. —Boris, ¿de qué estás hablando? —Ya lo sabes. —No, no lo sé. —No me hagas decirlo en voz alta. —Boris… —Intenté decírtelo. Te supliqué que no te marcharas. Te lo habría devuelto si hubieras esperado solo un día. La cortina de cuentas seguía tintineando y ondulándose con la corriente de aire. Sinuosas y espejeantes ondas. Me quedé mirando a Boris fijamente, traspuesto por la oscura y leve impresión de un sueño colisionando con otro sueño: ruido de cubertería a la cruda luz del mediodía en el restaurante de Tribeca, Lucius Reeve sonriéndome burlón desde el otro lado de la mesa. —No —dije, apartando la silla hacia atrás empapado en sudor frío y tapándome la cara con las manos—. No. —¿Cómo? ¿Creías que tu padre lo había cogido? Yo esperaba de algún modo que pensaras eso, porque él estaba hasta el cuello de deudas y te intentaba robar. Bajé las manos y lo miré, incapaz de hablar. —Lo cambié. Sí, fui yo. Pensé que lo sabías. —Y como seguía mirándolo boquiabierto, gritó—: ¡Mira, lo siento! Lo tenía en la taquilla del colegio. Una broma, lo sé. Bueno… —sonriendo débilmente—, quizá no. Una especie de broma. Pero…, escucha… —dio unos golpes en la mesa para atraer mi atención—, te juro que no pensaba quedármelo. Ese no era el plan. ¿Cómo iba a saber lo de tu padre? —Levantó los brazos—. Si te hubieras quedado esa noche te lo habría dado, te juro que lo habría hecho. Pero no logré convencerte para que te quedaras. Tenías que marcharte con tantas prisas. ¡Tengo que irme! ¡Ahora mismo, Boris! No podías esperar ni a que se hiciera de día. ¡Tengo que irme ya! Y no tuve valor para decirte lo que había hecho. Lo miré. Tenía la garganta muy seca y el corazón me latía a toda velocidad, y en lo único que podía pensar era en quedarme muy quieto y esperar a que se apaciguara. —Ahora estás irritado —dijo Boris resignado—. Quieres matarme. —¿Qué intentas decirme? —Yo… —¿Qué quieres decir con que lo cambiaste? —Mira —dijo mirando alrededor nervioso—, lo siento. Sabía que no era buena idea que nos colocáramos juntos. Sabía que acabaría saliendo a relucir de una forma desagradable. Pero… —se echó hacia delante para apoyar las palmas en la mesa—, me he sentido fatal por ello, de verdad. ¿Crees que habría ido a verte si no fuera así? ¿O que habría gritado tu nombre por la calle? Y cuando te digo que quiero remediarlo, hablo en serio. Voy a compensarte. Porque, verás, con ese cuadro gané una fortuna. Me hizo… —¿Qué hay entonces en el paquete que tengo yo? —¿Cómo? —respondió él arqueando las cejas. Luego se recostó en la silla y, echando la barbilla hacia atrás, me miró—. No hablas en serio. ¿En todo este tiempo nunca has…? Pero yo no pude responder. Moví los labios y no salió ningún sonido de ellos. Boris dio una palmada en la mesa. —Idiota. ¿Quieres decir que nunca lo abriste? ¿Cómo pudiste no…? Como seguía sin responder, con la cara entre las manos, él me sacudió el hombro. —¿De verdad? —insistió con tono apremiante, intentando mirarme a los ojos—. ¿No lo has abierto nunca desde entonces para mirarlo? De la habitación trasera llegó un débil grito femenino, fatuo y vacío, seguido de unas carcajadas masculinas igual de fatuas. Luego, con el estrépito de una sierra circular, una licuadora se puso en marcha en la barra y funcionó durante un tiempo excesivamente largo. —¿No lo sabías? —preguntó Boris cuando la licuadora por fin enmudeció. En la parte trasera, risas y aplausos—. ¿Cómo pudiste no…? Pero yo no podía hablar. En la pared había una pintada de múltiples capas, etiquetas adhesivas y garabatos, caras de borrachos con cruces en lugar de ojos. Al fondo se había elevado un canto ronco: «venga, venga, venga». Tantas cosas centelleaban a la vez sobre mí que apenas podía respirar. —¿En todos estos años? —preguntó Boris, medio ceñudo—. ¿Ni una sola vez…? —Por Dios. —¿Estás bien? —Yo… —Meneé la cabeza—. ¿Cómo supiste que lo tenía? —Y al no responder, repetí—: ¿Cómo lo supiste? ¿Registraste mi habitación? ¿Mis cosas? Boris me miró. Luego se pasó las manos por la cabeza y dijo: —Potter, eres la clase de borracho que pierde la memoria, ¿lo sabías? —Déjame en paz —repliqué después de un silencio lleno de incredulidad. —No, hablo en serio —dijo él con suavidad—. Yo soy alcohólico. ¡Lo sé! He sido alcohólico desde los diez años, cuando tomé mi primera copa. Pero tú, Potter…, tú eres como mi padre. Él bebe, pierde el conocimiento mientras va por ahí y hace cosas que luego no recuerda. Estrella el coche, me da una paliza, se lía a puñetazos con alguien, y luego se despierta con la nariz rota o en otra ciudad, tumbado en el banco de una estación de tren… —Yo no hago esas cosas. Boris suspiró. —Está bien, pero pierdes la memoria. Como mi padre. No estoy diciendo que hicieras algo mal o violento, tú no eres violento como él, aunque, ¿sabes aquella vez que fuimos a la sala de juegos infantiles del McDonald’s y te sentaste tan borracho sobre una especie de puff que la encargada llamó al segurata para que te echara, y yo te saqué de allí a toda prisa, y nos quedamos media hora delante del Wal Mart fingiendo que mirábamos lápices de colores y luego cogimos de nuevo el autobús hasta la parada, y por la noche no te acordabas de nada, nada de nada? «¿El McDonald’s, Boris?». «¿Qué McDonald’s?». ¿O aquel día —continuó sin parar de sorber con la nariz y levantando la voz para silenciarme— que te quedaste tan hecho polvo, tan para el arrastre, que me pediste que te acompañara a «caminar por el desierto»? De acuerdo, daremos un paseo, dije. Solo que estabas tan borracho que apenas podías dar un paso y la temperatura era de cuarenta grados. Te cansaste de andar y te tumbaste en la arena, y me pediste que te dejara morir allí. «Déjame, Boris, déjame». ¿Te acuerdas? —Lo he pillado. —¿Qué puedo decir? Eras infeliz. Bebías todo el tiempo hasta quedarte inconsciente. —Tú también. —Sí, me acuerdo. Me desmayé boca abajo en las escaleras, ¿te acuerdas? Me desperté en el suelo, a millas de casa, con los pies saliendo de un arbusto, sin tener ni idea de cómo había ido a parar allí. Mierda, una vez le mandé un correo electrónico a Spirsetskaya en mitad de la noche, un correo electrónico de borracho loco, diciéndole que era muy guapa y que la quería con locura, y en ese momento me lo creía. Al día siguiente en el colegio, todo resacoso, me viene ella y me dice: «Boris, Boris, tengo que hablar contigo». Bueno. ¿sobre qué? Y allí está ella, toda amabilidad, intentando no herir mis sentimientos. ¿Un correo electrónico? ¿Qué correo electrónico? ¡No recuerdo nada! Yo allí de pie con la cara roja mientras ella me da unas fotocopias del libro de poesía y me dice que debo enamorarme de las chicas de mi edad. Yo también hice muchas estupideces, desde luego. ¡Era más estúpido que tú! Pero yo —añadió, jugueteando con un cigarrillo—, yo procuraba divertirme y ser feliz. Tú en cambio querías estar muerto. Es distinto. —¿Por qué tengo la sensación de que intentas cambiar de tema? —¡No quiero juzgar! Solo que… hicimos muchas locuras entonces. Cosas que creo que tal vez no recuerdas. ¡No, no! —añadió rápidamente, meneando la cabeza, al ver la expresión de mi cara—. No me refiero a eso. Aunque te diré que eres el único chico con el que me he acostado en la vida. Yo estaba tan furioso que la risa me salió atropellada, como si hubiera tosido o me hubiera atragantado con algo. —Bah, creo que pasa a veces a esa edad. —Boris se recostó desdeñoso en la silla y se apretó una fosa de la nariz—. Éramos jóvenes y necesitábamos chicas. Me parece que te pensaste que había algo más. Pero no, espera —añadió enseguida, y le cambió la expresión; aparté la silla hacia atrás para levantarme—. Espera —repitió, agarrándome la manga—, no te vayas, por favor, escucha lo que intento decirte, ¿te acuerdas de la noche que estuvimos viendo Doctor No? Yo ya cogía el abrigo del respaldo de la silla, pero al oír eso me detuve. —¿Te acuerdas? —¿Por qué? ¿Debería? —Sé que no te acuerdas porque me gustaba ponerte a prueba. Hacía bromas sobre Doctor No para ver qué decías. —¿Qué pasó con Doctor No? —Hacía poco que te conocía. —Las rodillas subían y bajaban de forma frenética—. Creo que no estabas acostumbrado al vodka…, nunca sabías qué cantidad servirte. Entraste con un vaso enorme, como un vaso de agua, y pensé: ¡mierda! ¿No te acuerdas? —Hubo muchas noches como esa. —No te acuerdas. Yo limpiaba tu vómito y ponía la ropa a lavar, y tú ni siquiera sabías que lo hacía. Te echabas a llorar y me decías toda clase de cosas. —¿Qué cosas? Puso cara de impaciencia. —Oh, como que era culpa tuya que tu madre hubiera muerto…, que lamentabas no haber muerto tú…, que si te morías quizá estarías con ella, juntos en la oscuridad…, no viene a cuento hablar de eso ahora, no quiero hacer que te sientas mal. Aunque estabas fatal, Theo, era divertido estar contigo la mayor parte del tiempo. ¡Siempre listo para lo que fuera! Pero estabas hecho polvo. Probablemente deberían haberte ingresado en un hospital. Subías al tejado y saltabas a la piscina…, podrías haberte roto la crisma, ¡era una locura! O te tumbabas en el tramo de calle sin farolas por la noche, donde no había posibilidad de que nadie te viera, esperando a que un coche pasara y te atropellara, y yo tenía que pelearme para levantarte y arrastrarte hasta la casa… —Podría haberme pasado toda la noche tumbado en esa puta calle olvidada de la mano de Dios y no habría pasado un solo coche. Podría haber dormido allí. O haberme llevado el saco de dormir. —No voy a entrar en eso. Pero estabas pirado. Nos podrían haber matado a los dos. Una noche cogiste unas cerillas e intentaste pegar fuego a la casa, ¿te acuerdas? —Solo era una broma —repliqué con tono inquieto. —¿Y la alfombra? ¿El gran agujero en el sofá? ¿Eran una broma? Di la vuelta a los cojines para que Xandra no lo viera. —Ese horrible trasto era tan barato que ni siquiera era resistente al fuego. —De acuerdo, de acuerdo. Lo que tú digas. De todos modos, esa noche veíamos Doctor No, yo nunca la había visto y me estaba gustando mucho, pero tú sí y estabas totalmente vgavno; el doctor está en su isla, y va y aprieta el botón y enseña ese cuadro que ha robado. —¡Dios mío! Boris soltó una carcajada. —¡Lo hiciste! ¡Que Dios te pille confesado! Fue genial. Estabas tan borracho que te tambaleabas… ¡Tengo algo que enseñarte! ¡Algo maravilloso! ¡No has visto nada igual!, decías plantándote delante del televisor. ¡No, de verdad! Yo estaba viendo la peli, la parte mejor, y tú no callabas. ¡Vete a la mierda! En fin, te largaste furioso, diciendo «Vete a la mierda» y metiendo mucho ruido. Pom, pom, pom. Luego bajaste con el cuadro. —Se rió—. Es curioso, yo estaba convencido de que me tomabas el pelo. ¿Un cuadro de fama mundial? Déjame, anda. Pero… era verdad. Cualquiera podía verlo. —No te creo. —Bueno, pues es cierto. Y lo supe en el acto. Porque ¿es posible hacer falsificaciones como esa? ¡Las Vegas sería la ciudad más hermosa de la historia mundial! De todos modos, fue muy divertido. Allí estaba yo, enseñándote todo orgulloso a robar manzanas y dulces del quiosco mientras tú habías robado una obra maestra. —No la robé. Boris se rió a carcajadas. —No, no. Ya me lo contaste. Solo querías asegurarte de que estaba fuera de peligro. Un deber importante en tu vida. —Se echó hacia delante—. ¿Y dices que no lo has abierto en todos estos años para mirarlo? ¿Qué te pasa? —No te creo —repetí. Y cuando él puso los ojos en blanco y se volvió, le pregunté—. ¿Cuándo lo cogiste? ¿Cómo? —Mira, como te he dicho… —¿Cómo esperas que me crea una palabra de todo esto? Boris volvió a mirarme con expresión paciente. Metió una mano en el bolsillo del abrigo buscando su iPhone; pulsó una foto y me lo pasó. Era el reverso del cuadro. Podías encontrar una reproducción de la parte delantera en cualquier parte, pero el reverso era tan característico como una huella dactilar: gruesas gotas de lacre rojas y marrones; un mosaico irregular de etiquetas europeas (números romanos; delgadas firmas a pluma) que hacía pensar en un baúl antiguo o algún tratado internacional de otra época. Los marrones y los amarillos, cada vez más apagados, estaban cubiertos de una cualidad orgánica, como hojas muertas. Se guardó el móvil de nuevo en el bolsillo. Nos quedamos sentados mucho rato en silencio. Luego él cogió un cigarrillo. —¿Me crees ahora? —dijo, exhalando el humo por la comisura de la boca. Los átomos de mi cabeza se desintegraban; el destello de la coca ya empezaba a apagarse, y la aprensión y el desasosiego avanzaban sutilmente como aire oscuro antes de una tormenta de truenos. Nos miramos durante largo rato en un silencio sombrío: frecuencia química alta, soledad frente a soledad, como dos monjes tibetanos sobre la cima de una montaña. Luego me puse en pie sin decir una palabra y cogí el abrigo. Boris también se levantó de un salto. —Espera, Potter —dijo cuando pasé por su lado—. No te vayas enfadado. Cuando te decía que te compensaré hablaba en serio. ¿Potter? —me llamó de nuevo al verme cruzar la tintineante cortina de cuentas y salir a la calle, adentrándome en la luz gris sucio del amanecer. La Avenida C estaba vacía con excepción de un taxi solitario que pareció alegrarse de verme tanto como yo de verlo a él, y que se acercó a toda velocidad para recogerme. Antes de que Boris pudiera decir una palabra más me subí a él y me alejé dejándolo allí con su abrigo junto a una hilera de cubos de basura. X Eran las ocho y media de la mañana cuando llegué al almacén, con la mandíbula dolorida de apretar los dientes y el corazón a punto de estallarme. La habitual luz del día; el estruendo matinal de los transeúntes, brillante de amenaza. Hacia las diez y cuarto estaba sentado en mi dormitorio de la casa de Hobie y todo me daba vueltas como una peonza que se tambalea y gira de un lado para otro al perder velocidad. Sobre la alfombra había un par de bolsas de la compra; una tienda de campaña pequeña aún por estrenar; una funda de almohada de percal de algodón beige que todavía olía a mi habitación de Las Vegas; una lata llena de un surtido de Roxicodonas y pastillas de morfina que sabía que debería tirar al retrete; y una maraña de cinta adhesiva que corté con gran esfuerzo con un cúter, veinte minutos de dedicación total, notando el pulso en las yemas de los ledos, aterrado de cortar demasiado y estropear el cuadro sin querer, abriéndolo por fin por un lado, arrancando con cuidado la cinta, tira a tira, con manos temblorosas; solo para encontrar, entre cartón, envoltorio y papel de periódico, un libro de texto de cívica lleno de garabatos («¡Democracia, diversidad y tú!»). Una brillante multitud multicultural. En la cubierta, niños asiáticos, niños latinoamericanos, niños afroamericanos, niños nativos americanos, una niña musulmana con un hiyab en la cabeza y un niño blanco en una silla de ruedas sonriendo y levantando las manos delante de una bandera estadounidense. En el interior, dentro del alegre e insulso mundo de los buenos ciudadanos, donde personas de diferentes etnias participaban alegremente en sus comunidades y niños de ciudad deambulaban con una regadera alrededor de sus viviendas de protección oficial, cuidando de un árbol plantado en una maceta cuyas ramas ilustraban las ramas del gobierno, Boris había dibujado unas dagas con su nombre, rosas y corazones alrededor de las iniciales de Kotku, y un par de ojos espías mirando de reojo un examen de muestra parcialmente contestado: ¿Por qué necesita el hombre un gobierno? Para imponer una ideología, castigar a los malhechores y promocionar la igualdad y la hermandad entre la gente. ¿Cuáles son los deberes de los ciudadanos estadounidenses? Votar a los miembros del Congreso, celebrar la diversidad y luchar contra los enemigos del Estado. Por fortuna, Hobie había salido. Las pastillas que me tomé no surtían efecto; después de dos horas retorciéndome y agitándome en la cama en un tortuoso estado de duermevela lleno de caídas por precipicios, con la mente desbocada y exhausto de lo rápido que me latía el corazón, con la voz de Boris resonando aún en mi mente, me obligué a levantarme, a poner orden en la habitación, a ducharme y afeitarme; me corté mientras lo hacía, ya que tenía el labio superior casi tan dormido como en el dentista a causa de la hemorragia nasal que había sufrido. Luego me preparé una cafetera, encontré en la cocina un bollo rancio que me obligué a comer, y antes del mediodía estaba en la tienda, con el letrero de «Abierto»; justo a tiempo para interceptar a la cartera, que llegaba con su poncho impermeable (que pareció alarmarse, apartándose mucho al ver mis ojos legañosos y el labio cortado con el pedazo de kleenex ensangrentado encima), aunque mientras ella me entregaba las cartas con guantes de látex me pregunté: ¿para qué? Reeve podía escribir todo lo que quisiera a Hobie o incluso llamar a la Interpol, ¿qué importaba? Llovía. Los transeúntes se apiñaban y correteaban. La lluvia repiqueteaba con fuerza contra la ventana, y cubría de gotas las bolsas de basura que había junto a la cuneta. Sentado ante el escritorio, en mi anticuada butaca, intenté aferrarme o consolarme al menos entre las sedas gastadas y la tenue luz de la tienda, en medio de su penumbra agridulce como las oscuras y lluviosas aulas de mi niñez; pero una vez pasado bruscamente el efecto de la dopamina sentía los temblores previos a algo muy parecido a la muerte: una tristeza que sentías primero en el estómago, aporreándote luego en el interior de la frente, y toda la oscuridad que había dejado fuera volvía rugiendo. Estrechez de miras. Todos esos años había flotado a la deriva, demasiado enclaustrado y aislado para vivir la realidad; un delirio que me había hecho rodar sobre su lenta y relajada ola desde la niñez, tumbado en la alfombra de sisal de Las Vegas totalmente colocado, riéndome del ventilador del techo, solo que ya no me reía, y Rip van Winkle hacía muecas y apoyaba la cabeza en el suelo unos cien años demasiado tarde. ¿Cómo podía enderezar las cosas? Imposible. En cierto modo, Boris me había hecho un favor llevándose el cuadro; al menos sabía que así era como lo vería la mayoría de la gente; me había sacado del apuro, y ahora nadie podría culparme; la mayoría de mis problemas se habían resuelto de golpe. Pero aunque sabía que cualquier persona cuerda sentiría alivio al no tener el cuadro en sus manos, nunca me había sentido tan desesperado, avergonzado y lleno de odio hacia mí mismo. En la tienda hacía un calor agobiante. No podía estarme quieto; me levanté y me senté, me acerqué a la ventana y regresé de nuevo. Todo estaba impregnado de horror. Un Polichinela de porcelana me miraba con desprecio. Hasta los muebles parecían enclenques y desproporcionados. ¿Cómo podía haberme creído una persona mejor, más sabia, más elevada, valiosa y digna de vivir con un secreto como ese? Y sin embargo me lo había creído. El cuadro hacía que me sintiera menos mortal, menos común. Era puntal y reivindicación; era sustento y peso; la piedra angular que sostenía la catedral. Y ahora que se había desvanecido de repente debajo de mí, era terrible descubrir que durante toda mi vida de adulto me había visto íntimamente sostenido por esa enorme, oculta y frenética alegría; la convicción de que toda mi vida hacía equilibrios sobre un secreto que podía hacerla añicos en cualquier momento. XI Cuando Hobie volvió hacia las dos de la tarde, entró en la tienda con un tintineo de campanillas como un cliente. —Bueno, lo de anoche fue una auténtica sorpresa. —Tenía las mejillas sonrosadas de la lluvia mientras se quitaba la gabardina y sacudía el agua; iba vestido para ir a la casa de subastas, con su corbata de nudo windsor y uno de sus bonitos trajes antiguos—. Me refiero a Boris. Le había ido bien en la subasta, lo deduje por su buen humor; aunque no solía pujar, sabía muy bien lo que quería y de vez en cuando, en una sesión de poco movimiento, cuando no tenía ningún competidor, se marchaba con un montón de maravillas. —Supongo que fue una gran noche para los dos. —Sí —yo estaba encorvado en una esquina, bebiendo té a sorbos; me dolía mucho la cabeza. —Fue curioso conocerlo después de haberte oído hablar tanto de él. Como conocer a un personaje de un libro. Siempre me lo había imaginado como el Pillastre de Oliver Twist, ¿cómo se llama el personaje? Jack nosecuantos. El golfillo de la chaqueta andrajosa y la mejilla tiznada de carbón. —Créeme, iba bastante sucio entonces. —Bueno, ya sabes que Dickens no nos dice qué fue del Pillastre. ¿Quién sabe si de mayor se convirtió en un comerciante respetable? Y hay que ver cómo se puso Popper al verlo. Nunca he visto un animal más contento. Ah, antes de que se me olvide —añadió medio volviéndose, ocupado con su chaqueta; no se había dado cuenta de que me había quedado inmóvil al oír el nombre de Popper—, te llamó Kitsey. No respondí; no podía. No había pensado ni una sola vez en Popper. —A eso de las diez pasadas. Le dije que te habías encontrado con Boris, que pasaste por casa y volviste a irte. Espero que no te importe. —Claro que no —respondí con un gran esfuerzo, intentando ordenar mis pensamientos que se agolpaban a la vez en todas direcciones. —¿Qué debía recordarte? —Hobie se llevó un dedo a los labios—. Me dio un recado para ti. Deja que piense. —Después de un pequeño respingo, añadió—: No me acuerdo. Tendrás que llamarla. Ya sé, algo de una cena esta noche en casa de alguien. ¡La cena era a las ocho! De eso me acuerdo, pero no recuerdo dónde. —En casa de los Longstreet —dije con abatimiento. —Eso es. En fin, háblame de Boris. Qué divertido es, y parece encantador… ¿Cuánto tiempo estará en la ciudad? —Y como no respondía, añadió—: ¿Lleva mucho aquí? —Hobie no podía ver la expresión horrorizada de mi cara, que estaba vuelta hacia la calle—. Deberíamos invitarlo a comer, ¿no crees? ¿Por qué no le pides que nos dedique un par de noches que tengas libre? Si quieres, por supuesto —añadió al ver que yo seguía en silencio—. Es cosa tuya. Ya me dirás algo. XII Un par de horas después —exhausto, con los ojos llorosos por la jaqueca—, seguía preguntándome frenético cómo recuperar a Popper mientras al mismo tiempo inventaba y rechazaba explicaciones para justificar su ausencia. ¿Lo había dejado atado delante de una tienda? ¿Alguien lo había robado? Una burda mentira, por no hablar de que diluviaba, y Popper estaba tan viejo y malhumorado que a duras penas lograba arrastrarlo con la correa hasta la boca de incendios. ¿La peluquera? La peluquera de Popper, una anciana de aspecto necesitado llamada Cecelia que trabajaba fuera de su apartamento, siempre lo había devuelto hacia las tres. ¿El veterinario? Aparte de que Popper no estaba enfermo (¿y por qué no lo habría mencionado si lo estaba?), siempre iba al mismo veterinario que Hobie conocía desde los tiempos de Welty y Chessie, y la consulta del doctor McDermott estaba en la misma calle. ¿Por qué lo había llevado a otro? Refunfuñando, me levanté y me acerqué a la ventana. Una y otra vez me encontraba en el mismo callejón sin salida: Hobie entrando aturdido en la tienda, como seguramente haría dentro de un par de horas, buscando con la mirada. «¿Dónde está Popper? ¿Lo has visto?». Y eso era todo, un bucle infinito; no había posibilidad de teclear Alt-Tab. Podías forzar el apagado, desconectar el ordenador, conectarlo de nuevo y volver a abrir el juego, y este seguiría encallado y paralizado en el mismo lugar. «¿Dónde está Popper?». No había código de trampas. El juego se había acabado. No había forma de saltarse ese momento. Las raídas cortinas de lluvia habían dado paso a una llovizna, aceras brillantes y agua goteando de los toldos, y toda la gente que pasaba por la calle parecía haber aprovechado ese momento para ponerse la gabardina y correr a la esquina con el perro; allá donde miraba había perros, brincando con la gracia de un elefante, típicos caniches negros, chuchos terriers, chuchos cobradores, un anciano bulldog francés y un par de perros salchicha de aspecto remilgado cruzando en tándem la calle con la barbilla alta. Agitado, me senté de nuevo, cogí el catálogo de ventas de Christie’s y empecé a pasar las hojas haciendo ruido: horribles acuarelas modernistas, dos mil dólares por un feo bronce victoriano de dos búfalos luchando, absurdo. ¿Qué iba a decirle a Hobie? Popper era viejo y sordo, y a veces se quedaba dormido en algún rincón donde no te oía enseguida cuando lo llamabas, pero pronto llegaría la hora de cenar y yo oiría a Hobie dar vueltas en el piso de arriba, buscándolo detrás del sofá y en el dormitorio de Pippa y en sus escondites habituales. «¿Popsky? ¡Eh, es la hora de comer!». ¿Podía hacerme el tonto? ¿Fingir que yo también registraba la casa, rascándome la cabeza perplejo? ¿Una misteriosa desaparición? ¿El Triángulo de las Bermudas? Angustiado, había vuelto al plan de la peluquera cuando sonaron las campanillas de la puerta. —Pensaba quedármelo. Popper —empapado, pero por lo demás con buen aspecto después de la aventura que había corrido—, estiró las patas con bastante formalidad cuando Boris lo dejó en el suelo y se acercó en silencio a mí, con la cabeza bien alta para que lo rascara debajo del morro. —No te ha echado nada de menos —dijo Boris—. Hemos pasado un bonito día juntos. —¿Cómo estás? —le pregunté después de un largo silencio, porque no se me ocurría nada más que decir. —Sobre todo dormido. —Se frotó los ojos rodeados de cercos oscuros y bostezó—. Giuri nos ha dejado en casa y hemos echado una bonita cabezada los dos juntos. ¿Te acuerdas de cómo se acurrucaba como un gorro de pieles sobre mi cabeza? —Popper nunca había dormido con el morro sobre mi cabeza, eso solo lo hacía con Boris—. Luego nos hemos despertado, me he duchado y lo he sacado a pasear, pero no muy lejos, no ha querido ir muy lejos. He hecho varias llamadas, hemos comido un sándwich de beicon y hemos venido aquí. —Al ver que yo no respondía, se pasó una mano por el pelo alborotado y exclamó impulsivamente—: ¡Mira, lo siento! De verdad, voy a solucionarlo y esta vez será para siempre. Se hizo un silencio apabullante. —¿Lo pasaste bien anoche? Yo sí. ¡Nos corrimos una gran juerga! Pero esta mañana no me encontraba tan bien. Por favor, di algo —balbuceó al ver que no respondía—. Me he sentido fatal todo el día. Popper cruzó la habitación hasta su bol de agua. Tranquilamente, empezó a beber. Durante largo rato no se oyó otro ruido que sus monótonos lametazos y sorbos. —De verdad, Theo —con una mano en el corazón—, me siento fatal. No tengo palabras para decirte lo que siento, lo avergonzado que estoy —añadió con un tono más grave porque yo guardaba silencio—. Y, sí, lo reconozco, parte de mí se pregunta: ¿por qué lo estropeaste todo, Boris?, ¿por qué tuviste que abrir la bocaza? Pero ¿cómo iba a mentir y escabullirme? Al menos concédeme esto —dijo, frotándose las manos agitado—. No soy cobarde. Y voy a solucionarlo de algún modo, te lo prometo. Hobie estaba ocupado en el piso de abajo con la aspiradora, pero de todos modos bajé la voz, el mismo susurro enfadado que cuando Xandra estaba abajo y no queríamos que nos oyera discutir. —¿Por qué…? —¿Por qué que? —¿Por qué demonios lo cogiste? Boris parpadeó con un ligero aire de superioridad moral. —Porque la mafia judía iba a ir a tu casa, por eso. —No, esa no es la razón. Boris suspiró. —Bueno, es parte de la razón. ¿Estaba seguro en tu casa? ¡No! ¡Y en el colegio tampoco! Cogí mi viejo libro del colegio, lo envolví con periódico y lo cerré con cinta adhesiva del mismo grosor… —Te he preguntado por qué lo cogiste. —Qué puedo decir. Soy un ladrón. Popper seguía sorbiendo ruidosamente agua. Con exasperación me pregunté si Boris le había dado de beber a lo largo del agradable día que habían pasado juntos. —Y… —se encogió de hombros con actitud despreocupada— lo quería. Sí. ¿Quién no querría tenerlo? —¿Por qué lo querías? —Y como no respondía, añadí—: ¿Por el dinero? Boris hizo una mueca. —Claro que no. No se puede vender algo así. Aunque… debo admitir que una vez que me vi en apuros, hace cuatro o cinco años, estuve a punto de venderlo directamente, a un precio bajísimo, casi regalado, solo para deshacerme de él. Me alegré de no hacerlo. Me encontraba en un aprieto y necesitaba la pasta. Pero… —sorbiendo con fuerza y secándose la nariz— intentar vender algo así es la forma más rápida de que te pillen. Tú lo sabes. Como instrumento de negociación es otro cantar. Ellos lo retienen como aval y te adelantan la mercancía. Vendes la mercancía o lo que sea, devuelves el capital, les das su parte y te devuelven el cuadro, y asunto concluido. ¿Comprendes? Me puse a hojear el catálogo de Christie’s de nuevo, que seguía abierto sobre mi escritorio, sin responder. —Ya sabes lo que dicen. —Su voz era al mismo tiempo triste y pícara—. La ocasión hace al ladrón. ¿Quién lo sabe mejor que tú? Fui a tu taquilla para buscar dinero para el almuerzo y pensé: ¿Cómo? ¿Qué es esto? Fue fácil cogerlo y esconderlo. Luego llevé al taller de manualidades de Kotku mi viejo libro de texto e hice un paquete del mismo tamaño, el mismo grosor, ¡con la misma cinta y todo! Kotku me ayudó. Pero no le dije por qué lo hacía. A ella no podía decirle esa clase de cosas. —Todavía no me creo que lo robaras. —Mira, no voy a ponerte excusas. Lo cogí. Pero… —sonrió de forma cautivadora—, ¿soy deshonesto? ¿Mentí? —Sí —respondí después de un silencio lleno de incredulidad—. Sí, mentiste. —¡Tú nunca me preguntaste! ¡Si lo hubieras hecho te lo habría dicho! —Boris, eso es una gilipollez. Mentiste. —Bueno, pues ahora no estoy mintiendo —replicó, mirando alrededor resignado—. ¡Pensé que a estas alturas ya lo habrías averiguado! ¡Hace años! ¡Pensé que sabrías que había sido yo! Me dirigí hacia las escaleras, seguido por Popchik; Hobie había apagado la aspiradora, dejando un silencio sonoro, y yo no quería que nos oyera. —No lo tengo muy claro. —Boris se sonó de manera despreocupada, inspeccionó el contenido del kleenex e hizo una mueca—. Pero estoy bastante seguro de que se encuentra en alguna parte de Europa. —Dobló el kleenex y se lo guardó en el bolsillo—. Hay una posibilidad remota de que esté en Génova. Pero me inclino más por Bélgica o Alemania. Quizá Holanda. Podrán negociar mejor con él porque allí les impresiona más. —Eso no reduce mucho las opciones. —¡Bueno, escucha! ¡Alégrate de que no esté en Sudamérica! Porque entonces te garantizo que no tendrías posibilidad de volver a verlo. —Pensaba que habías dicho que había desaparecido. —Lo único que digo es que creo que puedo averiguar dónde está. Es muy distinto de saber cómo recuperarlo. Nunca he tenido tratos con esa gente. —¿Qué gente? Intranquilo, Boris guardó silencio y bajó la vista hacia el suelo: figurillas de bulldog de hierro, libros amontonados, muchas alfombrillas. —¿No se mea sobre las antigüedades? —preguntó señalando a Popchik con la cabeza—: ¿En todos estos bonitos muebles? —No. —En tu casa lo hacía continuamente. Toda la moqueta del piso de abajo apestaba a meado. Creo que era porque Xandra no lo sacaba a pasear antes de que nosotros llegáramos. —¿Qué gente? —¿Eh? —Con qué gente no has tenido nunca trato. —Es complicado. Ya te lo contaré, si quieres —añadió con prisa—, pero creo que los dos estamos cansados y no es el momento. Voy a hacer unas llamadas a ver qué averiguo, y entonces volveré y te lo diré, te lo prometo. —Se dio unos golpecitos en el labio superior con un dedo—. Por cierto… —¿Qué? —Tienes una mancha ahí. Debajo de la nariz. —Me he cortado al afeitarme. —Ya. Allí de pie, pareció titubear, como si estuviera a punto de salir con alguna disculpa o estallido mucho más acalorado, pero el silencio que se cernió entre ambos parecía tan definitivo que hundió las manos en los bolsillos y solo dijo: —Bueno. —Bueno. —Hasta luego entonces. —Sí. Sin embargo, cuando salió por la puerta y me quedé junto al escaparate viendo cómo se alejaba tranquilamente esquivando las gotas que caían del toldo, y adoptando un paso cada vez más ligero y desgarbado en cuanto creyó que yo ya no lo veía, pensé que había muchas probabilidades de que fuera la última vez que lo veía. XIII Teniendo en cuenta cómo me encontraba, que, en pocas palabras, era para el arrastre, con una desagradable migraña y abrumado por tanta infelicidad que apenas veía nada, no tenía mucho sentido que la tienda estuviera abierta. Así, aunque había escampado y la gente ya salía a la calle, colgué el letrero de «Cerrado» y, con Popper pisándome pesadamente los talones, me arrastré hasta el piso de arriba, donde, medio enfermo por el martilleo que sentía detrás de los ojos, me quedé inconsciente unas horas antes de cenar. Kitsey y yo habíamos quedado en el piso de su madre a las ocho menos cuarto para ir juntos a la casa de los Longstreet, pero llegué un poco temprano. Por una parte quería estar unos minutos a solas con ella antes de salir a cenar, pero también tenía algo para la señora Barbour, un catálogo de exposiciones muy poco común que había encontrado en una de las fincas de Hobie y que se titulaba La técnica del grabado en la época de Rembrandt. —No, no —me dijo Etta cuando entré en la cocina para pedirle que llamara a su puerta—, ya está en pie y circulando. Se ha tomado su té hace menos de quince minutos. «En pie y circulando», tratándose de la señora Barbour, significaba en pijama, con zapatillas acolchadas y lo que parecía una vieja capa de ópera echada sobre los hombros. —¡Oh, Theo! —exclamó con una espontaneidad conmovedora y sin reservas que me hizo pensar en Andy en las pocas ocasiones que estaba contento por algo, como el día que llegó por correo su visor telescópico Nagler de 22 milímetros o cuando hizo el feliz descubrimiento de un sitio porno de un juego de rol en vivo en el que aparecían doncellas de grandes bustos blandiendo espadas y haciéndoselo con caballeros, magos—. ¡Eres un encanto! —No lo tiene, ¿verdad? —No… —respondió ella hojeándolo encantada—. ¡Qué detalle! No te lo creerás pero vi esta exposición en Boston cuando iba a la universidad. —Debió de ser increíble —dije, recostándome en un sillón. Me sentía mucho más feliz de lo que habría creído posible unas horas atrás. Angustiado por el cuadro, torturado por la jaqueca, desesperado ante la perspectiva de tener que cenar con los Longstreet y preguntándome cómo demonios aguantaría una velada comiendo canapés de cangrejo picante mientras Forrest exponía sus opiniones sobre la situación económica, cuando lo único que quería era volarme la tapa de los sesos, intenté llamar a Kitsey con la intención de suplicarle que dijera que estaba enfermo para poder escaquearme y pasar la noche en la cama de su apartamento. Pero los días que Kitsey estaba fuera, me volvía loco, pues no me devolvía las llamadas, mis mensajes de texto y correos electrónicos quedaban sin respuesta, y cuando intentaba hablar con ella me saltaba directamente el buzón de voz. «Necesito comprarme otro móvil, porque este me está dando problemas», decía ella agobiada cuando me quejaba de esos frecuentes vacíos de comunicación. Y aunque me había ofrecido muchas veces a acompañarla a la tienda Apple para comprarle uno, ella siempre tenía alguna excusa: había demasiada cola, la esperaban en otra parte, no estaba de humor, tenía hambre, tenía sed, necesitaba ir al lavabo, ¿no podíamos dejarlo para otro momento? Sentado en un lado de la cama con los ojos cerrados, disgustado por no haber podido hablar con ella (como solía ocurrir cuando realmente la necesitaba), me planteé llamar yo mismo a Forrest y decirle que estaba enfermo. Pero por mal que me encontrara quería verla a ella, aunque fuera al otro lado de una mesa de comedor y rodeado de gente que no me caía bien. De ahí que, para obligarme a levantarme de la cama, desplazarme al norte y aguantar la parte más soporífera de la velada, me hubiera tomado lo que en los viejos tiempos era para mí una suave dosis de opiáceos. Estos no me quitaron el dolor de cabeza, pero sorprendentemente me pusieron de buen humor. Hacía meses que no me sentía tan bien. —¿Vais a cenar fuera esta noche Kitsey y tú? —me preguntó la señora Barbour mientras seguía hojeando encantada el catálogo que le había llevado—. ¿En casa de Forrest Longstreet? —Así es. —Iba a clase contigo y con Andy, ¿verdad? —Sí. —¿Él no era uno de esos chicos horribles? —Bueno…, en realidad no. —La euforia me había vuelto generoso. Forrest, lento de reflejos y zoquete («Señor, ¿los árboles se consideran plantas?»), nunca había sido lo bastante inteligente para perseguirnos a Andy y a mí de una manera consistente e ingeniosa—. Pero es cierto que él formaba parte de ese grupo, ya sabe, Temple, Tharp, Cavanaugh y Scheffernan. —Sí. Temple. Ya lo creo que me acuerdo de él. Y ese chico, Cable. —¿Cómo? —le pregunté, un poco sorprendido. —Le ha ido muy mal —continuó ella, sin levantar la mirada del catálogo—. Viviendo de prestado, sin un empleo, y tengo entendido, además, que tuvo algún que otro problema con la ley. Extendió unos cheques falsos y al parecer su madre se las vio negras para impedir que la gente lo denunciara. —Y antes de que yo pudiera explicar que Cable no había formado parte de ese grupo de deportistas agresivos, levantó la mirada y añadió—: Y Win Temple. Fue él quien golpeó a Andy en la cabeza contra la pared de las duchas. —Sí, fue él. —De las duchas, lo que mejor recordaba no era la conmoción cerebral que sufrió Andy sino cómo Scheffernan y Cavanaugh me sujetaron e intentaron meterme un tubo de desodorante por el ano. Delicadamente envuelta en su capa, con un chal sobre el regazo como si fuera a ir en trineo a una fiesta de Navidad, la señora Barbour seguía hojeando el libro. —¿Sabes lo que dijo Temple? —¿Cómo? —Temple. —Tenía la vista clavada en el libro; su voz era alegre, como si hablara con un desconocido en una fiesta—. ¿Sabes qué excusa puso cuando le preguntaron por qué habían dejado inconsciente a Andy? —No, no lo sé. —Dijo: «Porque me pone nervioso». Me dicen que ahora es abogado. Espero que contenga un poco mejor su genio en los juzgados. —Win no era el peor —dije tras un silencio lánguido—. Ni de lejos. Cavanaugh y Scheffernan… —La madre ni siquiera estuvo atenta. Mandaba mensajes de texto por el móvil. Un asunto urgente con un cliente. Me miré el puño de la camisa. Me había cuidado de cambiarme de ropa después del trabajo; si algo había aprendido en mis años de opiáceos (por no hablar de los años de fraudes de antigüedades) era que las camisas almidonadas y los trajes recién recogidos de la tintorería ayudaban a ocultar numerosos pecados…, pero con las pastillas de morfina me puse como una moto, deambulando por la habitación y tarareando a Elliott Smith mientras me vestía, sunshine… been keeping me up for days…, y vi que no me había cerrado bien los puños. Peor aún, los gemelos que elegí no hacían juego: uno era negro y el otro violeta. —Podríamos haberlo denunciado —continuó la señora Barbour distraída—. No sé por qué no lo hicimos. Pero Chance dijo que eso le pondría las cosas más difíciles a Andy en el colegio. —Bueno… —No había posibilidad de cerrarme de nuevo los puños sin que se notara. Tendría que esperar a subirme al taxi—. En realidad fue Scheffernan el que tuvo la culpa de lo de la ducha. —Sí, eso es lo que dijo Andy, y Temple también, pero el golpe en sí, la conmoción cerebral, no hay ninguna duda… —Scheffernan era taimado. Empujó a Andy contra Temple… Y se quedó en el otro extremo del vestuario, partiéndose de risa con Cavanaugh y los otros chicos cuando empezó la pelea. —Bueno, eso no lo sé, pero David… —David era el nombre de pila de Scheffernan— no era como los demás, era un chico muy agradable y educado, venía bastante por aquí y siempre fue amable invitando a Andy. Ya sabes cómo eran muchos de los niños con las fiestas de cumpleaños… —Sí, pero Schefferman siempre le tuvo manía a Andy. Porque su madre le imponía a Andy a la fuerza, obligándolo a invitarlo y haciéndole venir aquí. La señora Barbour suspiró y dejó la taza. La infusión era de jazmín; desde donde estaba sentado me llegaba el olor. —Bueno, sabe Dios que tú conocías a Andy mejor que yo —dijo de manera inesperada, cerrándose mejor el cuello bordado de la bata—. Yo nunca le vi tal como era y eso que en ciertos aspectos era mi hijo preferido. Ojalá no hubiera intentado continuamente convertirlo en otra persona. Tú desde luego fuiste capaz de aceptarlo como era, más que su padre y que yo, y sabe Dios que su hermano. Mira… —añadió en el silencio bastante gélido que siguió, mientras seguía hojeando el libro—. Aquí está san Pedro. Apartando a los niños de Cristo. Me levanté obediente y la rodeé. Conocía la obra, era uno de los grandes y violentos grabados a punta seca que había en el Morgan; lo llamaban el «Grabado de los Cien Florines», pues era el precio que Rembrandt se vio obligado a pagar para recuperarlo. —Rembrandt es tan especial. Incluso sus temas religiosos, es como si los santos hubieran bajado con el fin de posar para él. Esos dos san Pedros… —señaló con un ademán el pequeño dibujo a plumilla que colgaba de la pared— son dos obras completamente distintas y pintadas con años de diferencia, pero es el mismo hombre, en cuerpo y alma, podrías identificarlo en una rueda de reconocimiento, ¿no? Esa cabeza calva. La misma cara, sumisa, seria. La bondad está impresa en toda su persona, y sin embargo siempre asoma esa mueca crispada de preocupación e inquietud. Ese sutil atisbo del traidor. Aunque ella todavía hojeaba el libro, me encontré mirando la foto enmarcada de Andy y de su padre que había en la mesa. Solo era una foto, pero ningún maestro de la pintura de género holandesa podría haber transmitido mejor la sensación de presagio, transitoriedad y catástrofe en una composición. Andy y el señor Barbour contra un fondo oscuro, las velas apagadas en los candelabros de pared, la mano del señor Barbour sobre la maqueta de un barco. Si hubiera apoyado la mano sobre una calavera, el efecto no habría sido más alegórico ni más escalofriante. Encima, en lugar del reloj de arena tan querido por los pintores de vanitas holandeses, un reloj austero y un poco siniestro con números romanos y manecillas negras: las doce menos cinco. El tiempo se acaba. —Mamá… —Era Platt, que irrumpió en la habitación y al verme se detuvo en seco. —No te molestes en llamar, cariño —dijo la señora Barbour sin levantar la mirada del libro—, siempre eres bien recibido. —Yo… —Platt me miraba con ojos desorbitados. Parecía nervioso. Hundió las manos en los bolsillos con fuelle de su chaqueta—. Kitsey se ha retrasado. La señora Barbour pareció sorprenderse. Sus miradas expresaron algo que no podían decir. —¿Retrasado? —repetí. No hubo respuesta. Platt, que miraba fijamente a su madre, abrió la boca y la cerró. Con mucha suavidad, la señora Barbour dejó el libro a un lado y, sin mirarme, dijo: —Bueno, me inclino a pensar que está fuera jugando al golf. —¿En serio? —repuse, un poco sorprendido—. ¿No hace mal tiempo para eso? —Hay tráfico —dijo Platt con impaciencia—. Le ha sorprendido un atasco. La autopista es el caos. Ha llamado a los Forrest —se volvió hacia mí— y os esperan para cenar. —Quizá… —dijo la señora Barbour pensativa, al cabo de unos minutos— Theo y tú podríais ir a tomar algo. —Y, juntando las manos como si se hubiera resuelto el asunto, añadió con resolución—: Sí, creo que es una idea excelente. Id los dos a tomar algo. —Se volvió hacia mí con una sonrisa y me cogió la mano—. ¡Y tú eres un ángel! Muchas gracias por el libro. Es el regalo más maravilloso del mundo. —Pero… —¿Sí? —¿No tendría que pasar Kitsey por aquí para arreglarse? —pregunté tras un momento de confusión. —¿Cómo? Los dos me miraban. —Si ha estado jugando al golf, ¿no tendría que cambiarse? No querrá ir a casa de los Forrest con la ropa de golf —añadí, mirando a uno y a otro, y como ninguno de los dos respondía agregué—: No me importa esperar aquí. Meditabunda, la señora Barbour apretaba los labios y parecían pesarle los párpados; de pronto lo comprendí. Estaba cansada. No había contado con recibirme y era demasiado educada para decírmelo. —Aunque se está haciendo tarde —dije levantándome casi cohibido—. No me vendría mal un cóctel. En ese momento me pitó ruidosamente el móvil en el bolsillo, que llevaba silencioso todo el día: un mensaje de texto. Con torpeza —me sentía tan agotado que no sabía dónde estaba mi propio bolsillo— lo busqué. En efecto, era Kitsey, tintineando con sus iconos emoji. Hola Popsy llego una hora tarde! Espero pillarte a tiempo! Forrest y Celia dan una cena, te veo allí a las 9, te quiero un montón! Kits XIV Cinco o seis días después, todavía no me había recuperado de la noche que había salido con Boris. Por un lado se debía a lo ocupado que estaba con clientes, subastas y fincas que debía visitar, y por otro a que casi todas las noches tenía un compromiso agotador con Kitsey: fiestas, cenas de etiqueta, Pelléas et Mélisande en el Met… Me levantaba a las seis de la mañana y me acostaba pasadas las doce, y alguna noche salía hasta las dos, sin tener un momento para mí y (peor aún) sin apenas pasar un rato a solas con ella, lo que normalmente me habría vuelto loco, pero tan sumergido en el trabajo y acuciado por el agotamiento no tenía mucho tiempo para pensar. Llevaba toda la semana esperando con impaciencia el martes, el día que Kitsey salía con sus amigas, no porque no quisiera verla sino porque Hobie cenaría fuera y yo estaba deseando estar solo, comer sobras de la nevera y acostarme temprano. Pero cuando llegó el momento de cerrar la tienda, a las siete, todavía tenía cosas que hacer. Milagrosamente, apareció un decorador para preguntar por una vasija de peltre anticuada, cara e imposible de vender que acumulaba polvo encima de una vitrina desde los tiempos de Welty. Yo no sabía gran cosa del peltre, y estaba buscando el artículo en cuestión en un número atrasado de Antiques cuando Boris se subió a la cuneta y llamó a la puerta de cristal, ni cinco minutos después de que yo hubiera cerrado. Llovía a cántaros; bajo la cortina de agua parecía un espectro con abrigo, irreconocible, pero la cadencia de los golpes en la puerta me recordó los viejos tiempos, cuando él rodeaba el patio de la casa de mi padre y llamaba con brusquedad para que le dejara entrar. Entró con rapidez y se sacudió con violencia, arrojando agua alrededor. —¿Quieres venir conmigo a las afueras? —preguntó sin preámbulos. —Estoy ocupado. —¿Sí? —dijo, con un tono a la vez afectuoso y exasperado, y tan visible y puerilmente dolido que me volví desde la estantería—. ¿Y no vas a preguntarme por qué? Creo que podría interesarte venir. —¿Dónde de las afueras? —Voy a hablar con unas personas. —¿Y sobre qué vas a hablar? —Sí, bueno —dijo él animado, sorbiendo y secándose la nariz—. No tienes por qué venir. Iba a llevarme a Toly, pero por varias razones pensé que tú también querrías estar allí… ¡Popchik, sí, sí! —Se agachó para coger en brazos al perro, que se acercó pesadamente para saludarlo—. ¡Yo también me alegro de verte! Le gusta el beicon —añadió, rascando a Popper detrás de las orejas y frotándole la nuca con la nariz—. ¿Alguna vez le cocinas beicon? También le gusta el pan si está untado de grasa. —¿Hablar con quién? ¿Quiénes son esas personas? Boris se apartó de la cara el pelo que le chorreaba. —Un tipo que conozco. Se llama Horst y es un viejo amigo de Myriam. Él también pilló con ese trato… La verdad, no creo que pueda ayudarnos, pero Myriam me dijo que no perdíamos nada intentándolo y creo que tiene razón. XV Durante el trayecto en coche a las afueras de la ciudad, sentado en el asiento trasero y con la lluvia repiqueteando con tanta fuerza que Giuri tenía que gritar para que lo oyéramos («¡Qué tiempo de perros!»), Boris me puso en antecedentes sobre Horst. —Una historia muy triste. Es alemán. Un tipo interesante, muy inteligente y sensible. De una familia importante, además… Me lo contó una vez pero lo he olvidado. Su padre era medio estadounidense y le dejó una fortuna, pero cuando su madre volvió a casarse… —Llegado a este punto mencionó un apellido de fama mundial en el mundo industrial, con un oscuro eco nazi—. Millones. Quiero decir que no te creerías la cantidad de dinero que tiene esa gente. Nadan en él. Les sale por el culo. —Sí, es una historia triste, tienes razón. —Bueno…, Horst estaba muy enganchado. Ya me conoces —añadió con un encogimiento de hombros filosófico—, yo no juzgo ni condeno. ¡Haz lo que quieras, no me importa! Pero Horst, él es un caso triste. Se enamoró de una chica que estaba enganchada y no paró hasta que él también se enganchó. Le sacó todo lo que pudo y cuando se acabó el dinero se largó. La familia de Horst lo repudió hace muchos años. Y él sigue consumiéndose de amor por esa chica horrible. Digo chica, pero ya debe de tener casi cuarenta años. Ulrika se llama. Cada vez que Horst consigue algo de dinero ella vuelve un tiempo con él, y luego se larga otra vez. —¿Qué tiene que ver él con esto? —Es el socio de Horst, Sascha, quien arregló ese trato. Yo conocí al tipo y me pareció legal. ¿Qué sabía de él? Horst me contó que nunca había trabajado en persona con el hombre de Sascha, pero yo tenía prisa y no hice las averiguaciones que debería haber hecho, y… —alzó las manos al aire—, ¡pumba! Myriam tenía razón, ella siempre tiene razón, debería haberle hecho caso. El agua corría por las ventanillas, un mercurio denso que nos encerraba herméticamente en el coche, y las luces centelleaban y se derretían alrededor con un rugido que me recordó los días que Boris y yo nos quedábamos en el asiento trasero del Lexus en Las Vegas cuando mi padre lo llevaba a lavar. —Horst suele ser bastante quisquilloso sobre con quién hace negocios, de modo que pensé que todo iría bien. Pero… es muy reservado, ¿sabes? «Insólito», es lo que dijo. «Poco convencional». ¿Qué se supone que significa eso? Cuando yo llego allí esa gente está loca. Loca como para disparar a pollos. Esa clase de situación…, uno quiere paz y tranquilidad. Era como si hubieran visto demasiado televisión o algo así, vamos, ¿es esa forma de actuar…? Normalmente en esa clase de situación todo el mundo se muestra muy educado, muy callado, ¡muy tranquilo! Myriam me dijo, y con razón: ¡Olvídate de las armas! ¿Qué clase de locura es esa de que la gente tenga pollos en Miami? Incluso en un asunto tan pequeño…, este es un barrio de jacuzzis y canchas de tenis, ya me entiendes, ¿quién tiene pollos? ¡No quieres que un vecino llame para quejarse del ruido que meten los pollos en el patio! —Se encogió de hombros—. Pero yo ya estaba allí. Estaba dentro. Me dije a mí mismo que no me preocupara demasiado, pero resultó que tenía razón. —¿Qué pasó? —No lo sé muy bien. Conseguí la mitad de la mercancía que se me había prometido…, el resto llegaría al cabo de una semana. No es tan raro. Pero luego los detuvieron y no recibí la otra mitad ni recuperé el cuadro. Horst, bueno, él también quiere recuperarlo, él también ha perdido mucho dinero. De todos modos espero que tenga algo más de información que la última vez que hablamos. XVI Giuri nos dejó en las calles Sesenta, no muy lejos de casa de los Barbour. —¿Es aquí? —pregunté, sacudiendo la lluvia del paraguas de Hobie. Estábamos fuera de una de las grandes casas de piedra caliza junto a la Quinta: puertas de hierro negro, aldabones enormes en forma de cabeza de león. —Sí, aquí es donde vive su padre…, el resto de la familia intenta desheredarlo legalmente, pero que tengan suerte… ¡ja! Nos abrieron desde arriba y subimos en un ascensor de jaula al segundo piso. Olía a incienso, marihuana y salsa de espaguetis cocinándose. Abrió la puerta una mujer rubia y larguirucha, con el pelo corto y una cara serena de ojos pequeños como los de un camello. Iba vestida como una especie de golfilla de la calle o un chico que reparte periódicos: pantalones de pata de gallo, botines, camisa térmica sucia, tirantes. Encima de la nariz tenía unas gafas Ben Franklin de montura metálica. Sin decir una palabra nos abrió la puerta y se fue, dejándonos solos en un salón mal iluminado y sucio del tamaño de una sala de baile que parecía la versión destartalada de un decorado de la alta sociedad de una película de Fred Astaire: techos altos, yeso desmenuzándose; piano de cola, arañas de luces apagadas con la mitad de los cristales rotos o perdidos; una magnífica escalera al estilo hollywoodiense cubierta de colillas. De fondo zumbaban débilmente unos cantos sufís: Allahu Allahu Allahu Haqq. Allahu Allahu Allahu Haqq. Alguien había dibujado en la pared, al carboncillo, una serie de desnudos de tamaño natural que subían por las escaleras como fotogramas de una película; y se veían muy pocos muebles aparte de un futón raído, unas sillas y una mesa que parecían recogidos de la calle. De la pared colgaban marcos de cuadros vacíos y el cráneo de un carnero. En la televisión, una película de dibujos animados parpadeaba y balbuceaba con una energía epiléptica, formas geométricas dando vueltas intercaladas con letras y secuencias de carreras de coche en directo. Aparte de eso, y de la puerta por donde había desaparecido la rubia, la única luz procedía de una lámpara que proyectaba un crudo círculo blanco sobre las velas derretidas, los cables de ordenador, los envases de cerveza vacíos, las bombonas de butano, los pasteles oleosos en cajas y sueltos, muchos catálogos comentados, libros en alemán e inglés, entre ellos Desesperación de Nabokov y El ser y el tiempo de Heidegger con la cubierta arrancada, blocs de dibujo, libros de arte, ceniceros y papel de plata quemado, y un cojín de aspecto mugriento sobre el que dormitaba un gato atigrado gris. Encima de la puerta, como un trofeo de algún pabellón de caza de la Selva Negra, un perchero de astas proyectaba sombras distorsionadas que se extendían y bifurcaban por el techo en un ambiente de cuento nórdico y perverso. En la habitación contigua tenía lugar una conversación. Las ventanas estaban cubiertas con sábanas claveteadas del grosor justo para dejar entrar un difuso resplandor violeta de la calle. Mientras miraba alrededor, surgieron de la oscuridad formas que fueron transformándose con la singularidad de un sueño; para empezar, la mampara que dividía la habitación improvisada —una alfombra colgada del techo por un hilo de pescar, al estilo de los pisos de vecindad— era, vista de cerca, un tapiz, y uno de calidad, del siglo XVIII o más antiguo, casi idéntico a un Amiens que yo recordaba haber visto en una subasta con un precio de salida de cuarenta mil libras. Y no todos los marcos de la pared estaban vacíos. En algunos había cuadros, y uno de ellos, incluso a la escasa luz, parecía un Corot. Estaba a punto de acercarme para mirarlo cuando apareció en la puerta un hombre de entre treinta y cincuenta años de aspecto cansado, larguirucho, con el pelo rubio oscuro y lacio peinado hacia atrás, vestido con unos tejanos punk negros rotos por las rodillas, un jersey cutre de comando británico y encima una americana que no era de su talla. —Hola, tú debes de ser Potter —me dijo en voz baja. Tenía un acento británico con un dejo alemán. Luego se volvió hacia Boris—: Me alegro de que hayáis venido. Tenéis que quedaros. Candy y Niall están preparando la cena con Ulrika. Movimiento detrás del tapiz, a mis pies, que me hizo retroceder rápidamente; formas envueltas en el suelo, sacos de dormir, olor a vagabundo. —Gracias. No podemos quedarnos mucho rato —respondió Boris, que había cogido en brazos el gato y le rascaba detrás de las orejas—. Pero tomaremos un poco de ese vino, gracias. Sin decir una palabra Horst le pasó su vaso a Boris y luego dijo algo en alemán hacia la habitación contigua. —Eres anticuario, ¿verdad? En el resplandor de la televisión, sus pequeños y pálidos ojos de gaviota con pupilas diminutas parecían duros e imperturbables. —Así es —respondí incómodo; y luego—: Ah, gracias. Otra mujer, con el pelo moreno y cortado a lo chico, botas altas negras y una falda lo bastante corta para dejar ver el gato negro tatuado en un muslo lechoso, apareció con una botella y dos vasos: uno para Horst y otro para mí. —Danke, Darling —dijo Horst. Y volviéndose hacia Boris añadió—: Caballeros, ¿desean entonarse? —Ahora no —dijo Boris, que se inclinó hacia delante para robar un beso de la mujer morena antes de que se fuera—. Pero me preguntaba qué sabes de Sascha. —Sascha… —Horst se arrellanó en el futón y encendió un cigarrillo. Con los tejanos rasgados y las botas de combate, parecía la versión desaliñada de un personaje secundario de película hollywoodiense de los años cuarenta, un mitteleuropäischer secundario conocido por sus papeles de violinistas trágicos y de refugiados cultos y hastiados—. A Irlanda es adonde parece apuntar todo. Una buena noticia, en mi opinión. —No me parece que esa información sea correcta. —A mí tampoco, pero he hablado con gente y hasta ahora cuadra. —Tenía el hablar arrítmico y relajado de un yonqui, pero sin arrastrar las palabras—. Bueno, espero saber más pronto. —¿Amigos de Niall? —No, Niall dice que nunca ha oído hablar de ellos. Pero es un comienzo. El vino era malo; shiraz de supermercado. Como no quería acercarme a los cuerpos del suelo, me puse a inspeccionar un grupo de moldes de artista que había sobre una mesa destartalada: un torso masculino; una Venus envuelta en paños apoyada contra una roca; un pie con sandalia. A la escasa luz parecían los moldes de yeso que solías encontrar en venta en Pearl Paint, piezas de estudio para que hicieran bocetos los estudiantes, pero cuando deslicé un dedo por la parte superior del pie sentí la textura suave y lisa del mármol. —¿Por qué iban a llevarlo a Irlanda? —preguntaba Boris insistente—. ¿Qué clase de mercado de coleccionistas hay allí? Creía que todo el mundo intentaba sacar las obras de ese país, no al revés. —Sí, pero Sascha cree que utilizó el cuadro para saldar una deuda. —¿Entonces el tipo tiene vínculos allí? —Es evidente. —Me cuesta creerlo. —¿Qué, los vínculos? —No, la deuda. Ese tipo…, por lo visto hace seis meses vendía tapacubos robados en la calle. Horst se encogió un poco de hombros: ojos soñolientos, frente fruncida. —Vete a saber. No sé si es verdad, pero no estoy dispuesto a confiar en la suerte. ¿Dejaría que me cortaran la mano por ello? —añadió, dejando caer lánguidamente la ceniza en el suelo—. No. Boris miró el vaso de vino ceñudo. —Era un aficionado. Créeme. Si lo hubieras visto lo sabrías. —Sí, pero dice Sascha que le gusta el juego. —¿No crees que a lo mejor Sascha sabe más? —No, no lo creo. —Había algo ausente en su actitud, como si hablara consigo mismo—. «Espera y verás». Esto es lo que oigo. Una respuesta poco satisfactoria. Apesta desde arriba, si quieres saber mi opinión. Pero como digo yo, aún no hemos llegado al fondo de la cuestión. —¿Y cuándo vuelve Sascha a la ciudad? La penumbra de la habitación me trasladó directamente a Las Vegas de mi adolescencia, como el sombrío estado anímico de un sueño que persiste al despertar: bruma de humo de cigarrillo, ropa sucia en el suelo, la cara de Boris blanca y luego morada a la luz parpadeante de la pantalla. —La semana que viene. Os llamaré. Podréis hablar vosotros mismos con él. —Sí. Pero creo que deberíamos hablar con él juntos. —Sí. Yo también lo creo. Los dos seremos más listos en el futuro… Esto no debería haber ocurrido —añadió Horst rascándose el cuello despacio, distraído—, pero en cualquier caso entenderéis que me resista a castigarlo muy severamente. —Eso es muy oportuno para Sascha. —¿Tienes sospechas? Dime. —Creo… —Boris miró de reojo la puerta. —¿Sí? —Creo… —Boris bajó la voz— que se lo estás poniendo todo muy fácil. Sí, sí, lo sé. —Alzó las manos—. Pero vino muy bien que su hombre desapareciera y, ni idea, ¡él no sabe nada! —Bueno, es posible —replicó Horst. Parecía desconectado, como si parte de él estuviera en otro lugar: un adulto en una habitación llena de niños pequeños—. Esto me está agobiando, a mí y a todos. Tengo tanto interés en llegar al fondo de la cuestión como tú. Pero por lo que sabemos su hombre era policía. —No —replicó Boris con rotundidad—. No lo era. Lo sé. —Bueno, si te digo la verdad, yo tampoco lo creo. Aquí hay gato encerrado. Aun así, tengo esperanzas. —Cogió una caja de madera de la mesa de dibujo y hurgó en ella—. ¿Estáis seguros, caballeros, de que no queréis entonaros? Desvié la mirada. Nada me habría apetecido más. También me habría gustado ver el Corot, pero para ello tenía que rodear los cuerpos del suelo. En el otro extremo de la habitación vi otros cuadros apoyados contra el panel de madera: una naturaleza muerta, un par de paisajes pequeños. —Puedes echarles un vistazo, si quieres. —Era Horst quien me hablaba—. El Lépine es una falsificación. Pero el Claesz y el Berchem están en venta, si te interesan. Boris se rió y cogió uno de los cigarrillos de Horst. —No está interesado en comprar. —¿No? —preguntó Horst con tono afable—. Puedo dejarle los dos a buen precio. El vendedor necesita deshacerse de ellos. Me acerqué para examinarlos: una naturaleza muerta, una vela y una copa de vino medio vacía. —¿Un Claesz-Heda? —No… Pieter. Pero… —Horst dejó a un lado la caja; se detuvo a mi lado y sostuvo en alto la lámpara de escritorio con el cable colgando, bañando los dos cuadros en una luz cruda y formal—, ¿ves esta parte? —La trazó en el aire con el dedo curvado—. ¿El reflejo de la llama, el borde de la mesa, la caída de la tela? Casi podría ser de Heda en un mal día. —Es bonito. —Sí. Bonito en su género. —De cerca Horst desprendía un olor a sucio y raído, con un intenso hedor a tienda de importaciones polvorientas como el interior de una antigua caja de madera china—. Un poco prosaico para el gusto moderno. A la manera clasicista. Demasiado estudiado. Aun así, el Berchem es muy bueno. —Hay muchas falsificaciones de Berchem por ahí —repuse con tono neutral. —Sí. —La luz que la lámpara proyectaba sobre el cuadro era azulada, inquietante—. Pero este es precioso… Italia, mil seiscientos cincuenta y cinco… ¿No son bonitos los ocres? El Claesz creo que no es tan bueno, de la primera época, aunque en ambos casos la procedencia es impecable. Estaría muy bien no separarlos…, esos dos nunca han estado separados. Padre e hijo. Pasaron juntos a una antigua familia holandesa y acabaron en Austria después de la guerra. —Horst sostuvo la lámpara más alta—. Pieter Claesz era muy variable, la verdad. Una técnica maravillosa, con unas superficies perfectas, pero en este hay algo que no está bien, ¿no te parece? La composición no mantiene una unidad. Es de algún modo incoherente. Además… —Señaló con el dorso del pulgar el brillo excesivo que proyectaba el lienzo: demasiado barniz. —Estoy de acuerdo. Y aquí… —dije recorriendo en el aire el feo arco donde una limpieza entusiasta había frotado demasiado la pintura dejando ver la capa de debajo. —Sí —respondió con una mirada afable y somnolienta—. Exactamente. Acetona. Deberían fusilar al que lo hizo. Y sin embargo un cuadro de nivel medio como este, en malas condiciones, incluso una obra anónima, vale más que una obra maestra, esa es la ironía. O al menos vale más para mí. Sobre todo los paisajes. Son muy fáciles de vender. No reciben tanta atención de las autoridades, ya que son difíciles de reconocer a partir de una descripción… y aun así valen quizá un par de cientos de miles. Ahora bien, el Fabritius… —una pausa larga y relajada— es un caso completamente diferente. La obra más extraordinaria que ha pasado jamás por mis manos, puedo decirlo sin titubear. —Sí, y por eso tenemos tanto interés en recuperarlo —gruñó Boris desde la oscuridad. —Completamente extraordinario —continuó Horst con serenidad—. Un bodegón como ese —señaló el Claesz con un ademán lento (las uñas de las manos ribeteadas de negro, una red de venas en el dorso de la mano)— hace hincapié en el trampantojo. Posee gran destreza técnica, pero es demasiado refinado. De una precisión obsesiva. Tiene una cualidad casi mortal. Una buena razón para que se llamen naturalezas muertas, ¿no? —Dio un paso hacia atrás con las rodillas flojas—. En cuanto a Fabritius, sé la teoría de El jilguero, estoy muy familiarizado con ella, la gente lo considera un trampantojo y desde lejos en realidad puede describirse como tal. Pero me da igual lo que digan los historiadores de arte. Lo cierto es que hay en él partes trabajadas como un trampantojo…, como la pared y el pedestal, el rayo de luz que cae sobre el metal o el pecho emplumado, es casi una criatura viva. Todo esponjoso y plumoso. Suave, suavísimo al tacto. Claesz llevaría ese acabado, esa precisión, a la muerte; un pintor como Van Hoogstraten lo llevaría aún más lejos, sería el último paso hacia su destrucción. Pero Fabritius está haciendo un juego de palabras con el género…, una réplica maestra a toda la idea del trampantojo…, porque en otras partes (¿la cabeza?, ¿el ala?) en las que no es nada realista ni fiel, desmonta la imagen de una forma totalmente deliberada para enseñarnos cómo la ha pintado. Trazos y parches, muy moldeados y trabajados a mano, sobre todo la curva del cuello, un pedazo de pintura sólida, muy abstracta. Eso es lo que lo convierte en un genio, no tanto de su época como de la nuestra. No hay dobleces. Ves la mancha, ves la pintura por lo que es y también que el pájaro está vivo. —Sí, bueno —gruñó Boris en la oscuridad más allá del foco, cerrando el mechero—. Si no hubiera pintura, no habría nada que ver. —Exacto. —Horst se volvió con la cara recortada por la sombra—. El Fabritius es una broma. Oculta en su interior una broma. Y eso es lo que hacen todos los grandes maestros. Rembrandt. Velázquez. Lo último de Tiziano. Construyen la ilusión, el truco…, pero te acercas un paso más y se desintegra en pinceladas. Abstracto, como de otro mundo. Una clase de belleza totalmente diferente y mucho más profunda. Es y no es. Diría que ese pequeño cuadro pone a Fabritius a la altura de los pintores más grandes que han vivido jamás. Y con El jilguero realiza su milagro en un espacio muy reducido. —Se volvió para mirarme—. Aunque reconozco que la primera vez que lo tuve en las manos me sorprendí. Por lo que pesaba. —Sí… —No pude evitar sentirme vagamente agradecido de que hubiera notado ese detalle, que era tan importante para mí, con su propia red de sueños y asociaciones de la niñez, un cordón emocional—. El tablero es más grueso de lo que te imaginas. Tiene solidez. —Exacto. Solidez. Y el fondo es mucho menos amarillo que cuando lo vi de niño. El cuadro fue sometido a una limpieza, creo, a principios de los años noventa. Después de la restauración tiene más luz. —Cuesta decirlo. No tengo con qué compararlo. El humo del cigarrillo de Boris, que se elevaba desde la oscuridad donde estaba sentado, daba al círculo iluminado donde nosotros nos encontrábamos la cualidad nocturna de un escenario de cabaret. —Bueno —dijo Horst—. Podría estar equivocado. Tenía unos doce años cuando lo vi por primera vez. —Sí, yo también tenía esa edad la primera vez que lo vi. —Esa fue la única vez que mi padre me llevó con él a un viaje de negocios —dijo Horst con resignación, rascándose una ceja; en el dorso de las manos tenía cardenales del tamaño de una moneda de diez centavos—, en esa ocasión La Haya. Gélidas salas de juntas. No se movía ni una hoja. Por la tarde yo quería ir a Drievliet, el parque de atracciones, pero él me llevó al Mauritshuis. Y, del gran museo, de todos los grandes cuadros, lo único que recuerdo es tu jilguero. Es un cuadro que atrae a un niño, ¿verdad? Der Distelfink. Así es como lo conocí, por su nombre alemán. —Ya, ya, ya —dijo Boris desde la oscuridad con tono aburrido—. Esto es como el canal educativo de la tele. —¿Comercias con arte moderno? —le pregunté a Horst en el silencio que siguió. —Bueno… —Él me clavó su ojo drenado, glacial; «comerciar» no debía de ser el verbo adecuado, porque parecía divertido con la idea—, a veces. Tuve un Kurt Schwitters no hace mucho, Stanton Macdonald-Wright, ¿lo conoces? Un pintor maravilloso. Depende de lo que llegue a mis manos, la verdad. ¿Y tú, comercias con cuadros alguna vez? —Muy pocas. Los marchantes siempre llegan antes que yo. —Lástima. En mi negocio lo que importa es que sea transferible. Tengo muchas piezas de nivel medio que podrían venderse fácilmente si tuviera papeleo que pareciera en regla. Saliva de ajo; ruido de cazuelas en la cocina; una débil ráfaga de zoco marroquí con olor a orina e incienso. Las salmodias sufíes, flotando y dibujando espirales a nuestro alrededor en la oscuridad, cantos incesantes al Divino. —O este Lépine. Es una falsificación bastante buena. Hay un tipo canadiense bastante divertido, te caería bien, las hace por encargo. Pollocks, Modiglianis…, puedo presentártelo, si quieres. No hay mucho dinero en ellas, aunque podría hacerse una fortuna si uno de ellos apareciera en la finca adecuada. —Luego, en voz baja, en el silencio que siguió—: De obras más antiguas veo muchas de italianos, pero mis preferencias se inclinan hacia el norte. Este Berchem, por ejemplo, vale por lo que es, pero esos paisajes estilo italiano de columnas rotas y ordeñadoras no encajan mucho con el gusto moderno, ¿no? Yo me quedo con el Van Goyen de allá. Por desgracia no está a la venta. —¿Van Goyen? Habría jurado que era un Corot. —Desde aquí, puede. —Se quedó satisfecho con la comparación—. Son pintores muy parecidos…, el mismo Vincent lo comentó en esa carta…, ¿la conoces? «El Corot de los holandeses». Cierta ternura en la bruma, esa abertura en la niebla, ¿sabes a qué me refiero? —¿De dónde…? —Estuve a punto de hacer la pregunta habitual del comerciante: ¿de dónde lo has sacado? Pero me contuve a tiempo. —Un pintor maravilloso. Muy prolífico. Y este es un ejemplo particularmente bonito —dijo con el orgullo de un coleccionista—. Si lo ves de cerca, hay muchos destalles divertidos: un cazador diminuto, un perro ladrando. Además, y eso es típico, la firma está en la popa del barco. Encantador. Si no te importa… —añadió señalando con la cabeza los cuerpos que había detrás del tapiz— acércate. No les molestarás. —Ya, pero… —No —repuso levantando una mano—. Lo entiendo perfectamente. ¿Te lo traigo? —Sí, me encantaría verlo. —Debo decir que me he encariñado tanto con él que me costará separarme. El mismo Van Goyen comerciaba con cuadros. Muchos de los maestros holandeses lo hacían. Jan Steen. Vermeer. Rembrandt. Pero Jan van Goyen —sonrió— era como nuestro amigo Boris aquí presente. Tocaba todos los hilos. Cuadros, bienes inmuebles, futuros en tulipanes. Al oír eso Boris hizo un sonido de disgusto en la oscuridad, y parecía a punto de decir algo cuando un chico flaco y desmelenado de unos veintidós años, con un anticuado termómetro de mercurio en la boca, salió dando tumbos de la cocina, protegiéndose los ojos de la luz de la lámpara con una mano. Llevaba un extraño cárdigan femenino de lana gruesa tejido a mano que le llegaba casi hasta las rodillas como un albornoz; parecía enfermo y desorientado, tenía las mangas enrolladas, y se frotaba el interior del antebrazo con dos dedos; de repente se le doblaron las rodillas de lado y cayó al suelo, y el termómetro saltó sobre el parquet con ruido de cristales, sin romperse. —¿Qué…? —dijo Boris, apagando el cigarrillo y levantándose, mientras el gato salía disparado de su regazo hacia las sombras. Horst, ceñudo, dejó la lámpara en el suelo, y la luz osciló demencialmente sobre las paredes y el techo. Preocupado, se apartó el pelo de los ojos mientras se arrodillaba sobre el chico. —Atrás —dijo con tono irritado a las mujeres que aparecieron por la puerta, junto con un matón de pelo moreno y mirada atenta y fría, y un par de chicos preuniversitarios con los ojos vidriosos, que no tendrían más de dieciséis años. Cuando todos se quedaron parados mirando, alargó una mano y le dijo a la mujer rubia—: ¡Llévatelos contigo a la cocina! Ulrika, halt sie zurück. El tapiz se movía; detrás de él, bultos envueltos en mantas, voces soñolientas: eh? was ist los? —Ruhe, schlaft weiter —gritó la rubia antes de volverse hacia Horst y empezar a hablar con apremio en un alemán trepidante. Bostezos; gruñidos; más al fondo, un bulto incorporándose, un gemido grogui con acento estadounidense. —¿Eh? ¿Klaus? ¿Qué dice ella? —Calla, nena, vuelve a schlafen. Boris cogió su abrigo y ya se lo estaba poniendo. —Potter —dijo, y como yo no respondía, mirando horrorizado hacia el suelo, donde el chico respiraba borboteando, me cogió del brazo y repitió—: Potter, vámonos de aquí. —Sí, lo siento. Ya hablaremos luego —dijo Horst con pesar, y con el tono de un padre haciendo un esfuerzo no muy convincente por reprender a un hijo, sacudió al chico por sus miembros flácidos y añadió—: Scheisse. Dummer Wichser! Dummkopf! ¿Cuánto ha tomado, Niall? —preguntó volviéndose hacia el matón que apareció de nuevo en la puerta y miraba con ojo crítico. —Yo qué coño sé —replicó el irlandés, con una inquietante inclinación de la cabeza. —Vámonos, Potter —dijo Boris, cogiéndome del brazo. Horst pegó el oído al pecho del chico y la rubia, que estaba allí otra vez, se arrodilló a su lado y comprobó si respiraba. Mientras hablaban con apremio en alemán, se oyó más ruido y movimiento detrás del Amiens, que se hinchó de pronto: flores desvaídas, una fête champêtre, ninfas pródigas retozando en medio de fuentes y vino. Yo estaba contemplando a un sátiro que espiaba con picardía detrás de un árbol cuando noté inesperadamente algo en la pierna y me eché hacia atrás con violencia; una mano me golpeó desde abajo y me aferró el bajo del pantalón. Desde el suelo, uno de los fardos mugrientos —cara roja e hinchada apenas visible desde detrás del tapiz— me dijo con voz galante y soñolienta: —Él es un margrave, cariño, ¿lo sabías? Me solté y retrocedí. El chico del suelo movía la cabeza de un lado a otro y hacia ruidos como si se ahogara. —Potter. —Boris cogió mi abrigo y me lo puso prácticamente en la cara—. ¡Vamos! ¡Larguémonos de aquí! Ciao —gritó hacia la cocina con la barbilla alzada (por el umbral apareció una bonita cabeza morena y una mano se agitó: ¡Adiós, Boris! ¡Adiós!) mientras me empujaba hacia delante y salía por la puerta detrás de mí—. Ciao, Horst! —Y se llevó una mano a la oreja como diciendo «llámame luego». —Tschau, Boris! ¡Siento todo esto! ¡Hablamos pronto! —gritó Horst. El irlandés acercó y agarró al chico por el otro brazo, y entre los dos lo levantaron, con los pies colgando flácidos. —¡Arriba! En medio del ajetreo del umbral, del que los dos adolescentes retrocedieron alarmados, llevaron al chico a la habitación contigua, donde la amiga morena de Boris estaba llenando una jeringa con un pequeño frasco de cristal. XVII Al bajar en el ascensor de jaula nos vimos rodeados súbitamente de quietud: los repiqueteos del engranaje, los chirridos de las poleas. Fuera, el cielo se había despejado. —Vamos —me dijo Boris, mirando nervioso hacia la calzada; sacó el móvil del bolsillo del abrigo—, crucemos… Corrimos antes de que cambiara el semáforo. —¿Vas a llamar al novecientos once? —No, no —dijo Boris, distraído, secándose la nariz y mirando alrededor—. Pero no quiero quedarme aquí esperando el coche. Estoy llamando a Giuri para que nos recoja al otro lado del parque. Lo cruzaremos. A veces a uno de esos chicos se le va la mano —añadió al verme mirar nervioso en dirección a la casa—. No te preocupes, se pondrá bien. —No tenía buen aspecto. —No, pero respiraba. Y Horst tiene Narcan, eso lo hará volver en sí. Es mágico. ¿Lo has visto alguna vez? Te deja en pleno síndrome de abstinencia. Te encuentras de pena, pero vives. —Deberían llevarlo a urgencias. —¿Por qué? —preguntó Boris con tono razonable—. ¿Qué crees que harán los de urgencias? Le darán Narcan, eso es lo que harán. Horst puede hacerlo más deprisa que ellos. Y sí, empezará a vomitar y se sentirá como si le hubieran apuñalado la cabeza, pero eso es mejor que una ambulancia, ¡BUM!, y que te corten la camisa, te planten una máscara y te abofeteen para despertarte. Cuando la ley interviene todo es muy crudo y crítico, créeme. Narcan es una experiencia muy violenta, ya te encuentras bastante mal cuando vuelves en ti sin necesidad de estar en un hospital, rodeado de luces brillantes y de gente con cara de desaprobación que te trata de forma hostil como si fueras una mierda, «drogadicto», «sobredosis», todas esas miradas desagradables, sin dejarte ir a casa cuando quieres y llevándote quizá a una sala de psiquiatría, donde el asistente social de turno te suelta la gran charla sobre «Tantas cosas por las que merece la pena vivir», y encima de todo eso quizá una encantadora visita de la policía… Espera, un momento. —Y empezó a hablar en ucraniano por el móvil. Oscuridad. Caminando bajo la brumosa corona de las farolas, los bancos del parque brillantes de lluvia, los árboles empapados y negros, un goteo constante. Senderos mojados cubiertos de hojas, unos pocos oficinistas solitarios volviendo a casa con prisas. Boris cabizbajo, con las manos hundidas en los bolsillos y la vista clavada al suelo, colgó y murmuraba para sí. —¿Cómo dices? —le pregunté mirándolo de reojo. Boris apretó los labios, meneó la cabeza. —Ulrika —dijo enigmáticamente—. Esa bruja. La que nos ha abierto la puerta. Me sequé la frente. Estaba nervioso y enfermo, y me entró un sudor frío. —¿De qué conoces a esa gente? Boris se encogió de hombros. —¿A Horst? —me preguntó, levantando una lluvia de hojas de una patada—. Nos conocemos desde hace años. Conozco a Myriam a través de él, le estoy agradecido por habérmela presentado. —¿Y…? —¿Qué? —¿El del suelo, al fondo? —¿El que ha caído? —Boris hizo su vieja mueca de «¿quién sabe?»—. Se ocuparán de él, no te preocupes. Esas cosas pasan. Siempre se ponen bien, de verdad —añadió con un tono más serio, clavándome el codo—. Porque…, escucha, escucha. Horst siempre está rodeado de estos chicos…, cambian continuamente, siempre hay gente nueva…, de la universidad o el instituto. La mayoría son ricos, viven de un fondo fideicomiso, y acuden a él para que les venda algún cuadro o pieza de arte que han robado quizá a su familia. Saben que pueden acudir a él. Porque… —meneó la cabeza, apartándose el pelo de los ojos—, el mismo Horst fue un año o dos a uno de esos colegios pijos donde te hacen llevar uniforme…, hace mucho, en los años ochenta. No estaba muy lejos de aquí. Una vez me lo enseñó desde un taxi. De todos modos —sorbió—, el chico del suelo no es un pobre diablo de la calle. Y no permitirán que le ocurra nada. Esperemos que con eso escarmiente. Muchos lo hacen. Después de esa inyección de Narcan no vuelven a ponerse tan mal. Además, Candy es enfermera y cuidará de él cuando vuelva en sí. Candy, la morena —añadió, clavándome de nuevo el codo en las costillas cuando no respondí—. ¿La has visto? —Soltó una risotada y deslizó un dedo por encima de la rótula para indicar la altura de sus botas—. Es asombrosa. Si pudiera alejarla de ese Niall, el irlandés, lo haría. Un día fuimos juntos a Coney Island, los dos solos, y nunca me lo he pasado mejor. Le gusta tejer jerséis, ¿te lo imaginas? —Me miró con picardía con el rabillo del ojo—. A una mujer como esa, ¿pensarías que le gusta tejer? Pues sí. ¡Se ofreció a hacerme uno! ¡Y hablaba en serio! «Boris, te tejeré un jersey cuando quieras. Solo tienes que decirme el color». Intentaba animarme, pero yo todavía estaba demasiado alterado para hablar. Por un momento los dos caminamos con la cabeza gacha y no se oyó más que nuestros pasos por el camino en la oscuridad, que parecían resonar para siempre y más allá de la vastedad de la noche urbana que nos rodeaba, las bocinas de los coches y las sirenas que se oían como si estuvieran a media milla de distancia. —Bueno —dijo Boris al final, lanzándome otra mirada de reojo—, al menos ahora lo entiendo todo. —¿Qué? —respondí sorprendido. Seguía pensando en el chico y en las veces que yo mismo había estado a punto de palmarla: perdiendo el conocimiento en el cuarto de baño del piso de arriba de casa de Hobie, con la cabeza ensangrentada por donde me había golpeado con el borde del lavabo; despertando en el suelo de la cocina del piso de Carole Lombard con ella zarandeándome y gritando: «Suerte que han sido cuatro minutos, uno más y habría llamado al novecientos once». —Estoy bastante seguro de Sascha se llevó el cuadro. —¿Quién? Boris me miró ceñudo. —El hermano de Ulrika, aunque no te lo creas —respondió, cruzando los brazos sobre su estrecho pecho—. Y dos zapatos forman un par, para entendernos. Sascha y Horst están muy unidos…, y Horst no quiere oír nada contra él. Es difícil que no te guste Sascha, cae bien a todo el mundo, es más simpático que Ulrika, pero nuestras personalidades siempre han chocado. Horst era recto como un palo, todos lo dicen, hasta que se topó con esos dos. Estudiaba filosofía…, estaba a punto de ponerse a trabajar en la empresa de papá… y ya lo has visto. Una vez dicho esto, nunca habría pensado que Sascha iría contra Horst, ni en un centenar de años. ¿Has seguido todo lo que ha pasado allá dentro? —No. —Bueno, Horst se cree que todo lo que dice Sascha va a misa, pero yo no estoy tan seguro. Tampoco creo que el cuadro esté en Irlanda. Ni siquiera lo cree Niall, el irlandés. No soporto que haya vuelto ella, Ulrika…, no puedo decir sin rodeos lo que pienso. Porque… —hundió las manos en los bolsillos—, me sorprende un poco que Sascha se atreva a hacer esto, y no tengo valor para decírselo a Horst, pero no se me ocurre otra explicación… Creo que el mal trato, la detención, el encontronazo con la policía, todo eso fue una excusa para que Sascha se largara con el cuadro. Horst tiene a un montón de gente viviendo a su costa…, es demasiado generoso y confiado, manso de corazón, ya sabes, siempre piensa bien de las personas. Bueno, él es muy libre de dejar que Sascha y Ulrika le roben, pero yo no voy a permitir que me roben a mí. —Hummm… —No había estado mucho tiempo con Horst, pero no me pareció particularmente manso de corazón. Boris frunció el entrecejo mientras pisoteaba los charcos. —El único problema es el hombre de Sascha, el que me tendió la trampa. ¿Cuál es su verdadero nombre? Ni idea. Dijo que se llamaba Terry, lo que es falso… Yo tampoco utilizo mi verdadero nombre, pero Terry, canadiense, anda ya. Era de la República Checa. Ese tenía tanto de Terry White como yo. Creo que es un delincuente de la calle recién salido de la cárcel que no sabe nada, un palurdo…, un bruto. Creo que Sascha lo sacó de alguna parte para utilizarlo como comparsa y le ofreció una tajada a cambio…, una tajada mísera probablemente. Pero sé el aspecto que tiene Terry y sé de sus contactos en Amberes, de modo que voy a llamar a mi hombre, Cherry, para que lo busque. —¿Cherry? —Sí, es el kliytchka de Victor. Lo llamamos así porque tiene la nariz roja, y porque su nombre ruso, Vitia, se parece a la palabra rusa para cereza. Además, en Rusia hay un famoso culebrón, Cereza de invierno…, bueno, es difícil de explicar, pero si le tomo el pelo a Vitia sobre esa serie se enfada mucho. El caso es que Cherry conoce a todo el mundo, lo sabe todo, oye todas las conversaciones confidenciales. Te enteras de todo por él. De modo que no tienes por qué preocuparte por tu pájaro, ¿entendido? Estoy seguro de que lo solucionaremos. —¿Qué quieres decir con que lo «solucionaremos»? Boris hizo un sonido de exasperación. —Esto es un círculo cerrado, ¿entiendes? Horst tiene razón sobre el dinero. Nadie va a comprar ese cuadro. Es imposible venderlo. Pero… en el mercado negro es moneda de cambio para trueques. ¡Puede cambiarse y recuperarse eternamente! Valioso, transportable. Habitaciones de hotel…, yendo de aquí para allá. Drogas, armas, chicas, efectivo…, todo lo que quieras. —¿Chicas? —Chicas, chicos, lo que sea. Mira, mira —añadió, levantando una mano—, no estoy involucrado en nada de todo eso. Estuve demasiado cerca de que me vendieran cuando era niño…, esas serpientes están por toda Ucrania, o estaban, en todas las esquinas y estaciones de trenes, y te aseguro que si eres lo bastante joven y desgraciado, te parece un buen trato. Un tipo de aspecto normal te promete un empleo en un restaurante en Londres o en algún lugar así, te proporciona un billete de avión y un pasaporte. ¡Ja! Cuando quieres darte cuenta te despiertas con un grillete en algún sótano. Yo nunca me mezclaría en algo así. No está bien, pero ocurre. Y una vez que el cuadro deja de estar en mis manos y en las de Horst, ¿quién sabe por qué se cambiará? Lo tiene un grupo, luego el otro. —Sostuvo un índice en alto—. El caso es que tu cuadro no va a desaparecer en una colección de un oligarca fanático de arte. Es demasiado famoso. Nadie quiere comprarlo. ¿Por qué iban a hacerlo? ¿Qué pueden hacer con él? Nada. A menos que la policía lo encuentre…, y no lo han encontrado, hasta ahí sabemos… —Yo quiero que la policía lo encuentre. —Bueno… —Boris se frotó la nariz con brusquedad—, sí, todo eso es muy noble. Pero por ahora lo único que sé es que se moverá, y solo se moverá en una red relativamente pequeña. Y Victor Cherry es un buen amigo y me debe un gran favor. ¡Así que anima esa cara! —Me cogió del brazo—. ¡No quiero verte tan pálido y enfermo! Y pronto volveremos a hablar, te lo prometo. XVIII De pie bajo una farola donde Boris me había dejado («¡no puedo acompañarte a casa!», «¡llego tarde!», «¡me están esperando!»), me sentía tan agitado que tuve que detenerme y mirar alrededor para orientarme: la fachada gris espumoso del Alwyn, como una llamativa locura barroca, y los focos sobre los bordados y los adornos navideños en la puerta de Petrossian me trajeron a la memoria un recuerdo muy recóndito: diciembre, mi madre con un gorro de nieve: «Espera, cariño, deja que corra a la vuelta de la esquina y compre cruasanes para desayunar…». Estaba tan absorto que casi choqué con un hombre que dobló con prisas la esquina. —¡Cuidado! —Disculpe —dije, sacudiéndome a mí mismo. Aunque la culpa la había tenido él, que estaba demasiado ocupado cotorreando por el móvil para mirar por dónde iba, varios transeúntes me lanzaron miradas de desaprobación. Sin resuello y confuso, intenté pensar qué hacer. Podía ir en metro a casa de Hobie, si me veía con fuerzas para cogerlo, pero el apartamento de Kitsey quedaba más cerca. Ella y sus compañeras, Francie y Em, habrían salido esa noche (no tenía sentido mandar un mensaje de texto o llamar, lo sabía por experiencia; solían ir al cine), pero yo tenía llave, podía entrar y prepararme una copa y tumbarte mientras esperaba a que ella volviera. El cielo se había despejado, y a través de un hueco en las nubes tormentosas se veía la luna invernal. Eché andar de nuevo hacia el este, deteniéndome de vez en cuando para parar un taxi. No me gustaban mucho las compañeras de piso de Kitsey y yo a ellas tampoco. Pero a pesar de ellas, y de nuestros forzados cumplidos en la cocina, el piso de Kitsey era uno de los pocos lugares donde me sentía realmente seguro en Nueva York. Nadie podía localizarme allí. Y en él siempre reinaba una sensación de temporalidad; ella no tenía mucha ropa allí y vivía sobre todo del contenido de una maleta que tenía a los pies de la cama; por motivos inexplicables me gustaba el tranquilo y vacío anonimato del piso, que estaba alegre pero escasamente decorado con alfombras de estampado abstracto y muebles modernos de una tienda de diseño asequible. La cama era cómoda, la luz de lectura buena, y ella tenía un televisor de plasma de pantalla enorme, por lo que podíamos tumbarnos y ver películas en la cama si nos apetecía; además, la nevera de acero inoxidable siempre estaba bien provista de comida de chica: humus y aceitunas, bizcocho y champán, muchas ensaladas vegetarianas para llevar y media docena de clases de helado. Busqué la llave en el bolsillo y distraído abrí la puerta (pensando en si encontraría algo de comer o tendría que pedir algo por teléfono, pues ella ya habría cenado y era absurdo esperarla), y casi me di con la nariz en la puerta al toparme con la cadena puesta. Cerré la puerta y me quedé un rato allí, desconcertado; volví a abrirla y quedó obstruida con un ruido metálico: sofá rojo, grabados arquitectónicos enmarcados y una vela encendida en la mesa de centro. —¿Hola? —llamé, y de nuevo, más fuerte, cuando oí movimiento dentro del piso—: ¿Hola? Había aporreado la puerta lo bastante fuerte para levantar a los vecinos cuando Emily, después de lo que pareció un largo rato, se acercó y me miró a través de la rendija. Llevaba un jersey raído de estar por casa, y la clase de pantalones de estampado chillón que hacía que su trasero pareciera mucho más grande. —Kitsey no está —dijo con tono cortante sin quitar la cadena. —Sí, lo sé —dije irritado—. No importa. —No sé cuándo volverá. —Emily, a quien había conocido en casa de los Barbour cuando era una niña de nueve años de cara rellena cerrando en mis narices una puerta, nunca había ocultado su opinión sobre mí: pensaba que yo no era lo bastante bueno para Kitsey. —Bueno, ¿vas a dejarme entrar, por favor? —le pregunté irritado—. Quiero esperarla. —Perdona. Ahora no es un buen momento. —Em todavía llevaba el pelo castaño corto y con flequillo como cuando era niña, y el gesto de su mandíbula, exactamente igual que cuando hacíamos segundo, me hizo pensar en Andy. Cuánto odiaba él a Ema Flema, la Emilizadora. —Esto es ridículo. Vamos, déjame entrar —volví a decir irritado. Pero ella se quedó impasible en la rendija de la puerta, sin mirarme a los ojos sino más bien hacia un lado de mi cara. —Mira, Em, solo quiero meterme en la habitación de Kitsey y tumbarme… —Lo siento, pero creo que es mejor que vuelvas más tarde —dijo en el silencio lleno de incredulidad que siguió. —Mira, no me importa lo que estés haciendo… —Francie, la otra compañera, al menos intentaba mostrarse sociable—. No voy a molestarte. Solo quiero… —Lo siento. Creo que es mejor que te vayas. Porque, verás, yo vivo aquí —dijo, alzando la voz por encima de la mía. —No hablas en serio. —Yo vivo aquí —repitió, parpadeando incómoda—. Esta es mi casa y no puedes venir y aporrear la puerta cuando te dé la gana. —¡Anda ya! —Y, y… —ella también estaba alterada—, mira, no puedo ayudarte. Es un mal momento y creo que es mejor que te vayas. ¿Entendido? —Me estaba cerrando la puerta en la cara—. Lo siento. Te veré en la fiesta. —¿Qué? —En la fiesta de vuestro compromiso —dijo Emily, abriendo de nuevo la puerta y mirándome a través del hueco, y vi sus ojos azules agitados un instante antes de que volviera a cerrarla. XIX Me quedé unos minutos en el pasillo, mirando la mirilla de la puerta cerrada, y en el repentino silencio me pareció oír a Em al otro lado, respirando tan fuerte como yo. Bueno, tú lo has querido. Estás excluida de la lista de las damas de honor, pensé mientras daba media vuelta y bajaba las escaleras haciendo mucho ruido y sintiéndome a la vez furioso y extrañamente animado por el incidente, que no hacía sino confirmar todos los pensamientos poco caritativos que siempre había albergado sobre Em. Kitsey se había disculpado más de una vez por la «brusquedad» de Em, pero esta vez, por utilizar una expresión de Hobie, se había llevado la palma. ¿Por qué no estaba en el cine con las demás? ¿Estaba allí con algún otro chico? A pesar de que tenía los tobillos gruesos y no era muy atractiva, Em salía con un tipo llamado Bill que era ejecutivo en Citibank. Calles negras y brillantes. Una vez fuera del vestíbulo, me metí en el portal de la floristería de al lado para comprobar si tenía mensajes y escribí uno a Kitsey, por si acaso, antes de dirigirme al centro; si estaba saliendo del cine, podíamos quedar para tomar algo (sola, sin sus amigas; lo extraño del incidente parecía requerirlo) y tener una conversación especulativa y humorística sobre la conducta de Em. Escaparate iluminado. Resplandor mortuorio del expositor refrigerado. Al otro lado del cristal cubierto de gotas de la niebla condensada temblaban unos ramilletes de orquídeas en la corriente de aire del ventilador: blanco fantasmal, lunar, angelical. Delante estaban las especies más exóticas, algunas de las cuales se vendían a mil dólares: peludas y venosas, con pecas, con colmillos, con salpicaduras de sangre y con cara de demonio, en una gama colores que iba de moho de cadáver a magenta de hematoma: incluso una magnífica orquídea negra cuyas raíces grises serpenteaban fuera de la maceta cubierta de musgo. («Por favor, cariño» —me dijo Kitsey intuyendo acertadamente mis intenciones para Navidad—. Ni se te ocurra. Son demasiado bonitas y se mueren en cuanto las toco). No tenía mensajes nuevos. Rápidamente le escribí uno (Eh, llámame, tengo que hablar contigo, acaba de pasar algo muy divertido xxxx), y, para asegurarme de que ella aún no había salido del cine, marqué de nuevo su número. Pero justo cuando me salía el buzón de voz, vi reflejado en el escaparate, entre las profundidades de la selva verde del fondo de la tienda, algo que hizo que me volviera, completamente incrédulo. Era Kitsey, cabizbaja, con su abrigo Prada rosa, cogida del brazo y susurrando algo a un hombre que hacía años que no veía pero que reconocí al instante —los mismos hombros, el mismo andar desgarbado—: Era Tom Cable. Seguía llevando el pelo largo; todavía vestía con la misma ropa que llevaban los porreros pijos de nuestro colegio (calzado Tretorn, un enorme jersey irlandés de punto grueso, sin abrigo) y del brazo le colgaba una bolsa de la tienda de bebidas alcohólicas de la esquina, la misma donde Kitsey y yo a veces entrábamos corriendo para comprar una botella. Pero lo que me sorprendió fue ver que Kitsey, que siempre se mantenía a cierta distancia cuando me cogía la mano, tirando de mí y balanceando de forma encantadora el brazo como un niño que juega al puente de Londres, se acurrucaba con languidez contra él. Mientras yo miraba sin comprender esa visión insondable —los dos esperando a que cambiara el semáforo y pasara ruidosamente un autobús, demasiado embelesados el uno en el otro para fijarse en mí—, Cable, que hablaba con ella en voz baja, le alborotó el pelo, luego se volvió y la atrajo hacia él, y la besó, un beso que ella devolvió con una triste ternura que yo no percibía en ninguno de los besos que me daba alguna vez a mí. Más aún, mientras cruzaban la calle —me di enseguida la vuelta; los veía perfectamente reflejados en el escaparate de la tienda iluminada cuando entraron en el edificio de Kitsey, a solo unos pies de mí—, vi que ella estaba contrariada y susurraba con voz ronca de la emoción, inclinándose hacia Cable con la mejilla apretada contra su manga mientras le daba un cariñoso apretón en el brazo; y aunque no pude entender lo que decía, el tono de su voz era demasiado claro; porque incluso en su tristeza, era inconfundible la alegría que ella sentía de estar con él, y viceversa. Cualquier persona que pasara por la calle lo habría visto. Y —mientras se deslizaban por mi lado, un par de fantasmas afectuosos acurrucados en el escaparate oscuro— vi que ella se secaba con rapidez una lágrima de la mejilla, y me sorprendí parpadeando de perplejidad ante esa visión: por primera vez, aunque pareciera increíble, Kitsey lloraba. XX Estuve despierto gran parte de la noche; y cuando al día siguiente bajé a abrir la tienda lo hice tan absorto que me pasé sentado media hora mirando al vacío antes de darme cuenta de que había olvidado dar la vuelta al letrero de «Cerrado». Las idas de Kitsey a los Hamptons dos veces a la semana. Los números de teléfono desconocidos que parpadeaban, ella colgando con celeridad, o mirando el móvil con el ceño fruncido a mitad de comida y desconectándolo. «Oh, solo es Em». «Oh, solo es mamá». «Oh, solo es un operario de telemarketing, me tienen en alguna lista». Mensajes que llegaban en mitad de la noche, pitidos submarinos, pulso sonar azulado sobre las paredes, Kitsey levantándose de un salto de la cama con el trasero al aire para apagar el móvil, las piernas blancas destellando en la oscuridad: «Oh, se han equivocado de número». «Oh, solo es Toddy que está borracho en alguna parte». Y, casi tan desazonador, la señora Barbour. Yo era muy consciente del tacto de la señora Barbour en las situaciones embarazosas, su habilidad para manejar los asuntos difíciles entre bastidores, y si bien no me mentía directamente, era evidente que omitía la información con diplomacia. A mi mente acudían toda clase de situaciones, como cuando me había encontrado a la señora Barbour cuatro meses atrás y la oí decir en voz baja y apremiante por el interfono a los porteros cuando llamaron desde el vestíbulo: «No, no me importa. No le dejen subir. Que se quede abajo». Cuando ni treinta segundos después Kitsey, después de comprobar sus mensajes, anunció inesperadamente y dando botes que iba a llevar a Ting-a-Ling y a Clemmy a dar una vuelta a la manzana, no me chocó, pese al inconfundible desagrado que se traslució en la cara de la señora Barbour, y el afecto y la energía con que —al cerrarse la puerta detrás de Kitsey—, ella se volvió hacia mí y me cogió la mano. Kitsey y yo habíamos quedado esa noche; iba a acompañarla a la fiesta de cumpleaños de una de sus amigas y más tarde pasaríamos por la fiesta de otra amiga. Kitsey no me telefoneó, pero me envió un mensaje de tanteo: Theo, ¿qué pasa? Estoy en el trabajo. Llámame. Yo seguía mirándolo sin comprender, preguntándome si debía contestar o no —¿qué podía decir?— cuando Boris irrumpió por la puerta de la tienda. —Tengo noticias. —¿Ah, sí? —pregunté al cabo de un momento, distraído. Se secó la frente. —¿Podemos hablar aquí? —preguntó, mirando alrededor. —Hum —meneando la cabeza para despejarme—, sí, claro. —Estoy adormilado —dijo, frotándose los ojos. El pelo le salía disparado en todas direcciones—. Necesito un café. No, no tengo tiempo —añadió agotado, levantando una mano—. Tampoco me puedo sentar. Solo me quedaré un minuto. Pero son buenas noticias, una pista importante sobre tu cuadro. —¿Cuál? —pregunté, reaccionando de golpe de mi atontamiento causado por Kitsey. —Bueno, pronto lo veremos —dijo evasivo. —¿Dónde… —intentando concentrarme— está? ¿Dónde lo tienen? —Son preguntas que no puedo responder. Me costaba un gran esfuerzo aclarar las ideas. Respiré hondo, tracé una línea sobre el escritorio con el pulgar para serenarme, levanté la vista… —Es… —¿Sí? —Necesita estar a unas determinadas condiciones de temperatura y humedad…, lo sabes, ¿verdad? —La voz de otro, no la mía—. No pueden guardarlo en un garaje húmedo o en un lugar cualquiera. Boris apretó los labios con un viejo gesto burlón. —Créeme, Horst cuidó ese cuadro como si fuera su hijo. Dicho esto… —cerró los ojos—, no sé decirte sobre esos tipos. Siento informarte de que no son genios. Tendremos que confiar en que tengan suficiente seso para no guardarlo detrás del horno para pizzas o algo así. —Y al verme abrir la boca horrorizado, añadió con altivez—: Es broma. Aunque, por lo que he oído decir, lo tienen en un restaurante, o cerca de un restaurante. En el mismo edificio, al menos. Hablaremos de ello luego. —Y me interrumpió con una mano. —¿Aquí? —pregunté, después de otro silencio incrédulo—. ¿En la ciudad? —Luego. Eso puede esperar. Pero aquí va lo otro —dijo en un tono apremiantemente confidencial mientras miraba alrededor y por encima de mi cabeza—. Escucha, escucha. Esto es lo que he venido a decirte en realidad. Horst…, no sabía que te apellidabas Decker, hasta que él me lo ha preguntado hoy por teléfono. ¿Conoces a un tipo llamado Lucius Reeve? Me senté. —¿Por qué? —Horst dice que te mantengas alejado de él. Horst sabía que eres anticuario pero no te relacionó con ese otro asunto hasta que se enteró de tu apellido. —¿Qué otro asunto? —Horst no quiso entrar en detalles. No sé qué te traes entre manos con Lucius, pero Horst dice que te mantengas alejado y me ha parecido importante decírtelo enseguida. Tuvo un encontronazo con Horst por otro asunto que no guarda relación con esto y ha mandado a Martin tras él. —¿A Martin? Boris agitó una mano. —No lo conoces. Créeme, si lo hubieras conocido te acordarías. De todos modos, para alguien de tu profesión no es bueno mezclarse con ese tal Lucius. —Lo sé. —¿Cuál es tu relación con él, si puedo preguntártelo? —Yo… —De nuevo meneé la cabeza, ante la imposibilidad de entrar en detalles—. Es complicado. —Bueno, no sé qué quiere de ti. Pero si necesitas ayuda, cuenta conmigo… Me estoy ofreciendo. Y me atrevería a decir que Horst también, porque le caes bien. Me gustó verlo tan involucrado y hablador ayer. No creo que trate a muchas personas con quien pueda ser él mismo y compartir sus intereses. Es triste porque es muy inteligente. Tiene mucho que dar. Aunque… —miró el reloj—, lo siento, no quiero ser grosero pero me esperan en otra parte… Sin embargo estoy muy optimista con el cuadro. ¡Creo que es posible que lo recuperemos! —Se levantó y se golpeó con fuerza el esternón con el puño—. Así que ¡coraje! Hablaremos pronto. —¿Boris? —¿Sí? —¿Qué harías si tu novia te engañara? Boris, que ya estaba en la puerta, tuvo que mirarme dos veces. —¿Cómo dices? —Si creyeras que tu novia te engaña. Boris frunció el entrecejo. —¿No estás seguro entonces? ¿Tienes pruebas? —No —respondí antes de darme cuenta de que no era exactamente cierto. —Entonces pregúntaselo sin rodeos —respondió Boris con resolución—. En algún momento agradable en que la pilles desprevenida, cuando no se lo espere. En la cama, quizá. Si la sorprendes en el momento adecuado, aunque mienta, lo sabrás. Se desmoronará. —Esta mujer no. Boris se rió. —¡Bueno, entonces has encontrado una gran mujer! ¡Una poco común! ¿Es guapa? —Sí. —¿Rica? —Sí. —¿Inteligente? —La mayoría de la gente diría que sí. —¿Cruel? —Un poco. Boris se rió. —Y tú la quieres. Pero no demasiado. —¿Por qué lo dices? —¡Porque no estás furioso ni llorando frenético! ¡No estás bramando que la estrangularás con tus propias manos! Lo que significa que emocionalmente no estás demasiado involucrado con ella. Y eso es bueno. He aquí mi consejo. Mantente alejado de los que amas demasiado. Esos son los que te matarán. Lo que quieres para vivir y ser feliz es una mujer que haga su vida y te deje hacer la tuya. Me dio dos palmadas en la espalda y se fue, dejándome mirando la vitrina de objetos de plata con una nueva sensación de desesperación ante mi vida mancillada. XXI Cuando me abrió la puerta esa noche, Kitsey no parecía tan serena como podría haber estado: hablaba de varias cosas a la vez, un vestido nuevo que quería comprarse, que se había probado pero no lograba decidirse, pidió que se lo guardaran; había una tormenta en Maine, los viejos de la isla habían talado toneladas de árboles, el tío Harry telefoneó, ¡qué triste! —Oh, cariño —dijo revoloteando alrededor de forma encantadora y poniéndose de puntillas para coger las copas de vino—, ¿puedes? Em y Francie, las compañeras de piso, no estaban a la vista, era como si ellas y sus novios hubieran desaparecido de manera oportuna antes de que yo llegara. —No importa…, ya las tengo. Escucha, tengo una gran idea. Vamos a comer un curry antes de pasar por casa de Cynthia. Me muero por comerme uno. ¿Cómo se llamaba ese escondrijo de la Lex al que me llevaste…?, el que te gusta. El Mahal nosecuantos. —¿Te refieres al piojoso? —pregunté colocado. Ni siquiera me había molestado en quitarme el abrigo. —¿Cómo dices? —¿El del rogan josh grasiento? ¿Y los viejos que te deprimían? El del personal de ventas de Bloomingdale’s. —El Jal Mahal Restaruant (sic) era un indio desvencijado y oculto en el segundo piso de un establecimiento de Lexington Avenue, donde no había cambiado nada desde que yo era niño: ni los pappadums, ni los precios, ni la moqueta rosa desteñida debido a los desperfectos causados por el agua cerca de la ventana, ni siquiera los camareros: las mismas caras corteses, beatíficas y abotargadas que recordaba de mi niñez, cuando mi madre y yo íbamos después del cine para comer samosas y helado de mango—. Claro, ¿por qué no? «El restaurante más triste de Manhattan». Qué gran idea. Se volvió hacia mí con cara de preocupación. —Lo que tú digas. El Baluchi está más cerca. O podemos hacer lo que quieras. —¿Ah, sí? —Me quedé de pie apoyado contra el marco de la puerta, con las manos en los bolsillos. Años de convivencia con un mentiroso de talla mundial me había vuelto despiadado—. ¿Lo que yo quiera? Eso es generoso. —Lo siento. Pensé que un curry estaría bien. Olvídalo. —No te preocupes. Ya puedes parar. Ella levantó la vista con una sonrisa vacía. —¿Cómo? —No me vengas con eso. Sabes muy bien de qué te estoy hablando. Ella no dijo una palabra. En su bonita frente apareció una arruga. —Quizá esto te enseñe a tener el móvil conectado cuando estés con él. Estoy segura de que ella intentó llamarte. —Perdona, no sé de qué… —Kitsey, te vi. —Oh, por favor —dijo ella parpadeando al cabo de unos minutos—. No hablas en serio. No te referirás a Tom, ¿verdad? Vamos, Theo —añadió, en el silencio mortal que siguió—. Tom es un viejo amigo de hace muchos años, estamos muy unidos… —Sí, eso ya lo vi. —… y también es amigo de Em. —Parpadeaba furiosa, con el aire de quien se siente injustamente agraviado—. No sé qué pensaste que era. Mira, sé que no te gusta Tom y tienes buenos motivos para ello. Porque sé qué pasó cuando tu madre murió, se portó fatal, pero solo era un niño, y siente muchísimo cómo actuó… —¿Lo siente? —… pero él tenía malas noticias anoche —continuó ella rápidamente, como una actriz interrumpida en mitad de la perorata—, malas noticias sobre él… —¿Hablas de mí con él? ¿Los dos os sentáis a hablar de mí y a compadecerme? —… y vino a vernos, a Em y a mí, a las dos, sin avisar, justo antes de que saliéramos para ir al cine, por eso nos quedamos y no fuimos. Si no me crees, pregúntale a Em. Él no tenía otro lugar adonde ir, había tenido un gran contratiempo, algo personal, y solo quería hablar, ¿y qué íbamos a decirle…? —No esperarás que me lo crea, ¿verdad? —Escucha. No sé qué te dijo Em… —Dime, ¿la madre de Cable todavía tiene esa casa en East Hampton? Recuerdo que solía soltar a su hijo en un club de campo durante horas seguidas después de que despidiera a la canguro, o, mejor dicho, después de que la canguro se despidiera. Clases de tenis, clases de golf. Probablemente ha acabado jugando bien al golf, ¿no? —Sí —respondió ella con frialdad—, es bastante bueno. —Podría decir algo de mal gusto ahora, pero me callaré. —Theo, no hagamos esto. —¿Quieres oír mi teoría? ¿Te importa? Estoy seguro de que está equivocada en algún detalle pero creo que en general es correcta. Porque sé que estuviste saliendo con Tom, me lo dijo Platt cuando me lo encontré por la calle, y él tampoco estaba muy contento con ello. Vamos, no necesitas poner excusas —añadí cuando intentó interrumpirme, con un tono tan duro y letal como me sentía—. A las chicas siempre les gustaba Cable. Cuando quiere, es un tipo realmente divertido. Aunque últimamente haya extendido cheques falsos o robado a la gente del club de campo o cualquiera de las otras cosas que he oído decir… —¡Eso no es cierto! ¡Es mentira! Él jamás ha robado a nadie… —… y a mamá y a papá nunca les gustó mucho Tom, probablemente no les gustaba nada, y luego, cuando papá y Andy murieron no pudiste continuar, al menos no en público. Era demasiado doloroso para mamá. Y como Platt ha señalado muchas veces… —No volveré a verlo. —Luego lo admites. —Pensé que no importaba hasta que nos casáramos. —¿Por qué? Se apartó el pelo de los ojos y no dijo una palabra. —¿Por qué pensaste que no importaba? ¿Por qué? ¿Pensaste que yo no lo averiguaría? Furiosa, levantó la vista. —Eres un tipo frío, ¿lo sabías? —¿Yo? —Desvié la vista y me reí—. ¿Yo soy el frío? —Ah, es cierto. «La parte agraviada». «Principios muy elevados». —Más elevados que los de otros, por lo visto. —Estás disfrutando de lo lindo. —Créeme que no. —¿Ah, no? Nunca lo diría viendo esa sonrisa de satisfacción. —¿Y qué quieres que haga? ¿Callar? —He dicho que no volveré a verlo. En realidad se lo he dicho a él mismo hace un rato. —Pero es insistente. Te quiere. No se dará por vencido. Para mi sorpresa, se ruborizó. —Eso es cierto. —Pobrecita Kits. —No seas odioso. —Pobrecilla —repetí sarcástico, pues no se me ocurría nada que decir. Ella buscaba el sacacorchos en el cajón, se volvió y me miró con tristeza. —Escucha. No espero que lo entiendas, pero es duro estar enamorado de la persona que no debes. Guardé silencio. Al entrar, me había quedado tan helado de rabia al verla que intenté convencerme de que ella no tenía poder para hacerme daño o —Dios no lo quisiera— para suscitar mi compasión. Pero ¿quién sabía mejor que yo lo ciertas que eran esas palabras? —Escucha —volvió a decir ella, dejando el sacacorchos. Vio una oportunidad e iba a aprovecharla, como en la pista de tenis: cruel, observando el lado débil del contrincante… —Apártate de mí. —Demasiado acalorado. Con el tono equivocado. Esa no era la dirección correcta. Quería mostrarme frío y controlar la situación. —Theo, por favor. —Allí estaba ella, con una mano sobre mi manga. La nariz rosada, los ojos enrojecidos a causa de las lágrimas, como el pobre Andy con sus alergias de primavera o como cualquier persona corriente a la que podías compadecer—. Lo siento, de verdad. Con todo mi corazón. No sé qué decir. —¿Ah, no? —No. Te he hecho un flaco favor. —Esa es una forma de expresarlo. —Y sé que no te gusta Tom… —¿Qué tiene eso que ver? —Theo, ¿realmente te importa tanto? No, sabes que no. No, si tienes que pensarlo —continuó ella con rapidez—. Además… —se detuvo un momento antes de lanzarse—, no quiero ponerte en un apuro, pero lo sé todo sobre tus asuntos y no me importa. —¿Qué asuntos? —Oh, vamos —dijo ella cansinamente—. Queda con tus amigos sórdidos, drógate todo lo que quieras, me da igual. De fondo, el radiador empezó a armar un gran estrépito. —Mira. Estamos hechos el uno para el otro. Este matrimonio es bueno para ambos. Yo lo sé y tú lo sabes. Porque…, mira, lo sé. No tienes que decírmelo. Y hablo en serio, desde que salimos juntos estás mejor, ¿no? Te has enmendado mucho. —¿Ah, sí? ¿Me he enmendado? ¿Qué significa eso? Ella suspiró exasperada. —Mira, es inútil fingir. Theo, Martina…, hum, Tessa Margolis, ¿te acuerdas de ella? —Joder. —Creía que nadie conocía a Tessa. —Todo el mundo intentó advertirme. «Aléjate de él. Es encantador pero es un drogadicto». Tessa le dijo a Em que cortó contigo después de pillarte esnifando heroína en la mesa de su cocina. —No era heroína —repliqué acalorado. Habían triturado pastillas de morfina y fue una pésima idea esnifarlas, un desperdicio absoluto—. De todos modos Tessa no tenía ningún escrúpulo en esnifar ella misma, me pedía que le consiguiera todo el tiempo… —Mira, eso es diferente y tú lo sabes —dijo interrumpiéndome—. Mamá… —¿Ah, sí? ¿Diferente? —Elevando la voz por encima de la de ella—. ¿En qué sentido es diferente, eh? —Mamá…, escúchame, Theo, hablo en serio, mamá te quiere mucho. Mucho. Le salvaste la vida cuando apareciste. Ahora habla, come, se interesa por las cosas, da paseos por el parque, espera impaciente que vayas a verla. No puedes imaginarte cómo era antes. Eres parte de la familia —añadió, aprovechando la ventaja—. De verdad. Porque Andy… —¿Andy? —Me reí sin alegría. Andy no se hacía ilusiones sobre su familia de desequilibrados. —Mira, Theo, no seas así. —Se había recobrado; simpática y razonable, había algo de su padre en su franqueza—. Casarnos es lo correcto. Hacemos buena pareja. Tiene sentido para todos los involucrados, empezando por nosotros. —¿Ah, sí? ¿Todos? —Sí. —Estaba serena—. No te irrites, sabes bien lo que quiero decir. ¿Por qué vamos a dejar que esto lo eche todo por la borda? Después de todo, somos mejores personas cuando estamos juntos, ¿no? Y… —una pálida sonrisita, esta vez de su madre—, funcionamos como pareja. Nos gustamos. Nos llevamos bien. —Todo cabeza sin corazón entonces. —Si así es como quieres expresarlo, sí —respondió mirándome con una compasión y un afecto tan manifiestos que, inesperadamente, noté cómo la rabia se desvanecía ante su fría inteligencia, toda ella transparente como una campana plateada. Y estirándose de puntillas para besarme en la mejilla, añadió—: Ahora seamos buenos, sinceros y amables el uno con el otro, y vivamos felices juntos y divirtámonos siempre. XXII De modo que me quedé a pasar la noche, y más tarde pedimos algo de comida por teléfono y luego nos acostamos. Pero aunque en cierto modo fue bastante fácil fingir que todo seguía igual (¿acaso no habíamos fingido los dos todo el tiempo?), a otro nivel me sentía casi sofocado por el peso de lo desconocido y no pronunciado que pesaba entre nosotros, y después ella se durmió acurrucada contra mí; me quedé despierto y miré por la ventana sintiéndome completamente solo. Los silencios de la noche (culpa mía, no de Kitsey, ella nunca se quedaba sin palabras ni in extremis) y la distancia en apariencia infranqueable que había entre nosotros me recordó de manera muy vívida cuando tenía dieciséis años y nunca tenía ni idea de qué decir o hacer con Julie, que aunque no podía considerarse mi novia fue la primera mujer a la que contemplé como tal. Nos habíamos conocido fuera de la tienda de bebidas alcohólicas de Hudson mientras yo esperaba, dinero en mano, a que entrara alguien para pedirle que me comprara una botella de algo; y llegó ella, con una indumentaria futurista que resultaba incongruente con su andar de pisadas fuertes y su aspecto de granjera, con una cara poco agraciada pero agradable de esposa de la pradera de la década de 1900. —Toma, chico —me dijo sacando su botella de vino de la bolsa—, aquí tienes el cambio. No hay de qué. ¿Piensas bebértela aquí fuera? Julie contaba veintisiete años, casi doce más que yo, y tenía un novio que estaba acabando sus estudios de administración de empresas en California; nunca hubo ninguna duda de que cuando el novio volviera yo no debía aparecer o ponerme en contacto de nuevo con ella. Los dos lo sabíamos. Ella no tuvo que decírmelo. Mientras subía a todo correr los cinco tramos de escaleras hasta su estudio las escasas (para mí) tardes que se me permitía ir a verla, siempre me sentía rebosante de palabras y de sentimientos demasiado grandes para contenerlos, pero todo lo que había pensado decirle se desvanecía en cuanto ella abría la puerta, y en lugar de ser capaz de entablar una conversación de dos minutos siquiera como una persona normal, me quedaba mudo y desesperado tres pasos detrás de ella, con las manos en los bolsillos, odiándome a mí mismo, viendo cómo ella se paseaba descalza por el estudio con su look moderno, hablando sin esfuerzo, disculpándose por la ropa sucia del suelo y por haberse olvidado de coger el paquete de seis cervezas —¿quería que bajara a buscarlas?—, hasta que en algún momento casi literalmente me abalanzaba sobre ella a mitad de frase y la derribaba sobre la cama, a veces con tanta violencia que las gafas salían volando. Era tan maravilloso que creía que me moriría, pero despierto después en la cama me sentía angustiado a causa del vacío, con su brazo blanco sobre el edredón y viendo cómo se encendían las farolas, sin querer ni pensar en que dieran las doce, porque eso significaba que ella tendría que levantarse y vestirse para ir a trabajar en un bar de Williamsburg donde yo no era lo bastante mayor para entrar y verla. Y ni siquiera amaba a Julie. La admiraba y estaba obsesionado con ella, y envidiaba su seguridad en sí misma, e incluso le tenía un poco de miedo; pero no la amaba en realidad, no más de lo que ella me amaba a mí. Tampoco estaba muy seguro de querer a Kitsey (al menos no del modo en que había deseado una vez quererla), pero aun así era sorprendente lo mal que me sentía, teniendo en cuenta que ya había pasado antes por eso. XXIII Todo lo ocurrido con Kitsey apartó momentáneamente de mi mente la visita de Boris, pero en cuanto me dormí volvió de refilón en los sueños. Dos veces me desperté y me senté erguido en la cama; la primera cuando soñé que una puerta se abría girando sobre sus goznes de forma espeluznante en el almacén mientras fuera unas mujeres con pañuelos se peleaban por un montón de ropa usada; la segunda, después de volver a dormirme, en una fase distinta del mismo sueño, el almacén era como un espacio inconsistente abierto al cielo; las paredes de tela se hinchaban y no eran lo bastante largas para tocar la hierba del suelo. Más allá había una perspectiva de campos verdes y chicas con largos trajes blancos: una imagen tan (misteriosamente) llena de horror ritual y tan cargada de muerte que me desperté sin aliento. Miré el reloj: las cuatro de la madrugada. Después de media hora sintiéndome desgraciado en la oscuridad me senté en la cama desnudo hasta la cintura y, buscando a tientas como un maleante en una película francesa, encendí un cigarrillo y miré Lexington Avenue, que estaba prácticamente desierta a esa hora: taxis que empezaban o acababan el servicio, quién sabía. Pero el sueño, que parecía profético, se negaba a desvanecer, flotando como un vaho venenoso; el corazón todavía me latía con fuerza a causa del peligro que impregnaba el aire, la sensación de abertura y riesgo. «Merece que lo fusilen». Ya me había preocupado bastante el cuadro cuando creía que estaba a salvo durante todo el año (como se aseguraba en el folleto del almacén, con un tono eficiente y profesional) a unos veinte grados de temperatura y el cincuenta por ciento de humedad que eran aceptables para su conservación. No se podía conservar un objeto así en cualquier parte. No toleraba el frío ni el calor ni la humedad ni el sol directo. Como las orquídeas de la floristería, requería un ambiente controlado. Bastaba que me lo imaginara detrás del horno para pizzas para que mi corazón de idólatra palpitara con una versión distinta pero similar de terror que el que había experimentado cuando creía que el conductor del autobús haría bajar al pobre Popper bajo la lluvia, en medio de la nada, a un lado de la carretera. Al fin y al cabo, ¿cuánto tiempo había tenido Boris el cuadro? Ni siquiera Horst, un amante de arte declarado, me parecía muy exigente con la cuestión de la conservación en ese apartamento. Las posibilidades funestas eran múltiples: La tormenta en el mar de Galilea, de Rembrandt, la única marina que había pintado el artista, se deterioró, según decían, después de haberla guardado de forma inadecuada. La obra maestra de Vermeer, La carta de amor, que un camarero de hotel había arrancado de sus bastidores, quedó descascarillada y arrugada por ocultarla debajo de un colchón. Pobreza, de Picasso, y Paisaje tahitiano, de Gauguin, habían sufrido desperfectos por el agua después de que un zoquete los escondiera en un baño público. Entre mis obsesivas lecturas, el caso que más me impactó fue Natividad con san Francisco y san Lorenzo, de Caravaggio, robado del oratorio de San Lorenzo y cortado del marco con tan poca destreza que el coleccionista que había encargado el robo estalló en lágrimas al verlo y se negó a quedárselo. Me di cuenta de que móvil de Kitsey no estaba en el sitio de siempre, sobre el cargador del alféizar, de donde lo cogía en cuanto se levantaba. A veces me despertaba en mitad de la noche y veía el resplandor azul en la oscuridad a su lado de la cama, bajo el edredón, en su nido de sábanas secreto. «Solo estoy mirando qué hora es», decía ella si me volvía soñoliento para preguntarle qué hacia. Imaginé que estaba desconectado y sepultado en su bolso de piel de cocodrilo con el habitual caos de brillo de labios, tarjetas de visita, muestras de perfume, monedas sueltas y billetes de veinte dólares arrugados que caían cada vez que sacaba el cepillo para el pelo. Allí, en esa fragante maraña, Cable la llamaría repetidas veces por la noche, dejando múltiples mensajes de texto y recados en el buzón de voz para que ella los encontrara cuando se despertara por la mañana. ¿De qué hablaban? ¿Qué se decían? Por extraño que pareciera, me resultaba fácil imaginarlos juntos. Conversación animada, una sensación de astuta complicidad. Cable llamándola por nombres bobos en la cama y haciéndole cosquillas hasta que ella gritaba. Apagué el cigarrillo. Sin forma, sin sentido, sin significado. A Kitsey no le gustaba que fumara en su dormitorio pero cuando encontrara la colilla del cigarrillo aplastada en la caja de Limoges de su vestidor seguramente no diría una palabra al respecto. Para entender el mundo, a veces podías concentrarte en una parte muy pequeña de él, examinar con detenimiento lo que tenías cerca y hacer que sustituyera el todo; pero desde que el cuadro había desaparecido me sentía extinguido y ahogado por la vastedad, no solo la previsible vastedad del tiempo y el espacio sino las distancias infranqueables que había entre las personas aun cuando estuvieran al alcance del brazo, y con una oleada de vértigo pensé en todos los lugares donde había estado y en todos los lugares donde no había estado, un mundo perdido, enorme y desconocido, un sombrío laberinto de ciudades y callejones, ceniza flotante e inmensidades hostiles, contactos perdidos, objetos extraviados y nunca encontrados; mi cuadro se alejaba en esa poderosa corriente y salía flotando ahí fuera en alguna parte: un minúsculo fragmento de espíritu, una débil chispa cabeceando en un mar oscuro. XXIV Como no podía dormirme de nuevo me marché del apartamento sin despertar a Kitsey, en la negra y gélida hora que precede el amanecer, tiritando mientras me vestía en la oscuridad; una de sus compañeras había entrado y se estaba duchando; lo último que yo quería era encontrarme con alguna de ellas al salir. Cuando me bajé del tren de la línea F, el cielo palidecía. Arrastrándome hasta casa en el frío glacial, deprimido y muerto de cansancio, entré por la puerta lateral y subí pesadamente hasta mi habitación, con las gafas sucias, hediendo a humo, sexo, curry y Chanel n.º 19 de Kitsey; me paré a saludar a Popchik, que se acercó corriendo por el pasillo y daba vueltas con su habitual excitación a mis pies, y mientras sacaba la corbata enrollada del bolsillo para colgarla en la percha de detrás de la puerta, casi se me heló la sangre al oír una voz en la cocina: —¿Theo? ¿Eres tú? Una cabeza pelirroja asomando por la esquina. Era ella, con una taza de café en la mano. —Perdona, ¿te he asustado? No era mi intención. Me quedé paralizado, mudo de asombro, mientras ella me echaba los brazos al cuello con una especie de canturreo feliz, y Popchik gemía y brincaba de emoción a nuestros pies. Todavía iba con la ropa con la que había dormido, los pantalones de un pijama de rayas y una camiseta de manga larga con un viejo jersey de Hobie encima; aún olía a sábanas revueltas y a cama. Oh, Dios, pensé, cerrando los ojos y apretando la cara en su hombro con una oleada de felicidad y miedo, un rápido esbozo del cielo. —Qué alegría verte. —Allí estaba ella. Su pelo…, sus ojos. Sus uñas mordidas como las de Boris y un mohín en el labio inferior como el de una niña que se ha chupado demasiado el pulgar, la cabeza despeinada y roja como una dalia—. ¿Cómo estás? ¡Te he echado de menos! —Yo… —Todas mis resoluciones se esfumaron en un instante—. ¿Qué haces aquí? —¡Me dirigía en avión a Montreal! —Una risa aguda de chica mucho más joven, una risa de parque infantil—. Para pasar unos días con mi amiga Sam —(¿Sam?, pensé)— y reunirme luego con Everett en California. —Bebió un sorbo de café, ofreciéndome sin decir palabra la taza, ¿quieres?, ¿no?, otro sorbo—. Pero desviaron el avión de su ruta, y al verme varada en Newark, se me ocurrió aprovechar para entrar en la ciudad y veros. —Eso es estupendo. —«Veros». Eso me incluía a mí. —Pensé que sería divertido venir ya que no estaré aquí en Navidad. Además, tu fiesta es mañana. ¡Casado! ¡Felicidades! —Me asía el brazo, y cuando se puso de puntillas para besarme la mejilla noté que el beso me atravesaba—. ¿Cuándo la conoceré? Hobie dice que es un bombón. ¿Estás emocionado? —Yo… —Me sentía tan aturdido que me llevé una mano donde habían estado sus labios, donde todavía notaba la presión de ellos, pero al darme cuenta de la impresión que podía dar la aparté enseguida—. Sí. Gracias. —Me alegro de verte. Tienes buen aspecto. Ella no parecía darse cuenta de lo estupefacto, mareado y totalmente alucinado que estaba yo con su aparición. O quizá se dio cuenta y no quiso herirme. —¿Dónde está Hobie? —No se lo preguntaba porque me importara, sino porque estar solo en la casa con ella era demasiado bonito para ser cierto, además de un poco aterrador. Ella puso los ojos en blanco. —Oh, ha insistido en ir a la panadería. Le he dicho que no se molestara, pero ya sabes cómo es. Le gusta comprarme esas galletas de arándanos que mamá y Welty me compraban cuando era pequeña. No puedo creer que sigan haciéndolas… Pero dice que no las tienen todos los días. ¿Seguro que no quieres café? —Acercándose al fogón, con apenas un indicio de cojera al andar. Era extraordinario; casi no oía una palabra de lo que me decía. Siempre era así cuando yo estaba en la misma habitación con ella, ella lo anulaba todo: su piel, sus ojos, su voz oxidada, su pelo del color de las llamas, y su modo de inclinar la cabeza que a veces parecía que tarareaba para sí; y la luz de la cocina se mezclaba con la luz de su presencia, el color, la frescura y la belleza. —¡Te he grabado unos cedés! —exclamó volviéndose para mirarme por encima del hombro—. Ojalá se me hubiera ocurrido traerlos. Pero no sabía que pasaría por casa. Te los mandaré por correo en cuanto vuelva. —Y yo tengo unos cedés para ti. —Los tenía en mi habitación, junto con un montón de cosas que había comprado porque me recordaban a ella, tantas que habría parecido extraño que se las mandara—. Y libros. Y joyas, me callé. Y pañuelos, pósters, perfume, discos de vinilo, un juego para hacer cometas y una pagoda de juguete. Un collar de topacio del siglo XVIII. Una primera edición de Ozma de Oz. Comprar esas cosas había sido sobre todo una forma de pensar en ella, de estar con ella. Algunas se las había regalado a Kitsey, pero aun así no había posibilidad de salir de la habitación con esa montaña gigantesca de objetos que había comprado en realidad para ella a lo largo de los años sin que pareciera una locura. —¿Libros? Oh, qué bien. He terminado el libro en el avión y necesito algo más. Podemos hacer un cambio. —Claro. Descalza. Las orejas rojas de rubor. La piel blanca perla que dejaba ver el escote de su camiseta. —Los aros de Saturno. Everett dijo que podría gustarte. Te manda recuerdos, por cierto. —Oh, devuélveselos. —No soportaba que ella fingiera que Everett y yo éramos amigos—. Yo, hummm… —¿Qué? Me temblaban las manos y ni siquiera tenía resaca. Solo podía confiar en que ella no lo viera. —Voy a entrar un momento en mi habitación, ¿vale? Ella pareció sorprenderse y se llevó los dedos a la frente, como diciendo: «qué boba». —Oh, claro, perdona. Estaré aquí. No volví a respirar hasta que estuve en mi cuarto con la puerta cerrada. Mi traje estaba en buen estado, para ser el del día anterior, pero tenía el pelo sucio y necesitaba ducharme. ¿Debía afeitarme? ¿Cambiarme de camisa? ¿O ella se daría cuenta? ¿Parecería raro que hubiera entrado corriendo e intentado arreglarme para ella? ¿Podía meterme en el cuarto de baño y cepillarme los dientes sin que ella se diera cuenta? Pero de pronto sentí una oleada de pánico al pensar que estaba sentado en mi habitación con la puerta cerrada, malgastando valiosos momentos de estar con ella. Me levanté de nuevo y abrí la puerta. —Eh —grité hacia el pasillo. Su cabeza apareció de nuevo. —¿Quieres ir al cine conmigo esta noche? Un instante de ligera sorpresa. —Sí, claro. ¿A ver qué? —Un documental sobre Glenn Gould. Me muero de ganas de verlo. —De hecho ya lo había visto, y durante todo el tiempo que estuve sentado en la sala fantaseaba con que ella se encontraba a mi lado; imaginaba su reacción ante determinadas partes, o la asombrosa conversación que tendríamos cuando saliéramos. —Suena genial. ¿A qué hora? —Hacia las siete. Lo miraré. XXV Todo el día estuve prácticamente fuera de mí al pensar en la noche que tenía por delante. Abajo en la tienda (donde estuve demasiado ocupado con clientes de Navidad para centrarme en mis planes), pensé en cómo me vestiría (algo sport, sin traje, nada demasiado estudiado) y dónde la llevaría luego a cenar; nada demasiado elegante, nada que la pusiera en guardia o que pareciera demasiado calculado por mi parte, pero al mismo tiempo un lugar realmente especial y lo bastante tranquilo para hablar, y que no quedara muy lejos del Film Forum; además, ella llevaba un tiempo fuera de la ciudad, tal vez le gustaría ir a algún sitio nuevo («Oh, ¿este lugar?, sí, es genial, me alegro de que te guste, es todo un hallazgo»), pero aparte de lo dicho (y lo principal era que fuera tranquilo, más que la comida y la situación, no quería estar en un local donde tuviéramos que gritar), tenía que ser algún local donde encontráramos mesa avisando con tan poca antelación; además, estaba el tema de la comida vegetariana. Algún lugar con encanto y no demasiado caro que hiciera sonar la alarma. No podía parecer que me había tomado muchas molestias; más bien tenía que dar la impresión de algo improvisado, no planeado. ¿Cómo demonios podía estar ella viviendo con ese patán de Everett, mal vestido, y con dientes de conejo y mirada siempre asustada, cuya idea de una agradable velada seguramente era arroz moreno y algas en la barra del fondo de una tienda de dietética? El día avanzó muy despacio, y cuando dieron las seis, Hobie regresó a casa después de pasar todo el día fuera con Pippa y asomó la cabeza por la tienda. —¡Bueno! —exclamó al cabo de un momento, en un tono alegre pero cauto que me recordó (inquietantemente) el que utilizaba mi madre cuando llegaba a casa y encontraba a mi padre trajinando por la sala al borde de un subidón. Hobie sabía lo que yo sentía por Pippa; yo nunca se lo había dicho, nunca había pronunciado una palabra, pero él lo sabía; aunque no lo hubiera sabido, era visible para él (o para cualquier extraño que pasara por la calle) que casi me salían chispas de la cabeza—. ¿Cómo va todo? —Genial. ¿Qué tal lo habéis pasado? —¡De maravilla! —Con alivio—. He conseguido que entráramos en el Union Square para comer y nos hemos sentado en el bar, ojalá hubieras estado con nosotros. Luego hemos pasado por casa de Moira, y los tres nos hemos acercado a la Asia Society, y ahora ella está haciendo unas compras de Navidad. ¿Dice que has quedado con ella esta noche? —Con tono despreocupado, pero dejando traslucir la misma intranquilidad de un padre preguntándose si un adolescente errático puede coger el coche—. ¿En el Film Forum? —Sí —respondí nervioso. No quería que él supiera que iba a llevarla a ver la película de Glenn Gould, ya que él sabía que yo ya la había visto. —¿Dice que vais a ver la de Glen Gould? —Bueno, hum, me muero por verla otra vez. No le digas que ya la he visto —dije impulsivamente; y luego—: ¿No le habrás dicho…? —No, no —respondió enseguida, irguiéndose—. No le he dicho nada. —Bueno, hum… Hobie se frotó la nariz. —Escucha, seguro que le encanta. Yo también me muero por verla. Pero no esta noche —se apresuró a añadir—. Otro día. —Oh… —respondí, esforzándome por parecer decepcionado y haciéndolo muy mal. —En fin. ¿Quieres que me quede en la tienda? Lo digo por si quieres subir a arreglarte. No deberías salir más tarde de las seis si vas a ir caminando. XXVI Por el camino no podía evitar canturrear y sonreír. Y cuando doblé la esquina y la vi delante del cine, me puse tan nervioso que tuve que parar un momento para serenarme antes de acercarme corriendo a saludarla y ayudarla con las bolsas (ella cargada de compras, parloteando sobre su día), el éxtasis total de hacer cola con ella, los dos apiñados porque hacía frío, y, una vez dentro, la moqueta roja y la sensación de tener toda la noche por delante, ella dando palmadas con las manos enguantadas: «¿Quieres palomitas?», «¡Claro!» (yo corriendo hasta el mostrador), «Las palomitas de aquí son buenísimas…», y luego, entrando juntos en la sala, yo poniéndole una mano en la espalda con naturalidad, la espalda de terciopelo de su abrigo, el abrigo marrón perfecto y el sombrero verde perfecto, y la perfecta, perfecta cabeza pelirroja. «¿Aquí…, en el pasillo?, ¿te gusta el pasillo?». Habíamos ido juntos al cine las veces suficientes (cinco) para que yo tomara cuidadosamente nota de dónde le gustaba a ella sentarse; además, lo sabía muy bien después de años de preguntarle a Hobie con disimulo todo lo que me atrevía sobre ella y sus gustos, sus aficiones, sus fobias, sus hábitos, dejando caer las preguntas con naturalidad, de una en una, a lo largo de casi toda una década: ¿le gusta esto?, ¿le gusta lo otro? Y allí estaba ella, volviéndose y sonriéndome a mí, ¡a mí!; había demasiada gente en la sala porque era el pase de las siete, demasiada gente para que me sintiera cómodo, teniendo en cuenta mi ansiedad generalizada y mi aversión a los lugares concurridos, y entró aún más gente después de que la película hubiera empezado, pero no me importó; podría haber sido una trinchera en el Somme bombardeada por los alemanes, porque lo único que importaba era que ella estaba a mi lado en la oscuridad, con un brazo entrelazado con el mío. ¡Y la música! Glenn Gould al piano con el pelo alborotado, lleno de vida, con la cabeza echada hacia atrás, emisario del reino de los ángeles, arrebatado y consumido por lo sublime. Yo no paraba de mirarla a ella de reojo, incapaz de contenerme; pero tardé al menos media hora en armarme de valor y volverme para contemplarla sin tapujos: el perfil bañado en el resplandor de la pantalla, y, horrorizado, me di cuenta de que no le gustaba la película. Estaba aburrida. Mejor dicho, contrariada. Me pasé el resto de la película abatido, sin apenas prestar atención. O, más bien, viéndola desde otra perspectiva: ya no era el prodigio extático; no era el místico, el solitario, abandonando heroicamente la sala de conciertos en la cúspide de su fama para retirarse a la nieve de Canadá, sino el hipocondríaco, el recluso, el aislado. El paranoico. El adicto a las pastillas. Mejor dicho, el drogadicto. El obsesivo: siempre con guantes, fóbico a los gérmenes, envuelto todo el año en bufandas, haciendo tics y compulsiones. El bicho raro noctámbulo, encorvado y tan poco seguro de cómo comportarse aun en la relación más elemental con la gente que (en una entrevista que de pronto me resultaba una tortura) había propuesto al ingeniero de la grabación ir juntos a un abogado y declararse legalmente hermanos; una especie de trágica versión de genio tardío de Tom Cable y yo cortándonos el pulgar en el oscuro patio trasero de su casa, o, incluso más extraño, de Boris cogiéndome la mano, que me sangraba por los nudillos después de haberle pegado un puñetazo en el parque infantil, y llevándosela a su propia boca ensangrentada. XXVII —Te ha disgustado —dije de forma impulsiva cuando salimos del cine—. Lo siento. Ella levantó la vista hacia mí sorprendida de que me hubiera dado cuenta. Salimos a un mundo azulado, iluminado como los sueños: la primera nieve de la temporada, cinco pulgadas sobre el suelo. —Podríamos habernos ido si querías. En respuesta ella solo meneó la cabeza, aturdida. La nieve arremolinándose, mágica, como una idea pura del norte, el norte puro de la película. —Bueno, no —dijo de mala gana—. Quiero decir que no es que no me haya gustado… Subiendo la calle con dificultad. Ninguno de los dos llevábamos el calzado adecuado. El sonido de nuestras pisadas haciendo crujir la nieve era tan fuerte que escuché con atención, esperando que ella continuara, listo para cogerle del codo si resbalaba, pero cuando se volvió para mirarme, todo lo que dijo fue: —Dios mío. Nunca encontraremos un taxi aquí, ¿verdad? Las ideas se me agolpaban en la mente. ¿Qué había de la cena? ¿Qué hacer? ¿Ya quería irse a casa? Mierda. —No está lejos. —Ya lo sé, pero… ¡Mira, ahí hay uno! —gritó, y el corazón me dio un vuelco hasta que vi, agradecido, que alguien más lo paraba. Estábamos cerca de Bedford Street: luces, cafés. —Eh, ¿qué te parece si probamos aquí? —¿Para coger un taxi? —No, para comer algo. —¿Tenía hambre? Por favor, Dios, que tenga hambre—. O tomar algo al menos. XXVIII Como si lo hubieran previsto los dioses, el bar medio vacío en el que nos metimos obedeciendo a un impulso resultó ser agradable, dorado, iluminado con velas y mucho, muchísimo mejor que cualquiera de los restaurantes en los que yo había pensado. Una mesa diminuta. Rodilla con rodilla…, ¿era consciente ella tanto como yo? El resplandor de la vela en su cara, la llama arrancando destellos metálicos de su pelo, el pelo tan brillante que parecía a punto de prender. Todo refulgía, todo era dulce. Sonaba un viejo tema de Bob Dylan, más que perfecto para las estrechas calles del Village a las puertas de la Navidad y la nieve que se arremolinaba en grandes capas emplumadas, la clase de invierno en el que quieres estar paseando por una calle de la ciudad cogido del brazo de una chica como en la vieja portada del disco, porque Pippa era exactamente esa chica, no era la más guapa, sino la clase de chica de aspecto corriente y sin maquillar con la que él había escogido ser feliz, y, de hecho, esa foto era en cierto sentido un ideal de felicidad, la postura de los hombros de él y la ligera timidez de la sonrisa de ella, esa expresión abierta como si juntos pudieran ir a donde quisieran, y… ¡allí estaba ella!; hablaba sobre ella, afectuosa y sin pretensiones, preguntándome por Hobie, por la tienda, por mis ánimos y qué estaba leyendo y qué música escuchaba, montones de preguntas pero también impaciente por compartir conmigo su vida, el piso helado y tan caro de caldear, la luz deprimente y el olor a aire viciado y a humedad, la ropa barata de la calle principal y que había tantas cadenas comerciales estadounidenses en Londres ahora que era como un centro comercial, y qué medicación estás tomando ahora y la medicación que estoy tomando yo (los dos teníamos el síndrome de estrés postraumático, una enfermedad que al parecer tenía otras iniciales en Europa y por la que, a la que te descuidabas, te mandaban a un hospital para veteranos del ejército); su pequeño jardín, que compartía con media docena de personas, y la mujer inglesa chiflada que lo había llenado de tortugas enfermas que se traía a escondidas del sur de Francia («todas morirán, de frío y desnutrición, es realmente cruel, no les da de comer como es debido, les echa migas de pan, ¿te lo puedes creer? Yo compro comida para tortugas en la tienda de animales sin decírselo»), y la ilusión que le haría tener un perro, pero era difícil en Londres con la cuarentena que también tenían en Suiza, ¿cómo acababa viviendo siempre en lugares donde no les gustaban los perros?, y, vaya, yo tenía mejor aspecto del que había tenido en años, me había echado de menos, un montón, qué noche más asombrosa…, y habíamos estado allí durante horas, riéndonos de tonterías pero también poniéndonos serios, muy graves, y ella se mostraba a la vez generosa y receptiva (esa era otra cualidad de ella; escuchaba con una atención que encandilaba; yo tenía la impresión de que nunca me escuchaba nadie con la mitad de intensidad; en su compañía me sentía diferente, mejor persona, podía decirle cosas que no me atrevería a decir a nadie más, desde luego no a Kitsey, que sabía cómo desinflar los comentarios serios haciendo una broma, cambiando de tema o interrumpiéndome, o a veces simplemente fingiendo no haber oído), y fue un profundo placer estar con ella, yo la quería cada minuto de cada día, con la mente, el alma y el corazón, y se hacía tarde y quería que el local no cerrara nunca, nunca. —No, no —decía ella, deslizando un dedo por el borde de su copa de vino; la forma de sus manos me conmovía profundamente, con el anillo de sello de Welty en el índice; podía quedarme mirando sus manos como nunca podría hacerlo con su cara sin parecer un enfermo—, me ha gustado la película, de verdad. Y la música… —Se rió, y la risa, para mí, tenía toda la alegría que había detrás de la música—. Me ha dejado sin aliento. Welty lo vio tocar una vez en el Carnegie. Decía que fue una de las grandes noches de su vida. Solo que… —¿Sí? El olor de su vino. Una mancha de tinto en su boca. Era una de las grandes noches de mi vida. —Bueno —continuó ella, meneando la cabeza—, las escenas de concierto. El aspecto de esas salas de ensayo. Porque, ya sabes —frotándose los brazos—, fue muy duro. Ensayar, ensayar, ensayar, seis horas al día, con los brazos doloridos de sostener la flauta…, y, bueno, estoy segura de que ya lo has oído muchas veces, toda esa mierda del pensamiento positivo que sueltan con tanta facilidad los profesores y los fisioterapeutas: «¡Tú puedes hacerlo!», «¡Creemos en ti!», y tú dejándote engatusar, y esforzándote, esforzándote aún más, y odiándote porque no te estás esforzando lo suficiente, creyendo que es culpa tuya si no lo haces mejor y esforzándote aún más…, en fin. Guardé silencio. Yo ya sabía todo eso por Hobie, que me había hablado de ello largo y tendido, y con gran agitación. Al parecer la tía Margaret había hecho bien mandándola al colegio suizo para excéntricos con todos esos médicos y la terapia. Porque si bien según los criterios normales Pippa se había recobrado por completo del accidente, seguía habiendo un pequeño daño neurológico, lo justo para que importara a un nivel superior, cierto impedimento en la motricidad. Era sutil pero estaba allí. Porque en cualquier otra vocación o entretenimiento —cantante, ceramista, cuidador de zoo o cualquier médico aparte de cirujano— no habría importado. Pero para ella sí importó. —Y, no lo sé, escucho mucha música en casa, me duermo con el iPod por la noche, pero… ¿cuándo fue la última vez que fui a un concierto? —preguntó con tristeza. ¿Se dormía con el iPod? ¿Eso significaba que ella y como se llamara no se acostaban juntos? —¿Y por qué no vas a conciertos? —le pregunté, dejando para más tarde esa información—. ¿Te preocupa el público? ¿Las multitudes? —Sabía que lo entenderías. —Bueno, seguro que ya te lo han sugerido, porque a mí me lo han sugerido… —¿Qué? —¿Cuál era el encanto de esa triste sonrisa? ¿Cómo podías descomponerla?—. ¿Xanax? ¿Betabloqueantes? ¿Hipnosis? —Todo lo que has dicho. —Bueno, si tienes un ataque de pánico, quizá. Pero no es eso. Más bien son remordimientos. Dolor. Y celos…, eso es lo peor de todo. Por ejemplo, esa chica, Beta…, que nombre más estúpido, ¿verdad? Es una intérprete realmente mediocre, no quiero parecer jactanciosa pero cuando éramos pequeñas ella casi no seguía la clase, y ahora está en la Filarmónica y me fastidia más de lo que estoy dispuesta a admitir ante nadie. Pero para eso no tienen una droga, ¿no? —Hum… —En realidad sí, y Jerome, en Adam Clayton Powell, estaba haciendo un gran negocio con ello. —La acústica…, el público…, desencadena algo en mí. Me voy a casa y odio a todo el mundo, hablo conmigo misma, tengo discusiones conmigo con voces diferentes, me paso días enteros irritada. Y…, bueno, ya te lo he dicho, probé con la enseñanza, pero no es lo mío. —A Pippa no le hacía falta trabajar, gracias al dinero de la tía Margaret y el tío Welty (Everett tampoco trabajaba, por lo mismo; lo de «bibliotecario de música», aunque de entrada me lo habían presentado como una atractiva carrera, era más bien unas prácticas no remuneradas mientras Pippa pagaba las facturas)—. Los adolescentes…, en fin, no voy a entrar en detalles sobre la tortura que es verlos ir al conservatorio o a México en verano para tocar en la sinfónica. Y los niños no se lo toman suficientemente en serio. Me enfado con ellos solo porque son niños. Para mí es como si se lo tomaran todo a la ligera, sin sacar provecho de lo que tienen. —Bueno, enseñar es duro. Yo tampoco querría. —Sí, pero si no puedo tocar, ¿qué más hay? —Bebió otro sorbo de vino—. Porque vivo alrededor de la música, por así decirlo, con Everett, y no paro de ir a la universidad y de hacer cursos…, pero, con franqueza, no me gusta mucho Londres, es oscuro y lluvioso, y no tengo muchos amigos allí, y en mi piso a veces oigo a alguien llorar por la noche, me llega un horrible llanto roto de la puerta de al lado, y yo…, bueno, tú has encontrado algo que te gusta hacer, y me alegro muchísimo por ti, pero a veces me pregunto qué estoy haciendo con mi vida. —Yo… —Desesperado, intenté pensar en la respuesta correcta—. Vuelve a casa. —¿A casa? ¿Quieres decir aquí? —Claro. —¿Qué hay de Everett? No tenía nada que decir sobre eso. Me miró con ojo crítico. —No te gusta mucho, ¿verdad? —Hummm… —¿Qué sentido tenía mentir?—. No. —Bueno, si lo conocieras mejor te gustaría. Es un buen tipo. Muy tranquilo y ecuánime, muy estable. Tampoco tenía nada que decir sobre eso. Yo no era ninguna de todas esas cosas. —Además, Londres… Quiero decir que me he planteado volver a Nueva York… —¿Sí? —Por supuesto. Echo muchísimo de menos a Hobie. Él dice en broma que con lo que gastamos en el teléfono podría pagarme un alquiler aquí…, por supuesto se refería a los tiempos en que las conferencias con Londres costaban cinco dólares el minuto o algo así. Casi cada vez que hablamos intenta convencerme para que vuelva… Bueno, ya conoces a Hobie, no lo dice abiertamente, pero ya sabes, las continuas indirectas, siempre me habla de empleos que han salido, de puestos en Columbia y… —¿Y? —Bueno, en cierto modo no me explico qué hago viviendo tan lejos. Fue Welty quien me apuntó a clases de música y me introdujo en la orquesta sinfónica, aunque Hobie era el que siempre estaba en casa, ya sabes, quien subía y me preparaba la merienda después del colegio y me ayudaba a plantar maravillas para mi proyecto de ciencias. Aun ahora…, cuando tengo un resfriado, o no me acuerdo de cómo se cocinan las alcachofas o de cómo quitar la cera del mantel, ¿a quién llamo? A él. Pero… —¿me lo imaginaba o se había emocionado un poco con el vino?—, si te digo la verdad, ¿sabes por qué no vuelvo? —¿Estaba a punto de echarse a llorar?—. No se lo diría a todo el mundo, pero en Londres al menos no pienso todo el tiempo en eso. «Por aquí volví a casa un día antes». «Aquí es donde Welty, Hobie y yo cenamos juntos por penúltima vez». Al menos allí no pienso tanto, ¿giro aquí a la izquierda? ¿A la derecha? Todo mi destino pendiente de si tomo la línea seis o F. Horribles premoniciones. Todo petrificado. Cuando regreso aquí vuelvo a tener trece años y, bueno, no lo digo en un sentido positivo. Aquel día se detuvo todo, literalmente. Hasta dejé de crecer, ¿lo sabías? No crecí ni una sola pulgada más después de lo ocurrido. —Tienes la estatura perfecta. —Bueno, es muy común —dijo ella, pasando por alto mi torpe cumplido—. Los niños lesionados y traumatizados a menudo no alcanzan una estatura normal. —De manera inconsciente imitaba a ratos la voz de su doctor Camenzind; yo nunca lo había conocido pero advertía los momentos en que él tomaba las riendas, una especie de frío mecanismo de distanciamiento—. Los recursos son desviados. El sistema de crecimiento se cierra. En mi colegio había una niña, una princesa saudí, a la que habían secuestrado cuando tenía doce años. Ejecutaron a los tipos que lo hicieron. Pero… la conocí cuando tenía diecinueve años y era una chica agradable pero diminuta, solo medía cuatro pies con once pulgadas o algo así. Se había quedado tan traumatizada que nunca creció una pulgada más después del secuestro. —Vaya. ¿Esa niña de la celda subterránea iba a tu colegio? —El Mont-Haefeli era extraño. Había niñas a las que les habían disparado mientras huían del palacio presidencial, pero allí también encontrabas a niñas a las que mandaban sus padres para que adelgazaran o se entrenaran para las Olimpiadas de invierno. Aceptó que le cogiera las manos sin decir nada…, toda envuelta, pues no había querido que se llevaran su abrigo. Mangas largas en verano, siempre con media docena de bufandas enrolladas, como una especie de insecto en su capullo, cubierto de capas…, el envoltorio protector para una niña que se había roto y la habían cosido y atornillado de nuevo. ¿Cómo había estado tan ciego? No me extrañaba que le hubiera afectado la película: Glenn Gould había pasado años enteros acurrucado con pesados abrigos, montones de botes de pastillas, salas de concierto abandonadas, la nieve cada año más alta a su alrededor. —Porque… te he oído hablar de ello y sé que estás tan obsesionado como yo. Pero yo también vuelvo una y otra vez sobre lo mismo. —La camarera le sirvió discretamente más vino, sin que Pippa se lo pidiera o pareciera darse cuenta (querida camarera, pensé, te voy a dar una propina que te dejará sin habla)—. Si me hubiera apuntado para la audición el lunes en lugar del martes. Si hubiera dejado que Welty me llevara al museo como era su deseo… Llevaba semanas intentando llevarme a esa exposición, estaba resuelto a que la viera antes de que la quitaran… Pero yo siempre tenía algo mejor que hacer. Era más importante ir al cine con mi amiga Lee Ann, lo que fuera; quien, por cierto, desapareció sin dejar rastro después de mi accidente…, nunca volví a verla después de esa tarde en que vimos la estúpida película de Pixar. Todas esas pequeñas señales que pasé por alto, o que no reconocí bien…, todo podría haber sido diferente si hubiera prestado atención, como lo insistente que se mostró Welty en que fuera antes, debió de pedírmelo una docena de veces, era como si él mismo tuviera un presentimiento, algo malo pasaría, fue culpa mía incluso que estuviéramos allí ese día… —Al menos a ti no te habían expulsado del colegio. —¿Te expulsaron? —Bueno, temporalmente, lo que ya era bastante malo. —Es extraño pensar en qué habría pasado… Si no hubiéramos estado los dos allí ese día. Tal vez no nos conoceríamos. ¿Qué crees que estarías haciendo ahora? —No lo sé —respondí, un poco sorprendido—. No puedo imaginármelo siquiera. —Sí, pero debes de tener alguna idea. —Yo no era como tú. No tenía un talento especial. —¿Qué hacías para divertirte? —Nada muy interesante. Lo normal. Juegos de ordenador, de ciencia ficción. Cuando la gente me preguntaba qué iba a ser de mayor, me hacía el listillo y decía que quería ser un blade runner o algo así. —Dios mío, me encantó esa película. Pienso mucho en la sobrina de Tyrell. —¿Qué quieres decir? —La escena en la que ella se queda mirando las fotos que hay encima del piano. Cuando trata de decidir si sus recuerdos le pertenecen a ella o a la sobrina de Tyrell. Yo también repaso el pasado buscando signos, ¿sabes? Cosas en las que debería haberme fijado pero que se me pasaron por alto. —Escucha, tienes razón, yo también pienso en ello. Pero los malos presagios, los signos, el conocimiento parcial, no hay una forma lógica para… —¿por qué no podía nunca acabar una frase estando con ella?—. ¿Sabes lo descabellado que suena? Sobre todo cuando lo hace otro. ¿Culpabilizarte por no haber adivinado el futuro? —Bueno, quizá, pero el doctor Camenzind dice que todos lo hacemos. Accidentes, catástrofes…, cerca del setenta y cinco por ciento de las víctimas de un desastre están convencidas de que había signos de advertencia que pasaron por alto o no interpretaron debidamente, y si cuentas a los menores de dieciocho años, el porcentaje es aún más alto. Pero eso no significa que los signos no estuvieran allí, ¿no? —Yo no creo que sea así. En retrospectiva, por supuesto. Creo que es más bien como una columna de cifras, si sumas dos mal al principio el total no cuadra. Solo si vuelves al punto de partida ves el error…, el punto en el que habrías obtenido otro resultado. —Sí, pero eso es casi tan malo, ¿no? Ver la equivocación, el lugar donde te equivocaste, y no ser capaz de dar marcha atrás y corregirlo. —Tomó un gran sorbo de vino—. Pongamos por caso mi audición para entrar en la orquesta preuniversitaria de Juilliard. Mi profesor de solfeo me había dicho que podía conseguir un segundo puesto pero solo si tocaba realmente bien, que probara suerte. Y supongo que era muy importante. Pero Welty… —Sí, sin duda eran lágrimas, le brillaban los ojos a la luz del fuego—. Yo sabía que no hacía bien poniéndome tan pesada para que me acompañara al norte de la ciudad, no había motivos para que él fuera… Welty me mimó demasiado cuando mi madre vivía, pero cuando ella murió me mimó aún más, y era un día importante para mí, desde luego, pero ¿en realidad era tan importante como le hice creer? No. Porque… —ahora lloraba un poco—, porque yo ni siquiera quería ir al museo, y si quería que él me acompañara a la audición era porque sabía que me invitaría a comer antes, a donde yo quisiera. Él debería haberse quedado en casa aquel día, tenía otras cosas que hacer. Ni siquiera dejaban entrar a los familiares en la audición, tendría que esperar en el pasillo… —Él sabía lo que hacía. Pippa levantó la vista como si hubiera dicho justo las palabras que no debía; solo que yo sabía que eran las adecuadas, si era capaz de decirlas correctamente. —Todo el tiempo que estuvimos juntos me habló de ti —continué—. Y… —¿Y qué? —Nada. —Cerré los ojos, abrumado por el vino, por ella, por la imposibilidad de explicarlo—. Es solo que… fueron sus últimos minutos en la tierra, ¿sabes?, y el espacio que separaba mi vida de la suya era realmente reducido. Poco menos que no había espacio. Fue como si se abriera algo entre los dos. Como un enorme flash de lo que era real…, de lo que importaba. No era yo, no era él. Éramos la misma persona. Los mismos pensamientos…, no hacía falta hablar. Fueron unos pocos minutos pero podrían haber sido años, podríamos seguir allí ahora. Y, hum, sé que suena raro… —De hecho, era una analogía totalmente demencial, loca, disparatada, aunque no sabía llegar de otro modo a lo que quería decir—. Pero ¿sabes Barbara Guibbory, la que hace esos seminarios en Rhinebeck, esas regresiones a la vida pasada? ¿Reencarnación, lazos kármicos y todo eso? ¿Almas que han estado juntas durante muchas vidas? Lo sé, lo sé —añadí rápidamente al ver su cara sorprendida (y un poco alarmada)—, cada vez que veo a Barbara me dice que necesito canturrear «um» o «rum» o lo que sea para sanar, las chakras obstruidas…, «muladhara deficiente», no es broma, ese fue su diagnóstico, «desarraigado…», «constricción del corazón…», «campo de energía fragmentado…». Yo estaba allí de pie tomando un cóctel y pensando en mis asuntos cuando ella se acercó a mí y me habló de todo lo que necesitaba comer para echar raíces… —Estaba perdiéndola, lo notaba—. Perdona, me estoy yendo por las ramas, es solo que, bueno, ya hemos tenido esta conversación, todo este asunto me pone furioso. Hobie también estaba allí bebiendo un gran whisky añejo y dijo: «¿Y yo, Barbara? ¿Como tubérculos? ¿Hago el pino?», y ella le dio unas palmaditas en el brazo y dijo: «Oh, no te preocupes, James, tú ERES un ser avanzado». Eso la hizo reír. —Pero Welty…, él también lo era. Un ser avanzado. No es broma. Fuera de toda consideración. Esos cuentos que suelta Barbara sobre el gurú nosecuantos que le impuso una mano sobre la cabeza en Birmania y quedó inundada de conocimiento y se convirtió en otra… —Bueno, Everett…, él nunca ha conocido a Krishnamurti, por supuesto, pero… —Ya, ya. —Everett (no sabía por qué me irritaba tanto) había ido a una especie de internado dirigido por un gurú en el sur de Inglaterra donde las clases tenían nombres como cuida la tierra y piensa en los demás—. Pero es como la energía de Welty, o el campo de fuerzas… Dios mío, eso suena muy trillado, aunque no sé cómo llamarlo si no, y me ha acompañado desde entonces. Yo estaba allí por él y él estaba allí por mí. Fue como algo permanente. —Nunca había expresado eso en voz alta ante nadie, si bien era algo que sentía en lo más profundo de mi ser—. Pienso en él y él está presente, su personalidad está en mí. Quiero decir que en cuanto empecé a vivir con Hobie me quedaba arriba en la tienda, y era como si me capturara ese algo instintivo, no sé explicártelo. Porque, ¿me interesaban las antigüedades? No. ¿Por qué iban a interesarme? Y sin embargo allí estaba yo, revisando su inventario y leyendo sus notas en los márgenes de los catálogos de subastas. Su mundo, sus cosas. Me sentí atraído por todo lo que había allá como un insecto a una llama. No es que yo lo buscara, más bien me buscó a mí. Y antes de cumplir dieciocho años era como si ya supiera el oficio, nadie me había enseñado nada y ya estaba solo allá arriba, haciendo el trabajo de Welty. —Crucé las piernas, inquieto—. ¿Alguna vez has pensado en lo extraño que fue que me enviara a tu casa? Quizá fuera el azar, pero a mí no me lo pareció. Era como si él viera quién era yo y me mandara exactamente donde se me necesitaba y con quien yo necesitaba estar. De modo que sí —concluí, volviendo en mí; estaba hablando demasiado deprisa—. Lo siento. No quería dispararme de este modo. —No importa. Silencio. Sus ojos clavados en los míos. Pero, a diferencia de Kitsey —que siempre estaba presente a medias, no soportaba las conversaciones serias y ante un giro similar buscaría con la mirada a la camarera o haría el primer comentario ligero y/o cómico que se le ocurriera para evitar que el momento se volviera tan intenso—, Pippa escuchaba, estaba allí conmigo, y vi con demasiada claridad lo triste que se ponía por mí, una tristeza solo agravada por el hecho de que yo realmente le gustaba: teníamos muchas cosas en común, había entre nosotros una conexión mental y otra emocional, y ella disfrutaba con mi compañía, confiaba en mí, me deseaba lo mejor, quería por encima de todo ser mi amiga; y mientras algunas mujeres se habrían regodeado o jactado de ello, a Pippa no le resultó divertido ver lo enamorado que yo estaba. XXIX Al día siguiente —el día de mi fiesta de compromiso— se desvaneció la intimidad de la noche anterior; y todo lo que quedó (durante el desayuno; en el rápido saludo que intercambiamos en el pasillo) fue la frustración de saber que no volvería a estar a solas con ella; estábamos incómodos, tropezando al entrar y salir, hablando en un tono quizá demasiado fuerte y alegre, y recordé (con tristeza) su visita el verano anterior, cuatro meses antes de que ella apareciera con Everett, la apasionada conversación que habíamos tenido los dos solos en los escalones de la entrada mientras oscurecía; acurrucados el uno contra el otro («como un par de viejos vagabundos»), rodilla con rodilla, rozándonos con el brazo, ambos mirando a la gente de la calle y hablando de muchos temas: de la niñez, de las salidas a Central Park y a patinar al Wollman Rink (¿nos habíamos visto en los viejos tiempos?, ¿nos habíamos cruzado sobre el hielo?), de Vidas rebeldes, que acabábamos de ver con Hobie en la televisión, de Marilyn Monroe, a la que los dos adorábamos («un pequeño fantasma de primavera») y del pobre Montgomery Clift dando vueltas con los bolsillos llenos de pastillas (un detalle que yo no sabía y que no comenté), y de la muerte de Clark Gable y lo culpable que se había sentido Marilyn, además de responsable, lo que curiosamente nos llevó a hablar del destino, del ocultismo y la adivinación: ¿había alguna relación entre la fecha de cumpleaños y la suerte o la ausencia de ella? ¿Malos tránsitos; las estrellas en una alineación poco favorable? ¿Qué diría alguien que nos leyera la mano? ¿Alguna vez te la han leído? No…, ¿y a ti? Quizá deberíamos ir hasta el escaparate con las luces moradas y las bolas de cristal del médium sanador de la Sexta Avenida, parece abierto las veinticuatro horas…, oh, ¿te refieres a ese lugar con lámparas de lava donde esa rumana chiflada se queda en la puerta eructando?; hablando hasta que estuvo tan oscuro que no nos veíamos, susurrando aunque no había motivos para hacerlo: ¿quieres que entremos?, no, aún no, y la redonda luna de verano brillaba blanca y pura sobre nuestras cabezas, y mi amor por ella era realmente igual de puro, tan sencillo y constante como la luna. Pero al final tuvimos que entrar y casi al instante el hechizo se rompió; en la brillante luz del pasillo nos sentimos incómodos y agarrotados, casi como si hubieran encendido las luces después de una obra de teatro y nuestra intimidad hubiera quedado expuesta por lo que era: una farsa. Durante meses intenté recuperar ese momento, desesperado; y, en el bar, durante un par de horas, lo logré. Sin embargo, todo volvía a ser irreal, estábamos de nuevo en el punto de partida, e intenté convencerme de que ya era mucho haberla tenido solo para mí durante unas pocas horas. Sin embargo, no lo era. XXX Anne de Larmessin —la madrina de Kitsey— había organizado nuestra fiesta de compromiso en un club privado donde Hobie nunca había entrado pero del que había oído hablar: su historia (venerable), sus arquitectos (ilustres) y sus socios (estelares, cubriendo todo el espectro desde Aaron Burr a los Wharton). —Se supone que es uno de los mejores interiores del período neoclásico del estado de Nueva York —nos informaron con ávido placer—. Las escaleras, las repisas de las chimeneas… Quisiera saber si nos dejarán entrar en la sala de lectura. Me han dicho que las molduras de yeso originales son algo digno de ver. —¿Cuánta gente habrá? —preguntó Pippa. Se vio obligada a ir a Morgane Le Fay para comprarse un vestido, ya que no había pensado en la fiesta al hacer la maleta. —Unas doscientas personas. De esa cifra, unos quince de los invitados (entre ellos Pippa y Hobie, el señor Bracegirdle y la señora DeFrees) eran míos; cien eran de Kitsey y el resto era gente que incluso ella afirmaba no conocer. —Incluido el alcalde —dijo Hobie—. Y dos senadores. Y el príncipe Alberto de Mónaco, ¿verdad? —Está invitado, pero dudo mucho que venga. —Entonces es una reunión íntima. Para la familia. —Mira, yo solo voy a ir y hacer lo que me dicen. Era Anne de Larmessin quien había tomado las riendas de la boda en tiempo de «crisis» (en palabras suyas), a raíz de la apatía de la señora Barbour. Era Anne de Larmessin quien se estaba ocupando de buscar la iglesia adecuada y el pastor adecuado, quien se encargaría de la lista de invitados (deslumbrante) y la distribución de los asientos (increíblemente peliaguda), y quien parecía tener la última palabra sobre todo, desde el almohadón del portador de las sortijas hasta la tarta nupcial. Era ella quien había logrado contactar con el diseñador para el vestido de Kitsey y quien nos había ofrecido su finca de Saint Barth para la luna de miel; y a quien Kitsey llamaba cada vez que le surgía una duda (lo que ocurría múltiples veces al día); y quien se había erigido con firmeza (por utilizar la frase de Toddy) en Obergruppenführer de la boda. Lo que volvía tan cómicos y perversos los esfuerzos de Anne de Larmessin a mis ojos era que estaba tan descontenta conmigo que apenas podía soportar mirarme. Yo distaba mucho de ser la pareja que ella había soñado para su ahijada. Hasta mi nombre era demasiado vulgar para que se dignara a pronunciarlo. «¿Y qué piensa el novio?». «¿Me facilitará pronto el novio su lista de invitados?». Era evidente que casarse con alguien como yo (¡un vendedor de muebles!) era un destino equiparable (más o menos) a la muerte; de ahí la pompa y el espectáculo de los preparativos, y la lúgubre ceremoniosidad, como si Kitsey fuera una especie de princesa perdida de Ur a la que había que agasajar y ataviar con las mejores galas, y que, asistida por siervas y pandereteros, desfilaría en esplendor hacia el Inframundo. XXXI Como no veía ninguna razón para estar muy alerta durante la fiesta, me aseguré de colocarme a base de bien antes de salir, y meterme en el bolsillo de mi mejor Turnbull y Asser una OC de reserva, por si las moscas. El club era tan bonito que lamenté la aglomeración de invitados, que dificultaba contemplar los elementos arquitectónicos, los retratos colgados marco tras marco —alguno de ellos de gran calidad— y los libros poco comunes de las estanterías. Guirnaldas de terciopelo rojo, adornos de ramas de abeto…, ¿eran de verdad las velas del árbol? Me detuve aturdido en lo alto de las escaleras, sin querer saludar o hablar con nadie, sin querer estar allí… Una mano en mi manga. —¿Qué pasa? —preguntó Pippa. —¿Por qué lo dices? —No podía mirarla a la cara. —Pareces tan triste. —Lo estoy —respondí, pero no estaba seguro de si me había oído o no. Casi no me oí a mí mismo decirlo, porque justo en ese momento Hobie, dándose cuenta de que nos habíamos quedado atrás, volvió sobre sus pasos para buscarnos entre la multitud y gritó: —Ah, estáis aquí… Tú ve a atender a tus invitados —me dijo, dándome un afable codazo paternal—. ¡Todos preguntan por ti! Entre los desconocidos, Pippa y él eran dos de las pocas personas realmente singulares o de aspecto interesante que había allí: ella, como una hada con su diáfano vestido verde de mangas de gasa; él, elegante y encantador con su traje cruzado azul oscuro y sus elegantes zapatos antiguos de Peal and Co. —Yo… —Indefenso, miré alrededor. —No te preocupes por nosotros. Te buscaremos luego. —Bien —dije, cobrando ánimo. Pero cuando los dejé examinando un retrato de John Adams cerca del guardarropa mientras esperaban que la señora DeFrees entregara su abrigo de visón, y me abrí paso a través de las salas abarrotadas, no reconocí a nadie con la excepción de la señora Barbour, con quien no me vi con fuerzas de enfrentarme en esos momentos. No obstante, antes de que pudiera pasar de largo ella me vio y me asió por la manga. Estaba algo escondida en el umbral de una puerta con su ginebra con lima, escuchando a un anciano taciturno con aire élfico de rostro colorado y facciones duras, voz grave y nítida, y un mechón de pelo gris sobre cada oreja. —¡Ah, Medora! —decía, balanceándose sobre sus talones—. Mi encantadora vieja amiga, tan impresionante y poco común, aún es un continuo deleite. ¡Casi rozando los noventa! Su familia es de la más pura casta Knickerbocker, por supuesto, como a ella siempre le gusta recordarme… Debería verla usted, llena de brío con el servicio. —Aquí se permitió soltar una risita indulgente—. Es terrible, querida, pero resulta tan divertido, al menos creo que a usted se lo parecerá. Verá, ahora no pueden contratar a sirvientes de color, ese es el término, ¿no? ¿«De color»? Porque Medora es tan proclive a…, cómo llamarlo, el patois de su juventud. En particular cuando tratan de contenerla o de meterla en la bañera. ¡Tengo entendido que puede ser muy combativa cuando quiere! Salió tras uno de esos ordenanzas afroamericanos con el atizador de la chimenea. ¡Ja, ja, ja! Bueno, ya sabe, «sino por la gracia de Dios». Medora era de lo que podría llamar la generación de la «cabaña del cielo». Y el padre tenía la casa solariega en Virginia, en el condado de Goochland. Un matrimonio de conveniencia donde los haya. Aun así el hijo…, usted no ha conocido al hijo, ¿verdad? Fue una gran decepción, ¿no le parece? Con la bebida. Y la hija. No tiene mucho éxito social. Bueno, eso es quedarse corto. Ahora bien, el hermano de Medora, Owen… Owen era un hombre muy querido, murió de un infarto en el vestuario del Athletic Club…, después de tener un «momento íntimo» en el vestuario, ya sabe… Un hombre encantador, pero siempre tuvo algo de alma perdida. Tengo la impresión de que dejó esta vida sin haberse encontrado a sí mismo. —Theo —dijo la señora Barbour, extendiendo una mano hacia mí de forma bastante repentina mientras yo intentaba alejarme, como una persona atrapada en un coche en llamas que agarra en el último momento a un miembro del equipo de rescate—. Theo, te presento a Havistock Irving. Havistock Irving se volvió para clavar en mí un intenso —y no del tono afable— rayo de interés. —Theodore Decker. —Eso me temo —respondí, sorprendido. —Veo que le sorprende que lo conozca. —Cada vez me gustaba menos su aspecto—. Verá, conozco a su estimado socio, el señor Hobart. Y al estimado socio que le precedió, el señor Blackwell. —¿De veras? —respondí con resuelta indiferencia; en el mundo de las antigüedades, tenía a diario la ocasión de tratar con ancianos malintencionados de su calaña, y la señora Barbour, que no me soltaba la mano, solo me la apretó aún más. —Havistock es descendiente directo de Washington Irving —dijo impotente—. Está escribiendo una biografía sobre él. —Qué interesante. —Sí, es bastante interesante —dijo Havistock con placidez—. Aunque en el mundo académico moderno Washington Irving ha caído en desgracia. Ha sido marginado —añadió, satisfecho de haber dado con la palabra adecuada—. Según los eruditos, no era una voz genuinamente americana. Quizá demasiado cosmopolita…, demasiado europea. Lo que cabe esperar, supongo, ya que Irving aprendió casi todo su oficio de Addison y Steele. De cualquier modo, mi ilustre antepasado aprobaría sin duda mi rutina diaria. —¿Y cuál es? —Trabajando en bibliotecas, leyendo periódicos antiguos y estudiando los archivos de los viejos gobiernos. —¿Por qué los archivos de los gobiernos? Agitó una mano con altivez. —Tiene interés para mí. Y aún más interés para un amigo íntimo mío que de vez en cuando logra descubrir mucha información interesante en el curso de las cosas… Creo que se conocen. —¿Quién es? —Lucius Reeve. En el silencio que se hizo, el parloteo de la gente y el tintineo de las copas se elevaron a un rugido, como si una ráfaga de viento hubiera recorrido la habitación. —Sí. Lucius. —Una ceja arqueada con humor. Labios apretados, aflautados—. Sabía que su nombre le sonaría. Usted le vendió una cómoda muy interesante, como recordará. —Así es. Y me encantaría comprársela de nuevo si algún día consigo persuadirlo. —Sí, claro. Solo que no está interesado en venderla. —Y, haciéndome callar, añadió con malicia—: Como yo tampoco lo estaría, con el otro asunto mucho más interesante en perspectiva. —Bueno, me temo que puede olvidarse de todo eso —dije con tono agradable. Mi sobresalto al oír el apellido de Reeve fue un puro reflejo, un tirón mecánico de un cable de alargador o una cuerda enrollada en el suelo. —¿Olvidarse? —Havistock se permitió una carcajada—. No creo que se olvide. Por toda respuesta, sonreí. Pero Havistock tenía un aire más suficiente. —Es realmente sorprendente lo que uno puede averiguar por internet hoy día. —¿Sí? —Bueno, ya sabe, Lucius ha averiguado hace poco cierta información sobre otros interesantes muebles que ha vendido usted. De hecho, no creo que los compradores sepan lo interesantes que son. ¿Doce sillas de comedor «Duncan Phyfe» a Dallas? —Tomó un sorbo de su champán—. ¿Y todos esos muebles antiguos «Sheraton» al comprador de Houston? Y mucho más en Los Ángeles. Procuré que no me cambiara la expresión. —«Muebles de calidad digna de museo». Ya lo creo —añadió incluyendo con la mirada a la señora Barbour—, todos sabemos que esa calidad depende en realidad de la clase de museo del que estés hablando. ¡Ja, ja! Pero Lucius ha hecho un gran trabajo siguiendo la pista de algunas de sus últimas ventas más emprendedoras. Y cuando se acaben las vacaciones está pensando en ir a Texas a… ¡Ah! —se interrumpió, dándome la espalda con un diestro pase de baile cuando Kitsey, con un traje de raso azul hielo, se acercó para saludarnos—. ¡Una incorporación muy bien recibida y realmente ornamental! Está encantadora, querida. —Se inclinó para besarla—. He estado hablando con su encantador futuro marido. ¡Es realmente asombroso los amigos que tenemos en común! —¿Sí? Solo al volverse hacia mí, para mirarme y darme un beso rápido en la mejilla, comprendí que Kitsey no las había tenido todas consigo acerca de que yo apareciera. Su alivio al verme era palpable. —¿Ya le está soltando a Theo y a mamá todos los chismorreos? —dijo, volviéndose de nuevo hacia Havistock. —Oh, Kittycat, es usted perversa. —Afectuoso, le deslizó un brazo alrededor mientras con el otro le daba una palmadita en la mano: un diablo con aspecto puritano, afable, élfico—. Veo que necesita una copa tanto como yo, querida. —Me lanzó otra mirada—. Vámonos los dos, buscaremos un lugar tranquilo donde podamos chismorrear largo y tendido sobre su prometido. XXXII —Gracias a Dios que se ha ido —murmuró la señora Barbour cuando se alejaron en dirección a la mesa de las bebidas—. Ese charlatán me agota. —Lo mismo digo. —Yo sudaba a mares. ¿Cómo lo había averiguado? Todos los muebles que acababa de mencionar habían sido transportados por la misma compañía. Aun así, ¿cómo podía saberlo?, pensé desesperado por una copa. Me di cuenta de que la señora Barbour acababa de hablar. —¿Cómo dice? —Decía que si no es extraordinario. Estoy asombrada ante esta gran multitud. —Iba vestida con mucha sencillez, con un vestido negro, zapatos negros de tacón y el magnífico broche del copo de nieve, pero el negro no era su color y solo le daba un aspecto enfermizo y de luto—. ¿Debería alternar? Supongo que sí. Mira, ahí está el marido de Anne, qué aburrimiento. ¿Soy muy horrible si te digo que me gustaría estar en casa? —¿Quién era el hombre que hablaba con usted? —¿Havistock? —Se pasó la mano por la frente—. Es una suerte que sea tan insistente con su nombre o me las habría visto moradas para presentarte. —Me ha parecido que era un buen amigo suyo. Ella parpadeó con tristeza, y al ver su turbación me sentí culpable por el tono que había utilizado. —Bueno —dijo con resolución—. Habla con mucha confianza. Quiero decir que se toma muchas confianzas. Es así con todo el mundo. —¿De qué lo conoce? —Bueno, Havistock trabaja como voluntario para la Sociedad Histórica de Nueva York. Sabe todo, conoce a todo el mundo. Aunque, entre tú y yo, no creo que sea descendiente de Washington Irving. —¿No? —Bueno…, en general es encantador. Es decir, conoce a todo el mundo…, afirma estar emparentado con Astor además de con Washington Irving, y ¿quién sabe si es cierto? A algunos nos parece llamativo que muchos de los contactos que menciona estén muertos. Aparte de eso, Havistock es un hombre agradable o puede serlo. Se le da muy bien hacer visitas a las señoras de edad… Bueno, ya lo has oído hace un momento. Un verdadero pozo de información sobre la historia de Nueva York: fechas, apellidos, genealogías. Antes de que aparecieras me estaba contando la historia de todos los edificios que hay arriba y debajo de esta calle…, los viejos escándalos, un asesino de la alta sociedad que residía en la vivienda de al lado en la década de mil ochocientos setenta…, lo sabe absolutamente todo. Dicho esto, recuerdo que en una comida de hace dos años estuvo regalando los oídos de los comensales con una historia muy difamatoria sobre Fred Astaire que no creo que fuera cierta. ¡Fred Astaire! ¡Soltando tacos como un camionero y montando en cólera! Bueno, sencillamente ni yo ni ninguno de los presentes le creímos. La abuela de Chance conoció a Fred Astaire cuando trabajaba en Hollywood y decía que era el hombre más encantador que había conocido. Nunca he oído decir lo contrario. Algunas de las viejas estrellas eran terribles, por supuesto, y también hemos oído todas esas historias. —Y, con el mismo aliento, añadió con desesperación—. Ah, qué cansada y hambrienta estoy. —Venga, siéntese aquí —dije compadeciéndola y llevándola hacia una silla vacía—. ¿Quiere que vaya a buscarle algo de comer? —No, gracias. Me gustaría que te quedaras conmigo. Aunque supongo que, siendo el invitado de honor, no debería acapararte —añadió con un tono poco convincente. —De verdad, no tardo un minuto. —Recorrí con celeridad la habitación con la mirada. Iban paseando bandejas de entrantes y en la habitación contigua había una mesa llena de comida, pero necesitaba hablar urgentemente con Hobie—. Vuelvo enseguida. Por suerte, Hobie era tan alto que descollaba por encima de casi todos invitados y no tuve dificultad en localizarlo, un faro de seguridad en medio de la gente. —Eh —dijo alguien, asiéndome el brazo cuando casi había llegado a él. Era Platt, con una americana de terciopelo verde que olía a naftalina, un aire arrugado y ansioso, y más que chispeado. —¿Todo va bien entre vosotros dos? —¿Cómo? —¿Kits y tú lo habéis hablado todo? No estaba muy seguro de cómo responder. Después de unos minutos de silencio él se puso un mechón de pelo rubio gris detrás de una oreja. Tenía la cara rosada e hinchada de una mediana edad prematura, y no por primera vez pensé que no había habido libertad en su negativa a ser adulto, que por hacer el vago durante demasiado tiempo había logrado destruir hasta el último atisbo de su privilegio hereditario; en adelante siempre deambularía en los márgenes de la fiesta con su ginebra con lima mientras su hermano menor, Toddy —todavía en la universidad—, hablaba en un corro compuesto por el presidente de una de las universidades más prestigiosas del país, un financiero multimillonario y el director de una importante revista. Platt seguía mirándome. —Escucha. Sé que no es asunto mío, pero Kits y tú… Me encogí de hombros. —Tom no la quiere —continuó él en un impulso—. Lo mejor que le ha pasado a Kitsey es que aparecieras tú, y ella lo sabe. ¡No hay más que ver el modo en que él la trata! ¿Sabías que Kitsey estaba con él el fin de semana que Andy murió? Esa es la gran razón por la que envió a Andy a cuidar a papá, aun sabiendo que él no podía con papá, en lugar de ir ella. Tom, Tom, Tom. Todo por Tom. Y, sí, al parecer con ella él es todo «Amor infinito» y «Mi único amor», o eso dice ella, pero creo que a sus espaldas la cosa cambia. —Se calló un momento con frustración—. Porque… cómo le daba falsas esperanzas, le gorroneaba continuamente dinero, se iba con otras chicas y luego le mentía…, me ponía enfermo, y a mamá y a papá también. Ella es solo un chollo para él. Así es como él la ve. Pero, no me preguntes por qué, ella perdió por completo la cabeza. Estaba loca por él. —Parece ser que todavía lo está. Platt hizo una mueca. —Oh, vamos. Va a casarse contigo. —Cable no me parece de los que se casan. Platt bebió de su copa. —Bueno, compadezco a la que se case con él. Kits puede ser impulsiva pero no es estúpida. —No. —Kitsey era todo menos estúpida. No solo había arreglado el matrimonio que más complacería a su madre sino que estaba acostándose con la persona que en realidad quería. —Nunca hubiera salido bien. Como dijo mamá, solo era un «enamoriscamiento». Algo ilusorio. —Ella me dijo que lo quiere. —Bueno, las chicas siempre quieren a los gilipollas —dijo Platt, sin molestarse en negarlo—. ¿No te has dado cuenta? No, pensé con tristeza, no es cierto. ¿Por qué no me quiere Pippa entonces? —Creo que necesitas una copa, amigo —dijo apurando la suya—. La verdad es que a mí mismo no me vendría mal otra. —Mira, tengo que ir a hablar con alguien. Además, tu madre… —Me volví y señalé hacia donde la había dejado sentada— también necesita una copa y algo de comer. —Mami —dijo Platt, como si le acabara de recordar un cazo que había dejado al fuego, y se alejó con prisas. XXXIII —Hobie. Pareció sorprenderse cuando le tiré de la manga y se volvió rápidamente. —¿Todo va bien? —preguntó de inmediato. Me sentía mejor solo de estar cerca de él, respirar el mismo aire limpio que él. —Escucha —dije, mirando alrededor nervioso—, si pudiéramos tener unas… —Ah, ¿es este el novio? —preguntó una mujer del grupo ansioso que lo rondaba. —¡Sí, felicidades! —Más desconocidos avanzando. —¡Qué joven! Parece muy joven. —Una señora rubia, de unos cincuenta y cinco años, apretándome la mano—. ¡Y qué guapo! —Volviéndose hacia su amiga—. ¡El Príncipe Encantador! ¿Puede tener más de veintidós? Cortés, Hobie me presentó al grupo: amable, con tacto, sin prisas, un león social de la clase más mansa. —Hum, siento tener que arrancarte de aquí, Hobie —dije, mirando alrededor—. Espero que no parezca grosero de mi… —¿Unas palabras en privado? Claro. ¿Nos disculpan? —Hobie —dije en cuanto estuvimos en un rincón relativamente tranquilo. Tenía el pelo de las sienes húmedo de sudor—. ¿Conoces a un hombre llamado Havistock Irving? Las cejas pálidas se arquearon. —¿Quién? —dijo, y mirándome con más atención añadió—: ¿Estás seguro de que te encuentras bien? Vi por su tono y su expresión que sabía más sobre mi estado mental de lo que dejaba ver. —Sí —respondí poniéndome bien las gafas—. Estoy bien. Pero, escucha, ¿te suena el nombre de Havistock Irving? —No. ¿Debería sonarme? De un modo un poco inconexo, pues me moría por una copa (había sido una tontería no pararme de camino para pedir una), se lo conté. Mientras hablaba, la cara de Hobie palideció. —¿Cómo es? —dijo, buscando por encima de las cabezas—. ¿Lo ves desde aquí? —Hum… —una multitud pululando junto a los lechos de hielo troceado del bufet, camareros enguantados sirviendo ostras—, allí. Hobie, que era corto de vista sin gafas, parpadeó dos veces y entrecerró los ojos. —¿Quién, el de las…? —Se llevó las manos a las sienes para imitar las dos bolas de pelo. —Sí, es ese. —Bueno. —Se cruzó de brazos, con una calma cruda y poco ensayada que me dejó ver por un instante al otro Hobie, no al anticuario de traje de sastre sino el policía o sacerdote severo que podría haber sido en su antigua vida en Albany. —¿Lo conoces? ¿Quién es? Hobie, incómodo, se palpó los bolsillos de la americana buscando un cigarrillo que no estaba permitido fumar. —¿Lo conoces? —repetí con más apremio, incapaz de dejar de mirar en dirección a Havistock. A veces era difícil sonsacar información a Hobie sobre temas delicados, solía cambiar de tema, cerrarse en banda y salir con evasivas, y el peor lugar posible para preguntarle algo era una habitación de bote en bote donde algún grupo afable era capaz de acercarse e interrumpirnos. —Yo no diría que lo conozco. Hemos tenido tratos. ¿Qué está haciendo aquí? —Amigo de la novia —respondí, y me miró sorprendido por el tono en que lo dije—. ¿De qué lo conoces? Parpadeó varias veces. —Bueno —dijo, algo reacio a hablar—, no sé cómo se llama en realidad. Welty y yo lo conocimos como Sloane Griscam. Pero su verdadero nombre es totalmente distinto. —¿Quién es? —Un embaucador. —Ya —respondí, después de un silencio desconcertado. En nuestro gremio había aves de rapiña que se servían de sus encantos para introducirse en las casas de los ancianos y estafarles quitándoles objetos de valor y a veces robándoles sin tapujos. —Yo… —Hobie se balanceó sobre los talones y desvió la vista incómodo—, aquí hay sin duda pingües beneficios para él. Eran estafadores de primera, tanto él como su socio. Listos como Satán. Un calvo con alzacuellos y una sonrisa radiante se abría paso hacia nosotros; crucé los brazos e intenté darle la espalda para impedir que se acercara, esperando que Hobie no lo viera e interrumpiera su relato para saludarlo. —Lucian Race. Al menos así era como decía llamarse. Formaban una bonita pareja. Verás, Havistock, Sloane o como se llame, enredaba a las ancianas y también a los ancianos, para que le enseñaran sus casas y luego iba a visitarlos…, los perseguía en cenas benéficas, funerales, subastas de Importat Americana, en todas partes. —Miró su copa—. Luego aparecía de visita con su encantador amigo, el señor Race, y mientras los ancianos estaban ocupados…, de verdad, era terrible. Joyas, cuadros, relojes, plata, todo aquello a lo que podían echar mano. En fin —concluyó con una nota alterada—, de eso hace mucho. Me moría hasta tal punto por una copa que me costaba apartar la mirada del bar, donde alcancé a ver a Toddy señalándome a una pareja de ancianos que me sonrieron expectantes, como si estuvieran a punto de acercarse y presentarse. Obstinado, les di la espalda. —¿A los ancianos? —repetí, esperando sonsacarle algo más. —Sí, siento decirlo pero sus presas siempre eran personas bastante indefensas. Cualquier anciano que les dejara entrar en su casa. Y muchos no tenían gran cosa, los desplumaban en una sola visita, aunque si había un verdadero botín, entonces las cestas de frutas, las conversaciones con tono confidencial y las palmaditas en la mano duraban durante semanas… El sacerdote, el pastor o lo que fuera, al ver que yo estaba ocupado, levantó una mano afablemente —¡más tarde!—, siguió su camino, y le sonreí agradecido. ¿Era el obispo episcopal, el padre como se llamara que se suponía que iba a casarnos, o uno de los sacerdotes católicos de San Ignacio con los que la señora Barbour empezó a hablar después de la muerte de Andy y el señor Barbour? —Muy ingeniosos. A veces se hacían pasar por tasadores de muebles que ofrecían tasaciones gratuitas, así era como conseguían entrar en las casas. O, con los ancianos realmente graves, postrados en cama medio dementes, engatusaban a las enfermeras y se hacían pasar por familiares. —Hobie meneó la cabeza—. En fin, ¿has comido algo? —preguntó con un tono que indicaba que quería cambiar de tema. —Sí —dije, aunque no era cierto—, gracias, pero… —Me alegro. —Aliviado—. Por allí hay ostras y caviar. El cangrejo también está muy bueno. Hoy no has venido a comer. Te he dejado un plato de estofado, judías verdes y ensalada, pero no lo has tocado. He visto que lo has dejado en la nevera… —¿Qué tuvisteis que ver Welty y tú con él? Hobie parpadeó. —¿Cómo dices? —preguntó distraído—. Ah, ¿con él? —Señaló con la cabeza a Griscam. —Sí. La estancia estaba tan intensamente iluminada —lámparas, espejos, chimeneas encendidas, arañas de luces— que yo tenía la terrible sensación de estar siendo presionado y observado por todos lados. —Bueno… —Hobie desvió la mirada; acababan de sacar un bol de caviar y ya estaba medio vuelto hacia el bufet, pero al final cedió—. Hace muchos años, apareció en la tienda con muchas joyas y objetos de plata para vender. Cosas de familia, dijo. Solo que un salero era de un período reciente, y Welty lo supo porque conocía a la señora a la que él se lo había vendido. Y estaba al corriente de que un par de chicos la habían embaucado hacía poco, haciéndose pasar por personas que recogían libros viejos para una organización benéfica. Welty aceptó las piezas en consignación, y a continuación telefoneó a la señora y a la policía. Yo, por mi parte —continuó, secándose la frente con el pañuelo de flores de Liberty que sacó del bolsillo; hablaba en voz tan baja que yo casi no lo oía, pero no me atrevía a pedirle que la alzara—, dieciocho meses antes había comprado a ese mismo tipo el mobiliario de una finca. Debería haber sabido que pasaba algo, pero no supe ver en concreto qué era. Un edificio recién estrenado en la zona de las calles Ochenta Este, lleno de viejas colecciones estilo norteamericano amontonadas sin orden ni concierto en medio de la habitación, cajones de té, relojes de pared en forma de banjo, figurillas de barba de ballena, suficientes sillas Windsor para montar una escuela…, pero sin alfombras, ni sofá, ni ningún lugar donde comer o dormir… Bueno, estoy seguro de que tú lo habrías pillado al vuelo. No se trataba del mobiliario de una finca, no existía ninguna tía. Solo era un piso que él había alquilado con prisas para almacenar los botines adquiridos con malas artes. Y el caso era, y eso también me desconcertó, que yo lo conocía por su reputación, porque entonces tenía una pequeña tienda, una sombrerera en realidad, en Madison, no muy lejos del viejo Parke-Burnet, un lugar muy bonito que solo abría previa cita, Chevallet Antiques. Algunos muebles franceses de primera calidad, no era mi ámbito de actuación. Cada vez que pasaba por allí estaba cerrado y siempre me paraba a mirar el escaparate. No supe quién era el dueño hasta que él se puso en contacto conmigo a propósito de esa finca. —¿Y? —respondí, volviéndome de nuevo y ordenando telepáticamente a Platt, que se estaba acercando con el director de su editorial con aire triunfal para presentármelo, que se mantuviera alejado. —Para abreviar —suspiró—, acabó en los tribunales, y Welty y yo tuvimos que declarar. Sloane…, el delapidateur, como Welty lo llamaba, ya se había esfumado… La tienda se había vaciado de la noche a la mañana, por «reformas», si bien nunca volvió a abrirse, por supuesto. Pero creo que Race fue a la cárcel. —¿Cuándo fue eso? Hobie se mordió el lateral del dedo índice mientras pensaba. —Cielos, hará… treinta años. Incluso treinta y cinco. —¿Y Race? Bajó las cejas. —¿Está aquí? —Buscando de nuevo entre la gente. —No lo he visto. —Lleva el pelo por aquí. —Hobie lo midió con un dedo, por debajo de la nuca—. Encima del cuello de la camisa. Como lo llevaría un inglés. Un inglés de cierta edad. —¿Canoso? —Entonces no. Quizá ahora. Y una boca pequeña y mezquina. —Hizo un mohín. —Es él. —Bueno… —Hurgó en los bolsillos en busca de su magnífico encendedor, antes de darse cuenta de que la ocasión no lo requería—. Tú te ofreciste a devolverle el dinero. Entonces es realmente Race… No entiendo por qué te presiona, ya que no está en condiciones de causar problemas o exigir nada, ¿no? —No —respondí al cabo de un momento, aunque era una mentira tan grande que a duras penas logré pronunciar la palabra. —Bueno, entonces no pongas esa cara de preocupado —dijo Hobie, visiblemente aliviado de haber acabado con el tema—. Esto es lo último que debe estropearte la velada. Aunque… —añadió, dándome unas palmaditas en el hombro; miraba hacia el otro lado de la habitación, buscando a la señora Barbour— deberías advertir a Samantha. No debe permitir que ese sinvergüenza se meta en su casa. Bajo ningún pretexto. ¡Hola! —Y se volvió hacia la pareja de ancianos que por fin habían logrado acercarse y que sonreían expectantes detrás de nosotros—. Soy James Hobart. ¿Puedo presentarles al novio? XXXIV La fiesta duró desde las seis de la tarde hasta las nueve de la noche. Yo sonreí, sudé, intenté abrirme paso hasta el bar solo para que me detuvieran, me aislaran y a veces hasta me arrastraran físicamente por el brazo como a Tántalo, agonizando de sed a la vista del mismo remedio. «¡Aquí lo tenemos, el hombre del momento!». «Ven, Theodore, tienes que conocer al primo de Francis, Harry. Los Longstreet y los Abernathy están emparentados por el lado paterno, la rama de Boston, y el abuelo de Chance era primo carnal de… Oh, ¿ya os conocéis? Perfecto. Y esta es… Ah, aquí estás, Elizabeth, permíteme que te robe un momento, estás guapísima, este azul te favorece. Me gustaría presentarte a…» Al final renuncié a la idea de beber (y de comer) y, acorralado en medio de la aglomeración de desconocidos siempre cambiante que iban y venían, me quedé allí de pie cogiendo copas de champán, y de vez en cuando un entrante, una pequeña quiche lorraine, un blini de caviar en miniatura, de las bandejas que pasaban los camareros, asintiendo educado en medio de la multitud de bien nacidos, ricos, poderosos… («No te olvides de que eres uno de ellos», me había susurrado al oído mi colega yonqui de contabilidad cuando me vio rodeado de clientes importantes en una venta de arte impresionista y moderno…) … deteniéndome y volviéndome para sonreír con grupos al azar cuando aparecía el fotógrafo, sometido a fragmentos ambientales de conversación tediosa sobre partidas de golf, política, deportes infantiles, colegios de niños, la tercera, cuarta y quinta residencia en Hyères, Hyannis, París, Londres, Jackson Hole y Júpiter, ¿y no es espantoso todo lo que se ha construido en Vail?, ¿te acuerdas de cuando era un pueblo encantador…?, ¿dónde esquías tú, Theo? ¿Esquías? Porque Kitsey y tú tenéis que venir a nuestra casa de… Aunque yo estaba pendiente de Hobie y Pippa, apenas los veía. Juguetona, Kitsey traía a gente a rastras para presentármela y desaparecía como un ave que echa a volar de un alféizar. Por fortuna, Havistock no estaba a la vista. Por fin las cosas comenzaban a aflojar, aunque fuera un poco; la gente empezó a desplazarse hacia el guardarropa y los camareros estaban retirando la tarta y los platos de postre del bufet cuando, atrapado en una conversación con un grupo de primos de Kitsey, miré hacia el otro lado de la habitación buscando a Pippa (llevaba haciéndolo toda la noche, compulsivamente, intentando ver su pelo pelirrojo, lo único interesante e importante en la habitación) y la vi, para mi sorpresa, con Boris. Charlando animadamente. Él parecía entusiasmado con ella, rodeándola relajado con el brazo y con un cigarrillo apagado colgado de los dedos. Susurrando. Riéndose. ¿Le estaba mordiendo la oreja? —Disculpen —dije, y me abrí paso con celeridad a través de la sala hacia ellos, que estaban junto a la chimenea, donde, al unísono, se volvieron y extendieron los brazos hacia mí. —¡Hola! ¡Estábamos hablando de ti! —¡Potter! —exclamó Boris, rodeándome con el brazo. Aunque iba vestido para la ocasión, con su traje de rayas azul pizarra (a menudo me sorprendía ver las hordas de rusos ricos en la tienda de Ralph Lauren de Madison), no se le veía pulcro; los cercos oscuros alrededor de los ojos le daban un aspecto pendenciero y de dudosa reputación, y aunque no llevaba el pelo grasiento daba la impresión de suciedad. —¡Cuánto me alegro de verte! —Lo mismo digo. —Le había dicho que ni soñara con aparecer; no era propio de él recordar cosas engorrosas como las fechas o las direcciones, ni aparecer a tiempo si lo hacía—. Ya sabes quién es, ¿no? —añadí, volviéndome hacia Pippa. —¡Por supuesto que sabe quién soy! ¡Sabe todo sobre mí! Ahora somos amigos íntimos. —Y con una burlona muestra de oficiosidad, añadió—: Permíteme unas palabras en privado. ¿Nos disculpas? —¿Más conversaciones privadas? —dijo Pippa dándome una patadita juguetona con sus manoletinas. —¡No te preocupes! ¡Te lo devolveré! ¡Adiós! —Y le lanzó un beso. Luego me dijo al oído, mientras nos alejábamos—: Es encantadora. Me encantan las pelirrojas. —A mí también, pero no es con ella con quien voy a casarme. —¿No? —Pareció sorprendido—. ¡Pero ella me ha saludado por mi nombre! ¡Ah, te estás poniendo colorado! —añadió, mirándome con más atención—. Sí, Potter. ¡Colorado como una niña! —Calla —siseé, temiendo que ella lo hubiera oído. —¿Entonces no es ella? ¿No es la pequeña pelirroja? Lástima. —Recorría la habitación con la mirada—. ¿Quién es entonces? Señalé. —Ahí está. —¿La del vestido azul celeste? —Me pellizcó cariñosamente el brazo—. ¿Ella? ¡Por Dios, Potter! ¡Es la mujer más guapa de la fiesta! ¡Es divina! ¡Una diosa! —No… —dije cogiéndole por el brazo y deteniéndolo con brusquedad. —¡Un ángel! ¡Recién llegado del paraíso! ¡Pura como la lágrima de un bebé! Demasiado buena para alguien de tu calaña… —Sí, creo que esa es la opinión general. —… aunque —continuó cogiéndome la copa de las manos y dando un gran trago antes de devolvérmela— es un poco fría a la vista, ¿no? Personalmente me quedo con las cálidas. Es… un lirio, un copo de nieve. Menos helada en privado, espero. —Te sorprenderías. Arqueó una ceja. —Ah. Y ella es la que… —Sí. —¿Lo admitió? —Sí. —Y por eso no estás con ella ahora. Estás irritado. —Más o menos. Boris se pasó una mano por el pelo. —Bueno, debes ir a hablar con ella. —¿Por qué? —Porque tenemos que irnos. —¿Irnos? ¿Por qué? —Porque necesito que vengas conmigo. —¿Por qué? —le pregunté mirando alrededor, lamentando que me hubiera apartado de Pippa y desesperado por encontrarla de nuevo. Las velas y el resplandor naranja de la chimenea de la sala donde ella estaba antes me recordaron el ambiente acogedor del bar, y la pequeña mesa de madera donde nos habíamos sentado rodilla con rodilla, su cara bañada en la misma luz teñida de naranja. Tenía que haber alguna forma de cruzar la sala, cogerle la mano y llevarla de nuevo a ese momento. Boris se apartó el pelo de los ojos. —Vamos, te pondrás muy contento cuando oigas lo que tengo que decirte. Pero tendrás que pasar por casa. Para coger el pasaporte. Y también hay un asunto de efectivo. Por encima del hombro de Boris: caras imperturbables de mujeres desconocidas y frías. La señora Barbour de perfil, parcialmente vuelta hacia la pared, cogiendo la mano del alegre clérigo que ya no parecía tan alegre. —¿Me estás oyendo? —Boris me sacudió el brazo. La misma voz que tantas veces me había hecho volver a la tierra desde cielos fractales, después de inhalar mucho pegamento, yaciendo en la cama con los ojos abiertos pero sin sentido, mirando los impresionantes estallidos blanco azulado del techo—. ¡Vamos! Hablaremos en el coche. Tengo un billete para ti… ¿Irnos? Lo miré. Eso era todo lo que había oído. —Te lo explicaré. ¡No me mires así! Todo va bien, no te preocupes. Pero, antes de nada, debes arreglarlo para ausentarte un par de días. Tres como mucho. Así que —agitando una mano— ve a arreglarlo con Copo de Nieve y larguémonos de aquí. No puedo fumar aquí, ¿verdad? —preguntó, mirando alrededor—. ¿Nadie fuma? Largarnos de allí. Eran las únicas palabras que me habían dicho en toda la noche que tenían sentido. —Porque tienes que ir a casa de inmediato. —Procuraba atraer mi mirada de un modo que me resultaba familiar—. Coger tu pasaporte. Y… dinero. ¿Cuánto tienes disponible? —Bueno, en el banco —dije, colocándome bien las gafas sobre el puente de la nariz, notándome extrañamente sobrio solo de oír el tono de su voz. —No estoy hablando del banco. O de mañana. Estoy hablando de dinero disponible ahora. —Pero… —Te lo devolveré, te lo estoy diciendo. Pero no podemos quedarnos más tiempo aquí. Debemos irnos ahora mismo. Adelante, ve —dijo, dándome una amistosa patada en la espinilla. XXXV —Aquí estás, cariño —dijo Kitsey, deslizándome un brazo por el codo y poniéndose de puntillas para besarme en la mejilla, un beso captado simultáneamente por los fotógrafos que la rodeaban: uno de las crónicas de sociedad, el otro contratado por Anne de Larmessin—. ¿No es maravilloso? ¿Estás agotado? ¡Espero que mi familia no te haya resultado demasiado abrumadora! ¿Annie, querida? —tendiéndole una mano a Anne de Larmessin, pelo rubio rígido, vestido de tafetán rígido, escote arrugado que contrastaba con la tersura de su cara cincelada—, escucha, todo ha estado absolutamente sensacional…, ¿crees que podemos hacernos una foto de familia? ¿Solo tú, Theo y yo? ¿Los tres? —Escucha —dije con impaciencia, en cuanto terminó la incómoda foto y Anne de Larmessin (que era evidente que no me consideraba futura familia) se hubo alejado con rapidez para despedirse de otros invitados, más importantes—. Me voy. —Pero… —Parecía confusa—. Creo que Anne nos ha reservado una mesa en alguna parte… —Bueno, tendrás que disculparme. No será un gran problema, ¿no? —Theo, por favor, no seas desagradable. —Porque tu madre no va, de eso estoy seguro. —Era casi imposible conseguir que la señora Barbour fuera a cenar a un restaurante a no ser que tuviera la certeza de que allí no se encontraría a nadie conocido—. Di que la he llevado a casa. Di que se encuentra mal. Di que yo me he puesto malo. Utiliza la imaginación. Ya se te ocurrirá algo. —¿Estás molesto conmigo? —Lenguaje de familia: «molesto». Una palabra que Andy utilizaba cuando éramos niños. —¿Molesto? No. —Ahora que se había resuelto, y que me había hecho a la idea (¿Cable? ¿Kitsey?), era casi como un cotilleo difamatorio que no tenía nada que ver conmigo. Me fijé en que Kitsey llevaba los pendientes de mi madre, lo que fue extrañamente conmovedor porque sin duda no le sentaban bien, y con una punzada alargué la mano y los toqué, y luego a ella, en la mejilla. —Ahhh —gritaron unos mirones en segundo plano, satisfechos al ver por fin una muestra de afecto entre la pareja feliz. Kitsey, reaccionando al instante, me cogió la mano y me la besó, provocando otra sarta de fotografías. —¿De acuerdo? —le pregunté al oído cuando ella se inclinó—. Si alguien te pregunta, di que he tenido que irme en un viaje de negocios improvisado. Me ha llamado una anciana para enseñarme su finca. —De acuerdo. —Había que admitirlo: era comprensiva—. ¿Cuándo volverás? —Pronto —respondí con poca convicción. Me habría ido encantado de ese lugar y caminado durante días y meses hasta llegar a alguna playa de México quizá, alguna costa virgen donde pudiera deambular con la misma ropa hasta que se me cayera a pedazos y convertirme en el gringo loco de las gafas con montura de carey que reparaba sillas y mesas para ganarse la vida. —Cuídate. Y mantén a ese tal Havistock bien lejos de la casa de tu madre. —Bueno… —Ella bajó tanto la voz que apenas la oí—, últimamente se está poniendo bastante pesado. La llama a todas horas queriendo pasar a verla, le trae flores y bombones. Pobrecillo. Mamá no quiere verlo, pero se siente un poco culpable por darle tantas largas. —Pues que no lo haga, que no deje que se le acerque. Es un estafador. Adiós —dije en voz alta, besándola en la mejilla (más clics de las cámaras; esa era la toma que los fotógrafos llevaban esperando toda la noche). Luego fui a decirle a Hobie (que inspeccionaba feliz un retrato, tan echado hacia delante que casi lo rozaba con la nariz) que me iba unos días. —De acuerdo —respondió él con cautela, volviéndose. Desde que trabajaba con él apenas me había tomado unas vacaciones, y, desde luego, nunca había salido de la ciudad—. Tú y… —Señaló con la cabeza a Kitsey. —No. —¿Todo va bien? —Sí. Me miró; luego miró a Boris, que esperaba en el otro extremo de la sala. —Ya sabes que si necesitas algo —me dijo inesperadamente—, siempre puedes contar conmigo. —Sí —respondí sorprendido, sin saber muy bien a qué se refería o cómo responder—. Gracias. Él se encogió de hombros, en apariencia incómodo, y se volvió de nuevo hacia el retrato. Boris estaba en la barra bebiendo una copa de champán y comiendo los blinis con caviar que habían sobrado. Al verme, apuró la copa y ladeó la cabeza hacia la puerta: ¡larguémonos de aquí! —Hasta luego —murmuré a Hobie, diciéndole adiós con la mano (que no era un gesto que hiciera a menudo). Y lo dejé allí, mirándome con cierta perplejidad. Quería despedirme de Pippa pero no la veía. ¿En la biblioteca? ¿El aseo? Estaba resuelto a verla por última vez antes de irme. —¿Sabes dónde está ella? —le pregunté a Hobie, después de dar una rápida vuelta. Pero él hizo un gesto de negación. De modo que me entretuve varios minutos junto al guardarropa, esperando ansioso a que ella volviera, hasta que al final Boris, con la boca llena, me cogió del brazo y me obligó a bajar con él las escaleras y salir por la puerta. Quinta parte Tenemos el arte para no morir de la verdad. NIETZSCHE 11 El canal del caballero I El Lincoln daba vueltas a la manzana, pero cuando se detuvo para recogernos no era Giuri quien estaba al volante sino un tipo que yo nunca había visto, con un corte de pelo que parecían haberle hecho en una celda de borrachos y unos penetrantes ojos azul polar. Boris nos presentó en ruso. —Privet! Myenya zovut Anatoli —me dijo el tipo, tendiéndome una mano emborronada por coronas y rayos solares azul añil semejantes a los diseños de los huevos de Pascua ucranianos. —¿Anatoli? —repetí con cautela—. Ochien’ priyatno? Siguió un torrente en ruso del cual no entendí ni una palabra, por lo que me volví hacia Boris desesperado. —Anatoli no habla ni una pizca de inglés —comentó Boris con tono afable—. ¿Verdad, Toli? En respuesta, Anatoli nos miró muy serio por el espejo retrovisor y soltó una perorata. Los tatuajes de los nudillos tenían que ver sin duda con la cárcel: aros de tinta que indicaban la duración de la condena o el período ya cumplido, el paso del tiempo marcado como los anillos de un árbol. —Dice que hablas bien —dijo Boris con ironía—. Una buena educación en urbanidad. —¿Dónde está Giuri? —Se fue ayer —respondió Boris, buscando algo en el bolsillo del pecho de su chaqueta. —¿Se fue? ¿Adónde? —A Amberes. —¿Mi cuadro está allí? —No. —Boris sacó del bolsillo dos hojas de papel que examinó a la tenue luz antes de pasarme una—. Pero mi piso y mi coche sí están en Amberes. Giuri ha ido allí a recoger el coche y algunas cosas, y vendrá a recogernos. Sosteniendo a la luz el papel, vi que era la copia impresa de un billete de avión electrónico: CONFIRMADO DECKER/THEODORE DL2334 NEWARK LIBERTY INTL (EWR) A AMSTERDAM, PAÍSES BAJOS (AMS) HORA DE EMBARQUE 12:45 DURACIÓN TOTAL DEL VUELO 7 HRS 44 MINS —De Amsterdam a Amberes solo hay tres horas en coche —continuó Boris—. Llegaremos a Schiphol más o menos a la vez, yo una hora antes que tú. Le he pedido a Myriam que nos reserve un asiento en aviones distintos. El mío enlaza con Frankfurt. El tuyo es directo. —¿Esta noche? —Sí. Como ves, eso no nos deja mucho tiempo… —¿Y por qué tengo que ir yo? —Porque podría necesitar ayuda y no quiero mezclar a nadie más en esto. Bueno, a Giuri. Pero ni siquiera le he dicho a Myriam el propósito de nuestro viaje. Podría haberlo hecho —añadió interrumpiéndome—, aunque cuantas menos personas estén enteradas mejor. Así que tienes que ir corriendo a buscar tu pasaporte y todo el dinero en efectivo que puedas conseguir. Toli nos llevará a Newark. Yo… —dio unos golpecitos en el maletín que había sobre el asiento trasero en el que yo acababa de reparar— ya estoy listo. Te esperaré en el coche. —¿Y el dinero? —Lo que tengas. —Deberías habérmelo dicho. —No hace falta. —Buscaba un cigarrillo—. Bueno, yo de ti no me mataría con eso. Lo que tengas y te vaya bien… Porque no es importante. Es sobre todo para impresionar. Me quité las gafas y me las limpié con la manga. —¿Cómo? Se dio unos golpecitos en la sien con los nudillos, un gesto de los viejos tiempos que significaba «burro». —Porque tengo previsto pagarles pero no toda la cantidad que piden. ¿Recompensarlos por robarme? ¿No es lo mismo que darles alas para que me roben cuando les dé la gana? ¿Qué clase de escarmiento es ese? «Este hombre es débil». «Podemos hacer con él lo que queramos». —Cruzó las piernas de forma espasmódica, palpándose los bolsillos en busca de un encendedor—. Pero quiero que crean que estamos dispuestos a pagar toda la cantidad. Tal vez quieras parar en un cajero para sacar dinero…, podemos hacerlo por el camino o quizá en el aeropuerto. Los billetes nuevos causarán buena impresión. Creo que solo te dejan entrar diez mil dólares en la Unión Europea, ¿verdad? Pero con lo que haya de más haré fajos y los llevaré en la maleta. Además —añadió, ofreciéndome un cigarrillo—, no creo que sea justo que tú pongas toda la cantidad. En cuanto lleguemos allí te proporcionaré más. Es un regalo que quiero hacerte. Y también te daré una letra de cambio… o, en cualquier caso, un papel que pase por una letra de cambio, una hoja de ingreso falsa, un cheque falso. De un banco de fachada del Caribe. Es una falsificación muy conseguida, parece legítima. No sé si esa parte funcionará. Tendremos que improvisar. ¡Nadie con dos dedos de frente aceptaría una letra de cambio en lugar de efectivo por algo así! Pero creo que no tienen mucha experiencia, y además están desesperados… —Cruzó los dedos—. Eso espero. ¡Ya veremos! II Mientras Anatoli daba vueltas a la manzana, entré deprisa en la tienda y cogí todo el dinero en efectivo sin contarlo, alrededor de dieciséis mil dólares. Luego subí corriendo las escaleras y, mientras Popper iba de un lado para otro, jadeando de ansiedad, metí unas cuantas cosas en una bolsa de viaje: pasaporte, cepillo de dientes, maquinilla, calcetines, calzoncillos, los primeros pantalones que encontré, un par de camisas, un jersey. También cogí la lata de Redbreast Flake que estaba en el fondo del cajón de los calcetines, pero la dejé caer de nuevo en el cajón y lo cerré con rapidez. Mientras bajaba con prisas al salón, con el perro pisándome los talones, vi las botas de cazador de Pippa que estaban delante de la puerta de su dormitorio y me paré en seco: en mi mente el verde brillante se fundía con ella y con la felicidad. Por un momento me detuve titubeante. Regresé a mi habitación, cogí la primera edición de Ozma de Oz y garabateé una nota tan deprisa que no tuve tiempo para pensar. «Buen viaje. Te quiero. No es broma». Soplé hasta que se secó la tinta y la metí en el libro, que dejé en el suelo junto a las botas. El retablo resultante sobre la alfombra (Ciudad Esmeralda, las botas verdes, el color de Ozma) era como un haiku o alguna otra combinación de palabras perfecta con la que me hubiera tropezado para explicarle lo que ella significaba para mí. Por un momento me quedé totalmente inmóvil —el tictac del reloj, recuerdos sumergidos de la niñez, puertas que se abrían a viejas y luminosas fantasías en las que caminábamos juntos sobre la hierba en verano—, luego regresé con resolución a mi dormitorio para buscar el collar que me había llamado la atención en una sala de exposición de la casa de subastas; lo saqué de su caja de terciopelo negro azulado y, con cuidado, lo dejé sobre una de las botas, donde la luz se reflejó en algún toque dorado. Era un collar de topacio del siglo XVIII para una reina de las hadas, un girândole con un lazo de diamantes y grandes piedras transparentes color miel, justo el tono de sus ojos. Al volverme aparté la vista de la pared de enfrente, empapelada con fotos de ella, y bajé corriendo las escaleras, casi con la misma emoción y terror con que de niño arrojabas una piedra a una ventana. Hobie sabría exactamente lo que me había costado el collar. Pero cuando Pippa lo encontrara junto a la nota yo ya estaría lejos. III Volábamos desde distintas terminales, de modo que nos despedimos donde me dejó Anatoli. Las puertas de cristal se abrieron con un jadeo. En el interior, más allá de los controles de seguridad, sobre los relucientes suelos de la explanada a la luz que precedía al amanecer, miré los monitores y eché a andar entre tiendas oscuras con las persianas bajadas: Brookstone, Tie Rack, perritos calientes de Nathan, música alegre de los años setenta que se introducía en mi mente consciente (love… love will keep us together…, think of me babe whenever…), por delante de puertas de embarque escalofriantemente fantasmales, acordonadas y vacías exceptuando a varios universitarios que dormitaban espatarrados sobre cuatro asientos seguidos, por delante del único bar que todavía estaba abierto, la única caseta de yogures, el único Duty Free donde, siguiendo la recomendación que me había hecho Boris encarecidamente, me detuve para tomar un quinto de vodka («más vale prevenir…, solo podrás conseguir alcohol en las tiendas controladas por el Estado…, quizá quieras tomarte dos»), y recorrí todo el trayecto hasta mi puerta de embarque (abarrotada), llena de familias de minorías étnicas de mirada mortecina, mochileros sentados con las piernas cruzadas en el suelo y hombres de negocios de piel correosa y cara aceitosa encorvados sobre portátiles que parecían estar hechos a la rutina. El avión iba lleno. Mientras avanzaba arrastrando los pies entre la multitud del pasillo (clase económica, en el centro de la hilera de cinco asientos), me pregunté cómo se las había arreglado Myriam para conseguir un asiento para mí. Pero por fortuna estaba demasiado cansado para preguntarme muchas cosas más; y casi antes de que se apagara la señal de los cinturones de seguridad me quedé dormido, perdiéndome los refrescos, la cena y las películas que proyectaban durante el vuelo, y solo me desperté cuando las persianas ya estaban levantadas, la luz entraba a raudales en la cabina y las azafatas pasaban empujando su carrito con nuestros desayunos empaquetados: un ramillete de uvas frías, un vaso de zumo frío, un cruasán envuelto en papel de celofán amarillo y té o café, a escoger. Habíamos quedado en la zona de recogida de equipaje. Los hombres de negocios recuperaban en silencio sus maletas y huían de allí hacia sus reuniones, sus planes de marketing, sus amantes, ¿quién sabía? Unos porreros vocingleros con parches de arco iris en las mochilas se peleaban para coger talegos que no eran suyos mientras discutían sobre cuál era la mejor cafetería para colocarse de buena mañana, «vamos, tíos, el Bluebird, no tengo ninguna duda…», «no, esperad…, en la Haarlemmerstraat. En serio, lo apunté. Está en este papel. No, esperad, tíos, deberíamos ir directamente, porque no recuerdo el nombre pero abren temprano y sirven desayunos impresionantes. Y con las crepes y el zumo de naranja te traen tu Apollo 13, que puedes fumar con pipa de agua en la misma mesa». Allá se fueron en tropel los quince o veinte que eran, despreocupados y con el pelo brillante, riéndose y echándose la mochila a la espalda mientras discutían sobre cuál era la forma más barata de llegar al centro de la ciudad. A pesar de no haber facturado, me quedé en la zona de recogida de equipaje durante más de una hora, observando cómo una maleta con una gruesa capa de cinta adhesiva daba vueltas y más vueltas desamparada hasta que Boris apareció detrás de mí y me saludó, arrojándome el brazo alrededor del cuello en una llave asfixiante y tratando de pisarme los zapatos por detrás. —Larguémonos de aquí. Tienes una pinta horrible. Vamos a comer algo y hablar. Giuri nos espera fuera en el coche. IV Por alguna razón yo no había contado con encontrar una ciudad engalanada para la Navidad: ramas de abeto y espumillón, adornos de rayos de sol en los escaparates, un viento gélido y cortante que llegaba de los canales, chimeneas, casetas navideñas, gente en bicicleta, juguetes, color y dulces, confusión y brillo. Perros pequeños, niños, curiosos, vigilantes y porteadores de paquetes, payasos con sombrero de copa y gabán militar, y un pequeño bufón con ropa navideña que bailaba à la Avercamp. Yo aún no estaba bien despierto y nada de todo eso me parecía más real que el sueño fugaz que había tenido en el avión en el que veía a Pippa en un parque con muchas fuentes altas y un planeta rodeado de un Saturno que colgaba bajo y majestuoso en el cielo. —Nieuwmarkt —dijo Giuri cuando llegamos a un gran círculo con un castillo con torreones digno de un cuento de hadas y, alrededor de él, un mercado al aire libre, abetos cortados y espolvoreados de nieve, y vendedores con mitones pisando fuerte, una ilustración de un libro de niños—: Jo, jo, jo. —Siempre hay mucha policía por aquí —comentó Boris sombrío mientras se veía arrojado contra la portezuela cuando Giuri tomó una curva cerrada. Por varias razones yo estaba algo aprensivo acerca de nuestro alojamiento y tenía preparada una excusa si suponía estar en una casa de ocupas o dormir en el suelo. Por fortuna Myriam me había reservado una habitación en un hotel situado en una casa junto a un canal, en la parte antigua de la ciudad. Dejé el equipaje, guardé el efectivo en la caja fuerte y salí de nuevo a la calle para reunirme con Boris. Giuri había ido a aparcar. Boris tiró el cigarrillo sobre los adoquines y lo pisó. —Hacía tiempo que no venía por aquí —dijo echando vaho mientras miraba con actitud apreciativa a los transeúntes sobriamente vestidos que pasaban por la calle—. Mi piso en Amberes…, bueno, estoy en Amberes por el trabajo. También es una ciudad bonita…, las mismas nubes marinas, la misma luz. Algún día iremos. Pero siempre me olvido de cuánto me gusta esto también. ¿Tienes mucha hambre? —me preguntó, dándome un puñetazo en el brazo—. ¿Te importa si caminamos un poco? Deambulamos por callejuelas húmedas y demasiado estrechas para que circularan coches, pequeñas tiendas de colores ocres llenas de grabados antiguos y porcelanas polvorientas. Un puente peatonal sobre un canal: agua marrón, un solitario pato marrón. Una taza de plástico cabeceando medio sumergida. El viento era cortante y húmedo, y arrastraba consigo aguanieve que acribillaba la piel, y el espacio que nos rodeaba resultaba agobiante y oscuro. ¿No se congelaban los canales en invierno?, pregunté. —Sí, pero… —dijo secándose la nariz—, supongo que es por el calentamiento global. —Con su abrigo y el traje de la noche anterior se le veía fuera de lugar y al mismo tiempo totalmente en su salsa—. ¡Qué tiempo de perros! ¿Entramos aquí? ¿Cómo lo ves? El sucio bar, café o lo que fuera, situado a un lado del canal, era de madera oscura, decorado con motivos marítimos de remos y salvavidas, y velas rojas que ardían débilmente aun de día en un ambiente sombrío y desolado. Luz bochornosa, brumosa de humo. El interior de las ventanas estaba cubierto de gotas de agua condensada. No tenían una carta de menú. En el fondo había una pizarra con garabatos ininteligibles para mí: dagsoep, draadjesvlees, kapucijnerschotel, zuurkoolstamppot. —Deja que pida algo —dijo Boris, y se puso a hacerlo, de manera sorprendente, en holandés. Lo que llegó era una comida típica de él, consistente en cerveza, pan, salchichas, cerdo con patatas y sauerkraut. Mientras engullía con alegría, recordó su primer y único intento de montar una bicicleta por la ciudad (caída, desastre), y también lo mucho que disfrutaba con los arenques nuevos en Amsterdam, de los que por supuesto no era época, ya que al parecer se comían sujetándolos por la aleta de la cola y dejándolos suspendidos dentro de la boca, pero yo estaba demasiado desorientado por el entorno para escucharle con mucha atención, y con los sentidos casi dolorosamente despiertos me dediqué a toquetear el puré de patatas con el tenedor, abrumado por lo extraño que era todo en esa ciudad: los olores a tabaco, malta y nuez moscada, las paredes del local del marrón melancólico de un viejo libro encuadernado de cuero, y más allá, los oscuros pasadizos y el agua salobre chapaleando, cielos bajos y viejos edificios inclinados unos contra otros con un poético aire taciturno, al borde del derrumbamiento, la soledad adoquinada de una ciudad donde parecía —al menos a mí— que podías llegar a dejar que el agua te cubriera la cabeza. Giuri, con las mejillas coloradas y sin aliento, enseguida se reunió con nosotros. —Aparcar… un poco problemático aquí. Lo siento. —Me tendió la mano—. ¡Me alegro de verte! —exclamó abrazándome con un afecto en apariencia genuino que me sorprendió, como si fuéramos viejos amigos que hacía tiempo que no se veían—. ¿Todo va bien? Boris, que iba por su segunda cerveza, peroraba sobre Horst. —No sé por qué no se viene a vivir a Amsterdam —dijo, zampándose feliz un pedazo de salchicha—. ¡Se queja continuamente de Nueva York! ¡Lo odio, lo odio, lo odio! Cuando todo lo que ama… —abarcando con una mano el canal al otro lado de la ventana empañada— está aquí. Hasta el idioma es igual que el suyo. Si Horst quisiera ser feliz de verdad en este mundo, llevar una vida alegre o feliz, debería pagar veinte mil dólares para volver cuanto antes a su centro de desintoxicación rápida y venirse luego aquí y pasarse todo el día en un museo fumando Buddha Haze. —¿Horst…? —repetí, mirando a uno y otro. —¿Qué? —¿Sabe que estás aquí? Boris apuró su cerveza. —¿Horst? No, no lo sabe. Será mucho, muchísimo más fácil si Horst se entera de todo esto después. —Y, lamiéndose un pegote de mostaza del dedo, añadió con apremio—: Porque mis sospechas no andaban muy desencaminadas. El cabrón de Sascha robó el cuadro. El hermano de Ulrika. Lo que deja a Horst en una mala situación. Así que es mucho mejor que me ocupe de esto yo solo, ¿comprendes? Así le estoy haciendo un favor a Horst…, un favor que no olvidará. —¿Qué quieres decir con «ocuparte»? Boris suspiró. Miró alrededor para asegurarse de que nadie escuchaba, aunque éramos los únicos clientes del local. —Bueno, es complicado, podría hablar durante tres días seguidos, pero también te puedo resumir en tres frases lo que ha pasado. —¿Sabe Ulrika que lo cogió su hermano? Boris puso los ojos en blanco. —¡A mí que me registren! —Era una de las expresiones que había aprendido años atrás, haciendo el tonto en mi casa después del colegio. «A mí que me registren». «Corta el rollo». En el humeante crepúsculo del desierto, con las persianas bajadas. «Aclárate». «Seamos realistas». «Ni hablar». Las mismas sombras sobre su cara. La luz dorada reflejándose en las puertas de la piscina. —Creo que Sascha tendría que ser muy estúpido para decírselo a Ulrika —terció Giuri con expresión preocupada. —No sé lo que Ulrika sabe o deja de saber. Eso no viene al caso. Su lealtad a su hermano pasa por encima de Horst, como ha demostrado en más de una ocasión. —E indicando por señas a la camarera que trajera una cerveza a Giuri, añadió—: Uno pensaría que Sascha al menos tendría el sentido común de retenerlo un tiempo. Pero no. No puede utilizarlo para pedir un préstamo en Hamburgo o Frankfurt por culpa de Horst…, porque Horst se enteraría inmediatamente. De modo que lo ha traído aquí. —Escucha, si sabes quién tiene el cuadro deberías llamar a la policía. Por el silencio y las miradas de incomprensión que siguieron, comprendí que era como si hubiera sacado una lata de gasolina y sugerido que nos prendiéramos fuego. —Vamos, ¿no es lo más seguro? —añadí a la defensiva, después de que la camarera trajera la cerveza de Giuri y se hubiera marchado de nuevo, y ni él ni Boris pronunciaran una palabra—. ¿No es más seguro y más fácil que la policía lo recupere y tú no tengas nada que ver con ello? El timbre de una bicicleta, una mujer pasando estrepitosamente por la acera, el ruido de los radios de las ruedas, una capa negra de bruja ondeando detrás de ella. —Porque… —continué, mirándolos a los dos—, si te paras a pensar en todo por lo que ha pasado este cuadro…, todo por lo que debe de haber pasado… No sé si me entiendes, Boris, pero ¿qué precauciones hay que tomar para transportar un cuadro? ¿Basta con empaquetarlo bien? ¿Por qué correr riesgos? —Eso es exactamente lo que yo pienso. —Una llamada anónima al departamento de delitos de arte. No son agentes corrientes…, no tienen contacto con la policía normal, lo único que les preocupará será el cuadro. Ellos sabrán qué hay que hacer. Boris se recostó en su silla. Miró a su alrededor y luego a mí. —No, no es una buena idea. —Su tono era el de alguien dirigiéndose a un niño de cinco años—. ¿Y quieres saber por qué? —Piensa en ello. Es lo más fácil. No tendrías que hacer nada. Boris dejó el vaso de cerveza en la mesa con mucho cuidado. —Ellos tienen más probabilidades de recuperarlo intacto —continué—. Además, si hiciera yo la gestión, si llamara yo…, mierda, podría pedirle a Hobie que los llamara… —Me llevé las manos a la cabeza—. Lo mires como lo mires, tú no correrías ningún riesgo. —Me sentía demasiado cansado y desorientado; los dos pares de ojos penetrantes que tenía delante no me permitían pensar con claridad—. Si lo hiciera yo o alguien que no formara parte de tu, hum, organización… Boris soltó una carcajada. —¿Organización? —Meneó la cabeza con tanto vigor que le cayó el pelo sobre los ojos—. Bueno, supongo que somos una organización de alguna clase, ya que somos tres o más… Pero, como puedes ver, no es muy grande ni está muy bien organizada. —Deberías comer algo —me dijo Giuri en el silencio lleno de tensión que se produjo, mirando mi plato de cerdo con patatas que seguía intacto—. Debería comer —insistió volviéndose hacia Boris—. Dile que coma. —Deja que se muera de hambre, si quiere —dijo Boris, cogiendo un pedazo de cerdo de mi plato y metiéndoselo rápidamente en la boca. —Una llamada. La haré yo. —No, no la harás —replicó Boris de pronto ceñudo, empujando hacia atrás la silla y levantando la barbilla con agresividad cuando intenté hablar—. No, no, cállate, joder, no la harás. De pronto noté la mano de Giuri en mi muñeca, un gesto que conocía muy bien, el viejo lenguaje olvidado de Las Vegas cuando mi padre estaba en la cocina vociferando sobre de quién era la casa y quién pagaba… —Y quiero que dejes de hablar ahora mismo de esa estúpida «llamada» —continuó Boris con tono autoritario, aprovechando un momento de silencio con el que no contaba—. Llamada, llamada —repitió al no obtener respuesta de mí, agitando una mano en el aire de un modo burlón, como si la palabra «llamada» fuera una absurda broma que significaba «unicornio» o «país de las hadas»—. Sé que quieres ayudar, pero no es una sugerencia muy útil por tu parte. Así que olvídala. Basta de llamadas. En fin —continuó con tono afable, sirviendo parte de su cerveza en mi vaso medio vacío—, como iba diciendo, si Sascha tiene tantas prisas no piensa con claridad. ¿Está jugando más de una baza o quizá dos a la vez? No. Sascha es forastero. Sus contactos aquí están corrompidos. Necesita dinero. Y se ha esforzado tanto en alejarse de Horst que se ha dado de lleno conmigo. No dije una palabra. Me resultaría bastante fácil llamar a la policía. No había motivos para involucrar a Boris o a Giuri en ello. —Un asombroso golpe de suerte, ¿no? Y nuestro amigo georgiano es un tipo muy rico, pero está tan lejos del mundo de Horst y tan lejos de ser un coleccionista de arte que ni siquiera conocía el cuadro por su nombre. Solo sabía que era un pájaro…, un pequeño pájaro amarillo. Pero Cherry cree que no miente cuando dice que lo vio. Es un tipo muy poderoso que está en el sector de bienes inmuebles. Aquí y en Amberes. Está forrado y es casi un padre para Cherry, pero no es una persona muy culta, para que me entiendas. —¿Dónde está ahora? Boris se frotó la nariz con vigor. —No lo sé. No van a decírnoslo, como es lógico. Pero Vitia se ha puesto en contacto para decir que sabe de un comprador. Y han acordado un encuentro. —¿Dónde? —Aún no se han puesto de acuerdo. Ya han cambiado media docena de veces el lugar de encuentro. Paranoicos —dijo haciendo el gesto de que les faltaba un tornillo—. Quizá nos hagan esperar un día o dos. Quizá solo lo sepamos una hora antes. —Cherry… —dije, y luego me detuve. Vitia era la abreviación del nombre de Cherry en ruso, Víktor (Victor, en la versión anglicanizada), pero Cherry solo era un apodo, y yo no sabía nada de Sascha: ni su edad, ni su apellido ni el aspecto que tenía, nada salvo que era el hermano de Ulrika; y ni siquiera de eso estaba seguro, en un sentido literal, en vista de lo libremente que utilizaba Boris la palabra. Boris se lamió la grasa del pulgar. —Mi idea era… organizar un encuentro en tu hotel. Ya sabes, tú, estadounidense, un pez gordo interesado en el cuadro. Ellos… —bajó la voz cuando la camarera le cambió el vaso vacío por otro lleno mientras Giuri asentía educado, echándose hacia delante— irían a tu habitación. Así es como suele hacerse. Todo muy profesional. Pero… —añadió con un mínimo encogimiento de hombros— son nuevos en esto y están paranoicos. Insisten en ser ellos quienes propongan el lugar de encuentro. —¿Y cuál es? —¡Aún no lo sé! ¿No acabo de decírtelo? Cambian continuamente de opinión. Si quieren que esperemos, esperaremos. Tendremos que dejarles creer que ellos mandan. Ahora perdona pero estoy cansado —dijo, estirándose y bostezando, frotándose con un dedo un ojo rodeado de un cerco oscuro—. ¡Quiero echar una cabezada! —Se volvió y le dijo algo a Giuri en ucraniano, luego se volvió hacia mí. Se echó hacia delante y me rodeó con un brazo—. Lo siento. ¿Sabrás encontrar el hotel? Intenté soltarme sin que lo pareciera. —¿Dónde vas a alojarte tú? —En el piso de mi novia, en Zeedijk. —Cerca de Zeedijk —corrigió Giuri, irguiéndose a propósito, con un aire educado y ligeramente militar—. El antiguo barrio chino. —¿Cuál es la dirección? —No me acuerdo. Ya me conoces, no consigo memorizar las direcciones y cosas así. —Boris se dio unos golpecitos en el bolsillo—. Menos tu hotel. —Ya. En Las Vegas, si nos separábamos al huir del segurata del centro comercial con los bolsillos llenos de tarjetas de regalo robadas, mi casa siempre era el punto de encuentro. —Bueno, me reuniré contigo allí. Tienes mi móvil y yo tengo el tuyo. Te llamaré cuando sepa algo más. —Me dio una palmada en la nuca—. ¡Ahora deja de preocuparte, Potter! ¡No pongas esa cara larga! ¡Ganemos o perdamos saldremos ganando! ¡Todo va a salir bien! Sabes cómo volver, ¿verdad? Subes por aquí y al llegar al Singel giras a la izquierda. Sí, allí. Hablamos pronto. V Me equivoqué de calle al regresar a mi hotel y me pasé varias horas dando vueltas sin rumbo entre tiendas adornadas con bolas de cristal y grises callejones de ensueño con nombres impronunciables, budas dorados, bordados asiáticos, mapas antiguos, viejos clavecines y brumosos escaparates de color marrón cigarro con vajillas, copas y jarras de Dresde antiguas. Había escampado y alrededor de los canales se percibía algo intenso y radiante, un brillo respirable. Las gaviotas se zambullían y graznaban. Un perro pasó corriendo con un cangrejo vivo entre los dientes. En mi cansancio delirante, que hacía que me sintiera totalmente desconectado de mí mismo, como si observara todo desde cierta distancia, anduve a través de confiterías, cafeterías y tiendas de juguetes antiguos y azulejos de Delft de la década de 1800, viejos espejos y destellos plateados a la intensa luz color coñac, armarios de marquetería franceses y mesas al estilo de la corte francesa con guirnaldas talladas y un barnizado que arrancaría exclamaciones de admiración a Hobie; de hecho, toda la brumosa, acogedora y culta ciudad con sus floristerías, panaderías y anticuarios me hacía pensar en Hobie, no solo por la abundancia de antigüedades sino porque rezumaba una integridad muy de su estilo, como esos cuentos ilustrados en los que unos dependientes con delantal barrían los suelos y unos gatos atigrados dormitaban en las ventanas al sol. Pero había mucho más que ver, y me sentía abrumado, exhausto y aterido de frío. Al final, pidiendo indicaciones a desconocidos (esposas de mejillas sonrosadas con flores en los brazos, hippies con manchas de tabaco y gafas de montura metálica), volví sobre mis pasos a través de puentes que se extendían sobre canales y calles estrechas con la iluminación de un cuento de hadas hasta llegar a mi hotel, donde enseguida cambié unos dólares en el mostrador de recepción y subí a ducharme en el cuarto de baño de mi habitación, que era todo cristal curvado y apliques voluptuosos, un híbrido de art nouveau y frío diseño futurista de ciencia ficción basado en formas de huevo; me dormí boca abajo en la cama, donde me despertó horas más tarde el móvil dando vueltas en la mesilla de noche. El familiar sonido me hizo creer, por un instante, que estaba en casa. —¿Potter? Me senté y busqué las gafas. —Hummm… —No había corrido las cortinas antes de acostarme y los reflejos del canal titilaban por el techo de la habitación en la oscuridad. —¿Pasa algo? ¿Estás colocado? No me digas que has ido a un café. —No, no. —Aturdido, miré alrededor: lucernas y vigas, armarios y techo inclinado y, al otro lado de la ventana, cuando me detuve delante frotándome la cabeza, puentes con la tracería iluminada y reflejos arqueados sobre el agua negra de los canales. —Bien, voy para allá. No estás con una chica, ¿verdad? VI Para llegar a mi habitación había que dar una caminata desde el mostrador de recepción y coger dos ascensores distintos, de modo que me sorprendió que llamaran tan pronto a la puerta. Giuri fue derecho a la ventana y se quedó allí de espaldas a nosotros mientras Boris me miraba. —Vístete —dijo. Yo estaba descalzo, con el albornoz del hotel y el pelo de punta después de haberme dormido recién salido de la ducha. —Tienes que arreglarte. Vamos, péinate y aféitate. Cuando salí del cuarto de baño (donde había dejado el traje colgado de una percha para que se planchara solo), apretó los labios con ojo crítico y dijo: —¿No tienes nada mejor? —Es un traje Turnbull and Asser. —Sí, pero parece que hayas dormido con él. —Lo he llevado mucho tiempo. Tengo una camisa mejor. —Pues póntela. —Abrió el maletín que había dejado a los pies de la cama—. Y mete aquí el dinero. Cuando regresé, poniéndome los gemelos, me detuve en seco en mitad de la habitación al verlo de pie a un lado de la cama, con la cabeza inclinada, concentrado en montar una pistola: encajando un perno con la misma competencia lúcida con que Hobie trabajaba en el taller, deslizando hacia atrás el pasador con un contundente y verosímil clic. —Boris, qué coño es eso. —Cálmate —me dijo, mirándome de reojo. Se palpó los bolsillos y sacó un cargador que encajó con un chasquido—. No es lo que crees. En absoluto. ¡Solo es para impresionar! Miré las anchas espaldas de Giuri, que permanecía totalmente impasible, con la misma sordera profesional que a veces adoptaba yo en la tienda cuando las parejas discutían sobre si comprar un mueble o no. —Es solo que… —Movió una pieza hacia un lado y hacia el otro con pericia para probarla, luego la sostuvo a la altura del ojo y apuntó, gestos irreales procedentes de una profunda capa del cerebro donde las películas en blanco y negro parpadeaban las veinticuatro horas al día—. Nos vamos a reunir en su terreno y ellos serán tres. Bueno, en realidad dos. Dos que cuenten. Además, ahora ya puedo decírtelo, estaba un poco preocupado por si Sascha aparecía, porque entonces yo no podría acompañarte. Pero todo ha salido a la perfección, ¡y aquí estoy! —Boris. —Allí de pie, comprendí de golpe, en una oleada enfermiza, el estúpido lío en el que me había metido. —¡No te preocupes! Ya lo he hecho yo por ti. —Me dio unas palmaditas en el hombro—. Porque Sascha está demasiado nervioso. Tiene miedo de dejarse ver en Amsterdam…, miedo de que se entere Horst. Y con toda la razón. Y eso es una gran noticia para nosotros. —Cerró el arma: plata cromada, negro mercurio, con una densidad uniforme que distorsionaba oscuramente el espacio de alrededor como una gota de aceite de motor en un vaso de agua—. Bien. —No me digas que vas a llevarla —dije con incredulidad en el silencio que se hizo. —Bueno, sí. Para la pistolera…, solo para llevarla en la pistolera… Pero espera, espera —añadió, levantando la palma de una mano, aunque yo no hablaba, solo lo miraba mudo de horror—, antes de que empieces. ¿Cuántas veces tengo que decirlo? Solo es para impresionar. —Estás bromeando. —Un disfraz —dijo con vehemencia, como si yo no hubiera hablado—. Pura pantomima. Así se lo pensarán más antes de intentar algo, ¿entiendes? —Y como yo seguía allí plantado, mirándolo fijamente, añadió—: ¡Una medida de precaución! Porque tú eres el hombre rico y nosotros somos tus guardaespaldas, así son las cosas. Esperarán que sea así. Todo muy civilizado. Y solo con que abramos un poco el abrigo —llevaba una pistolera escondida en el cinturón—, se mostrarán respetuosos y no intentarán nada. Es mucho más peligroso entrar así sin más… —Puso los ojos en blanco imitando a una chica chiflada. —Boris —dije lívido y mareado—, no puedo hacerlo. —¿Hacer qué? —Metió la barbilla y me miró—. ¿No puedes bajar del coche y quedarte cinco minutos a mi lado mientras recupero tu puto cuadro? ¿Es eso? —No, quiero decir… —El arma estaba sobre la colcha; no podía apartar la vista de ella; parecía cristalizar y magnificar la mala energía que flotaba en el aire—. No puedo. En serio, olvídalo. —¿Olvidar? —Boris hizo una mueca—. ¡No me hagas esto! Me has hecho venir aquí en balde, metiéndome en un aprieto. Y ahora —agitó un brazo—, en el último minuto, empiezas a poner condiciones y a decir que es peligroso, y a decirme cómo tengo que hacer las cosas. ¿No confías en mí? —Sí, pero… —Bueno. Confía en mí ahora, por favor. Tú eres el comprador —me dijo con impaciencia al ver que no respondía—. Esa es la trama. Todo está arreglado. —Deberíamos haber hablado antes de esto. —Oh, vamos —replicó él exasperado, cogiendo la pistola de la cama y guardándola en la funda—. No discutas conmigo, por favor, o llegaremos tarde. ¡Si hubieras tardado dos minutos en salir del cuarto de baño no la habrías visto! ¡Nunca te habrías enterado de que llevo un arma encima! Porque, Potter, escúchame. Escúchame, ¿quieres? Esto es lo que va a pasar. Entramos, estamos cinco minutos, nosotros somos los que hablamos, solo hablamos, luego tú coges el cuadro y todo el mundo contento, nos largamos y nos vamos a cenar. ¿De acuerdo? Giuri, que se apartó de la ventana, me miraba de arriba abajo. Con cara de preocupación, le dijo algo a Boris en ucraniano. Siguió un enigmático intercambio de palabras. Luego Boris se llevó una mano a la muñeca y empezó a desabrocharse el reloj. Giuri dijo algo más, meneando la cabeza con vigor. —Bien —dijo Boris—. Tienes razón. —Luego se volvió hacia mí con un gesto de asentimiento—. Toma. Rolex President Platinum. Esfera con diamantes incrustados. Yo intentaba pensar en una manera educada de rechazarlo cuando Giuri se quitó del meñique su anillo de diamante de talla biselada e, ilusionado como un niño que da un regalo hecho por él, me tendió ambas cosas con las manos abiertas. —Sí —dijo Boris cuando yo titubeé—. Giuri tiene razón. No pareces lo bastante rico. Ojalá tuviéramos otros zapatos para ti —añadió, mirando con ojo crítico mis zapatos negros con hebillas—, pero esos tendrán que servir. Ahora pondremos el dinero en este maletín —de cuero, lleno de billetes amontonados— y nos iremos. —Trabajó con rapidez, con manos ágiles, como una camarera de hotel haciendo una cama—. Encima los billetes más grandes. Todos esos de cien. Precioso. VII Ya en la calle, esplendor y delirio de las fiestas navideñas. Reflejos que danzaban y rielaban sobre el agua negra; arcadas con celosías por encima de la calle, guirnaldas de luz sobre los barcos del canal. —Todo va a ser muy fácil y cómodo —dijo Boris, que daba vueltas al mando de la radio saltándose los Bee Gees y las noticias en holandés y en francés, intentando sintonizar una canción—. Cuento con que quieren este dinero ya. Cuanto antes se deshagan del cuadro, menos oportunidades tendrán de cruzarse con Horst. No mirarán con mucho detenimiento la letra de cambio o la hoja de ingreso. Todo lo que verán es la cifra de seiscientos mil. Yo estaba sentado solo en el asiento trasero con el maletín con el dinero. («¡Porque debe acostumbrarse a ser pasajero distinguido, señor!», dijo Giuri mientras rodeaba el coche y abría la portezuela trasera para que yo subiera). —Verás, lo que espero que le engañe es que la hoja de ingreso es totalmente legal —decía Boris—. Y la letra de cambio también. Solo que vienen de un banco malo. De Anguila. En Amberes también hay rusos, en P. C. Hooftstraat…, vienen aquí a invertir, a lavar dinero, a comprar arte, ¡ja! Ese banco estaba bien hace seis semanas, pero ya no. Dejamos atrás los canales, el agua. En la calle: la silueta de ángeles de neón de múltiples colores asomando en lo alto de los edificios como mascarones de proa. Lentejuelas azules, lentejuelas blancas, focos, cascada de luces blancas y estrellas de Navidad, brillando impenetrables, tan ajenos a mí como el diamante rosado que destellaba en mi mano. —Mira, lo que tengo que decirte… —continuó Boris, olvidando la radio y volviéndose hacia el asiento trasero—, lo que quiero decirte de todo corazón es que no te preocupes —dijo con las cejas juntas, alargando una mano alentadora para sacudirme el hombro—. Todo saldrá bien. —¡Pan comido! —exclamó Giuri, y sonrió por el espejo retrovisor, encantado con la expresión. —Este es el plan. ¿Quieres saber cuál es el plan? —Supongo que debo decir que sí. —Dejamos el coche. En las afueras. Cherry se reúne allí con nosotros y nos lleva hasta su coche. —Y todo va a ser pacífico. —Totalmente. ¿Y sabes por qué? ¡Porque tú tienes el efectivo! Eso es todo lo que ellos quieren. Y aun con la letra de cambio falsa, es una cantidad enorme. ¡Cuarenta mil dólares por no trabajar! ¡O trabajar muy poco! Después Cherry nos dejará de nuevo en el aparcamiento con el cuadro y entonces saldremos… ¡a celebrarlo! Giuri murmuró algo. —Se queja del aparcamiento. Ahora ya lo sabes. Cree que es mala idea. Pero yo no quiero ir con mi coche y lo último que necesitamos es que nos pongan una multa de aparcamiento. —¿Dónde es la reunión? —Bueno, es un quebradero de cabeza. Tendremos que salir de la ciudad y luego volver a entrar. Insistieron en que fuera en su terreno y Cherry aceptó porque…, bueno, de verdad que es mejor así. Al menos en su terreno podemos contar con que no habrá interferencias con la policía. Llegamos a un tramo de la carretera más solitario, recto y lúgubre donde el tráfico era escaso y las farolas bastante distanciadas entre sí, y el estimulante estruendo y brillo del casco antiguo, con sus tracerías iluminadas y su oculto diseño —patines plateados, niños felices debajo del árbol de Navidad— dieron paso a una desolación urbana que me resultaba más familiar: Fotocadeau, Locksmith Sleutelkluis, letreros en árabe, Shoarma, Tandoori Kebab, persianas bajadas, todo cerrado. —Estamos en la Overtoom —dijo Giuri—. No muy interesante ni bonito. —Este es el aparcamiento de mi hombre, Dima. Ha puesto el letrero de «Completo», así nadie nos molestará. Lo dejaremos en la zona de larga… ¡Ah! —Y gritó «bliad» cuando un camión apareció de la nada y nos cortó el paso tocando la bocina, lo que obligó a Giuri a dar un viraje y frenar en seco. —Aquí la gente es a veces un poco agresiva sin motivo —dijo Giuri, sombrío, mientras ponía el intermitente para entrar en el aparcamiento. —Dame tu pasaporte —me dijo Boris. —¿Por qué? —Porque voy a dejarlo en la guantera para cuando volvamos. Es mejor no llevar nada encima, por si acaso. Yo también dejo el mío. —Lo sostuvo en alto para que lo viera—. Y el de Giuri. Giuri es un honesto estadounidense de nacimiento… —añadió, por encima de las risas de Giuri—, sí, vosotros lo tenéis muy bien, pero ¿yo? Cuesta un montón conseguir un pasaporte estadounidense y, la verdad, no quiero perderlo. —Me miró—. ¿Sabes, Potter, que ahora la ley te obliga a ir documentado a todas horas en los Países Bajos? Hacen registros callejeros al azar…, se penaliza al que no cumple. Te estoy hablando de Amsterdam. ¿Qué clase de estado policial es este? ¿Quién lo creería? Yo jamás. Ni en un millón de años. —Cerró la guantera con llave—. Pero es mejor pagar una multa y salir del apuro a base de labia que llevar encima el auténtico si nos paran. VIII En el interior del aparcamiento, que vibraba de un modo deprimente con una luz verde aceituna, había muchas plazas vacías en la zona de larga estancia, pese al letrero de «Completo». Mientras nos metíamos de morro en el hueco, un hombre con una chaqueta de sport que estaba apoyado contra un Range Rover blanco tiró el cigarrillo al suelo salpicando brasas rojas y se acercó. Las pronunciadas entradas, las gafas de aviador ahumadas y su fornido torso de militar le daban el aspecto curtido de un expiloto, un hombre que manejaba instrumentos delicados en algún lugar de pruebas de los Urales. —Victor —me dijo cuando bajamos del coche, estrujándome la mano en la suya. Giuri y Boris recibieron un golpe en la espalda. Después de tensos preliminares en ruso, un adolescente de barba rizada y cara de niño se bajó del asiento del conductor, y Boris lo saludó con una bofetada en la mejilla silbando On the Good Ship Lollipop en una alegre séptima nota. —Este es Shirley T —me dijo, alborotándole los tirabuzones—. De Shirley Temple. ¿Sabes por qué lo llamamos así? ¿Te lo imaginas? —me preguntó riéndose mientras el chico, incapaz de contenerse, sonreía avergonzado, dejando ver unos hoyuelos profundos. —No te dejes engañar por su físico —me dijo Giuri en voz baja—. Parece un niño pero tiene tantas pelotas como cualquiera de los presentes. Educado, Shirley me saludó con la cabeza —¿hablaba inglés?, no lo parecía—; nos abrió la portezuela trasera del Range Rover, y nos subimos los tres, Boris, Giuri y yo, mientras Victor Cherry se sentaba delante y nos hablaba desde el asiento del copiloto. —Esto debería ser sencillo —me dijo con formalidad mientras salíamos del aparcamiento y regresábamos de nuevo a la Overtoom—. Como un simple empeño. —De cerca su cara era ancha y sagaz, con una pequeña boca remilgada y una expresión irónicamente alerta que por alguna razón hizo que me sintiera menos inquieto acerca de la lógica de la noche, o la falta de ella: el cambio de coche, la ausencia de una dirección, la falta de información, el terrible desconocimiento—. Vamos a hacer un favor a Sascha y por esa razón él se portará bien con nosotros. Edificios bajos y alargados. Luces desarticuladas. Tenía la sensación de que no estaba ocurriendo, de que le sucedía a otro que no era yo. —Porque ¿acaso Sascha puede entrar en un banco y pedir un crédito con el cuadro como aval? —decía Victor con pedantería—. No. ¿Puede Sascha entrar en una tienda de empeños y pedir un préstamo con el cuadro como garantía? No. ¿Puede Sascha, debido a las circunstancias del robo, acudir a alguno de sus contactos habituales de Horst y pedir un préstamo con el cuadro como garantía? No. Por tanto, Sascha está muy contento con la aparición de este estadounidense misterioso, tú, con él que yo le he puesto en contacto. —Sascha se inyecta heroína como tú y yo respiramos —me cuchicheó Giuri—. Cada vez que toca dinero sale a la calle como un reloj para comprar un cargamento de drogas. Victor Cherry se puso bien las gafas. —Exacto. No es un amante del arte y no es exigente. Utiliza el cuadro como tarjeta de crédito de alto interés, o eso cree. Una inversión para ti y efectivo para él. Tú le presentas el dinero y te quedas con el cuadro como aval; él compra schmeck, se guarda la mitad, sale con el resto y lo vende; vuelve al mes con el doble del dinero para recuperar el cuadro. ¿Y si al mes no vuelve con el doble del dinero? El cuadro pasa a ser tuyo. Como digo es tan simple como un empeño. —Solo que no es tan simple… —Boris se estiró y bostezó—, porque cuando desapareces, y resulta que la letra de cambio no es válida, ¿qué puede hacer él? Si va corriendo a Horst pidiendo ayuda, le partirán el cuello por él. —Me alegro de que hayan cambiado tantas veces el lugar de encuentro. Es un poco ridículo. Pero ayuda porque hoy es viernes —dijo Victor, quitándose las gafas de aviador y limpiándoselas con la camisa—. Les hice creer que te estabas echando atrás, porque no paraban de anular y cambiar de planes… No has llegado hasta hoy, aunque ellos no lo saben. Como no paraban de cambiar de planes les dije que estabas cansado y nervioso de dar vueltas por Amsterdam con tu maletín lleno de billetes, esperando tener noticias suyas, y que habías ingresado de nuevo el dinero y regresabas en avión a Estados Unidos. No les gustó eso. Así que —señaló el maletín con la cabeza—, como hoy es fin de semana y los bancos están cerrados, les estás llevando todo el efectivo que tienes, y…, bueno, ellos han hablado conmigo por teléfono muchas veces, un montón, y yo he quedado con ellos una vez en un bar del barrio rojo, pero han acordado traer el cuadro y hacer el intercambio esta noche sin conocerte antes, porque les he dicho que tu avión sale mañana, y como han sido ellos quienes lo han jodido, o aceptan una letra de cambio o nada. No les gustó, pero dieron por válida la explicación. Eso nos pone más fáciles las cosas. —Mucho más fáciles —dijo Boris—. No estaba seguro de si funcionaría lo de la letra de cambio. Es mejor que crean que es por culpa suya, por marear la perdiz. —¿Cuál es el lugar de encuentro? —Lunchcafé. —Victor lo pronunció como una sola palabra—. De Paarse Koe. —Significa «la Vaca Morada» en holandés —ofreció Boris solícito—. Es un lugar hippy, cerca del barrio rojo. Una calle larga y solitaria: Ferreterías cerradas, ladrillos amontonados a un lado, todo era importante y de algún modo hipersignificativo, aunque pasaba por nuestro lado a toda velocidad, demasiado deprisa para que lo viéramos. —La comida que sirven es espantosa —dijo Boris—. Coles y una tostada dura de trigo viejo. Pensarías que van allí chicas cachondas, pero solo encuentras mujeres viejas y gordas de pelo gris. —¿Por qué allí? —Porque calle tranquila por la noche —dijo Victor Cherry—. Lunchcafé está cerrado de madrugada, pero como es semipúblico no se nos escapará de las manos, ¿comprendes? En todas partes, una sensación de extrañeza. Sin darme cuenta había dejado la realidad y cruzado la frontera hacia una tierra de nadie donde nada tenía sentido. Ensoñación, fragmentación. Cable enrollado y montañas de escombros con la lona de plástico agitándose con el viento. Boris hablaba con Victor en ruso; y cuando se dio cuenta de que yo lo miraba, se volvió hacia mí. —Solo estamos diciendo que Sascha está en Frankfurt esta noche, dando una fiesta en un restaurante por un amigo suyo recién salido de la cárcel, y todos lo hemos confirmado por tres fuentes distintas, Shirley también. Se cree muy listo, quedándose fuera de la ciudad. Si a Horst le llegan noticias de lo que ha pasado aquí esta noche, Sascha podría levantar las manos y decir: «¿Quién, yo? Yo no tengo nada que ver con esto». —Tú vives en Nueva York —me dijo Victor—. He dicho que eras marchante, que te arrestaron por falsificación y ahora llevas una operación como la de Horst, a escala mucho mayor por lo que se refiere a cuadros y dinero. —Horst…, que Dios lo bendiga —dijo Boris—, él sería el hombre más rico de Nueva York si no regalara cada centavo. Siempre lo ha hecho. Mantiene a muchas personas aparte de a sí mismo. —Eso es malo para los negocios. —Sí. Pero disfruta con la compañía. —Un filántropo yonqui, ¡ja! —dijo Victor, pronunciando mal la palabra—. Por suerte mueren de vez en cuando o quién sabe cuántos heroinómanos habría apelotonados con él en ese basural. En fin, cuanto menos hables tú mejor. No esperarán que tengamos una conservación educada. Solo trataremos de negocios. Será rápido. Dale la letra de cambio, Boria. Boris dijo algo brusco en ucraniano. —No, tiene que sacarla él. Debe entregarla en propia mano. Tanto en la letra de cambio como en la hoja de ingreso estaban impresas las palabras Farruco Frantisek, Citizen Bank Anguilla, lo que solo aumentaba la percepción de trayectoria de un sueño, un recorrido que se aceleraba demasiado rápido para aminorar el ritmo. —¿Farruco Frantisek? ¿Es él? —Dadas las circunstancias parecía una pregunta significativa, como si de algún modo me hubiera vuelto incorpóreo o al menos hubiera cruzado cierto horizonte donde carecía de datos tan básicos como los de mi identidad. —Yo no escogí el nombre. Tuve que quedarme con lo que me ofrecieron. —¿Debo presentarme yo mismo con este nombre? —Había algo en el papel que no estaba bien, era demasiado fino, y el hecho de que pusiera Citizen Bank en lugar de Citizen’s Bank me dio mala espina. —No, te presentará Cherry. Farruco Frantisek. Intenté pronunciar el nombre con naturalidad en voz baja. Aunque no era fácil de memorizar, sonaba lo bastante fuerte y extranjero para transmitir la hiperdensidad de perdido en el espacio de las calles negras, las vías de tranvía, más adoquines y ángeles de neón; volvíamos a estar en el casco antiguo, histórico e insondable, canales, aparcamientos para bicicletas y luces de Navidad sacudiéndose sobre el agua oscura. —¿Cuándo pensabais decírselo? —preguntaba Victor Cherry a Boris—. Necesita saber cómo se llama. —Bueno, ahora ya lo sabe. Calles desconocidas, giros incomprensibles, distancias anónimas. Yo había dejado incluso de intentar leer los letreros de las calles o de seguir la ruta. De todo lo que me rodeaba —todo lo que podía ver—, el único punto de referencia era la luna, cabalgando muy por encima de las nubes, y aunque brillante y llena por alguna razón parecía extrañamente inestable, un vacío de gravedad, no era la luna pura del desierto que servía de referente sino más bien un truco de fiesta que podía desaparecer con el guiño de un ilusionista o alejarse flotando hacia la oscuridad hasta perderse de vista. IX La Vaca Morada estaba en una calle de sentido único poco concurrida con anchura suficiente para que pasara un coche. Todos los negocios de alrededor —farmacia, panadería, tienda de bicicletas— estaban cerrados a cal y canto, con excepción de un restaurante indonesio al fondo. Shirley Temple nos hizo bajar justo delante. En la pared de enfrente, una pintada: una cara sonriente y flechas, advertencia radiactiva, y un relámpago de plantilla con la palabra «Shazam», y letras goteantes de película de terror, «¡sé agradable!». Atisbé por la puerta de cristal. El local era alargado y estrecho, y a primera vista estaba vacío. Paredes moradas; lámpara de techo de vidrios de colores; mesas y sillas distintas entre sí pintadas en colores de guardería y luces bajas menos en un área de mostrador con una parrilla y una nevera expositor iluminada al fondo. Plantas de interior enfermas; una foto en blanco y negro de John y Yoko firmada; un tablero de noticias combado lleno de folletos y volantes de satsangs, clases de yoga y diversas modalidades holísticas. En la pared había un mural de tarot arcana y, en la ventana, una endeble carta en la que aparecía una larga lista de platos sanos al estilo Everett: crema de zanahorias, sopa de ortigas, puré de ortigas, pastel de lentejas y frutos secos…, nada muy apetitoso, pero me recordó que mi última comida completa, sin contar con unos pocos bocados, había sido el curry que me había comido en la cama en casa de Kitsey. Boris me vio mirarlo. —Yo también tengo hambre —dijo con bastante formalidad—. Luego iremos a cenar a un buen restaurante. El Blake. A veinte minutos. —¿No vas a entrar? —Aún no. —Un poco apartado de las puertas de cristal, miraba a un lado y a otro de la calle. Shirley Temple daba la vuelta a la manzana. —No te quedes aquí hablando conmigo. Ve con Victor y Giuri. El hombre que se acercó a la puerta de cristal del café era un individuo enclenque, anodino y con tics de unos sesenta años, con la cara larga y estrecha, una melena hippy por debajo de los hombros y una gorra tejana de visera sacada de Soul Train 1973. Se detuvo con el manojo de llaves en las manos, mirándonos a Giuri y a mí por encima de Victor, y pareció titubear. Con los ojos juntos, las pobladas cejas grises y el voluminoso bigote gris, recordaba un viejo schnauzer receloso. Apareció entonces otro tipo, mucho más joven y mucho más corpulento, que le sacaba una cabeza incluso a Giuri, un malaisio o indonesio con el rostro tatuado, desorbitantes diamantes en las orejas y un moño negro en la coronilla que hacía pensar en uno de los arponeros de Moby Dick, si alguno de los arponeros de Moby Dick hubiera llevado pantalones de chándal de terciopelo y una chaqueta de béisbol de raso color melocotón. El viejo de los tics estaba llamando por el móvil. Esperó, sin apartar en todo momento de nosotros su mirada cautelosa. Luego hizo otra llamada, y nos dio la espalda, y se internó en las profundidades del local hablando con la palma de la mano apretada en la mejilla y la oreja al estilo de una ama de casa histérica mientras el indonesio se quedaba de pie en la puerta de cristal y nos observaba, con una inmovilidad antinatural. Tras un breve intercambio, el viejo de los tics volvió y con la frente arrugada y visible renuencia manejó con torpeza el llavero e hizo girar la llave en la cerradura. En cuanto estuvimos dentro empezó a quejarse a Victor Cherry y a agitar los brazos alrededor mientras el indonesio se acercaba tranquilamente y se apoyaba contra la pared, con los brazos cruzados, escuchando. Algún altercado, era evidente. Malestar. ¿En qué idioma hablaban? ¿Rumano? ¿Checo? Yo no sabía de qué iba el asunto, pero Victor Cherry se mostró frío y disgustado mientras el viejo de los tics estaba cada vez más agitado (¿enfadado?, no; irritado, frustrado, incluso adulador, con una nota gimoteante en la voz, y en todo ese tiempo el indonesio no apartó la mirada de nosotros con la inquietante inmovilidad de una anaconda). Yo estaba a unos diez pies de distancia, y —a pesar de que Giuri, con el maletín del dinero, estaba demasiado pegado a mí— puse una expresión cohibida de no entender y fingí contemplar los letreros y las consignas de la pared: Greenpeace, Prohibido el Uso de Pieles, Apto para Veganos, ¡Protegido por los Ángeles! Después de haber comprado suficientes drogas en situaciones lo bastante peliagudas (apartamentos con cucarachas en el Harlem hispano, escaleras con olor a orina en las viviendas de protección oficial de Saint Nicholas), sabía lo suficiente para no mostrarme interesado, ya que —al menos en mi experiencia— las transacciones de esta naturaleza eran por lo general iguales. Actuabas de un modo relajado y desconectado, y no hablabas a menos que fuera necesario y cuando lo hacías era con un tono monocorde; en cuanto conseguías lo que habías ido a buscar, te largabas. —¡Y una mierda protegido por los ángeles! —me dijo Boris al oído, apareciendo sin hacer ruido a mi lado. No dije ni una palabra. Aun después de todos estos años nos resultaba muy fácil caer en el hábito de susurrar con las cabezas juntas como si estuviéramos en clase de Spirsetskaya, lo que no parecía una buena dinámica dadas las circunstancias. —Hemos llegado puntuales —dijo Boris—, pero uno de sus hombres no ha aparecido. Por eso el Difunto Agradecido aquí presente está tan nervioso. Quieren que esperemos hasta que llegue. La culpa es de ellos por cambiar tantas veces de lugar de encuentro. —¿Qué está pasando ahí? —Deja que Vitia se encargue —dijo él, tocando con la punta del zapato una bola de pelo disecada que había en el suelo. ¿Un ratón muerto?, pensé con un respingo, antes de darme cuenta de que era un juguete para gato mordisqueado, uno de los muchos que había desperdigados por el suelo junto a un arenero oscuro de meadas medio escondido, con excrementos y todo, debajo de una mesa para cuatro. Me estaba preguntando en lo conveniente que podía ser que hubiera un arenero donde los comensales podían meter el pie, desde el punto de vista de la logística del servicio de comida (por no hablar de lo atractivo, higiénico o incluso legal que era), cuando me fijé en que la conversación había terminado y los dos se habían vuelto hacia Giuri y hacia mí, Victor Cherry y el viejo de los tics cuya mirada expectante y cauta iba de mí al maletín que Giuri tenía en las manos. Solícito, Giuri dio un paso hacia delante, lo abrió y lo dejó en la mesa con una servil inclinación de cabeza, y retrocedió para que el anciano lo examinara. El anciano miró dentro con ojos miopes y arrugó la nariz. Con una exclamación malhumorada levantó la vista hacia Cherry, que observaba impasible. Siguió otra conversación enigmática. El canoso parecía descontento. Luego cerró el maletín, se quedó de pie y me miró rápidamente. —Farruco —dije nervioso, ya que olvidé mi apellido y esperaba que no me lo preguntaran. Cherry me lanzó una mirada: los papeles. —Ya, ya —dije, y me llevé una mano al bolsillo interior de la americana buscando la letra de cambio y la hoja de ingreso, las desdoblé con un gesto que confié en que pareciera despreocupado y los comprobé antes de entregárselos… «Frantisek». Pero justo cuando alargaba el brazo —fue como una ráfaga de aire que recorre la casa y, ¡pam!, cierra de golpe una puerta en una dirección que no esperas—, Victor se colocó rápidamente detrás del hombre canoso y lo golpeó en la nuca con la empuñadura de la pistola con tanta fuerza que se le cayó la gorra, se le doblaron las piernas y se desplomó con un gruñido. El indonesio, todavía apoyado en la pared, pareció sorprenderse tanto como yo; se puso rígido, y nos miramos con un respingo como diciendo: «¿Qué coño ha sido eso?». Fue casi una mirada entre dos amigos, y me preguntaba por qué no se apartaba de la pared cuando me volví y vi horrorizado que Boris y Giuri habían desenfundado sus armas; el morro de la de Boris descansaba en su palma izquierda ahuecada, y Giuri, que sostenía la suya con una sola mano, con el maletín del dinero en la otra, retrocedía hacia la puerta. En un instante inconexo, alguien salió de la cocina del fondo: una mujer asiática más bien joven…, no, un chico —tez blanca, ojos asustados y carentes de expresión que barrían la habitación, un pañuelo con estampado ikat y melena suelta— que desapareció igual de deprisa. —Hay alguien al fondo —dije enseguida mirando en todas direcciones; la habitación daba vueltas como una atracción de feria y el corazón me latía tan deprisa que las palabras no me salían como era debido, no estaba seguro de si alguien me había oído; o, en todo caso, de si Cherry me había oído, pues tiraba del hombre de pelo canoso agarrándolo por la chaqueta tejana. Lo inmovilizó con una llave asfixiante y, apretándole la pistola en la sien, le gritó en alguna lengua de Europa del Este y lo empujó hacia la parte trasera mientras el indonesio se apartaba de la pared, con gracilidad y cautela, y nos miraba a Boris y a mí durante lo que pareció mucho rato. —Hijos de puta, os arrepentiréis de esto —susurró. —Las manos —dijo Boris con cordialidad—, las manos donde yo las vea. —No voy armado. —Quédate allí de todos modos. —Muy bien —respondió el indonesio con la misma cordialidad. Me miró de arriba abajo con las manos levantadas, memorizando mi cara, me di cuenta con un escalofrío, y mandando la imagen directamente al archivo de datos, luego miró a Boris. —Sé quién eres —dijo. Luz difusa como de submarino de la nevera de zumos de fruta. Me oía a mí mismo inhalar el aire y expulsarlo. Un ruido metálico en la cocina. Gritos ininteligibles. —Túmbate, si eres tan amable —dijo Boris, señalando con la cabeza el suelo. Sumiso, el indonesio se arrodilló y —muy despacio— se estiró cuan largo era. Pero no parecía agitado ni asustado. —Te conozco —repitió él con la voz un poco amortiguada. Un movimiento repentino con el rabillo del ojo, tan veloz que me sobresalté: un gato, negro como un espectro viviente, oscuridad huyendo hacia la oscuridad. —Boria-de-Amberes, ¿no es cierto? —No era verdad que no fuera armado; hasta yo vi el arma que le sobresalía bajo la axila—. Boria el Polaco. Boria Hierba de la Risa. El amigo de Horst. —¿Y qué si lo soy? —dijo Boris con simpatía. El hombre guardó silencio. Apartándose el pelo de los ojos con un movimiento de la cabeza, Boris hizo un ruido burlón y pareció a punto de decir algo sarcástico, pero en ese momento Victor Cherry salió de detrás solo, sacando del bolsillo lo que parecía un juego de esposas flexibles; y el corazón me dio un brinco al ver, debajo de su brazo, un paquete del tamaño y el grosor correctos, envuelto en fieltro blanco y atado con cordel de bramante de panadería. Se arrodilló junto a la espalda del indonesio y le deslizó las esposas en las muñecas. —Sal —me dijo, y al ver que yo no me movía (tenía los músculos paralizados y endurecidos), me dio un pequeño empujón y añadió—: Espera en el coche. Miré alrededor sin comprender; no veía la puerta, no había puerta… y de pronto allí estaba, y yo salía a la calle, tan deprisa que resbalé y casi caí sobre un ratón de mentira, y me dirigía al Range Rover que resoplaba en la cuneta. Fuera, Giuri montaba guardia bajo la ligera llovizna que había empezado a caer. —Sube, sube —me siseó, deslizándose en el asiento trasero y haciéndome señas para que me sentara a su lado. En ese preciso momento Boris y Victor Cherry salieron como locos del restaurante y también se subieron de un salto, y nos largamos, a una velocidad sedada y anticlimática. X En el coche, recorriendo de nuevo la calle principal, todo era euforia: risas, choca esos cinco, mientras el corazón me latía en el pecho con tanta fuerza que apenas podía respirar. —¿Qué está pasando? —espeté varias veces, luchando por respirar y mirando a uno y otro al ver que seguían ignorándome, parloteando los cuatro a la vez, incluido Shirley Temple, en una mezcla percusiva de ruso y ucraniano—. Angliyski! Boris se volvió hacia mí, secándose los ojos, y me rodeó el cuello con un brazo. —Cambio de planes —dijo—. Todo ha sido improvisado, sobre la marcha. No podía haber ido mejor. El tercer hombre no apareció. —Los hemos pillado faltos de personal. —Con la guardia baja. —¡Con los pantalones en los tobillos, cagando! —Tú… —Tuve que jadear para pronunciar las palabras— no dijiste nada de armas. —Bueno, nadie ha resultado herido, ¿no? ¿Qué importa? —¿Por qué no les hemos pagado y listos? —¡Porque hemos tenido un golpe de suerte! —Arrojando los brazos al aire—. ¡Por una vez en la vida se nos ha presentado una oportunidad! ¿Qué podían hacer ellos? Eran dos y nosotros cuatro. Si hubieran tenido un poco de sentido común no nos habrían dejado entrar. Y, sí, ya lo sé, solo eran cuarenta mil, pero ¿por qué tengo que pagarles un centavo si puedo evitarlo? ¿Por robarme algo que era mío? —Boris soltó una risotada—. ¿Le has visto la cara al Difunto Agradecido cuándo Cherry lo ha golpeado por detrás? —¿Sabes de qué se quejaba el viejo chivo? —preguntó Victor, volviéndose alegremente hacia mí—. ¡Lo quería en euros! «¿Cómo, dólares?» —añadió imitando su expresión irritada—. «¿Me lo ha traído en dólares?». —Pero ya le gustaría ahora tener esos dólares. —Apuesto a que ahora lamenta no haber cerrado el pico. —Me gustaría oírlo cuando llame a Sascha. —Me gustaría saber el nombre del tipo que los ha plantado. Para invitarle a una copa. —Me pregunto dónde estará. —Probablemente en su casa duchándose. —Repasando la lección de catequesis. —Viendo Christmas Carol por televisión. —Esperando en otra parte, seguramente. —Yo… —Me notaba la garganta tan constreñida que tuve que tragar saliva para hablar—. ¿Qué hay del chico? —¿Eh? —Lloviznaba, y las gotas repiqueteaban contra el parabrisas. Las calles, negras y brillantes. —¿Qué chico? —El chico, o la chica, que estaba en la cocina. —¿Cómo? —Cherry se volvió, todavía sin aliento—. No he visto a nadie más. —Yo tampoco. —Bueno, pues yo sí. —¿Qué aspecto tenía? —Joven. —Todavía veía el fotograma congelado de la joven cara fantasmal con la boca entreabierta—. Bata blanca. Aspecto japonés. —¿De verdad los distingues? —preguntó Boris con curiosidad—. ¿Sabes de dónde son por su aspecto? ¿Japoneses, chinos, vietnamitas? —No lo he visto bien. Asiático. —¿Hombre o mujer? —Creo que aquí solo trabajan mujeres en la cocina —dijo Giuri—. Macrobiótico. Arroz integral y cosas así. —Yo… —No estaba seguro. —Bueno… —Cherry se pasó una mano por el pelo rapado—. Fuera quien fuese, me alegro de que huyera, porque ¿sabes qué más he encontrado allí? Un Mossberg 500 recortado. Risas y silbidos. —Mierda. —¿Dónde estaba? ¿Grozdan no…? —No. En un… —hizo gestos para explicar que era un portafusil—, no sé cómo se llama. Estaba colgado debajo de la mesa, dentro de una especie de tela. Lo he visto por casualidad cuando me he agachado. He levantado la mirada y allí estaba, justo encima de mi cabeza. —No lo has dejado allí, ¿verdad? —¡No! No me habría importado llevármelo, pero era demasiado grande y tenía las manos llenas. Lo he descolgado, he arrancado la clavija y lo he tirado al callejón. Y también… —sacó una pistola plateada del bolsillo que pasó a Boris— esto. Boris la sostuvo a la luz y la examinó. —Un bonito revólver de armazón J para llevar escondido. ¡Una funda de tobillo dentro de esos pantalones de pata de elefante! Pero para su desgracia no ha sido lo bastante rápido. —Esposas flexibles —dijo Giuri volviéndose hacia mí con una ligera inclinación de la cabeza—. Vitia piensa en todo. —Bueno… —Cherry se secó el sudor de su amplia frente—, son ligeras de llevar, y me han ahorrado disparar a gente muchas veces. No me gusta hacer daño a alguien innecesariamente. Ciudad medieval; calles sinuosas, luces que colgaban de los puentes y se reflejaban en los canales acribillados por las gotas de lluvia, fundiéndose con la llovizna. Un sinfín de tiendas anónimas, escaparates titilantes, lencería y ligueros, utensilios de cocina colocados como instrumentos quirúrgicos, palabras extranjeras en todas partes, Snel bestellen, Retro-stijl, Showgirl-Sexboetiek, servicio rápido, estilo retro, tienda erótica. —La puerta trasera daba al callejón —dijo Cherry, quitándose la americana de sport, y bebió un trago de una botella de vodka que Shirley T sacó de debajo del asiento delantero, con las manos un poco temblorosas y la cara, sobre todo la nariz, de un rojo flagrante y acentuado como la del reno Rudolph—. Debieron de dejarla abierta para el tercer hombre, para que entrara por detrás. La he cerrado con llave, bueno, lo ha hecho Grozdan a punta de pistola, lloriqueando como un niño… —Ese Mossberg… —Boris se volvió hacia mí, aceptando la botella que le pasaban del asiento delantero—. Qué sucio y feo. Recortado, dispara balas de aquí a Hamburgo. Apunta a la distancia que quieras y aun así alcanza a la mitad de las personas de la habitación. —Un buen truco, ¿eh? —dijo Victor Cherry, filosóficamente—. Decir que tu tercer hombre no está. «Esperen cinco minutos, por favor. Lamento la confusión… Estará aquí dentro de un momento». Y mientras tanto él entra por detrás con el fusil. Una gran traición, si se les hubiera ocurrido… —A lo mejor sí que se les ocurrió. ¿Por qué tenían esa arma allí detrás si no era para utilizarla? —Nos hemos salvado por los pelos, eso es lo que creo… —Un coche se ha parado delante mientras vosotros estabais dentro, y Shirley y yo nos hemos asustado —dijo Giuri—. Eran dos tíos y pensamos que la habíamos jodido, pero solo eran dos franceses, buscando un restaurante… —… pero en la parte trasera no había nadie, gracias a Dios —dijo Cherry—, y le he dicho a Grozdan que se tumbara en el suelo y lo he esposado al radiador. Ah, pero… —sostuvo en alto el paquete envuelto en fieltro—, antes de nada, toma. Esto es para ti. Lo pasó por encima del asiento a Giuri, quien —con aprensión, cogiéndolo con las puntas de los dedos con gran cautela, como si fuera una bandeja y pudiera derramar algo— me lo dio a mí. Boris, tomando un trago y secándose la boca con el dorso de la mano, me dio alegremente un golpe en el brazo con la botella mientras tarareaba we wish you a merry Christmas we wish you a merry Christmas. El paquete en mi regazo. Deslizando las manos por el borde. El fieltro era tan fino que enseguida lo palpé con las yemas de los dedos: la textura y el peso eran perfectos. —¡Vamos, más vale que lo abras y te asegures de que esta vez no es el libro de cívica! —me dijo Boris señalándolo con la cabeza—. ¿Dónde estaba? —le preguntó a Cherry mientras yo empezaba a pelearme con el cordel. —En un armario pequeño y sucio para las escobas. Dentro de una mierda de maletín de plástico. Lo ha sacado Grozdan. Pensaba que iba a jugármela, pero ha bastado con ponerle el cañón en la sien. No tenía sentido recibir un tiro habiendo toda esa tarta espacial para repartir. —Potter —dijo Boris, tratando de atraer mi atención; y de nuevo—: Potter. —¿Sí? Levantando el maletín del dinero. —Estos cuarenta van para Giuri y Shirley T., por los servicios prestados. Porque gracias a ellos no hemos pagado a Sascha ni un centavo por hacernos el favor de robar tu propiedad. En cuanto a ti, Vitia —añadió, alargando el brazo para estrecharle la mano—, ahora estamos más que en paces. Soy yo el que está en deuda. —No, nunca podré pagarte lo que te debo, Boria. —Olvídalo. No fue nada. —¿Nada? ¿Nada? No es cierto, Boria, porque si estoy con vida esta noche, y todas las noches hasta la última… La historia que se puso a contar era interesante, si hubiera tenido oídos para escuchar: alguien había delatado a Cherry por algún crimen no especificado pero en apariencia muy grave que él no había cometido, algo con lo que él no había tenido nada que ver, era totalmente inocente; al tipo le había caído una pena de cárcel reducida, y a no ser que Cherry quisiera delatar, por su parte, a sus superiores («poco aconsejable, si quería seguir respirando»), estaba contemplando diez años de cárcel; pero Boris, Boris le había sacado del apuro porque había localizado al canalla en Amberes, en libertad bajo fianza, y la historia de cómo lo había hecho era muy complicada y entusiasta. Cherry se ahogaba y sorbía un poco por la nariz, pero no se acababa ahí, pues parecía que había un incendio y derramamiento de sangre, y algo que ver con una sierra eléctrica, aunque yo ya no oía una palabra porque por fin desaté el cordel, y los reflejos de las farolas y del agua de la lluvia danzaban por la superficie de mi cuadro, mi jilguero, que, sabía con absoluta certeza, más allá de toda duda, antes de darle la vuelta siquiera para ver el dorso, que era auténtico. —¿Lo ves? —dijo Boris, interrumpiendo a Vitia en el momento culminante de la historia—. Tu zolotaia ptitsa está en buen estado, ¿no? ¿No te dije que nos ocuparíamos de él? Deslizando un dedo por los bordes del tablero con incredulidad igual que el desconfiado Tomás atravesó la palma de Cristo. Como sabía cualquier comerciante de muebles o el mismo santo Tomás: era más difícil engañar al tacto que a la vista, y aun después de tantos años mis manos recordaban tan bien el cuadro que los dedos se precipitaron hacia las marcas de los clavos, una en cada esquina, los diminutos agujeros por donde el cuadro había estado clavado (una vez, o eso decían) como letrero de una taberna o parte de un armario pintado, nadie lo sabía. —¿Sigue vivo ahí detrás? —preguntó Victor Cherry. —Eso creo. —Boris me clavó el codo en las costillas—. Di algo. Pero yo no podía. Era el auténtico; lo sabía aun en la penumbra. Veta de pintura amarilla con relieve en el ala y plumas rascadas con el extremo del pincel. Un desconchado en el borde izquierdo superior que no había estado antes allí, un desperfecto diminuto que no tenía más de dos milímetros, pero por lo demás, intacto. Yo era diferente pero él no. Y mientras la luz destellaba en franjas sobre él, tuve la inquietante sensación de que mi propia vida, en comparación, era como un estallido de energía pasajero y sin patrón, un zumbido de estática biológica tan fortuito como las farolas que pasaban parpadeando por nuestro lado. —Qué bonito —dijo Giuri afablemente, inclinándose a mi derecha para mirar—. ¡Tan puro! Como una margarita. ¿Me explico? —me preguntó, dándome un codazo, al no responder—. ¿Una flor solitaria en un campo? —Me dio otro codazo, pero yo estaba demasiado aturdido para hablar. Entretanto Boris murmuraba medio en inglés medio en ruso a Vitia sobre el ptitsa y sobre algo más que no entendí, algo sobre una madre y un bebé, amor amoroso. —¿Sigues lamentando no haber llamado a la policía de delitos de arte? —me preguntó deslizándome un brazo por los hombros y acercando la cabeza a la mía, exactamente como cuando éramos niños. —Todavía estás a tiempo —dijo Giuri con una carcajada, dándome un puñetazo en el otro brazo. —Eso, Potter. ¿Llamamos? ¿No? Quizá ya no es tan buena idea, ¿eh? —dijo Boris por encima de mí a Giuri con una ceja arqueada. XI Cuando nos metimos en el aparcamiento y bajamos del coche todos seguían riéndose eufóricos, repasando momentos de la emboscada en múltiples lenguas…, todos menos yo, que todavía tenía la mente en blanco, notando cómo los bruscos golpes y los movimientos repentinos reverberaban hacia mí desde la oscuridad, demasiado aturdido para pronunciar una palabra. —Míralo —dijo Boris interrumpiendo lo que estaba diciendo y golpeándome en el brazo—. Parece que acaben de hacerle la mejor mamada de su vida. Todos se reían de mí, incluso Shirley Temple; el mundo entero era carcajadas que rebotaban fractales y metálicas de las paredes revestidas con baldosas, delirio y fantasmagoría, una sensación de que el mundo aumentaba de tamaño como un fabuloso globo hinchado que flotaba y se alejaba hacia las estrellas; yo también me reía y ni siquiera estaba seguro de qué me reía, ya que seguía tan perturbado que me temblaba todo el cuerpo. Boris encendió un cigarrillo. Tenía la cara verdosa a la luz subterránea. —Envuélvelo —dijo con cordialidad, señalando el cuadro— y lo dejaremos en la caja fuerte del hotel, y saldremos para que te hagan una auténtica mamada. Giuri frunció el entrecejo. —Creía que íbamos a comer algo antes. —Tienes razón. Estoy muerto de hambre. Primero cenar y luego la mamada. —¿En el Blake? —dijo Cherry, abriendo la portezuela del pasajero del Land Rover—. ¿Dentro de una hora? —Por mí, bien. —No soporto ir así —dijo Cherry, estirándose el cuello de la camisa, que era transparente y se le pegaba a causa del sudor—. Además, no me vendría mal un coñac. Uno de los de cien euros. Podría pulirme una botella ahora mismo. Shirley, Giuri… —y añadió algo en ucraniano. —Está diciéndoles —me tradujo Boris durante la carcajada que siguió— que esta noche invitan ellos. Con eso… —Y Giuri levantó triunfal el maletín. Luego hubo una pausa. Giuri parecía preocupado. Le dijo algo a Shirley Temple y este —riéndose de él, con sus profundos hoyuelos color melocotón— lo rechazó con un ademán, rechazó el maletín que Giuri le tendía, y cuando este volvió a tendérselo puso los ojos en blanco. —Ne syeiychas —dijo Victor Cherry irritado—. Ahora no. Ya lo dividiréis luego. —Por favor —dijo Giuri, ofreciendo el maletín una vez más. —Oh, vamos. Ya lo dividiréis luego o nos estaremos aquí toda la noche. Ya jochu chto-by Shirli priniala eto, dijo Giuri, una frase tan sencilla y pronunciada con tanto énfasis que hasta yo, con mi ruski malo, la entendí. «Quiero que se lo lleve Shirley». —¡Ni hablar! —dijo Shirley, y no pudo resistirse a lanzar una mirada para asegurarse de que yo lo había oído, como un chico que se siente orgulloso de saber la respuesta en el colegio. —Vamos. —Boris, con las manos en las caderas, miró hacia un lado exasperado—. ¿Es muy importante quién lo lleva en el coche? ¿Uno de los dos va a darse a la fuga con él? No. Todos somos amigos. ¿Qué queréis? —preguntó cuando ninguno de los dos dio el paso—. ¿Dejarlo en el suelo para que lo encuentre Dima? Que uno de los dos decida. Hubo un largo silencio. Shirley, de pie con los brazos cruzados, sacudió la cabeza con firmeza ante la insistencia de Giuri. Luego, con una mirada preocupada, preguntó algo Boris. —Sí, sí, por mí no hay problema —dijo Boris con impaciencia, y, volviéndose hacia Giuri, añadió—: Adelante, marchaos los tres juntos. —¿Estás seguro? —Sí. Ya habéis trabajado suficiente por esta noche. —¿Te las arreglarás? —¡No, iremos los dos andando! —dijo Boris—. Por supuesto que nos las arreglaremos —añadió, acallando las objeciones de Giuri—. Nos las arreglaremos, marchaos. Y todos nos reíamos mientras Vitia, Shirley y Giuri nos decían adiós con la mano (Davaye!), y se subían al Range Rover, se alejaban por la rampa y desaparecían de nuevo hacia la Overtoom. XII —Ah, qué noche —dijo Boris, rascándose la barriga—. Estoy hambriento. Salgamos de aquí. Aunque… —miró hacia atrás ceñudo mientras el Range Rover se alejaba—, bueno, no importa. Es un paseo. El Blake está a tiro de piedra de tu hotel. Y tú —me dijo, señalando con la cabeza—, qué descuidado eres. ¡Vuelve a atar eso! No lo lleves envuelto sin el cordel. —Ya, ya —dije, y rodeé el coche para apoyarlo en el capó mientras manejaba con torpeza el cordel de bramante que tenía en el bolsillo. —¿Puedo verlo? —preguntó Boris, acercándose por detrás. Retiré el fieltro y por un instante nos quedamos los dos incómodos, como un par de nobles menores flamencos que merodearan en el margen de un cuadro de la Natividad. —Mucho jaleo… —Boris encendió un cigarrillo y exhaló el humo de lado, lejos del cuadro—, pero ha valido la pena, ¿no? —Sí —respondí. Nuestras voces estaban llenas de humor pero amortiguadas, como dos chicos inquietos en una iglesia. —Yo he sido quien más tiempo lo he tenido —continuó Boris—, si cuentas los días. —Y con otro tono añadió—: Recuerda que puedo cambiarlo por dinero, si quieres. Un único trato y puedes retirarte. Pero meneé la cabeza. No habría podido expresar con palabras lo que sentía, aunque era algo profundo y primario que Welty había compartido conmigo, y yo con él, en el museo todos esos años atrás. —Solo bromeaba. Bueno…, algo parecido. Pero no, en serio —dijo, frotándose los nudillos en mi manga—, ahora es tuyo. ¿Por qué no te lo quedas un tiempo y lo disfrutas antes de devolverlo al museo? Guardé silencio. Ya estaba preguntándome cómo iba a sacarlo del país. —Vamos, envuélvelo. Tenemos que largarnos de aquí. Ya lo mirarás luego todo lo que quieras. Eh, dame eso —cogiéndome el cordel de mis torpes manos cuando me vio buscar los extremos con poca habilidad—. Vamos, deja que lo haga yo o estaremos aquí toda la noche. XIII El cuadro estaba envuelto y atado, y Boris se lo metió bajo el brazo —dando una última calada a su cigarrillo—; rodeó el automóvil hasta el lado del conductor, y estaba a punto de subir al coche cuando a nuestras espaldas se oyó una voz con acento estadounidense decir de un modo despreocupado y afable: —Feliz Navidad. Me volví. Eran tres hombres, dos de mediana edad y paso lánguido que se acercaban un poco aturdidos con la actitud de haber venido para hacernos un favor —se dirigían a Boris, no a mí, y parecían alegrarse de verlo—; el tercero, que correteaba por delante de ellos, era el chico asiático. La bata blanca que llevaba no era la de alguien que trabaja en una cocina sino una prenda asimétrica, hecha de lana blanca de una pulgada de grosor; le temblaba el cuerpo y tenía los labios prácticamente morados del terror. No iba armado, o eso me pareció, y me alegré, porque lo primero que advertí en las manos de los otros dos tipos —corpulentos, con aire profesional— fue un revólver de acero azulado que brillaba a la luz de los sucios fluorescentes. Aun así no lo entendí; el tono afable me desconcertaba; pensé que habían capturado al chico y nos lo traían; hasta que miré a Boris y lo vi inmóvil, blanco como el papel. —Siento hacerte esto —le dijo el estadounidense, aunque no parecía sentirlo sino al contrario, disfrutar con ello. Tenía los hombros anchos y un aspecto aburrido, con su suave abrigo gris, y pese a su edad había algo caprichoso y querúbico en él, demasiado flácido, manos blancas y delicadas, y aspecto blanducho de oficinista. Boris —con el cigarrillo en la boca— se quedó paralizado. —Martin. —¡Sí, sí! —exclamó Martin con afabilidad mientras el otro tipo, un matón con el pelo rubio grisáceo, tabardo y facciones recias sacadas del folclore nórdico, se acercaba tranquilamente a Boris y, después de palparle la cintura, le cogía la pistola y se la pasaba a Martin. En mi confusión miré al chico de la bata blanca pero era como si le hubieran golpeado la cabeza con un martillo, no parecía más divertido o motivado que yo con la situación. —Ya sé que esto te horroriza —dijo Martin. La voz discreta contrastaba con sus ojos, que eran como víboras—. Eh, a mí también me horroriza. Frits y yo estábamos en el Pim, no contábamos con salir. Vaya tiempo, ¿eh? ¿Dónde está nuestra blanca Navidad? —¿Qué hacéis aquí? —preguntó Boris, quien a pesar de su actitud exageradamente calmada estaba más asustado de lo que yo recordaba haberlo visto jamás. —¿Tú qué crees? —Martin se encogió de hombros divertido—. Por si te interesa, estoy tan sorprendido como tú. Nunca pensé que Sascha tendría los huevos de llamar a Horst por este asunto. Pero, después de una cagada así, ¿a quién más podía llamar? Admitámoslo —añadió, haciendo un afable gesto con la pistola, y con una oleada de horror me di cuenta de que apuntaba a Boris, señalando con el cañón el paquete envuelto en fieltro que tenía en las manos—. Vamos, dámelo. —No —dijo Boris con aspereza, apartándose el pelo de la cara. Martin parpadeó un poco aturdido. —¿Qué has dicho? —No. —¿Cómo? —Martin se rió—. ¿Me tomas el pelo? —¡Boris! ¡Dáselo! —tartamudeé, mientras observaba paralizado del horror cómo el tipo llamado Frits ponía una pistola en la sien de Boris y, agarrándolo por el pelo, le bajaba la cabeza con tanta brusquedad que le hizo gemir. —Lo sé —dijo Martin con tono cordial, lanzándome una mirada de colega, como diciendo: «ah, estos rusos están locos, ¿verdad?». Y, volviéndose hacia Boris, añadió—: Vamos, dánoslo. Boris gimió de nuevo mientras el tipo le tiraba una vez más del pelo y desde el otro lado del coche me lanzó una mirada inconfundible que entendí tan claramente como si hubiera pronunciado las palabras en voz alta; una mirada apremiante y muy específica de los tiempos en que robábamos juntos: «corre, Potter, huye». —Boris, por favor, dáselo —dije, después de un momento de incredulidad. Pero Boris volvió a gemir desesperado cuando Frits le clavó el arma debajo de la barbilla y Martin dio un paso adelante para arrebatarle el cuadro de las manos. —Excelente. Gracias —dijo aturdido, y, poniéndose el arma debajo del brazo, empezó a tirar del cordel que Boris había atado con un pequeño nudo minuciosamente. Pero los dedos no le respondían mucho, y cuando alargó la mano para sacar el cuadro, vi la razón: estaba colocado hasta las cejas—. En fin… —Miró hacia atrás, como si quisiera hacer partícipes de la broma a unos amigos ausentes, luego se volvió con otro encogimiento de hombros confuso—. Lo siento. Llévalos allí, Frits —añadió, todavía ocupado con el cuadro, señalando con la cabeza una esquina en penumbra semejante a una mazmorra, más oscura que el resto del aparcamiento. Cuando Frits se volvió parcialmente para hacerme un gesto con el arma —«vamos, vamos, tú también»—, comprendí, lívido de horror, lo que Boris supo que ocurriría en cuanto los vio; por qué me miró de manera apremiante para que me diera a la fuga, o al menos que lo intentara. Pero en la media fracción de segundo durante la cual Frits me hizo gestos con el arma perdimos de vista a Boris, cuyo cigarrillo salió volando en una lluvia de chispas. Frits gritó y le dio una bofetada en la mejilla, luego retrocedió tambaleante agarrándose el cuello de la camisa por donde le apretaba. En ese preciso instante Martin, distraído con el cuadro, levantó la vista; yo lo miraba por encima del techo del coche, sin comprender, cuando oí a mi derecha tres rápidos disparos que hicieron que nos volviéramos con celeridad hacia el lado. Con el cuarto (encogido, con los ojos cerrados), un chorro de sangre caliente saltó por encima del techo del coche y me dio en plena cara; al abrir los ojos de nuevo, el chico asiático retrocedía horrorizado, dejándose la huella de una mano en la pechera como una mancha sanguinolenta en un delantal de carnicero mientras yo miraba fijamente un letrero iluminado, BETAALAUTOMAAT OP, donde había estado la cabeza de Boris; corría sangre por debajo del coche y Boris estaba en el suelo, apoyado sobre los codos, moviendo los pies en un intento de levantarse, pero no pude ver si estaba herido o no; debí de correr hacia él sin pensar, porque cuando quise darme cuenta me encontraba al otro lado del coche e intentaba ayudarlo, había sangre por todas partes, Frits era un amasijo, desplomado contra el coche con un agujero del tamaño de una pelota de béisbol en un lado de la cabeza, y yo acababa de ver su arma en el suelo cuando oí a Boris gritar con aspereza. Y allí estaba Martin, con los ojos cerrados y sangre en la manga, aferrándose con una mano el brazo y tratando con torpeza de levantar el arma. Ocurrió antes de que sucediera siquiera, como un salto en un DVD, haciendo que me adelantara en el tiempo, porque no recuerdo haber recogido el arma del suelo, solo un culatazo tan fuerte que levanté el brazo en el aire, no oí realmente el estallido hasta que sentí el culatazo y el casquillo salió volando hacia atrás y me dio en la cara; disparé de nuevo, entrecerrando los ojos por el ruido, y el brazo se me sacudió con cada disparo, el gatillo ofrecía una resistencia, una rigidez, como si corriera un cerrojo demasiado pesado, y las ventanillas del coche reventaron; vi a Martin levantar un brazo mientras estallaba el vidrio blindado y salían volando pedazos de hormigón de una columna; agarré a Martin por el hombro, su suave abrigo gris estaba empapado y oscuro, se extendía una mancha oscura, el olor a cordita y un ensordecedor eco que me llegó hasta el fondo del cráneo, no era tanto un sonido resonándome en los tímpanos como una pared derrumbándose en mi mente y arrojándome de nuevo a una negrura interior y profunda de mi niñez, y los ojos de víbora de Martin se encontraron con los míos; se desplomaba hacia delante con la pistola apoyada en el techo del coche cuando disparé de nuevo y lo alcancé justo encima del ojo, una explosión roja que me hizo retroceder; luego, en alguna parte a mis espaldas, oí ruido de pies golpeando el hormigón, el chico de la bata blanca corriendo hacia la rampa con el cuadro bajo el brazo, subiendo la rampa hacia la calle, los ecos reverberando en el espacio de baldosas, y casi le disparé, solo que de algún modo todo cambió en un instante y de pronto yo estaba de espaldas al coche, doblado en dos con las manos en las rodillas, y el arma en el suelo; no recordaba haberla dejado caer aunque el ruido estaba allí, hizo estrépito al estrellarse contra el suelo y todavía resonaba; yo seguía oyendo los ecos y notando la vibración del arma en el brazo mientras sufría arcadas, doblado en dos, con la sangre de Frits deslizándose y rodando por mi lengua. Fuera de la oscuridad, ruido de pies corriendo, y de nuevo yo no veía nada ni podía moverme, todo era negro en los límites y yo caía, solo que no caía porque de algún modo estaba sentado en un muro bajo cubierto de baldosas con la cabeza entre las piernas, mirando saliva roja, o vómito, sobre el brillante hormigón pintado con epoxi entre mis zapatos; y allí estaba Boris, jadeando sin aliento y ensangrentado, entrando de nuevo corriendo, y su voz llegaba desde un millón de millas de distancia: «Potter, ¿estás bien? Se ha ido, no he podido alcanzarlo, se ha ido». Me pasé una mano por la cara y miré la mancha roja que dejó. Boris seguía hablando conmigo con cierto apremio, pero a pesar de que me sacudía el hombro solo veía el movimiento de sus labios, como a través de un cristal insonorizado. Curiosamente el humo del arma disparada despedía el mismo olor a amoníaco que las tormentas eléctricas de Manhattan y las aceras mojadas de la ciudad. Motas azul turquesa en la portezuela de un Mini azul pálido. Más cerca, avanzando por debajo del coche de Boris, un oscuro charco de raso brillante de tres pies de ancho se extendía poco a poco como una ameba, y me pregunté cuánto tardaría en alcanzar mi zapato y qué haría cuando lo hiciera. Con fuerza pero sin rabia, Boris me pegó en la sien con un puño; un golpe impersonal, sin pasión. Era como si practicara una reanimación cardiopulmonar. —Vamos. Tus gafas —dijo con un breve movimiento de la cabeza. Mis gafas —manchadas de sangre pero por lo demás intactas— estaban en el suelo junto a mis pies. No recordaba que se me hubieran caído. Boris las recogió por mí, las limpió con la manga y me las dio. —Vamos —dijo, cogiéndome el brazo y levantándome. Hablaba con voz serena y tranquilizadora aunque todo él estaba salpicado de sangre y le temblaban las manos—. Ya se ha terminado. Nos has salvado. —El tiroteo desencadenó mi tinnitus y era como si un enjambre de langostas me zumbara en los oídos—. Lo has hecho bien. Vamos…, por aquí. Deprisa. Me condujo por detrás de la caseta acristalada, que estaba cerrada y oscura. Mi abrigo de pelo de camello estaba manchado de sangre; Boris me lo quitó como si fuera un empleado del guardarropa, lo volvió del revés y lo dejó colgado de un poste de hormigón. —Tendrás que deshacerte de él —dijo con un violento estremecimiento—. De la camisa también. Ahora no…, luego. —Abrió una puerta, entró detrás de mí y encendió una luz—. Vamos. Un cuarto de baño húmedo y oscuro que hedía a capas de orina incrustada y a meados recientes. No había lavabo, solo un grifo y un desagüe en el suelo. —Rápido, rápido —dijo Boris abriendo el grifo a tope—. Nada es perfecto. ¡Solo… tú! —E hizo una mueca mientras metía la cabeza debajo del chorro y se mojaba la cara, frotándosela. —Tu brazo —le dije. Lo sostenía de una forma extraña. —Sí, sí… —agua fría por todas partes, flotando en el aire—, me ha dado, pero no es grave, solo un rasguño… Oh, Dios —escupiendo y balbuceando—, debería haberte hecho caso. ¡Has intentado advertirme! ¡Boris, me has dicho, había alguien detrás, en la cocina! Pero ¿te he escuchado? ¿Te he hecho caso? No. ¡Ese cabrón, el chino, era el novio de Sascha! Woo, Goo, no recuerdo cómo se llama. Ah… —Metió la cabeza de nuevo bajo el chorro y balbuceó un momento mientras el agua le caía en la cara—. Nos has salvado, Potter, pensé que estábamos muertos… Retrocediendo, se frotó la cara con las manos, roja brillante y goteando. —Bueno —continuó, quitándose el agua de los ojos y arrojándola lejos mientras me llevaba hasta el ruidoso chorro—, ahora te toca a ti. Pon la cabeza debajo…, sí, sí, está fría. —Y empujándome debajo cuando me aparté, añadió—: ¡Lo siento! ¡Lo sé! Las manos, la cara… Agua helada, me ahogaba, se me metía por la nariz, nunca había tocado nada tan frío pero me ayudó a reaccionar. —Deprisa, deprisa —dijo Boris, levantándome—. El traje…, es oscuro y no se ve. No hay nada que hacer con esa camisa, súbete el cuello, así, deja que yo lo haga. La bufanda está en el coche, ¿verdad? Puedes enrollártela alrededor. No, no…, olvídate… —Yo tiritaba, con los dientes castañeteándome y la parte superior del cuerpo chorreando, y buscaba mi abrigo—, está bien, cógelo o te congelarás, pero póntelo del revés. —Tu brazo —repetí. Aunque su abrigo era oscuro y había poca luz vi la marca de la quemadura en el bíceps, la lana oscura y pegajosa a causa de la sangre. —Olvídalo. No es nada. Dios mío, Potter… —dijo regresando al coche, medio corriendo, y me di prisa para no quedarme rezagado, aterrado al pensar en perderlo, en que me dejara atrás—. ¡Martin! Ese cabrón es un diabético serio, hace años que esperaba que muriera. ¡Y también te debo lo de Difunto Agradecido! —exclamó, guardándose el arma de cañón corto en el bolsillo. Luego sacó del bolsillo delantero de la americana una bolsa de polvos blancos que abrió y dejó caer en una lluvia—. Ya está —dijo, limpiándose el polvo de las manos mientras se distanciaba un poco; estaba ceniciento, con las pupilas fijas, e incluso cuando me miraba no parecía verme—. Esto es todo lo que buscarán. Martin también iba colocado, ¿te has dado cuenta? Por eso se movía tan despacio, y Frits también. No esperaban esa llamada, no contaban con tener que trabajar esta noche. —Cerró con fuerza los ojos—. Dios, hemos tenido suerte. —Sudoroso y mortalmente pálido, se secó la frente—. Martin me conoce, y no esperaba que yo tuviera la otra pistola, y tú…, no han pensado en ningún momento en ti. Sube al coche. No, no… —me cogió del brazo cuando le seguí hasta el lado del conductor como un sonámbulo—, por allí no, está hecho un asco. Oh… Se detuvo en seco, y durante lo que me pareció una eternidad se tambaleó a la parpadeante luz verdosa buscando su arma por el suelo. La limpió con un trapo que sacó del bolsillo y, sosteniéndola con cuidado entre la ropa, la dejó caer de nuevo al suelo. —Uf —dijo, intentando recuperar el aliento—. Eso los confundirá. Se pasarán años intentando dar con su procedencia. —Se detuvo, sujetándose el brazo rasguñado con una mano, y me miró de arriba abajo—: ¿Sabes conducir? No pude responder. Vidrioso, mareado, tembloroso. El corazón, después de la colisión y la parálisis del momento, me empezó a latir con fuerza, bruscos y dolorosos golpes como un puño golpeándome en el centro del pecho. Boris meneó rápidamente la cabeza e hizo un ruido de desaprobación. —Por el otro lado —dijo cuando mis pies se movieron por sí solos y lo siguieron de nuevo—. No, no… —Me condujo otra vez hasta el lado del pasajero, abrió la puerta, y me dio un pequeño empujón. Empapado. Tiritando. Con náuseas. En el suelo del coche, paquete de chicles Stimorol. Mapa de carreteras: Frankfurt Offenbach Hanau. Boris rodeó el coche, examinándolo. Luego regresó al lado del conductor con cautela, haciendo algunas eses para no pisar la sangre, y se sentó al volante, lo agarró con las manos y respiró hondo. —De acuerdo —dijo tras una larga exhalación, hablando para sí mismo como un piloto a punto de partir en una misión—. Cinturones. Tú también. ¿Funcionan las luces de freno? ¿Los pilotos? —Se palpó los bolsillos, acercó el asiento y puso la calefacción a tope—. Hay mucha gasolina, estupendo. Pondremos además la calefacción de los asientos, eso nos hará entrar en calor. Recemos para que no nos paren —añadió—. Porque no puedo conducir. Toda clase de ruidos diminutos: crujidos del cuero del asiento, agua goteando de mi manga empapada. —¿No puedes? —repetí en el resonante y absoluto silencio. —Bueno, sí que puedo. —A la defensiva—. He conducido. Yo… —poniendo en marcha el motor, haciendo marcha atrás con el brazo extendido a lo largo del asiento—, bueno, ¿por qué crees que tengo chófer? ¿Soy tan elegante? —Sostuvo el índice en alto—. Me retiraron el carnet por conducir borracho. Cerré los ojos para no ver el amasijo sanguinolento cuando pasamos por delante de él. —Así que, verás, si nos paran me detendrán, y eso es justo lo que no queremos que pase. —Yo apenas podía oír lo que me decía por encima del feroz pitido de mi cabeza—. Tendrás que ayudarme. Estar atento a las señales de tráfico y avisarme si voy por el carril del autobús. Los carriles para bicis son rojos aquí y se supone que tampoco puedes conducir por ellos, así que ayúdame también con eso. De nuevo en la Overtoom, dirigiéndonos otra vez hacia Amsterdam: Locksmith Sleutelkluis, Vacatures, Digitaal Printen, Haji Telecom, Onbeperkt Genieten, letras arábigas, haces de luz, era como una pesadilla, nunca saldría de esa puta carretera. —Dios, será mejor que vaya más despacio —dijo Boris, sombrío. Tenía la mirada vidriosa y estaba hecho polvo—. Trajectcontrole. Ayúdame con las señales de tráfico. Una mancha de sangre en el puño. Grandes gotas gruesas. —Trajectcontrole. Eso significa que unas máquinas avisan a la policía de que estás yendo demasiado deprisa. Mandan coches camuflados, muchos, y a veces te siguen un rato antes de detenerte, aunque tenemos suerte, esta noche no hay demasiado tráfico por aquí. Fin de semana de Navidad, supongo. No es exactamente la clase de barrio para pasar la Navidad, ya me entiendes. Comprendes lo que acaba de pasar, ¿verdad? —dijo Boris, resoplando y frotándose con fuerza la nariz con un ruido áspero. —No. —Hablaba otro, no yo. —Bueno…, Horst. Esos dos tipos venían de parte de Horst. Frits es quizá única persona que Horst conocía en Amsterdam para llamar con tan poca antelación, pero Martin… Joder. —Hablaba muy deprisa y de forma errática, tanto que apenas le salían las palabras, y tenía los ojos fijos y apagados—. ¿Quién sabía siquiera que estaba en la ciudad? Sabes cómo se conocieron Horst y Martin, ¿no? —me preguntó mirándome de reojo—. ¡En el psiquiátrico! ¡Un elegante psiquiátrico de California! «Hotel California», lo llamaba Horst. Eso fue cuando la familia de Horst todavía hablaba con él. Horst accedió a hacer rehabilitación, pero a Martin lo ingresaron porque está loco, loco de atar. La clase de apuñalador de ojos loco. He visto a Martin hacer cosas de las que no quiero hablar. Yo… —Tu brazo. —Le dolía; le veía los ojos llorosos. Boris hizo una mueca. —No. Esto no es nada. Cero —dijo, levantando el codo para que yo le pudiera enrollar el cable del cargador de teléfono alrededor del brazo; lo había sacado de un tirón, le di dos vueltas alrededor de la herida e hice un nudo, apretándolo con todas mis fuerzas—. Ah, eres muy listo. Una buena precaución. ¡Gracias! Aunque no hace falta, de verdad. Solo es una rozadura…, creo que estoy más magullado que otra cosa. ¡Qué suerte que este abrigo sea tan grueso! Me limpiaré la herida, me tomaré un antibiótico y algo para el dolor…, estaré bien. Yo… —una profunda bocanada de aire estremecida—, necesito encontrar a Giuri y a Cherry. Espero que fueran al Blake. Dima…, hay que informar también a Dima del jaleo que ha habido en el aparcamiento. No estará contento…, habrá policía, un gran quebradero de cabeza, pero parecerá algo fortuito. No hay nada que lo relacione a él con esto. Los faros pasaban a toda velocidad. La sangre me zumbaba en los oídos. No había muchos coches en la carretera aunque cada vez que nos cruzábamos con uno me estremecía. Boris gimió y se pasó la palma de la mano por la cara. Decía algo, muy acelerado y agitado. —¿Qué? —He dicho que esto es un lío. Todavía intento entenderlo. —Voz de staccato y graznido—. Porque esto es lo que me pregunto. A lo mejor me equivoco y solo estoy paranoico…, pero ¿es posible que Horst supiera desde el principio que Sascha se llevó el cuadro? Sascha saca el cuadro de Alemania y trata de conseguir un crédito a espaldas de Horst. Luego, cuando las cosas se tuercen, a Sascha le entra el pánico, ¿quién más pudo llamar si no? Por supuesto, solo estoy pensando en voz alta, quizá Horst no sabía que Sascha se lo llevó, quizá nunca se habría enterado si Sascha no hubiera sido tan descuidado y necio como para… Maldita sea, esta jodida carretera de circunvalación —soltó de pronto. Tras dejar la Overtoom, dábamos vueltas—. ¿En qué dirección quiero ir? Conecta el navegador. —Yo… —dije manejando con torpeza el aparato; salían palabras incomprensibles, un menú que no podía leer, Geheugen, Plaats, dando vueltas al dial, otro menú, Gevarieerd, Achtergrond. —Oh, Dios. Probaremos por esta. ¡Uf, de qué poco ha ido! —exclamó Boris al perder el control del coche unos instantes mientras tomaba la curva quizá demasiado deprisa—. Tienes huevos, Potter. Frits estaba fuera de sí, prácticamente decía que sí a todo con la cabeza, pero Martin… Y tú vas y vuelves en ti, lleno de coraje. ¡Bravo! Ni me acordaba siquiera que estabas allí. ¡Pero allí estabas! ¿Dices que nunca has manejado un arma de fuego? —No. —Calles negras y mojadas. —Bueno, deja que te diga algo que quizá te parezca divertido. Pero… es un cumplido. Disparas como una chica. ¿Sabes por qué es un cumplido? —preguntó Boris, arrastrando las palabras mareado y febril—. Porque en una situación de amenaza, entre un hombre que nunca ha disparado un arma y una mujer que nunca ha disparado un arma, la mujer, o eso decía Bobo, tiene muchas más probabilidades de dar en el blanco. La mayoría de los hombres quieren parecer duros, han visto demasiadas películas, se impacientan y disparan antes de hora… ¡Mierda! —exclamó de pronto, pisando los frenos. —¿Qué pasa? —No queremos esto. —¿No queremos qué? —Esta calle está cortada. —Dio la vuelta, haciendo marcha atrás. Obras. Excavadoras detrás de vallas, edificios vacíos con lonas de plástico azul en los huecos de las ventanas. Montones de tuberías, bloques de hormigón, pintadas en holandés. —¿Qué vamos a hacer? —pregunté, en el silencio paralizado que siguió, cuando bajamos por otra calle en la que parecía que no había farolas. —Bueno, aquí no hay ningún puente por el que podamos cruzar. Y es un callejón sin salida, así que… —Me refiero a qué vamos a hacer. —¿Sobre qué? —Yo… —Me castañeteaban tanto los dientes que apenas podía pronunciar las palabras—. Boris, estamos bien jodidos. —¡No! No lo estamos. El arma de Grozdan… —se dio unas torpes palmadas en el bolsillo del abrigo— la tiraré al canal. No puede llevarlos hasta mí sin antes llevarlos hasta él. Y no hay nada más que nos involucre. Porque mi arma está limpia. No es un arma en serie. ¡Hasta los neumáticos del coche son nuevos! Llevaré el coche a Giuri y él los cambiará esta noche. Mira —continuó al ver que yo no contestaba—, no te preocupes. ¡Estamos a salvo! ¿Quieres que lo repita? A S-A-L-V-O. —Y subrayó cada letra torpemente con los dedos. Al pasar por un bache, me estremecí sin querer, llevándome las manos a la cara. —¿Y por qué? Porque por encima de todo somos viejos amigos…, porque confiamos el uno en el otro. Y porque… Oh, Dios, allá hay un poli, deja que reduzca la velocidad. Me miré fijamente los zapatos. Zapatos, zapatos, zapatos. En lo único que podía pensar era en que cuando me los había puesto hacía unas horas no había matado a nadie. —Porque… Potter, Potter, piénsalo. Piénsalo por un momento, por favor. ¿Qué pasaría si yo fuera un desconocido, alguien que no conocieras o en quien no confiaras, si estuvieras yendo en coche ahora mismo con un desconocido? Entonces tu vida estaría encadenada para siempre a la del desconocido. Tendrías que tener mucho, muchísimo cuidado con esa persona mientras vivieras. Manos frías, pies fríos. Snackbar, Supermarkt, pirámides iluminadas de frutas y dulces, Verkoop Gestart! ¡Han empezado las ventas! —Tu vida…, tu libertad…, dependería de la lealtad de un desconocido. En ese caso sí tendrías que preocuparte. Ya lo creo. Estarías en un gran aprieto. Pero nadie más sabe esto aparte de nosotros. ¡Ni siquiera Giuri! Incapaz de hablar, meneé la cabeza con vigor, intentando recuperar el aliento. —¿Quién? ¿El chico chino? —Boris hizo un ruido de disgusto—. ¿A quién se lo va a decir? Es menor edad y no tiene papeles. Y no habla bien ningún idioma. —Boris —dije, echándome un poco hacia delante; tenía la sensación de que iba a desmayarme—. Él tiene el cuadro. —Ah. —Boris hizo una mueca de dolor—. Lo siento, pero dalo por perdido. —¿Qué? —Quizá para siempre. Estoy harto de este asunto, más que harto. Porque, me duele decirlo, pero Woo, Goo o como se llame, después de lo que ha visto, solo pensará en sí mismo. Estará aterrado. ¡Muertos! ¡Deportación! No querrá involucrarse. Olvídate del cuadro. Él no tiene ni idea de lo que vale. Y si tiene algún lío con la policía, preferirá incluso pasar un día en la cárcel. Lo único que querrá es deshacerse de él. —Se encogió de hombros, mareado—. Así que esperemos que ese mierda escape. Si no, hay muchas posibilidades de que el ptitsa acabe en el fondo del canal o quemado. La luz de las farolas rebotando en los capós de los coches aparcados. Me sentía incorpóreo, disociado de mí. No me imaginaba cómo sería estar de nuevo en mi propio cuerpo. Nos encontrábamos otra vez en el casco antiguo, traqueteo sobre los adoquines, un nocturno monocromático salido de un cuadro de Aert van der Neer con el siglo XVII presionando a cada lado y monedas de plata danzando sobre el agua negra del canal. —Ay, está cortado —gimió Boris, parándose de nuevo con una sacudida y dando marcha atrás—, tenemos que buscar otra ruta. —¿Sabes adónde vamos? —Por supuesto —respondió Boris, con una especie de alegría fuera de lugar que asustaba—. Ese canal de allí es el tuyo. El Herengracht. —¿Qué canal? —Es fácil orientarse en una ciudad como Amsterdam —continuó Boris, como si yo no hubiera hablado—. Lo único que tienes que hacer en el casco antiguo es seguir los canales hasta… Por Dios, también han cortado esta calle. Gradaciones tonales. Oscuridades extrañamente intensificadas. La pequeña luna fantasmal que brillaba por encima de los campanarios era tan minúscula que parecía la luna de otro planeta, brumosa y oculta, nubes espeluznantes iluminadas con el más leve trazo azul y marrón. —No te preocupes, pasa a menudo. Siempre están construyendo algo. Grandes obras caóticas. Creo que es para una nueva línea de metro o algo así. Todo el mundo está irritado. Muchas denuncias de fraude, sí, sí, es lo mismo en todas las ciudades, ¿no? —Su voz era tan poco clara que parecía borracho—. Obras por todas partes, los políticos haciéndose ricos. Por eso todos van en bicicleta, es más rápido, solo que, lo siento, pero yo no voy en bicicleta a ninguna parte una semana antes de Navidad. Oh, no… —Un puente estrecho, una brusca parada detrás de una hilera de coches—, ¿nos estamos moviendo? —Yo… Nos quedamos atascados en un paso peatonal. Gotas rosadas visibles en las ventanillas salpicadas de lluvia. Gente yendo de un lado para a otro a menos de un palmo de distancia. —Bájate y echa un vistazo. No, espera —añadió con impaciencia antes de que pudiera moverme; metió el coche en un aparcamiento y se bajó él mismo. Le vi la espalda iluminada por los faros delanteros, su aspecto formal y teatral en medio de las nubes de humos de los tubos de escape. —Un camión —dijo, subiéndose de nuevo al coche y cerrando de golpe la portezuela. Respiraba hondo, con los brazos rectos hacia el volante. —¿Qué está haciendo? —pregunté. Miraba de un lado para otro, aterrado, casi esperando que algún transeúnte advirtiera las manchas de sangre, y corriera hasta nuestro coche, aporreara las ventanillas y abriera a la fuerza la portezuela. —¿Cómo quieres que lo sepa? Hay demasiados coches en esta puta ciudad. —Boris estaba sudoroso y pálido a la escabrosa luz de los pilotos que teníamos delante; más coches se habían parado detrás, estábamos atrapados—. Mira, quién sabe cuánto tiempo nos tendrán aquí. Estamos a solo unas manzanas de tu hotel. Es mejor que bajes y vayas andando. —Yo… —¿Eran los pilotos del coche de delante lo que hacía que las gotas de agua del parabrisas se vieran tan rojas? Boris hizo un ademán impaciente. —Vete, Potter. No sé qué pasa con ese camión, pero me temo que vendrá la policía de tráfico. Es mejor que no estemos juntos ahora. El Herengracht…, no tiene pérdida. Aquí los canales describen un círculo, lo sabes, ¿verdad? —Señaló—. Ve por allí y lo encontrarás. —¿Y tu brazo? —¡No es nada! Me quitaría el abrigo para enseñártelo pero es demasiada molestia. Ahora vete. Tengo que hablar con Cherry. —Se sacó el móvil del bolsillo—. Es posible que tenga que irme un tiempo de la ciudad… —¿Qué? —… y si estamos un tiempo sin hablar, no te preocupes. Sé dónde encontrarte. Es mejor que no intentes llamarme o ponerte en contacto conmigo. Lo haré yo en cuanto pueda. Todo saldrá bien. Vete…, y límpiate, ponte esa bufanda alrededor del cuello bien subido… Hablaremos pronto. ¡No me mires con esa cara enferma y pálida! ¿Llevas algo encima? ¿Necesitas algo? —¿Qué? Hurgando en el bolsillo. —Toma esto. —Un sobre de papel vegetal con un sello emborronado—. No demasiado que es muy, muy pura. Una pizca del tamaño de la cabeza de una cerilla. No más. Y cuando te despiertes ya no lo verás tan negro. —Marcó un número en el móvil; yo era muy consciente de su respiración profunda—. Ahora, ¿recuerdas?, ponte esa bufanda alrededor del cuello y camina por el lado más oscuro de la calle. ¡Vete! ¡Deprisa! —gritó cuando me quedé sentado, y vi a un transeúnte que cruzaba el puente volverse para mirar. Luego se volvió hacia el móvil—. Cherry. —Y, desplomándose hacia atrás en el asiento con visible alivio, empezó a parlotear con voz ronca en ucraniano mientras yo me bajaba del coche (sintiéndome expuesto y observado a la cruda luz de los faros de los coches parados) y cruzaba de nuevo el puente por donde habíamos llegado. La última vez que lo vi, hablaba por el móvil con la ventanilla bajada y asomaba la cabeza, en medio de exorbitantes nubes de humo de los tubos de escape, para ver qué pasaba con el camión parado delante. XIV La hora, o más bien las horas, que pasé dando vueltas por los canales buscando mi hotel fueron tan deprimentes como cualquier otra en mi vida, lo que es mucho decir. Las temperaturas habían caído en picado, tenía el pelo húmedo y la ropa empapada, y los dientes me castañeteaban; las calles eran lo bastante oscuras para que todas parecieran iguales y sin embargo no eran lo bastante oscuras para estar deambulando con ropa manchada con la sangre de un hombre al que acababa de matar. Caminé deprisa por las calles negras, con pasos que sonaban curiosamente llenos de confianza, sintiéndome tan inquieto y expuesto como alguien que se pasea desnudo en una pesadilla, procurando no acercarme a las farolas y esforzándome, cada vez con menos éxito, por tranquilizarme, para que llevar el abrigo al revés pareciera totalmente normal y no hubiera nada raro en ello. Pasaba gente por la calle pero no mucha. Temiendo que alguien me reconociera me quité las gafas, ya que sabía por experiencia que eran mi rasgo más distintivo —lo primero que la gente advertía, lo que recordaba—, y aunque eso no me ayudó a orientarme, me infundió una irracional sensación de seguridad y ocultamiento: letreros de calles ilegibles y brumosos halos de las farolas que flotaban aislados en la oscuridad, faros difuminados de los coches y haces de luces navideñas, una sensación de ser visto por perseguidores con unas lentes desenfocadas. Lo que ocurrió fue que pasé de largo el hotel por un par de manzanas. Además, no estaba acostumbrado a los hoteles europeos, donde a partir de cierta hora había que llamar al timbre; cuando por fin me acerqué pisando charcos y estornudando helado hasta los huesos, y me encontré con la puerta cerrada, me quedé allí parado un tiempo indefinido como un zombi, haciendo girar la manilla en un sentido y en otro con un aturdimiento metrónomo, enclaustrado, rítmico, demasiado aterido de frío para comprender por qué no podía entrar. Consternado, vi a través del vidrio el mostrador negro y brillante del vestíbulo: vacío. A continuación salió de detrás un hombre moreno con un pulcro traje oscuro y las cejas arqueadas. Vi un atisbo de pánico al cruzarse nuestras miradas y caí en la cuenta de la impresión que yo debía de causar, pero él enseguida bajó la vista mientras manejaba con torpeza la llave. —Disculpe, señor, pero cerramos la puerta después de las once —dijo. Desviando aún la vista—. Por la seguridad de los huéspedes. —Me ha pillado la lluvia. —Por supuesto, señor. —Me di cuenta de que me miraba el puño de la camisa, salpicado de una gota de sangre marronácea del tamaño de una moneda de diez centavos—. En el mostrador tenemos paraguas, si necesita uno. —Gracias. —Luego, de modo inconexo—: Me he manchado con chocolate. —Lo lamento, señor. Intentaremos sacar la mancha en la lavandería, si lo desea. —Eso sería estupendo. —¿No olía la sangre? En el caldeado vestíbulo su olor a óxido y sal era intenso—. Es mi camisa favorita. Profiteroles. —Cierra la boca, cierra la boca—. Pero estaban riquísimos. —Me alegro, señor. Si lo desea, podemos reservarle una mesa en un restaurante mañana por la noche. —Gracias. —Sangre en la boca, su olor y su sabor en todas partes, solo podía confiar en que él no la oliera en mi persona con tanta intensidad—. Eso sería estupendo. —¿Señor? —me llamó cuando eché a andar hacia el ascensor. —¿Sí? —Creo que necesita la llave. —Rodeando el mostrador, seleccionó una llave del casillero—. La veintisiete, ¿verdad? —Así es —respondí, agradecido de que me dijera el número de mi habitación y al mismo tiempo alarmado de que lo supiera de memoria. —Buenas noches, señor. Que tenga una agradable estancia. Dos ascensores distintos. Un pasillo interminable, enmoquetado de rojo. Al entrar en la habitación encendí todas las luces: la lámpara del escritorio, la de la mesilla de noche, la deslumbrante araña de luces; me quité el abrigo, lo dejé caer en el suelo, y me fui directo a la ducha, desabrochándome la camisa ensangrentada por el camino, tambaleándome como un monstruo de Frankenstein delante de las horcas. Arrojé el amasijo viscoso de ropa al fondo de la bañera y abrí el grifo del agua, con tanta potencia y tan caliente como era posible, y riachuelos rosas corrieron por debajo de mis pies mientras me frotaba con el gel de baño con fragancia de lirios que olía a corona funeraria y notaba que me ardía la piel. No había nada que hacer con la camisa; las manchas marronáceas en forma de concha del cuello seguían allí mucho después de que el agua corriera transparente por ellas. Dejándola en remojo en la bañera, me concentré en la bufanda y luego en la americana, que también tenían manchas de sangre pero que eran de un color demasiado oscuro para que se vieran; y, por último, en el abrigo, poniéndolo del derecho con toda la delicadeza que fui capaz (¿por qué había ido a la fiesta con el abrigo de pelo de camello en lugar del azul marino?). Una solapa podía pasar, pero la otra estaba hecha un asco. Las salpicaduras de color vino transmitían una animación flagrante que hizo que reviviera una vez más la fuerza del disparo: el culatazo, el estallido, la trayectoria de las gotas. Sostuve la solapa bajo el grifo del lavabo, eché champú y la froté una y otra vez con un cepillo para los zapatos que encontré en el armario; y cuando se me acabaron el champú y el gel de baño, restregué la mancha con la pastilla de jabón, como el criado impotente de un cuento de hadas condenado a llevar a cabo una tarea imposible antes del amanecer o morir. Por último, con las manos temblorosas del cansancio, recurrí al cepillo de dientes y la pasta dentífrica, que eché directamente del tubo, lo que curiosamente funcionó mejor que todo lo que había probado hasta entonces, pero no cumplió con el cometido. Al final, dándome por vencido, colgué el abrigo goteando en la bañera: un fantasma empapado del señor Pavlikovski. Me esforcé en no manchar de sangre las toallas; con papel higiénico, que arrancaba y tiraba compulsivamente al retrete cada pocos minutos, limpié las gotas de color óxido de los azulejos, extendiendo pasta dentífrica por las juntas. Blanco clínico. Paredes espejeantes, reflejando múltiples soledades. Mucho después de que hubiera desaparecido hasta el último rastro rosa seguí frotando, aclarando y lavando de nuevo las toallas de manos que había manchado, que todavía tenían un tono rojizo sospechoso, y luego, tambaleándome de cansancio, me metí bajo el chorro de agua, que estaba tan caliente que apenas podía soportarlo, y me restregué todo el cuerpo una vez más, de la cabeza a los pies, deslizándome la pastilla de jabón por el pelo y llorando con el agua jabonosa que me entraba en los ojos. XV Un timbre que sonó fuerte me despertó, a una hora imprecisa, y me levanté de un salto como si me hubiera escaldado. Las sábanas estaban hechas un lío y empapadas de sudor, y con las persianas bajadas no era posible saber qué hora era o si era de noche o de día. Todavía medio dormido, me puse el albornoz y abrí la puerta con la cadena. —¿Boris? Una mujer uniformada con la cara húmeda. —Lavandería, señor. —¿Cómo? —Me mandan de la recepción, señor. Dicen que ha pedido el servicio de lavandería esta mañana. —Hummm… —Bajé la vista hacia el pomo. ¿Cómo podía haberme olvidado de colgar el letrero de «No molesten» después de lo ocurrido?—. Espere. Saqué de la maleta la camisa que había llevado a la fiesta de Anne de Larmessin, la que Boris dijo que no era lo bastante elegante para el asunto de Grozdan. —Tome —dije, pasándosela a través de la puerta, y luego—: Espere. La americana del traje y la bufanda. Los dos eran negros. ¿Me atrevía? Tenían mal aspecto y estaban húmedos, pero cuando encendí la lámpara del escritorio para examinarlos con detenimiento —con la vista educada por Hobie, las gafas puestas y la nariz a unas pocas pulgadas de la tela— no vi rastro de sangre. Con un pedazo de papel higiénico comprobé si dejaba rastro rosa. Lo hacía, pero muy débilmente. Ella seguía esperando y, de algún modo, fue un alivio tener que darme prisa: una decisión rápida, sin titubear. Saqué de los bolsillos la billetera, las oxicontinas húmedas pero asombrosamente intactas que me había deslizado en el bolsillo antes de ir a la fiesta de Anne de Larmessin (¿alguna vez se me ocurrió que estaría agradecido a esa fórmula de acción prolongada?) y el sobre de papel vegetal que Boris me había dado, y le entregué el traje junto con la bufanda. Al cerrar la puerta me sentí aliviado. Pero no habían pasado ni treinta segundos cuando sentí un murmullo de preocupación, preocupación que fue aumentando por momentos en un ruidoso crescendo. Un juicio instantáneo. Una locura. ¿En qué había pensado? Me tumbé. Me levanté. Me tumbé de nuevo e intenté dormir. Luego me senté en la cama y en un frenesí como irreal, incapaz de detenerme, me sorprendí marcando el número de la recepción. —Sí, señor Decker, ¿en qué puedo ayudarle? —Hum —apretando con fuerza los ojos; ¿por qué había pagado con tarjeta de crédito la habitación?—, acabo de dar un traje a la lavandería y quería saber si seguía aquí. —Ya lo hemos enviado, señor. La empresa que utilizamos es de fiar. —¿Hay alguna forma de saber si ya ha salido? Acabo de caer en la cuenta de que lo necesito esta noche para un compromiso. —Lo comprobaré, señor. Un momento. Esperé impotente, mirando fijamente la bolsa de heroína de la mesilla de noche, en la que había impresa una calavera de los colores del arco iris y la palabra AFTERPARTY. Al cabo de un momento volvió el recepcionista. —¿A qué hora necesitará el traje, señor? —Temprano. —Lo siento pero ya ha salido. La furgoneta acaba de marcharse. Sin embargo nuestro servicio de lavandería hace entrega en el mismo día. Lo tendrá hacia las cinco de la tarde. ¿Desea algo más, señor? —preguntó en el silencio que siguió. XVI Boris tenía razón sobre la droga, era tan pura que una porción de tamaño normal me dejó tumbado, y durante un intervalo indefinido floté de manera agradable al borde de la muerte, entrando y saliendo de ella. Ciudades, siglos. Me deslicé dentro y fuera de momentos lánguidos, deliciosos, con las persianas bajadas, sueños de nubes vacías, sombras cambiantes, una inmovilidad como la de las maravillosas piezas de caza de Jan Weenix, aves muertas con las plumas ensangrentadas colgando de una pata, y en el soplo de conciencia que me quedaba creí entender la secreta grandeza de morir, toda la sabiduría que se le negaba a la humanidad entera hasta el mismo final: sin dolor, sin miedo, un magnífico distanciamiento, yaciendo en una capilla ardiente sobre la barcaza de la muerte y perdiéndose en las grandiosas inmensidades como un emperador que se va, se va, observando a todos los que correteaban a lo lejos en la playa, liberados de todas las viejas nimiedades humanas del amor, el miedo, el dolor y la muerte. Horas después, cuando el timbre taladró mis sueños, podrían haber transcurrido cientos de años, pero ni siquiera parpadeé. Me levanté de buen humor, con un feliz balanceo en el aire, y sosteniéndome en los muebles a medida que caminaba; sonreí a la chica de la puerta, rubia y de aspecto tímido, que me tendía mi ropa envuelta en plástico. —Servicio de lavandería, señor Decker. —Como todos los holandeses, o esa era mi impresión, pronunciaba mi apellido «Decca», como Decca Mitford, una vieja conocida de la señora DeFrees—. Le pedimos disculpas. —¿Cómo? —Esperamos no haberle causado muchas molestias. —¡Adorable! ¡Esos ojos azules! Y su acento era encantador. —¿Cómo dice? —Nos comprometimos a tenerle la ropa a las cinco. En la recepción han dicho que no le cobrarán el servicio. —Ah, no se preocupe —respondí preguntándome si tenía que darle una propina, y cayendo en la cuenta de que buscar dinero y contarlo era mucho en que pensar. Cerré la puerta y, dejando caer la ropa a los pies de la cama, di un paso inestable hacia la mesilla y miré la hora en el reloj de Boris: las seis y veinte. Sonreí al pensar en la preocupación que la droga me había ahorrado: ¡una hora y veinte minutos de angustia! ¡Telefoneando frenético a la recepción e imaginándome a la policía en el vestíbulo! Ese pensamiento me inundó de serenidad védica. ¡Preocupación! Qué pérdida de tiempo. Todos los libros sagrados tenían razón. Era evidente que la «preocupación» era indicio de persona primitiva y poco desarrollada espiritualmente. ¿Cómo era el verso de Yeats sobre los aturdidos sabios chinos? Todas las cosas se derrumban y se construyen de nuevo. Vetustos ojos centelleantes. Eso era la sabiduría. La humanidad se había indignado, había llorado y destruido durante siglos, quejándose de sus enclenques vidas individuales, cuando… ¿de qué servía todo ese dolor inútil? «Piensa en los lirios del campo». ¿Por qué se preocupaba alguien de algo? ¿No éramos puestos como seres sensibles sobre la tierra para ser felices en el breve tiempo que se nos asignaba? Desde luego. Esa era la razón por la que no me preocupó la lacónica nota impresa que deslizó el servicio de limpieza por debajo de la puerta («Estimado huésped, hemos intentado entrar en su habitación para limpiarla, pero lamentablemente no hemos podido acceder a ella…»), y por la que estuve más que encantado de salir al pasillo en albornoz y abordar a la empleada con un siniestro cargamento de toallas empapadas bajo el brazo —todas las toallas de la habitación estaban empapadas, pues había enrollado el abrigo en ellas para que se escurriera antes, y había marcas rosadas en las que no había reparado antes—, ¿toallas limpias?, ¡por supuesto!, oh, ¿ha olvidado la llave, señor?, ¿se ha quedado cerrado fuera?, un momento, que le abro la puerta, y la razón por la que, aun después de ese incidente, no me lo pensé dos veces y llamé al servicio de habitaciones; dejé que el botones entrara en la habitación empujando el carrito hasta el pie de la cama (sopa de tomate, ensalada, sándwich de ensalada de pollo y patatas fritas, que logré vomitar casi en su totalidad media hora después, el vómito más agradable del mundo, tan divertido que me hizo reír, ¡puaf! ¡La mejor droga que había probado jamás!). Estaba enfermo, lo sabía, tantas horas con la ropa mojada a temperaturas bajo cero me habían dejado con fiebre y escalofríos, y sin embargo me sentía tan grandiosamente distanciado de ello que no me importaba. Eso era el cuerpo: falible, sujeto a achaques. Enfermedad, dolor. ¿Por qué la gente se acaloraba tanto sobre ello? Puse en la maleta toda la ropa que tenía (dos camisas, un jersey, otros pantalones, dos pares de calcetines) y me senté sorbiendo una Coca-Cola del minibar; todavía colocado y empezando a aterrizar, entré y salí de vívidas fantasías: diamantes sin cortar, insectos negros, un sueño particularmente gráfico de Andy calado hasta los huesos, con las zapatillas de tenis chorreando, dejando un reguero de agua en la habitación algo no va bien hay algo extraño un poco fuera de lugar ¿qué cuentas Theo? Poca cosa, ¿y tú? También poco eh me han dicho que Kits y tú os vais a casar me lo dijo papá Genial Sí genial, pero no podemos ir, papá tiene un compromiso en el club náutico Lástima Y luego íbamos juntos a alguna parte Andy y yo con pesadas maletas íbamos a ir en barco, por el canal, pero Andy empezaba con que no pienso subirme a ese barco y yo sí claro lo entiendo, de modo que desmonté el velero tuerca a tuerca y metí las piezas en la maleta, íbamos a llevarla a tierra, velas y todo, ese era el plan, lo único que tenías que hacer era seguir los canales y estos te llevarían justo donde querías o de vuelta al punto de partida pero desmontar un velero era más difícil de lo que me pensaba, no era lo mismo que desmontar una mesa o una silla y las piezas eran demasiado grandes para que cupieran en la maleta y había una hélice gigante que yo intentaba meter entre la ropa y Andy estaba aburrido y se había quedado aparte jugando al ajedrez con alguien cuyo aspecto no me gustaba y él dijo bueno si tú no puedes planearlo con antelación tendrás que improvisar sobre la marcha… XVII Me desperté con un restallido en la cabeza, náuseas y picor por todo el cuerpo como si tuviera hormigas correteando por debajo de la piel. Al abandonar las drogas el organismo, el pánico regresó con doble fuerza, ya que era evidente que estaba enfermo, febril y con sudores, no podía seguir negándolo. Después de ir tambaleándome al cuarto de baño y vomitar de nuevo (y esta vez no fue una vomitera divertida de yonqui sino el drama habitual), regresé a la habitación y contemplé el traje y la bufanda dentro de la bolsa de plástico que había dejado a los pies de la cama, y pensé con un escalofrío en la suerte que había tenido. Al final, todo salió bien (¿o no?) pero podría no haber sido así. Con torpeza saqué el traje y la bufanda del plástico, bajo mis pies había un balanceo somnoliento, como el de un barco, que me impulsó a agarrarme a la pared para no caer, y, sentándome en la cama, busqué mis gafas para examinarlos bajo la luz. La tela estaba gastada pero por lo demás bien. Una vez más no advertí nada. La tela era demasiado oscura. Veía manchas y dejaba de verlas. Los ojos aún no me respondían del todo. Quizá era un truco, y si bajaba al vestíbulo me encontraría a la policía esperándome, pero no combatiendo ese pensamiento, era ridículo. De haber encontrado en la ropa algo sospechoso se habrían quedado con ella, ¿no? No me la devolverían lavada y planchada. Aún no había regresado del todo al mundo, no era yo. De algún modo mi sueño del velero había penetrado y contaminado la habitación de hotel, que ahora era una habitación pero también un camarote de barco: armarios empotrados (por encima de mi cama y debajo de los aleros) pulcramente encastrados con tiradores de latón y esmaltados hasta adquirir un intenso brillo náutico. Carpintería de barco: cubierta oscilante, y el agua negra del canal lamiéndola. Delirio: sin amarras y a la deriva. Fuera, la niebla era densa, ni un soplo de viento, las farolas proyectando luz a través de una inmovilidad cenicienta, demacrada y difusa, atenuada y desdibujada hasta convertirse en bruma. Picor, picor. La piel ardiendo. Náuseas y una fuerte jaqueca. Cuanto más lujosa la droga más profunda era la angustia —mental y física— al irse el efecto. Volvía a ver caer el pedazo de la frente de Martin solo que a un nivel más íntimo, casi dentro de él, cada pulso y cada chorro, y —peor aún, un punto de congelación más profundo— el cuadro, desaparecido. El abrigo manchado de sangre, los pies del chico huyendo. Negrura. Catástrofe. Para los seres humanos —prisioneros de la biología—, no había compasión: vivíamos durante un tiempo, hacíamos un poco el tonto y nos moríamos, nos pudríamos bajo tierra como la basura. El tiempo nos destruía a todos con bastante rapidez. Pero destruir o perder una criatura inmortal, romper vínculos más fuertes que los temporales, era un desacoplamiento metafísico único, con un gusto sorprendentemente nuevo a desesperación. Mi padre ante la mesa de bacarrá en la medianoche refrigerada. «Siempre hay más cosas en un plano oculto». La suerte en sus manifestaciones y estados anímicos más oscuros. Consultando las estrellas, esperando a hacer las grandes apuestas cuando Mercurio estaba en retroceso, alcanzando unos conocimientos que estaba más allá de lo conocido. El negro, su color de la suerte, el nueve su número de la suerte. Golpéame otra vez, amigo. «Hay un patrón y nosotros formamos parte de él». Sin embargo, si rascabas mucho la idea del patrón (lo que por lo visto él nunca se había molestado en hacer), te topabas con un vacío tan sombrío que destruía de modo terminante todo lo que habías contemplado o creído poco trascendental. 12 El Lugar de Encuentro I Los días que precedieron a la Navidad fueron muy confusos, ya que a causa de la enfermedad y de lo que vino a ser lo mismo que un encierro incomunicado enseguida perdí la noción del tiempo. Me quedé en la habitación, con el letrero de «No molesten» colgado del pomo de la puerta, y el televisor, en lugar de proporcionar un falso murmullo de normalidad, no hizo sino aumentar la confusión y la desorientación: sin lógica ni estructura, era imposible saber qué ocurriría a continuación, tal vez nada, Ábrete Sésamo en holandés, holandeses hablando delante de una mesa, más holandeses hablando delante de una mesa, y aunque se podía ver la Sky News, la CNN y la BBC, ninguno de los informativos locales era en inglés (nada importante, nada relacionado conmigo o con el aparcamiento), aunque en un determinado momento di un desagradable respingo cuando, al cambiar el canal donde daban una antigua serie policíaca estadounidense, me detuve perplejo al ver a mi padre a los veinticinco años: en uno de sus papeles innombrables, como extra que aplaudía detrás de un candidato político en una rueda de prensa, asintiendo ante las promesas de campaña y mirando durante un inquietante instante hacia la cámara y, a través del océano, hacia el futuro, hacia mí. La múltiple ironía de todo ello tenía tantas capas y era tan misteriosa que me quedé boquiabierto del horror. De no haber sido por el corte de pelo y la constitución más corpulenta (era una mole por haber levantado pesas; en aquella época iba a menudo al gimnasio), mi padre podría haber sido mi gemelo. Pero lo que más me impactó fue ver lo honrado que parecía mi padre cuando en 1985 ya era vergonzosamente falso y estaba cayendo en el alcoholismo. En su cara no se veía ningún indicio de su carácter o del porvenir que lo aguardaba. Al contrario, parecía un hombre resuelto y alerta, un modelo de certidumbre y promesa. Apagué el televisor. Mi contacto con la realidad se reducía cada vez más al servicio de habitaciones, al que llamaba solo en los momentos más negros previos al amanecer, cuando los camareros se movían despacio y somnolientos. —No, me gustaría los periódicos holandeses, por favor —le decía (en inglés) al botones que solo hablaba holandés y que me subía el International Herald Tribune con el café y los panecillos holandeses, los huevos con jamón y el surtido del chef de quesos holandeses. En vista de que continuaba trayéndome el Tribune, pese a mis indicaciones, empecé a bajar por las escaleras traseras al vestíbulo antes del amanecer para buscar los periódicos locales, que estaban oportunamente expuestos en abanico en una mesa justo al lado de las escaleras, con lo que me ahorraba pasar por delante del mostrador de recepción. Bloedend. Moord. Sangriento. Asesinato. El sol no parecía salir hasta las nueve de la mañana y cuando por fin lo hacía era brumoso y lúgubre, y proyectaba una luz débil y baja como de purgatorio que recordaba algún efecto teatral de una ópera alemana. Al parecer la pasta dentífrica que había utilizado para limpiar la solapa de mi abrigo contenía agua oxigenada o algún otro agente blanqueador, porque la mancha frotada se había desteñido dejando un halo blanquecino del tamaño de mi mano, de color tiza por los bordes exteriores, bordeando el casi indistinguible fantasma del plasma craneal de Frits. Hacia las tres y media de la tarde empezaba a irse la luz; a las cinco volvía a estar totalmente oscuro. Entonces, si no había mucha gente por la calle, me subía las solapas del abrigo y me enrollaba la bufanda alrededor del cuello y, procurando mantener la cabeza gacha, salía en la oscuridad hasta un pequeño mercado de asiáticos situado a unos pocos cientos de yardas del hotel, donde con los euros que me quedaban compraba sándwiches preparados, manzanas, otra pasta dentífrica, gotas nasales, una aspirina y cerveza. Is alles?, ¿Algo más?, decía la anciana en un holandés de sonido roto. Contando las monedas con exasperante calma. Cling, cling, cling. Aunque yo tenía tarjetas de crédito estaba resuelto a no utilizarlas, lo que no era sino otra norma arbitraria del juego que me había inventado, una precaución del todo irracional, porque ¿a quién iba a engañar? ¿Qué importaba pagar un par de sándwiches en una tienda de comestibles cuando ya tenían mi tarjeta en el hotel? El miedo y la enfermedad me ofuscaban el juicio, ya que el catarro o el resfriado que había pillado persistía. Cada hora que pasaba tosía con más virulencia y me aumentaba el dolor de los pulmones. Era cierto lo que decían de los holandeses y la limpieza, y de los productos de limpieza holandeses: el supermercado tenía un asombroso surtido de productos y regresé a mi habitación con una botella con un cisne blanco sobre una montaña nevada y una etiqueta de una calavera en la parte de atrás. Sin embargo, aunque era lo bastante potente para limpiar las rayas de mi camisa, no logró eliminar las manchas del cuello, que se habían desteñido, y los manchones de un oscuro color hígado habían pasado a ser siniestros contornos que se superponían como hongos blancos. Por cuarta o quinta vez la aclaré, con los ojos llorosos, luego la doblé y la metí dentro de una bolsa de plástico que guardé en el fondo de un armario alto. Sabía que flotaría si la tiraba al canal sin un peso, y me daba miedo salir con ella a la calle y tirarla a una papelera; alguien me vería y me pillarían, eso era lo que ocurriría, lo sabía de un modo profundo e irracional, como se sabe algo en un sueño. Un rato. ¿Qué era un rato? Tres días como máximo, había dicho Boris en casa de Anne de Larmessin. Pero entonces no había contado con el encuentro con Frits y Martin. Campanillas y guirnaldas, estrellas de Adviento en los escaparates, cintas y nueces doradas. Por la noche dormía con los calcetines, el abrigo manchado y un jersey de cuello cisne además del edredón, ya que el mando del radiador, que según indicaba el librito del hotel encuadernado de cuero debía girar en el sentido de las agujas del reloj, no calentaba lo suficiente la habitación para aliviar los dolores y los escalofríos de la fiebre. Plumas de ganso blancas, cisnes blancos. La habitación hedía a lejía como un jacuzzi barato. ¿Lo olían las camareras del hotel desde el pasillo? No te echaban más de diez años por robo de arte pero con Martin había cruzado la frontera hacia otro país, un camino de dirección única y sin retorno. Sin embargo había desarrollado una forma de pensar en la muerte de Martin, mejor dicho, de obviarla, que funcionaba. El acto —la eternidad de ello— me había arrojado a un mundo tan diferente que, a efectos prácticos, yo ya estaba muerto. Tenía la sensación de estar de vuelta de todo, de volver la vista atrás hacia la tierra desde un témpano de hielo que flotaba hacia el mar. Lo hecho no podía deshacerse. Yo me había ido. Y ya me estaba bien. Yo no contaba gran cosa en el orden del universo, y Martin tampoco. Éramos fáciles de olvidar. Era una lección social y moral, por lo menos. En cambio, durante todo el tiempo previsible que estaba por venir —mientras se escribiera la historia, hasta que los casquetes glaciares y las calles de Amsterdam quedaran cubiertos de agua—, el cuadro sería recordado y llorado. ¿Quién sabía o a quién le importaban los nombres de los turcos que habían volado el techo del Partenón, o de los mullah que habían ordenado la destrucción de los budas de Bamiyán? Sin embargo, estuvieran vivos o muertos, sus acciones perdurarían. Era la peor clase de inmortalidad. De un modo intencionado o no, yo había extinguido una luz en el corazón del mundo. «Caso de fuerza mayor», así lo denominaban las compañías de seguros, una catástrofe tan fortuita o arcana que no había forma de apreciar su magnitud. Una cosa era la probabilidad, pero ciertos acontecimientos caían tan fuera de las tablas actuariales que hasta las aseguradoras se veían obligadas a recurrir a lo sobrenatural para explicarlos, «mala pata», como dijo mi padre un día con pesadumbre mientras se hacía bruscamente de noche junto a la piscina, fumando Viceroy tras Viceroy para ahuyentar los mosquitos, una de las pocas veces que había intentado hablar conmigo de la muerte de mi madre, y por qué pasaban cosas malas, por qué ella se encontraba en el lugar equivocado en el momento equivocado, un golpe de suerte, un caso entre un millón, no una evasiva o un escurrir el bulto sino —lo reconocí, viniendo de él— una profesión de fe y la mejor respuesta que él podía ofrecerme, en pie de igualdad con lo ha escrito Alá o es la voluntad de Dios, un sincero rendirse ante la Fortuna, el dios más grande que él conocía. Si él estuviera en mi situación… Casi me entraron ganas de reír al pensarlo. Me lo imaginé allí escondido, yendo de un lado para otro de la habitación de forma demasiado evidente, atrapado y acechante, disfrutando del drama de su aprieto como el policía al que le tienden una trampa y acaba en prisión interpretado por Farley Granger. Pero también me figuraba la fascinación que habría sentido ante mi grave situación, los giros y los reveses tan fortuitos como cualquier cambio de cartas, me lo imaginaba perfectamente meneando la cabeza desconsolado. «Malos planetas. Hay una estructura en todas las cosas, un patrón más grande. Si estás buscando una historia, hijo, ya la tienes». Había hecho su numerología o como se llamara, estudiado su libro de Escorpio y lanzado monedas al aire para consultar las estrellas. De mi padre podías decir todo menos que carecía de una visión cohesiva del mundo. El hotel se llenaba durante las fiestas. Parejas. Soldados estadounidenses que hablaban por los pasillos con monotonía militar, el rango y la autoridad perceptibles en su voz. En la cama, durante mis fiebres opiáceas, soñaba con montañas nevadas, puras y aterradoras, vistas alpinas de documentales sobre Berchtesgaden, grandes vientos que se encadenaban unos con otros y soplaban sobre mares picados como en el óleo que colgaba encima del escritorio: un diminuto velero que se zarandeaba solo en aguas oscuras. Mi padre: Deja el mando a distancia cuando hablo contigo. Mi padre: Bueno, yo no diría desastre sino fracaso. Mi padre: ¿Tiene que cenar con nosotros, Audrey? ¿Tiene que sentarse a la mesa con nosotros cada puta noche? ¿No puedes decirle a Alameda que le dé de cenar antes de que yo llegue a casa? Uno, batalla naval, una pizarra mágica, cuatro en raya. Unos soldaditos verdes y unos insectos de goma que había encontrado en mi calcetín de Navidad. El señor Barbour: Dos banderas de señales. Victor: Necesito auxilio. Eco: Estoy virando a estribor. El apartamento de la Séptima Avenida. Gris de día lluvioso. Muchas horas tocando monótonamente una armónica de juguete, soplando y soplando. Un lunes, o quizá fuera martes, cuando por fin me armé de valor para levantar las persianas enrollables que no dejaban entrar la luz, a una hora tan avanzada de la tarde que ya estaba oscuro, vi un equipo de televisión en la calle del hotel abordando a los turistas. Voces con acento inglés, voces con acento estadounidense. Conciertos de Navidad en Sint Nicolaaskerk y puestos navideños que vendían oliebollen, buñuelos. «Casi me atropella una bicicleta, pero aparte de eso ha sido divertido». Me dolía el pecho. Volví a bajar las persianas y me metí en la ducha; dejé que el agua caliente me golpeara hasta que me dolió la piel. Todo el barrio brillaba con los restaurantes iluminados con bombillas de colorines, y las bonitas tiendas con abrigos de cachemir y gruesos jerséis tejidos a mano y toda la ropa abrigada que yo no me había traído. Pero no me atreví a llamar siquiera para que me subieran una cafetera debido a los periódicos holandeses que había estado hojeando esa mañana desde mucho antes del amanecer, y la foto en la portada de uno de ellos: el aparcamiento con una cinta policial extendida de un extremo a otro. Los periódicos estaban desplegados por el suelo al otro lado de la cama, como un mapa de algún lugar espantoso al que no quería ir. Una y otra vez, incapaz de ayudarme a mí mismo, en un duermevela salpicado de conversaciones febriles que no mantenía, con personas con las que no estaba hablando, me acercaba de nuevo y los examinaba concienzudamente buscando cognados en común entre el holandés y el inglés, que eran pocos y estaban muy espaciados entre sí. Amerikaaan dood aangetroffen. Heroína, cocaína. Moord: mortalidad, mordaz, mórbido, muerte. Druggerelatterde criminialiteit: Frits Aaltink, afkomstrig uit Amsterdam en Mackay Fiedler Martin uit Los Angeles. Bloedig: ensangrentado. Schotenwisseling: quién podía decirlo, aunque schoten: ¿podía significar tiros? Deze moorden kwamen als en shock loor: ¿qué? Boris. Me acerqué a la ventana y me quedé allí un rato antes de volver con los periódicos. Aun en medio de la confusión de la despedida sobre el puente, recordaba que él me dio instrucciones de no llamar, se mostró muy firme en eso, aunque yo me fui con tantas prisas que no estaba seguro de si me dijo por qué tenía que esperar a que se pusiera él en contacto conmigo, y, en cualquier caso, no estaba seguro de si ya importaba. También se mostró muy tajante al afirmar que no estaba herido, o eso seguía repitiéndome a mí mismo, aunque en el pantano de recuerdos no deseados que me bombardeaban desde esa noche seguía viendo el agujero quemado en la manga de su abrigo, la lana negra y viscosa a la luz de las lámparas de sodio. Por lo que yo sabía, la policía de tráfico lo paró en el puente y lo detuvo por conducir sin carnet; un desenlace desafortunado, era cierto, si ese era realmente el caso, pero mucho mejor que alguna otra posibilidad que se me ocurría. Twee doden bij bloedige… No se acababa. Había más. Al día siguiente, y el siguiente, junto con mi desayuno tradicional holandés, había más sobre las matanzas en la Overtoom: columnas de menos pulgadas pero de información más densa. Twee dodelijke slachtoffers. Nog een of meer betrokkenen. Wapengeweld in Nederland. La fotografía de Frits, junto con las de algunos otros tipos con nombres holandeses y un artículo más bien largo que no tenía posibilidad de desentrañar. Dodelijke schietpartij nog onopgehelderd… Me preocupaba que ya no hablaran de drogas —la pista falsa de Boris— y hubieran pasado a otros enfoques. Yo era quien había desatado eso, y ahora estaba fuera en el mundo y había gente leyendo sobre ello por toda la ciudad, hablando de ello en un idioma que no era el mío. Un enorme anuncio de Tiffany en el Herald Tribune. Belleza y artesanía atemporales. Felices Fiestas de Tiffany & Co. La suerte jugaba malas pasadas, como le gustaba decir a mi padre. Sistemas, colapsos generalizados. ¿Dónde estaba Boris? En mi febril confusión traté en vano de divertirme, o al menos de distraerme, pensando en lo probable que era que apareciera en el momento menos pensado. Haciendo crujir los nudillos, dando un susto a las chicas. Apareciendo media hora después de que hubiera empezado la prueba de aptitud académica, provocando una carcajada de toda la clase cuando apareció su cara de desconcierto a través del cristal reforzado con tela metálica de la puerta cerrada con llave. «¡Ja! Me río de nuestro brillante porvenir», había dicho burlón cuando intenté explicarle el sentido de los exámenes estandarizados mientras volvíamos a casa. En mis sueños no lograba llegar a donde necesitaba ir. Había algo que me impedía ir a donde quería llegar. Boris me había enviado su número de teléfono en un mensaje de texto antes de que nos marcháramos de Estados Unidos, y aunque temía escribirle (sin saber en qué circunstancias se encontraba, o si el mensaje de texto podría llevarlos de algún modo hasta mí), me repetía continuamente que podía ponerme en contacto con él, si era necesario. Él sabía dónde estaba yo. Pero, entrada la noche, daba vueltas en la cama discutiendo conmigo mismo; un tedio incesante que iba y venía, qué habría pasado si, qué había de malo. Por fin, en un momento de desorientación —con la lámpara de la mesilla de noche encendida, medio soñando, fuera de contacto—, me vine abajo, cogí el móvil de la mesilla y le mandé un mensaje antes de que tuviera oportunidad de pensármelo mejor: ¿Dónde estás? Me pasé las dos o tres horas siguientes despierto en un estado de ansiedad apenas controlada, con el brazo sobre la cara para tapar la luz aunque no había luz. Por desgracia, cuando hacia el amanecer desperté de mi sueño, empapado en sudor, el móvil estaba muerto porque me había olvidado de desconectarlo, si bien me resistía a bajar a la recepción para preguntar si podían prestarme un cargador, y estuve dudando durante horas hasta que a media tarde me vine abajo de nuevo. —Por supuesto, señor —dijo el recepcionista sin apenas mirarme—. ¿Estados Unidos? Menos mal, pensé, intentando no correr mucho al subir las escaleras. El móvil era viejo y lento, y después de conectarlo y quedarme un rato mirándolo, me cansé de esperar a que saliera el logo de Apple y me acerqué al minibar para coger algo de beber; luego regresé y me quedé mirándolo un rato más hasta que por fin salió la pantalla de bloqueo, una vieja foto del colegio que había escaneado en broma. Nunca me había alegrado tanto de verla: una Kitsey de diez años lanzándose al aire para tirar un penalti. Pero justo cuando estaba a punto de teclear la contraseña, el fondo de la pantalla se apagó, y a continuación zumbó unos diez segundos con rayas negras y grises que cambiaron de dirección y se deshicieron en partículas antes de que apareciera la cara triste y emitiera un pitido inquietante hasta quedarse negra. Eran las cuatro y cuarto de la tarde. El cielo empezaba a teñirse de azul ultramarino sobre los campanarios del otro lado del canal. Estaba sentado en la alfombra, apoyado contra la cama con el cable del cargador en la mano después de haber probado metódicamente, dos o tres veces, todos los enchufes de la habitación; tras encender y apagar el móvil cientos de veces, lo acerqué a la lámpara para ver si estaba encendido y la pantalla se oscureció; luego traté de resetearla pero el móvil se quedó frito: no pasó nada, la pantalla seguía fría y negra, más que muerta. Debía de haberse producido un cortocircuito; la noche del aparcamiento se me había mojado, y cuando lo saqué del bolsillo tenía la pantalla cubierta de gotas de agua, pero aunque pasé un mal rato esperando a que se encendiera, me dio la impresión de que funcionaba bien, hasta que intenté recargar la batería. En el portátil de casa tenía toda la información, en una copia de seguridad; toda menos lo único que necesitaba: el número de Boris, que él mismo me había enviado en un mensaje de texto mientras íbamos al aeropuerto. En el techo temblaban los reflejos del agua. Fuera, se oía en alguna parte la música metálica de carillón de la Navidad y unos coros entonando con voces desafinadas O Tannenbaum, O Tannenbaum, wie treu sind deine Blätter. No tenía billete de vuelta pero sí una tarjeta de crédito. Podía coger un taxi e ir al aeropuerto. Puedes ir en taxi al aeropuerto, me dije. Schiphol. El primer avión que salga. Kennedy, Newark. Tenía dinero. Tenía dinero. Me hablaba a mí mismo como si fuera un niño. Quién sabía dónde estaría Kitsey —fuera en los Hamptons, que yo supiera—, pero la ayudante de la señora Barbour, Janet (que había conservado su viejo empleo aunque la señora Barbour ya no necesitaba mucha ayuda), era la clase de persona capaz de buscarte un billete de avión a cualquier parte en unas pocas horas, incluso en Nochebuena. Janet. Pensar en Janet era absurdamente tranquilizador. Janet, que era en sí misma un eficiente sistema de estados anímicos; Janet, gorda y rosada con sus shetlands rosas y sus telas escocesas como una ninfa de Boucher vestida por J. Crew; Janet, que respondía a todo con un «¡excelente!» y bebía café de un tazón rosa con su nombre escrito. Era un alivio pensar con claridad. ¿De qué le servía a Boris o a quien fuera que yo esperara allí? Frío y humedad, un idioma ilegible. Fiebre y tos. Una sensación de enclaustramiento digna de una pesadilla. No quería irme sin Boris, sin saber al menos si estaba bien, era como en una película bélica en el momento de confusión en que hay que decidir si seguir corriendo y dejar a un amigo caído, sin saber hacia qué infierno peor te estás dirigiendo, pero al mismo tiempo me moría por irme de Amsterdam y me imaginaba cayendo de rodillas al bajar del avión en el aeropuerto de Newark y tocando con la frente el suelo de la pista de aterrizaje. Listín telefónico. Lápiz y papel. Solo me habían visto tres personas: el indonesio, Grozdan y el chico asiático. Y si bien era posible que Martin y Frits tuvieran colegas buscándome en Amsterdam (otro buen motivo para irme de la ciudad), yo no tenía motivos para pensar que la policía andaba detrás de mí. No había razón para que hubieran dado aviso al control de pasaportes. De pronto —fue como si me hubieran golpeado la cara— me estremecí. Por alguna razón creía que mi pasaporte estaba abajo en la recepción, donde lo había presentado para registrarme. Pero no volví a pensar en él desde que Boris me lo había pedido para guardarlo bajo llave en la guantera de su coche. Con mucha calma dejé el listín telefónico, intentando que pareciera un gesto natural y poco calculado a los ojos de un observador neutral. En una situación normal era bastante sencillo: buscar la dirección, localizar la oficina, averiguar adónde ir. Hacer cola. Esperar mi turno. Hablar con educación y paciencia. Tenía tarjetas de crédito, un documento con foto. Hobie podía mandarme mi certificado de nacimiento. Con impaciencia intenté apartar de la mente una anécdota que me había contado Toddy Barbour durante una comida: al perder su pasaporte (¿en Italia?, ¿España?) le pidieron que llevara a un testigo en persona que confirmara su identidad. Cielos manchados de color morado. Era temprano en Estados Unidos. Hobie se habría tomado un descanso para comer y estaría yendo al Jefferson Market y quizá escogiendo las verduras para la comida del día de Navidad. ¿Seguía Pippa en California? La imaginé volviéndose en la cama de un hotel y cogiendo soñolienta el teléfono con los ojos todavía cerrados: «Theo, ¿eres tú? ¿Pasa algo?». Es mejor pagar una multa y salir del apuro a base de labia. Me sentía enfermo. Presentarme en el consulado (o lo que fuera) y someterme a una serie de interrogatorios y papeleos era demasiada molestia. No me había puesto un tiempo límite de espera, y sin embargo cualquier movimiento —movimiento al azar, movimiento inconsciente, movimiento de un insecto zumbando alrededor de un tarro— parecía preferible a permanecer encerrado un minuto más en la habitación viendo espectros con el rabillo del ojo. Otro enorme anuncio de Tiffany en el Tribune deseándome Felices Fiestas. En la página de al lado había otro anuncio, de cámaras digitales, garabateado con letras artísticas y firmado por Joan Miró: Puedes contemplar una imagen durante toda una semana y no volver a pensar en ella de nuevo. Aunque también puedes mirar una foto tan solo un segundo y recordarla toda la vida. Centraal Station. En la Unión Europea no había control de pasaporte en las fronteras. Podía coger cualquier tren, a cualquier parte. Me imagine dando vueltas sin rumbo por toda Europa: las cascadas del Rin y los pasos tiroleses, los túneles cinemáticos y las tormentas de nieve. A veces se trata de jugar bien una mala mano, recordaba a mi padre diciéndolo medio dormido en el sofá. Mirando fijamente el móvil, mareado a causa de la fiebre, me quedé muy quieto e intenté pensar. Mientras comíamos, Boris había hablado de coger un tren de Amsterdam a Amberes (y Frankfurt; yo no quería ni acercarme a Alemania) pero también a París. Si en París acudía a un consulado para solicitar un nuevo pasaporte, quizá hubiera menos probabilidades de que me relacionaran con el caso de Martin. Pero el hecho ineludible era que el chico chino era un testigo ocular. Por lo que yo sabía, mi foto podía estar en todos los ordenadores de las autoridades policiales de Europa. Fui al cuarto de baño para arrojarme agua a la cara. Demasiados espejos. Cerré el grifo y cogí una toalla para secármela con delicadeza. Acciones metódicas, una tras otra. Era al llegar la noche cuando mi estado anímico se ensombrecía y empezaba a asaltarme el miedo. Vaso de agua. Aspirina para la fiebre, que también me subía al anochecer. Acciones simples. Estaba dejándome llevar por los nervios y lo sabía. No tenía la certeza de qué garantías podía ofrecerme Boris ahí fuera, pero aunque era preocupante pensar que lo habían arrestado, me preocupaba mucho más el hecho de que la gente de Sascha hubiera mandado a alguien tras él. No obstante, ese era otro pensamiento que no podía permitirme albergar. II Al día siguiente —nochebuena— me obligué a tomar un desayuno abundante que pedí al servicio de habitaciones, si bien no tenía apetito, y a tirar los periódicos sin mirarlos, pues temía echarme atrás y no llevarlo a cabo si veía una vez más las palabras Overtoom o Moord. Después del abundante desayuno, junté los periódicos acumulados encima y alrededor de la cama durante una semana, los enrollé y los metí en la papelera; a continuación saqué del armario la camisa estropeada con lejía y, tras asegurarme de que la bolsa estaba bien cerrada, la puse dentro de otra bolsa del mercado asiático (que dejé abierta, para llevarla con naturalidad, pero también por si veía un ladrillo). Me subí el cuello del abrigo y me enrollé la bufanda alrededor, di la vuelta al letrero de la puerta y me fui. Hacía un tiempo horrible, lo que ayudaba. Aguanieve que caía de lado a causa del viento y rizaba la superficie del canal. Caminé unos veinte minutos, estornudando con frío, hasta que encontré una papelera en una esquina desierta donde no había coches, ni transeúntes ni tiendas, solo casas herméticamente cerradas contra el viento. Tiré con rapidez la camisa a la papelera y seguí andando, con una oleada de euforia que me empujó a apretar el paso durante cuatro o cinco calles, pese a que me castañeteaban los dientes. Tenía los pies mojados; las suelas de mis zapatos eran demasiado finas para caminar sobre adoquines y estaba aterido de frío. ¿A qué hora vaciaban las papeleras? No importaba. A no ser que… Sacudí la cabeza para despejarme. El mercado asiático. En la bolsa de plástico ponía el nombre del mercado asiático, que estaba a solo unas manzanas de mi hotel. Pero era ridículo pensar en ello. Intenté razonar: ¿Quién me había visto? Nadie. Charlie: Afirmativo. Delta: Maniobrando con dificultad. Basta ya. No vas a volver. Sin saber dónde había una parada de taxi, seguí andando sin rumbo durante unos veinte minutos o más hasta que por fin logré parar un taxi en la calle. —Centraal Station —le dije al turco que lo conducía. Pero cuando el taxi me dejó justo delante, después de una carrera a través de calles grises e inquietantes que evocaban secuencias de antiguos documentales, pensé por un momento que se había equivocado de estación, ya que la fachada del edificio parecía más bien la de un museo: una fantasía de ladrillo rojo con gabletes y torres, rebosante de antigüedades holandesas de estilo victoriano. Entré con una multitud de viajeros de vacaciones e hice lo posible por parecer uno más, pasando por alto a los agentes de policía que parecían estar prácticamente en todas partes; me sentía desconcertado e intranquilo al ver cómo el gran mundo democrático surgía una vez más en torno a mí y me arrastraba consigo: abuelos, estudiantes, jóvenes parejas de aspecto cansado con niños acarreando mochilas; bolsas de compras y tazas desechables de Starbucks, estrépito de maletas con ruedas, adolescentes recogiendo firmas para Greenpeace, de nuevo en el hervidero de actividades humanas. Había un tren de tarde a París pero yo quería tomar el último. Las colas eran interminables, se prolongaban hasta el quiosco. —¿Para esta noche? —preguntó la vendedora de billetes cuando por fin llegué a la ventanilla; una mujer rubia y gruesa de mediana edad, con un cojín por pecho y la impersonal cordialidad de una celestina en un cuadro de género de poca calidad. —Eso es —respondí, esperando no parecer tan enfermo como estaba. —¿Cuántos? —preguntó sin apenas mirarme. —Uno. —De acuerdo. El pasaporte, por favor. —Solo… —Voz ronca de enfermo, dándome palmadas a mí mismo; esperaba que no me lo pidieran—. Perdón, no lo llevo encima, está en la caja fuerte del hotel, pero… —deslizando por debajo de la ventanilla mi documento de identidad del estado de Nueva York, mis tarjetas de crédito, la tarjeta de la Seguridad Social—, aquí tiene. —Necesita el pasaporte para viajar. —Sí, por supuesto. —Hice lo posible para parecer razonable e informado—. Pero no me voy hasta esta noche. Mire… —señalando el suelo vacío a mis pies: sin equipaje—. He venido a despedirme de mi novia y he aprovechado que estaba aquí para ponerme en la cola y comprar el billete, si no tiene inconveniente. —Bueno… —la mujer miró la pantalla—, tiene tiempo de sobras. Le aconsejo que espere a comprar el billete cuando vuelva esta noche. —Sí… —apretándome la nariz, para no estornudar—, pero me gustaría comprarlo ahora. —Me temo que no es posible. —Por favor. Sería una gran ayuda. Llevo cuarenta y cinco minutos aquí de pie y no sé cómo serán las colas esta noche. —Por Pippa, que había recorrido en tren toda Europa, estaba bastante seguro de que no pedían los pasaportes para subirte al tren—. Solo quiero comprarlo ahora para tener tiempo para hacer todos los recados que me quedan. La mujer me miró a la cara con dureza. Luego cogió el documento de identidad, miró la foto y me volvió a mirar. —Mire —dije, cuando titubeó o pareció titubear—. Puede ver que soy yo. Tiene mi nombre, mi tarjeta de la Seguridad Social… —Y buscando un bolígrafo y un papel del bolígrafo, añadí—: Deje que firme aquí. Ella comparó las dos firmas, poniendo una al lado de la otra. Luego me miró y miró la tarjeta, y una vez más pareció titubear. —No puedo aceptar esta documentación —dijo devolviéndome todas las tarjetas a través de la ventanilla. —¿Por qué no? Detrás de mí la gente de la cola gruñía. —¿Por qué? —repetí—. Es totalmente legal. Es lo que utilizo a modo de pasaporte para volar en Estados Unidos. Las firmas coinciden —insistí, ya que ella no respondía—, ¿no lo ve? —Lo siento. —¿Me está diciendo… —podía percibir la desesperación en mi voz; ella me miraba a los ojos con agresividad, como si me desafiara a discutir— que tengo que regresar aquí esta noche y hacer otra vez toda la cola? —Lo siento, señor. No puedo ayudarle. Siguiente —dijo la mujer mirando por encima de mi hombro al siguiente pasajero. Mientras me alejaba, abriéndome paso a empujones y chocando con la gente, alguien dijo a mis espaldas: —Eh, amigo. Al principio, desorientado por lo sucedido, pensé que era una alucinación. Pero cuando me volví inquieto, vi a un adolescente con cara de hurón, ojos enrojecidos y la cabeza afeitada, dando botes sobre las puntas de sus enormes zapatillas de deporte. Por su forma de mirar de un lado para otro pensé que iba a ofrecerse a venderme un pasaporte, pero en lugar de ello se echó hacia delante y dijo: —Ni lo intentes. —¿Cómo? —pregunté vacilante, levantando la vista hacia la mujer policía que estaba a unos cinco pies detrás de él. —Escucha, amigo. He viajado de un lugar a otro cientos de veces cuando tenía uno y nunca me lo pidieron. Pero la única vez que no lo llevaba al entrar en Francia, me encerraron. Doce horas en la cárcel de inmigración francesa, con comida basura y actitud basura, horrible. Celda sucia y horrible. Créeme…, mejor tener los documentos en orden. No es una broma. —Eh, vale —dije, sudando con el abrigo que no me atrevía a desabrochar y la bufanda que no me atrevía a quitarme. Calor. Dolor de cabeza. Mientras me alejaba de él, sentí la mirada furiosa de una cámara de seguridad taladrándome; procuré no parecer cohibido mientras hacía eses entre la gente, flotando mareado a causa de la fiebre, con el número de teléfono del consulado de Estados Unidos pesándome en el bolsillo. Tardé un rato en encontrar una cabina telefónica, pues tuve que ir hasta el otro extremo de la estación —en una zona abarrotada de adolescentes anodinos sentados en el suelo en lo que parecía casi un consejo tribal—, y tardé aún más tiempo en averiguar cómo realizar la llamada. Un optimista torrente de holandés, y a continuación me saludó una agradable voz con acento estadounidense: bienvenido al consulado de Estados Unidos en los Países Bajos, ¿desea continuar en inglés? Más menús, más opciones. Pulse 1 para eso, 2 para lo otro, por favor, espere y le atenderá un operador. Seguí con paciencia las instrucciones y me quedé mirando a las multitudes hasta que me di cuenta de que no era tan buena idea dejar que la gente me viera la cara y me volví hacia la pared. Me tuvieron esperando tanto rato que me había sumido en una especie de bruma desligada de todo cuando de pronto se oyó un clic y una relajada voz con acento estadounidense que parecía recién salida de la playa de Santa Cruz dijo: —Consulado de Estados Unidos en los Países Bajos. Buenos días. ¿En qué puedo ayudarle? —Hola —dije aliviado—. Yo… —Dudé entre dar un nombre falso y obtener solo la información que quería, pero estaba demasiado mareado y agotado para molestarme—. Me temo que estoy en un apuro. Me llamo Theodore Decker y me han robado el pasaporte. —Lo lamento. —Se le oía teclear en el otro extremo de la línea. De fondo sonaba un villancico—. Es un mal momento del año para eso. Como sabe, todo el mundo está viajando. ¿Lo ha denunciado a la policía? —¿Cómo? —El robo del pasaporte. Porque tiene que hacerlo de inmediato. La policía necesita saberlo enseguida. —Yo… —Me maldije; ¿por qué había dicho que me lo habían robado?—. No, lo siento, me acaba de pasar en la Centraal Station. —Miré alrededor—. Estoy llamando desde una cabina. La verdad es que no sé si me lo han robado o se me ha caído del bolsillo. —Bien… —Tecleó más—, pero tanto si lo ha extraviado como si se lo han robado tendrá que denunciarlo en la comisaría. —Sí, pero estaba a punto de coger un tren y ahora no me dejan subir. Y tengo que estar en París esta noche. —Espere un momento. —Había demasiada gente en la estación, y los olores de la lana mojada y la gente sudorosa se acentuaban de una forma terrible en los lugares excesivamente caldeados. Al cabo de un momento ella volvió con otro clic—. Bien, deje que tome nota de sus datos… Nombre. Fecha de nacimiento. Lugar y fecha de expedición del pasaporte. Sudando con el abrigo. Cuerpos húmedos respirando alrededor. —¿Tiene algún documento que establezca su nacionalidad? —me preguntaba la mujer. —¿Cómo dice? —¿Un pasaporte caducado? ¿Un certificado de nacimiento o una carta de ciudadanía? —Tengo la tarjeta de la Seguridad Social. Y un documento de identidad de la ciudad de Nueva York. Puedo pedir que me envíen por fax mi certificado de nacimiento desde Estados Unidos. —Oh, estupendo. Con eso bastará. ¿De veras? Me quedé inmóvil. ¿Eso era todo? —¿Tiene acceso a un ordenador? —Hummm… —¿El ordenador del hotel?—. Sí. —Bueno… —Me dio la dirección de una web—. Necesitará descargar, imprimir y rellenar una declaración jurada con respecto a los pasaportes extraviados o robados, y traerla aquí, a nuestras oficinas. Estamos cerca del Rijksmuseum. ¿Sabe dónde es? Era tan grande el alivio que lo único que podía hacer era quedarme allí de pie y dejar que los ruidos de la multitud pasaran murmurando sobre mí en una masa de colores psicodélicos. —Bien, esto es lo que necesito de usted —decía la chica de California con su voz crepitante, haciéndome volver de mi febril ensimismamiento multicolor—: La declaración jurada, los documentos enviados por fax y dos fotos de cinco por cinco centímetros con el fondo blanco. También, no se olvide, una copia de la denuncia de la policía. —¿Cómo? —pregunté con una sacudida. —Como le decía, es preciso informar del extravío o robo del pasaporte en la comisaría. —Yo… —Mirando una inquietante convergencia de mujeres árabes con hiyab vestidas de negro de la cabeza a los pies que se deslizaba silenciosamente—. No tengo tiempo para eso. —¿Qué quiere decir? —No voy a viajar a Estados Unidos hoy. Solo… —Tardé unos momentos en recobrarme; un ataque de tos me había dejado lloroso— voy a tomar el tren a París que sale dentro de dos horas. Quiero decir que no estoy seguro de si voy a tener tiempo para preparar todo este papeleo e ir también a la comisaría. —Bueno… —lamentablemente—, en realidad nuestras oficinas solo estarán abiertas otros cuarenta y cinco minutos. —¿Cómo? —Hoy cerramos temprano. Nochebuena, ya sabe. Y no estaremos mañana ni el fin de semana. Pero volveremos a estar aquí a las ocho de la mañana del lunes después de Navidad. —¿El lunes? —Hum, lo siento. —Parecía resignada—. Es un proceso. —¡Pero es una emergencia! —Con la voz ronca a causa de la enfermedad. —¿Una emergencia? ¿Familiar o médica? —Yo… —Porque en ciertas situaciones muy poco comunes proporcionamos apoyo de emergencia fuera de las horas de oficina. —Ya no era tan amable; recitaba con prisas el guión, y oí otra llamada de fondo, como en un programa de radio con participación del público—. Por desgracia, solo es para casos de emergencia de vida o muerte, y nuestro personal debe determinar que la emergencia doméstica está justificada antes de conceder una exención de pasaporte. De modo que a menos que sean circunstancias de muerte o enfermedad crítica las que le requieren en París esta tarde, y disponga de suficiente información para establecer la emergencia crítica, como una declaración jurada del médico que lo asiste, de un clérigo o del director de la funeraria… —Yo… —¿El lunes? ¡Mierda! No quería ni pensar en poner una denuncia en la comisaría—. Esto, lo siento, escuche… Ella intentaba colgar. —Está bien. Téngalo todo listo el lunes día veintiocho. Una vez se ha tramitado la solicitud, el procedimiento es lo más rápido posible… ¿Me disculpa un momento? —Clic. Su voz, más débil—. Consulado de Estados Unidos en los Países Bajos. Buenos días. No cuelgue, por favor. —El teléfono volvió a sonar de inmediato. Clic—. Consulado de Estados Unidos en los Países Bajos. Buenos días. No cuelgue, por favor. —¿Cuánto tardan? —pregunté cuando ella volvió. —Una vez que presente la solicitud deberíamos tenerlo en diez días como mucho. Días hábiles. Normalmente intento acelerar un poco el proceso y que sean siete, pero, al ser fiestas, estoy segura de que entenderá que hay mucho trabajo, y el horario es muy irregular hasta primero de año. En fin, disculpe —añadió, en el silencio perplejo que se produjo—, pero podría tardar un poco. Es una mala noticia, lo sé. —¿Qué puedo hacer? —¿Necesita ayuda para el viajero? —No estoy seguro de qué significa. —El sudor me caía a chorros. Aire caldeado hediondo, cargado de los olores a multitud, apenas respirable. —¿Qué le manden dinero? ¿Qué le busquen alojamiento temporal? —¿Cómo se supone que puedo volver a casa? —¿Vive en París? —No, en Estados Unidos. —Bueno, con un pasaporte temporal… Los pasaportes temporales ni siquiera tienen el chip que necesita para entrar en Estados Unidos, de modo que no creo que haya atajos que puedan llevarlo allí mucho más deprisa de lo que yo… —Ring ring, ring ring—. Un momento, señor. No cuelgue, por favor. Mire, me llamo Holly. ¿Desea que le facilite mi extensión, por si tiene problemas o necesita ayuda durante su estancia? III Por la razón que fuera, la fiebre tendía a subir al anochecer. Pero después de estar tanto tiempo levantado y pasando frío, se me disparó con saltos desiguales que recordaban las sacudidas de un objeto pesado que se iza a trompicones con una cuerda por el lateral de un edificio alto, por lo que durante el regreso a pie apenas entendí por qué me movía o por qué no me caía o, de hecho, cómo conseguía avanzar hacia delante, un deslizamiento inconsciente sin tocar tierra que me transportaba muy por encima de mí por las lluviosas calles que bordeaban el canal y me elevaba hacia alturas y corrientes incorpóreas donde parecía estar observándome a mí mismo desde arriba; fue un error no coger un taxi en la estación, no paraba de ver la bolsa de plástico en la papelera y la cara rosada de la gruesa vendedora de billetes y a Boris con lágrimas en los ojos y la mano ensangrentada, agarrándose la manga por el agujero quemado; el viento rugía y me ardía la cabeza y a intervalos irregulares parpadeaba ante oscuros temblores epilépticos en el borde del codo: oscuras salpicaduras, falsos comienzos, no había nadie allí, de hecho no había nadie en la calle exceptuando —de vez en cuando— un ciclista mal iluminado que pasaba encorvado bajo la llovizna. Me pesaba la cabeza, me dolía la garganta. Cuando por fin logré parar un taxi en la calle, estaba a solo unos minutos del hotel. Lo bueno, cuando subí a mi habitación —con los huesos helados y tiritando— era que habían limpiado y reabastecido el minibar, del que me había bebido hasta el Cointreau. Saqué los dos botellines de ginebra, los mezclé con agua caliente del grifo, y me senté en la silla de brocado que había delante de la ventana con el vaso suspendido entre los dedos, contemplando el paso de las horas; apenas despierto, medio soñando, la solemne luz del invierno cayendo oblicua de pared a pared en paralelogramos que resbalaban a la moqueta y se volvían más estrechos hasta que se desvanecían del todo; era la hora de cenar, y me dolía el estómago y tenía la garganta en carne viva a causa de la bilis, y yo seguía allí sentado en la oscuridad. No era algo en lo que no hubiera pensado, largo y tendido y en circunstancias mucho menos duras; el apremio me sacudía fuerte y de una forma impredecible, un susurro venenoso que nunca me abandonaba del todo, que algunos días se quedaba justo en el umbral de mi oído pero otros rugía de forma incontrolable en una especie de escabroso frenesí visionario, no estaba seguro de por qué, a veces hasta una película mala o una cena horrible podía desencadenarlo, tedio a corto plazo y dolor a largo plazo, un pánico pasajero y una desesperación permanente que alcanzaba a todo a la vez y estallaba en una luz tan cenicienta y desolada que vi, realmente vi, mirando atrás hacia el pasado y con una desesperación clarividente y locuaz, que el mundo y todo lo que había en él estaban insoportable y permanentemente jodidos, y nunca había ido nada bien o normal, una intolerable claustrofobia del alma, la habitación sin ventanas, sin salida, oleadas de vergüenza y horror, «déjame en paz», mi madre muerta sobre el suelo de mármol, «basta, basta», murmurándome a mí mismo en voz alta en ascensores, en taxis, «dejadme en paz», «me quiero morir», una ira fría, inteligente, autoinmolada que —más de una vez— me había conducido al piso de arriba en una confusión llena de determinación para tragar cantidades indiscriminadas de las pastillas o la botella de alcohol que tuviera a mano; solo mi gran tolerancia y mi ineptitud lo impedían, y cuando me despertaba me sentía desagradablemente sorprendido y al mismo tiempo aliviado de que Hobie no hubiera tenido que encontrarme. Mirlos. Cielos catastróficos de color plomizo dignos de un cuadro de Egbert van der Poel. Me levanté y encendí la luz de la mesilla, tambaleándome en el débil resplandor de color orina. Podía esperar. Podía huir. Pero esas no eran tanto alternativas como medidas de resistencia: los inútiles correteos y paradas en seco de un ratón en el terrario de una serpiente que solo servían para prolongar la incomodidad y el suspense. Además, había una tercera opción; ya que por varios motivos me parecía que un miembro del consulado me devolvería la llamada enseguida si dejaba un mensaje de madrugada afirmando que era un ciudadano estadounidense y que quería entregarme por un asesinato castigado con la pena de muerte. Acto de rebelión. La vida: vacía, banal, intolerable. ¿Qué lealtad debía? Absolutamente ninguna. ¿Por qué no golpear a las Parcas con el puño? ¿Arrojar el libro al fuego y acabar con todo? No se vislumbraba posibilidad alguna de que terminara el horror presente, una gran cantidad de horror externo y empírico que se alineaba con mi propio suministro endógeno; y, dado que tenía bastantes drogas (examinando la bolsa vi que me quedaba menos de la mitad), me habría hecho encantado una generosa raya y la habría esnifado enseguida; oscuridad de grandes almas, explosión de estrellas. Pero no había suficiente para estar seguro de que acabarían conmigo. No quería malgastar las que tenía en unas pocas horas de olvido y despertar de nuevo en mi jaula (o peor, en un hospital holandés sin pasaporte). Por otra parte, mis defensas estaban tan bajas que tenía la seguridad de poseer la suficiente para cumplir el cometido, si me emborrachaba primero y lo completaba con mi pastilla de reserva. Una botella de blanco helado en el minibar. ¿Por qué no? Me bebí el resto de la ginebra y la descorché, sintiéndome resuelto y jubiloso; tenía hambre, habían repuesto las galletas saladas y los frutos secos de aperitivo pero todo eso sería mucho más efectivo con el estómago vacío. El alivio era inmenso. Rechazo silencioso. La perfecta alegría de echarlo todo por la borda. Logré sintonizar una emisora de música clásica por la radio —un villancico sencillo, lúgubre y litúrgico; no era tanto una melodía como un comentario espectral sobre ella— y pensé en llenar la bañera. Pero eso podía esperar. En lugar de ello abrí el escritorio y encontré una carpeta con un juego de papel de carta y sobres del hotel. Gris de piedra de catedral, pequeños hexacordos. Rex virginum amator. Entre la fiebre y el chapaleteo del agua del canal al otro lado de la ventana, el espacio a mi alrededor cayó silenciosamente en una duplicidad embrujada, una zona fronteriza que era al mismo tiempo habitación de hotel y camarote de un barco que se mecía con suavidad. La vida en alta mar. La muerte en el agua. Andy contándome cuando éramos niños con su inquietante voz de pequeño marciano que había oído decir por el canal de Discovery que María protegía a los marineros, y que una de las protecciones del rosario era que nunca morirías ahogado. Maria Stella Maris. María Estrella del Mar. Pensé en Hobie con su traje negro en la misa de gallo, arrodillado en el banco. El dorado envejece de forma natural. En la puerta de un armario, en la tapa plegable de un buró, a menudo hay varias abolladuras diminutas. Objetos que buscaban sus dueños legítimos. Tenían cualidades humanas. Eran furtivos, honestos, sospechosos o buenos. Los muebles realmente singulares no aparecen de la nada. El bolígrafo del hotel dejaba mucho que desear. Lamenté no tener uno mejor, pero el papel era grueso y de color crema. Cuatro cartas, la de Hobie y la de la señora Barbour tendrían que ser más largas, ya que eran las personas que más se merecían una explicación, y además eran las únicas a las que, si me moría, les importaría. Pero escribiría también a Kitsey, para asegurarle que no era culpa suya. La carta a Pippa sería la más corta. Solo quería que supiera cuánto la quería al mismo tiempo que le hacía saber que no debía sentirse culpable por no corresponder a mi amor. Pero no le diría eso. Era pétalos de rosa, no un dardo venenoso, lo que quería tirar. Se trataba de hacerle saber brevemente lo feliz que me había hecho, omitiendo la parte más obvia. Cuando cerré los ojos me asaltaron flashes muy vívidos que la fiebre hizo aparecer de la nada, como balas trazadoras que estallaban en la selva, resplandores refulgentes de material muy minucioso y emocionalmente complejo. Rayos de luz semejantes a cuerdas de arpa a través de las ventanas enrejadas de nuestro antiguo piso de la Séptima Avenida, una áspera alfombra de sisal y las marcas rojas y onduladas que esta me dejaba en las manos y las rodillas cuando jugaba en el suelo. Un vestido de fiesta naranja de mi madre con algo brillante en la falda que yo siempre quería tocar. Alameda, nuestra antigua asistenta, aplastando plátanos verdes en un bol de cristal. Andy haciéndome el saludo militar antes de recorrer dando traspiés el lúgubre vestíbulo de la casa de sus padres: «Sí, mi capitán». Voces medievales, austeras y místicas. La gravedad de una canción sin adornos. No estaba disgustado, eso era lo curioso. Más bien me sentía como durante el último y peor de los tratamientos de endodoncia que me hizo el dentista, cuando se inclinó bajo las lámparas y dijo «ya casi está». 24 de diciembre Querida Kitsey: Lo siento mucho, pero quiero que sepas que esto no tiene nada que ver contigo ni con nadie de tu familia. Tu madre recibirá una carta aparte con un poco más de información, pero puedo asegurarte, en privado, que mis actos no se han visto influidos por nada de lo que ha habido entre nosotros, en concreto lo ocurrido más recientemente. ¿De dónde salía ese tono tan frío y esa letra de una rigidez acartonada, que parecían tan incongruentes con los chaparrones de recuerdos y alucinaciones que caían sobre mí de todas partes? No lo sabía. El aguanieve que repiqueteaba contra los cristales de la ventana tenía una especie de profundo peso histórico, hambruna, ejércitos marchando, una incesante llovizna de tristeza. Como sabes bien, y tú misma me has señalado, tengo numerosos problemas que empezaron mucho antes de conocerte, y ninguno de ellos son culpa tuya. Si tu madre te pregunta sobre el papel que has tenido tú en los recientes sucesos, te recomiendo que le mandes a Tessa Margolis o, aún mejor, a Em, quienes estarán más que encantadas de compartir con ella su opinión sobre mi carácter. Además, y esto no guarda relación alguna, también te insto a no dejar entrar nunca más en tu casa a Havistock Irving. Kitsey de niña. El pelo claro cayéndole sobre la cara. Cállate, estúpido. Basta o se lo digo. Por último pero no menos… (el bolígrafo suspendido sobre esta línea) Importante, quiero decirte lo guapa que estabas en la fiesta y lo que me emocionó que llevaras los pendientes de mi madre. A ella le encantaba Andy, y tú también le habrías encantado y le habría encantado vernos juntos. Siento que no haya salido bien. Pero espero que te vaya bien a ti. De verdad. Con todo mi cariño, THEO Cerré el sobre; escribí la dirección en él; lo dejé a un lado. Tendrían sellos en el mostrador de recepción. Querido Hobie: Es difícil escribir esta carta y siento estar escribiéndola. Sudores alternados con escalofríos. Veía manchas verdes. Tenía tanta fiebre que las paredes parecían encogerse. No es por los muebles falsos que vendí. Imagino que pronto te enterarás de por qué ha sido. Ácido nítrico. Negro de humo. Los muebles, como todas las criaturas vivas, adquirían marcas y huellas con el paso del tiempo. Los efectos del tiempo, visibles e invisibles. Y no sé muy bien cómo decir esto, pero supongo que estoy pensando en esa perra enferma que mi madre y yo encontramos en una calle de Chinatown. Estaba tumbada entre dos cubos de basura. Era un cachorro de pitbull. Sucia y maloliente. Demasiado débil para levantarse. La gente pasaba por su lado. Y yo me enfadé tanto que mi madre me prometió que si seguía allí fuera cuando termináramos de comer, la recogeríamos. Cuando salimos del restaurante, allí estaba ella. De modo que paramos un taxi y yo la cogí en brazos; cuando llegamos a casa mi madre le hizo una cama en la cocina, y ella estaba tan feliz que nos lamió la cara y bebió mucha agua y comió la comida de perro que le llevamos, pero la vomitó en el acto. Bueno, para resumir, se murió. No fue culpa nuestra. Pero tuvimos la sensación de que lo era. La llevamos al veterinario y le compramos comida especial, pero se puso cada vez más enferma. Tanto mi madre como yo la queríamos mucho a esas alturas. Mi madre volvió a cogerla y la llevó a un especialista del Animal Medical Center. Y el veterinario nos dijo que la perra tenía una enfermedad, no me acuerdo del nombre, y que ya la tenía cuando la encontramos, y ya sé que no es lo que quiere oír, pero será mucho mejor para ella si la dormimos ahora mismo… Mi mano volaba sobre el papel en temerarios saltos y sacudidas. Pero al llegar al final de la hoja, mientras cogía otra, me detuve horrorizado. Lo que experimenté como ingravidez, un magnífico planeo a modo de última oportunidad, no era la despedida elocuente y afectuosa que había imaginado. La letra descendía y descendía a través de la hoja, y no era inteligente ni coherente, ni siquiera resultaba legible. Tenía que haber una forma mucho más breve y simple de dar las gracias a Hobie y decirle lo que tenía que decir, a saber: que no se sintiera mal, que siempre había sido bueno conmigo y había hecho todo lo posible para ayudarme, del mismo modo que mi madre y yo habíamos hecho todo lo posible para ayudar a un cachorro de pitbull que —en realidad, venía a cuento contárselo pero no quería alargarme demasiado—, pese a todas sus dulces cualidades, fue increíblemente destructivo los días que precedieron su muerte, poco menos que destrozó todo el piso e hizo trizas el sofá. Sensiblero, autoindulgente, falto de gusto. Era como si me hubieran arrancado la piel de la garganta con una navaja. Fuera la tapicería. Mira, hay carcoma. Tendremos que tratarlo con Cuprinol. La noche que me metí una sobredosis en el cuarto de baño del piso de arriba de Hobie, esperando no despertar y aun así despertando con la mejilla sobre la flipante baldosa hexagonal del suelo, me quedé asombrado de lo radiante que podía ser un cuarto de baño de preguerra con sencillos accesorios blancos cuando lo mirabas desde la vida después de la muerte. ¿El comienzo del fin? ¿O el fin del fin? Fabelhaft. Divirtiéndome como nunca. Paso a paso. Aspirinas. Agua fría del minibar. Las aspirinas me rasparon la garganta y se me quedaron atascadas en el pecho, como si fueran grava, y me lo golpeé intentando tragarlas; el alcohol hizo que me sintiera mucho más enfermo; sediento y confuso, con anzuelos en el cuello, me caían gotas absurdamente por las mejillas mientras resollaba y boqueaba, había descorchado el vino para darme (supuestamente) un lujo pero me bajó al estómago como si fuera aguarrás, abrasando y haciendo cortes; tenía que llenar la bañera, tenía que pedir algo caliente, algo sencillo, un caldo o un té. No, se trataba de acabar el vino o quizá cambiar y pasarme al vodka; había leído por internet que solo el dos por ciento de los intentos de suicidio por sobredosis tenían éxito, lo que me pareció una cifra absurdamente baja aunque por desgracia la experiencia la confirmara. «¡Ya no lloverá más!». Así rezaba una nota de despedida de un suicida. «Solo era una farsa». El marido de Jean Harlow, que se mató la noche de bodas. La nota de George Sander había sido la mejor, un clásico del viejo Hollywood que mi padre se había aprendido de memoria y le gustaba citar: «Querido Mundo, me voy porque me aburro». Y luego la de Hart Crane. Giro y salto, con la camisa hinchándose al caer. «¡Adiós a todos!». Un grito de despedida tirándose del barco. Ya no sentía el cuerpo como mío. Había dejado de pertenecerme. Las manos, al moverse, parecían independientes, flotando con vida propia, y cuando me levanté fue como si accionaran una marioneta, desdoblándome e irguiéndome a tirones colgado de cuerdas. Hobie me había dicho que cuando era joven bebía Cutty Sark porque era el whisky que bebía Hart Crane. Cutty Sark significa «falda corta». Paredes verde pálido en la habitación con piano, palmeras y helados de pistacho. Ventanas cubiertas de escarcha. Habitaciones sin calefacción de la niñez de Hobie. Los grandes maestros nunca se equivocaban. ¿Qué pensaba yo, qué sentía? Me resultaba doloroso respirar. El paquete de heroína estaba en la mesilla de noche del otro lado de la cama. Pero aunque mi padre, con su amor incondicional por el infernal mundo del espectáculo, habría admirado la escena —drogas, cenicero sucio, alcohol y demás—, yo no podía soportar pensar en que me encontraran espatarrado con el albornoz de cortesía del hotel, como un cantante del pasado. Lo que tenía que hacer era limpiar, ducharme y ponerme el traje, para no tener un aspecto tan tirado cuando me encontraran, y solo entonces, después de que las camareras de noche acabaran su turno, retiraría por fin de la puerta el letrero de «No molesten»; era mejor que me encontraran a primera hora, no quería que me descubrieran por el olor. Tenía la sensación de que había transcurrido toda una vida desde la noche que había pasado con Pippa, y pensé en lo feliz que fui, corriendo a reunirme con ella en la invernal oscuridad de contornos nítidos, mi euforia al verla bajo la farola delante del Film Forum, y cómo me detuve en la esquina para saborear el momento, la alegría de contemplarla esperándome. Su expectante cara observando a la gente. Ella esperándome a mí. Y el corazón paralizado de creer, solo por un instante, que podías tener lo que nunca sería tuyo. El traje del armario. Todas las camisas sucias. ¿Por qué no se me había ocurrido darlas al servicio de lavandería? Tenía los zapatos empapados y destrozados, lo que ponía una triste nota final al cuadro, pero (deteniéndome confuso en mitad de la habitación), ¿iba a tumbarme vestido por completo, con zapatos y todo, como un cadáver sobre mármol? Me entró un sudor frío, seguido de nuevos escalofríos y temblores. Necesitaba sentarme. Tal vez tendría que replantearme la presentación. Romper las cartas. Arreglarlo todo para que pareciera un accidente. Era mucho mejor que pareciera que iba a una misteriosa fiesta de etiqueta, solo una esnifada antes de salir…, sentándome en el borde de la cama, tal vez me había excedido un poco, chispas y destellos negros, desplomándome de un modo delicioso. Ay. Alas blancas de revuelo. Un salto hacia el infinito. Luego —tras un clarín de trompetas— me sobresalté. La salmodia litúrgica dio paso a un arranque de orquestación inapropiadamente festiva. Melódica, metálica. Una oleada de frustración bullía dentro de mí. La suite de El cascanueces. Todo estaba mal. Todo. Un gran espectáculo navideño lleno de vida no era la nota adecuada para irme, un número orquestal lleno de vitalidad, la Marcha de nosecuantos, y enseguida se me revolvió el estómago, noté un violento tirón en la garganta, tenía la sensación de que había tragado un cuarto de galón de zumo de limón y antes casi de que me diera cuenta me abalancé hacia la papelera y lo vomité todo en un claro chorro ácido, oleada tras oleada tras oleada amarillenta. Cuando terminó, me senté en la alfombra con la frente apoyada en el duro borde metálico de la papelera y la animada música del ballet infantil sonando irritantemente de fondo; ni siquiera estaba borracho, eso era lo peor, solo enfermo. Alcancé a oír en el pasillo a una manada de estadounidenses, parejas riéndose y despidiéndose con ruidosos adioses antes de irse cada una a sus respetivas habitaciones; viejos amigos de la universidad, con empleos en el sector financiero, cinco años y pico de ejercicio de la abogacía corporativa y Fiona entraría en primero en otoño, todo va bien en Oaklandia, bueno, buenas noches entonces, os queremos, una vida que yo mismo podría haber tenido, solo que no la quise. Eso es lo último que recuerdo haber pensado antes de levantarme tambaleándome para apagar la irritante música y, con el estómago revuelto, tirarme boca abajo sobre la cama como si saltara de un puente, con todas las lámparas de la habitación todavía encendidas mientras me sumergía lejos de la luz y la negrura me cubría la cabeza. IV De pequeño, después de la muerte de mi madre, siempre me esforzaba en retenerla en mi mente cuando intentaba dormirme para así soñar con ella, pero nunca lo lograba. Mejor dicho, soñaba con ella constantemente pero como una ausencia, no una presencia; una brisa que soplaba a través de una casa recién desalojada, su letra en un bloc de notas, el olor de su perfume, calles en extrañas ciudades perdidas donde sabía que ella había caminado hacía apenas un momento antes de desaparecer, una sombra que se alejaba sobre una pared iluminada por el sol. A veces la veía en medio de una multitud, o en un taxi que arrancaba, y atesoraba esos vislumbres, a pesar de que nunca era capaz de alcanzarla. Siempre acababa eludiéndome: no llegaba al teléfono o perdía su número; subía sin aliento las escaleras y llegaba jadeando a un lugar donde esperaba verla, y descubría que no estaba. En la vida de un adulto esos crónicos encuentros fallidos por los pelos bullían de una ansiedad más desagradable y mucho más dolorosa: me quedaba paralizado de pánico al averiguar, o recordar, o enterarme por alguna fuente inverosímil de que vivía en el otro extremo de la ciudad, en algún piso de mala muerte donde, por razones inexplicables, no había ido a verla ni me había puesto en contacto con ella durante años. Por lo general, cuando me despertaba estaba frenético intentando parar un taxi o abrirme paso hasta ella. Esas situaciones insistentes tenían una cualidad repetitiva y rayana en la brutalidad que me recordaba al tenso marido de Wall Street de una de las clientes de Hobie que, si estaba de humor, contaba las mismas tres anécdotas de su experiencia en la guerra de Vietnam una y otra vez con las mismas palabras y gestos mecánicos: el mismo martilleo de la ametralladora, la misma mano cortando siempre en el mismo lugar. Todos se quedaban pétreos durante las copas de sobremesa cuando él se embarcaba en el mismo número de siempre que todos habíamos visto un millón de veces y que (como mis propias búsquedas crueles de mi madre, noche tras noche, año tras año, sueño tras sueño) era rígido e invariable. Siempre tropezaba y caía con la misma raíz de árbol; nunca llegaba hasta su amigo Gage a tiempo del mismo modo que yo nunca lograba encontrar a mi madre. Pero esa noche la encontré por fin. O, para ser más exactos, ella me encontró a mí. Parecía algo excepcional, aunque quizá alguna otra noche, en algún otro sueño, ella había acudido a mí, tal vez cuando me moría, si bien eso parecía mucho desear. Sin duda tendría menos miedo a la muerte (no solo mi propia muerte sino la de Welty, la de Andy, la Muerte en general) si creyera que una persona que conozco puede salir a nuestro encuentro en la puerta, porque —escribo esto al borde de las lágrimas— pienso en cómo el pobre Andy me dijo, con expresión aterrorizada, que mi madre era la única persona que conocía, y que le gustaba, que había muerto. Así, cuando Andy, escupiendo y tosiendo, se vio arrastrado hasta el país del otro lado del agua, quizá fue mi madre quien se arrodilló a su lado para recibirlo en esa orilla extraña. Quizá sea estúpido expresar siquiera tales esperanzas. Por otra parte, quizá es más estúpido no hacerlo. Excepcional o no, esa visita era un regalo; y si ella solo disponía de una visita, eso era todo lo que le permitían, la había guardado para cuando importara. Porque, de pronto, allí estaba. Yo me encontraba de pie frente al espejo, mirando la habitación reflejada detrás de mí, un interior muy parecido a la tienda de Hobie, o más bien una versión más espaciosa y en apariencia eterna, paredes de un marrón violonchelo y una ventana abierta que era como un punto de entrada a un teatro mucho más grande e inimaginable de luz de sol. El espacio que había detrás de mí en el marco no era un espacio en el sentido convencional sino una armonía totalmente serena, una realidad de aspecto más real y más amplia con un profundo silencio a su alrededor, más allá del sonido y el habla; donde todo era inmovilidad y claridad, y, al mismo tiempo, como en una película proyectada al revés; podías imaginar también la leche derramada metiéndose de nuevo en la jarra, un gato saltando que volaba hacia atrás para aterrizar sin hacer ruido en una mesa, una estación de paso donde el tiempo no existía, o, más exactamente, existía todo a la vez en todas direcciones, todas las historias y los movimientos ocurriendo de manera simultánea. Cuando aparté la vista por un momento y miré de nuevo, la vi reflejada detrás de mí en el espejo. Me quedé sin habla. Por alguna razón sabía que no me estaba permitido volverme —iba contra las reglas, fueran cuales fuesen estas—, pero podíamos vernos, nuestros ojos se encontraron en el espejo, y ella se alegraba tanto de verme como yo de verla a ella. Ella era la misma. Una presencia encarnada. En ella había una realidad física, había profundidad e información. Ella estaba entre el lugar del que había salido, el paisaje que hubiera más allá, y yo. Y todo se redujo al instante en que nuestras miradas se encontraron en el espejo, sorpresa y diversión, sus bonitos ojos azules con los oscuros aros alrededor de los iris, ojos azul claro llenos de luz: ¡hola! Afecto, inteligencia, tristeza, humor. Había movimiento e inmovilidad, inmovilidad y modulación, y toda la carga y la magia de un gran cuadro. Diez segundos, la eternidad. Todo era un círculo que retrocedía hasta ella. Podías atraparlo en un instante, vivir en él para siempre; existía solo en el espejo, dentro del espacio del marco, y aunque no estaba vivo, no exactamente, tampoco estaba muerto porque aún no había nacido y sin embargo nunca había dejado de nacer; como, extrañamente, yo tampoco había hecho de algún modo. Supe que podía decirme lo que yo quisiera saber (de la vida, la muerte, el pasado, el futuro) aunque allí, en su sonrisa, estaba la respuesta a todas las preguntas, la sonrisa anterior a la Navidad de alguien que tiene un secreto demasiado maravilloso para dejarlo escapar así sin más: «Bueno, tendrás que esperar para verlo, ¿no?». Pero justo cuando ella estaba a punto de hablar, echándome un exasperado y afectuoso aliento que yo conocía muy bien, cuyo sonido podía oír incluso ahora, me desperté. V Cuando abrí los ojos ya era por la mañana. Todas las lámparas de la habitación estaban encendidas y yo seguía bajo el edredón sin recordar cómo me había deslizado debajo de él. Todo seguía saturado y bañado en la presencia de ella, más elevada, más amplia, más profunda que la vida, un cambio de óptica que había creado un borde del arco iris, y recuerdo que pensé que así era como debía de sentirse uno después de tener visiones de santos; no es que mi madre fuera santa, pero su aparición había sido tan vívida y sorprendente como una llama que se enciende en una habitación oscura. Todavía medio dormido me dejé ir bajo las sábanas, eufórico por la dulzura del sueño que flotaba en silencio a mi alrededor. Incluso los ruidos matinales del pasillo se contagiaron del ambiente y el color de la presencia de mi madre; porque si escuchaba con atención en mi estado semidormido, me parecía que podía oír la luz específica, el sonido alegre de sus pasos mezclados con el traqueteo de los carritos del servicio de habitaciones yendo y viniendo por el pasillo y el estrépito de los cables del ascensor, las puertas del ascensor que se abrían y se cerraban; un sonido muy urbano que yo asociaba con Sutton Place y con ella. De pronto, estallando en las últimas volutas de bioluminiscencia que seguían colgando del sueño, las campanas de la iglesia más cercana tocaron con un estruendo tan violento que me erguí de pánico, buscando a tientas las gafas. Había olvidado qué día era: Navidad. Tambaleándome, me levanté y me acerqué a la ventana. Campanas, campanas. Las calles estaban blancas y desiertas. La escarcha brillaba sobre los tejados de tejas; fuera, en el Herengracht, la nieve danzaba y flotaba. Una bandada de mirlos graznaba y descendía en picado sobre el canal, el cielo estaba lleno de ellos, grandes descensos de lado y ondulaciones como un solo cuerpo inteligente yendo de aquí para allá, y su movimiento parecía introducirse en mí casi a nivel celular, cielo blanco y nieve que se arremolinaba y la feroz ráfaga de viento de los poetas. Primera regla para la restauración de muebles. Nunca hacer algo que no se pueda deshacer. Me duché, me afeité y me vestí. Luego, sin hacer ruido, ordené e hice el equipaje. De algún modo tenía que dar con Giuri, suponiendo que estuviera vivo, que lo dudaba, para devolverle el anillo y el reloj; solo el reloj valía una fortuna, como un BMW serie 7 que serviría para pagar la entrada de un piso. Se los mandaría a través de FedEx a Hobie para que los guardara bien y dejaría su nombre en la recepción por si acaso aparecía Giuri. Los cristales cubiertos de escarcha, la nieve envolviendo en fantasmas los adoquines profunda y silenciosamente, sin tráfico en las calles, los siglos se superponían, la década de 1940 pasando por la década de 1640. Era importante no pensar demasiado. Lo importante era utilizar la energía del sueño que no me había abandonado al despertarme. Como no hablaba holandés, decidí ir al consulado de Estados Unidos y allí pedir que telefonearan a la policía holandesa. Estropeando la festiva comida familiar de Navidad a un empleado del consulado. Pero no me fiaba de mí mismo para esperar. Quizá fuera buena idea entrar en la página web del Departamento de Asuntos Exteriores y averiguar mis derechos como ciudadano estadounidense; sin duda había muchos lugares peores donde acabar que una cárcel de Holanda y quizá si me presentaba y les contaba todo lo que sabía (Horst y Sascha, Martin y Frits, Frankfurt y Amsterdam), ellos podrían dar con el cuadro. Pero quién sabía cómo funcionaría. De lo único que estaba seguro era de que las tácticas evasivas habían terminado. Pasara lo que pasase, yo no sería como mi padre, escabulléndome y tramando hasta el mismo momento de estrellar el coche y estallar en llamas; daría la cara y afrontaría lo que ocurriera; y entonces fui derecho al cuarto de baño y tiré por el retrete el sobre de papel vegetal. Y eso fue todo: tan rápido como lo de Martin e igual de irrevocable. ¿Qué era lo que le gustaba decir a mi padre? Apechuga con las consecuencias. Aunque él no lo hubiera hecho. Recorrí toda la habitación, hice todo lo que había que hacer menos escribir las cartas. Hasta mi caligrafía me hizo hacer una mueca. Pero —a causa de la mala conciencia di un respingo— tenía que escribir a Hobie; no las vacilaciones autocompasivas de un borracho sino unas pocas líneas serias, contándole dónde estaba el talonario, el libro mayor, la llave de la caja fuerte. Probablemente podría admitir por escrito el fraude de los muebles, y establecer claro y fuerte que él no había tenido nada que ver. Quizá podría autentificarlo mediante un acta notarial y un testigo en el consulado estadounidense; quizá Holly (o quien fuera) se compadecería y llamaría a alguien que se prestara a hacerlo antes de telefonear a la policía. Grisha podría respaldarme sin incriminarse a sí mismo; nunca hablamos de ello, nunca me cuestionó pero él sabía que todos esos discretos viajes a la unidad de almacén no eran legales. Solo me quedaban Pippa y la señora Barbour. ¡Dios mío, cuántas cartas había escrito a Pippa y nunca le envié! Mi mayor esfuerzo, el más creativo, después de la desastrosa visita con Everett, había empezado y terminado con lo que creía que era una frase ligera y afectiva: «Me marcho un tiempo». Como posible nota de un suicida me había parecido en esos momentos, desde el punto de vista de la brevedad, una obra maestra. Por desgracia, había calculado mal la dosis y despertado doce horas más tarde con la colcha cubierta de vómito, y tuve que bajar tambaleándome y todavía mareado a las diez de la mañana para una reunión con los de Hacienda. Dicho esto, una nota antes de ir a la cárcel era otro asunto y era mejor dejarla sin escribir. Pippa no se dejaría engañar sobre quién era yo. Yo no tenía nada que ofrecerle. Yo era enfermedad, inestabilidad, todo aquello de lo que ella quería huir. La cárcel no haría sino confirmar lo que ella ya sabía. Lo mejor que podía hacer yo era interrumpir el contacto. Si mi padre había querido realmente a mi madre, como afirmaba haber hecho al principio, ¿no habría hecho lo mismo? Por último, la señora Barbour. Era algo que no sabes hasta que el barco se hunde, la clase de información sumamente sorprendente que no descubres sobre ti mismo hasta el último momento desesperado en que bajan los botes salvavidas y el barco está envuelto en llamas, pero, al final, cuando pensé en matarme, ella fue la única persona a la que me costó realmente hacerle algo así. Mientras salía de la habitación para bajar a la recepción y preguntar por el servicio de FedEx, y entrar en la página web del Departamento de Asuntos Exteriores antes de llamar al consulado, me detuve. Del pomo de la puerta colgaba una pequeña bolsa de caramelos envuelta con una cinta y una nota escrita a mano: Merry Christmas! En alguna parte la gente se reía y por el pasillo flotaba un delicioso olor a café fuerte, azúcar quemado y pan recién horneado del servicio de habitaciones. Todas las mañanas pedía el desayuno del hotel y me obligaba a tomarlo. ¿No era famosa Holanda por su café? Y sin embargo me lo bebía todas las mañanas sin saborearlo. Me metí la bolsa de caramelos en el bolsillo de la americana y me detuve en el pasillo inhalando hondo. Incluso a los hombres condenados se les permitía escoger una última comida, un tema de conversación que Hobie (cocinero infatigable y alegre tragón) había sacado en más de una ocasión al final de una velada con un Armagnac mientras daba vueltas buscando cajas de rapé vacías y platitos para utilizar como ceniceros improvisados para sus huéspedes; para él se trataba de una pregunta metafísica que era mejor contemplar con el estómago lleno, después de haber recogido los postres y de pasar el último plato de caramelos de jazmín, porque contemplando realmente el fin, al final de la velada, cerrando los ojos y diciendo adiós a la Tierra, ¿qué escogerías? ¿Algo reconfortante que te recordara el pasado? ¿Una sencilla comida de pollo de algún domingo olvidado de la niñez? ¿O el último intento de lujo, al otro extremo del horizonte, faisán y camemoros, y trufas blancas de Alba? En cuanto a mí, no sabía siquiera que tenía hambre hasta que salí al pasillo, pero en ese momento, allí parado con el estómago revuelto, un gusto amargo en la boca, y la perspectiva de la que sería mi última comida libremente escogida, me pareció que nunca había olido nada tan delicioso como ese olor azucarado: café con canela y los simples panecillos con mantequilla del desayuno continental. Curioso, pensé mientras entraba de nuevo en la habitación y cogía el menú del servicio de habitaciones: querer algo tan sencillo, tener tanto apetito por el apetito en sí. Vrolijk Kerstfeest!, me dijo el chico de la cocina media hora después, un adolescente robusto y despeinado salido de un cuadro de Jan Steen, con una corona de espumillón sobre la cabeza y una ramita de acebo detrás de la oreja. Levantando con un ostentoso ademán las tapas plateadas de las bandejas calientaplatos: «pan holandés especial de Navidad», dijo, señalándolo irónicamente. «Solo hoy». Yo había pedido el «Desayuno Festivo con Champán», que incluía un benjamín de champán, huevos con trufas y caviar, una macedonia, un plato de salmón ahumado, una ración de paté y media docena de platos con salsas, pepinillos, alcaparras, condimentos y cebollas encurtidas. Él descorchó el champán antes de retirarse (después de que le diera de propina casi todos los euros que me quedaban), y acababa de servirme un café y lo estaba probando con mucho cuidado, preguntándome si podría retenerlo (seguía aprensivo y de cerca no olía tan bien), cuando sonó el teléfono. Era el recepcionista. —Feliz Navidad, señor Decker —dijo rápidamente—. Lo siento pero alguien está subiendo para verle. He tratado de detenerlo… —¿Cómo? —Paralizado. Con la taza en el aire. —Está subiendo en estos momentos. He tratado de detenerlo. Le he pedido que esperaran pero no ha querido. Es decir, mi compañero le ha pedido que esperara. Pero ha empezado a subir antes de que pudiera… —Ah. Recorrí la habitación con la mirada. Toda mi resolución se desvaneció en un instante. —Mi compañero… —El recepcionista dijo algo a alguien cubriendo el auricular con una mano—, mi compañero ha salido tras él, Todo ha sido muy repentino, y pensé que debía… —¿Ha dado su nombre? —pregunté, acercándome a la ventana y preguntando si podía romperla con una silla. No estaba en un piso muy alto y era un salto moderado de unos doce pies. —No, señor. —Hablaba muy deprisa—. No hemos podido…, quiero decir que estaba tan resuelto… Se ha escabullido por delante del mostrador antes de… Conmoción en el pasillo. Alguien gritó algo en holandés. —Hay poco personal esta mañana, como estoy seguro de que comprenderá… Golpes llenos de determinación en la puerta, seguidos de una sacudida brusca y nerviosa, como el infinito chorro que salía de la frente de Martin, y el café me saltó por los aires. Mierda, pensé, mirándome el traje y la camisa: hechos un asco. ¿No podían haber esperado a que desayunara? Limpiándome la camisa con una servilleta mientras me acercaba con aprensión a la puerta, de pronto pensé: quizá son los tipos de Martin. Quizá todo sea más rápido de lo que pensaba. Pero cuando abrí la puerta de par en par, apenas podía creerlo: allí estaba Boris. Despeinado, con los ojos rojos y un aspecto lamentable. Nieve en el pelo, nieve sobre los hombros del abrigo. Me quedé tan sorprendido como aliviado. —Todo en orden —dije hacia el resuelto recepcionista que se acercaba a zancadas mientras Boris me abrazaba. —¿Lo ve? ¿Por qué debía esperar? ¿Por qué? —repitió Boris irritado, arrojando un brazo hacia el empleado, que se paró en seco para mirarnos—. ¿No se lo he dicho? ¿No le he dicho que sabía dónde estaba su habitación? ¿Cómo iba a saberlo si no fuera mi amigo? —Luego, volviéndose hacia mí—. No sé a qué viene este número. ¡Ridículo! —(Lanzando una mirada de odio al recepcionista)—. Me tienen esperando, esperando. ¡Han tocado el timbre! Y en cuanto empiezo a subir, «espere, espere, señor» —gimoteó con voz infantil—, «vuelva», y sale este detrás de mí… —Gracias —le dije al recepcionista, o más bien a su espalda, ya que después de mirarnos durante varios minutos con expresión sorprendida y disgustada, se dio media vuelta en silencio para irse—. ¡Muchas gracias, de verdad! —grité hacia el pasillo; era agradable saber que detenían a la gente que se precipitaba sola escaleras arriba. —No hay de qué, señor. —Sin molestarse en volverse—. Feliz Navidad. —¿Vas a dejarme entrar? —me preguntó Boris cuando por fin se cerró la puerta del ascensor y nos vimos solos—. ¿O nos quedamos aquí tranquilamente a mirar? —Hedía, como si no se hubiera duchado durante días, y parecía a la vez desdeñoso y muy satisfecho consigo mismo. —Yo… —El corazón me latía con fuerza y volvía a sentirme enfermo—, espera un momento. —¿Un momento? —Me miró de arriba abajo con desdén—. ¿Tienes que ir a alguna parte? —La verdad es que sí. —Potter… —Medio en broma, dejando la bolsa en el suelo y poniéndome los nudillos en la frente—. Tienes mala cara. Estás febril. Parece que acabes de excavar el canal de Panamá. —Me siento genial —repliqué cortante. —Pues no lo parece. Estás blanco como un pez. ¿Por qué vas tan elegante? ¿Por qué no has respondido a mis llamadas? ¿Qué es esto? —preguntó, mirando por encima de mi hombro el carrito del servicio de habitaciones. —Adelante. Sírvete tú mismo. —Bueno, si no te importa lo haré. Qué semana. Llevo toda la puta noche en el coche. Una forma asquerosa de pasar la Nochebuena… —Se quitó el abrigo con torpeza y lo dejó caer en el suelo—. Bueno, la verdad dicha, he pasado muchas peores. Al menos no había tráfico en la autopista. Hemos parado en un lugar horrible de la carretera, el único abierto, una estación de servicio donde solo había frankfurts con mostaza, normalmente me gustan, pero, Dios, el estómago… —Cogió una copa del bar y se sirvió champán—. Y tú aquí dándote la gran vida. —Agitó una mano—. Una etapa de lujo. —Se quitó los zapatos y retorció los pies dentro de los calcetines mojados—. Dios, tengo los dedos helados. Había mucho barro por las calles…, toda la nieve se está derritiendo. —Acercó una silla—. Siéntate conmigo. Come algo. He venido en buen momento. —Levantó la tapa del calientaplatos y olisqueó los huevos con trufas—. ¡Deliciosos! ¡Todavía están calientes! ¿Qué es eso? —me preguntó cuando metí una mano en el bolsillo del abrigo y le tendí el reloj y el anillo de Giuri—. ¡Ah, sí! No importa. Puedes dárselos tú mismo. —No, hazlo tú por mí. —Bueno, deberíamos llamarlo. Este festín es para cinco personas. ¿Por qué no llamamos… —levantó la botella de champán y miró el nivel como si estudiara una tabla de cifras financieras preocupantes— y pedimos otra de estas, una botella llena, o quizá dos, y los mandamos por más café, o quizá té? —Acercó más la silla—. ¡Me muero de hambre! Le diré a Giuri… —dijo mientras cogía un pedazo de salmón ahumado y lo dejaba caer en su boca antes de llevarse una mano al bolsillo buscando el móvil— que deje el coche en alguna parte y suba, ¿te parece bien? —Sí. —Algo en mí se había muerto al ver a Boris, casi como me ocurría con mi padre cuando era pequeño, después de muchas horas solo en casa sentía una involuntaria oleada de alivio al oír su llave en la cerradura y en el instante de verlo se me caía el alma a los pies. —¿Qué, no quieres que venga Giuri? —Lamiéndose los dedos ruidosamente—. ¿Quién crees que ha conducido toda la noche y ha aguantado sin dormir? Dale algo para desayunar al menos. —Empezó a comer los huevos—. Han pasado muchas cosas. —A mí también me han pasado muchas cosas. —¿Adónde vas? —Pide lo que quieras. —Buscando la llave electrónica en el bolsillo y dándosela—. Dejaré la cuenta abierta. Que te lo carguen a la habitación. —Potter… —dijo, tirando la servilleta y saliendo tras mí. Me detuvo a media zancada, y, para mi sorpresa, se echó a reír—. Vete entonces con tu nuevo amigo o lo que sea tan importante que tienes que hacer. —Me han pasado muchas cosas. —Bueno… —replicó él con suficiencia—, no sé las cosas que te han pasado a ti, pero puedo decirte las que me han pasado a mí y son por lo menos cinco mil veces más. Ha sido una semana inolvidable. Como para escribir un libro. Mientras tú te has estado dando lujos en el hotel, yo… —Dio un paso hacia delante y me puso una mano en la manga—. Espera. Le sonó el móvil; se volvió a medias, habló rápidamente en ucraniano antes de interrumpirse y colgar de golpe al ver que yo me dirigía a la puerta. —Potter. —Me sujetó por los hombros y me miró fijamente a las pupilas, luego me dio la vuelta y me condujo de nuevo a la habitación, cerrando la puerta con el pie—. ¿Qué coño? Eres como La noche del zombi. ¿Era esa la película que nos gustó? ¿En blanco y negro? No La noche de los muertos vivientes sino la poética… —Yo anduve con un zombie, de Val Lewton. —Exacto. A esa me refiero. Siéntate. La hierba de aquí es muy potente, aunque estés acostumbrado a ella, debería haberte advertido… —No he fumado hierba. —… porque te lo aseguro, la primera vez que vine aquí, a los veinte años o así, fumaba árboles cada día, creía que podía manejar lo que fuera y… Dios mío, fue culpa mía…, me porté como un imbécil con el tipo del café. «Dame lo más fuerte que tengas». ¡Ya lo creo que lo hizo! ¡Tres caladas y no podía caminar! ¡No podía tenerme en pie! ¡Era como si me hubiera olvidado de cómo se movían los pies! Visión periférica restringida, sin control de los músculos. ¡Una desconexión total con la realidad! —Boris me llevó a la cama, y estaba sentado a mi lado rodeándome los hombros con un brazo—. Y, ya me conoces, pero… ¡eso nunca! El corazón me latía a toda velocidad, como si corriera y corriera, todo el tiempo estuve sentado rígido, sin comprender dónde estaba…, ¡en una oscuridad horrible! Totalmente solo y llorando un poco, ya sabes, hablando mentalmente con Dios, «qué he hecho para merecer esto». ¡No recordaba haberme ido del café! Era como una pesadilla horrible. Y eso es la hierba, que no se te olvide. ¡La hierba! Salí a la calle, con las piernas temblorosas, y me agarré a la barra de un aparcamiento de bicicletas que había cerca de la plaza Dam. Creía que los coches venían por la acera e iban a atropellarme. Al final me orienté y encontré el piso de mi novia en el barrio de Jordaan y estuve tumbado mucho rato en la bañera sin agua. Así que… —Miraba con recelo la pechera de mi camisa manchada de café. —No he fumado hierba. —Lo sé, ya me lo has dicho. Solo te contaba una anécdota. Aunque quizá no tenía mucho interés para ti. Bueno…, no me extraña. En fin. —El silencio que siguió fue interminable—. He olvidado decir…, he olvidado decir… —continuó mientras me servía un vaso de agua mineral— que, después de ese día, el día que estuve vagando por Dam, me encontré fatal durante tres días. Mi novia me dijo: «Salgamos de aquí, Boris, no puedes quedarte más tiempo ahí tumbado y malgastar todo el fin de semana». Vomité en el museo de Van Gogh. Con mucha clase. El agua fría, al golpear mi garganta dolorida, me puso la piel de gallina y me trajo un recuerdo corporal visceral de la niñez: la dolorosa luz del sol del desierto, una dolorosa resaca de tarde, con los dientes castañeteándome en el frío del aire acondicionado. Boris y yo tan enfermos que no parábamos de vomitar, y nos reíamos de vomitar, lo que nos hacía vomitar aún más. Sufriendo arcadas al ver las rancias galletas saladas de la caja que yo tenía en la habitación. —Bueno… —Boris mirándome de reojo—, podrías tener algo. Si no fuera Navidad bajaría a buscar algo para tu estómago. Toma, toma —añadió dejando caer algo de comida en el plato y dándomelo a la fuerza. Cogió la botella de champán de la cubitera, miró de nuevo el nivel y se sirvió el resto en mi copa de zumo de naranja medio vacío (medio vacío porque él se lo había bebido). —¡Feliz Navidad! —dijo alzando la copa de champán hacia mí—. ¡Larga vida para los dos! ¡Cristo ha nacido, glorifiquémoslo! —Y se la bebió de golpe. Tiró los panecillos sobre el mantel y estaba amontonando comida para él en la panera de cerámica—. Lo siento, ya sé que quieres saberlo todo, pero tengo hambre y debo comer primero. Paté. Caviar. Pan de Navidad. A pesar de todo yo también tenía hambre y decidí ser agradecido con las circunstancias y con la comida que tenía delante, y empecé a comer. Durante un rato ninguno de los dos dijo una palabra. —¿Mejor? —me preguntó él por fin, mirándome—. Estás exhausto. —Se sirvió un poco más de salmón—. Ha habido una pasa de gripe. Shirley también tiene. No dije nada. Empezaba a hacerme a la idea de que él estaba en la habitación conmigo. —Creía que ibas a salir con una chica. Bueno, te diré dónde hemos estado Giuri y yo —dijo, cuando no respondí—. Hemos estado en Frankfurt. Bueno…, eso ya lo sabes. ¡Ha sido una locura! Pero… —Apuró el champán, luego se acercó al minibar y se acuclilló para mirar lo que había en él. —¿Tienes mi pasaporte? —Sí, tengo tu pasaporte. ¡Vaya, aquí hay un buen vino! ¡Y todos estos botellines de Absolut! —¿Dónde está? —Ah… —Regresó a grandes zancadas con el vino tinto bajo el brazo y tres botellines de vodka del minibar que metió en la cubitera—. Aquí tienes. —Lo sacó del bolsillo y la arrojó con descuido sobre la mesa antes de sentarse—. Ahora, ¿brindamos? Yo seguía sentado en el borde de la cama sin moverme, con el plato de comida medio vacío todavía en el regazo. Mi pasaporte. En el largo silencio que siguió, Boris alargó un brazo por encima de la mesa y dio un capirotazo con el dedo corazón en el borde de mi copa de champán, produciendo un tintineo cristalino como el de una cuchara al golpear una copa. —Atención, por favor —pidió con ironía. —¿Qué? —¿Un brindis? —Inclinó su copa hacia mí. Me froté la frente con una mano. —¿Qué vas a hacer? —¿Eh? —¿Por qué quieres brindar exactamente? —¿Por la Navidad? ¿La misericordia de Dios? ¿Te sirve? Entre ambos se hizo un silencio que, si bien no era exactamente hostil, adquirió al intensificarse un tono sin duda audaz y difícil de controlar. Al final Boris se recostó en la silla y señaló la copa con la cabeza. —Lamento tener que pedírtelo, pero cuando te canses de mirarme fijamente, ¿crees que podríamos…? —Voy a tener que desentrañar todo esto en algún momento. —¿Cómo? —Supongo que tendré que ordenar todo esto en mi mente en algún momento. No será fácil. Eso va allí…, eso aquí. Dos montones distintos, quizá tres. —Potter, Potter, Potter… —dijo él con afecto, medio burlón, echándose hacia delante—, eres un zoquete. No tienes sentido de la gratitud ni de la belleza. —El sentido de la gratitud. Supongo que brindaré por eso. —¿Qué? ¿No recuerdas la feliz Navidad que pasamos juntos? ¿Los felices tiempos pasados que nunca volverán? ¿Tu padre… —un gesto grandioso— sentado a la mesa del restaurante? ¿El festín y la alegría? ¿La feliz celebración? ¿No honras ese recuerdo en tu corazón? —Por el amor de Dios. —Potter —dijo conteniendo el aliento—, eres un caso. Eres peor que una mujer. «Deprisa, deprisa». «Levántate y vete». ¿No leíste mis mensajes? —¿Cómo? Boris, que alargó el brazo para coger la copa, se detuvo en seco. Echó un vistazo al suelo y de pronto fui muy consciente de la bolsa que había junto a su silla. Divertido, él se hurgó los dientes delanteros con la uña del pulgar. —Adelante. Las palabras flotaron sobre la mesa de comedor. Reflexiones distorsionadas en la tapa en forma de cúpula del calientaplatos plateado. Cogí la bolsa y me puse en pie; y su sonrisa se desvaneció cuando me dirigí a la puerta. —¡Espera! —¿Que espere qué? —¿No vas a abrirla? —Mira… —Me conocía muy bien y no me fiaba lo suficiente de mí mismo para esperar; no permitiría que ocurriera dos veces lo mismo… —Voy a llevarlo abajo para que lo metan en la caja fuerte. No sabía siquiera si había caja fuerte, solo que no quería tener el cuadro cerca, estaría más seguro con desconocidos, en un guardarropa, donde fuera. Además, pensaba llamar a la policía en cuanto Boris se marchara, pero no hasta entonces; no había motivos para mezclar a Boris en el asunto. —¡Ni siquiera lo has abierto! ¡Ni siquiera sabes qué es! —He tomado debida nota. —¿Qué demonios significa eso? —Quizá no necesito saber qué es. —¿Ah, no? Quizá sí. —Y, con cierta suficiencia, añadió—: Porque no es lo que crees. —¿No? —No. —¿Cómo sabes lo que creo que es? —¡Por supuesto que sé lo que crees que es! ¡Y te equivocas! Lo siento, pero… —alzó las manos— es algo mucho, muchísimo mejor. —¿Mejor? —Sí. —¿Cómo va a ser mejor? —Lo es. Muchísimo mejor. Tendrás que creerme. Ábrela y míralo —dijo con un brusco movimiento de la cabeza. —¿Qué es esto? —pregunté al cabo de unos treinta segundos, levantando un fajo de cientos de… dólares, y luego otro. —Esto no es todo —dijo frotándose la nuca con la palma de la mano—. Solo una parte. Miré el dinero y luego a él. —¿Una parte de qué? Sonrió con suficiencia. —Bueno, pensé que era más espectacular en efectivo, ¿no? Voces de comedia amortiguadas que llegaban flotando de la puerta de al lado, cadencias articuladas de risas enlatadas de la televisión. —¡Tengo una sorpresa aún más agradable para ti! Esto no es todo, por si te interesa. Moneda estadounidense, pensé, te será más útil para volver. Lo que trajiste…, un poco más. De hecho, aún no han pagado…, aún no ha llegado el dinero. Pero… pronto, espero. —¿Quiénes? ¿Quiénes no han pagado? ¿Pagado por qué? —Este dinero es mío. Mío personal. De la caja fuerte. Me paré en Amberes para recogerlo. Así es mejor…, mejor para hacerte entrega de él, ¿no? La mañana de Navidad. Jo, jo, jo. Pero esperamos mucho más. Di la vuelta al montón de dinero y lo miré: delante y detrás. Eran fajos, recién salidos de Citibank. —«Gracias, Boris» —respondió él imitándome con ironía, y añadió, con su propia voz—: «De nada. Ha sido un placer». Fajos de dinero. Al margen de lo ocurrido. Billetes nuevos. Había una especie de satisfacción o emoción en todo el asunto que se me escapaba. —Como digo, solo es una parte. Dos millones de euros. Mucho, mucho más en dólares. ¡Feliz Navidad! ¡Este es mi regalo! Puedo abrirte una cuenta en Suiza con el resto y darte una libreta, y así…, ¿qué pasa? —dijo, casi retrocediendo, cuando metí el fajo de billetes en la bolsa, la cerré con brusquedad y se la devolví—. ¡No! ¡Es tuyo! —No lo quiero. —¡Creo que no lo entiendes! Déjame que te lo explique, por favor. —He dicho que no lo quiero. —Potter… —Se cruzó de brazos, mirándome con frialdad, la misma mirada que me había clavado en el bar polaco—, otro hombre saldría de aquí riéndose y no volvería. —¿Por qué no lo haces entonces? Recorrió la habitación con la mirada, como si le faltaran razones. —¡Te diré por qué! Por los viejos tiempos. Aunque me trates como a un delincuente. Y porque quiero compensarte… —¿Compensarme por qué? —¿Cómo dices? —¿De qué quieres compensarme exactamente? ¿Me lo vas a explicar de una vez? ¿Y de dónde demonios ha salido este dinero? ¿Cómo arregla esto las cosas? —Bueno, la verdad, no deberías precipitarte en… —¡No me importa el dinero! —casi grité—. ¡Me importa el cuadro! ¿Dónde está el cuadro? —Si me dejaras hablar y no perdieras los… —¿Para qué es este dinero? ¿De dónde ha salido? ¿Exactamente de qué fuente? ¿Bill Gates? ¿Papá Noel? ¿El ratoncito Pérez? —Por favor. Eres tan dramático como tu padre. —¿Dónde está el cuadro? ¿Qué has hecho con él? Ya no lo tienes, ¿verdad? ¿Lo has cambiado? ¿Vendido? —Por supuesto que no. Yo…, hum… —Echó hacia atrás la silla con prisas, arrastrándola por el suelo—. Dios mío, Potter, cálmate. Por supuesto que no lo he vendido. ¿Por qué iba a hacerlo? —¡No lo sé! ¿Cómo voy a saberlo? ¿Para qué es todo esto? ¿Qué sentido tiene? ¿Por qué he venido aquí contigo? ¿Por qué has tenido que involucrarme en esto? ¿Me trajiste para que te ayudara a matar gente, es eso? —Nunca he matado a nadie en toda mi vida —replicó Boris altanero. —Oh, Dios. ¿He oído bien? ¿Se supone que tengo que reírme? ¿De verdad has dicho que nunca…? —Eso fue en defensa propia. Y tú lo sabes. Yo no voy por ahí haciendo daño a la gente para divertirme, pero me protegeré si tengo que hacerlo. Lo mismo que tú… —añadió elevando la voz sobre la mía, imperioso— con Martin, aparte del hecho de que yo no estaría aquí ahora, y tú probablemente tampoco… —¿Quieres hacerme un favor? Si no vas a callarte, ¿puedes irte a ese rincón y quedarte allí un rato? Porque no quiero verte ni mirarte ahora. —… con Martin, si la policía lo supiera, te daría una medalla, y lo mismo otros muchos inocentes, que ya no viven, gracias a él. Martin era… —O podrías irte. Eso es quizá lo mejor. —Martin era un demonio. No era humano. No todo era culpa suya. Nació así. Sin sentimientos, ¿sabes? Hizo cosas mucho peores que disparar a gente. A nosotros no —añadió con prisas, agitando una mano, como si esa fuera la clave de todo el malentendido—. A nosotros nos habría disparado por cortesía, sin premiarnos con su otra maldad y perversidad. Pero… ¿era Martin un buen hombre? ¿Un ser humano como es debido? No, no lo era. Y Frits tampoco era ninguna flor. Así que debes mirar los remordimientos y el dolor que sientes desde otro punto de vista. Debes verlo como heroísmo al servicio de un bien más elevado. No puedes tener siempre una perspectiva tan sombría de la vida, ¿sabes?, es malo para ti. —¿Puedo preguntarte algo? —Lo que quieras. —¿Dónde está el cuadro? —Mira… —Boris suspiró y miró hacia otro lado—. Eso es lo mejor he sabido hacer. Sé cuánto lo querías. No pensé que te llevarías un disgusto tan grande. —¿Puedes decirme solo dónde está? —Potter… —Con una mano en el corazón—. Siento que estés tan enfadado. No me lo esperaba. Pero tú dijiste que no te lo quedarías de todos modos. Que pensabas devolverlo. ¿No es eso lo que dijiste? —añadió al ver que lo miraba fijamente. —¿Cómo diablos va a ser eso lo correcto? —¡Te lo diré, si te callas y me dejas hablar! ¡En lugar de despotricar y sacar espuma por la boca, estropeando nuestra Navidad! —¿De qué estás hablando? —Idiota —dijo golpeándose una sien con los nudillos—. ¿De dónde crees que ha salido este dinero? —¿Cómo coño quieres que lo sepa? —¡Es el dinero de la recompensa! —¿La recompensa? Tardé un momento en comprender. Estaba de pie y tuve que sentarme. —¿Estás enfadado? —preguntó Boris con cautela. Voces en el pasillo. Tenue luz de invierno reflejándose en la pantalla de la lámpara de latón. —Pensé que estarías contento. ¿No lo estás? Pero yo no me había recobrado lo bastante para hablar. Todo lo que podía hacer era mirarlo fijamente, anonadado. Al ver mi expresión, Boris se apartó el pelo de la cara y se rió. —Tú mismo me diste la idea. ¡No creo que supieras lo buena que era! ¡Genial! Ojalá se me hubiera ocurrido a mí. «Llama a la policía de delitos de arte, llama a la policía de delitos de arte». ¡Qué locura! Eso es lo que pensé entonces. Que estabas un poco loco con tu obsesión de ser totalmente honrado. Solo que… —se encogió de hombros— ocurrieron unos sucesos desafortunados, como bien recordarás, y después de que nos despidiéramos en el puente hablé con Cherry, qué hacer, qué hacer, retorciéndonos las manos; hicimos unas cuantas averiguaciones y, bueno, en realidad… —alzando la copa hacia mí—, ¡era una idea genial! ¿Por qué he dudado de ti alguna vez? ¡Eres el cerebro de todo esto, desde el comienzo! Mientras yo estaba en Alaska, caminando cinco millas hasta una estación de servicio para robar una barra de Nestlé…, mírate a ti. ¡Un cerebro! ¿Por qué he dudado de ti alguna vez? Porque hice averiguaciones y… —arrojando los brazos al aire— tenías razón. ¿Quién podía imaginarlo? ¡Más de un millón de dólares esperando ahí fuera como recompensa! ¡Sin responder preguntas! ¡En efectivo, libre y claro…! Fuera, la nieve volaba contra la ventana. En la habitación contigua alguien tosía con violencia, o se reía fuerte, no lo sabía. —De aquí para allá, de aquí para allá, todos estos años. Un juego para imbéciles. Incómodo, peligroso. Y lo que me pregunto ahora es ¿por qué me molesté siquiera? ¿Habiendo todo este dinero legal directo para el que lo reclamara? Porque tú tenías razón, ellos lo tenían claro. No hicieron preguntas. Solo les importaba recuperar el cuadro. —Boris encendió un cigarrillo y dejó caer la cerilla en el vaso de agua con un siseo—. Yo no lo vi, ojalá lo hubiera hecho, pero no creí que fuera una buena idea andar cerca, ya sabes. ¡El cuerpo especial SWAT alemán! Chalecos, pistolas. ¡Tiradlo todo! ¡Al suelo! ¡Una gran conmoción y una multitud en la calle! Y me habría encantado ver la cara de Sascha. —¿Llamaste a la policía? —¡Bueno, no personalmente! Lo hizo mi chico, Dima… Dima está furioso con los alemanes por el tiroteo en su aparcamiento. Totalmente innecesario y un gran quebradero de cabeza para él. Verás —dijo inquieto, cruzando las piernas y exhalando una gran nube de humo—. Yo tenía una vaga idea de dónde tenían el cuadro. Hay un apartamento en Frankfurt. Pertenecía a una exnovia de Sascha. La gente guarda cosas en él. Pero yo no tenía forma de entrar, ni siquiera con media docena de tipos. Llaves, alarmas, cámaras, contraseñas. Solo había un problema. —Bostezó y se secó la boca con el dorso de la mano—. Bueno dos. El primero era que la policía necesita un motivo probable para registrar el apartamento. No puedes llamar simplemente con nombre de ladrón, un ciudadano anónimo que está intentando ayudar, para entendernos. Y el segundo problema era que yo no recordaba la dirección exacta del piso. Muy muy secreto…, solo había estado en él una vez, a altas horas de la noche, y no me encontraba lo que se dice en el mejor estado. Conocía vagamente el barrio…, antes había ocupas, pero ahora es muy bonito. Pedí a Giuri que me llevara por las calles, arriba y abajo, arriba y abajo. Durante una puta eternidad. Al final reduje las posibilidades a una hilera de casas, pero no estaba cien por cien seguro. De modo que me bajé del coche y me puse a andar. Asustado de estar en esa calle, temeroso de que alguien me viera, me bajé y la recorrí a pie. Con los ojos entrecerrados. Un poco hipnotizado, ya sabes, tratando de recordar el número de pasos. Intentando sentirlo con el cuerpo. De todos modos, estoy adelantado acontecimientos. Hablábamos de Dima… —Jugueteaba con los panecillos que había sobre el mantel—. La cuñada del primo de Dima, excuñada en realidad, estaba casada con un holandés, y tienen un hijo llamado Anton, de veintiún o veintidós años, superpulcro, apellidado Van de Brink. Anton es de nacionalidad holandesa y ha crecido hablando holandés, lo que nos será útil, ya me entiendes. —Mordisqueó un panecillo; hizo una mueca y escupió una semilla de centeno entre los dientes—. Anton trabaja en un bar frecuentado por ricos junto a P. C. Hooftstraat, el Amsterdam elegante, ya sabes, la calle de Gucci, de Cartier. Es un buen chico. Habla inglés, holandés, unas pocas palabras de ruso. Sea como sea, Dima le pidió a Anton que telefoneara a la policía y denunciara que había visto a dos alemanes, uno de los cuales respondía a una descripción exacta de Sascha: gafas de abuelo, camisa tipo La casa de la pradera, un tatuaje tribal en la mano que Anton era capaz de dibujar con exactitud, a partir de una fotografía que le dimos… En fin, Anton telefoneó a la policía de delitos de arte y les dijo que había visto a esos alemanes muy borrachos discutiendo en su bar, y que estaban tan furiosos y disgustados que se habían olvidado… ¿qué? ¡Una carpeta! Bueno, era una carpeta falsificada, por supuesto. Íbamos a dar un móvil, un móvil falso, pero ninguno somos lo bastante genios en informática para estar seguros de que no sería rastreable. De modo que imprimí unas fotos, la que te enseñé y otras que dio la casualidad que llevaba en el móvil…, un jilguero junto con un artículo periodístico relativamente reciente para ponerle fecha, ya sabes. El periódico tenía dos años, pero… no importaba. Anton acababa de encontrar esa carpeta debajo de una silla con alguna otra información del cuadro de Miami, ya sabes, para relacionarlo con una aparición anterior. La dirección de Frankfurt estaba oportunamente intercalada, así como el nombre de Sascha. Todo esto fue idea de Myriam, es ella la que merece llevarse el mérito, deberías invitarla a una gran copa cuando vuelvas. Nos envió algunos papeles por FedEx desde Estados Unidos…, muy muy convincente. En ellos aparece el nombre de Sascha, y… —¿Sascha está en la cárcel? —Ya lo creo. —Boris soltó una risita—. Nosotros aceptamos el rescate, el museo vuelve a tener el cuadro, la policía cierra el caso, la aseguradora recupera el dinero, el público aprende una lección edificante y todo el mundo sale ganando. —¿El rescate? —Bueno, rescate, recompensa, como quieras llamarlo. —¿Quién ha pagado este dinero? —No lo sé. —Boris hizo un gesto irritado—. El museo, el gobierno, un particular. ¿Acaso importa? —Me importa a mí. —Bueno, pues no debería. Deberías callarte y mostrarte agradecido. Porque… —añadió, levantando la barbilla y elevando la voz sobre la mía—, ¿sabes una cosa, Theo? ¿Sabes una cosa? ¡A que no lo adivinas! ¡A que no adivinas la suerte que hemos tenido! No solo tienen tu pájaro allí dentro sino…, ¿quién lo habría dicho?, ¡muchos de los otros cuadros robados! —¿Cómo? —¡Dos docenas o más! Algunos de ellos llevaban años desaparecidos. Y no todos son tan bonitos ni fascinantes como el tuyo, de hecho la mayoría no lo son. Esa es mi opinión personal. Pero aun así hay grandes recompensas para cuatro o cinco de ellos, y más elevadas que para el tuyo. Y aunque algunos no son tan famosos, como un pato muerto o un aburrido cuadro de un hombre de cara gorda que no conoces, hasta esos tienen recompensas, cincuenta mil o cien mil aquí y allá. ¿Quién lo diría? «Toda información que lleve a su rescate». Tiene sentido. —Y añadió con austeridad: Y espero que quizá puedas perdonarme por eso. —¿Qué? —Porque están diciendo que es «uno de los grandes rescates de obras de arte de la historia». Y esa es la parte que esperaba que te pusiera contento. Quizá no, quién sabe, pero lo esperaba. ¡Las obras de arte del museo devueltas al público! ¡Administración de los tesoros culturales! ¡Qué alegría! ¡Todos los ángeles están cantando! Pero todo eso jamás habría ocurrido si no fuera por ti. Me quedé sentado en un silencio estupefacto. —Por supuesto, esto no es todo —añadió Boris, señalando con la cabeza la bolsa abierta sobre la cama—. Allí dentro hay un bonito regalo de Navidad para Myriam, Cherry y Giuri. Y he dado a Anton y a Dima un treinta por ciento del total, que se han repartido a partes iguales. Anton hizo todo el trabajo en realidad, de modo que en mi opinión debería quedarse con el veinte por ciento y Dima con el diez. Pero es mucho dinero para Anton, así que se da por satisfecho. —Han recuperado otros cuadros. No solo el mío. —Sí, ¿no me has oído…? —¿Qué cuadros? —¡Oh, varios son muy conocidos y famosos! ¡Llevaban años desaparecidos! —¿Por ejemplo? Boris hizo un ruidito de irritación. —Oh, no sé los títulos, ya sabes que no puedes preguntarme eso. Unos cuantos modernos…, muy importantes y caros, todo el mundo está muy emocionado, aunque si te digo la verdad, no entiendo por qué dan tanta importancia a algunos. ¿Por qué cuesta tanto dinero algo que podría haber pintado un párvulo? «Feo pegote». «Palo negro con enredos». Pero también había muchas obras de grandeza histórica. Uno era un Rembrandt. —¿No sería una marina? —No…, gente en una habitación oscura. Un poco aburrido. Pero un bonito Van Gogh, de una playa. Y luego…, oh, no sé…, lo típico, María, Jesús, muchos ángeles. Algunas esculturas incluso. Y obras asiáticas también. Me pareció que no valían nada pero supongo que eran muchas. —Boris apagó el cigarrillo aplastándolo con vigor—. Lo que me recuerda que él escapó. —¿Quién? —El amigo chino de Sascha. —Se acercó al minibar y regresó con un sacacorchos y dos copas—. No estaba en el apartamento cuando llegaron los policías, por suerte para él. Y si es listo, que lo es, no volverá. —Sostuvo en alto los dedos cruzados—. Se buscará a otro hombre rico para vivir a su costa. Eso es lo que hace. Es un buen trabajo si lo consigues. En fin… —Mordió el labio mientras descorchaba la botella con un ¡pop!—. ¡Ojalá se me hubiera ocurrido esto hace años! ¡Un gran cheque fácil! ¡Moneda de curso legal! En lugar de ese seguir la pelota que bota durante tantos años. —Y agitó el corcho hacia un lado y hacia el otro, tic, toc—. De aquí para allá, de aquí para allá. ¡Con los nervios destrozados! Todo este tiempo, todos estos quebraderos de cabeza, mientras tenía este dinero fácil del gobierno debajo de las narices. Te diré algo —añadió, echándose hacia delante para servirme ruidosamente vino tinto—. En cierto sentido, Horst tal vez se habrá alegrado tanto como tú de que esto cayera. Le gusta ganar dinero como a cualquier hijo de vecino pero también se siente culpable, tiene las mismas ideas que tú sobre el bien público, el patrimonio cultural, bla, bla, bla… —No entiendo qué pinta Horst en todo esto. —Yo tampoco, y nunca lo sabremos —respondió Boris con firmeza—. Todo es muy discreto y civilizado. —Con impaciencia, bebió un rápido y furtivo sorbo de vino—. Y, sí, es cierto que estoy un poco enfadado con él, quizá ya no me fío de él tanto como antes, o más bien no me fío nada de él. Pero Horst está diciendo que él jamás habría mandado a Martin si hubiera sabido que éramos nosotros. Y quizá sea verdad. «Boris, jamás lo habría hecho». ¿Quién sabe? Entre tú y yo, creo que podría decirlo solo para guardar las apariencias. Porque una vez que cayó todo a pedazos con Martin y Frits, ¿qué más podía hacer él aparte de retirarse con elegancia, afirmando que no sabía nada? No lo sé con seguridad. Solo es una teoría que yo tengo. Horst cuenta con su propia versión de los hechos. —¿Y cuál es? Boris suspiró. —Horst dice que no sabía que Sascha se había llevado el cuadro, no hasta que nosotros nos lo llevamos y Sascha le telefoneó inesperadamente pidiéndole ayuda para recuperarlo. Fue una coincidencia que Martin estuviera en la ciudad. Acababa de llegar de Los Ángeles para pasar las vacaciones. Entre los drogatas, Amsterdam es un lugar muy popular para pasar la Navidad. Y bueno, esa parte… —se frotó un ojo—, estoy bastante seguro de que aquí Horst dice la verdad. La llamada que recibió de Sascha, poniéndose a su merced, fue una sorpresa. No hubo tiempo para hablar. Había que actuar deprisa. ¿Cómo iba a saber Horst que éramos nosotros? Sascha ni siquiera estaba en Amsterdam…, se estaba enterando de todo de modo indirecto por Chinky, cuyo alemán no es muy bueno, de modo que Horst se estaba enterando por terceras personas. Todo encaja si lo miras como es debido. Dicho esto… —Se encogió de hombros. —¿Qué? —Bueno… Está claro que Horst no sabía que el cuadro estaba en Amsterdam, ni que Sascha intentaba obtener un préstamo utilizándolo como aval, no hasta que a Sascha le entró el pánico y lo telefoneó cuando nosotros nos lo llevamos. De eso estoy seguro. Pero ¿se confabularon Horst y Sascha para hacer desaparecer el cuadro en Frankfurt cuando el trato de Miami se rompió? Es posible. A Horst le gustaba mucho ese cuadro. Muchísimo. ¿Te dije que lo reconoció en el acto la primera vez que lo vio? ¿Que sabía el nombre del pintor y todo? —Es uno de los cuadros más famosos del mundo. Boris se encogió de hombros. —Como he dicho, Horst es culto. Creció rodeado de belleza. Dicho esto, Horst no sabe que fui yo quien preparó la carpeta. Tal vez no estaría tan contento. Pero —se rió fuerte— ¿se le habría ocurrido a él? Me gustaría saberlo. Todo este tiempo la recompensa estaba allí esperando. ¡Libre y legal! ¡Brillando a plena vista, como el sol! Sé que a mí nunca se me ocurrió, no hasta ahora. ¡Alegría y felicidad en todo el mundo! ¡Obras maestras perdidas han sido recuperadas! ¡Anton el gran héroe, posando para las fotos y hablando por Sky News! ¡Una ovación en pie en la rueda de prensa de anoche! Todo el mundo lo quiere…, como ese hombre que hizo un aterrizaje forzoso en el río hace unos años y salvó a todos pasajeros, ¿te acuerdas? Pero, en mi opinión, no es a Anton a quien aplaude la gente…, en realidad es a ti. Yo tenía tantas cosas que decirle que no pude decir ninguna. Y sin embargo solo podía sentir la más abstracta gratitud. Quizá la buena suerte se parecía a la mala suerte en que tardabas un tiempo en asimilarla, pensé, introduciendo una mano en la bolsa y sacando un fajo de billetes para mirarlo. Al principio no sentías nada. El sentimiento llegaba después. —Bonito, ¿no? —dijo Boris, visiblemente aliviado al ver que volvía en mí—. ¿Estás contento? —Boris, tienes que quedarte la mitad. —Créeme, me he ocupado de mí mismo. Poseo suficiente para no tener que hacer nada que no me guste durante un tiempo. Quién sabe, hasta podría abrir un bar en Estocolmo. O… quizá no. Un poco aburrido. Pero todo eso es tuyo. Y más que vendrá. ¿Te acuerdas de aquella vez que tu padre nos arrojó quinientos a cada uno? ¿Volando como plumas? ¡Qué noble y grandioso! Bueno, para mí entonces, que la mitad del tiempo estaba hambriento, solo y triste, sin un centavo, eso era una fortuna. ¡Más dinero del que había visto nunca! Y tú… —Se le puso roja la nariz; pensé que estaba a punto de estornudar—. Tú siempre tan decente y bueno, compartiendo conmigo todo lo que tenías, ¿y… qué hice yo? —Oh, Boris, vamos —dije incómodo. —Te robé, eso es lo que hice. —Un brillo alcohólico en los ojos—. Te arrebaté lo que más querías. ¿Cómo pude tratarte tan mal cuando solo deseaba lo mejor para ti? —Basta. De verdad, para —dije al ver que lloraba. —¿Qué puedo decir? Me has preguntado por qué me lo llevé. ¿Y qué puedo responder? Solo que… las cosas nunca son lo que parecen…, todo bueno o todo malo. Sería mucho más fácil si lo fueran. Incluso tu padre…, dándome de comer, hablando conmigo, ofreciéndome un techo, dándome ropa… Tú odiabas a tu padre pero en cierto sentido era un buen hombre. —Yo no diría bueno. —Yo sí. —Pues serías el único. Y te equivocarías. —Mira, yo soy más tolerancia que tú —dijo Boris, estimulado ante la perspectiva de una discusión y sorbiendo de golpe las lágrimas—. Xandra…, tu padre, siempre lograbas que los dos parecieran malos y perversos. Y, sí, tu padre era destructivo, e irresponsable…, como un niño. ¡Tenía un espíritu enorme! ¡Le dolía muchísimo! Pero a quien más daño hizo fue a sí mismo. Y sí… —dijo teatralmente, pasando por alto mis objeciones—, te robó, o intentó hacerlo, lo sé, pero ¿sabes qué? Yo también te robé y salí impune. ¿Qué es peor? Porque, te lo aseguro —dando un golpe a la bolsa con el dedo del pie—, el mundo es mucho más extraño de lo que sabemos o nos imaginamos. Y sé cómo piensas, o cómo te gustaría pensar, pero quizá este es un caso que no puedes reducir a «bien» puro o «mal» puro como siempre quieres hacer… Como esos montones que decías, malo aquí, bueno allí. Quizá no sea tan simple. Porque, mientras veníamos aquí en coche esta noche, veía todas las luces de Navidad en la autopista y no me avergüenza decírtelo, se me ha hecho un nudo…, porque no podía evitar pensar en la historia de la Biblia, ya sabes, cuando el administrador roba el óbolo a la viuda, pero luego huye a un país lejano e invierte sabiamente el óbolo y le devuelve a la viuda el dinero multiplicado por mil. Y con alegría ella le perdona, y matan el ternero cebado y lo celebran con un banquete. —Creo que quizá no todo es la misma historia. —Bueno, iba a catequesis en Polonia, han pasado muchos años. Lo que trato de decir es que anoche en el coche, mientras salíamos de Amberes, pensaba: no siempre se saca el bien de las buenas obras ni el mal de las malas obras. Ni siquiera los sabios y los buenos pueden ver la finalidad de todas sus acciones. ¡Qué idea más aterradora! ¿Te acuerdas del príncipe Mishkin de El idiota? —No estoy en condiciones para mantener una conversación intelectual en estos momentos. —Lo sé, lo sé, pero escúchame. Leíste El idiota, ¿no? Bueno, pues fue un libro que me perturbó mucho. De hecho, me perturbó tanto que ya no he vuelto a leer mucha ficción después de él, aparte de Dragón tatuado. Porque… —yo intentaba decir algo pero me interrumpió—, ya me dirás luego qué piensas, deja que te explique por qué me perturbó tanto. Porque todo lo que Mishkin hizo en la vida fue bueno, generoso…, trataba a todas las personas con comprensión y compasión, ¿y qué salió de toda esa bondad? ¡Un asesinato! ¡Una catástrofe! Yo solía preocuparme mucho por eso. ¡Me quedaba despierto por la noche angustiado! ¿Qué explicación tenía? ¿Cómo era posible? Leí ese libro como unas tres veces creyendo que no lo había entendido bien. Mishkin era amable, quería a todo el mundo, era tierno, siempre perdonaba y nunca hacía nada malo, pero confió en quien no debía, se equivocó en todas sus decisiones e hizo daño a todos lo que tenía alrededor. Es un mensaje muy oscuro el de este libro. «Por qué ser bueno». Eso es lo que hizo presa en mí anoche mientras veníamos aquí en coche. ¿Y si es más complicado que todo eso? ¿Y si lo contrario también es cierto? Porque si a veces se obtiene el mal de las buenas acciones, ¿dónde dice que de las malas acciones solo se obtiene el mal? Puedes equivocarte de camino y que aun así este te lleve a donde quieres ir. O, viceversa, a veces puedes hacerlo todo mal y aun así sale bien. —No estoy seguro de entenderlo. —Quiero decir que personalmente nunca he trazado una línea tan firme entre el «bien» y el «mal». Para mí esa línea a menudo es falsa. Nunca están tan desconectados el uno del otro. No pueden existir por su cuenta. Mientras actúe guiado por el amor creo que estoy haciéndolo lo mejor que sé. En cambio tú, envuelto en tus juicios, lamentando siempre el pasado, maldiciéndote a ti mismo, culpándote y preguntándote «¿Qué habría pasado si…?». «La vida es cruel». «Ojalá hubiera muerto yo en su lugar». Bueno, pues pregúntate esto: ¿y si todas las acciones y decisiones, buenas o malas, le traen sin cuidado a Dios? ¿Y si el patrón está predeterminado? No, no, espera, es una pregunta que vale la pena plantearse. ¿Y si son nuestros errores y nuestra maldad los que marcan el destino y nos conducen a lo bueno? ¿Y si para alguno de nosotros no es posible llegar de ningún otro modo? —¿Llegar adónde? —Cuando digo «Dios», solo estoy utilizando el término de «Dios» como referencia a un patrón de larga duración que no podemos descifrar. Un enorme y lento sistema climático que avanza hacia nosotros desde la distancia, soplándonos de forma aleatoria, así… —Con elocuencia, sacudió el aire como si fuera una hoja llevada por el viento—. Pero quizá no sea tan aleatorio ni impersonal como eso, si me entiendes. —Lo siento, pero no veo muy bien qué quieres decir. —No te hace falta. Quizá lo único que hace falta ver es que quizá todo es demasiado grande para verlo o llegar a ello tú solo. —Arqueó una ceja semejante a un ala de murciélago—. Porque si tú no hubieras cogido el cuadro del museo, y Sascha no lo hubiera vuelto a robar, y a mí no se me hubiera ocurrido pedir la recompensa, ¿no seguirían todos esos otros cuadros también desaparecidos, quizá para siempre? ¿Envueltos en papel marrón y encerrados aún en ese apartamento, sin que nadie los viera? ¿Solos y perdidos para el resto del mundo? Quizá tenía que perderse ese para que los demás fueran encontrados. —Creo que esto encaja más con la idea de «ironía incesante» que con la de «divina providencia». —Sí, pero ¿por qué ponerle nombre? ¿No pueden ser lo mismo? Nos miramos. Y se me ocurrió pensar que, pese a sus defectos, que eran numerosos y espectaculares, la razón por la que me gustaba Boris y me había sentido contento a su lado casi desde el momento en que lo conocí era que nunca tenía miedo. No conocías a mucha gente que fuera libremente por el mundo con un desdén tan rotundo y al mismo tiempo una fe tan original e irrefutable en lo que, de niños, le había gustado llamar «el planeta Tierra». —Bueno… —dijo Boris apurando su vino y sirviéndose un poco más—, ¿qué planes tan importantes son esos? —¿Planes? —Hace un momento te marchabas. ¿Por qué no te quedas un tiempo aquí? —¿Aquí? —No, no me refiero aquí en Amsterdam. Estoy de acuerdo en que quizá es buena idea que nos larguemos de la ciudad, y por lo que a mí se refiere, no me importaría tardar un tiempo en volver. Lo que te preguntaba era por qué no nos relajamos un poco antes de que vuelvas. Ven conmigo a Amberes. Conoce mi casa, mis amigos. ¡Aléjate durante un tiempo de los problemas con tu novia! —No, me voy a casa. —¿Cuándo? —Hoy, si puedo. —¿Tan pronto? ¡No! ¡Ven a Amberes! Hay un servicio fantástico…, no es como en el barrio rojo, dos chicas, dos mil euros y tienes que llamar con dos días de antelación. Todo por partida doble. Giuri puede llevarnos…, yo me sentaré delante, tú puedes tumbarte en el asiento trasero y dormir. ¿Qué dices? —La verdad, creo que podríais dejarme en el aeropuerto. —La verdad, creo que no debo. Si yo vendiera los billetes no te dejaría subirte siquiera al avión. Parece que tengas la gripe aviar o una enfermedad respiratoria. —Estaba desatando los cordones de sus zapatos empapados, intentando meter los pies en ellos—. ¡Uy! ¿Puedes explicarme por qué… —levantando un zapato destrozado— compro estos zapatos de cuero italiano tan elegantes cuando los destrozo en una sola semana? Cuando mis viejas botas del desierto, tan buenas para escapar a toda velocidad o saltar por una ventana, ¿te acuerdas?, me duraron años. No me importa si quedan fatal con los trajes. Buscaré unas botas como esas y las llevaré el resto de mi vida. —Frunció el entrecejo—. ¿Dónde se ha metido Giuri? No debería tener tantos problemas aparcando el día de Navidad. —¿Lo has llamado? Boris se dio una palmada en la frente. —No, me he olvidado. ¡Mierda! Probablemente ya ha desayunado. O está en el coche, muerto de frío. —Apurando el vino y metiéndose en el bolsillo los botellines de vodka, añadió—: ¿Tienes el equipaje hecho? Perfecto. Podemos irnos entonces. —Me fijé en que estaba envolviendo lo que quedaba de pan y queso en una servilleta—. Baja a pagar. Aunque… —miró con desaprobación el abrigo manchado que había arrojado encima de la cama— tendrás que deshacerte de él. —¿Cómo? Señaló con la cabeza el canal lodoso que había al otro lado de la ventana. —¿De verdad? —¿Por qué no? No hay ninguna ley que prohíba tirar un abrigo al canal, ¿no? —Diría que sí. —Bueno, quién sabe. No será una ley que se aplique mucho, si quieres saber mi opinión. Deberías haber visto la mierda que vi flotar en ese canal durante la huelga de recogida de basura. Estadounidenses borrachos vomitando en él, cualquier cosa. Aunque —mirando por la ventana—, estoy de acuerdo contigo, es mejor no hacerlo a plena luz. Podemos llevárnoslo a Amberes en el maletero del coche y tirarlo al incinerador. Te gustará mucho mi piso. —Sacó el móvil y marcó el número—. ¡Un loft de artista sin las obras de arte! Y cuando abran las tiendas, saldremos y te compraremos un abrigo nuevo. VI Regresé a Estados Unidos en un vuelo nocturno dos noches después (tras pasar un día de San Esteban en Amberes sin fiestas ni servicio de compañía sino tumbado en el sofá de Boris tomando sopa de lata, recibiendo una inyección de penicilina y viendo viejas películas) y cuando llegué a casa de Hobie a las ocho de la mañana, con el aliento elevándose en forma de nubes blancas, abrí la puerta delantera adornada con ramas de abeto y crucé el salón con su oscuro árbol de Navidad casi sin regalos en dirección a la parte trasera de la casa, donde encontré a Hobie con la cara hinchada y los ojos soñolientos, en albornoz y zapatillas, subido a la escalera de mano para guardar la sopera y el bol de ponche que había utilizado para la comida de Navidad. —Hola —dije, dejando caer la maleta en el suelo, ocupado en Popchik que daba vueltas alrededor de mis pies en una geriátrica figura de ocho a modo de saludo, y solo cuando levanté la vista hacia él, que bajaba de la escalera, me fijé en su expresión resuelta: preocupado, pero con una sonrisa firme y a la defensiva—. ¿Y tú qué tal? —le pregunté, irguiéndome y quitándome mi abrigo nuevo que dejé en el respaldo de la silla de la cocina—. ¿Hay novedades? —Poca cosa. —Sin mirarme. —¡Feliz Navidad! Bueno…, con un poco de retraso. ¿Qué tal fue la Navidad? —Bien. ¿Y la tuya? —preguntó él rígidamente al cabo de unos momentos. —No estuvo mal. —Y como él guardaba silencio, añadí—: La pasé en Amsterdam. —Oh, debes de haberte divertido. —Distraído, con la mirada desenfocada. —¿Qué tal fue tu comida? —le pregunté tras un silencio cauto. —Oh, muy bien. Cayó algo de aguanieve pero por lo demás fue una bonita reunión. —Estaba teniendo problemas en doblar la escalera de mano—. Hay algunos regalos para ti debajo del árbol, si quieres abrirlos. —Gracias. Los abriré esta noche. Estoy molido. ¿Puedo echarte una mano? —pregunté dando un paso hacia él. —No, no, gracias. —Lo que fuera que pasaba estaba condensado en su voz—. Ya está. —Bueno —dije, preguntándome por qué no mencionaba el regalo que yo le había hecho: un bordado infantil en punto de cruz del alfabeto y los números entrelazados como una parra, y estilizados animales de granja en crewel, «Marry Sturtevant Su Bordado 11 Años 1779». ¿No lo había abierto? Lo había encontrado dentro de una caja de calzones de poliéster de abuela en el mercadillo, y me costó bastante para ser del mercadillo, cuatrocientos dólares, pero había visto piezas parecidas en subastas de Americana por diez veces más. En silencio lo observé trajinar por la cocina en piloto automático, dando vueltas, abriendo la nevera, cerrándola sin sacar nada, llenando el hervidor de agua, y todo ese tiempo estuvo envuelto en su capullo, negándose a mirarme. —Hobie, ¿qué pasa? —pregunté por fin. —Nada. —Buscaba una cuchara pero se equivocó de cajón. —¿No quieres decírmelo? Se volvió para mirarme con un brillo de incertidumbre en los ojos antes de volverse de nuevo hacia el fogón y balbucear: —No fue apropiado que le regalaras a Pippa ese collar. —¿Cómo? —dije sorprendido—. ¿Se enfadó? —Yo… —Mirando al suelo, meneó la cabeza—. No sé qué te pasa. Ya no sé qué pensar. Mira, no quiero ser crítico, de verdad —añadió cuando me quedé inmóvil—. De hecho, preferiría no hablar de ello. Pero… —Parecía buscar las palabras—. ¿No crees que es preocupante y poco adecuado? ¿Regalar un collar de treinta mil dólares a Pippa la noche de tu fiesta de compromiso, y dejárselo en un zapato, delante de su puerta? —No pagué treinta mil por él. —No, me atrevería a decir que habrías pagado setenta y cinco si lo hubieras comprado en una tienda. Pero hay algo más… —De pronto sacó una silla y se sentó, y dijo con tristeza—: No sé qué hacer. No tengo ni idea de cómo empezar. —¿Qué ocurre? —Por favor, dime que todo ese otro asunto no tiene nada que ver contigo. —¿Qué asunto? —le pregunté con cautela. —Bueno. —Música clásica matinal por la radio de la cocina, una meditabunda sonata al piano—. Dos días antes de Navidad recibí una visita bastante extraña de tu amigo Lucius Reeve. La sensación de caída fue inmediata, su rapidez y su profundidad. —Con unas acusaciones bastante asombrosas, que superaban con creces toda expectativa. —Hobie se apretó los ojos entre el pulgar y el índice, y se quedó así un momento—. Dejemos a un lado el otro asunto por ahora. No, no —añadió, rechazando con la mano mis palabras cuando intenté hablar—. Lo primero es lo primero. Empecemos por los muebles. »Entiendo que no te he puesto exactamente fácil que acudas a mí. Y también entiendo que soy yo quien te puso en esta situación. Pero —miró alrededor— ¡dos millones de dólares! —Deja que te diga algo… —Debería haberlo apuntado… Él tenía fotocopias, recibos de envío de muebles que nunca vendimos ni tuvimos que vender, piezas de la categoría de Important American, inexistentes, no pude retenerlo todo mentalmente y en cierto momento dejé de contar. ¡Eran cientos! No tenía ni idea de la envergadura de la operación. Y tú me mentiste acerca de sus intenciones. No es «colocar» lo que él quiere. —¿Hobie? Hobie, escúchame. —Me miraba sin mirarme del todo—. Siento que hayas tenido que enterarte de este modo, esperaba poder arreglarlo antes, pero… ya me he ocupado de ello. Ahora puedo comprar cada una de las piezas. Pero en lugar de parecer aliviado, solo meneó la cabeza. —Eso es terrible, Theo. ¿Cómo pude permitir que ocurriera? Si hubiera estado un poco menos alterado habría señalado que él solo había cometido el pecado de confiar en mí y creer lo que yo le decía, pero él parecía tan genuinamente desconcertado que no pude decir nada. —¿Cómo ha podido llegar tan lejos? ¿Cómo es posible que yo no me haya enterado? Él tenía… —Hobie miró hacia otra parte, meneando la cabeza de nuevo rápidamente con incredulidad—. Era tu letra, Theo. Tu firma. Mesa Duncan Phyfe…, sillas de comedor Sheraton…, sofá Sheraton a California… Yo hice ese sofá con mis propias manos, Theo, tú me viste hacerlo, y tenía tanto de Sheraton como esa bolsa de la compra de ahí de Gristede. Todo el armazón era nuevo. Hasta los soportes de los brazos lo eran. Solo dos de las patas son originales, tú me viste decorar las nuevas… —Lo siento, Hobie… Los de Hacienda telefoneaban cada día y no sabía qué hacer… —Yo sabía que no sabías qué hacer —dijo él, aunque mientras lo decía parecía haber una pregunta en sus ojos—. Allá abajo fue como la cruzada de los niños. Solo que… —apartó la silla, puso los ojos en blanco y miró hacia el techo—, ¿por qué no paraste? ¿Por qué seguiste? ¡Hemos gastado un dinero que no teníamos! ¡Has cavado una zanja que casi llega hasta China! ¡Ha durado años! Aunque pudiéramos cubrirlo todo, que no podemos y tú lo sabes… —Hobie, en primer lugar, ahora puedo cubrirlo, y en segundo… —necesitaba café, pues aún estaba dormido, pero no había hecho y no me pareció momento para ponerme a preparar—, en segundo lugar, no te digo que esté bien lo que hice, porque no lo está, solo trataba de salir del apuro y saldar parte de las deudas, no sé cómo dejé que se me fuera de las manos de ese modo. Pero no, no, escucha —lo interrumpí con apremio; vi cómo se alejaba de allí, tal como solía hacer mi madre cuando se veía obligada a sentarse rígida y escuchar alguna mentira complicada e improbable de papá—. No sé lo que él te dijo pero, fuera lo que fuese, ahora tengo el dinero. Todo se arreglará, ¿de acuerdo? —Supongo que es mejor no preguntarte de dónde lo has sacado. —Luego, con tristeza, echándose hacia atrás en su silla—: ¿Dónde has estado en realidad? Si no te importa decírmelo. Crucé y descrucé las piernas, me pasé las manos por la cara. —En Amsterdam. —¿Por qué Amsterdam? —Y mientras yo buscaba una respuesta, añadió—. Pensé que no volverías. —Hobie… —Ardía de vergüenza; siempre me había esforzado tanto en ocultar mi yo traidor, enseñándole solo la versión mejorada y pulida, nunca el yo gastado y lamentable, impostor y cobarde, mentiroso y estafador que estaba desesperado por ocultar… —¿Por qué has vuelto? —Hablaba deprisa, con tristeza, como si todo lo que quisiera fuera sacar las palabras de la boca; y en su agitación se levantó y empezó a pasearse, golpeando el suelo con los zapatos planos—. Creía que ya no te vería más. La noche pasada, las últimas noches, he dado vueltas en la cama intentando pensar qué hacer. Un naufragio. Una catástrofe. Todas esas noticias sobre los cuadros robados. Navidad. Y tú… sin dar señales de vida. No respondías al móvil, nadie sabía dónde estabas… —Dios mío —dije, sinceramente horrorizado—. Lo siento. Escucha, escucha… Él tenía los labios apretados y meneaba la cabeza, como si ya se hubiera distanciado de lo que yo le decía y no tuviera sentido escucharme. —Si lo que te preocupan son los muebles… —¿Los muebles? —El plácido, tolerante y conciliador Hobie, bullendo como una caldera a punto de estallar—. ¿Quién ha dicho nada de muebles? Reeve dijo que tú habías huido, que te habías dado a la fuga, pero… —Se quedó de pie parpadeando, intentando recobrar la compostura—. Yo no lo creí tratándose de ti, no podía, y temí que fuera algo mucho peor —añadió medio enfadado cuando yo no respondí—. ¿Qué iba a pensar? El modo en que te fuiste de la fiesta… No te lo imaginas, pero la anfitriona montó una pequeña escena, «dónde está el novio», snif, snif, te fuiste con tantas prisas, y a Pippa y a mí no nos invitaron a la fiesta de después, de modo que salimos por piernas…, ¿y te imaginas cómo me sentí cuando llegué a casa y me encontré la tienda abierta, la puerta prácticamente de par en par, la caja saqueada…?, olvídate del collar, pero esa nota que le dejaste a Pippa era tan extraña que ella se quedó tan preocupada como yo… —¿Sí? —¡Por supuesto! —Alargó un brazo. Prácticamente gritaba—. ¿Qué íbamos a pensar? Y luego esa horrible visita de Reeve. Yo estaba haciendo una tarta, no debería haber abierto, pero pensé que era Moira…, las nueve de la mañana y allí estaba yo, cubierto de harina, mirándolo boquiabierto. ¿Por qué lo hiciste, Theo? —me preguntó desesperado. Sin saber a qué se refería —había hecho tantas cosas—, solo pude menear la cabeza y mirar para otro lado. —Era tan absurdo…, ¿cómo iba a creerlo? Si te digo la verdad no lo creí. Porque, verás —dijo, cuando yo no respondí—, entiendo lo de los muebles, hiciste lo que tenías que hacer y créeme, te estoy agradecido, si no fuera por ti estaría trabajando para otros y viviendo en una sórdida habitación. —Hundió los puños en los bolsillos de la bata—. Pero todas esas majaderías. Como comprenderás, no puedo evitar preguntarme qué papel has desempeñado en todo eso. Sobre todo después de que huyeras sin decir una palabra con tu amigo…, quien, lamento decirlo, es encantador pero parece que haya estado en la cárcel un par de veces… —Hobie… —Deberías haber oído a Reeve. —Toda la energía parecía haberlo abandonado; se le veía lánguido y derrotado—. La vieja serpiente. Y quiero que sepas que, por lo que se refiere a eso del robo de arte, salí en tu defensa sin titubear. Fuera lo que fuese lo que habías hecho, estaba seguro de que eso no era cosa tuya. Pero tres días después, ¿qué sale en las noticias? ¿Qué cuadro? ¿Con cuántos más? ¿Decía la verdad Reeve? —me preguntó, al ver que yo seguía sin responder—. ¿Fuiste tú? —Sí. Bueno, técnicamente no. —Theo. —Puedo explicarlo. —Hazlo, por favor —dijo él llevándose el dorso de la mano al ojo. —Siéntate. —Yo… —Miró alrededor desesperado, como si temiera perder toda su resolución si se sentaba conmigo a la mesa. —Es mejor que te sientes. Es una larga historia. Trataré de ser lo más breve posible. VII No dijo una palabra. Ni siquiera respondió al teléfono cuando sonó. Yo estaba agotado y entumecido a causa del vuelo, y aunque omití lo de los dos cadáveres, le ofrecí la mejor crónica que pude del resto de lo ocurrido: frases cortas, tono práctico, sin intentar justificar o explicar. Cuando terminé me quedé allí sentado, afectado por su silencio; no se oía ningún ruido en la cocina salvo el monótono zumbido de la vieja nevera. Al fin él se recostó y cruzó los brazos. —A veces todo gira en redondo de una forma extraña, ¿verdad? Guardé silencio, sin saber qué decir. —Solo lo he comprendido —frotándose un ojo— con los años. Lo curioso que es el tiempo. Cuántos trucos y sorpresas encierra. La palabra «truco» fue todo lo que oí o entendí. Luego él se levantó con brusquedad, sus seis pies cinco pulgadas de estatura, con algo severo y pesaroso en su postura, o eso me pareció, un fantasma ancestral del policía que hacía rondas o quizá de un portero a punto de echarte del pub. —Me iré —dije. Él parpadeó. —Extenderé un cheque que cubra toda la cantidad. Solo espera a que te avise para cobrarlo, es todo lo que te pido. Yo no quería causarte ningún perjuicio, te lo juro. Él rechazó mis palabras con un ademán de anciano. —No, no. Espera. Hay algo que quiero enseñarte. Se levantó y entró en el salón. Tardó en volver y cuando lo hizo llevaba un álbum de fotos que se caía a pedazos. Se sentó. Pasó varias páginas, y al llegar a la que buscaba deslizó el álbum por la mesa hacia mí. —Mira. Una foto desteñida. Un niño pequeño de nariz aguileña, como un pájaro, sonreía sentado ante un piano en una sala estilo belle époque con palmeras; no era parisina, no exactamente; estaba en El Cairo. Jardineras idénticas entre sí, muchos bronces franceses, muchos cuadros pequeños. Uno —unas flores en un jarro— lo reconocí vagamente como un Manet. Pero mi vista tropezó y se detuvo en una imagen que me resultaba mucho más familiar, un par de marcos por encima. Era, por supuesto, una reproducción. Pero incluso en la vieja fotografía descolorida brillaba en su aislada y extrañamente moderna luz. —Una copia de artista —dijo Hobie—. El Manet también. No tiene nada especial, pero… —juntó las manos encima de la mesa— esos cuadros desempeñaron un papel importante en la niñez de Welty, la parte más feliz, antes de que se pusiera enfermo, cuando era hijo único, mimado y consentido por los criados…, higos y mandarinas, y flores de jazmín en el balcón. Él hablaba árabe además de francés, ¿lo sabías? —Cruzó rígidamente los brazos y se dio unos golpecitos en los labios con un dedo—. Y solía hablar de que era posible conocer a fondo los cuadros muy grandes, casi habitarlos, a través incluso de reproducciones. Hasta en Proust hay un famoso pasaje en el que Odette abre la puerta con un resfriado, está malhumorada, lleva el pelo suelto y despeinado, y tiene la piel con manchas, y Swann, que hasta ese momento la ha ignorado, se enamora de ella porque le recuerda a la joven de un fresco algo dañado de Botticelli. El mismo Proust solo lo conocía de una reproducción. Nunca vio el original en la capilla Sixtina. Pero aun así toda la novela gira en cierto modo en torno a ese momento. Y los daños forman parte de la atracción del cuadro, las mejillas hinchadas de la joven. Incluso a partir de una reproducción Proust supo recrear esa imagen, remodelar con ella la realidad y sacar de ella algo de sí mismo y ofrecerlo al mundo. Porque la línea de la belleza no cambia por mucho que haya pasado cientos de veces por una fotocopiadora. —No —dije yo, aunque no estaba pensando en los cuadros sino en las criaturas de Hobie. Piezas que habían cobrado vida en sus manos y que él pulía hasta que parecían bañadas en el tiempo dorado y puro, copias que te impulsaban a amar a Hepplewhite o a Sheraton aunque nunca en tu vida hubieras mirado o pensado en un mueble de Hepplewhite o Sheraton. —Bueno, solo es un viejo copista el que habla. Ya sabes lo que dijo Picasso: «Los buenos artistas copian, los grandes roban». Aun así, con la verdadera grandeza hay una descarga eléctrica al final del cable. Da igual las veces que agarres el cable o la cantidad de gente que lo haya agarrado antes que tú. Es el mismo cable que ha caído de una vida más elevada. Sigue acarreando algo de la misma descarga. Y esas copias… —echándose hacia delante con las manos juntas sobre la mesa—, las copias de esos artistas con las que Welty creció, se perdieron cuando la casa de El Cairo se incendió, aunque en realidad las perdió antes, cuando quedó tullido y lo mandaron de regreso a Estados Unidos. Pero él era como nosotros, se encariñaba con los objetos, para él tenían alma y personalidad, y aunque perdió casi todo lo demás, nunca perdió esos cuadros, porque los originales seguían estando en el mundo. Hizo varios viajes para verlos… De hecho, fuimos en tren a Baltimore para ver el original de su Manet cuando lo expusieron allí hace años, cuando la madre de Pippa todavía vivía. Fue todo un viaje para Welty. Pero sabía que nunca volvería al Musée d’Orsay. El día que él y Pippa fueron a la exposición de pintura holandesa, ¿qué cuadro crees que él la llevó a ver? Lo interesante de la fotografía era ver cómo el niño frágil y patizambo que sonreía dulcemente, impecable en su traje de marinero, era también el anciano que me había cogido la mano mientras agonizaba: dos fotogramas distintos de la misma alma, superpuestos. Y el cuadro, que estaba justo encima de su cabeza, era el punto de quietud del que dependía todo: los sueños y las señales, el pasado y el futuro, la suerte y el destino. No había un solo significado sino muchos. Era un acertijo que se hacía cada vez más grande. Hobie se aclaró la voz. —¿Puedo preguntarte algo? —Por supuesto. —¿Cómo lo guardaste? —Dentro de una funda de almohada. —¿De algodón? —Bueno, era de percal de algodón. —¿Sin relleno? ¿No pusiste nada para protegerlo? —Solo papel y cinta adhesiva. Sí —añadí cuando se le empañó la vista a causa de la preocupación. —Deberías haber utilizado papel vegetal y envoltorio de burbujas. —Eso lo sé ahora. —Lo siento. —Hizo una mueca y se llevó una mano a la sien—. Todavía estoy asimilándolo. ¿Facturaste la maleta en la que iba el cuadro cuando volaste en Continental Airlines? —Ya te he dicho que tenía trece años. —¿Por qué no me lo dijiste? —Y cuando hice un gesto de negación, añadió—: Podrías haberlo hecho. —Sí, claro —dije, quizá demasiado deprisa. Pero recordaba lo aislado y aterrado que me sentía entonces: mi miedo constante a los Servicios Sociales; el fuerte olor a jabón de mi dormitorio sin cerradura, el frío intenso que hacía en la sala de espera gris piedra de la oficina del señor Bracegirdle, mi terror a que me mandara lejos. —Se me habría ocurrido algo. Aunque cuando apareciste aquí sin un lugar donde vivir… Bueno, espero que no te importe que te lo diga, pero hasta tu abogado…, lo sabes tan bien como yo, la situación le puso nervioso y estaba bastante impaciente por sacarte de aquí. Y, por mi parte, varios viejos amigos me dijeron: «James, esto es demasiado para ti». Bueno, puedes imaginarte por qué lo pensaron —añadió rápidamente cuando vio la expresión de mi cara. —Lo sé, lo sé. Los Vogel, los Grossman, los Mildeberger, si bien siempre se mostraron educados, lograron transmitir en silencio (a mí al menos) su filosofía de que Hobie ya tenía bastante con qué lidiar. —En cierto modo era una locura. Sé que esa era la impresión de todos. Sin embargo, el mensaje parecía claro. Welty te había enviado aquí, y tú, como un pequeño insecto, volvías y volvías… —Reflexionó unos momentos con el entrecejo fruncido, una versión más pronunciada de su perpetua expresión preocupada—. Te diré lo que intento decirte con tanta torpeza. Cuando mi madre murió, caminé y caminé sin parar durante ese horrible verano que no se acababa nunca. A veces caminaba de Albany a Troy, otras me quedaba bajo los toldos de las ferreterías mientras llovía. Todo con tal de no ir a casa donde ella ya no estaba. Iba por ahí flotando como un fantasma. Me quedaba en la biblioteca hasta que me echaban y luego cogía el autobús de Watervliet y deambulaba un poco más. Yo era un niño grande, tenía doce años y era alto como un hombre, la gente me tomaba por un vagabundo, las amas de casa me perseguían con escobas echándome de sus portales. Pero así fue como acabé en casa de la señora De Peyster. Ella abrió la puerta cuando estaba sentado en su porche y me dijo: «Debes de tener sed. ¿Quieres entrar?». Retratos, miniaturas, daguerrotipos, la tía tal, el tío cual. Una escalera de caracol que bajaba. Y allí estaba yo, en mi bote salvavidas. Lo había encontrado. Cuando te encontrabas en esa casa tenías que pellizcarte para recordarte que no estabas en mil novecientos nueve. Uno de los muebles clásicos americanos más bonitos que jamás he visto. Y, Dios mío, ese cristal de Tiffany…, eso fue antes de que Tiffany fuera tan especial, no estaba de moda y la gente no le daba mucha importancia, probablemente ya pedían grandes cantidades por él en la ciudad pero allí podías encontrarlo en tiendas de segunda mano casi regalado. Muy pronto empecé a merodear yo mismo por esas tiendas. Pero eso…, todo eso había llegado por herencia familiar. Cada mueble tenía una historia. Y ella estaba encantada de enseñarte a qué hora y dónde debías ponerte para contemplar el mueble a la mejor luz. A media tarde, cuando el sol daba vueltas por la habitación… —abrió los dedos, ¡pop!, ¡pop!—, estallaban uno a uno como petardos colgados de un cordel. Desde mi silla veía el arca de Noé de Hobie: parejas de elefantes, cebras, bestias talladas marchando de dos en dos, hasta los más pequeños, el gallo y la gallina, los conejos y los ratones que cerraban filas. El recuerdo se encontraba localizado allí, más allá de las palabras, un mensaje cifrado desde esa primera tarde que pasamos juntos: la lluvia corriendo por los tragaluces, la prosaica hilera de criaturas sobre la encimera de la cocina esperando a que las salvaran. Noé: el gran cuidador, el gran protector. Hobie se levantó para preparar café. —Y supongo que es poco noble pasarte toda la vida preocupándote tanto por objetos… —¿Quién lo dice? —Bueno… —volviéndose desde la cocina—, no es que llevemos un hospital para niños enfermos allá abajo. ¿Dónde está la nobleza en poner parches a un montón de mesas y sillas viejas? Probablemente es corrosivo hasta la médula. He visto demasiadas mansiones para no darme cuenta. ¡Idolatría! Amar tanto a los objetos puede acabar destruyéndote. Lo que ocurre es que si cuidas algo lo suficiente cobra vida propia. ¿Y no es ese el propósito de los objetos, de las cosas hermosas, ponerte en contacto con una belleza más grande? Esas primeras imágenes que te abren de par en par el corazón y te pasas el resto de tu vida persiguiéndolas o intentando capturarlas de nuevo, de un modo u otro. Porque, en cierto modo, no hay nada racional en remendar objetos viejos, conservarlos y cuidarlos… —No hay nada «racional» en nada de lo que me importa. —Bueno, tampoco para mí —respondió él con tono razonable—. Pero… —atisbando en el tarro de café molido como un miope y echándolo en la cafetera con una cuchara—, siento divagar de este modo, pero desde aquí, desde donde estoy, es como una fijación, ¿no? —¿Cómo? Se rió. —¿Quién puede decirlo? Los grandes cuadros atraen a multitudes, la gente va en tropel a verlos, son reproducidos sin cesar en tazas de café, alfombrillas para el ratón y todo lo que tú quieras. Y yo me cuento entre esa gente, puedes pasarte la vida yendo a museos, dando penosamente vueltas por sus salas y luego salir e ir a comer. —Se acercó de nuevo a la mesa para sentarse—. Pero si un cuadro te llega de verdad al corazón y cambia tu forma de mirar, de pensar, de sentir, no piensas: «Oh, me encanta este cuadro porque es universal» o «Me encanta este cuadro porque habla a toda la humanidad». Esa no es la razón por la que alguien ama una obra de arte. Es un susurro secreto desde un callejón: «Psss. Eh, chico. Sí, tú». —Deslizando un dedo por la foto descolorida, el roce de la mano del cuidador, un roce que no roza, el espacio entre la superficie de la foto y el dedo índice del grosor de una hostia de comunión—. Fallo cardíaco individual. Tu sueño, el sueño de Welty, el sueño de Vermeer. Tú ves un cuadro, yo veo otro, el libro de arte lo pone a cierta distancia, la mujer que compra la postal en la tienda de regalos del museo ve algo totalmente diferente, y eso por no mencionar a la gente de la que estamos separados por el tiempo: cuatrocientos años antes de que llegáramos nosotros u otros cuatrocientos después de que nos hayamos ido, nunca afectará a nadie del mismo modo y a la gran mayoría jamás les afectará de forma profunda, pero… un cuadro importante fluye con suficiente potencia para abrirse paso hasta la mente y el corazón a través de toda clase de enfoques diferentes, de maneras únicas y muy particulares. «Soy tuyo, tuyo. Me pintaron para ti». Oh, no lo sé, hazme callar si estoy divagando… —se pasó una mano por la frente—, pero el mismo Welty solía hablar de objetos proféticos. Todos los comerciantes y los anticuarios los reconocen. Las piezas que aparecen y vuelven a aparecer. Quizá para alguien que no sea comerciante no es un objeto. Es una ciudad, un color, una hora del día. El clavo con el que el destino es propenso a engancharse. —Hablas como mi padre. —Bueno, digámoslo de otro modo. ¿Quién dijo que la coincidencia es la manera que tiene Dios de permanecer anónimo? —Ahora sí que has hablado como mi padre. —¿Quién sabe si los jugadores no son los que mejor lo entienden? ¿No merece todo una apuesta? ¿No sale a veces el bien de alguna extraña puerta trasera? VIII Supongo que sí. O, para citar otra paradójica gema de sabiduría de mi padre: a veces tienes que perder para ganar. Porque hace casi un año de eso y he estado casi todo el tiempo viajando, once meses que he pasado sobre todo en salas de espera de aeropuertos, habitaciones de hotel y otros lugares de paso, Guárdese durante la rodadura, el despegue y el aterrizaje, bandejas de plástico y aire viciado a través de las rejillas de ventilación semejantes a las branquias de un tiburón, y aunque aún no es el día de Acción de Gracias, ya han colgado las luces y empiezan a poner los clásicos temas navideños fáciles de escuchar como «Tannenbaum» de Vince Guaraldi o «Greensleeves» de Coltrane en el Starbucks del aeropuerto; y entre los miles de preguntas que he tenido tiempo de plantearme (cosas por las que merece la pena vivir, cosas por las que merece la pena morir, qué es una estupidez perseguir), he estado dando vueltas a lo que dijo Hobie: sobre esas imágenes que te llegan al corazón y lo abren como una flor, imágenes que se abren a una belleza tan grande que puedes pasarte toda la vida buscando sin encontrarla. Y me ha sentado bien pasar tanto tiempo solo en tránsito. Un año es lo que he necesitado para ir yo solo por ahí y volver a comprar con discreción todas las falsificaciones que vendí, un proceso delicado que he descubierto que es mejor hacer en persona: tres o cuatro viajes al mes, a New Jersey y Oyster Bay, Providence y New Canaan, y, más allá, Miami, Houston, Dallas, Charlottesville, Atlanta, donde a instancias de mi encantadora cliente Mindy, la esposa de un magnate de repuestos de automóvil llamado Earl, pasé tres agradables días alojado en un château de piedra de coral recién estrenado con billar propio, «pub de caballeros» (con un auténtico camarero inglés importado) y un campo de tiro cubierto con un sistema de dianas montadas sobre una guía. Algunos de mis clientes, dueños de compañías puntocom y fondos de alto riesgo, tienen segundas residencias en lugares exóticos, exóticos al menos para mí, como Antigua y México, las Bahamas, Montecarlo, Juan-les-Pins y Sintra, interesantes vinos locales y cócteles en jardines con terrazas llenos de palmeras y agaves, y sombrillas blancas restallando como una vela junto a la piscina. Entre viaje y viaje me he encontrado como en una especie de estado de transición, volando alrededor en un rugido gris, elevándome con las ventanas salpicadas de gotas hacia la escalonada luz del sol y descendiendo hacia nubes de tormenta y lluvia, y por escaleras mecánicas que bajaban y bajaban hasta un tropel de caras en la zona de recogida de equipaje, una inquietante vida de ultratumba, el espacio entre la Tierra y la no Tierra, el mundo y el no mundo, suelos muy pulidos y ecos de catedral con el techo de cristal y todo el brillo anónimo de la sala, una identidad de masas de la que yo no quiero formar parte y de hecho no soy parte, solo que es casi como si hubiera muerto, me siento diferente, soy diferente, y hay una especie de placer embotado en entrar y salir de la mentalidad de grupo, dormitando en mohosas sillas de plástico y vagando por los relucientes pasillos del duty-free y, por supuesto, todo el mundo es muy amable cuando aterrizas, pistas de tenis cubiertas y playas privadas, y después de la obligada vuelta, todo muy bonito, admirando el Bonnard, el Buillard, un almuerzo ligero a pie de piscina, una cuenta exorbitante y un taxi de regreso al hotel bastante más pobre que cuando salí. Es un gran cambio. No sé cómo explicarlo. Entre querer y no querer, que te importe o que no te importe. Es mucho más que eso, por supuesto. Impacto y aura. Las cosas son más fuertes y más brillantes, y me siento al borde de algo indescriptible. Mensajes cifrados en las revistas del avión. Escudo de energía. Cuidado absoluto. Electricidad, colores, resplandor. Todo es un letrero que señala algo más. Tumbado en la cama de una habitación de hotel de Niza, entre paredes de un frío beige y con un balcón que da a la Promenade des Anglais, observo cómo las nubes se reflejan en las puertas corredizas y me maravillo de que incluso mi tristeza me pueda hacer feliz, o de lo necesarios y adecuados que me parecen la moqueta de pared a pared, el mueble Biedermeier de imitación y el locutor del Canal Plus que murmura suavemente en francés. Preferiría olvidarlo enseguida pero no puedo. Es como el zumbido de un diapasón. Está justo allí. Me acompaña todo el tiempo. Ruido uniforme, rugido impersonal. La amortiguadora incandescencia de las terminales de embarque. Pero incluso esos lugares cercados y sin alma están impregnados de sentido, destellan y retumban con él. Sky Mall. Sistemas estéreos portátiles. Islas reflejadas de Drambuie, Tanqueray y Chanel n.º 5. Miro la cara inexpresiva de los otros pasajeros que cogen sus maletas y mochilas, y avanzan arrastrando los pies por el pasillo para bajar del avión, y pienso en lo que dijo Hobie, que la belleza altera la textura de la realidad. Y sigo pensando también en la opinión más convencional, que la búsqueda de la belleza pura es una trampa, la vía rápida hacia la amargura y el dolor, y que la belleza tiene que casar con algo más significativo. Pero ¿qué es ese algo? ¿Y por qué soy como soy? ¿Por qué me importa lo que no debería importarme, y viceversa? O, por decirlo de otro modo, ¿cómo es posible que vea con tanta claridad que todo lo que amo o lo que me importa es una ilusión, y que al mismo tiempo, al menos para mí, ahí resida el encanto de todas las cosas por las que merece la pena vivir? Un gran pesar que solo ahora empiezo a comprender: no elegimos nuestros sentimientos. No podemos obligarnos a querer lo que es bueno para nosotros o lo que es bueno para los demás. No escogemos ser las personas que somos. Porque ¿acaso no es un lugar común indiscutido en la cultura que nos han inculcado desde niños? Desde William Blake hasta Lady Gaga pasando por Rousseau, Rumi, Tosca o Míster Rogers, es un mensaje curiosamente inalterable, aceptado desde lo alto hacia abajo: cuando tenemos dudas, ¿qué debemos hacer? ¿Cómo sabemos qué es lo que más nos conviene? Todos los psiquiatras, todos los orientadores de profesión y todas las princesas de Disney saben la respuesta: «Se tú mismo». «Haz lo que te diga el corazón». Pero lo que quisiera que alguien me explicara es lo siguiente: ¿qué pasa si da la casualidad de que tienes un corazón que no es de fiar? ¿Y si el corazón, por sus propios motivos insondables, te aleja con obstinación en una nube de resplandor indescriptible de la salud, de la vida doméstica, de las responsabilidades cívicas y los contactos sociales, y de todas las virtudes comunes tibiamente mantenidas, y te lleva directo a un bonito espectáculo de ruina, autoinmolación y catástrofe? ¿Tiene razón Kitsey? Si tu yo más profundo te está engatusando para que vayas derecho a la hoguera, ¿es mejor darte la vuelta? ¿Taparte los oídos con cera? ¿Pasar por alto toda la perversa gloria que te está gritando el corazón? ¿Ponerte sumisamente en camino hacia la norma, el horario razonable y los chequeos médicos periódicos, las relaciones estables y los continuos ascensos profesionales, el New York Times y un desayuno tardío los domingos, todo con la promesa de ser de algún modo mejor persona? ¿O, como Boris, es mejor arrojarte de cabeza y riéndote a la furia sagrada que grita tu nombre? No se trata de apariencias externas sino de significado interior. Una grandeza en el mundo pero no del mundo, una grandeza que el mundo no entiende. Ese primer destello de pura otredad en cuya presencia floreces una y otra vez. Un yo que no quieres. Unos sentimientos que no puedes evitar. Aunque el compromiso no se ha roto, al menos no oficialmente, se me ha dado a entender —con elegancia, al estilo desenfadado de los Barbour— que nadie me está atando a nada. Lo que es perfecto. No se ha dicho nada y no se dice nada. Cuando me invitan a cenar (como a menudo hacen cuando estoy en la ciudad), todo es muy agradable y despreocupado, incluso locuaz, íntimo y sutil, aunque no personal; me tratan (casi) como a un miembro más de la familia, me animan a ir a verlos cuando quiera; he logrado convencer a la señora Barbour para que salga un poco del apartamento, y hemos disfrutado de agradables comidas en el Pierre y de un par de subastas; y Toddy, sin ser en absoluto grosero, incluso se las ha arreglado para dejar caer, de forma natural y casi accidental, el nombre de un buen médico, sin sugerir que podría necesitarlo. [En cuanto a Pippa, aunque se llevó el libro de Oz, dejó el collar, junto con una carta que abrí con tanta impaciencia que rasgué literalmente el sobre y la rompí en dos. Lo esencial —una vez que me arrodillé para juntar las partes— era: le había encantado verme, el tiempo que habíamos pasado juntos en la ciudad había significado mucho para ella, ¿quién más podría haber escogido un collar tan bonito para ella?, era perfecto, más que perfecto, pero no podía aceptarlo, era excesivo, lo sentía, y, a lo mejor estaba hablando de más, y si era así esperaba que la perdonara, pero no debía pensar que ella no me correspondía, porque sí lo hacía, me quería. (¿Me quieres?, pensé desconcertado). Solo que era complicado, no estaba pensando solo en ella sino también en mí, los dos habíamos pasado por muchas experiencias similares y nos parecíamos mucho…, demasiado. Y puesto que los dos habíamos sufrido tanto, a una edad tan temprana, de formas tan violentas e irreparables que la mayoría de la gente no conocía y no podía comprender, ¿no era un poco… precario? ¿Una cuestión de autoprotección? ¿Dos personas descompuestas e impulsadas por la muerte que necesitan apoyarse tanto la una en la otra? No es que ella no estuviera bien en esos momentos, porque lo estaba, pero eso podía cambiar en un instante, ¿no?, la recaída, el brusco descenso, ¿no era ese el problema?, y como nuestros defectos y debilidades eran demasiado parecidos, uno de los dos podía arrastrar al otro hacia abajo muy deprisa, y aunque lo dejaba un poco en el aire, comprendí al instante y con considerable asombro lo que intentaba decirme. (Qué estúpido había sido al no verlo antes, después de todas las lesiones, la pierna aplastada, las múltiples operaciones; el adorable arrastrar las palabras, el adorable arrastrar el paso, el modo en que se abrazaba y la palidez, las bufandas, los jerséis y las múltiples capas de ropa, la sonrisa adormilada: ella misma, la niñez soñadora que había en ella, era sublimidad y catástrofe, la piruleta de morfina que yo había perseguido durante todos esos años). Pero, como el lector habrá deducido (si algún día hay un lector), la idea de verme arrastrado hacia abajo no me inspira ningún terror. Tampoco me importa arrastrar a otro conmigo, pero… ¿no puedo cambiar? ¿No puedo ser yo el fuerte? ¿Por qué no?]. [Puedes acostarte con una de esas chicas si quieres, me dijo Boris, sentado en el sofá de su loft de Amberes, partiendo pistachos con los molares traseros mientras veíamos Kill Bill. No, no puedo. ¿Por qué? Yo me quedo con Copo de Nieve. Pero si quieres la otra, ¿por qué no? Porque tiene novio. ¿Y qué? Pues que vive con él. ¿Y? Eso era lo que estaba pensando yo también: ¿Y? ¿Y si voy a Londres? Y esa pregunta es catastrófica o bien es la más sensata que me he hecho en toda mi vida]. He escrito todo esto, curiosamente, con la idea de que Pippa lo lea algún día, lo que, por supuesto, no ocurrirá. No lo he escrito de memoria; ese cuaderno en blanco que me dio mi profesor de literatura hace tantos años fue el primero de una serie, y el comienzo de un errático hábito que duraría toda la vida, empezando a los trece años con una colección de cartas formales aunque curiosamente íntimas dirigidas a mi madre: largas, obsesivas y nostálgicas, con el tono con el que te dirigirías a una madre viva que espera ansiosa noticias tuyas, cartas que describían dónde estaba «alojándome» (y no viviendo) y la gente con la que «me alojaba», cartas que describían con minuciosidad qué comía y qué bebía, cómo me vestía, qué veía por la televisión, qué libros leía, a qué jugaba, qué películas veía, cosas que los Barbour decían y hacían, y cosas que papá y Xandra decían y hacían; esas epístolas (escritas con pulcra caligrafía, fechadas y firmadas, listas para ser arrancadas del cuaderno y echadas al buzón) se alternaban con miserables estallidos de odio todo y ojalá estuviera muerto, meses que discurrían tediosamente con garabatos deshilvanados, la casa de los B, hace tres días que no voy al colegio y ya es viernes, mi vida en haiku, estoy casi zombi, Dios, anoche nos emborrachamos tanto que me quedé inconsciente, jugamos a un juego de dados que se llama el mentiroso y cené cereales y caramelos de menta. Y, sin embargo, después de llegar a Nueva York seguí escribiendo. «¿Por qué demonios hace mucho más frío aquí de lo que recordaba, y por qué esta estúpida lámpara de mesa me pone tan triste?». Describía cenas agobiantes; reproducía conversaciones y apuntaba lo que soñaba; tomaba cuidadosamente apuntes de todo lo que Hobie me enseñaba en el taller. Caoba del siglo XVIII, más fácil de hacer coincidir que el nogal; la madera más oscura engaña a la vista ¡Cuando la ejecución es artificial, el resultado es demasiado uniforme! 1. estantería mostrará signos de desgaste en los estantes inferiores, donde se quita el polvo y hay roce, no en los superiores 2. en piezas con cerradura, buscar arañazos y hendiduras debajo, donde la madera habrá sido golpeada con un llavero Intercaladas con todos esos apuntes, y con las notas de los resultados de las subastas de Important Americana («Lt. 77 espejo cvx. girandole ebz. prdo. fed. $7500»), hay gráficas y tablas —cada vez más— siniestras que por alguna razón pensé que serían incomprensibles para el que consultara el cuaderno, pero que en realidad son muy claras: 1-8 dic. 320,5 mg 9-15 dic. 202,5 mg 16-22 dic. 171,5 mg 23-30 dic. 420,5 mg Y, presente a lo largo de todo este registro diario, elevándolo por encima de sí mismo, está el secreto solo visible para mí: floreciendo en la oscuridad y ni una sola vez mencionado por su nombre. Porque si son nuestros secretos los que nos definen, y no la cara que mostramos al mundo, entonces el cuadro es el secreto que hizo que me elevara por encima de la superficie de la vida y que me permitió averiguar quién era yo. Y está ahí, en cada página de mis cuadernos, aunque no lo esté. Sueño y magia, magia y delirio. La teoría del campo unificado. Un secreto de un secreto. [Ese pájaro, dijo Boris durante el trayecto en coche a Amberes. Sabes que el pintor lo estaba viendo, que no lo pintaba de memoria. Es una criatura real, encadenada a una pared. Si lo viera mezclado entre una docena de pájaros de la misma especie lo reconocería sin dificultad.] Y tiene razón. Yo también lo reconocería. Y si pudiera llegar a tiempo, lo liberaría de la cadena en un abrir y cerrar de ojos, sin importarme ni por un momento que no se pintara nunca el cuadro. Pero es más complicado. ¿Quién sabe por qué Fabritius pintó el jilguero? Una pequeña obra maestra autónoma, única en su género. Él era joven y famoso. Tenía mecenas importantes (aunque, por desgracia, casi ninguno de los cuadros que pintó para ellos ha sobrevivido). Te lo imaginas como el joven Rembrandt, inundado de encargos grandiosos, su estudio resplandeciente de joyas y hachas de guerra, copas y pieles, pieles de leopardo y armaduras, todo el poder y la tristeza de los bienes terrenales. ¿Por qué escogió este tema? ¿Un pájaro solitario que no era nada propio de su edad ni de su época, en la que casi todos los animales pintados estaban muertos, en suntuosas piezas trofeo, liebres, peces y aves de caza sin vida amontonados y destinados para la mesa? ¿Por qué doy tanta importancia a que la pared sea lisa, sin tapices ni cuernos de caza, sin adornos, y a que él se preocupara en poner su nombre y el año en un lugar tan destacado, si no podía saber? (¿o si?). ¿Que ese 1654, el año que pintó el cuadro, también sería el de su muerte? Se percibe una premonición escalofriante, como si intuyera que ese diminuto y misterioso cuadro sería una de las pocas obras que lo sobrevivirían. La peculiaridad de ese cuadro me tiene obsesionado. ¿Por qué no pintó algo más típico? ¿Por qué no una marina, un paisaje, un cuadro histórico, un retrato por encargo de alguna personalidad importante, una escena barriobajera de borrachos en una taberna, un ramo de tulipanes, por Dios, todo menos ese pequeño y solitario prisionero, encadenado a su pedestal? Quién sabe lo que Fabritius quiso expresar al escoger a este diminuto sujeto. Y si lo que dicen es cierto, si todos los grandes cuadros son en realidad autorretratos, ¿qué nos está diciendo Fabritius de sí mismo? Un pintor reconocido como incomparablemente grande por los más grandes maestros de su época, que murió muy joven hace muchos años y de quien apenas sabemos nada. Sobre sí mismo como pintor está diciendo mucho. Sus trazos hablan por sí solos. Las alas nervudas; el plumaje naciente rascado. Enseguida se aprecian la rapidez de la pincelada, la firmeza del pulso y la pintura aplicada en una gruesa capa. Y, sin embargo, junto a los osados toques pastosos también hay zonas casi transparentes, ejecutadas con tanta delicadeza que crean un contraste lleno de ternura e incluso de humor; por debajo de las cerdas del pincel se ve la capa inferior de pintura; Fabritius quiere que sintamos el tacto del pecho henchido, su suavidad y su textura, la fragilidad de la pequeña cadena enroscada alrededor de la percha de latón. Pero ¿qué dice el cuadro sobre el mismo Fabritius? Nada sobre devoción familiar, romántica o religiosa; nada sobre temor cívico, ambición profesional o respeto a la riqueza y el poder. Solo un diminuto corazón palpitante y soledad, una pared iluminada por el sol y la sensación de que no hay escapatoria. Tiempo que no transcurre, tiempo que podría no llamarse tiempo. Y, atrapado en el núcleo de luz, el pequeño prisionero inmutable. Creo que leí algo sobre Sargent: cómo, en sus retratos, siempre buscaba lo que había de animal en el modelo (una vez que aprendí a mirar, vi esta tendencia en toda su obra: en el largo morro de zorro y las orejas puntiagudas de la heredera de Sargent, en los intelectuales con dientes de conejo y en los leoninos magnates de la industria, en sus rollizos niños con cara de lechuza). Y, en este pequeño retrato fiel, es difícil no ver lo humano que hay en el jilguero. Dignificado, vulnerable. Dos prisioneros mirándose. Pero quién sabe qué se proponía Fabritius. No han quedado suficientes obras para hacer conjeturas siquiera. El pájaro nos mira a nosotros. No ha sido humanizado ni idealizado. Vigilante, resignado. No hay historia ni moraleja. No hay propósito. Solo un abismo por partida doble: entre el pintor y el pájaro cautivo; entre el pájaro que pintó y la experiencia que tenemos de él siglos después. A los estudiosos quizá les interese la pincelada innovadora o el uso de la luz, la influencia histórica y el significado de esa obra única en el arte holandés. Pero a mí no. Como dijo hace muchos años mi madre, a quien le encantaba este cuadro por haberlo visto de niña en un libro de la biblioteca del condado de Comanche, el significado no importa. El significado histórico le quita vida. A través de esas distancias infranqueables entre el pájaro y el pintor, el cuadro y el observador, oigo demasiado bien lo que se me está diciendo, un «psss» desde un callejón, como lo expresó Hobie, a través de cuatrocientos años, y es algo realmente personal y específico. Está allí, en el ambiente teñido de luz, en las pinceladas que él nos permite ver, de cerca, exactamente como son: destellos manuales de pigmento, el mismo paso de las cerdas visible, y, a lo lejos, el milagro, o la broma, como lo llamaba Horst, aunque en realidad es ambas cosas, el proceso de la transustanciación donde la pintura es pintura y al mismo tiempo pluma y hueso. Es el lugar donde la realidad choca con lo ideal, donde una broma se vuelve seria y todo lo serio se convierte en broma. El punto mágico donde cada idea y su contrario son igualmente verdaderos. Y estoy esperando que haya una verdad más grande sobre el sufrimiento allí contenido, o al menos una mayor comprensión por mi parte, aunque he llegado a darme cuenta de que las únicas verdades que cuentan para mí son las que no puedo o no sé comprender. Lo que es misterioso, ambiguo, inexplicable. Lo que no encaja en una historia, lo que no tiene historia. Un destello que se refleja en una cadena que apenas está allí. La luz del sol sobre una pared amarilla. La soledad que aísla a una criatura viva de la otra. El dolor inseparable de la alegría. Porque ¿qué pasaría si ese jilguero en particular (y es muy particular) nunca hubiera sido capturado o nacido en cautiverio, o jamás hubiera estado expuesto en la casa donde el pintor Fabritius lo vio? No se entiende por qué el pequeño pájaro se vio obligado a vivir semejante tortura: desconcertado (me imagino) por el ruido, inquieto por el humo, los ladridos de los perros, los olores de la comida que se estaba cocinando; objeto de burlas por parte de borrachos y niños; imposibilitado para volar con las más cortas de las cadenas. Sin embargo, hasta un niño puede ver la dignidad que hay en él; un pequeño modelo de coraje, todo plumaje hinchado y huesos frágiles. No se le ve tímido, ni siquiera desesperado. Se niega a retirarse del mundo. Y, poco a poco, me encuentro a mí mismo inclinándome a favor de esa negativa a retirarse. Porque no me importa lo que la gente diga o lo cautivadoramente o a menudo que lo diga; nadie podrá persuadirme nunca de que la vida es maravillosa y gratificante. Porque esta es la verdad: la vida es catástrofe. El hecho básico de la existencia —ir por ahí intentando alimentarnos y hacer amigos o lo que sea que hagamos— es una catástrofe. Olvidaos de esa ridícula tontería de «nuestra ciudad» que está en boca de todos: el milagro de un niño recién nacido, la alegría de una simple flor, la vida es demasiado maravillosa para abarcarla y demás. Para mí, y no pararé de repetirlo hasta que me muera, hasta que me caiga y me golpee mi desagradecida cara nihilista contra el suelo y esté demasiado débil para decirlo: es mejor no nacer que hacerlo en este pozo negro. Un sumidero de camas de hospital, ataúdes y corazones rotos. No hay liberación, no hay atracción, no hay «segundas oportunidades», para emplear una de las expresiones favoritas de Xandra, no hay más camino hacia delante que la vejez y la pérdida, y no hay otra salida que la muerte. [«¡Mostrador de Quejas!», exclamó Boris en su casa una tarde en que nos habíamos puesto a hablar sobre el tema vagamente metafísico de nuestras madres: ¿por qué ellas —ángeles, diosas— habían tenido que morir mientras nuestros horribles padres prosperaban, se emborrachaban, se despatarraban e iban tirando, dando tumbos y causando estragos, con una salud en apariencia de hierro? «¡Se equivocaron y se llevaron a otros! ¡Fue un error! ¡Todo es injusto! ¿A quién nos quejamos en este lugar de mierda? ¿Quién está a cargo aquí?».] Y quizá sea ridículo continuar en esta dirección, aunque no importa puesto que nadie va a leerlo, pero ¿tiene algún sentido saber que termina mal para todos, incluso para los más felices, pues al final todos perdemos lo que importa, y saber al mismo tiempo que, pese a ello, con toda la crueldad que implica el juego, es posible jugar con una especie de alegría? Intentar dar sentido a todo esto parece increíblemente insólito. Quizá solo veo un patrón porque he estado demasiado tiempo mirando. O, parafraseando a Boris, quizá lo veo porque está allí. Y, en cierto modo, he escrito estas páginas para intentar entender. Pero, a otro nivel, no quiero entender ni intentarlo siquiera, porque al hacerlo falsearé los hechos. Lo único que puedo decir con certeza es que nunca he percibido el misterio del futuro con mucha intensidad: la sensación de que la arena del reloj se acaba, la fiebre del tiempo que pasa volando. Fuerzas desconocidas, no escogidas, no deseadas. Y llevo tanto tiempo viajando, despertando antes del amanecer en hoteles de ciudades desconocidas, llevo tanto tiempo en tránsito que siento la vibración de los reactores en los huesos, en el cuerpo, una sensación de movimiento constante a través de continentes y husos horarios que persiste mucho después de que me baje del avión y me balancee ante otro mostrador para facturar: «Hola, me llamo Emma/Selina/Charlie/Dominic, ¡bienvenido a no sé dónde!», sonrisas exhaustas, firmando con mano temblorosa, bajando otra persiana, tumbándome en otra cama desconocida de otra habitación desconocida en la que todo da vueltas, nubes y sombras, una enfermedad que es casi euforia, una sensación de haber muerto y de haberme ido al cielo. Porque ayer, sin ir más lejos, soñé con un viaje y con serpientes, de rayas y venenosas, con la cabeza en forma de flecha, y aunque estaban bastante cerca de mí no tenía miedo. Y a mi mente llegaba de alguna parte una frase: «Hemos estado alrededor de ti, olvídate de morir». Estas son las lecciones que acuden a mí en las habitaciones de hotel oscuras con minibares brillantemente iluminados y voces extranjeras en el pasillo, donde la línea que separa los mundos se vuelve muy fina. Y como perspectiva en curso, después de Amsterdam, que fue realmente mi Damasco, estación de paso y culminación de mi conversión, como supongo que debería llamarlo, sigue conmoviéndome profundamente la impermanencia de los hoteles; no en un sentido mundano de viaje y ocio sino con un fervor rayano en lo trascendente. En algún momento de octubre, cerca del día de los Difuntos, me alojé en un hotel de la costa mexicana donde ondeaban cortinas por los pasillos y todas las habitaciones tenían nombre de flor. La Habitación Azalea, la Habitación Camelia, la Habitación Adelfa. Opulencia y esplendor, pasillos llenos de corrientes de aire que arrastraban hacia algo parecido a la eternidad y habitaciones con puertas de distintos colores. Peonía, Glicinia, Rosa, Flor de la Pasión. Y, quién sabe, quizá sea eso lo que nos esté esperando al final del viaje, un esplendor inimaginable hasta el mismo instante en que crucemos las puertas, quizá sea eso lo que nos encontraremos mirando con asombro cuando Dios por fin nos quite las manos de los ojos y diga: ¡Mira! [¿Alguna vez piensas en dejarlo?, pregunté durante la parte aburrida de Qué bello es vivir, el paseo con Donna Reed a la luz de la luna, cuando estaba en Amberes observando cómo Boris, con una cuchara y un cuentagotas, mezclaba lo que llamaba un «tonificante». ¡Déjame en paz! ¡Me duele el brazo! Ya me había enseñado la marca sanguinolenta: un corte profundo en el bíceps con los bordes ennegrecidos. ¡Que te peguen un tiro en Navidad, a ver si quieres esperar sentado con una aspirina! Sí, pero estás loco de hacerlo así. Bueno, lo creas o no, no es un problema para mí. Solo lo hago en ocasiones especiales. Eso ya lo he oído antes. ¡Bueno, pues es verdad! Por ahora todavía soy un aficionado. Conozco a tíos que se han chutado durante tres o cuatro años y están bien, siempre y cuando se limiten a hacerlo dos o tres veces al mes. Dicho eso, Boris añadió sombrío, con la luz azulada de la película reflejándose en la cuchara: Soy alcohólico. El daño ya está hecho. Seré un borracho hasta que me muera. Señaló con la cabeza la botella de Russian Standard que había encima de la mesa de centro. Si me mata algo será eso. ¿Dices que nunca te has chutado? Créeme, he tenido suficientes problemas con todo lo demás. Bueno, el gran estigma y el miedo, lo entiendo. Yo, con franqueza, casi siempre prefiero esnifar, en los clubes nocturnos o los restaurantes, es más rápido y más fácil meterte en el aseo de hombres para meterte una raya. Con esto siempre estás ansioso. En el lecho de muerte habrá ansia. Es mejor no empezar nunca. Aunque, la verdad, resulta irritante ver a algún estúpido sentado allí fumando una pipa de crack y declarando lo sucio y poco seguro que es esto, que ellos nunca utilizarán una aguja. Como si fueran mucho más sensatos que tú. ¿Por qué empezaste? ¿Por qué empiezan todos? ¡Me dejó mi novia! La novia de ese momento. Quería ser malo y autodestructivo, y lo conseguí. Jimmy Stewart con su jersey de universitario. Luna plateada, voces temblorosas. Buffalo Gals won’t you come out tonight, come out tonight. ¿Y por qué no lo dejas? ¿Por qué tendría que hacerlo? ¿Hace falta que te lo diga? ¿Y si no tengo ganas? Si puedes dejarlo, ¿por qué no lo haces? Quien a hierro mata a hierro muere, dijo Boris rápidamente, apretando con la barbilla el botón de su torniquete, que tenía un aspecto muy profesional, mientras se subía la manga.] Por horrible que suene, lo entiendo. No escogemos lo que queremos y lo que no queremos, esta es la única y cruda verdad. A veces queremos lo que queremos aunque sepamos que nos matará. No podemos escapar de quiénes somos. (Dicho en honor de mi padre: él al menos intentó querer lo sensato —mi madre, el maletín, yo— antes de volverse loco y huir corriendo de ello). Y por más que quiera creer que hay una verdad más allá de la ilusión, no puedo evitar pensar que no la hay. Porque entre la «realidad» y el punto en que la mente alcanza la realidad hay una zona intermedia, el borde de un arco iris donde la belleza cobra existencia, donde dos superficies muy distintas se mezclan y se funden para proporcionar lo que la vida no te da; y este es el espacio donde existe todo el arte y toda la magia. Y —me atrevería a decir— todo el amor. O, quizá con más exactitud, esta zona intermedia ilustra la contradicción fundamental del amor. Visto de cerca, una mano pecosa sobre un abrigo negro, una rana de origami inclinada. Aléjate un paso y la ilusión vuelve; más viva que la vida, imperecedera. La misma Pippa es el efecto óptico entre esas cosas, tanto el amor como el no amor, el allí y el no allí. Fotografías en la pared, un calcetín enrollado debajo del sofá. Cuando alargué una mano para quitarle una pelusa del pelo y ella se rió y se escabulló. Y del mismo modo que la música es el intervalo entre las notas, y las estrellas son bonitas gracias al espacio que hay entre ellas, y el sol cae sobre las gotas de lluvia en ángulo y arroja un prisma de color al cielo, así el espacio donde yo existo, y donde quiero seguir existiendo, y donde, si soy sincero, espero morir, es exactamente esa media distancia: donde la desesperación alcanzó la pura otredad y creó algo sublime. Por eso he querido escribir estas páginas tal como las he escrito. Porque solo adentrándome en la zona intermedia, el borde policromo entre la verdad y la no verdad, es tolerable estar aquí y escribir esto. Todo lo que nos enseña a hablar con nosotros mismos, lo que nos enseña a salir de la desesperación entonando una canción, es importante. Pero el cuadro también me ha enseñado que podemos hablar unos con otros a través del tiempo. Y tengo la impresión de que hay algo muy serio que me urge decir al lector inexistente. Que la vida es, entre otras muchas cosas, breve. Que el destino es cruel pero quizá no sea arbitrario. Que la naturaleza (en el sentido de la Muerte) siempre vence, pero eso no significa que tengamos que resignarnos y arrastrarnos ante ella. Que aunque no siempre nos alegremos de estar aquí, tal vez sea nuestro deber sumergirnos igualmente; vadear en línea recta a través del pozo negro, manteniendo abiertos los ojos y el corazón. Y en nuestro agonizar, mientras nos levantamos de lo orgánico y nos hundimos de nuevo de manera ignominiosa en lo orgánico, es un honor y un privilegio amar lo que la Muerte no puede alcanzar. Pues si la catástrofe y el olvido han acompañado a este cuadro a través de los tiempos, tanto más lo hará el amor. En la medida en que es inmortal (y lo es), yo desempeño un pequeño, brillante e inmutable papel en esa inmortalidad. Existe, y sigue existiendo. Y sumo mi amor a la historia de cuantos han amado los objetos hermosos y han velado por ellos, los han librado de las llamas, los han buscado cuando estaban extraviados y han procurado conservarlos y rescatarlos mientras pasaban literalmente de mano en mano, cantando con alegría desde el naufragio del tiempo a la siguiente generación de amantes, y a la siguiente. Agradecimientos Robbert Ammerlaan, Ivan Nabokov, Sam Pace, Neal Guma. No podría haber escrito este libro sin ninguno de vosotros. Gracias, asimismo, a mi editor Michael Pietsch; a mis agentes Amanda Urban y Gill Coleridge; y a Wayne Furman, David Smith y Jay Barksdale de la Biblioteca Pública de Nueva York. Quiero expresar también mi agradecimiento a Michelle Aielli, Hanan Al-Shaykh, Molly Atlas, Kate Bernheimer, Richard Beswick, Paul Bogaards, Pauline Bonnefoi, Skye Campbell, Kevin Carty, Alfred Cavallero, Rowan Cope, Simon Costin, Sjaak de Jong, Doris Day, Alice Doyle, Matt Dubov, Greta Edwards-Anthony, Phillip Feneaux, Edna Golding, Alan Guma, Matthew Guma, Marc Harrington, Dirk Johnson, Cara Jones, James Lord, Bjorn Linnell, Lucy Luck, Louise McGloin, Jay McInerney, Malcolm Mabry, Victoria Matsui, Hope Mell, Antonio Monda, Claire Nozieres, Ann Patchett, Jeanine Pepler, Alexandra Pringle, Rebecca Quinlan, Tom Quinlan, Eve Rabinovits, Marius Radieski, Peter Reydon, Georg Reuchlein, Laura Robinson, Tracy Roe, Jose Rosada, Rainer Schmidt, Elizabeth Seelig, Susan de Soissons, George Sheanshang, Jody Shields, Louis Silbert, Jennifer Smith, Maggie Southard, Daniel Starer, Synthia Starkey, Hector Tello, Mary Tondorf-Dick, Robyn Tucker, Karl Van Devender, Paul van der Lecq, Arjaan van Nimwegen, Leland Weissinger, Judy Williams, Jayne Yaffe Kemp, y al personal del hotel Ambassade y del antiguo Helmsley Carlton House Hotel. DONNA TARTT El secreto Traducción de: Gemma Rovira 1 ¿Existe, fuera de la literatura, ese «defecto fatal», esa hendidura aparatosa y oscura que marca una vida? Antes creía que no. Ahora creo que sí. Y creo que el mío es este: un deseo enfermizo de lo pintoresco, a cualquier precio. À moi. L’histoire d’une de mes folies. Me llamo Richard Papen. Tengo veintiocho años y hasta los diecinueve nunca había estado en Nueva Inglaterra ni en el Hampden College. Soy californiano por nacimiento y, como he descubierto recientemente, también por naturaleza. Esto último es algo que reconozco solo ahora, a posteriori. No es que importe. Crecí en Plano, un pueblecito productor de silicio situado al norte del estado. No tengo hermanos. Mi padre poseía una gasolinera y mi madre se quedó en casa hasta que me hice mayor; luego llegaron tiempos difíciles y se puso a trabajar de telefonista en las oficinas de una de las fábricas de patatas fritas más grandes de las afueras de San José. Plano. Esta palabra evoca drive-ins, casas prefabricadas, oleadas de calor subiendo del asfalto. Los años que pasé allí constituyeron un pasado prescindible, como un vaso de plástico de usar y tirar. Lo cual, en cierto sentido, es una gran suerte. Cuando me marché de casa pude inventar una historia nueva y mucho más satisfactoria, poblada de influencias ambientales sorprendentes y simplistas; un pasado lleno de color, al que los desconocidos podían acceder fácilmente. Lo deslumbrante de esa infancia ficticia —llena de piscinas y naranjales, con unos padres que pertenecían al mundo del espectáculo, disolutos y encantadores— no logró en absoluto eclipsar el gris original. De hecho, cuando pienso en mi infancia real soy incapaz de recordar gran cosa, excepto un triste revoltijo de objetos: las zapatillas de deporte que llevaba todo el año, los libros de colorear comprados en el supermercado y la vieja y deshinchada pelota de fútbol con la que contribuía a los juegos entre vecinos; pocas cosas interesantes y nada hermoso. Yo era tranquilo, alto para mi edad, propenso a las pecas. No tenía muchos amigos, no sé si debido a una elección propia o a las circunstancias. Al parecer no era mal estudiante, aunque nada excepcional. Me gustaba leer —Tom Swift, los libros de Tolkien—, pero también ver la televisión, algo que hacía a menudo al volver del colegio, tumbado sobre la alfombra de nuestra sala vacía durante las largas y aburridas tardes. Francamente, no recuerdo mucho más de aquellos años, salvo cierto estado de ánimo que impregnó la mayor parte de ellos, una sensación de melancolía que asocio con el programa El maravilloso mundo de Disney que emitían los domingos por la noche. El domingo era un día triste —temprano a la cama, colegio al día siguiente, preocupado por si habría hecho mal mis deberes—, pero mientras contemplaba los fuegos artificiales en el cielo nocturno, por encima de los castillos inundados de luz de Disneylandia, me consumía una sensación más general de horror, de estar prisionero en el monótono círculo que me llevaba de la escuela a casa y de casa a la escuela: una circunstancia que, por lo menos para mí, ofrecía sólidos argumentos empíricos para el pesimismo. Mi padre era pobre, nuestra casa era fea y mi madre no me prestaba mucha atención; yo llevaba ropa barata y el pelo excesivamente corto, y en la escuela no caía demasiado bien a nadie; y, dado que así estaban las cosas desde que yo tenía uso de razón, me parecía que las cosas seguirían siempre en ese deprimente estado. En resumen, sentía que mi existencia estaba determinada de alguna manera sutil pero esencial. Por lo tanto, supongo que no es de extrañar que me resulte difícil conciliar mi vida con la de mis amigos, o por lo menos con lo que a mí me parece que deben de ser sus vidas. Charles y Camilla son huérfanos (¡cuánto he envidiado este cruel destino!) y los criaron sus abuelas y tías abuelas en una casa de Virginia; una infancia en la que me gusta pensar, con caballos, ríos y ocozoles. Y Francis. Su madre, que solo tenía diecisiete años cuando él nació, era una muchacha pelirroja, frívola, caprichosa y con un padre rico, que se fugó con el batería de Vance Vane y su Musical Swains. Al cabo de tres semanas estaba de nuevo en casa, y al cabo de seis el matrimonio había sido anulado. Como a Francis le gustaba decir, sus abuelos los habían educado como hermano y hermana, a él y a su madre, con tanta magnanimidad que hasta los chismosos quedaron impresionados; niñeras inglesas y escuelas privadas, veranos en Suiza, inviernos en Francia. Si se quiere, consideremos incluso al fanfarrón de Bunny. No tuvo una infancia de abrigos caros y lecciones de baile, como tampoco yo la tuve. Pero sí una infancia norteamericana. Era hijo de una estrella del rugby de la Universidad Clemson que se hizo banquero. Cuatro hermanos, todos varones, en una casa grande y ruidosa de las afueras, con barcos de vela, raquetas de tenis y perdigueros de pelo dorado a su disposición; veranos en Cape Cod, internados cerca de Boston y picnics en el estadio durante la temporada de rugby; una educación que había marcado a Bunny en todos los aspectos, desde su forma de dar la mano hasta cómo contaba un chiste. Ni ahora ni nunca he tenido nada en común con ninguno de ellos, nada excepto el conocimiento del griego y un año de mi vida en su compañía. Y si el amor es algo que se tiene en común, supongo que también compartíamos eso, aunque me doy cuenta de que, a la luz de la historia que voy a contar, puede parecer raro. Cómo empezar. Después del instituto fui a una pequeña universidad de mi ciudad natal, pese a la oposición de mis padres, que habían dejado bien claro que lo que querían era que ayudara a mi padre a llevar el negocio, uno de los numerosos motivos por los que yo ansiaba tanto matricularme. Durante dos años estudié allí griego clásico. No lo hice movido por mi estima por esa lengua, sino porque quería hacer los cursos preparatorios de medicina (el dinero, naturalmente, era el único medio de mejorar mi situación y los médicos ganan un montón de dinero, quod erat demostrandum) y mi tutor me había sugerido que cogiera una lengua para completar los estudios de humanidades; como además daba la casualidad de que las clases de griego las daban por la tarde, elegí griego para no tener que levantarme temprano los lunes. Fue una decisión totalmente fortuita que, como se verá, resultó bastante fatídica. El griego se me dio bien; destaqué en esta asignatura y en el último curso incluso gané un premio del departamento de clásicas. Era la clase que más me gustaba porque era la única que se impartía en un aula normal: no había tarros con corazones de vaca, ni olor a formol, ni jaulas llenas de ruidosos monos. Al principio pensé que si me esforzaba mucho lograría superar una fundamental repugnancia y aversión por la carrera que había elegido, que tal vez si me esforzaba aún más podría simular algo parecido al talento. Pero ese no fue el caso. Pasaban los meses y yo seguía igual de desinteresado, por no decir francamente asqueado, por mis estudios de biología; sacaba malas notas y tanto el profesor como mis compañeros me despreciaban. En un gesto que hasta a mí me pareció condenado y pírrico me pasé a la literatura inglesa sin decírselo a mis padres. Tenía la impresión de que yo mismo me estaba poniendo la soga al cuello, de que con toda seguridad me arrepentiría, pues aún estaba convencido de que era mejor fracasar en una actividad lucrativa que medrar en una que, según mi padre (que nada sabía de finanzas ni de estudios académicos), era de lo menos provechosa; en una actividad cuyo inevitable resultado sería que me pasaría el resto de la vida holgazaneando y pidiéndole dinero; dinero que, me aseguró enérgicamente, no tenía la menor intención de darme. Así que estudié literatura, y me gustó mucho más. Pero no conseguí que me gustara más mi casa. No creo que pueda explicar la desesperación que me causaba aquel ambiente. Aunque ahora sospecho que, dadas las circunstancias y con mi carácter, hubiera sido infeliz en cualquier parte —en Biarritz, Caracas o en la isla de Capri—; por aquel entonces estaba convencido de que mi infelicidad provenía de aquel lugar. Si bien en cierta medida Milton está en lo cierto —el alma tiene un lugar propio y puede hacer de él un cielo o un infierno, etc.—, no por ello es menos evidente que los fundadores de Plano diseñaron la ciudad no como el Paraíso sino como ese otro lugar, más lamentable. Cuando iba al instituto adquirí la costumbre de vagar por las galerías comerciales después de clase, deambulando por los entresuelos brillantes y fríos hasta que estaba tan aturdido por los bienes de consumo y los códigos de los productos, por los pasillos y las escaleras mecánicas, por los espejos y el hilo musical y el ruido y la luz, que un fusible se quemaba en mi cerebro y de repente todo se volvía ininteligible: color informe, una burbuja de moléculas sueltas. Luego caminaba como un zombi hasta el aparcamiento y conducía en dirección al campo de béisbol, donde ni siquiera bajaba del coche, sino que simplemente permanecía sentado con las manos en el volante y contemplaba la verja de hierro y la amarillenta hierba invernal hasta que el sol se ponía y se hacía demasiado oscuro para ver nada. Aunque tenía la confusa idea de que mi insatisfacción era bohemia, de origen vagamente marxista (cuando era adolescente me las daba de socialista, sobre todo para irritar a mi padre), verdaderamente no alcanzaba a comprenderla, y me habría ofendido si alguien me hubiera insinuado que se debía a una inclinación puritana de mi naturaleza, que era de lo que realmente se trataba. Hace poco encontré este pasaje en un viejo cuaderno, escrito cuando tenía más o menos dieciocho años: «En este lugar hay un olor a podrido, el olor a podrido que despide la fruta madura. Nunca, en ningún lugar, ha sido tan brutal ni ha sido maquillado para parecer tan bonito la terrible mecánica del nacimiento, la copulación y la muerte —esos monstruosos cataclismos de la vida que los griegos llaman miasma, corrupción—, ni tal cantidad de gente ha puesto tanta fe en las mentiras y la mutabilidad y la muerte la muerte la muerte». Esto, me parece, es bastante brutal. Por el tono que tiene, si me hubiera quedado en California podría haber acabado en algún tipo de secta o, cuando menos, practicando una misteriosa restricción dietética. Recuerdo que en esa época leía a Pitágoras y encontré algunas de sus ideas curiosamente atractivas: vestir prendas blancas, por ejemplo, o abstenerse de ingerir alimentos que tienen alma. Sin embargo, acabé en la costa Este. Di con Hampden por una treta del destino. Una noche, tras un largo y lluvioso día de Acción de Gracias, con arándanos en lata y sesión continua de deportes en la televisión, me fui a mi habitación después de pelearme con mis padres (no recuerdo esa pelea en particular, pero siempre nos peleábamos, por el dinero o por los estudios) y me puse a rebuscar frenéticamente en el armario tratando de encontrar mi abrigo, cuando salió volando un folleto del Hampden College, en Hampden, Vermont. El folleto tenía dos años. Cuando estaba en el instituto, un montón de universidades me enviaron propaganda porque había obtenido un buen resultado en el examen de aptitud escolar, aunque desgraciadamente no lo bastante bueno para que me concedieran una beca, y guardé aquel folleto dentro del libro de geometría el año anterior a mi graduación. No sé por qué estaba en el armario. Supongo que lo había conservado por lo bonito que era. Aquel último año en el instituto pasé cientos de horas mirando las fotografías, como si contemplándolas mucho tiempo y con el anhelo suficiente en virtud de una especie de ósmosis, hubiera podido ser transportado a su claro y puro silencio. Todavía ahora recuerdo aquellas fotos como las ilustraciones de un libro de cuentos que adoraba de niño. Prados radiantes, vaporosas montañas en una temblorosa lejanía; espesos montones de hojas en un camino otoñal y ventoso; fogatas y niebla en los valles; violoncelos, cristales oscuros, nieve. Hampden College, Hampden, Vermont. Fundada en 1895. (Este simple dato era motivo de asombro para mí; que yo supiera, en Plano no había nada que hubiera sido fundado mucho antes de 1962). Número de estudiantes: quinientos. Enseñanza mixta. Progresista. Especializado en artes liberales. Altamente selectivo. «Hampden, que ofrece un completo ciclo de estudios de humanidades, tiene el objetivo no solo de proporcionar a los estudiantes una sólida formación en el campo que elijan, sino también una visión de todas las disciplinas del arte, la civilización y el pensamiento occidentales. De esta manera esperamos formar al alumno no solo con hechos sino con la pura fuente de la sabiduría». Hampden College, Hampden, Vermont. Incluso el nombre tenía una cadencia austeramente anglicana, al menos para mis oídos, que añoraba desesperadamente Inglaterra y era indiferente a los dulces y oscuros ritmos de las ciudades de misiones. Permanecí largo rato contemplando la fotografía del edificio que llamaban Commons. Estaba bañado de una luz débil y académica —distinta de la de Plano, distinta de todo lo que yo había conocido—; una luz que me evocó largas horas en polvorientas bibliotecas, en viejos libros, en el silencio. Mi madre llamó a la puerta, me llamó gritando. No respondí. Rasgué el formulario que había al final del folleto y empecé a rellenarlo. Nombre: John Richard Papen. Dirección: 4487 Mimosa Court, Plano, California. ¿Desea recibir información acerca de las ayudas económicas? Sí, evidentemente. Y al día siguiente lo envié. Los meses venideros fueron una interminable y aburrida batalla de papeleo, llena de puntos muertos, librada en las trincheras. Mi padre se negó a rellenar los papeles para la ayuda económica; finalmente, desesperado, cogí la declaración de la renta de la guantera de su Toyota y los rellené yo mismo. Luego llegó una notificación del decano de admisiones. Tenían que hacerme una entrevista, ¿cuándo podía viajar a Vermont? Yo no podía pagarme un billete de avión a Vermont y le escribí diciéndoselo. Otra espera, otra carta. Me reembolsarían los gastos del viaje si su propuesta de ayuda era aceptada. Entretanto había llegado el sobre con la propuesta de ayuda económica. Mi padre dijo que la contribución que él tenía que hacer era más de lo que podía permitirse y no estaba dispuesto a pagarla. Esta especie de guerra de guerrillas se prolongó ocho meses. Todavía hoy no acabo de comprender del todo la cadena de acontecimientos que me condujo a Hampden. Profesores compasivos escribieron cartas; se hicieron en mi favor excepciones de diverso tipo. Y menos de un año después del día que me senté en la alfombra peluda y dorada de mi pequeño cuarto de Plano y rellené impulsivamente el cuestionario, cogí el autobús a Hampden con dos maletas y cincuenta dólares en el bolsillo. Nunca había estado más al este de Santa Fe ni más al norte de Portland y cuando bajé del autobús, tras una larga y angustiosa noche que había comenzado en algún lugar de Illinois, eran las seis de la mañana y el sol se levantaba sobre las montañas y había abedules y prados increíblemente verdes; aturdido por la noche que había pasado sin dormir y los tres días de autopista, aquello me pareció un país de ensueño. Los dormitorios no eran siquiera dormitorios —o, en cualquier caso, no eran como los que yo conocía, con paredes de hormigón y una luz amarillenta y deprimente—, sino casas blancas de madera con postigos verdes, apartadas del comedor, en medio de bosques de arces y fresnos. De todas formas, jamás se me había pasado por la cabeza que mi habitación, estuviera donde estuviese, pudiera no ser fea y decepcionante, y cuando la vi por primera vez me produjo una especie de conmoción: una habitación blanca con grandes ventanas encaradas al norte, monacal y desnuda, con un suelo de nudoso roble y el techo inclinado como el de las buhardillas. La primera noche que pasé allí, me senté en la cama mientras atardecía y las paredes pasaban del gris al dorado y al negro, escuchando la voz de una soprano que subía y bajaba vertiginosamente en algún lugar al otro extremo del pasillo, hasta que ya no había luz y la lejana soprano subía más y más en espiral en medio de la oscuridad como un ángel de la muerte, y no recuerdo que el aire me haya parecido nunca tan alto y frío y enrarecido como aquella noche, ni recuerdo haberme sentido jamás tan lejos del bajo horizonte del polvoriento Plano. Aquellos primeros días antes de comenzar las clases, los pasé solo en mi enjalbegada habitación, en las brillantes praderas de Hampden. Y durante aquellos días fui feliz como no lo había sido nunca, paseando como un sonámbulo, anonadado y embriagado de belleza. Un grupo de chicas de mejillas encendidas jugaban al fútbol, con sus colas de caballo al viento, sus gritos y su risa que llegaban débilmente a través de los aterciopelados y crepusculares campos. Árboles que crujían por el peso de las manzanas y, debajo, manzanas rojas caídas sobre la hierba; el penetrante y dulce aroma que despedían al pudrirse en el suelo y el incesante zumbido de las avispas a su alrededor. La torre del reloj del Commons: ladrillos cubiertos de hiedra, el pináculo blanco, hechizado en la brumosa distancia. La conmoción de ver por primera vez un abedul de noche, irguiéndose en la oscuridad, impenetrable y esbelto como un fantasma. Y las noches, más grandes de lo que quepa imaginar: negras, borrascosas e inmensas, desordenadas y salvajes, plagadas de estrellas. Me proponía matricularme otra vez en griego clásico —era la única lengua en que destacaba—, pero cuando se lo dije al tutor académico que me habían asignado —un profesor francés llamado Georges Laforgue, de tez cetrina y nariz aplastada de anchas ventanas, como la de una tortuga—, se limitó a sonreír y a unir las yemas de los dedos. —Me temo que pueda haber algún problema —dijo en un inglés con acento marcado. —¿Por qué? —Aquí solo hay un profesor de griego clásico, y es muy exigente con sus alumnos. —He estudiado griego dos años. —No creo que eso cambie las cosas. Además, si va a licenciarse en literatura inglesa necesitará una lengua moderna. En mi clase de francés elemental todavía hay sitio, y quedan también algunas plazas en alemán e italiano. Las clases —miró su lista—, las clases de español están en su mayoría llenas, pero si quiere puedo hablar con el señor Delgado. —Quizá pueda usted hablar con el profesor de griego. —No sé si servirá de algo. Solo admite un número limitado de alumnos. Un número muy limitado. Además, en mi opinión, sus criterios de selección son más personales que académicos. El tono de su voz tenía un deje sarcástico; también parecía sugerir que, si no me importaba, prefería no seguir con aquel tema de conversación. —No sé a qué se refiere —insistí. De hecho, creía saberlo. La respuesta de Laforgue me sorprendió. —No tiene nada que ver con eso —dijo—. Desde luego, es un erudito. Por otra parte, es también un hombre muy agradable. Pero tiene unas ideas acerca de la enseñanza que me parecen muy raras. Él y sus alumnos apenas si tienen contacto con el resto del departamento. No sé por qué siguen incluyendo sus cursos en el folleto de la universidad; es engañoso, cada año se producen malentendidos al respecto, porque prácticamente las clases están cerradas. Me han dicho que para estudiar con él es preciso haber leído las cosas adecuadas, compartir sus puntos de vista. A menudo ha sucedido que ha rechazado estudiantes que, como usted, habían hecho griego anteriormente. Por lo que a mí respecta —levantó una ceja—, si un estudiante quiere aprender lo que enseño y está cualificado, lo admito en mis clases. Muy democrático, ¿no le parece? Es lo mejor. —¿Ocurren con frecuencia esa clase de cosas aquí? —Desde luego, en todas las universidades hay profesores difíciles. Y aquí hay muchos —para mi sorpresa, bajó la voz—, muchos que son más difíciles que él. Aunque le agradecería que esto quedara entre nosotros. —Por supuesto. —Su repentina actitud confidencial me alarmó ligeramente. —En serio. Es de vital importancia. —Se inclinó hacia delante, susurrando, y hablaba sin apenas mover su diminuta boca—. Insisto. Quizá no esté usted enterado, pero tengo varios enemigos temibles en el departamento de literatura. Aunque le cueste creerlo, los tengo incluso aquí, en mi propio departamento. Además —prosiguió con un tono más normal—, él es un caso especial. Lleva muchos años dando clases aquí y se niega a que le paguen por su trabajo. —¿Por qué? —Es un hombre rico. Dona su sueldo a la universidad, si bien creo que acepta un dólar al año por motivos de impuestos. —¡Ah! —dije. Aunque llevaba pocos días en Hampden, ya me había acostumbrado a las informaciones oficiales sobre las dificultades financieras, la reducida dotación, la necesidad de ahorro. —En cambio, por lo que a mí se refiere —dijo Laforgue—, me gusta enseñar, pero tengo mujer y una hija que estudia en Francia, así que el dinero viene bien, ¿no? —Tal vez hable con él de todas formas. Laforgue se encogió de hombros. —Puede intentarlo. Pero le aconsejo que no le pida una entrevista, porque lo más probable es que no le reciba. Se llama Julian Morrow. Yo no estaba especialmente empeñado en elegir griego, pero lo que me había dicho Laforgue me intrigó. Bajé y me metí en la primera oficina que vi. Una mujer delgada, con cara de pocos amigos y el cabello rubio y castigado, estaba sentada a una mesa en la habitación de enfrente comiéndose un bocadillo. —Es mi hora del almuerzo —dijo—. Vuelva a las dos. —Perdone, estaba buscando el despacho de un profesor. —Bien, yo soy la secretaria, no el plano de la facultad. Pero puede que lo sepa. ¿A quién busca? —Julian Morrow. —Vaya. Julian Morrow —dijo, sorprendida—. ¿Qué quiere de él? Creo que está en el ateneo. —¿En qué aula? —Nadie más da clases allí. Le gusta la paz y el silencio. Lo encontrará. De hecho, encontrar el ateneo no fue nada fácil. Era un pequeño edificio situado en un extremo del campus, viejo y tan cubierto de hiedra que apenas se distinguía del paisaje. En la planta baja había salas de lectura y aulas, todas vacías, con pizarras limpias y suelos recién encerados. Vagué por allí, indeciso, hasta que al fin vi la escalera, pequeña y mal iluminada, al fondo del edificio. Me gustaba el ruido de mis zapatos sobre el linóleo y caminé con paso enérgico mientras miraba las puertas cerradas, buscando números o nombres, hasta que encontré una en la que había un soporte de latón con una tarjeta que rezaba «Julian Morrow». Me detuve un momento y luego llamé con tres golpes secos. Transcurrió un minuto más o menos, luego otro, y entonces la puerta blanca se abrió formando una rendija. Un rostro me observó. Era un rostro pequeño, sagaz, tan despierto y en suspenso como una interrogación, y a pesar de que ciertos rasgos producían una impresión de juventud —la elevación de las cejas, como de elfo, las lábiles líneas de la nariz, mandíbula y boca—, no era el rostro de un hombre joven y el cabello era blanco como la nieve. Tengo buen ojo para adivinar la edad de la gente, pero no habría acertado la suya ni de manera aproximada. Me quedé allí un momento mientras él me miraba, perplejo, con sus ojos azules. Parpadeó. —¿Puedo ayudarle en algo? —Su tono era tolerante y amable, como el que a veces adoptan los adultos afables con los niños. —Yo…, bueno, me llamo Richard Papen… Ladeó la cabeza y parpadeó de nuevo, con sus ojos chispeantes, amigable como un gorrión. —… y quiero asistir a sus clases de griego clásico. Me miró con expresión de abatimiento. —¡Oh, lo siento! —Por increíble que resulte, el tono de su voz parecía indicar que lo sentía de verdad, mucho más que yo—. Nada me gustaría tanto, pero me temo que mi clase ya está completa. En aquella excusa aparentemente sincera había algo que me dio ánimos. —Seguro que hay alguna manera… —dije—, un alumno extra… —Lo siento muchísimo, señor Papen —dijo, casi como si me estuviera consolando por la muerte de un amigo querido, intentando hacerme comprender que no estaba en su mano ayudarme—. Pero he limitado el número de alumnos a cinco y no quiero ni pensar en añadir otro. —Cinco alumnos no es mucho. Meneó la cabeza rápidamente, con los ojos cerrados, como si la súplica le resultara insoportable. —En realidad me encantaría tenerlo en clase, pero no puedo siquiera considerar esa posibilidad —dijo—. Lo siento muchísimo. ¿Le importaría excusarme? Estoy con un alumno. Pasó más de una semana. Empecé las clases y conseguí un trabajo con un profesor de psicología llamado doctor Roland. (Tenía que ayudarle con cierta «investigación», cuya naturaleza nunca llegué a descubrir; era un tipo viejo, aturdido, de mirada trastornada, un conductista que se pasaba la mayor parte del tiempo holgazaneando en la sala de profesores). Hice algunos amigos, la mayoría estudiantes de primero que vivían en el mismo edificio que yo. Amigos quizá no sea la palabra exacta. Comíamos juntos, nos tropezábamos en los pasillos, pero la principal razón que nos había unido era que no conocíamos a nadie más —situación que en aquel momento no nos parecía necesariamente desagradable—. A los pocos que conocí que ya llevaban algún tiempo en Hampden les pregunté por Julian Morrow. Casi todos habían oído hablar de él y recibí toda suerte de informaciones contradictorias y fascinantes: que era un hombre brillante; que era un farsante; que no tenía ningún título universitario; que en los años cuarenta había sido un intelectual importante, amigo de Ezra Pound y T. S. Eliot; que su fortuna familiar provenía de la participación en una reconocida empresa bancaria o, por el contrario, de la adquisición de propiedades embargadas durante los años de la Depresión; que había escapado al alistamiento en alguna guerra (aunque cronológicamente eso era difícil de calcular); que tenía relaciones con el Vaticano, con una familia real derrocada de Oriente Próximo, con la España de Franco. El grado de veracidad de cualquiera de estos datos era, por supuesto, imposible de comprobar, pero cuantas más cosas oía de él, más aumentaba mi interés. Empecé a buscarle, a él y a su pequeño grupo de pupilos, por el campus. Cuatro chicos y una chica. A distancia no parecían nada fuera de lo común. Sin embargo, vistos de cerca en mi opinión formaban un grupo atractivo. Yo nunca había visto a nadie como ellos, y me sugerían una variedad de cualidades pintorescas y ficticias. Dos de los chicos llevaban gafas, curiosamente del mismo tipo: diminutas, anticuadas, de montura metálica redonda. El más alto de los dos —y era muy alto, más de seis pies— era moreno, de mandíbula cuadrada y piel áspera y pálida. Si no hubiera tenido las facciones tan marcadas ni unos ojos tan inexpresivos y vacíos, me habría parecido guapo. Vestía trajes ingleses oscuros, llevaba paraguas (una visión estrafalaria en Hampden) y caminaba muy tieso entre la muchedumbre de hippies, beatniks, preppies y punks con la tímida ceremoniosidad de una vieja bailarina, lo que resultaba sorprendente en alguien tan alto como él. «Henry Winter», dijeron mis amigos cuando lo señalé a cierta distancia, mientras él daba un largo rodeo para evitar a un grupo que tocaba los bongós en el jardín. El más bajo de los dos, aunque no mucho más, era un chico rubio y desgarbado, de mejillas sonrosadas y que mascaba chicle, de conducta implacablemente jovial, y con los puños hundidos en los bolsillos de sus pantalones con rodilleras. Siempre vestía la misma chaqueta, una prenda informe de tweed marrón desgastada por los codos y de mangas demasiado cortas. Llevaba el cabello, de color rubio dorado, peinado con raya a la izquierda, de modo que un largo mechón le tapaba uno de los ojos. Se llamaba Bunny Corcoran (Bunny era una especie de diminutivo de Edmund). Tenía una voz fuerte y chillona que resonaba en los comedores. El tercer chico era el más exótico del grupo. Anguloso y elegante, era extremadamente delgado, de manos nerviosas, con un rostro muy pálido y de expresión sagaz, y tenía una encendida mata del cabello más rojo que había visto nunca. Yo pensaba (erróneamente) que vestía como Alfred Douglas o el conde de Montesquieu: hermosas camisas almidonadas con puños franceses, magníficas corbatas, un abrigo negro que ondeaba tras él cuando andaba y que le hacía parecer el cruce de un príncipe estudiante y Jack el Destripador. En una ocasión, para mi regocijo, incluso le vi llevar quevedos. (Más tarde descubrí que no eran quevedos de verdad, que llevaba simples cristales sin graduar y su vista era, con mucho, más aguda que la mía). Se llamaba Francis Abernathy. Cuando quise indagar más, levanté las sospechas de mis compañeros masculinos, a quienes asombraba mi interés por semejante persona. Y luego había una pareja, chico y chica. Los veía casi siempre juntos y al principio pensé que eran novios, hasta que un día los observé de cerca y me di cuenta de que debían de ser hermanos. Después me enteré de que eran gemelos. Se parecían mucho; tenían el cabello grueso, de color rubio oscuro, y rostros asexuados tan limpios, risueños y graves como los de una pareja de ángeles flamencos. Pero lo que me llamaba la atención en el contexto de Hampden —donde abundaban los seudointelectuales y los adolescentes decadentes y donde vestir de negro era de rigueur— era que les gustaba llevar ropas de colores claros, sobre todo blanco. En medio de aquel enjambre de cigarrillos y oscura sofisticación parecían figuras de una alegoría, o asistentes, muertos hacía tiempo, a alguna olvidada recepción al aire libre. Fue fácil averiguar quiénes eran, ya que compartían la distinción de ser los únicos gemelos del campus. Se llamaban Charles y Camilla Macaulay. Todos ellos me parecían inaccesibles. Pero los observaba con interés cada vez que los veía: Francis, agachándose para jugar con un gato en el umbral de una puerta; Henry, pasando veloz al volante de un pequeño coche blanco, con Julian en el asiento del acompañante; Bunny, asomándose a una ventana del piso superior para gritar algo a los gemelos, que pasaban por el jardín. Poco a poco fui reuniendo mis informaciones. Francis Abernathy era de Boston y, según decían, bastante rico. De Henry también decían que era rico; pero destacaba más por ser un genio de la lingüística. Hablaba varias lenguas, antiguas y modernas, y con solo dieciocho años había publicado una traducción comentada de Anacreonte. (Averigüé esto por Georges Laforgue, quien, por lo demás, se mostraba desabrido y reticente acerca del tema; más tarde me enteré de que, durante el primer curso, Henry había puesto en serios apuros a Laforgue delante de toda la facultad de literatura durante el debate que siguió a su conferencia anual sobre Racine). Los gemelos tenían un apartamento fuera del campus y eran de algún lugar del Sur. Y Bunny Corcoran tenía la costumbre de poner los discos de marchas de John Sousa en su habitación, a todo volumen y a altas horas de la noche. Esto no quiere decir que todo eso me preocupara en exceso. En aquella época me estaba adaptando a la universidad; las clases habían comenzado y yo estaba ocupado con mis trabajos. Mi interés por Julian Morrow y sus alumnos de griego, aunque todavía intenso, estaba empezando a desvanecerse cuando ocurrió una curiosa coincidencia. Sucedió el miércoles por la mañana de mi segunda semana de clase. Yo me encontraba en la biblioteca haciendo unas fotocopias para el doctor Roland antes de la clase de las once. Al cabo de media hora más o menos, unas manchas de luz nadaban ante mis ojos, y cuando regresaba a la mesa de la bibliotecaria a devolverle la llave de la fotocopiadora, me volví para marcharme y los vi. Bunny y los gemelos estaban sentados a una mesa cubierta de papeles, plumas y tinteros. Recuerdo especialmente los tinteros porque los encontré fascinantes, así como las plumas negras, largas y rectas, que parecían increíblemente arcaicas y difíciles de utilizar. Charles llevaba un suéter blanco de tenis y Camilla un vestido de verano con cuello marinero y un sombrero de paja. La chaqueta de tweed de Bunny colgaba desaliñadamente del respaldo de su silla y el forro mostraba varios desgarrones y grandes manchas. Tenía los codos apoyados en la mesa, el cabello sobre los ojos, las arrugadas mangas de la camisa recogidas y sujetas con unas ligas a rayas. Sus cabezas estaban juntas y hablaban en voz baja. De pronto sentí curiosidad por saber de qué estaban hablando. Me dirigí a la estantería de detrás de su mesa, recorriéndola como si no estuviera seguro de lo que buscaba, hasta que me puse tan cerca que hubiera podido alargar la mano y tocarle el brazo a Bunny. Dándoles la espalda, cogí un libro al azar —resultó un ridículo texto de sociología— y fingí repasar el índice. Análisis Secundario. Desviación Secundaria. Grupos Secundarios. Escuelas Secundarias. —No lo entiendo —decía Camilla—. Si los griegos navegan a Cartago tendría que ser acusativo. ¿Os acordáis? Lugar «a donde». Esa es la regla. —No puede ser —dijo Bunny. Su voz era nasal, gárrula, como la de W. C. Fields acentuada por un caso grave de trismo de Long Island—. No es lugar «a donde», es lugar «hacia el cual». Me apuesto algo a que es ablativo. Se oyó un confuso revuelo de papeles. —Espera —dijo Charles. Su voz se parecía mucho a la de su hermana: ronca, con un acento ligeramente sureño—. Mira esto. No solo navegan a Cartago, navegan para atacar la ciudad. —Estás loco. —No, es así. Mira la frase siguiente. Necesitamos un dativo. —¿Estás seguro? Más crujir de papeles. —Completamente. Epi to karchidona. —No lo veo —dijo Bunny. Su voz sonaba como la de Thurston Howell en La isla de Gilligan—. Tiene que ser ablativo. Los casos difíciles siempre son ablativos. Una breve pausa. —Bunny —dijo Charles—, te equivocas. El ablativo es en latín. —Bueno, desde luego, eso lo sé —dijo Bunny, irritado, tras un momento de perplejidad que parecía indicar lo contrario—, pero ya sabes lo que quiero decir. Aoristo, ablativo, en realidad todo es lo mismo. —Mira, Charles —dijo Camilla—. El dativo no va bien. —Sí que va. Navegan para atacar, ¿no? —Sí, pero los griegos navegaban por el mar hacia Cartago. —Pero ya he puesto epi delante. —Vale, podemos atacar y usar epi, pero tenemos que poner un acusativo, es la regla principal. Segregación. Sí mismo. Concepto de sí mismo. Miré el índice y me devané los sesos para encontrar el caso que buscaban. Lugar a donde. Lugar de donde. Cartago. De pronto se me ocurrió algo. Cerré el libro, lo coloqué en el estante y me volví. —Perdón —dije. Inmediatamente dejaron de hablar, dieron un respingo y se volvieron. —Lo siento, pero ¿no iría bien un locativo? Durante un largo rato nadie dijo una palabra. —¿Locativo? —dijo Charles. —Solo hay que añadir zde a karchido —comenté—. Creo que es zde. Entonces no necesitáis preposición, excepto el epi si van a luchar. Implica «hacia Cartago», así que no tenéis que preocuparos de ninguno de los dos casos. Charles miró su hoja y luego a mí. —¿Locativo? —dijo—. Eso es bastante ambiguo. —¿Estás seguro de que existe para Cartago? —preguntó Camilla. Eso no se me había ocurrido. —Tal vez no —dije—. Sé que existe para Atenas. Charles alargó la mano, arrastró el diccionario hacia sí y empezó a hojearlo. —¡Oh, demonios, no te preocupes! —dijo Bunny con voz estridente—. Si no hay que declinarlo y no necesita preposición, a mí ya me va bien. —Se volvió en la silla y me miró—. Me gustaría chocar esos cinco, forastero. —Le tendí la mano; él la estrechó y la sacudió con firmeza, y al hacerlo estuvo a punto de volcar un tintero—. Encantado de conocerte, sí, sí —dijo, levantando la otra mano para apartarse el pelo de los ojos. Aquella súbita demostración de consideración me desconcertó; fue como si las figuras de mi cuadro predilecto, absortas en sus propias preocupaciones, hubieran levantado la vista más allá del lienzo y me hubieran dirigido la palabra. El día anterior, por ejemplo, Francis, envuelto en la elegancia del cachemir negro y el humo del cigarrillo, me había rozado al cruzarse conmigo en el pasillo. Por un momento, mientras su brazo tocó el mío, fue una criatura de carne y hueso, pero enseguida se convirtió de nuevo en una alucinación, una ilusión que andaba con paso majestuoso en dirección al vestíbulo y que me había hecho tan poco caso como, según dicen, los fantasmas hacen a los vivos en sus lúgubres rondas. Charles, que seguía manoseando el diccionario, se levantó y me dio la mano. —Me llamo Charles Macaulay. —Richard Papen. —Ah, eres tú —dijo de pronto Camilla. —¿Cómo? —Tú fuiste el que preguntó por las clases de griego, ¿no? —Esta es mi hermana —dijo Charles—, y este… Bun, ¿le has dicho ya tu nombre? —No, creo que no. Me ha hecho usted un hombre feliz, caballero. Teníamos diez frases más como esta y solo cinco minutos para hacerlas. Me llamo Edmund Corcoran —dijo Bunny estrechándome de nuevo la mano. —¿Cuánto tiempo has estudiado griego? —preguntó Camilla. —Dos años. —Eres bastante bueno. —Es una pena que no estés en nuestra clase —dijo Bunny. Un silencio tenso. —Bueno —dijo Charles, incómodo—, Julian es raro con estas cosas. —Ve a verle otra vez. ¿Por qué no lo haces? —dijo Bunny—. Llévale unas flores y dile que adoras a Platón. Comerá de tu mano. Otro silencio aún más desagradable que el primero. Camilla sonrió, no exactamente a mí, con una sonrisa dulce y desenfocada, totalmente impersonal, como si yo fuera un camarero o el dependiente de una tienda. A su lado, Charles, que seguía de pie, también sonrió y enarcó educadamente una ceja, un gesto que tal vez era nervioso, y que en realidad podía significar cualquier cosa, pero que yo interpreté como un ¿Eso es todo? Musité algo y me disponía a marcharme cuando Bunny, que miraba en otra dirección, alargó el brazo y me asió por la muñeca. —Espera —dijo. Levanté la vista, sobresaltado. Henry acababa de cruzar la puerta, con su traje negro, su paraguas y demás. Cuando llegó a la mesa fingió que no me veía. —Hola —les dijo—. ¿Habéis terminado? Bunny me señaló con la cabeza. —Mira, Henry, queremos presentarte a alguien —dijo. Henry me echó un vistazo. Su expresión no cambió. Cerró los ojos y luego volvió a abrirlos, como si encontrara extraordinario que alguien como yo pudiera interponerse en su campo de visión. —Sí, sí —dijo Bunny—. Se llama Richard… ¿Richard qué? —Papen. —Sí, sí, Papen. Estudia griego. Henry levantó la cabeza para mirarme. —No aquí, desde luego —dijo. —No —dije mirándolo, pero la expresión de sus ojos era tan descortés que aparté la vista. —Oh, Henry, mira esto, ¿quieres? —dijo Charles precipitadamente, revolviendo de nuevo los papeles—. Íbamos a poner un dativo o un acusativo aquí, pero él sugirió el locativo. Henry miró por encima del hombro de Charles y examinó la página. —Humm… un locativo arcaico —dijo—. Muy homérico. Desde luego, sería gramaticalmente correcto, pero, quizá un poco fuera de contexto. —Volvió la cabeza para escudriñarme. La luz incidía en un ángulo tal que se reflejaba en sus diminutas gafas y me impedía verle los ojos—. Muy interesante —dijo—. ¿Eres especialista en Homero? Podría haber dicho que sí, pero tenía la impresión de que se alegraría de pillarme en falta y de que sería capaz de hacerlo con facilidad. —Me gusta —dije débilmente. Me miró con frío desdén. —Yo adoro a Homero —repuso—. Naturalmente, estamos estudiando cosas bastante más modernas. Platón y los trágicos, cosas así. Yo intentaba encontrar alguna respuesta, cuando apartó la mirada, desinteresado. —Tendríamos que irnos —dijo. Charles amontonó sus papeles y se levantó; Camilla estaba junto a él y esta vez también me dio la mano. Uno al lado del otro, se parecían mucho, no tanto por la similitud de sus facciones como por su forma de comportarse: una correspondencia de gestos que reverberaba entre ellos, de manera que un parpadeo parecía provocar un movimiento espasmódico en el párpado del otro un instante después. Sus ojos, del mismo tono de gris, eran inteligentes y tranquilos. Ella era muy guapa, de una belleza perturbadora, casi medieval, que no percibiría un observador desatento. Bunny empujó su silla y me dio una palmada entre los omoplatos. —Bien, caballero —dijo—, tenemos que encontrarnos algún día y hablar del griego, ¿de acuerdo? —Adiós —dijo Henry con una inclinación de la cabeza. —Adiós —respondí. Se marcharon juntos, y yo me quedé donde estaba, mirando cómo se dirigían hacia la salida como una amplia falange, hombro con hombro. Poco después fui al despacho del doctor Roland a dejar las fotocopias y le pregunté si podía adelantarme parte de mi sueldo. Se reclinó contra el respaldo de la silla y me contempló con sus ojos vidriosos, bordeados de rojo. —Bueno, sabe usted —dijo—, desde hace diez años tengo por norma no hacerlo. Déjeme explicarle el motivo. —Lo sé, señor —dije apresuradamente. A veces los discursos del doctor Roland acerca de sus «normas» duraban media hora o más—. Lo comprendo, pero es que se trata de una emergencia. Se inclinó de nuevo hacia delante y se aclaró la garganta. —¿Y cuál es esa emergencia? —preguntó. Sus manos, cruzadas sobre la mesa, tenían venas abultadas y un tono azulado, color perla en los nudillos. Las observé. Necesitaba diez o veinte dólares, los necesitaba con urgencia, pero había ido sin preparar lo que tenía que decir. —No lo sé —dije—. Ha surgido algo. Frunció el ceño severamente. Se decía que el comportamiento senil del doctor Roland era una fachada; a mí me parecía completamente genuino, pero a veces, cuando se tenía la guardia baja, mostraba un inesperado destello de lucidez que, si bien con frecuencia no tenía nada que ver con el asunto en cuestión, era una prueba de que el pensamiento racional todavía coleaba en las fangosas profundidades de su conciencia. —Se trata de mi coche —dije, súbitamente inspirado. No tenía coche—. Tengo que llevarlo al taller. Yo no esperaba que preguntara más, sin embargo insistió: —¿Qué le pasa? —Me parece que es el carburador. —¿Es de doble transmisión? ¿Refrigerado por aire? —Refrigerado por aire —dije, apoyándome en el otro pie. No me gustaba el giro que tomaba la conversación. No sé una palabra sobre coches y paso apuros hasta para cambiar una rueda. —¿Qué tiene? ¿Uno de esos pequeños V-6? —Sí. —Todos los chicos parecen desear uno. No tenía idea de cómo responder a eso. Abrió el cajón del escritorio y empezó a sacar cosas, a llevárselas a los ojos y volverlas a guardar. —Cuando la transmisión se rompe, el coche está acabado, lo digo por experiencia. Sobre todo un V-6. Lo podría llevar directamente al desguace. Yo, en cambio, llevo un 98 Regency Brougham que ya tiene diez años. Solo tengo que hacerle las revisiones periódicas, un filtro nuevo cada quince mil millas y cambio de aceite cada tres mil. Va de maravilla. Tenga cuidado con estos talleres de la ciudad —dijo secamente. —¿Cómo? Por fin había encontrado el talonario. —Bueno, tendría que ir usted al tesorero, pero supongo que está bien así —dijo, mientras lo abría y empezaba a escribir laboriosamente—. Algunos de esos sitios de Hampden cobran el doble en cuanto averiguan que se es de la universidad. Redeemed Repair suele ser el mejor; son un hatajo de cristianos reformados, pero aun así le sacarán todo el dinero que puedan si no los vigila. Arrancó el cheque y me lo tendió. Le eché una ojeada y el corazón me dio un vuelco. Doscientos dólares. Y lo había firmado. —No deje que le cobren ni un centavo de más —dijo. —No, señor —dije, apenas capaz de disimular mi alegría. ¿Qué iba a hacer yo con ese montón de dinero? Hasta cabía la posibilidad de que el doctor Roland olvidara que me lo había dado. Se bajó las gafas y me miró por encima de la montura. —Redeemed Repair —dijo—. Está en la Highway 6. El rótulo tiene forma de cruz. —Gracias —dije. Bajé al vestíbulo con el espíritu reconfortado y doscientos dólares en el bolsillo. Lo primero que hice fue ir al teléfono del piso de abajo y llamar un taxi para que me llevara a Hampden. Si para algo soy bueno es para no pegar sello. Es una especie de don que tengo. ¿Y qué hice en Hampden? Francamente, estaba demasiado asombrado por mi buena fortuna como para hacer gran cosa. Hacía un día espléndido. Estaba harto de ser pobre, de manera que, sin pensármelo dos veces, fui a una tienda cara de ropa de hombre que había en la plaza y me compré un par de camisas. Luego fui a la tienda del Ejército de Salvación y rebusqué en las cajas un rato hasta que encontré un abrigo de tweed Harris y un par de zapatos marrones con puntera que me iban bien, y también unos gemelos y una vieja corbata muy curiosa con un estampado de hombres cazando ciervos. Al salir de la tienda comprobé, feliz, que todavía me quedaban casi cien dólares. ¿Me iba a la librería? ¿Al cine? ¿Compraba una botella de whisky escocés? Al final, agobiado por las muchas posibilidades entre las que elegir, murmurando y sonriendo en aquella acera otoñal —como un chico de pueblo acosado por un grupo de prostitutas—, me abrí paso entre ellas y me dirigí a la cabina telefónica de la esquina, desde donde llamé un taxi que me llevó a la universidad. Una vez en mi habitación extendí la ropa sobre la cama. Los gemelos eran labrados y llevaban unas iniciales, pero parecían de oro puro, centelleando de soporífero sol otoñal que entraba a raudales por la ventana y formaba estanques amarillentos sobre el suelo de roble; un sol voluptuoso, rico, embriagador. Al día siguiente, por la tarde, tuve una sensación de déjà-vu cuando Julian contestó a la puerta exactamente como la primera vez, abriéndola solo un poco y mirando a través de la rendija cautelosamente, como si en su despacho hubiera algo prodigioso que requiriera ser protegido, algo que él tenía mucho cuidado de que nadie viera. Era una sensación que en los meses siguientes llegaría a conocer bien. Aún ahora, años después y lejos de allí, sueño a veces que estoy ante aquella puerta blanca, esperando a que él salga, como el guarda de un cuento de hadas: sin edad, vigilante, astuto como un niño. Cuando vio que era yo, abrió la puerta un poco más que la primera vez. —El señor Pepin, ¿no? No me molesté en corregirle. —Me temo que sí. Me miró un momento. —Tiene usted un nombre estupendo, ¿sabe? —dijo—. En Francia hubo reyes que se llamaban Pepin. —¿Está usted ocupado? —Nunca estoy demasiado ocupado para un heredero del trono de Francia, si es que lo es usted —dijo afablemente. —Me temo que no. Se rió y citó un breve epigrama griego que decía que la honradez es una virtud peligrosa, y, para mi sorpresa, abrió la puerta y me hizo pasar. La habitación era bonita (no tenía en absoluto aspecto de despacho) y mucho más grande de lo que parecía desde fuera: espaciosa y blanca, con un techo alto y la brisa que mecía las cortinas almidonadas. En una esquina, cerca de una estantería baja, había una mesa enorme y redonda cubierta de teteras y libros de griego. Había flores —rosas, claveles y anémonas— por todas partes: en su escritorio, en la mesa, en los alféizares. Las rosas eran especialmente fragantes; su aroma flotaba en el aire, mezclándose con el aroma de bergamota, té negro chino y el débil olor a alcanfor de la tinta. Respiré hondo y me sentí embriagado. Dondequiera que miraba había algo hermoso: alfombras orientales, porcelanas, pinturas diminutas como joyas, un resplandor multicolor que me golpeó como si hubiera entrado en una de esas pequeñas iglesias bizantinas que por fuera son tan simples y por dentro tienen unas bóvedas absolutamente paradisíacas, pintadas de oro y recubiertas de mosaicos. Se sentó en un sillón junto a la ventana y me hizo un gesto para que también yo me sentara. —Supongo que ha venido por lo de las clases de griego —dijo. —Sí. Sus ojos eran amables, francos, más grises que azules. —El trimestre ya está bastante avanzado —dijo. —Me gustaría volverlo a estudiar. Me parece una pena dejarlo después de dos años. Enarcó las cejas —penetrante, malicioso— y se miró las manos un momento. —Me han dicho que es usted de California. —Así es —dije, bastante sobresaltado. ¿Quién se lo había dicho? —No conozco a mucha gente del Oeste —dijo—. No sé si me gustaría ir allí. —Hizo una pausa; parecía preocupado—. ¿Y qué me cuenta de California? Le solté mi perorata. Naranjos, estrellas de cine fracasadas, cócteles junto a la piscina a la luz de los farolillos, cigarrillos, tedio. Escuchaba con la mirada fija en mí, aparentemente hechizado por mis fraudulentos recuerdos. Nunca mis esfuerzos habían encontrado tanta atención, tan honda solicitud. Parecía hasta tal punto embelesado, que estuve tentado de adornar mi relato más de lo que quizá habría sido prudente. —¡Qué emocionante! —dijo calurosamente cuando yo, medio eufórico, terminé por fin, agotado—. ¡Qué romántico! —Bueno, allí estamos todos bastante acostumbrados a esa clase de cosas, ¿sabe? —dije procurando no ponerme nervioso, sonrojado por mi éxito arrollador. —¿Y qué busca en el estudio de los clásicos una persona con un temperamento tan romántico? —Lo preguntó como si, ante la buena suerte de atrapar a un ave tan rara como yo, estuviera ansioso por arrancarme mi opinión mientras aún estaba cautivo en su despacho. —Si por romántico entiende usted solitario e introspectivo, creo que los románticos son con frecuencia los mejores clasicistas. Se rió. —Los grandes románticos son a menudo clasicistas fracasados. Pero esto no viene al caso. ¿Qué piensa de Hampden? ¿Se siente feliz aquí? Le proporcioné una exégesis, no tan breve como hubiera sido de desear, acerca de por qué en aquel momento encontraba la universidad satisfactoria para mis propósitos. —A los jóvenes suele aburrirles el campo —dijo Julian—. Lo cual no quiere decir que no les convenga. ¿Ha viajado mucho? Dígame lo que le atrajo de este lugar. Yo me inclinaría a pensar que un joven como usted se sentiría perdido fuera de la ciudad, pero tal vez está harto de la vida urbana, ¿no? Llevó la conversación con tanta habilidad y simpatía que me desarmó y me condujo diestramente de un tema a otro; y estoy seguro de que durante aquella charla, que me pareció que había durado tan solo unos minutos, pero que en realidad fue mucho más larga, se las arregló para sonsacarme todo lo que quería saber de mí. No sospeché que su absorto interés pudiera provenir de otra cosa que el precioso placer de mi compañía, y aunque me encontré a mí mismo hablando con entusiasmo de una desconcertante variedad de temas —algunos bastante personales y expresados con más franqueza de lo que era habitual en mí—, estaba convencido de que actuaba por propia voluntad. Me gustaría poder recordar más de lo que se dijo aquel día; de hecho, recuerdo muchas de las cosas que dije, la mayor parte demasiado fatuas para que me apetezca contarlas. El único punto en que difirió de mí (excepción hecha de un incrédulo enarcar las cejas provocado por mi mención a Picasso; cuando le conocí mejor me di cuenta de que debió de considerarlo casi como una afrenta personal) fue sobre psicología, un tema que, después de todo, ocupaba mis pensamientos desde que trabajaba con el doctor Roland. —Pero ¿de verdad cree usted —preguntó, preocupado— que la psicología puede ser considerada una ciencia? —Naturalmente, ¿qué es, si no? —Pero incluso Platón sabía que la clase, los condicionamientos, etcétera, producen un efecto inalterable en el individuo. A mí me parece que la psicología es solo otra palabra para aquello que los antiguos llamaban destino. —Psicología es una palabra terrible. Asintió enérgicamente. —Sí, es terrible, ¿verdad? —dijo con una expresión que parecía indicar que consideraba una falta de gusto por mi parte el mero hecho de pronunciarla—. Tal vez sea, en cierto modo, un concepto útil para hablar de determinada clase de mente. Los campesinos que viven cerca de mí son fascinantes, porque sus vidas están tan estrechamente ligadas al destino, porque están de verdad predestinados. Pero —se rió—, me temo que mis alumnos no me interesan demasiado porque siempre sé exactamente lo que van a hacer. Yo estaba encantado con aquella conversación, y a pesar de creer que era más bien moderna y digresiva (para mí, la marca de una mente moderna es que le gusta divagar), ahora me doy cuenta de que conducía una y otra vez, mediante circunloquios, a los mismos puntos. Porque si la mente moderna es caprichosa y divagante, la mente clásica es intolerante, segura, implacable. No es una clase de inteligencia que se suele encontrar en la actualidad. Pero aunque soy capaz de divagar, de hecho tengo un alma absolutamente obsesiva. Hablamos un rato más y luego se hizo un silencio. Al cabo de un momento Julian dijo cortésmente: —Si quiere, me alegrará tenerle por alumno, señor Papen. Yo, que miraba por la ventana y casi me había olvidado de dónde estaba, lo miré, boquiabierto, y no supe qué decir. —No obstante, antes de aceptar, hay unas cuantas condiciones con las que tiene usted que estar de acuerdo. —¿Qué? —dije, súbitamente alerta. —Irá mañana a secretaría a cursar una solicitud para cambiar de tutor. —Alargó la mano para coger una pluma de una copa que había en el escritorio; era increíble, estaba llena de plumas Mont Blanc, de Meisterstück; por lo menos había una docena. Escribió rápidamente una nota y me la tendió—. No la pierda, porque la administración no me asigna tutorías si yo no las solicito. La nota estaba escrita con una caligrafía masculina, más bien decimonónica, con eses griegas. La tinta todavía estaba húmeda. —Pero ya tengo un tutor —dije. —Mi política es no aceptar a ningún alumno si no soy también su tutor. Algunos miembros de la facultad de literatura desaprueban mis métodos didácticos y usted tendría problemas si alguien pudiera vetar mis decisiones. También debería coger algunos formularios de renuncia. Creo que tendrá que dejar todas las clases a las que asiste actualmente, salvo la de francés, a la que le conviene ir. Parece usted deficiente en el área de lenguas modernas. Yo estaba atónito. —No puedo dejar todas las clases. —¿Por qué no? —El período de matriculación ya ha terminado. —Eso no tiene ninguna importancia —dijo Julian tranquilamente—. Las clases a las que quiero que asista las impartiré yo. Probablemente hará tres o cuatro asignaturas conmigo por trimestre hasta que acabe sus estudios aquí. Lo miré. No era de extrañar que solo tuviera cinco alumnos. —Pero ¿cómo puedo hacer eso? —dije. Se rió. —Me temo que no lleva mucho tiempo en Hampden. A la administración no le gusta mucho, pero no pueden hacer nada. De vez en cuando tratan de crear problemas con las exigencias de distribución, pero eso nunca ha causado ninguna dificultad real. Estudiamos arte, historia, filosofía, toda clase de temas. Si considero que usted es deficiente en determinada área, puede que decida darle alguna clase particular, quizá enviarlo a otro profesor. Como el francés no es mi lengua materna, creo conveniente que siga estudiando con el señor Laforgue. El próximo año le introduciré en el latín. Es una lengua difícil, pero sabiendo griego le resultará más fácil. Estoy seguro de que le encantará. Yo le escuchaba, un poco ofendido por su tono. Hacer lo que me pedía implicaba salir completamente del Hampden College para trasladarme a su pequeña academia de griego antiguo, con su reducido número de estudiantes, seis contándome a mí. —¿Todas las clases serán con usted? —pregunté. —No exactamente todas —respondió muy serio, y luego, al ver mi expresión, se echó a reír—. Considero que tener una diversidad de profesores es perjudicial y confuso para una mente joven, de la misma manera que considero mejor conocer un solo libro a fondo que cien superficialmente. Sé que el mundo moderno tiende a no estar de acuerdo conmigo, pero, después de todo, Platón solo tuvo un maestro, y también Alejandro. Yo asentía lentamente mientras buscaba una forma diplomática de escabullirme, cuando mi mirada se cruzó con la suya y de pronto pensé: ¿Por qué no? Estaba algo apabullado por la fuerza de su personalidad, pero el radicalismo de su oferta no dejaba de ser atractivo. Sus alumnos —si es que el estar bajo su tutela los había marcado de algún modo— me impresionaban, y aunque eran distintos entre sí, compartían cierta frialdad, un encanto cruel y amanerado que no era moderno en absoluto, pero que tenía un extraño y frío aire de mundo antiguo: eran criaturas magníficas, con aquellos ojos, aquellas manos, aquella apariencia —sic oculos, sic ille manus, sic ora ferebat—. Los envidiaba y los encontraba atractivos. Además, aquella extraña cualidad, lejos de ser natural, tenía trazas de haber sido cultivada. (Lo mismo sucedía, como acabaría por saber, con Julian: aunque daba la impresión más bien contraria, de frescura y candor, no era espontaneidad, sino un arte superior lo que le hacía parecer natural). Afectados o no, yo quería ser como ellos. Era embriagador pensar que aquellas cualidades eran adquiridas y que, tal vez, aquel era el camino para aprenderlas. Había recorrido un largo camino, desde Plano y la gasolinera de mi padre. —Y si asisto a sus clases, ¿serán todas de griego? —le pregunté. Se rió. —Claro que no. Estudiaremos a Dante, Virgilio, toda clase de temas. Pero no le aconsejaría que saliera y comprara un ejemplar de Goodbye, Columbus —lectura obligatoria, como se sabía, de uno de los cursos de inglés de primero—, si me perdona la vulgaridad. Cuando le conté lo que pensaba hacer, Georges Laforgue se mostró preocupado. —Este asunto es muy serio —dijo—. Me imagino que se da cuenta de lo limitado que será su contacto con el resto de la facultad y con la universidad. —Es un buen profesor —dije. —Ningún profesor es tan bueno. Y si por casualidad tiene alguna discrepancia con él o es tratado injustamente de una forma u otra, nadie de la facultad podrá hacer nada por usted. Discúlpeme, pero no veo la finalidad de pagar treinta mil dólares de enseñanza para estudiar simplemente con un solo profesor. Pensé que esa cuestión competía al Fondo de Dotación de Hampden College, pero no dije una palabra. Se reclinó en el respaldo de la silla. —Perdóneme, pero pensé que el elitismo del señor Morrow le repugnaría —dijo—. Francamente, es la primera vez que oigo que acepta a un alumno que disfruta de una beca tan considerable. Hampden College es una institución democrática y, por tanto, no se basa en tales principios. —Bueno, no debe de ser tan elitista si me ha aceptado —dije. No captó mi sarcasmo. —Me inclino a especular que no está enterado de que usted recibe una ayuda —dijo, muy serio. —Bueno, si no lo sabe, no voy a ser yo quien se lo diga. Julian impartía las clases en su despacho. Éramos muy pocos y, por otra parte, ningún aula podía compararse a aquella habitación en términos de comodidad o privacidad. Sostenía la teoría de que los alumnos aprendían mejor en un ambiente agradable, no escolástico; y aquel lujoso invernáculo que tenía por despacho, con flores por doquier en pleno invierno, era una especie de microcosmos platónico de lo que en su opinión tenía que ser un aula. («¿Trabajo? —me dijo un día, sorprendido, cuando me referí a nuestras actividades con esta palabra—. ¿Realmente cree que lo que hacemos aquí es trabajar?». «¿Cómo podría llamarlo, si no?». «Yo lo llamaría el más glorioso de los juegos»). Cuando me encaminaba hacia allí mi primer día de clase, vi a Francis Abernathy cruzando el prado con paso majestuoso, como un pájaro negro, con su abrigo ondeando al viento, oscuro cual cuervo. Iba ensimismado, fumando un cigarrillo, pero la idea de que pudiera verme me produjo una inexplicable ansiedad. Me escondí en un portal y esperé a que pasara. Al llegar al rellano de la escalera del ateneo, me sobresalté al verlo sentado en el alféizar de la ventana. Le eché una ojeada rápida y luego aparté la vista, y cuando me disponía a dirigirme al vestíbulo me dijo: —Espera. —Su voz era fría y bostoniana, casi británica. Me volví. —¿Tú eres el nuevo neanias? —preguntó con sorna. El nuevo hombre joven. Respondí que sí. —Cubitum eamus? —¿Cómo? —Nada. Cogió el cigarrillo con la mano izquierda y me ofreció la derecha. Era huesuda y de piel suave, como la de una adolescente. No se molestó en presentarse. Tras un breve e incómodo silencio, le dije mi nombre. Dio una última calada al cigarrillo y lo tiró por la ventana abierta. —Ya sé quién eres —dijo. Henry y Bunny estaban ya en el despacho; Henry leía un libro y Bunny, inclinado sobre la mesa, le hablaba en voz alta, muy serio. —… de mal gusto, eso es lo que es, tío. Me decepcionas. Creía que tenías un poco más de savoir faire, si no te importa que te lo diga… —Buenos días —dijo Francis entrando detrás de mí y cerrando la puerta. Henry levantó la vista y saludó con la cabeza, luego volvió a su libro. —¡Hola! —dijo Bunny, y luego—: ¡Ah, hola! —dirigiéndose a mí—. Adivina —le dijo a Francis—, Henry se ha comprado una pluma Montblanc. —¿De verdad? —preguntó Francis. Bunny meneó la cabeza en dirección a la copa de plumas brillantes y negras que había en el escritorio. —Le he dicho que vaya con cuidado o Julian pensará que se la ha robado. —Estaba conmigo cuando la compré —dijo Henry sin levantar la vista del libro. —Por cierto, ¿cuánto cuestan esas cosas? —preguntó Bunny. No hubo respuesta. —Venga, ¿cuánto? ¿Trescientos dólares? —Se apoyó con todo su notable peso en la mesa—. Recuerdo que solías decir lo feas que eran. Solías decir que nunca en tu vida escribirías con algo que no fuera una pluma normal y corriente, ¿no es cierto? Silencio. —Déjame verla otra vez, ¿quieres? —le pidió Bunny. Henry dejó el libro, buscó en el bolsillo de su camisa y sacó la pluma, dejándola sobre la mesa. —Aquí la tienes. Bunny la cogió y empezó a hacerla girar con los dedos. —Es como aquellos lápices gruesos que usaba cuando iba a la escuela primaria —dijo—. ¿Te convenció Julian de que la compraras? —Quería una pluma estilográfica. —Esa no es la razón por la que te compraste esta. —Estoy harto de hablar del tema. —Yo creo que es de mal gusto. —Tú —dijo Henry, cortante— no eres el más adecuado para hablar de gusto. Se hizo un largo silencio, durante el cual Bunny permaneció reclinado en el respaldo de la silla. —Vamos a ver, ¿qué clase de plumas utilizamos todos aquí? —dijo con tono familiar—. François, tú eres un hombre de plumilla y tintero como yo, ¿no? —Más o menos. Me señaló con el dedo como si fuera el moderador de un debate televisivo. —¿Y tú? ¿Cómo te llamas? ¿Robert? ¿Qué clase de plumas te enseñaron a usar en California? —Bolígrafo —dije. Bunny asintió con la cabeza. —Un hombre honesto, caballeros. Gustos sencillos. Pone sus cartas sobre la mesa. Así me gusta. Se abrió la puerta y entraron los gemelos. —¿Por qué chillas, Bun? —le preguntó Charles, risueño, mientras cerraba la puerta de un puntapié—. Te hemos oído desde el vestíbulo. Bunny se lanzó a explicar la historia de la pluma Montblanc. Incómodo, me acerqué al rincón y empecé a examinar los libros de la estantería. —¿Cuánto tiempo has estudiado a los clásicos? —dijo una voz muy cerca. Era Henry, que se había girado en la silla para mirarme. —Dos años —contesté. —¿Qué has leído en griego? —El Nuevo Testamento. —Bueno, naturalmente has leído Koiné —dijo, irritado—. ¿Qué más? Homero, seguro. Y los poetas líricos. Estos, lo sabía, eran la especialidad de Henry. Me daba miedo mentir. —Un poco. —¿Y Platón? —Sí. —¿Todo Platón? —Algo. —Pero todo traducido, ¿no? Vacilé demasiado rato. Me miró, incrédulo. —¿No? Hundí las manos en los bolsillos de mi abrigo nuevo. —La mayor parte —dije, lo que estaba lejos de ser cierto. —¿La mayor parte de qué? ¿Te refieres a los diálogos? ¿Y qué me dices de cosas más tardías? ¿Plotino? —Sí —mentí. Nunca he leído, hasta ahora, una palabra de Plotino. —¿Qué? Por desgracia, mi mente se quedó en blanco y no se me ocurrió absolutamente nada que tuviera la seguridad de que fuese de Plotino. ¿Las Églogas? No, maldita sea, eso era de Virgilio. —En realidad, Plotino no me interesa demasiado —dije. —¿No? ¿Por qué? Era como un policía en un interrogatorio. Pensé con tristeza en mi antigua clase, la que había dejado por esta: introducción al drama, con el alegre señor Lanin, que hacía que nos tumbáramos en el suelo y realizásemos ejercicios de relajación mientras él paseaba a nuestro alrededor y decía cosas como: «Ahora imaginaos que vuestro cuerpo se llena de un fluido frío y naranja». No había respondido a la pregunta sobre Plotino con la suficiente celeridad para gusto de Henry. Dijo algo en latín rápidamente. —¿Cómo dices? Me miró con frialdad. —Déjalo —contestó, y se encorvó de nuevo sobre su libro. Para ocultar mi consternación, me volví hacia la estantería. —¿Ya estás contento? —le oí decir a Bunny—. Seguro que le has dado un buen repaso, ¿eh? Para mi alivio, Charles vino a saludarme. Era simpático y muy tranquilo, pero apenas acabábamos de intercambiar un saludo, cuando se abrió la puerta y se hizo un silencio. Julian entró en la habitación y cerró la puerta con cuidado. —Buenos días —dijo—. ¿Ya conocéis al nuevo alumno? —Sí —dijo Francis con un tono que me pareció aburrido, mientras le ofrecía una silla a Camilla y se sentaba en la suya. —Estupendo. Charles, ¿podrías poner el agua a hervir para el té? Charles fue a una pequeña antecámara, no mayor que un armario, y oí correr el agua. (Nunca supe exactamente qué había en aquella antecámara, ni cómo Julian, de vez en cuando, se las arreglaba para sacar de allí, como por arte de magia, comidas de cuatro platos). Luego salió cerrando la puerta tras él, y se sentó. —Bien —dijo Julian mirando en torno de la mesa—. Espero que estemos todos preparados para dejar el mundo fenomenológico y entrar en el sublime. Era un orador maravilloso, un orador mágico, y me gustaría ser capaz de dar una idea más exacta de lo que dijo, pero a un intelecto mediocre le es imposible reproducir el discurso de un intelecto superior, sobre todo después de tantos años, sin que se pierda una buena parte en la transcripción. Aquel día la discusión versó acerca de la pérdida de sí mismo, las cuatro locuras divinas de Platón, la locura de todas clases. Empezó hablando de lo que él llamaba la carga del yo, y de por qué la gente quiere ante todo perder el yo. —¿Por qué nos atormenta tanto esa vocecita obstinada en el interior de nuestras cabezas? —dijo, mirando en torno de la mesa—. ¿Será porque nos recuerda que estamos vivos, nuestra mortalidad, nuestra alma individual, a la que, después de todo, nos asusta rendirnos y sin embargo hace que nos sintamos más desgraciados que ninguna otra cosa? Pero ¿no es el dolor lo que a menudo nos hace conscientes de nosotros mismos? Es terrible aprender de niño que uno es algo separado del resto del mundo, que nada ni nadie sufre con nosotros cuando nos escaldamos la lengua o nos hacemos un rasguño en una rodilla, que nuestros males y dolores son solo nuestros. Aún más terrible, a medida que crecemos, es aprender que nadie, por muy querido que sea, podrá nunca comprendernos de verdad. Nuestro propio yo nos hace profundamente infelices, y esa es la razón por la cual estamos tan ansiosos de perderlo, ¿no lo creéis así? ¿Recordáis las Erinias? —Las Furias —dijo Bunny, con los ojos brillantes y extraviados detrás del flequillo. —Exacto. ¿Y cómo enloquecían a la gente? Subían el volumen del monólogo interior, magnificaban hasta el límite las características que ya existían en alguien y hacían que la persona fuera tan sí misma que no podía soportarlo. »¿Y cómo podemos perder este yo enloquecedor, perderlo por completo? ¿Con el amor? Sí, pero el viejo Céfalo oyó a Sófocles decir un día que hasta el último de nosotros sabe que el amor es un maestro cruel y terrible. La persona pierde su yo en favor del otro, pero al hacerlo se esclaviza y se convierte en un desdichado. ¿Con la guerra? Se puede perder el yo en la alegría de la batalla, luchando por una causa gloriosa, pero hoy en día no hay muchas causas gloriosas. —Se rió—. Aunque después de haber leído a Jenofonte y a Tucídides me atrevería a decir que no hay demasiados jóvenes tan versados en tácticas militares como vosotros. Estoy seguro de que, si quisierais, seríais capaces de marchar sobre Hampden y tomarla vosotros solos. Henry se rió: —Podríamos hacerlo esta tarde, con seis hombres. —¿Cómo? —preguntaron todos al unísono. —Uno corta la línea telefónica y la eléctrica, otro se sitúa en el puente de Battenkill, otro en la carretera principal que va al norte. Los demás podríamos avanzar desde el sur y el oeste. No somos muchos, pero si nos repartiésemos, podríamos cerrar todos los demás accesos… —levantó la mano con los dedos muy separados— y avanzar hasta el centro desde todos los puntos. —Los dedos se cerraron en puño—. Desde luego, contaríamos con la ventaja de la sorpresa —agregó, y la frialdad de su voz me produjo escalofríos. Julian se rió. —¿Y cuántos años hace que los dioses han dejado de intervenir en las guerras de los hombres? Espero que Apolo y Atenea Niké bajen a luchar a nuestro lado, «invitados o no», como dijo el oráculo de Delfos a los espartanos. Imaginad qué héroes seríais. —Semidioses —dijo Francis riendo—. Podríamos sentarnos en tronos en la plaza del pueblo. —Y los comerciantes del lugar os pagarían su tributo. —Oro. Pavos reales y marfil. —Queso Cheddar y galletas corrientes sería más probable —dijo Bunny. —El derramamiento de sangre es algo terrible —dijo Julian, impaciente (el comentario acerca de las galletas le había molestado)—, pero las partes más sanguinarias de Homero y Esquilo son a menudo las más magníficas, por ejemplo ese discurso glorioso de Clitemnestra en Agamenón que a mí me gusta tanto. Camilla, tú eras nuestra Clitemnestra cuando hicimos la Orestíada, ¿te acuerdas de algún fragmento? La luz que entraba por la ventana le daba directamente en la cara. Bajo una luz tan intensa mucha gente parece demacrada, pero sus facciones, claras y delicadas, estaban iluminadas de tal manera que era asombroso mirarla: sus ojos, pálidos y radiantes, de negras pestañas, la luz trémula y dorada en su sien que se mezclaba gradualmente con su cabello lustroso, cálido como la miel. —Me acuerdo un poco —dijo. Con la mirada perdida en algún lugar de la pared por encima de mi cabeza, empezó a recitar los versos. Yo tenía la vista clavada en ella. ¿Tenía novio? ¿Francis, tal vez? Eran muy amigos, pero Francis no daba la impresión de interesarse demasiado por las chicas. No es que yo tuviera muchas posibilidades, frente a todos aquellos chicos inteligentes y ricos, vestidos con traje oscuro; yo, con mis manos toscas y mis modales pueblerinos. Su voz, en griego, sonaba áspera, grave y encantadora. Y así, murió, y su espíritu vomitó; exhaló, entonces, un chorro de sangre impetuoso, y me salpicó con gotas oscuras de sangriento rocío; y yo me alegré no menos que las mieses ante el agua de Zeus cuando está grávida la espiga. Cuando terminó se hizo un breve silencio; para mi sorpresa, Henry le guiñó solemnemente desde el otro lado de la mesa. Julian sonrió. —Qué hermoso pasaje —dijo—. Nunca me cansaría de escucharlo. Pero ¿cómo es posible que algo tan horrible, una reina que apuñala a su esposo en la bañera, nos parezca tan bello? —Es el metro —comentó Francis—. El trímetro yámbico. Esas partes realmente terribles del Infierno, por ejemplo, Pier de Medicina con la nariz cortada hablando por una raja sanguinolenta en la tráquea… —Se me ocurren cosas peores —dijo Camilla. —Y a mí. Pero ese pasaje es bello y es a causa de la terza rima. Su música. El trímetro tañe como una campana en el parlamento de Clitemnestra. —Pero el trímetro yámbico es bastante común en la lírica griega, ¿no? —dijo Julian—. ¿Por qué resulta este pasaje en particular tan impresionante? ¿Por qué no nos atrae uno más tranquilo y agradable? —Aristóteles dice en la Poética —apuntó Henry— que cosas tales como los cadáveres, desagradables de ver en sí mismos, pueden volverse deliciosos de contemplar en una obra de arte. —Y yo creo que Aristóteles está en lo cierto. Después de todo, ¿cuáles son las escenas de la poesía que quedan grabadas en nuestra memoria, las que más nos gustan? Precisamente estas. El asesinato de Agamenón y la cólera de Aquiles. Dido en la pira funeraria. Las dagas de los traidores y la sangre de César… ¿Os acordáis de cómo Suetonio describe que se llevan su cuerpo en una litera y un brazo le cuelga fuera? —La muerte es la madre de la belleza —dijo Henry. —¿Y qué es la belleza? —El terror. —Bien dicho —coincidió Julian—. La belleza raramente es suave o consoladora. Más bien al contrario. La genuina belleza siempre es bastante sobrecogedora. Miré a Camilla. Su cara resplandecía a la luz del sol, y pensé en aquel verso de la Ilíada que me gusta tanto, acerca de Palas Atenea y sus terribles ojos centelleantes. —Y si la belleza es terror —dijo Julian—, entonces, ¿qué es el deseo? Creemos tener muchos deseos, pero de hecho solo tenemos uno. ¿Cuál es? —Vivir —dijo Camilla. —Vivir eternamente —añadió Bunny con la barbilla apoyada en la palma de la mano. La tetera empezó a silbar. Cuando las tazas estuvieron en la mesa y Henry, sombrío como un mandarín, hubo servido el té, empezamos a hablar de la locura inducida por los dioses: poética, profética y, finalmente, dionisíaca. —Que es, con mucho, la más misteriosa —dijo Julian—. Estamos acostumbrados a pensar que los éxtasis religiosos solo se dan en las sociedades primitivas, pero se producen frecuentemente en los pueblos más cultivados. La verdad es que los griegos no eran muy diferentes de nosotros. Eran un pueblo muy convencional, extraordinariamente civilizado y bastante reprimido. Y, sin embargo, con frecuencia se entregaban en masse al más salvaje de los entusiasmos (danzas, delirios, matanzas, visiones), lo que a nosotros, imagino, nos parecería una locura clínica, irreversible. Pero los griegos (en cualquier caso algunos) podían entrar y salir de ese arrebato cuando querían. No podemos descartar estos relatos como si fueran mitos. Están bastante bien documentados, a pesar de que a los comentaristas antiguos les desconcertaban tanto como a nosotros. Algunos dicen que todo era resultado de la oración y el ayuno; según otros, lo ocasionaba la bebida. Sin duda la naturaleza colectiva de la historia también tiene que ver con ello. Y aun así, es difícil explicar el radicalismo de este fenómeno. Al parecer, los participantes en la fiesta eran arrojados a un estado no racional, preintelectual, en que la racionalidad era reemplazada por algo totalmente diferente, y por diferente entiendo, según todos los indicios, no mortal. Inhumano. Pensé en Las bacantes, una obra cuya violencia y crueldad hacían que me sintiera incómodo, así como el sadismo de su dios sanguinario. Comparada con otras tragedias dominadas por principios de justicia reconocibles, por muy crueles que fueran, esta representaba el triunfo de la barbarie —oscura, caótica e inexplicable— sobre la razón. —No nos gusta admitirlo —prosiguió Julian—, pero la idea de perder el control es la que más fascina a la gente controlada, como nosotros. Todos los pueblos verdaderamente civilizados (los antiguos no menos que nosotros) se han civilizado a sí mismos mediante una represión deliberada de su antiguo yo, su yo animal. ¿Somos nosotros, los que estamos en esta habitación, realmente muy distintos de los griegos o de los romanos, obsesionados por el deber, la piedad, la lealtad, el sacrificio? ¿Todas esas cosas que para el gusto moderno son tan frías? Miré las seis caras alrededor de la mesa. Para el gusto moderno eran algo frías. Imagino que cualquier otro profesor no hubiera tardado ni cinco minutos en llamar al asesor psicológico si hubiera oído lo que Henry había dicho acerca de armar a la clase de griego y marchar sobre Hampden. —Y es una tentación para cualquier persona inteligente, especialmente para perfeccionistas como los antiguos o nosotros, intentar matar nuestro yo primitivo, emotivo, ansioso. Pero es un error. —¿Por qué? —preguntó Francis, inclinándose ligeramente hacia delante. Julian enarcó una ceja; alzó la cabeza, con su larga y sabia nariz hacia arriba, como el etrusco de un bajorrelieve. —Porque es peligroso ignorar la existencia de lo irracional. Cuanto más cultivada es una persona, cuanto más inteligente y más reprimida, más necesita algún medio de canalizar los impulsos primitivos que tanto se ha esforzado en suprimir. De otro modo, esas poderosas y antiguas fuerzas se concentrarán y fortalecerán hasta que sean lo bastante violentas para estallar, con más violencia a causa de la demora, a menudo lo suficientemente fuertes para destruir por completo la voluntad. Como advertencia de lo que sucede sin esa válvula de escape tenemos el ejemplo de los romanos. Los emperadores. Por ejemplo, pensad en Tiberio, el feo hijastro que intentaba vivir con arreglo a la autoridad de su padrastro Augusto. Pensad en la tremenda, imposible tensión que tuvo que soportar, obligado a seguir los pasos de un salvador, de un dios. El pueblo lo odiaba. Por mucho que lo intentara, nunca fue lo bastante bueno, nunca pudo librarse de su odioso yo, y al final las compuertas se rompieron. Se entregó a sus perversiones y murió, viejo y loco, perdido en los deliciosos jardines de Capri. Ni siquiera fue feliz allí, como se podía haber esperado, sino desdichado. Antes de morir, escribió una carta al Senado: «Ojalá todos los dioses y las diosas me visitaran trayendo una destrucción más completa que la que sufro cada día». Pensad en los que lo sucedieron. Calígula, Nerón. Hizo una pausa. —El genio romano, y tal vez su defecto —dijo—, era la obsesión por el orden. Se ve en su arquitectura, en su literatura, en sus leyes. Esa feroz negación de la oscuridad, la sinrazón, el caos. —Se rió—. Es fácil comprender por qué los romanos, por lo general tan tolerantes con las religiones extranjeras, persiguieron sin piedad a los cristianos: qué absurdo pensar que un delincuente común había resucitado de entre los muertos, qué detestable que sus seguidores lo celebraran bebiendo su sangre. Lo ilógico de esta religión los aterrorizaba, e hicieron todo lo posible para aplastarla. De hecho, creo que si adoptaron medidas tan drásticas fue no solo porque los aterrorizaba, sino porque los atraía con intensidad. Los pragmáticos son a menudo extrañamente supersticiosos. A pesar de toda su lógica, ¿quién vivía en un terror más abyecto de lo sobrenatural que los romanos? »Los griegos eran diferentes. Sentían pasión por el orden y la simetría, como los romanos, pero sabían cuán insensato era negar el mundo oculto, los viejos dioses. Emoción, oscuridad, barbarie. —Miró un momento al techo, con una expresión casi turbada—. ¿Recordáis lo que decíamos antes, que las cosas sangrientas y terribles son a veces las más bellas? —continuó—. Es una idea muy griega y muy profunda. La belleza es terror. Temblamos ante todo lo que llamamos bello. ¿Y hay algo más terrorífico y bello, para almas como las griegas o las nuestras, que perder por completo el control? ¿Librarnos de las cadenas del ser por un instante, suprimir el accidente de nuestro yo mortal? Eurípides habla de las Ménades: la cabeza echada hacia atrás, la garganta hacia las estrellas, “más parecían ciervos que seres humanos”. ¡Ser absolutamente libre! Desde luego, es posible rechazar estas pasiones destructivas con medios más vulgares y menos eficaces. Pero ¡qué glorioso liberarlas en un único estallido! Cantar, gritar, danzar descalzo por los bosques en plena noche, con tan poca conciencia de la mortalidad como un animal. Son misterios poderosos. El bramido de los toros. Manantiales de miel borbotando de la tierra. Si tenemos un alma lo bastante fuerte, podemos arrancarnos el velo y contemplar cara a cara la desnuda y terrible belleza; dejar que el dios nos consuma, nos devore, nos quiebre los huesos. Y luego nos escupa renacidos. Estábamos todos inclinados hacia delante, inmóviles. Yo tenía la boca abierta y era consciente de cada bocanada de aire. —Y en esto, para mí, radica la terrible seducción del ritual dionisíaco. Es difícil de imaginar para nosotros, ese fuego de puro ser. Terminada la clase, bajé como un sonámbulo; la cabeza me daba vueltas, pero era aguda, dolorosamente consciente de que estaba vivo; era joven y hacía un día hermoso; el cielo era de un azul profundo, casi hiriente; el viento esparcía las hojas rojas y amarillas en un torbellino de confeti. La belleza es terror. Temblamos ante todo lo que llamamos bello. Aquella noche escribí en mi diario: «Ahora los árboles están esquizofrénicos y han empezado a perder el control, encolerizados por la conmoción de sus nuevos colores, llameantes. Alguien —¿era Van Gogh?— dijo que el naranja es el color de la demencia. La belleza es terror. Queremos que nos devore, ocultarnos en ese fuego que nos purifica». Entré en la oficina de correos (estudiantes aburridos, ninguna novedad) y, todavía absurdamente exaltado, garabateé una postal para mi madre (arces rojos, un riachuelo en la montaña). Una frase al dorso aconsejaba: «Planee un viaje a Vermont para ver la caída de las hojas entre el 25 de septiembre y el 15 de octubre, época en que está en su momento culminante». Cuando me disponía a echarla en la ranura del buzón que decía «fuera de la ciudad», vi a Bunny al otro lado de la sala, de espaldas a mí, examinando la hilera de casillas numeradas. Se detuvo ante la que aparentemente me pertenecía y se encorvó para introducir algo en ella. Luego se irguió de una manera subrepticia y salió presuroso, con las manos en los bolsillos y el cabello cayéndole desordenadamente. Esperé hasta que se hubo marchado y me dirigí a mi casilla. Dentro encontré un sobre color crema. Era de papel grueso, crujiente y muy convencional, pero la escritura, a lápiz, era apretada e infantil como la de un párvulo. La nota que había en su interior también estaba escrita a lápiz; la letra, diminuta y desigual, costaba de leer: Richard, colega ¿Qué te parecería si Almorzamos el Sábado hacia la una? Conozco un Magnífico lugar. Para unos cócteles. Yo invito. Ven, por favor. Un abrazo, BUN P.D. ponte Corbata. Estoy seguro de que ibas a llevarla de todos modos, pero se sacarán alguna horrorosa del bolsillo y te arán [sic] Ponerla si No la llevas. Examiné la nota, me la metí en el bolsillo y al salir casi choqué con el doctor Roland, que entraba por la puerta. Al principio no dio muestras de haberme reconocido. Pero justo cuando pensaba que me podría escapar, la agrietada maquinaria de su cara empezó a rechinar y una tarjeta de presentación descendió, dificultosamente, desde el polvoriento proscenio. —¡Hola, doctor Roland! —dije, abandonando toda esperanza. —¿Cómo va, chico? Se refería a mi imaginario coche. Chitty-chitty-Bang-bang. —Bien —dije. —¿Lo llevaste a Redeemed Repair? —Sí. —Problemas con el colector. —Sí —dije, y entonces me di cuenta de que le había contado que se trataba del carburador. Pero el doctor Roland había iniciado una conferencia informativa referente a los cuidados y funcionamiento de la junta del colector. —Y ese —concluyó— es uno de los problemas principales de los coches extranjeros. Se malgasta una enorme cantidad de aceite de esta manera. Esas latas de Penn State van muy bien, pero no se encuentran fácilmente. Me lanzó una mirada significativa. —¿Quién te vendió la junta? —preguntó. —No me acuerdo —dije, muerto de aburrimiento y deslizándome imperceptiblemente hacia la puerta. —¿Fue Bud? —Creo que sí. —O Bill. Bill Hundy es bueno. —Creo que fue Bud —dije. —¿Qué opinas de ese viejo arrendajo azul? No estaba seguro de si se refería a Bud o a un arrendajo azul de verdad, o si nos estábamos introduciendo en el terreno de la demencia senil. A veces resultaba difícil creer que el doctor Roland fuera profesor titular del departamento de ciencias sociales de aquella distinguida escuela universitaria. Parecía más bien uno de esos vejetes parlanchines que se sientan a tu lado en el autobús y empiezan a mostrarte pedacitos de papel que guardan doblados en la cartera. Estaba repitiendo parte de la información que me había proporcionado antes acerca de la junta del colector y yo esperaba la ocasión oportuna para recordar, de pronto, que llegaba tarde a una cita, cuando el amigo del doctor Roland, el doctor Blind, subió trabajosamente la escalera, radiante, apoyándose en su bastón. El doctor Blind (pronunciado «Blend») tenía unos noventa años y desde hacía cincuenta daba un curso llamado «Subespacios Invariables», célebre tanto por su monotonía y casi absoluta ininteligibilidad como por el hecho de que el examen final, hasta donde todo el mundo podía recordar, consistía siempre en el mismo cuestionario de sí o no. El cuestionario tenía tres páginas, pero la respuesta era siempre «sí». Eso era lo único que había que saber para aprobar «subespacios invariables». Era, si cabe, un charlatán todavía mayor que el doctor Roland. Juntos, parecían una de esas alianzas de los superhéroes de cómic invencibles, una inconquistable confederación de aburrimiento y confusión. Mascullé una excusa y me escabullí, abandonándolos a sus propios y formidables recursos. DONNA TARTT Un juego de niños Traducción de: Gemma Rovira 1 La muerte del gato Doce años después de la muerte de Robin, nadie sabía nada más sobre cómo había acabado el niño colgado de un árbol en su propio jardín de lo que supieron el día que ocurrió. En el pueblo se seguía hablando de aquella muerte. Generalmente se referían a ella como «el accidente», pese a que los hechos (como se comentaba en los salones de bridge, en la barbería, en las tiendas de cebos, en la sala de espera de las consultas de los médicos y en el comedor del club de campo) indicaban otra cosa. Desde luego era difícil imaginar que un niño de nueve años hubiera podido ahorcarse por infortunio o mala suerte. Todo el mundo conocía los detalles de lo ocurrido, que daban pie a numerosas conjeturas y debates. Robin se había colgado con un tipo de cable de fibra poco habitual que a veces utilizaban los electricistas, y nadie sabía de dónde había salido ni cómo Robin había podido hacerse con él. Era un cable grueso y difícil de manipular, y el investigador de Memphis le había dicho al sheriff del pueblo, que ahora estaba retirado, que en su opinión un niño de la edad de Robin no podía haber hecho solo aquellos nudos. El cable estaba atado al árbol de cualquier manera, pero nadie sabía si eso indicaba inexperiencia o prisa por parte del asesino. Y las marcas que presentaba el cadáver (eso dijo el pediatra de Robin, que había hablado con el médico forense del estado, quien a su vez había examinado el informe del juez instructor del condado) apuntaban a que Robin no había muerto a causa de una fractura de cuello, sino por estrangulamiento. Había quien creía que se había estrangulado con la cuerda; otros, en cambio, opinaban que lo habían estrangulado en el suelo y después lo habían colgado del árbol. Para la gente del pueblo —y para la familia de Robin— no había duda de que este había sido víctima de un acto criminal, pero nadie sabía exactamente qué tipo de acto criminal ni quién lo había cometido. En sendas ocasiones, desde los años veinte, dos mujeres de familia acaudalada habían perecido a manos de sus maridos celosos, pero esos eran escándalos del pasado y las partes implicadas hacía mucho tiempo que habían fallecido. De vez en cuando aparecía un negro muerto en Alexandria, pero (como se apresuraban a señalar la mayoría de los blancos) esos asesinatos generalmente los perpetraban otros negros, casi siempre por asuntos de negros. La muerte de un niño era diferente (asustaba a todos, ricos y pobres, blancos y negros), y a nadie se le ocurría quién podía haber hecho una cosa así ni por qué. En el barrio se hablaba de un merodeador misterioso, y años después de la muerte de Robin la gente seguía asegurando haberlo visto. Era, a decir de todos, un auténtico gigante, pero por lo demás las descripciones no coincidían. A veces era negro, a veces blanco; a veces tenía impresionantes marcas distintivas, como un dedo cortado, un pie deforme, una cicatriz en la mejilla. Decían que era un asesino a sueldo que había estrangulado al hijo de un senador de Texas y luego se lo había echado a los cerdos; un antiguo payaso de rodeo que engatusaba a los niños con los fabulosos trucos que sabía hacer con el lazo y después los asesinaba; un psicópata retrasado mental buscado en once estados, huido del manicomio de Whitfield. Sin embargo, pese a que los padres de Alexandria prevenían a sus hijos sobre aquel personaje, y pese a que todos los años en Halloween alguien afirmaba haber visto su colosal figura cojear por los alrededores de George Street, el merodeador seguía siendo un misterio. Tras la muerte del hijo de los Cleve habían detenido e interrogado a todos los vagabundos, vendedores ambulantes y mirones en un radio de cien millas, pero las investigaciones no habían dado ningún resultado. A nadie le gustaba pensar que había un asesino en libertad, y el miedo persistía. Lo que la gente temía, concretamente, era que todavía siguiera paseándose por el barrio y que observara cómo jugaban los niños desde un coche discretamente aparcado. Los que hablaban de esas cosas eran los vecinos del pueblo. La familia de Robin nunca mencionaba el tema, jamás. La familia de Robin hablaba de Robin. Contaban anécdotas de cuando era un bebé, de cuando iba al parvulario y de la liga de béisbol infantil; toda clase de cosas intrascendentes, divertidas y graciosas que recordaban haber oído decir o haber visto hacer a Robin. Sus tías recordaban infinidad de nimiedades: juguetes que había tenido, ropa que había llevado, maestras que le habían gustado o que había detestado, juegos a los que había jugado, sueños que había contado, cosas que no le habían gustado, cosas que había deseado, cosas que había adorado. Generalmente acertaban, pero algunas veces no; en realidad nadie tenía forma de saber gran parte de todo aquello pero, cuando los Cleve decidían ponerse de acuerdo sobre algo, aquello se convertía, automática e irrevocablemente, en la verdad, sin que nadie fuera consciente de la alquimia colectiva que la había producido. Las misteriosas y confusas circunstancias de la muerte de Robin no se sometían a esa alquimia. Por muy fuerte que fuera el instinto revisionista de los Cleve, a aquellos fragmentos no se les podía imponer ningún argumento, ni se les podía atribuir ninguna lógica; era una historia que ni siquiera en retrospectiva arrojaba ninguna lección, ninguna moraleja. Lo único que tenían era al propio Robin, o lo que recordaban de él, y la exquisita descripción de su personaje (concienzudamente adornada a lo largo de los años) era su obra maestra. Como había sido un chiquillo encantador y travieso, y como sus caprichos y sus peculiaridades eran precisamente por lo que todos lo querían tanto, en sus reconstrucciones la impulsividad y la rapidez de Robin quedaban a veces retratadas con una claridad aplastante, y de pronto casi les parecía verlo bajar a toda velocidad por la calle en su bicicleta, con el cuerpo inclinado, el cabello hacia atrás, pedaleando con fuerza de modo que la bicicleta oscilaba ligeramente; un niño inestable, caprichoso, incansable. No obstante, esa claridad era engañosa, confería una falsa verosimilitud a lo que en gran medida era un todo fabuloso, pues en otros momentos la historia estaba tan gastada que se volvía casi transparente, radiante pero extrañamente monótona, como ocurre a veces con la vida de los santos. «¡Cómo le habría gustado esto a Robin!», solían decir las tías con cariño. «¡Cómo se habría reído Robin!». La verdad era que Robin había sido un niño atolondrado e inconstante (tan pronto estaba serio como reía a carcajadas), y lo imprevisible de sus reacciones en vida constituía una parte importante de su encanto. Aun así sus hermanas pequeñas, que no habían tenido ocasión de conocerlo, crecieron convencidas de cuál era el color favorito de su difunto hermano (el rojo), su libro favorito (El viento en los sauces) y su personaje favorito del libro (el señor Sapo), su helado favorito (el de chocolate), su equipo de béisbol favorito (los Cardinals) y un millar de cosas más que ellas (que eran niñas y, por tanto, una semana preferían el helado de chocolate y la siguiente el de melocotón) ni siquiera sabían sobre sí mismas. De ahí que su relación con su difunto hermano fuera de una índole sumamente íntima; el fuerte, intenso, inmutable temperamento de Robin brillaba, inalterado, frente a la vaguedad y la vacilación de su propio carácter y del de todas las personas que conocían, y crecieron creyendo que eso se debía a la intrínseca y extraña naturaleza angelical de Robin, al hecho de que estuviera muerto. Las hermanas de Robin habían crecido y no se parecían en nada a él, ni tampoco la una a la otra. Allison tenía dieciséis años. Era poquita cosa, delicada; le salían moretones con facilidad, se quemaba enseguida con el sol y lloraba por casi todo. Inesperadamente, resultó ser ella la guapa: largas piernas, cabello castaño rojizo, brillantes ojos castaños. Todo su encanto radicaba en su vaguedad. Hablaba en voz baja, sus gestos eran lánguidos, y sus facciones, finas; para su abuela Edie, que valoraba el brío y el color, suponía cierta decepción. La juventud de Allison era delicada e ingenua, como la hierba que florecía en junio; consistía únicamente en una frescura juvenil que (nadie lo sabía mejor que Edie) era lo primero en perderse. Soñaba despierta, suspiraba mucho, era torpe al andar (arrastraba los pies, con los dedos torcidos hacia dentro) y también al hablar. Sin embargo era guapa, pese a su carácter apocado y su palidez, y los chicos de su clase habían empezado a llamarla por teléfono. Edie la había observado (la mirada baja, el rostro ruborizado) con el auricular sujeto entre el hombro y la oreja, llevando la punta de su zapato de cordones hacia delante y hacia atrás, y balbuceando de vergüenza. Era una lástima, renegaba Edie en voz alta, que una niña tan encantadora (un «encantadora» que, en su boca, significaba también «débil» y «anémica») no supiera dominarse. Allison debería evitar que el cabello le tapara los ojos. Allison debería echar los hombros hacia atrás, caminar erguida, con seguridad, en lugar de ir encorvada. Allison debería sonreír, hablar más fuerte, interesarse por algo, hacer preguntas a los demás si no se le ocurría nada interesante que decir. Edie solía pronunciar esos consejos, aunque bienintencionados, en público y con tanta impaciencia que Allison salía de la habitación hecha un mar de lágrimas. «Mira, no me importa —decía Edie rompiendo el silencio que sucedía a aquellas escenas—. Alguien tiene que enseñarle cómo comportarse. Si yo no estuviera todo el día encima de ella, esa chica no habría pasado de décimo, os lo aseguro». Era verdad. Aunque Allison nunca había repetido curso, había estado a punto varias veces, sobre todo en la escuela primaria. «Está siempre en la luna», señalaba el apartado de conducta de sus boletines de notas. «Es desordenada. Lenta. No se esfuerza». «Bueno, tendremos que apretar un poco», proponía Charlotte vagamente cada vez que Allison llegaba a casa con otra lista de aprobados justos y suspensos. Así como ni a Allison ni a su madre parecían importarles demasiado sus malas calificaciones, a Edie sí le importaban, y mucho. Se presentaba en la escuela y exigía entrevistarse con los profesores de su nieta; torturaba a Allison con listas y tarjetas de lectura y problemas que se resolvían con largas divisiones; corregía las redacciones y los trabajos de ciencias de Allison con bolígrafo rojo incluso ahora que la niña iba al instituto. Cuando alguien le recordaba que Robin tampoco había sido un estudiante ejemplar, Edie replicaba con aspereza: «Pero era voluntarioso. Él se habría puesto a trabajar enseguida». Eso era lo máximo que se acercaba al reconocimiento del verdadero problema, pues, como sabían todos los Cleve, si Allison hubiera sido igual de vital que su hermano, Edie le habría perdonado todos los aprobados justos y los suspensos. A Edie la muerte de Robin, y los años posteriores, le había agriado un tanto el carácter; en cambio Charlotte se había sumido en una indiferencia que apagaba y decoloraba todos los aspectos de su vida, y si intentaba sobreponerse por el bien de Allison, lo hacía sin mucho entusiasmo y con escasos resultados. En eso había acabado pareciéndose a su marido, Dixon, quien pese a ser el sostén económico de la familia nunca había manifestado mucho interés ni preocupación por sus hijas. Su despreocupación no era nada personal; Dixon tenía sus propias opiniones, y la mala opinión que tenía de las niñas en general la expresaba sin reparos y con un jovial desparpajo. (Ninguna hija suya, le gustaba repetir, heredaría jamás ni un centavo). Dix nunca había pasado mucho tiempo en casa y ahora apenas la pisaba. Procedía de lo que Edie consideraba una familia de advenedizos (su padre era propietario de una empresa de suministros de fontanería), y cuando se casó con Charlotte (deslumbrado por su familia y su apellido) creyó que ella tenía dinero. El matrimonio nunca había sido feliz (largas noches en el banco, largas noches jugando al póquer, la caza, la pesca, el fútbol y el golf, cualquier excusa para pasar un fin de semana fuera), pero tras la muerte de Robin su actitud empeoró. Quería terminar cuanto antes con el duelo; no soportaba el silencio que reinaba en las habitaciones, el ambiente de dejadez, de lasitud, de tristeza, y ponía el volumen del televisor al máximo y se paseaba por la casa sumido en la frustración, dando palmadas, subiendo persianas y diciendo cosas como: «¡Venga, despierta!», «¡Hay que levantarse!» o «¡Somos un equipo!». Y le sorprendía que nadie valorara sus esfuerzos. Al final, al ver que con sus comentarios no conseguía ahuyentar la tragedia de su hogar, dejó de interesarse por él y, después de pasar varias semanas en su coto de caza, un buen día aceptó un empleo muy bien pagado en un banco de otra ciudad. Dixon fingía que para él suponía un gran sacrificio y que lo asumía desinteresadamente. Sin embargo, cuantos lo conocían sabían que si se había ido a vivir a Tennessee no era por el bien de su familia. Dix quería vivir la vida, quería Cadillacs, timbas, partidos de fútbol, clubes nocturnos de Nueva Orleans, vacaciones en Florida; quería cócteles y risas, una esposa que estuviera siempre bien peinada y tuviera la casa impecable, y capaz de sacar una bandeja de entremeses en cualquier momento. Pero la familia de Dix no era ni animada ni extravagante. Su esposa y sus hijas eran reservadas, excéntricas y melancólicas. Peor aún, debido a lo que había pasado, la gente las veía —y veía también a Dix— marcadas por la desgracia. Los amigos los evitaban. Las parejas ya no los invitaban a ningún sitio; sus conocidos dejaron de llamar. Era inevitable. A nadie le gustaba que le recordaran la muerte ni la desgracia. Y por todo eso Dix decidió cambiar su familia por un despacho con las paredes revestidas de madera y una vida social activa en Nashville sin sentir el más leve remordimiento. Allison ponía muy nerviosa a su abuela, pero sus tías la adoraban y consideraban agradables y hasta poéticos muchos de los rasgos que Edie encontraba tan decepcionantes. En su opinión, Allison no solo era la guapa de la familia, sino también la buena: paciente, resignada, dulce con los animales, los ancianos y los niños; virtudes que, en opinión de las tías, eclipsaban con mucho las buenas notas o la facilidad de palabra. Las tías, por lealtad, siempre defendían a Allison. «Después de todo por lo que ha tenido que pasar la niña», dijo en una ocasión Tat a Edie con fiereza. Eso bastó para hacer callar a Edie, al menos por un tiempo. Porque nadie podía olvidar que Allison y la pequeña eran las únicas que estaban en el jardín aquel terrible día y, aunque entonces Allison solo contaba cuatro años, no cabía duda de que había visto algo, algo a buen seguro tan espantoso que la había trastornado ligeramente. Inmediatamente después la familia y la policía la habían sometido a rigurosos interrogatorios. ¿Había alguien en el jardín, un adulto, un hombre? Pero Allison, que inexplicablemente había empezado a mojar la cama y a despertarse gritando en plena noche, presa de terrores nocturnos, no decía ni que sí ni que no. Se metía el pulgar en la boca, agarraba con fuerza su perro de peluche y se negaba a decir cómo se llamaba o cuántos años tenía. Nadie (ni siquiera Libby, la más dulce y paciente de sus ancianas tías) pudo sonsacarle ni una palabra. Allison no se acordaba de su hermano ni recordaba nada de su muerte. Cuando era pequeña, a veces se quedaba despierta en la cama, cuando todos los demás dormían y contemplaba la selva de sombras del techo de la habitación retrocediendo en su memoria cuanto podía, pero la búsqueda era inútil; no había nada que encontrar. Reconocía los elementos cotidianos de su infancia: porche delantero, estanque, gatito, parterres de flores; todo era perfecto, incandescente, inmutable. Sin embargo, si llevaba su mente lo bastante lejos siempre llegaba a un extraño punto en que el jardín estaba vacío, la casa llena de ecos y abandonada, señales evidentes de una reciente ausencia (ropa colgada en el tendedero, los platos de la comida por recoger); toda la familia se había marchado, había desaparecido, y ella no sabía adónde habían ido, y el gato naranja de Robin (todavía un gatito, no el lánguido gato de enormes mandíbulas en que se convertiría) se comportaba de forma rara, tenía la mirada ausente, extraviada, corría por el césped y subía a un árbol, y tenía miedo de ella, como si no la conociera. Allison no se reconocía del todo en aquellos recuerdos, al menos cuando llegaba tan lejos. Aunque reconocía muy bien el entorno físico en que se desarrollaban (el número 363 de George Street, la casa donde había vivido siempre), ella, Allison, no se reconocía a sí misma; no era una niña pequeña ni un bebé, sino solo una mirada, un par de ojos que se detenían en rincones que le resultaban familiares y pensaban en ellos, vacíos de personalidad, de cuerpo, de edad, de pasado, como si estuviera recordando cosas que habían sucedido antes de que ella naciera. Allison no pensaba en nada de todo eso conscientemente, sino de forma vaga y fragmentada. Cuando era pequeña no se le ocurría preguntarse qué significaban aquellas incorpóreas impresiones, y menos aún se le ocurría hacerlo ahora que era mayor. Casi nunca pensaba en el pasado, y en eso se distinguía notablemente del resto de su familia, que apenas pensaba en nada más. Ningún miembro de la familia lo entendía. Ni siquiera habrían acertado a entenderlo si ella hubiera intentado contárselo. Pues para mentes como las suyas, acosadas sin cesar por los recuerdos, para las cuales el presente y el futuro existían únicamente como proyectos de repetición, esa actitud ante la vida era inimaginable. Para ellos la memoria (frágil, vaga, milagrosa) era la chispa de la vida y casi todas las frases que pronunciaban empezaban con alguna referencia a ella. «¿Te acuerdas de aquella batista verde estampada?», insistían su madre y sus tías. «¿Y de aquellas rosas floribundas? ¿Y de las pastas de té de limón? ¿Te acuerdas de aquella hermosa y fría Semana Santa, cuando Harriet era un bebé, en que saliste a buscar huevos por la nieve e hiciste un enorme muñeco de nieve con forma de conejo en el jardín de Adelaide?». «Sí, sí —mentía Allison—. Me acuerdo, me acuerdo». Y en cierto modo era verdad. Había oído tan a menudo aquellas historias que se las sabía de memoria, podía repetirlas si quería, a veces hasta introducir algún detalle que el narrador había pasado por alto; que Harriet y ella, por ejemplo, habían empleado capullos de color rosa caídos del manzano silvestre, que se había congelado, para hacer la nariz y las orejas del conejo de nieve. Aquellas historias le eran tan familiares como las historias sobre la infancia de su madre o las historias de los cuentos, pero ninguna parecía estar fundamentalmente relacionada con ella. Lo cierto era (y eso era algo que ella nunca había reconocido ante nadie) que había un montón de cosas que Allison no recordaba. No tenía ningún recuerdo claro del parvulario, ni del primer curso de primaria, ni de nada que ella pudiera situar con seguridad antes de los ocho años de edad. Era una verdadera lástima, y Allison intentaba ocultarlo, casi siempre con éxito. Su hermana Harriet afirmaba recordar cosas que habían ocurrido antes de que cumpliera un año. Aunque cuando Robin murió Harriet todavía no había cumplido seis meses, ella aseguraba que se acordaba de él, y Allison y el resto de los Cleve no lo ponían en duda. De vez en cuando Harriet aportaba alguna información remota pero increíblemente precisa (detalles sobre el tiempo, la ropa, menús de fiestas de cumpleaños celebradas cuando ella todavía no tenía dos años) que dejaba boquiabiertos a todos. En cambio Allison no conservaba el menor recuerdo de su hermano Robin. Y eso no tenía perdón. Allison tenía casi cinco años cuando él murió. Tampoco recordaba el período posterior a su muerte. Sabía perfectamente lo que había pasado: las lágrimas, el perro de peluche, sus silencios; que el detective de Memphis, un individuo corpulento con cara de camello y canas prematuras que se llamaba Snowy Olivet, le había enseñado fotografías de su hija, Celia, y le había dado bombones Almond Joy de una caja que llevaba en el coche; que también le había mostrado otras fotografías, de hombres de color, de hombres blancos con el pelo cortado a cepillo y gruesos párpados, y que ella estaba sentada en el confidente de velludillo azul de Tattycorum (Harriet y ella se habían trasladado a casa de su tía Tat, porque su madre todavía estaba en la cama) y que las lágrimas le resbalaban por las mejillas, y que cogía los bombones y se negaba a decir ni una palabra. Todo eso lo sabía no porque lo recordara, sino porque su tía Tat se lo había contado, muchas veces, sentada en su butaca cerca de la estufa de gas, cuando Allison la visitaba después del colegio las tardes de invierno, con los debilitados ojos de color jerez clavados en un punto del fondo de la habitación y con una voz cariñosa, animada, nostálgica, como si estuviera narrando la historia de una tercera persona que no se encontraba allí. La abuela Edie no era ni tan cariñosa ni tan tolerante. Las historias que contaba a Allison solían tener un peculiar tono alegórico. «La hermana de mi madre… —empezaba Edie mientras llevaba en coche a Allison después de la clase de piano, sin apartar la vista de la calzada y levantando la fuerte y elegante nariz aguileña—, la hermana de mi madre conocía a un niño llamado Randall Scofield cuya familia murió en un tornado. Llegó a casa del colegio, ¿y sabes con qué se encontró? Pues encontró su casa hecha añicos, y a unos negros que sacaban el cuerpo ensangrentado de su padre, de su madre y de sus tres hermanos pequeños de entre los escombros y los colocaban uno junto a otro como un xilófono. A uno de los hermanos le faltaba un brazo, y su madre tenía una cuña de puerta clavada en una sien. Pues bien, ¿sabes qué le pasó a aquel niño? Se quedó mudo. No volvió a pronunciar ni una sola palabra hasta pasados siete años. Mi padre decía que siempre llevaba encima un montón de cartones de camisa y un lápiz, y que tenía que escribir lo que quería decir a la gente. El dueño de la tintorería del pueblo le daba los cartones de camisa gratis». A Edie le gustaba contar esa historia. Había variaciones: niños que se habían quedado temporalmente ciegos o mudos o se habían vuelto locos al enfrentarse a una variedad de imágenes dramáticas. Tenían un deje ligeramente acusador que Allison no alcanzaba a identificar. Allison pasaba gran parte del tiempo sola. Escuchaba discos. Hacía collages con fotografías recortadas de revistas y velas con lápices de cera deshechos. Dibujaba bailarinas, caballos y ratoncitos en los márgenes de su libreta de geometría. A la hora de comer se sentaba a la mesa con un grupo de chicas muy populares entre los estudiantes, aunque rara vez las veía fuera de la escuela. Aparentemente era una de ellas; iba bien vestida, tenía la piel clara, vivía en una gran casa en un barrio agradable, y, si bien no era ni muy inteligente ni muy alegre, tampoco tenía ningún rasgo que resultara desagradable. «Si quisieras podrías ser muy popular —decía Edie, que no se perdía el menor detalle cuando se trataba de dinámicas sociales, ni siquiera las que se daban entre adolescentes—. Podrías ser la chica más popular de tu clase si te molestaras en intentarlo». Allison no quería intentarlo. No quería que sus compañeros la trataran mal ni que se rieran de ella. Mientras nadie se metiera con ella, estaba contenta. Y la verdad es que nadie se metía con ella, excepto Edie. Dormía mucho. Iba a la escuela a pie, sola. Se paraba a jugar con los perros que encontraba por el camino. Por la noche soñaba con un cielo amarillo y una cosa blanca que parecía una sábana y se inflaba, y eso le producía un profundo desasosiego, pero lo olvidaba todo en cuanto despertaba. Allison pasaba gran parte del tiempo con sus tías abuelas, los fines de semana y después del colegio. Les enhebraba las agujas de coser y les leía en voz alta cuando a ellas les fallaba la vista, se subía a las escaleras de tijera para buscar cosas en los altos y polvorientos estantes, y escuchaba sus historias sobre compañeras de clase muertas y conciertos de piano de sesenta años atrás. A veces, después de las clases, elaboraba golosinas (dulce de leche, merengue, tocinillos de cielo) que ellas llevaban a los mercadillos benéficos de la parroquia. Para prepararlas enfriaba antes el mármol, utilizaba un termómetro, meticulosa como un químico, y seguía las instrucciones de la receta paso a paso, rasando el recipiente de las medidas con un cuchillo de untar mantequilla. Las tías (ingenuas como niñas, con colorete en las mejillas, el cabello rizado, encantadas) iban de aquí para allá sin parar, contentas de que hubiera tanta actividad en la cocina, y se llamaban unas a otras por sus apodos infantiles. «Qué buena cocinera eres», comentaban las tías. «Qué guapa eres». «Eres un ángel». «Cómo te agradecemos que vengas a vernos». «Qué buena niña». «Qué guapa». «Qué dulce». Harriet, la pequeña, no era ni guapa ni dulce. Harriet era inteligente. Desde que empezó a hablar siempre había sido una presencia un tanto angustiosa para los Cleve. En el parque era temible, no le gustaba tener compañía, discutía con Edie, se llevaba de la biblioteca libros sobre Gengis Kan y le producía dolor de cabeza a su madre. Tenía doce años y estaba en séptimo. Sus notas eran excelentes y sin embargo sus profesores nunca habían sabido cómo tratarla. A veces telefoneaban a su madre o a Edie, que, como sabía todo el que supiera algo sobre los Cleve, era con quien había que hablar; ella era a la vez el mariscal de campo y el autócrata, la persona con mayor poder en la familia y la más capacitada para actuar. No obstante, ni siquiera Edie sabía cómo manejar a Harriet. Esta no era exactamente desobediente, ni revoltosa, pero era altanera y de un modo u otro siempre se las ingeniaba para fastidiar a prácticamente todos los adultos con los que se relacionaba. Harriet no poseía ni un ápice de la sutil fragilidad de su hermana. Tenía una constitución robusta; parecía un tejón, con sus mejillas redondas, la nariz afilada, el cabello negro y corto, y los labios delgados, que denotaban decisión. Hablaba deprisa, con una voz aflautada y aguda, y un acento muy entrecortado para tratarse de una niña de Mississippi (muchas veces los desconocidos preguntaban de dónde demonios había sacado aquel acento yanqui). Tenía los ojos claros, la mirada penetrante, como Edie. El parecido entre Harriet y su abuela era notorio, no pasaba inadvertido, pero la belleza de la abuela, que radicaba en sus ojos, despiertos y feroces, se reducía en la nieta a mera ferocidad, y su mirada resultaba un tanto inquietante. Chester, el jardinero, las comparaba en privado con un halcón y su polluelo. Para Chester, y para Ida Rhew, Harriet era una fuente de exasperación y de diversión. Desde que empezó a hablar los perseguía mientras ellos realizaban sus tareas, interrogándolos a cada momento. ¿Cuánto dinero ganaba Ida? ¿Sabía rezar Chester el padrenuestro? ¿Podía demostrárselo? También les divertía cuando armaba líos entre los Cleve, que eran gente básicamente pacífica. En más de una ocasión Harriet había sido la causa de conflictos de gravedad considerable: cuando le dijo a Adelaide que ni Edie ni Tat conservaban las fundas de almohada que bordaba para ellas, sino que las envolvían y las regalaban; cuando informó a Libby de que sus pepinillos al vinagre de eneldo no eran una exquisitez culinaria como ella creía, sino que eran incomestibles, y que si los vecinos y la familia seguían pidiéndoselos era por su extraña eficacia como herbicida. «¿Te has fijado en ese pedazo pelado que hay en el jardín —le preguntó Harriet—, junto al porche trasero? Tatty tiró unos cuantos pepinillos de los tuyos allí hace seis años, y desde entonces no ha vuelto a crecer nada». Harriet se estaba planteando embotellar los pepinillos y venderlos como herbicida. Libby se haría millonaria. La tía Libby estuvo tres o cuatro días sin parar de llorar por aquello. Lo de Adelaide y las fundas de almohada había sido incluso peor. Adelaide, a diferencia de Libby, era rencorosa; durante dos semanas ni siquiera dirigió la palabra a Edie y a Tat, e, imperturbable, permitió que los perros de los vecinos se comieran los pasteles y las tartas de conciliación que ellas dejaban en el porche de su casa. Libby, impresionada por aquel conflicto (en el que no tenía ninguna responsabilidad; era la única hermana lo bastante leal para conservar y utilizar las fundas de almohada de Adelaide, pese a lo feas que eran), iba de un lado para otro, nerviosísima, intentando poner paz. Y casi lo había conseguido cuando Harriet volvió a enfurecer a Adelaide diciéndole que Edie nunca abría los regalos que le hacía, sino que se limitaba a quitar la etiqueta de felicitación y poner otra antes de enviarlos a algún otro sitio, a organizaciones benéficas, sobre todo, algunas relacionadas con los negros. El incidente fue tan desastroso que, pasados los años, cualquier referencia a él todavía desencadenaba comentarios maliciosos y sutiles acusaciones, y ahora Adelaide, con ocasión de los cumpleaños y por Navidad, compraba a sus hermanas regalos caros (una botella de Shalimar, por ejemplo, o un camisón de Goldsmith’s, en Memphis) y curiosamente la mayoría de las veces olvidaba quitar la etiqueta del precio. «Yo prefiero que me regalen cosas hechas por uno mismo —decía en voz bien alta, para que todos la oyeran, a sus amigas del club de bridge, a Chester, en el jardín, a sus humilladas hermanas cuando se disponían a desenvolver aquellos extravagantes artículos—. Eso tiene mucho más valor, porque quiere decir que han pensado en ti. Pero a mucha gente solo le importa saber cuánto dinero te has gastado. Creen que un regalo no tiene ningún valor si no lo has comprado en la tienda». «A mí me gustan las cosas que tú haces, Adelaide», decía Harriet. Y era verdad. Aunque nunca utilizaba delantales, fundas de almohada ni paños de cocina, acumulaba los chabacanos regalos de Adelaide, de los que tenía cajones llenos en su dormitorio. Lo que le gustaba no eran los artículos en sí, sino los dibujos: holandesitas, teteras danzarinas, mexicanos dormidos con la cara tapada por el sombrero. Tanto los codiciaba que los robaba de los armarios de los otros, y le fastidiaba muchísimo que Edie enviara las fundas de almohada a organizaciones benéficas («No digas tonterías, Harriet. ¿Qué demonios quieres hacer con esto?»), cuando a ella le habría gustado quedárselas. «Ya sé que a ti te gustan, cariño —murmuraba Adelaide con voz temblorosa, cargada de autocompasión, y se encorvaba para dar a Harriet un teatral beso mientras Tat y Edie se miraban a sus espaldas—. Algún día, cuando yo ya no esté, será para ti un consuelo tener todas esas cosas». «A esa niña —le comentó Chester a Ida— le encantaría tener una trapería». Edie, que también tenía algo de trapero, había encontrado en la menor de sus nietas a una sólida competidora. Pese a ello, o quizá precisamente por eso, les gustaba estar juntas, y Harriet pasaba mucho tiempo en casa de su abuela. Edie solía criticar su tozudez y sus malos modales, y se quejaba de que siempre anduviera pegada a sus faldas, pero, si bien es cierto que Harriet podía ser exasperante, la abuela prefería con mucho su compañía a la de Allison, que raramente abría la boca. Le gustaba tenerla cerca, aunque jamás lo habría admitido, y las tardes en que su nieta no la visitaba, la echaba de menos. Las tías querían mucho a Harriet, aunque no era tan cariñosa como su hermana, y les molestaba su altanería. Harriet era demasiado directa. No conocía la reserva ni la diplomacia, y en eso se parecía a Edie más de lo que esta sospechaba. Las tías intentaban en vano enseñarle a ser educada. —¿Es que no entiendes, querida —decía Tat—, que aunque no te guste el pudin es mucho mejor comértelo que herir los sentimientos de tu anfitriona? —Es que no me gusta el pudin. —Ya lo sé, Harriet. Por eso precisamente lo he puesto como ejemplo. —Es que el pudin es asqueroso. No conozco a nadie a quien le guste. Y si le digo que me gusta, seguirá ofreciéndomelo. —Sí, cariño, pero no se trata de eso. Tienes que pensar que, si alguien se ha tomado la molestia de cocinar algo para ti, es de buena educación comértelo aunque no te apetezca. —La Biblia dice que no hay que mentir. —Eso no tiene nada que ver. Se trata de una mentira piadosa. La Biblia se refiere a otro tipo de mentiras. —La Biblia no habla de diferentes tipos de mentiras. Solo habla de mentiras. —Créeme, Harriet. Es verdad, Jesús nos enseña que no hay que mentir, pero eso no quiere decir que tengamos que ser maleducadas con nuestras anfitrionas. —Jesús no habla de anfitrionas. Dice que mentir es pecado. Dice que el diablo es un mentiroso, que es el príncipe de la mentira. —Pero Jesús también dice que tenemos que amar a nuestros semejantes, ¿no? —terció Libby, inspirada, relevando a Tat, que se había quedado sin argumentos—. ¿No se refiere a nuestras anfitrionas? Nuestras anfitrionas también son nuestros semejantes. —Eso es —dijo Tat, satisfecha—. Amar a nuestros semejantes —se apresuró a añadir— significa que tenemos que comernos lo que nos ofrezcan y mostrarnos agradecidas. —No entiendo que para amar a mi anfitriona tenga que decirle que me encanta el pudin, cuando la verdad es que me da asco. Nadie, ni siquiera Edie, sabía cómo reaccionar ante tan denodada pedantería. Aquellas conversaciones podían durar horas. Podías hablar hasta quedarte sin aliento. Y lo más irritante era que los argumentos de Harriet, pese a ser absurdos, en el fondo solían tener un punto de lógica bíblica. A Edie eso no le impresionaba. Aunque hacía obras de caridad y de evangelización, y cantaba en el coro de la iglesia, en realidad no se creía a pies juntillas cuanto decía la Biblia, no más de lo que, en su fuero interno, se creía algunos de sus dichos favoritos; por ejemplo, que todo lo que pasaba era siempre para bien, o que en el fondo los negros eran iguales que los blancos. Pero las tías (sobre todo Libby) se hacían un lío si pensaban demasiado en algunas afirmaciones de Harriet. Era innegable que sus sofismas estaban basados en la Biblia, y sin embargo contradecían el sentido común y el decoro. —Quizá —comentó Libby, inquieta, cuando Harriet se hubo ido a su casa a cenar—, quizá el Señor no hace diferencias entre las mentiras piadosas y las demás. Quizá para él todas son malas. —Oye, Libby… —Quizá hace falta que una niña pequeña nos lo recuerde. —Prefiero ir al infierno —intervino Edie, que había estado ausente durante el diálogo anterior— a pasearme por el pueblo haciendo saber a todo el mundo lo que pienso de cada uno. —¡Edith! —exclamaron todas sus hermanas al unísono. —¡Edith! ¡No lo dirás en serio! —Pues sí. Y tampoco me interesa saber lo que piensan los demás de mí. —No quiero ni pensar qué habrás hecho —observó Adelaide con tono de superioridad moral— para creer que todo el mundo tiene tan mala opinión de ti. Odean, la empleada de Libby, que fingía ser dura de oído, escuchaba impasiblemente desde la cocina, donde estaba calentando un poco de pollo asado para la cena de la anciana. En casa de Libby la vida no era muy emocionante, y la conversación siempre subía de temperatura cuando Harriet iba de visita. A diferencia de Allison, a la que los otros niños aceptaban, aunque sin saber muy bien por qué, Harriet era una chiquilla mandona que no caía muy bien a sus compañeros. Los escasos amigos que tenía no eran poco entusiastas ni ocasionales, como los de Allison. La mayoría eran niños, casi todos menores que ella, y devotos hasta el fanatismo. Al salir de la escuela cruzaban medio pueblo con sus bicicletas para ir a verla. Harriet los hacía jugar a las Cruzadas y a Juana de Arco; los hacía disfrazarse con sábanas y representar el esplendor del Nuevo Testamento, en el que ella interpretaba el papel de Jesús. La Última Cena era su escena favorita. Sentados todos a un lado de la mesa de picnic, al estilo Leonardo, bajo la pérgola cubierta de parra del jardín de atrás, esperaban ansiosos el momento en que, tras ofrecer la cena a base de galletas Ritz y Fanta de uvas, Harriet recorría con la vista a los comensales, uno a uno, y les sostenía la mirada unos segundos con sus ojos de hielo. «Y, sin embargo, uno de vosotros —decía con una serenidad que impresionaba a sus compañeros—, uno de los que estáis aquí esta noche me traicionará». «¡No! ¡No!», exclamaban los niños, encantados, incluido Hely, el que interpretaba a Judas; pero resultaba que Hely era el favorito de Harriet, y tenía que representar no solo a Judas, sino también a todos los otros discípulos destacados: san Juan, san Lucas, san Pedro. «¡Eso nunca, Señor!». Después venía la procesión a Getsemaní, bajo la sombra del tupelo del jardín de Harriet. Allí la niña, en el papel de Jesús, era capturada por los romanos (una captura violenta, mucho más bulliciosa que la que se narraba en los Evangelios), y eso ya resultaba bastante emocionante; pero si a los chicos les gustaba Getsemaní era sobre todo porque aquella escena la representaban bajo el árbol del que habían colgado al hermano de Harriet. El asesinato había tenido lugar antes de que nacieran la mayoría de ellos, pero todos conocían la historia, la habían ido componiendo a partir de los fragmentos de conversación de sus padres o de las grotescas mentiras que sus hermanos mayores les habían susurrado al oído en el dormitorio por la noche, y aquel árbol había proyectado su oscura sombra en su imaginación desde la primera vez que sus niñeras se detuvieron en la esquina de George Street, juntaron las manos y se lo señalaron, al tiempo que murmuraban advertencias, cuando ellos eran todavía muy pequeños. La gente se preguntaba por qué seguía allí el árbol. Todos opinaban que había que cortarlo, no solo por lo de Robin, sino porque había empezado a morir por las ramas más altas, y unos melancólicos huesos negros y rotos sobresalían del follaje, como si le hubiera caído un rayo. En otoño se ponía de un rojo brillante y escandaloso, y estaba muy bonito durante un par de días, hasta que de pronto se le caían todas las hojas y quedaba completamente desnudo. Cuando volvían a aparecer, las hojas eran duras y tersas, y tan oscuras que parecían negras. Producían una sombra tan densa que debajo del árbol apenas crecía hierba. Además, era demasiado grande y estaba demasiado cerca de la casa; el jardinero le había dicho a Charlotte que, si soplaba un viento fuerte, una mañana se lo encontraría incrustado en la ventana de su dormitorio. («Por no hablar de lo del crío —le comentó a su compañero cuando subió al camión y cerró la portezuela—. No entiendo cómo esa mujer puede despertar cada mañana de su vida y mirar al jardín y ver ese árbol»). La señora Fountain hasta se había ofrecido a pagar la tala del árbol, mencionando con tacto el peligro que suponía para su casa. Aquello era extraordinario, pues la señora Fountain era tan tacaña que lavaba el papel de aluminio usado y volvía a utilizarlo; pero Charlotte se limitó a negar con la cabeza. —No, gracias, señora Fountain —repuso con tanta vaguedad que la señora Fountain se preguntó si la había entendido bien. —¡Lo digo en serio! —exclamó la señora Fountain—. ¡Me ofrezco a pagar los gastos! ¡Lo haré de buen grado! Ese árbol supone un peligro para mi casa, y si viene un tornado y… —No, gracias. Charlotte no miraba a la señora Fountain; ni siquiera miraba el árbol, donde la cabaña de su difunto hijo se pudría con tristeza en una horqueta. Miraba al otro lado de la calle, más allá del solar donde crecían la flor de cuclillo y la grama, hacia donde se extendían, sombrías, las vías del tren, más allá de los herrumbrosos tejados del barrio negro, muy lejos. Cambiando el tono de voz la señora Fountain añadió: —Mira, Charlotte, tú crees que no lo sé, pero sé muy bien lo que significa perder a un hijo. Pero es la voluntad de Dios, y tienes que aceptarlo. —Animada por el silencio de Charlotte, continuó—: Además, no era tu único hijo. Al menos tú tienes a las niñas. En cambio, el pobre Lynsie era mi único hijo. No pasa ni un día sin que piense en la mañana en que me enteré de que habían derribado su avión. Nos estábamos preparando para celebrar la Navidad, yo estaba subida a una escalera, en camisón y bata, e intentaba colgar una ramita de muérdago de la araña de luces cuando oí que llamaban a la puerta. Porter, que Dios lo bendiga (aquello fue después de su primer infarto, pero antes del segundo)… Se le quebró la voz, y entonces se volvió hacia Charlotte. Pero ya no estaba allí. Había dejado plantada a la señora Fountain y se dirigía hacia la casa. Eso había ocurrido años atrás, y el árbol seguía allí, con la cabaña de Robin pudriéndose en lo alto. La señora Fountain ya no era tan agradable con Charlotte. —No se ocupa de sus hijas —decía a sus amigas en la peluquería de la señora Neely mientras la peinaban—. Y la casa está llena de basura. Si miráis por la ventana, veréis que hay montones de periódicos que llegan hasta el techo. —Seguro —observó la señora Neely, una mujer con cara de zorro, mirando a la señora Fountain en el espejo y sosteniéndole la mirada mientras estiraba el brazo para coger la laca— que de vez en cuando… se bebe una copita. —No me extrañaría nada —repuso la señora Fountain. Como la señora Fountain solía gritar a los chiquillos desde su porche, estos huían e inventaban historias sobre ella: que secuestraba (y se comía) a los niños; que su rosal, que había ganado varios premios, estaba fertilizado con los huesos molidos de esos niños. La proximidad a la casa de los horrores de la señora Fountain hacía que la representación del arresto en Getsemaní en el jardín de Harriet resultara mucho más emocionante. Sin embargo, así como los niños a veces conseguían asustarse unos a otros contando historias acerca de la señora Fountain, sobre el árbol no hacía falta que inventaran historias para asustarse. Su forma tenía algo que los inquietaba; su negra sombra (a solo unos pasos del reluciente césped, y aun así inmensamente alejada) resultaba perturbadora incluso aunque no se conociera la historia. Ellos no necesitaban que nadie les recordara lo que había ocurrido porque el árbol ya se encargaba de recordárselo. Tenía su propia autoridad, su propia oscuridad. A causa de la muerte de Robin, Allison había sido víctima de crueles bromas en sus primeros años de colegio («Mami, mami, ¿puedo salir a jugar con mi hermano?». «Ni hablar, esta semana ya lo has desenterrado tres veces»). Allison había soportado en silencio aquellas provocaciones (nadie sabía hasta qué punto, ni durante cuánto tiempo), hasta que una maestra compasiva descubrió lo que estaba pasando y le puso fin. En cambio Harriet, quizá por su carácter, mucho más agresivo, o quizá únicamente porque sus compañeros de clase eran demasiado pequeños para recordar el asesinato, había escapado de aquella persecución. La tragedia de su familia le aportaba un aire siniestro que los niños encontraban irresistible. Harriet hablaba a menudo de su querido hermano, con una extraña terquedad, y no solo insistía en haber conocido a Robin, sino en que todavía vivía. De vez en cuando los niños se quedaban mirándole la nuca o el perfil. En ocasiones tenían la impresión de que Harriet era Robin, un niño como ellos, que había vuelto del más allá y sabía cosas que ellos ignoraban. En los ojos de Harriet les parecía detectar el destello de la mirada del hermano, mediante el misterio de su sangre compartida. De hecho, aunque ninguno se daba cuenta, Harriet se parecía muy poco a su hermano, incluso en las fotografías; Robin, rápido, audaz, escurridizo como un pececillo, no habría podido parecerse menos a la ceñuda, altanera y poco bromista Harriet, y era la fuerza del carácter de la niña lo que los impresionaba y paralizaba, no la de él. Para los niños no había ironía en aquel juego, no había paralelismos entre la tragedia que ellos representaban en la oscuridad, bajo el tupelo, y la tragedia que había tenido lugar allí doce años atrás. Hely estaba ocupadísimo, pues en su papel de Judas Iscariote era el encargado de entregar a Harriet a los romanos, pero también, como Simón Pedro, tenía que cortar una oreja a un centurión para defender a Jesús. Satisfecho y nervioso, contaba los treinta cacahuetes por los que iba a traicionar a su Salvador y, mientras los otros niños le daban empujones y codazos, se humedecía los labios con un trago extra de Fanta de uvas. Para traicionar a Harriet tenía que besarla en la mejilla. Una vez, incitado por los otros discípulos, la había besado deliberadamente en los labios. La decisión con que ella se los secó (pasándose el dorso de la mano, con gesto de profundo desprecio, por la boca) lo emocionó más que el beso en sí. Las figuras ataviadas con sábanas de Harriet y sus discípulos eran una presencia fantasmal en el barrio. A veces Ida Rhew asomaba la cabeza por la ventana de la cocina y se sorprendía al ver aquella extraña procesión que avanzaba con tristeza por el jardín. No veía cómo Hely acariciaba sus cacahuetes mientras caminaba, ni sus zapatillas de deporte verdes debajo de la sábana, ni oía a los otros discípulos susurrar, resentidos, que no les habían dejado llevar sus pistolas de juguete para defender a Jesús. Aquella fila de pequeñas figuras cubiertas con sábanas blancas que se arrastraban por la hierba le producía la misma curiosidad y la misma aprensión que habría sentido de haber sido una lavandera palestina que, con los brazos sumergidos hasta los codos en una tina de sucia agua de pozo, hiciera una pausa en la calurosa penumbra de la noche de Pascua para secarse la frente con el dorso de la muñeca y contemplar por unos instantes, desconcertada, a las trece figuras encapuchadas que pasaban deslizándose por la polvorienta carretera hacia el olivar cercado por una tapia que había en lo alto del monte, la importancia de su misión patente en su porte, lento y grave, pero cuya naturaleza era inimaginable. ¿Un funeral, quizá? ¿La visita a un moribundo, un juicio, una ceremonia religiosa? Algo inquietante, fuera lo que fuese; suficiente para atraer su atención por un instante, aunque volvería a su trabajo sin saber que aquella pequeña procesión iba a hacer algo lo bastante importante para cambiar el curso de la historia. —¿Por qué os gusta tanto jugar debajo de ese árbol tan feo? —le preguntaba a Harriet cuando esta entraba en la cocina. —Porque es el rincón más oscuro del jardín —respondía ella. Desde muy pequeña le obsesionaba la arqueología, los túmulos funerarios indios, las ruinas de ciudades, los objetos enterrados. Todo empezó con su interés por los dinosaurios, que acabó derivando en otras cosas. En cuanto Harriet fue lo bastante mayor para explicarse, quedó claro que lo que le interesaba no eran los dinosaurios (los brontosaurios de largas pestañas de los dibujos animados de los sábados, que se dejaban montar e inclinaban el cuello dócilmente para que los niños los utilizaran como tobogán), ni siquiera los ruidosos tiranosaurios ni los aterradores pterodáctilos. Lo que le interesaba era que ya no existían. —¿Cómo podemos saber —le había preguntado a Edie, que estaba harta de la palabra «dinosaurio»— qué aspecto tenían? —Porque mucha gente ha encontrado huesos suyos. —Pero si yo encontrara tus huesos, Edie, no podría saber qué aspecto tenías. Edie, que estaba entretenida pelando melocotones, no dijo nada. —Mira, Edie. Mira. Aquí dice que solo encontraron un hueso de la pata. —Se subió a un taburete y acercó el libro a su abuela con una mano—. Y aquí hay un dibujo de un dinosaurio entero. —¿No conoces esa canción, Harriet? —las interrumpió Libby, que estaba frente al mármol de la cocina deshuesando melocotones, y cantó con su temblorosa vocecilla—: «El hueso de la rodilla está unido al hueso de la pierna… El hueso de la pierna está unido al…». —Pero ¿cómo pueden saber cómo era? ¿Cómo saben que era verde? Mira, en el dibujo lo han pintado de color verde. Mira. Mira, Edie. —Ya miro —dijo Edie con hastío, aunque no estaba mirando. —¡No; no miras! —Con lo que he visto ya tengo bastante. Cuando Harriet se hizo un poco mayor, a los nueve o diez años, su fijación derivó hacia la arqueología. Ahora tenía una interlocutora dispuesta, aunque chiflada: su tía Tat. Tat había enseñado latín durante treinta años en el instituto del pueblo; una vez jubilada, se había interesado por diversos misterios de la Antigüedad, muchos de los cuales, según ella, estaban relacionados con la Atlántida. Los atlantes, le contó a Harriet, habían construido las pirámides y los monolitos de la isla de Pascua; su sabiduría era la responsable de los cráneos trepanados hallados en los Andes y de las pilas eléctricas modernas descubiertas en las tumbas de los faraones. Sus estanterías estaban llenas de obras pseudocientíficas de la década de 1890 que había heredado de su educado pero excesivamente crédulo padre, un distinguido juez que había pasado los últimos años de su vida intentando huir en pijama de un dormitorio cerrado con llave. La biblioteca del juez, que este había dejado a su hija Theodora, a quien apodaba Tattycorum (abreviado, Tat), incluía obras como La controversia antediluviana, Otros mundos que no conocemos y Mu: ¿realidad o ficción? Las hermanas de Tat no compartían aquellas tendencias; Adelaide y Libby porque las consideraban anticristianas, y Edie porque las consideraba sencillamente absurdas. —Si la Atlántida existió —decía Libby frunciendo la frente, inocente—, ¿por qué no la menciona la Biblia? —Porque todavía no la habían construido —intervenía Edie con crueldad—. Atlanta es la capital de Georgia. Sherman la quemó durante la guerra civil. —Ay, Edith, no seas tan desagradable. —Los atlantes —afirmaba Tat— eran los antepasados de los antiguos egipcios. —Precisamente. Los antiguos egipcios no eran cristianos —replicaba Adelaide—. Adoraban a gatos, perros y animales por el estilo. —¿Cómo iban a ser cristianos, Adelaide? Jesucristo todavía no había nacido. —Puede que no, pero Moisés y todos los demás al menos obedecían los Diez Mandamientos. No se dedicaban a adorar gatos y perros. —Los atlantes —insistía Tat con altanería, sin prestar atención a las risas de sus hermanas— sabían muchas cosas que a los científicos modernos les encantaría saber hoy en día. Papá sabía mucho sobre la Atlántida y era un buen cristiano, y era más culto que todas nosotras juntas. —Papá —murmuró Edie— me hacía levantar de la cama en plena noche y me decía que venía el káiser Guillermo y que teníamos que esconder la plata en el pozo. —¡Edith! —No digas eso, Edith. Por aquel entonces estaba enfermo. ¡Con lo bien que se portó con todas nosotras! —Yo no digo que papá no fuera bueno, Tatty. Solo digo que yo era la que tenía que ocuparse de él. —A mí papá siempre me reconoció —terció Adelaide con entusiasmo. Era la menor de la familia y, según ella, la favorita de su padre, y nunca dejaba pasar una oportunidad de recordárselo a sus hermanas—. Me reconoció hasta el final. El día que murió, me cogió la mano y dijo: «Addie, cariño, ¿qué me han hecho?». No me explico por qué era a mí a la única que reconocía. Es muy raro. A Harriet le encantaba consultar los libros de Tat, entre los que no solo había volúmenes sobre la Atlántida, sino también obras más reconocidas, como la Historia de Gibbon y Ridpath, así como varias novelas en rústica ambientadas en la Antigüedad con dibujos a color de gladiadores en la portada. —Estos no son libros de historia —comentaba Tat—. Solo son novelitas ligeras con detalles históricos, pero son muy entretenidas, y muy instructivas. Yo solía dárselas a mis alumnos del instituto para que se interesaran por la época romana. Con la clase de libros que se escriben hoy en día eso sería imposible, pero estas novelitas son muy correctas, no como las porquerías que publican ahora. —Pasó un huesudo índice (con un nudillo enorme, deformado por la artritis) por una hilera de lomos idénticos—. H. Montgomery Storm. Creo que también escribía novelas sobre la Regencia, con un pseudónimo de mujer que no recuerdo. A Harriet no le interesaban lo más mínimo las novelas de gladiadores. No eran más que relatos de amor con disfraces de romano, y ella detestaba todo cuanto tuviera algo que ver con el amor o los romances. Su libro favorito de la biblioteca de Tat era un volumen muy grueso titulado Pompeya y Herculano: las ciudades olvidadas, ilustrado con láminas a color. A Tat también le gustaba mirarlo con Harriet. Se sentaban en el sofá de pana de Tat, y juntas pasaban las páginas y observaban los delicados murales de las villas en ruinas, los tenderetes de pan perfectamente conservados, con pan y todo, bajo una gruesa capa de ceniza; los anónimos restos de romanos que conservaban todavía las retorcidas y elocuentes posturas de angustia en las que habían caído sobre los adoquines dos mil años atrás bajo la lluvia de toba volcánica. —No entiendo cómo a esa gente no se le ocurrió marcharse antes —decía Tat—. Supongo que en aquella época no sabían qué era un volcán. Y supongo que también debió de pasar lo mismo que cuando el huracán Camille asoló la costa del golfo de México. Hubo muchos insensatos que no quisieron marcharse cuando dieron la orden de evacuar la ciudad, y se quedaron bebiendo en el hotel Buena Vista como si todo aquello fuera una gran fiesta. Pues bien, Harriet, cuando bajó el nivel de agua, se pasaron tres semanas recogiendo aquellos cadáveres de las copas de los árboles. Y del Buena Vista no quedó ni rastro. Tú no puedes acordarte del Buena Vista, querida. Las copas de agua del hotel tenían chiribicos pintados. —Pasó la página—. Mira. ¿Ves este perro? Todavía tiene una galleta en la boca. Una vez leí, no sé dónde, una historia genial que alguien escribió sobre este perro. En la historia, era de un chiquillo vagabundo pompeyano; el perro quería mucho a su amo y murió intentando buscar comida para él, para que pudiera comer algo durante la evacuación de Pompeya. ¿Verdad que es triste? Evidentemente, nadie sabe con certeza lo que pasó, pero seguramente la historia no esté muy lejos de la verdad, ¿no crees? —Tal vez el perro quería comerse la galleta. —Lo dudo mucho. Seguro que la comida era lo último en que se le habría ocurrido pensar a ese animalito, con tanta gente corriendo y gritando, y las cenizas cayendo por todas partes. Aunque Tat compartía el interés de Harriet por la ciudad enterrada por la lava, al menos en el aspecto humano, no entendía por qué la fascinación de la niña se extendía incluso a los más bajos y menos impresionantes aspectos de la ruina: utensilios rotos, trozos de vasijas insulsos, pedazos de hierro corroídos e inidentificables. Sin duda Tat no se daba cuenta de que la obsesión de Harriet por los fragmentos estaba relacionada con la historia de su familia. Los Cleve, como la mayoría de las familias antiguas de Mississippi, habían sido en otro tiempo más ricos de lo que eran ahora. Como ocurría con la desaparecida Pompeya, solo quedaban restos de la riqueza de antaño, y les gustaba contarse unos a otros historias de su fortuna perdida. Algunas de ellas eran ciertas. Era cierto, por ejemplo, que los yanquis habían robado parte de las joyas y la plata de los Cleve, aunque no los inmensos tesoros que recordaban las hermanas; el juez Cleve había salido muy malparado del crac del veintinueve, y en la vejez había hecho varias inversiones desastrosas, la más sonada de las cuales fue invertir todos sus ahorros en un descabellado proyecto para diseñar el coche del futuro, un automóvil que volaba. Las desconsoladas hijas del juez descubrieron después de su muerte que su padre era uno de los principales accionistas de la fracasada empresa. De modo que hubo que vender apresuradamente la gran casa, que pertenecía a la familia Cleve desde su construcción, en 1809, para pagar las deudas del juez. Las hermanas todavía lo lamentaban. Se habían criado allí, igual que el juez y la madre y los abuelos del juez. Peor aún, la persona a la que se la vendieron la vendió a su vez a otra persona que la convirtió en una residencia para jubilados y posteriormente, cuando a la residencia para jubilados le retiraron la licencia, en apartamentos de protección social. Tres años después de la muerte de Robin la destruyó un incendio. «Sobrevivió a la guerra civil —se lamentaba Edie con amargura—, pero los negros pudieron con ella». En realidad fue el juez Cleve el que destruyó la casa, no los negros; no había realizado ninguna reparación durante casi setenta años, y su madre tampoco lo había hecho durante otros cuarenta años. Cuando falleció el juez, los suelos estaban podridos, las termitas habían debilitado los cimientos, toda la estructura estaba a punto de derrumbarse. Sin embargo, las hermanas seguían hablando tiernamente del papel pintado a mano (azul claro con capullitos de rosa) que habían enviado desde Francia; de las repisas de chimenea de mármol con serafines esculpidos y la araña de cristal de Bohemia ensartada a mano; de la escalera doble diseñada especialmente para acomodar a los invitados cuando se celebraban reuniones sociales mixtas, una para los chicos y otra para las chicas, y una pared que dividía el piso superior de la casa por la mitad, de modo que los chicos traviesos no pudieran colarse en los aposentos de las chicas en mitad de la noche. Casi se les había olvidado que en la época en que murió el juez la escalera de los chicos, situada en la parte norte, no la pisaba nadie desde hacía cincuenta años y estaba tan desvencijada que prácticamente había quedado inservible; que el comedor lo había quemado el juez cuando estaba ya senil en un accidente con una lámpara de parafina; que los suelos estaban combados, que el tejado tenía goteras, que la escalera del porche trasero se había desplomado en 1947 bajo el peso de un empleado de la compañía del gas que había ido a leer el contador, y que el famoso papel pintado a mano se estaba despegando del yeso formando grandes festones cubiertos de moho. Curiosamente, la casa se llamaba Tribulación. El abuelo del juez Cleve le había puesto ese nombre porque afirmaba que había estado a punto de morir durante su construcción. No quedaba de ella más que las dos chimeneas y un mohoso sendero de ladrillos que formaban un difícil diseño en espiga que iba de los cimientos hasta la escalera frontal, donde, en una contrahuella había cinco resquebrajados azulejos, de un azul descolorido, que componían la palabra CLEVE. En opinión de Harriet, aquellos cinco azulejos holandeses eran una reliquia de una civilización perdida más fascinante que cualquier perro muerto con una galleta en la boca. Para ella, su delicado y desvaído azul era el azul de la riqueza, de la memoria, de Europa, del cielo, y la Tribulación que deducía de ellos resplandecía con la fosforescencia y el esplendor de los sueños. En su imaginación su difunto hermano se movía como un príncipe por las habitaciones de aquel palacio perdido. Vendieron la casa cuando ella solo tenía seis semanas, pero Robin se había deslizado por el pasamanos de caoba (en una ocasión, le contó Adelaide, estuvo a punto de estrellarse contra el armario de la porcelana con la puerta de vidrio que había al pie de la escalera) y había jugado a dominó encima de la alfombra persa mientras el serafín de mármol lo observaba, con las alas extendidas, con sus pícaros ojos de gruesos párpados. Robin se quedaba a veces dormido a los pies del oso que su tío abuelo había cazado y disecado, y había visto la flecha, con desteñidas plumas de arrendajo en el extremo, que un indio natchez había disparado a su tatarabuelo durante un ataque militar de 1812 y que había permanecido incrustada en la pared del salón, en el mismo lugar donde se había clavado. Aparte de los azulejos holandeses, quedaban muy pocos objetos de Tribulación. La mayoría de las alfombras y los muebles, y todos los objetos decorativos (el serafín de mármol, la araña de luces) se los habían llevado en carro, guardados en cajas marcadas con la palabra «varios», y los habían vendido a un anticuario de Greenwood que solo había pagado por ellos la mitad de su valor. La famosa asta de flecha se había hecho pedazos en las manos de Edie cuando esta intentó arrancarla de la pared el día de la mudanza, y la punta soportó todos los intentos de desclavarla del yeso con una espátula. Y el oso disecado, apolillado, acabó en el basurero, de donde lo rescataron unos niños negros que lo cogieron de las patas y lo arrastraron por el barro hasta su casa. Así pues, ¿cómo reconstruir el extinto coloso? ¿Qué fósiles quedaban, qué pistas podía seguir? Los cimientos seguían allí, un tanto alejados del pueblo, Harriet no sabía exactamente dónde, y en cierto modo no importaba; solo en una ocasión, una tarde de invierno, mucho tiempo atrás, la habían llevado a visitarlos. Harriet era muy pequeña, y tuvo la impresión de que debían de haber sostenido una estructura mucho mayor que una casa, casi una ciudad entera; recordaba a Edie (con aire de marimacho con sus pantalones caqui) saltando alegremente de una habitación a otra, expulsando nubes blancas de vaho al respirar, señalando el salón, el comedor, la biblioteca; pero todo aquello no era más que un vago recuerdo comparado con el espantoso y terrible recuerdo de Libby con su chaquetón rojo rompiendo a llorar, levantando una mano enguantada y dejando que Edie la guiara por el crujiente bosque invernal hasta el coche, seguida a escasa distancia por Harriet. Había unos cuantos artículos desperdigados que habían sido rescatados de Tribulación: ropa de casa, platos con letras grabadas, un pesado aparador de palisandro, jarrones, relojes de porcelana, sillas de comedor… Los habían repartido por su casa y por las de sus tías, fragmentos seleccionados al azar —una tibia aquí, una vértebra allí— a partir de los cuales Harriet empezó a reconstruir el perdido esplendor que ella nunca había visto. Y esos objetos rescatados relucían con luz propia, una luz serena y antigua; la plata pesaba más, los bordados eran más bonitos; el cristal, más delicado, y la porcelana, de un azul más fino y más raro. Sin embargo, lo más elocuente de todo eran las historias que le contaban, relatos descaradamente adornados que Harriet adornaba aún más para enriquecer el mito del alcázar encantado, el castillo de hadas que nunca fue tal cosa. Ella tenía, en un grado singular e incómodo, la estrechez de miras que permitía a todos los Cleve olvidar lo que no querían recordar y exagerar o alterar lo que no podían olvidar, y al reconstruir el esqueleto de la extinta monstruosidad que había sido la fortuna de su familia, Harriet no se daba cuenta de que algunos huesos los habían tocado; que otros pertenecían a otros animales que no tenían nada que ver; que muchos de los huesos más enormes y espectaculares no eran siquiera huesos, sino falsificaciones de yeso. (La famosa araña de luces de Bohemia, por ejemplo, no procedía de Bohemia; ni siquiera era de cristal; la madre del juez la había encargado en Montgomery Ward). Y menos cuenta se daba aún de que constantemente, mientras duraban sus trabajos, pisaba una y otra vez ciertos fragmentos humildes y cubiertos de polvo que, si se hubiera molestado en examinarlos, le habrían ofrecido la verdadera y desagradable clave de toda la estructura. La ostentosa e imponente Tribulación que con gran laboriosidad había reconstruido mentalmente no era una réplica de ninguna casa que hubiera existido en realidad, sino una quimera, un cuento. Harriet pasaba días enteros observando el viejo álbum de fotografías que había en casa de Edie (no se parecía en nada a Tribulación, por cierto, pues era una vivienda de una planta, con dos dormitorios, construida en los años cuarenta). Allí estaba la delgada y tímida Libby, con el cabello peinado hacia atrás, pálida y con aire de solterona ya a los dieciocho años; su boca y sus ojos recordaban un poco a los de la madre de Harriet y a los de Allison. Luego estaba la desdeñosa Edie, con nueve años, un ceño amenazador, un gesto que era como una réplica en miniatura de su padre, el juez, que la miraba con la frente arrugada. Y Tat, extraña, la cara redonda, repantigada en una silla de mimbre, la sombra difuminada de un gatito en el regazo, irreconocible. La pequeña Adelaide, que sobreviviría a tres maridos, riendo a la cámara. Adelaide era la más guapa de las cuatro y se parecía un poco a Allison, pero empezaba a adivinarse un toque malhumorado en las comisuras de su boca. En la escalera de la casa que se alzaba detrás de ella estaban los azulejos holandeses que rezaban CLEVE, apenas visibles; de hecho solo los veías si te fijabas bien, pero era lo único de aquella fotografía que no había cambiado. Las fotografías que más le gustaban a Harriet eran aquellas en las que salía su hermano. Edie se las había quedado casi todas; como causaba dolor mirarlas, habían sido retiradas del álbum y guardadas por separado, en un estante del armario de Edie, dentro de una caja de bombones con forma de corazón. Harriet dio con ellas cuando tenía unos ocho años, y fue un hallazgo arqueológico equivalente al descubrimiento de la tumba de Tutankamón. Edie ni siquiera sospechaba que Harriet hubiera encontrado las fotografías, y tampoco sabía que eran uno de los principales motivos por los que pasaba tanto tiempo en su casa. Harriet, provista de una linterna, las miraba sentada en el fondo del armario de Edie, que olía a cerrado, detrás de las faldas de los vestidos de domingo de su abuela; a veces metía la caja en su maleta Barbie y se la llevaba al cobertizo de herramientas, donde Edie, que se alegraba de que la niña se despegara de ella un rato, la dejaba jugar sin molestarla. Una vez, cuando su madre se hubo acostado, se las enseñó a Allison. —Mira —dijo—. Es nuestro hermano. Allison, cuyo rostro expresó algo muy parecido al miedo, se quedó mirando la caja abierta que Harriet había colocado en su regazo. —Mira. Tú también sales en algunas. —No quiero verlas —repuso Allison. Tapó rápidamente la caja y se la devolvió a Harriet. Las fotografías eran en color, desvaídas Polaroids con los bordes rosados, pegajosas y con la marca de haber sido arrancadas del álbum. Tenían huellas de dedos, como si las hubieran tocado mucho. Algunas tenían números negros en el dorso, porque la policía las había utilizado para la investigación, y esas eran las que mostraban más huellas de dedos. Harriet no se cansaba de contemplarlas. Las fotografías eran demasiado azules, sobrenaturales, y los colores se habían vuelto aún más extraños y trémulos con los años. El mundo de ensueño del que ofrecían una fugaz visión era mágico, reservado, inaccesible. Allí estaba Robin durmiendo con Weenie, su gatito naranja; correteando por el majestuoso porche con columnas de Tribulación; riendo a carcajadas y gritando algo a la cámara; haciendo pompas con un platillo de jabón y un carrete de hilo. En otra aparecía muy serio, con un pijama a rayas; con su uniforme de lobato de los Scouts (las rodillas dobladas, satisfecho de sí mismo); en otra era mucho más pequeño e iba vestido para representar una obra de teatro en el parvulario (La galleta de jengibre), en la que tenía el papel de un cuervo glotón. El traje que llevaba era famoso. Libby había pasado semanas confeccionándolo; una malla negra con medias naranjas, con alas de terciopelo negro cosidas desde las muñecas hasta las axilas y desde ahí hasta las caderas. Encima de la nariz llevaba un cono de cartón naranja que representaba el pico. Era un traje tan bonito que Robin se lo había puesto dos noches de Halloween seguidas, y también sus hermanas, e incluso ahora las vecinas le pedían de vez en cuando a Charlotte que se lo prestara a sus hijos. Edie había gastado un carrete la noche de la obra de teatro. Había varias fotografías de Robin corriendo, muerto de risa, por la casa, agitando los brazos, las alas desplegadas, un par de plumas caídas en la enorme y gastada alfombra. Abrazando con un ala negra a la tímida Libby, la ruborizada modista. Con sus amiguitos, Alex (el panadero, con gorra y delantal blancos) y el temible Pemberton, que interpretaba a la galleta de jengibre propiamente dicha, y cuyo diminuto rostro denotaba la humillación y la rabia que sentía con aquel disfraz. Otra vez Robin, impaciente, riendo, y su madre, arrodillada, intentando sujetarlo para pasarle un poco el peine. La alegre joven de la fotografía era, evidentemente, la madre de Harriet, pero una madre a la que ella no había conocido: despreocupada, encantadora, llena de vida. Aquellas fotografías cautivaban a Harriet. Deseaba, más que ninguna otra cosa, escabullirse del mundo que conocía y colarse en la fresca y azulada claridad de aquellas imágenes, donde su hermano estaba vivo y todavía existía aquella casa tan bonita y todos estaban siempre felices. Robin y Edie en el amplio y sombrío salón, ambos a gatas jugando a un juego de mesa (no sabía cuál, uno con fichas de colores y una rueda que giraba). Otra vez los dos, Robin de espaldas a la cámara lanzando una gruesa pelota roja a Edie, que hacía una cómica mueca al lanzarse para atraparla. Apagando las velas de su pastel de cumpleaños (nueve velas, su último cumpleaños), con Edie y Allison inclinadas sobre sus hombros para ayudarlo, sus sonrientes rostros iluminados por las llamas en la penumbra. El delirio navideño: ramas de pino y espumillón, regalos amontonados bajo el árbol, la ponchera de cristal tallado sobre el aparador, platos de cristal llenos de caramelos, naranjas y pasteles espolvoreados con azúcar glasé en bandejas de plata, el serafín de la chimenea enguirnaldado con acebo y todo el mundo riendo, y la destellante araña de luces reflejada en los altos espejos. Al fondo, en la mesa ya puesta, Harriet alcanzaba a distinguir la famosa vajilla de Navidad, los platos adornados con el dibujo de una cinta escarlata, tintineantes cascabeles pintados con pan de oro. La vajilla se había roto durante la mudanza (los empleados no la habían embalado correctamente) y no quedaban de ella más que un par de platillos y una salsera, pero allí, en la fotografía, estaban todas las piezas, divinas, espléndidas, el juego completo. Harriet había nacido antes de Navidad, en medio de una tormenta de nieve, la mayor registrada jamás en Mississippi. En la caja con forma de corazón también había una fotografía de aquella tormenta de nieve, con los robles que flanqueaban el sendero relucientes, revestidos de hielo, y Bounce, el terrier de Adelaide, corriendo por el camino cubierto de nieve, loco de emoción, hacia su dueña, que lo fotografió en pleno ladrido (las diminutas patas borrosas, levantando una nube de nieve detrás) justo antes de llegar junto a su ser más querido. A lo lejos se veía la puerta principal de Tribulación, abierta, donde Robin, con su tímida hermana Allison sujeta a su cintura, saludaba alegremente con la mano. Saludaba a Adelaide (era quien había tomado la fotografía), a Edie, que ayudaba a Charlotte a bajar del coche, y a su hermanita Harriet, a la que todavía no conocía y que acababa de llegar a casa del hospital aquella reluciente y blanca Nochebuena. Harriet solo había visto la nieve dos veces, pero sabía que había nacido durante una nevada. Cada Nochebuena (ahora las navidades eran más cortas, más tristes; se reunían todos alrededor de una estufa en la casita de techos bajos de Libby, apretujados, y bebían ponche de huevo) Libby, Tat y Adelaide contaban la misma historia, la historia de cómo habían subido todas al coche de Edie y habían ido hasta el hospital de Vicksburg para recoger a Harriet y llevarla a casa en medio de la ventisca. —Fuiste el mejor regalo de Navidad que jamás tuvimos —decían—. Robin estaba emocionadísimo. La noche antes de que fuéramos a buscarte apenas pudo dormir; tuvo a su abuela despierta hasta las cuatro de la mañana. Y la primera vez que te vio, cuando te entramos en la casa, se quedó callado un minuto y luego dijo: «Mamá, creo que has elegido a la niña más preciosa que tenían». —Harriet era tan buena —recordaba Charlotte con nostalgia, sentada junto a la estufa, sujetándose las rodillas. La Navidad, al igual que el día del cumpleaños de Robin y el aniversario de su muerte, era especialmente difícil para ella, y todo el mundo lo sabía. —¿Era buena? —Sí, cariño, eras muy buena. —Era verdad. Harriet nunca lloró ni dio a nadie la más mínima preocupación, hasta que aprendió a hablar. La fotografía favorita de Harriet de entre todas las que había en la caja con forma de corazón, la que miraba una y otra vez a la luz de la linterna, era una en la que aparecían Robin, Allison y ella en el salón de Tribulación, junto al árbol de Navidad. Era la única, que ella supiera, en que estaban los tres hermanos juntos, y la única de las tomadas en la antigua casa familiar donde aparecía ella. En la fotografía no se adivinaba ninguna señal de las diversas desgracias que estaban a punto de asolarlos. El juez fallecería un mes más tarde, Tribulación se perdería para siempre y Robin moriría en primavera, pero evidentemente nadie sabía eso entonces; era Navidad, había una recién nacida en la casa, todo el mundo estaba feliz y pensaba que sería feliz eternamente. En la fotografía Allison (con gesto grave, con su camisón blanco) estaba de pie, descalza, junto a Robin, que tenía en brazos a la pequeña Harriet y cuya expresión era una mezcla de emoción y perplejidad, como si su hermanita fuera un lujoso juguete que él no estaba seguro de cómo había que manejar. Detrás de ellos brillaba el árbol de Navidad; en la esquina de la fotografía asomaban Weenie, el gato de Robin, y el inquisitivo Bounce, los animales que se acercaban al pesebre para presenciar el milagro. Por encima de estos personajes sonreía el serafín de mármol. La iluminación era de alto contraste, sentimental, preñada de desastre. Hasta Bounce, el terrier, estaría muerto la siguiente Navidad. Después de la muerte de Robin la iglesia de los Primeros Baptistas organizó una colecta para comprar algo en su memoria (un membrillero japonés, o quizá cojines nuevos para los bancos de la iglesia), pero se recogió mucho más dinero del que nadie esperaba. Una de las seis vidrieras del templo (cada una representaba una escena de la vida de Jesucristo) se había roto durante una tormenta de invierno, al recibir el impacto de la rama de un árbol, y desde entonces estaba tapada con una tabla de madera contrachapada. El pastor, desesperado por el elevado coste de su sustitución, propuso utilizar aquel dinero para comprar una vidriera nueva. Una parte considerable de la suma recogida procedía de los niños del pueblo. Habían ido de puerta en puerta, habían organizado rifas y ventas de pasteles. El amigo de Robin, Pemberton Hull (el que había interpretado a la galleta de jengibre en la obra de teatro del parvulario en la que Robin se había disfrazado de cuervo), entregó cerca de doscientos dólares a la colecta en memoria de su difunto amigo, una cantidad que Pem, de nueve años, aseguraba haber obtenido rompiendo su hucha, pero que en realidad había robado del monedero de su abuela. (También intentó aportar el anillo de compromiso de su madre, diez cucharillas de plata y un alfiler de corbata cuyo origen nadie pudo determinar; tenía varios diamantes y evidentemente valía algún dinero). Incluso sin esos valiosos legados, el total aportado por los compañeros de clase de Robin ascendía a una cantidad considerable, y alguien propuso que, en lugar de sustituir la representación rota de las Bodas de Caná con la misma escena, se encargara otra a modo de homenaje no solo a Robin, sino también a los niños que tanto habían trabajado por él. La nueva vidriera, que descubrieron, para gran admiración de los fieles de la iglesia de los Primeros Baptistas, un año y medio más tarde, representaba a Jesús, con unos dulces ojos azules, sentado en una roca bajo un olivo y hablando con un muchacho pelirrojo con gorra de béisbol que guardaba un inconfundible parecido con Robin. DEJAD QUE LOS NIÑOS SE ACERQUEN A MÍ Rezaba la inscripción que había bajo la escena, y debajo, grabado en una placa, el siguiente texto: En memoria de Robin Cleve Dufresnes, de los escolares de Alexandria, Mississippi. «Porque suyo será el reino de los cielos». Toda su vida Harriet había visto a su hermano, radiante, en la misma constelación que el arcángel Gabriel, san Juan Bautista, María, José y, por supuesto, el propio Jesucristo. Los rayos del sol de mediodía atravesaban su elevada forma, y los depurados contornos de su cara (la nariz respingona, la sonrisa delicada) relucían con la misma beatífica claridad. En realidad su claridad era aún más radiante por el hecho de ser él un niño, más vulnerable que san Juan Bautista y los demás; sin embargo, su rostro también transmitía la serena indiferencia de la eternidad, como si todos ellos compartieran un secreto. ¿Qué había pasado exactamente en el Calvario, o en la tumba? ¿Cómo se elevaba el cuerpo desde la aflicción y la humildad hasta el calidoscopio de la resurrección? Harriet no lo sabía. Pero Robin sí, y el secreto relucía en su rostro transfigurado. El tránsito de Jesucristo estaba descrito como un misterio, y sin embargo, curiosamente, a la gente no le interesaba descifrarlo. ¿Qué quería decir exactamente la Biblia cuando afirmaba que Jesús se había levantado de entre los muertos? ¿Había regresado solo su espíritu, convertido en una especie de fantasma? Al parecer no, según la Biblia, puesto que santo Tomás había metido un dedo en las heridas que Jesús tenía en la palma de la mano; lo habían visto, con forma humana, en el camino de Emaús; hasta había tomado un tentempié en casa de uno de sus discípulos. Pero si verdaderamente se había levantado de entre los muertos con su cuerpo mortal, ¿dónde estaba ahora? Y si amaba a todo el mundo tanto como decía, ¿por qué tenían que morir todos? Cuando tenía siete u ocho años, Harriet fue a la biblioteca del pueblo y pidió unos cuantos libros de magia. Cuando llegó a casa se llevó un gran chasco, pues descubrió que solo contenían trucos: bolitas que desaparecían debajo de unos vasos, monedas que caían de las orejas de la gente. Frente a la vidriera en que estaban representados Jesús y su hermano había una escena de la resurrección de Lázaro. Harriet leía continuamente la historia de Lázaro en la Biblia, pero allí no encontraba ni las más elementales respuestas. ¿Qué había contado Lázaro a Jesús y a sus hermanas de la semana que había pasado en la tumba? ¿Todavía olía mal? ¿Pudo regresar a casa y seguir viviendo con sus hermanas, o la gente le tenía miedo y quizá se vio obligado a irse a vivir solo a otro sitio, como Frankenstein? Harriet no podía evitar pensar que si ella hubiera estado allí habría contado muchas más cosas sobre el tema que san Lucas. Quizá era todo mentira. Quizá ni siquiera Jesús había resucitado, aunque todo el mundo afirmaba que sí; pero, si era verdad que había apartado la piedra y salido por su propio pie de la tumba, ¿por qué no había hecho lo mismo su hermano, al que ella veía cada domingo, reluciente, junto a Jesús? Aquella era la mayor obsesión de Harriet y de la que se derivaban todas las demás. Porque lo que ella más deseaba (más que Tribulación, más que ninguna otra cosa) era recuperar a su hermano. Y después quería averiguar quién lo había asesinado. Un viernes por la mañana del mes de mayo, doce años después de la muerte de Robin, Harriet estaba sentada a la mesa de la cocina de Edie leyendo los diarios del capitán Scott sobre su última expedición a la Antártida. El libro estaba abierto y apoyado en posición vertical entre su codo y un plato del que Harriet comía huevos revueltos con tostadas. Harriet y su hermana Allison solían desayunar en casa de Edie los días de colegio. Ida Rhew, que era la que se encargaba de cocinar, no llegaba hasta las ocho, y su madre, que de todos modos nunca comía gran cosa, para desayunar solo se fumaba un cigarrillo y de vez en cuando se bebía una botella de Pepsi. Sin embargo, aquel no era un día de colegio, sino un viernes de principios de las vacaciones de verano. Edie estaba de pie delante de los fogones, con un delantal de lunares encima del vestido, preparándose unos huevos revueltos. No le hacía ninguna gracia que Harriet leyera en la mesa, pero era más fácil hacer la vista gorda que tener que reprenderla cada cinco minutos. Los huevos ya estaban. Edie apagó el fogón y se acercó a un armario para coger un plato. Para hacerlo tuvo que pasar por encima de su otra nieta, que estaba tendida boca abajo en el linóleo de la cocina sollozando monótonamente. Sin prestar atención a los sollozos, Edie volvió a sortear cuidadosamente el cuerpo de Allison y, con ayuda de una cuchara, pasó los huevos revueltos de la sartén al plato. Luego se dirigió hacia la mesa de la cocina (esquivando a Allison), se sentó enfrente de la ausente Harriet y empezó a comer en silencio. Edie era demasiado vieja para aquellas cosas. Llevaba levantada desde las cinco de la madrugada y ya estaba harta de las niñas. El problema era el gato de las crías, que estaba tumbado sobre una toalla, en una caja de cartón que Allison tenía cerca de la cabeza. Hacía una semana que había empezado a rechazar la comida. Luego había comenzado a chillar cada vez que lo levantaban. Entonces las niñas habían decidido llevarlo a casa de Edie para que lo examinara. Edie entendía de animales, y muchas veces pensaba que habría sido una veterinaria excelente, o incluso una doctora, si las mujeres hubieran hecho esas cosas en su época. Había curado todo tipo de gatitos y perritos, criado pajarillos caídos del nido, limpiado las heridas y arreglado los huesos rotos de toda clase de bestias heridas. Los niños lo sabían (no solo sus nietas, sino todos los niños del barrio) y le llevaban sus mascotas cuando estaban enfermas, además de cualquier animal perdido o abandonado que encontraran. Con todo, pese a gustarle mucho los animales, Edie no era sentimental respecto a ellos. Tampoco hacía milagros, como solía recordar a los niños. Tras examinar brevemente el animal (desde luego estaba muy lánguido, aunque no parecía que tuviera nada) se levantó y se limpió las manos en la falda mientras sus nietas la escrutaban con la mirada. —¿Cuántos años tiene este gato? —les preguntó Edie. —Dieciséis y medio —contestó Harriet. Edie se inclinó y acarició al animalito, que estaba apoyado contra la pata de la mesa, con la mirada triste y extraviada. Edie también le tenía cariño a aquel gato. Era el gato de Robin. Él lo había encontrado tumbado en la acera un verano (medio muerto, con los ojos apenas abiertos) y se lo llevó a su abuela, con sumo cuidado, entre sus manos ahuecadas. A Edie le costó mucho trabajo salvarlo. Los gusanos le habían hecho un agujero en el costado, y Edie todavía recordaba con qué resignación y docilidad soportó el gatito que le lavaran la herida en un cuenco de agua tibia, y lo rosa que estaba el agua cuando terminó. —Se curará, ¿verdad, Edie? —dijo Allison, que ya estaba a punto de llorar. El gato era su mejor amigo. Tras morir Robin el animal la había elegido a ella como nueva ama, la seguía a todas partes y le llevaba regalitos que había robado o matado (pájaros muertos, sabrosos restos del cubo de la basura, en una ocasión un paquete por abrir de galletas de avena), y desde que Allison empezara las clases rascaba la puerta trasera cada tarde a las tres menos cuarto para que lo dejaran salir y así poder bajar hasta la esquina para reunirse con ella. A cambio, Allison le prodigaba más cariño que a cualquier otro ser vivo, incluidos los miembros de su propia familia. Le hablaba constantemente, le daba pedacitos de pollo y de jamón de su propio plato y le dejaba dormir con el vientre sobre su cuello toda la noche. —Seguro que ha comido algo que le ha sentado mal —conjeturó Harriet. —Ya veremos —repuso Edie. Los días posteriores confirmaron sus sospechas. Al gato no le pasaba nada; sencillamente era viejo. Edie le ofreció atún y le dio leche con un cuentagotas, pero el animal cerraba los ojos y escupía la leche en forma de una desagradable espuma que le salía entre los dientes. La mañana anterior, mientras las niñas estaban en el colegio, Edie entró en la cocina y lo encontró temblando, como si tuviera convulsiones; lo envolvió con una toalla y lo llevó al veterinario. Cuando las niñas pasaron por su casa aquella tarde, Edie les dijo: —Lo siento, pero no puedo hacer nada por él. Esta mañana lo he llevado al doctor Clark, y dice que tenemos que sacrificarlo. Harriet (curiosamente, pues cuando se le antojaba sabía perder los estribos) se tomó la noticia con relativa calma. —Pobrecito Weenie —dijo arrodillándose junto a la caja del gato—. Pobre gatito. —Y posó una mano sobre el palpitante costado del animal. Harriet le quería casi tanto como Allison, aunque él apenas le hacía caso. Allison, en cambio, palideció al instante. —¿Qué quieres decir con eso de sacrificarlo? —Pues eso. Que tendremos que sacrificarlo. —No puedes hacerlo. No lo permitiré. —No podemos hacer nada más por él —replicó Edie con dureza—. Lo ha dicho el veterinario. —No dejaré que lo mates. —¿Qué quieres hacer? ¿Prolongar su sufrimiento? Allison, con los labios temblorosos, se arrodilló junto a la caja del gato y rompió a llorar, histérica. Aquello había sucedido el día anterior a las tres de la tarde. Desde entonces Allison no se había movido de allí. No había cenado, había rechazado la almohada y la manta que le habían ofrecido, había pasado la noche tumbada en el frío suelo de la cocina, llorando desconsoladamente. Durante una media hora Edie se sentó en la cocina con ella e intentó darle una breve charla sobre el hecho de que todos los seres vivos morían, y hacerle entender que debía aceptar esa realidad. Pero Allison no había hecho sino llorar con más fuerza, y al final Edie desistió, subió a su dormitorio, cerró la puerta y empezó una novela de Agatha Christie. Al final (alrededor de la medianoche, según el reloj de la mesilla de Edie) cesaron los llantos. Ahora Allison volvía a llorar. Edie bebió un sorbo de té. Harriet estaba enfrascada en la lectura de los diarios del capitán Scott. El desayuno de Allison seguía en la mesa, intacto. —Allison —dijo Edie. Allison, que no paraba de sacudir los hombros, no contestó a su abuela. —Allison, ven aquí y cómete el desayuno. —Era la tercera vez que lo decía. —No tengo hambre —repuso la niña con voz apagada. —Mira —le espetó Edie—, ya estoy harta. Eres demasiado mayor para comportarte así. Quiero que pares de llorar ahora mismo, que te levantes del suelo y te comas el desayuno. Venga, Allison. Se está enfriando. La reprimenda solo obtuvo como resultado un aullido de agonía. —En fin —añadió Edie—, haz lo que te plazca. Me gustaría saber qué dirían tus maestros si te vieran revolcándote por el suelo como una niña pequeña. —Escuchad esto —dijo Harriet de pronto, y empezó a leer con voz pedante—: «Titus Oates está a punto de sucumbir. Solo Dios sabe qué hará, y qué haremos nosotros. Después de desayunar hemos hablado del tema; él es muy valiente y comprende la situación, pero…». —Harriet, creo que en este momento ni a tu hermana ni a mí nos interesan demasiado las aventuras del capitán Scott —la interrumpió Edie. Se le estaba acabando la paciencia. —Lo único que digo es que Scott y sus hombres eran muy valientes. Hacían todo lo posible por mantenerse animados. Incluso cuando los atrapó la tormenta y sabían que todos iban a morir. —Siguió leyendo en voz alta—: «Se acerca el final, pero no hemos perdido el buen humor, ni pensamos perderlo…». —La muerte no es más que una parte de la vida —comentó Edie con resignación. —Los hombres de Scott querían mucho a sus perros y a sus ponis, pero la situación empeoró tanto que tuvieron que matar todos los animales que llevaban. Escucha esto, Allison. Tuvieron que comérselos. —Retrocedió unas cuantas páginas y volvió a acercar la cabeza al libro—. «¡Pobres bestias! Se han portado maravillosamente, teniendo en cuenta las terribles circunstancias en que han tenido que trabajar, y resulta muy duro tener que matarlas…» —¡Dile que pare! —bramó Allison desde el suelo, tapándose los oídos con las manos. —Haz el favor de callarte, Harriet —ordenó Edie. —Pero si… —Nada de peros. Allison —añadió Edie con aspereza—, levántate del suelo. Llorando no vas a ayudar a tu gato. —Soy la única que quiere a Weenie. A nadie más le importa. —Allison. ¡Allison! Un día —dijo Edie mientras estiraba el brazo para coger el cuchillo de la mantequilla—, tu hermano encontró un sapo al que habían cortado una pata con el cortacésped y me lo trajo. La noticia fue recibida con unos aullidos tan potentes que Edie creyó que iba a estallarle la cabeza, pero siguió untando la tostada, que ya estaba completamente fría, y contando la historia del sapo: —Robin quería que lo curara, pero yo no podía. Lo único que podía hacer para ayudar a aquel pobre animal era matarlo. Robin no entendía que, cuando los animales sufren así, a veces lo mejor que podemos hacer es poner fin a su sufrimiento. No paraba de llorar. No había forma de hacerle entender que para el sapo era mucho mejor estar muerto que soportar aquel terrible dolor. Por supuesto, entonces él era mucho más pequeño que tú. El breve soliloquio no surtió ningún efecto sobre el sujeto al que iba dirigido, pero cuando Edie levantó la cabeza se dio cuenta, con cierta irritación, de que Harriet la miraba fijamente, con la boca abierta. —¿Cómo lo mataste, Edie? —Lo mejor que pude —contestó la abuela con resolución. Le había cortado la cabeza con una azada, y para colmo delante de Robin, lo cual lamentaba; pero no tenía intención de contarle eso a las niñas. —¿Lo pisaste? —Nadie me escucha —protestó de pronto Allison—. La señora Fountain ha envenenado a Weenie. Estoy segura. Dijo que quería matarlo. Weenie entraba en su jardín y le dejaba huellas en el parabrisas del coche. Edie suspiró. No era la primera vez que hablaban del tema. —A mí tampoco me cae bien Grace Fountain —admitió—. Es una vieja rencorosa y una metomentodo, pero no me vas a convencer de que ha envenenado al gato. —Estoy segura. La odio. —Pensar así no te ayudará en nada. —Tiene razón, Allison —terció Harriet—. No creo que la señora Fountain haya envenenado a Weenie. —¿Qué quieres decir? —preguntó Edie volviéndose hacia Harriet. Aquella inesperada coincidencia de opiniones le resultaba sospechosa. —Creo que, si lo hubiera hecho, yo lo sabría. —¿Y cómo ibas a saber algo así? —No te preocupes, Allison. No creo que lo haya envenenado, pero si lo ha hecho —añadió Harriet volviendo a su lectura— lo lamentará. Edie, que no pensaba permitir que la conversación terminara con aquel comentario, se disponía a decir algo cuando Allison rompió de nuevo a sollozar, más fuerte que antes. —No me importa quién lo haya hecho —gimoteaba con el pulpejo de las manos apretado contra los ojos—. ¿Por qué tiene que morir Weenie? ¿Por qué tuvo que morir congelada toda esa gente? ¿Por qué es todo siempre tan horrible? —Porque la vida es así —respondió Edie. —Pues la vida es un asco. —Basta, Allison. —Es lo que pienso. —Mira, esa actitud es petulante e inmadura. Decir que la vida es un asco. Como si eso cambiara algo. —Pues para mí es un asco y siempre lo será. —Scott y sus hombres eran muy valientes, Allison —intervino Harriet—. Ni siquiera se desmoralizaron cuando aguardaban su muerte. Escucha: «Nuestro estado es lamentable, tenemos los pies congelados, etcétera. No tenemos combustible ni comida pero, si alguien entrara en nuestra tienda, se alegraría al oírnos cantar y charlar…». Edie se levantó. —Basta —ordenó—. Me llevo el gato al veterinario. Vosotras quedaos aquí. —Imperturbable, empezó a recoger los platos haciendo oídos sordos a los chillidos procedentes del suelo. —No, Edie. —Harriet echó la silla hacia atrás, se levantó de un brinco y corrió hacia la caja de cartón—. Pobre Weenie —dijo acariciando el tembloroso animal—. Pobre gatito. No te lo lleves todavía, Edie, por favor. El viejo gato tenía los ojos entrecerrados de dolor. Golpeó débilmente la pared de la caja con la cola. Allison, con el rostro congestionado por el llanto, abrazó al animal y se lo acercó a la mejilla. —No, Weenie —dijo con voz entrecortada—. No, no, no. Edie fue hacia ella y, con una suavidad sorprendente, se lo quitó de los brazos. Al levantarlo, con mucho cuidado, el animal emitió un quejido casi humano. Su hocico entrecano, que dibujaba un rictus de dientes amarillos, parecía el de un anciano, paciente y agotado por el sufrimiento. Edie le rascó con dulzura detrás de las orejas. —Dame esa toalla, Harriet —indicó. Allison intentaba decir algo, pero el llanto le impedía hablar. —No lo hagas, Edie —suplicó Harriet, que también se había puesto a llorar—. Por favor. No he tenido ocasión de despedirme de él. Edie se agachó y cogió ella misma la toalla; luego se enderezó. —Pues despídete —dijo con impaciencia—. Me lo llevo ahora mismo, y seguramente no volverás a verlo. Una hora más tarde, Harriet, que todavía tenía los ojos enrojecidos, estaba en el porche trasero de Edie recortando una fotografía de un babuino del volumen correspondiente a la letra B de la Enciclopedia Compton. Cuando el viejo Oldsmobile azul de Edie salió del camino, también ella se tumbó en el suelo de la cocina junto a la caja vacía y lloró con la misma intensidad que su hermana. Cuando se hubo cansado de llorar, se levantó, fue al dormitorio de su abuela y, cogiendo un alfiler del acerico con forma de tomate que había encima de la cómoda, se distrajo un rato grabando la frase ODIO A EDIE, en letras diminutas, en la madera de los pies de la cama de Edie. Curiosamente aquello le produjo una escasa satisfacción, y mientras estaba acurrucada en la alfombra, junto a los pies de la cama, sorbiéndose la nariz, se le ocurrió una idea mucho mejor. Después de recortar la cara del babuino de la enciclopedia, pensaba pegarla encima del rostro de Edie en un retrato que había en el álbum familiar. Harriet intentó que su hermana Allison se interesara por el proyecto, pero esta, que seguía tumbada junto a la caja de cartón del gato, ahora vacía, ni siquiera la miró. La puerta del jardín de atrás de Edie se abrió con un chirrido y Hely Hull entró corriendo sin cerrarla. Tenía once años (uno menos que Harriet) y llevaba el cabello, de un rubio rojizo, largo hasta los hombros, imitando a Pemberton, su hermano mayor. —Harriet —dijo subiendo a toda prisa por los escalones del porche—. Eh, Harriet… —Se paró en seco al oír los monótonos gemidos procedentes de la cocina. Cuando Harriet levantó la cabeza, Hely vio que también ella había estado llorando—. Oh, no —dijo, afligido—. Te envían al campamento, ¿no? El Campamento Lake de Selby era el peor terror de Hely y Harriet. Era un campamento para niños cristianos al que ambos habían ido, obligados por sus familias, el verano anterior. Niños y niñas (separados en orillas opuestas del lago) dedicaban cuatro horas diarias al estudio de la Biblia, y el resto del tiempo tejían cordones y representaban obras de teatro ñoñas y humillantes escritas por los monitores. En el lado de los chicos se habían empeñado en pronunciar mal el nombre de Hely (lo hacían rimar con «Nelly», lo cual era bochornoso). Para colmo, le habían cortado el pelo por la fuerza delante de todos, como diversión para los otros campistas. Aunque Harriet, por su parte, se lo había pasado bastante bien en las clases sobre la Biblia (ante todo porque le proporcionaban un foro cautivado y fácilmente impresionable en el que podía exponer sus poco ortodoxas opiniones sobre las Escrituras), en general se había sentido igual de desgraciada que Hely; se levantaba a las cinco de la madrugada y debía apagar las luces a las ocho, no tenía tiempo para ella ni para leer otros libros que no fueran la Biblia, y había mucha «disciplina de la de antes» (zurras, ridiculizaciones públicas) para hacer cumplir aquellas normas. Pasadas las seis semanas, Hely y ella, junto con el resto de los campistas, subieron al autocar de la parroquia e hicieron el camino de regreso mirando con aire ausente por las ventanillas, callados, con sus camisetas verdes del Campamento Lake de Selby, absolutamente destrozados. —Dile a tu madre que te suicidarás —propuso Hely, con la respiración entrecortada. Un numeroso grupo de compañeros del colegio se habían marchado el día anterior; se dirigieron con resignación hacia el autocar verde como si, en lugar de conducirlos a un campamento de verano, fuera a llevarlos directamente al infierno—. Yo les dije a mis padres que si volvían a enviarme me suicidaría. Les dije que me tumbaría en la carretera y dejaría que me atropellara un coche. —Ese no es el problema. —Harriet le explicó lacónicamente lo del gato. —Entonces ¿no vas a ir al campamento? —De momento no —respondió Harriet. Durante semanas había controlado el correo con la intención de interceptar los formularios de inscripción; cuando estos llegaron, los rompió y los tiró a la basura. Sin embargo, el peligro todavía no había pasado. Edie, que era quien le preocupaba de verdad (su distraída madre ni siquiera se había fijado en que no habían llegado los formularios), ya le había comprado a Harriet una mochila y unas zapatillas de deporte nuevas, e insistía en que le dejaran ver la lista de artículos que tenía que llevar cada niño. Hely cogió la fotografía del babuino y la examinó. —¿Para qué es? —Ah. Para esto. —Se lo contó. —Quizá quedaría mejor otro animal —propuso Hely. Edie no le caía bien porque siempre se mofaba de su pelo y hacía ver que lo tomaba por una niña—. Un hipopótamo, quizá. O un cerdo. —Yo creo que quedará bien. Hely miró por encima del hombro de Harriet y siguió comiendo los cacahuetes que llevaba en el bolsillo mientras ella pegaba la desagradable cara del babuino sobre la de Edie, encajándola con cuidado debajo del peinado. Ahora el babuino, que enseñaba los colmillos, miraba con expresión agresiva mientras el abuelo de Harriet, de perfil, contemplaba extasiado a su simiesca novia. Bajo la fotografía estaba escrito, de puño y letra de Edie: Edith y Hayward Ocean Springs, Mississippi 11 de junio de 1935 Juntos examinaron el resultado. —Tienes razón —admitió Hely—. Queda muy bien. —Sí. Había pensado poner una hiena, pero el babuino queda mucho mejor. Acababan de devolver el volumen de la enciclopedia al estante y de guardar el álbum (con florituras victorianas grabadas con pan de oro) cuando oyeron el crujido del coche de Edie que entraba en el camino de grava. Se oyó el portazo de la puerta mosquitera. —¡Niñas! —exclamó Edie al entrar, seria como siempre. Nadie contestó. —Niñas, he decidido traer el gato a casa para que podáis celebrar un funeral, pero si no me contestáis ahora mismo doy media vuelta y me lo llevo otra vez a la consulta del doctor Clark. Hubo una estampida hacia el salón. Los tres niños se plantaron en el umbral, mirando fijamente a Edie. Edie arqueó una ceja. —Anda, ¿quién es esta señorita? —preguntó a Hely fingiendo sorpresa. Edie tenía mucho cariño al niño (le recordaba a Robin; lo único que no le gustaba era que llevara el pelo tan largo) y no sospechaba que, gracias a lo que ella consideraba bromas bienintencionadas, se había ganado su odio—. ¿Eres tú, Hely? Perdona, pero no te había reconocido bajo esa melena rubia. Hely se sonrió y dijo: —Estábamos mirando fotografías suyas. Harriet le dio una patada. —Vaya, no creo que esa sea una actividad muy interesante —repuso Edie—. Niñas —añadió dirigiéndose a sus nietas—, supuse que querríais enterrar el gato en vuestro jardín, así que he pasado por vuestra casa y le he pedido a Chester que excavara una tumba. —¿Dónde está Weenie? —le preguntó Allison. Tenía la voz ronca y la mirada extraviada—. ¿Dónde está? ¿Dónde lo has dejado? —Con Chester. Está envuelto en su toalla. Os aconsejo que no lo desenvolváis, niñas. —Venga —dijo Hely empujando a Harriet con el hombro—. Echemos un vistazo. Estaban los dos de pie en el oscuro cobertizo de las herramientas del jardín de Harriet, donde el cadáver de Weenie yacía envuelto en una toalla azul, sobre el banco de trabajo de Chester. Allison, que no paraba de llorar, estaba en la casa buscando un viejo jersey sobre el que al gato le gustaba dormir, pues quería enterrarlo con él. Harriet miró por la ventana de la caseta, sucia de polvo. En un rincón del brillante jardín estaba la silueta de Chester, que hincaba la pala en el suelo ayudándose con el pie. —Está bien —concedió Harriet—, pero rápido. Antes de que vuelva Allison. Solo después se daría cuenta de que había sido la primera vez que veía o tocaba una criatura muerta. No esperaba que la impresionara tanto. El costado del gato estaba frío y rígido, duro al tacto, y Harriet sintió un desagradable cosquilleo en la yema de los dedos. Hely se inclinó para ver mejor. —¡Qué fuerte! —exclamó. Harriet acarició el pelaje anaranjado del gato. Todavía era de color naranja, e igual de suave que siempre, pese a la alarmante rigidez del cuerpo que había debajo. El animal tenía las patas extendidas, tiesas, como si intentara evitar que lo metieran en una bañera llena de agua, y los ojos, que incluso en la vejez y la enfermedad habían mantenido su color verde claro e intenso, estaban cubiertos de una película gelatinosa. Hely se inclinó para tocarlo. —Ostras —exclamó, y retiró la mano—. Qué asco. Harriet no se inmutó. Deslizó la mano con cautela hasta tocar la parte rosada que el gato tenía en el costado, donde el pelo nunca acababa de crecerle, la que los gusanos le habían comido cuando era pequeño. Cuando vivía, Weenie no dejaba que nadie le tocara allí; si alguien lo intentaba, bufaba y hacía ademán de arañarlo, incluso a Allison. Pero ahora estaba quieto, con los labios retirados dejando al descubierto los afilados dientes, fuertemente cerrados. Tenía la piel arrugada, áspera como el cuero, y fría, fría, fría. Así que aquel era el secreto, lo que sabían el capitán Scott, Lázaro y Robin, lo que hasta el gato había conocido en el último momento: el tránsito a la vidriera. Cuando encontraron la tienda de Scott, ocho meses después, hallaron a Bowers y a Wilson tendidos con los sacos de dormir cerrados, y a Scott en un saco abierto abrazado al cuerpo de Wilson. Eso había sucedido en la Antártida, y aquella era una verde mañana de mayo con una suave brisa, pero el cuerpo que Harriet tenía bajo la palma de la mano estaba duro como el hielo. Pasó un nudillo por encima de la pata delantera de Weenie, blanca hasta la articulación. «Es una pena —había escrito Scott, con la mano cada vez más entumecida, mientras el blanco se cernía sobre ellos desde las blancas inmensidades, y las tenues letras que el lápiz dejaba sobre el blanco papel cada vez eran más tenues—, pero me parece que no puedo seguir escribiendo». —A que no te atreves a tocarle el ojo —dijo Hely acercándose un poco más. Harriet ni lo oyó. Eso era lo que su madre y Edie habían visto: la oscuridad total, el terror del que jamás regresabas. Palabras que desaparecían del papel y se perdían en el vacío. Hely se acercó un poco más en la fresca penumbra del cobertizo. —¿Te da miedo? —susurró. Apoyó una mano en el hombro de su amiga. —Para —dijo Harriet, y sacudió el hombro. Entonces oyó que se cerraba la puerta mosquitera y que su madre llamaba a Allison; tapó rápidamente el gato con la toalla. El vértigo de aquel momento nunca la abandonó del todo; la acompañaría el resto de la vida y siempre estaría inextricablemente mezclado con el cobertizo de herramientas en penumbra (relucientes sierras de metal, el olor a polvo y a gasolina) y con tres ingleses muertos bajo un montón de nieve con carámbanos de hielo en el pelo. Amnesia: témpanos de hielo, violentas distancias, el cuerpo convertido en piedra. El horror de todos los cuerpos. —Venga —dijo Hely meneando la cabeza—. Tenemos que largarnos de aquí. —Ya voy —repuso Harriet. El corazón le latía con fuerza, y le faltaba el aliento; no porque sintiera miedo, sino algo muy parecido a la rabia. Pese a que no había envenenado el gato, la señora Fountain se alegraba de que estuviera muerto. Desde la ventana que había sobre el fregadero de su cocina (el punto de observación donde pasaba varias horas todos los días, espiando el ir y venir de sus vecinos) había visto a Chester cavar el agujero, y ahora, mirando con los ojos entrecerrados a través de la cortina, veía a los tres niños alrededor de la tumba. La pequeña, Harriet, llevaba un bulto en los brazos. La mayor lloraba. La señora Fountain se bajó un poco las gafas de leer de montura nacarada, se echó una rebeca con botones de falso diamante sobre los hombros (hacía buen día, pero ella enseguida cogía frío y para salir necesitaba taparse), cruzó la puerta trasera y se dirigió hacia la valla. El día era despejado, fresco, ventoso. Unas nubes bajas recorrían, veloces, el cielo. La hierba (había que cortarla; era una tragedia que Charlotte no se ocupara ni lo más mínimo de la casa) estaba salpicada de violetas, vinagrillos, dientes de león granados, y el viento la mecía formando caprichosas corrientes y remolinos, como hacía en el mar. Del techo del porche trasero colgaban zarcillos de glicina, delicados como algas marinas; la enredadera era tan frondosa que ya apenas se veía el porche. Cuando florecía estaba muy bonita, pero el resto del tiempo era un desastre, y además pesaba tanto que cualquier día derrumbaría el porche (la glicina era una planta parásita, que debilitaba la estructura de las casas si dejabas que trepara por toda la fachada), pero había gente que solo aprendía a base de palos. La señora Fountain suponía que los niños la saludarían, y se quedó un rato de pie, esperando, junto a la valla; pero los niños ni se fijaron en ella y siguieron con lo que estaban haciendo. —¿Qué estáis haciendo, niños? —preguntó la señora Fountain con una dulce vocecilla. Los críos levantaron la cabeza, sorprendidos como cervatillos. —¿Estáis enterrando algo? —No —exclamó Harriet, la pequeña, con un tono que a la señora Fountain no le gustó nada. Esa niña era una sabihonda. —Pues a mí me parece que sí. —Pues no. —Me parece que estáis enterrando ese gato naranja. Nadie dijo una palabra. La señora Fountain miró por encima de sus gafas de leer con los ojos entornados. Sí, la mayor de las hermanas lloraba. Era demasiado mayor para esas tonterías. La pequeña se agachó y puso lo que tenía en las manos en el agujero. —Ya lo creo. Eso es lo que estáis haciendo —exclamó la señora Fountain—. A mí no me engañáis. Ese gato era un incordio. Se pasaba el día paseándose por mi jardín y dejaba sus sucias huellas en el parabrisas de mi coche. —No le hagas caso —le dijo Harriet a su hermana, entre dientes—. Es una puta. Hely nunca había oído a Harriet decir palabrotas. Sintió un escalofrío de placer en la nuca. —Puta —repitió Hely, más fuerte, saboreando la deliciosa palabra. —¿Cómo? —saltó la señora Fountain—. ¿Quién ha dicho eso? —Cállate —le ordenó Harriet a Hely. —¿Quién ha sido? ¿Quién hay con vosotras? Harriet se había arrodillado y arrojaba con las manos el montón de tierra en el agujero, sobre la toalla azul. —Venga, Hely —murmuró—. Ayúdame, rápido. —¿Quién hay ahí? —cacareó la señora Fountain—. Será mejor que me contestéis. Pienso entrar ahora mismo en mi casa y llamar a vuestra madre. —Mierda —dijo Hely, envalentonado. Se arrodilló junto a Harriet y, a toda prisa, empezó a ayudarla a echar tierra en el agujero. Allison, que se tapaba la boca con un puño, permanecía de pie contemplando a los niños, mientras las lágrimas le resbalaban por las mejillas. —Será mejor que me contestéis, niños. —Esperad —exclamó de pronto Allison—. Esperad. —Dio media vuelta y echó a correr por el jardín hacia la casa. Harriet y Hely, que tenían las manos sucias de tierra, hicieron una pausa. —¿Qué hace? —preguntó Hely secándose la frente con la muñeca. —No lo sé —respondió Harriet, desconcertada. —¿No eres el hijo pequeño de los Hull? —gritó la señora Fountain—. Ven aquí. Voy a llamar a tu madre. Ven aquí ahora mismo. —Ve y llámala, puta —murmuró Hely—. No está en casa. La puerta mosquitera se cerró y Allison regresó corriendo, dando traspiés, tapándose la cara con un brazo, cegada por las lágrimas. —Ya está —dijo. Se arrodilló junto a los niños y arrojó algo en la tumba abierta. Hely y Harriet estiraron el cuello para mirar. Era una fotografía de Allison, un retrato que le habían hecho en el colegio el otoño anterior; ahora la mayor de las dos hermanas les sonreía desde el fondo de la tumba. Llevaba un jersey rosa con cuello de encaje, y pasadores rosas en el pelo. Sin dejar de sollozar Allison cogió dos puñados de tierra y la tiró a la tumba, sobre su rostro sonriente. La tierra repiqueteó al caer sobre la fotografía. Por un instante el color rosa del jersey de Allison todavía se veía, y sus tímidos ojos aún miraban a través de una fina capa de tierra; otro puñado negro repiqueteó sobre ellos, y desaparecieron definitivamente. —Venga —dijo Allison con impaciencia, y los otros dos niños miraron en el interior del agujero y luego miraron a Allison, perplejos—. Venga, Harriet. Ayúdame. —Muy bien —gritó la señora Fountain—. Me voy a mi casa. Pienso llamar ahora mismo a vuestras madres. Mirad. Voy a entrar. ¡Os arrepentiréis! DONNA TARTT (Greenwood, Mississippi, EEUU, 1963). Se dio a conocer al gran público con El secreto, una primera novela que fue traducida a 24 idiomas y le sirvió para situar a la autora en las filas de los clásicos contemporáneos. Tras el éxito deslumbrante de aquella propuesta, transcurrieron once años de silencio. Hubo entonces quien pensó que Donna Tartt pasaría a la historia por ser la autora de una sola y magnífica novela, pero a principios de 2003 la gran escritora sureña volvió a triunfar en su país y en toda Europa con Un juego de niños. Ahora, al cabo de otros once años, aparece El jilguero, una nueva novela que la crítica y el público han aplaudido con fervor. Con esta obra ganaría el Premio Pulitzer a la ficción en el año 2014. El jurado del Premio Pulitzer ha premiado a El jilguero por «la madurez de una novela maravillosamente escrita, con unos personajes exquisitamente perfilados que narra la dolorosa implicación de un chaval con un famoso cuadro que se ha librado de la destrucción. Un libro que estimula la mente y toca el corazón». Además el libro está nominado para el premio del Círculo Nacional de Críticos y para la medalla Andrew Carnegie. Referente al tiempo que transcurre entre la publicación de sus novelas, ella comenta: «Mucha gente me dice, ¿por qué no escribes libros más rápido? Y lo he intentado, sólo para ver si podía. Pero trabajar de esa manera no es algo natural para mí. Me gustaría ser “miserable” y escribir un libro cada tres o cuatro años. Pero si yo no me divierto escribiendo, la gente no va a divertirse leyendo».

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